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Edición: Anele Arnautó Trillo
Corrección: Lourdes Díaz Castro
Foto de cubierta: Cortesía de los autores
Diseño interior y diagramación: Beatriz Pérez Rodríguez

© Raúl Aguiar, 2005


© José Miguel Sánchez, 2005
© Sobre la presente edición:
Ediciones UNIÓN, 2005

ISBN: 979-209-638-4

Ediciones UNIÓN
Unión de Escritores y Artistas de Cuba
Calle 17 no. 354 e/ G y H, El Vedado, Ciudad de La Habana
E-mail: editora@uneac.co.cu
El tema prohibido (o casi):
El rock: su reflejo en la narrativa cubana y mundial

(1) The answer, my friend, is blowing in the wind


(Bob Dylan)
O brevísima historia del origen de la histeria.
El rock como fenómeno sociomusical: sus albores

La sombra del precedente puede rastrearse hasta la primera postguerra. Los


EE. UU. intervienen en la Primera Guerra Mundial, enviando a sus hijos al
frente casi al final de la contienda. Jóvenes haciendo el trabajo de adultos.
Madurando en los campos de muerte. Oficiales de veinte años. Toda guerra,
de algún modo, es injusta. Miles de muertos. Los sobrevivientes, de vuelta
a casa, se niegan rotundamente a meterse de nuevo bajo el ala protectora del
Gran Padre… o del Buen Tío Sam, su versión norteamericana. Trabajan por
su cuenta. Son intocables, son héroes. Adultos con intereses de jóvenes. No
hay quien les diga que deben entregar su sueldo en casa y luego pedir las
migajas. Llegan The Roaring Twenties. Corte de pelo femenino a lo garçon,
minifaldas, desenfreno… quizás habría nacido una auténtica cultura juvenil,
pero primero la Ley Seca y luego la Depresión retrasaron el fenómeno hasta
la segunda postguerra.
Así que la verdadera génesis se pospone hasta la segunda mitad de los
40, según los sociólogos. Como en la Primera, los EE. UU. esperan hasta
bien entrada esta conflagración para tomar partido. Es esencial ser parte de
los vencedores para luego repartirse el botín del mundo con plenos derechos.
Objetivo alcanzado. Euforia victoriosa. Una innovación militar se convierte en
un nuevo medio de comunicación: la radio instaura una especie de democracia
electrónica. Y los triunfantes EE. UU. se lanzan al bombardeo de la galaxia
Consumidores. Ahora pacíficos, en lugar de bombas repletas de TNT, ofrecen
toda clase de objetos atractivos, nuevo software creador-disipador de tiempo.
Su blanco, la juventud con flamante poder adquisitivo, feliz de no haber muerto
en el frente, y festivamente abocada a la vieja consigna del goce como objetivo
supremo. Dos caras tiene la moneda. Hedonismo, vivir al día. Pero también
Jean Paul Sartre, existencialismo. Andy Warhol, cultura pop y arte para las
masas. Ricken Backer, una voz electrónica para el descontento. Nam June
Paik y Pierre Schaeffer, gurús comunicacionales, sentando las bases del Nuevo
Malestar (eléctrico) de la Cultura, pautada ahora por los dioses del intercambio
social, del intercambio simbólico: Los Medios, regulando encuentros y des-

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encuentros. La era de los servicios clamando siempre por más profesionales,
tiempo social, educación, y como consecuencia directa, la diferencia de eda-
des, de roles, marcando fronteras insalvables. La masa trabajadora de pronto
deja de ser informe e indiferenciada, porque se hace necesario discriminar.
Un producto para cada consumidor, un consumidor para cada producto. Ya
hay tiempo para ser joven, profesional o al menos estudiante, y también se
libera el espacio de los deseos, en él hace eclosión un nuevo imaginario: por
fin el mundo deja de ser propiedad absoluta de los adultos, llega con bombo
y platillo (pero también, aunque más tímidamente, con guitarra eléctrica) la
esperadísima Cultura Juvenil.
De la inocencia de la masa antes homogénea emerge un nuevo esquema
sensorial, nuevos ritos, mitos y lenguaje simbólico: también se balcaniza la
juventud. Ya hay tiempo para elegir a qué tribu quieres pertenecer. Cowboys
o Motoristas, Teddy Boys o Rockers.
En los 50 llega el rock and roll, para una adolescencia que pedía emo-
ciones fuertes y escape de la dura realidad de interminables jornadas de
trabajo. La senda, probada desde tiempos inmemoriales. Además de música
fuerte, sexo y drogas… aunque con estas el coqueteo es aún bastante tímido:
sí, ya Huxley y sus experimentos abrieron las puertas de la percepción y
la yerba. El polvo o la jeringuilla son la transgresión definitiva, pero están
demasiado ligadas al jazz y al blues, todavía cosas de negros. Y bastante
trabajo les ha costado a los ejecutivos WASP de las emisoras de radio blan-
quear ese sonido heredero del blues que ya popularizan entre los teenagers
de esos días Elvis Presley y Jerry Lee Lewis (los auténticos precursores
como Little Richard y Chuck Berry serían grandes músicos, sí, pero también
inaceptablemente morenos). Entonces, abolida la Ley Seca, queda libre la
senda del único psicotrópico culturalmente aceptado desde siempre por
Occidente: alcohol a mares. La alternativa etílica.
En los 60 sube aún más la presión. Inconformidad. Los padres ya no
son el perfecto modelo de lo que quieren ser sus hijos cuando grandes. En el
vórtice giran los Beatles, los movimientos de liberación nacional, la liberación
sexual, las protestas estudiantiles, el Che, los hippies y la guerra de Vietnam.
También, como era de esperar, reaparecen, erizados ante la posibilidad del
cambio y la liberación juvenil, los nuevos-antiguos enemigos: el dinero, las
fuerzas represivas, la doble moral judeocristiana, la reacción pura y dura. Sus
formas: el asesinato de los Kennedy, los brotes de racismo en el sur norte-
americano bajo el gobernador Wallace, la Primavera de Praga abortada por
los tanques rusos, la noche de Tlatelolco bañando de sangre las Olimpiadas
de México 68. Todo en nombre de la sacrosanta propiedad privada… todos
dulces angelitos de Dios que pretenden que nada cambie para que el sistema
no naufrague definitivamente.

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No confíes en nadie mayor de treinta años. Haz el amor y no la guerra.
Mayo francés, las consignas de los libros se vuelven callejeras. Sean rea-
listas, pidan lo imposible. Quedan, para los que prefieren ser parte de la
solución y no ser parte del problema, al menos como utopías, las alternativas:
Guerrillas, la Revolución Cubana, de las que toma el rock su rebelde largo
pelo púb(l)ico. Protestas estudiantiles, los violentos Panteras Negras y las
comunas hippies como germen de una nueva sociedad, libre de fantasmas
tecnológicos consumistas. Y claro, otra vez drogas y sexo libre, Atraviesa al
otro lado, William Burruoghs y Timothy Leary, como antes Aldous Huxley,
gurús de la heroína y el LSD, alucinando psicodelias generadoras de futuras
muertes ideológicas, gravitando en la explosión de opciones con el canto de
cisne utópico de Woodstock o las barricadas en las universidades de París y
los Estados Unidos.
Más tarde, inevitable como la muerte, arribará la A-Dicción, fin de la
épica. El sistema absorbe todo. Todo tiene que cambiar, pero sólo para que
todo siga siendo lo mismo. Salvo raras excepciones, el sistema demuestra
que la Utopía es capaz de ser empaquetada, el imaginario —no sólo juve-
nil— se convierte en la mejor arcilla para la industria. Rebeldía, sí, pero la
que ofrezcan los estudios de cine y los envasadores de sueños de la Sony, la
Capitol Records y la Geffen. Circuito cerrado, aleatorio, las ideas terminan
transformándose en bacanal masivo, en superficie predecible. Para entonces
lo importante ya no es más la utilidad social, la meta o su sentido final, si
acaso la implosión de signos. Glam rock, Heavy me(n)tal, rock sinfónico…
sofisticación cada vez más alejada del grito popular. ¿Habría sido Beethoven
un cantante de folk-rock de nacer en nuestros días, o habría elegido la senda
electroacústica de Alan Parson y Rick Wakeman? Una muy pequeñita dis-
continuidad en los 70, con los viscerales No Future (léase punks) exhibiendo
sus jeans ripiados y sus púas, sacando la lengua al público, cantándole a su
Graciosa Majestad Elizabeth II Anarchy in the UK, aborreciendo la elegancia
sonora que les ha robado el rock, y escarceos así.
Proceso indetenible. Mientras mayor es la masa, en más minorías se
fragmenta. La balcanización social se vuelve sociomusical. Los géneros y
subgéneros, himnos de tribus. Los Hell´s Angels sobre sus Harleys Davidsons
nomadean por el país al ritmo de Born to be wild de Steppen Wolf. Dime cuál
banda de rock escuchas y te diré quién eres… El nuevo enfoque utiliza la
moda y la música como banderas, como mensaje exclusivo, en ellas se expresa
toda la ideología sintetizada en códigos resumidos, sólo para la tribu.
Y habrá también el outsider. El genio musical-líder de opinión popular
recalcitrante, que lanzará molestas diatribas contra el sistema, pero siempre
útil, una vez cómodamente asimilado, vuelto manipulable y silencioso mártir
de mármol, para que el índice de ventas se mantenga o se dispare según el

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caso. Muerte joven, cadáver bonito… larga lista. Parece que es peligroso ser
estrella de rock: Buddy Holly, Ritchie Valens, John Lennon, John Bonham,
Bonnie Scott, Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Freddy Mercury,
Sid Vicious, Cliff Burton, Kurt Cobain… y ¿quién será el próximo que
caiga?
El establishment, como siempre, logra seguir siendo químicamente puro
sobre la base de asimilarlo todo. Fin de la improvisación, surge la industria
rock. Llega la hora de las bellas caras y las voces dobladas, las estrellas
fabricadas en serie en los laboratorios. Llegan la apropiación, las versiones,
la retroalimentación y el cómodo desenfado. Adiós creatividad. Vértigo de
novedad cada vez más efímera, de supuestas rupturas y anecdotarios escan-
dalosos supliendo carencias de talentos. Todo es actitud, todo es atuendo,
todo es peinado. Ya no más sonidos ni mensajes originales, todo es remixa-
do, redigerido, surgen una revolución y su respectivo gurú a cada segundo.
Podemos ser héroes sólo por un día, canta cínicamente David Bowie. Todos
seremos mundialmente famosos… durante cinco minutos, sentencia Andy
Warhol. Autofagia. La serpiente Ouroboros, dragón de las mil cabezas me-
diáticas, mordiéndose eternamente la cola. Caleidoscopio. Deambular sin
rumbo, operatividad sin fronteras (Bueno sí, el tiempo ¿Circular?, ¿Espiral?)
o como diría un economista: actividad productiva sin mercancía, o lo mismo
pero sin ser igual: todo es mercancía. Música y mensaje desintegrados por las
explosiones de la luz-flash del acontecer, el rock emitiéndose apenas como
huella, como cicatriz, juego infinito.
Síndrome capitalista de la época: vivir al día. No Future. El mañana
no existe. No hay causas en un mañana vacío. Lo importante pasa a ser
en-tonces la misma acción, la operación sin producto, sin realización en
con-secuencia. No vale la pena esforzarse, nada va a cambiar. Hedonismo.
Epicureísmo. O sea: beber. Fumar… y no sólo tabaco. Hacer el sexo. Oír músi-
ca. Hablar. Drogarse. Bailar. Asistir a conciertos. Semióticamente: terrorismo,
muchachos rebeldes sin saber contra qué, nihilismo generacional. Peludos y
sucios con sandalias y botas, piel pintada, collares de cuentas, muñequeras de
púas, crestas teñidas, collares de perro y demás imaginativos aditamentos de
adecuación tribal —primero serán apenas un disfraz temporal, más o menos
removible... pero los tatuajes y el piercing vendrán inevitablemente después.
¿Cuándo? Cuando la desesperada reacción de negarse a convertirse en otro
asqueroso “ser normal” y su otra cara, la semimasturbatoria reafirmación
de la propia diversidad, sean ya suficientemente populares como para que
algunos jóvenes asuman gozosos su autosegregación de la galaxia adulta
como una senda definitiva y sin retorno.
Eso en el centro, Megalópolis USA, Gran Patrón del Universo Consu-
mo, en el rico ojo del huracán. Y en la periferia, patrones imitativos difusos

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gracias a la magia de las comunicaciones y la aldea global: tal como en la
metrópoli, reuniones tribales, atuendos identificativos, cuerpos en oscilación
neolítica con la desastrosa música nacional (neonacional) de algún grupo
underground que hace malabares entre la desconfianza de funcionarios de
Cultura de perfil (y mente) estrechos y la falta de equipos adecuados para
sobrevivir. Y de paso encontrar su propio modo de hacer el rock (forever
marcado made in USA), quizás incluyendo códigos autóctonos (como, por
ejemplo, en Cuba: cantar en español y adaptar al ritmo rockero temas de los
mucho más respetables trovadores) en el imaginario compartido e interna-
cional de las guitarras distorsionadas.
Y paralelo a todo esto, alimentándose del proceso de crisis y reflejándo-
lo, la expresión en blanco y negro del grito distorsionado de desesperación
generacional, la literatura con temática de rock. Narrativa de una subcultura
y de una rebelión sin objetivos definidos, de gentes que no siempre saben
qué quieren, pero que sí parecen saber perfectamente lo que no quieren. A
veces casi elemental, visceral, su estilo inquietantemente cercano a esas le-
tras convertidas en himnos de rebelión adolescente sobre fondo de guitarras
aullantes. Otras, pretendiendo legitimar en códigos verbalmente sofisticados,
aceptables por el establishment culterano, el alarido primario, la sensación
difusa en desgarrados acordes y el sístole-diástole del bajo marcando el
tiempo fugaz de la juventud.

(2) Rock, rock, rock around the clock (Bill Haley


and The Comets)
O intento de crónica secuencial de un fenómeno
proteico: Origen y desarrollo de la literatura rock

A finales de la década de los 40 surgen dos tipos fundamentales de narrativa,


siempre en los Estados Unidos: la de los escritores realista-naturalistas y la
de los que utilizan el humor negro y una fantasía basada en el absurdo para
describir el horror tecnológico de la guerra. Una narrativa también signada
por el vapor etílico: la llamada generación perdida. Los relatos de Scott Fi-
tzgerald se codean con las narraciones de Hemingway, Norman Mailer, J.D.
Salinger, Henry Miller, Steinbeck y algunas piezas dramáticas de Tennesse
Williams… todavía, podría decirse, improvisando, probando caminos, con
fondo de jazz. Estas se publican a la par de los autores más duros de la no-
vela negra (Hammett, Chandler, Goodis o McCoy), más desoladoras, más
desengañadas si cabe, o pudiera decirse, más bluseadas.
La literatura y el cine norteamericanos comienzan a poblar sus historias
con una especie de rockeros avant la lettre: rebeldes sin causa, vagabundos,

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jóvenes violentos, pandillas... Johny, el cínico motorista forrado de cuero
negro de Marlon Brando en El Salvaje y el inquieto James Dean de Rebelde
sin causa se vuelven de la noche a la mañana los ídolos juveniles. El rock and
roll tomará el relevo de esa mitología en la siguiente década, convirtiéndose
en la banda sonora por excelencia de los outsiders.
Mientras, en la Europa de postguerra, triunfan los personajes existen-
cialistas de boina y sweater. La época es de los Angry Young Men ingleses,
de los héroes desorientados e insensibles de Sartre y Camus, los inconformes
de Malraux o los desertores de Boris Vian, los mismos que se imbricarán más
tarde en el corazón de toda la cultura de resistencia europea a la hegemonía
sociocultural estadounidense de los 60.
Los beatniks estadounidenses de la quinta década fueron, en su gran
mayoría y desde sus principios, un movimiento literario. La aparición del
largo poema Howl de Allen Ginsberg en 1956 vino a ser, aparte de su valor
real como poema, la declaración generacional. Jack Kerouac, en su novela
On the road (1957), cuenta la historia del mítico (pero completamente real)
Neal Cassidy y otros jóvenes beats que van de ciudad en ciudad, hablando,
soñando, bebiendo, fumando cannabis, escribiendo la nueva poesía, viviendo
una nueva libertad, lejos de la sociedad anquilosada y vacía de la postguerra
y rebelándose en contra de los valores de la misma. La marihuana reemplaza
al alcohol y esto implica una diferencia con respecto a sus antecesores y al
mismo tiempo una nueva religión, personal e intransferible. Pero andar de
ciudad en ciudad tiene su razón. Han elegido estar fuera. Por propia voluntad,
son parias de una sociedad que ya no pueden soportar.
En otra novela de 1958, Los vagabundos del Dharma, Kerouac aborda
el tema del desarrollo personal a través del Budismo Zen. A esta siguieron
Ángeles de desolación (1958), quizás su obra más intensa y Big Sur (1962),
donde describe la retirada de un líder beat a la costa californiana en un intento
de rehacer su vida.
De esta generación quedarían unos cuantos poemas y novelas excelentes
de Ginsberg, Gregory Corso, Philip Lamentia, Michael McClure, el Doctor
Sax de Jack Kerouac, Cain´s Book de Alexander Trocchi, Last exit to Bro-
oklyn de Hubert Selby Jr., y las inquietantes Yonqui (1953) y Naked lunch
(1959) de William Burroughs, ambas devenidas posteriormente Biblias de la
subcultura underground de las drogas duras. Hubo mucha energía entre los
beats; muchos de los beatniks mayores siguieron a lo largo de toda su vida
un compromiso serio con el mundo: hasta el propio Señor Heroína, William
Burroughs, poco antes de su muerte colaboraba con Laurie Anderson y otros
grupos punks y de heavy metal. Allen Ginsberg llegaría a ocupar en los 60
la condición de sumo sacerdote (junto con Timothy Leary, el papá del LSD)
de los hippies, ya en plena efervescencia del rock.

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Sin embargo, a despecho de sus antecesores beatniks, el movimiento hi-
ppie fue más light: eminentemente musical, su preocupación estética fue más
bien gráfica, sonora o artesanal, psicoquímica o erótica, antes que literaria.
Cuando más, llegó al comic, o comix, la irreverente historieta underground
que nos dejara joyitas de neurastenia generacional como las páginas auto-
biográficas de Robert Crump y los incombustibles Freak Brothers. Leonard
Cohen fue autor de varias novelas parcialmente autobiográficas, El juego
favorito (1963) y Los hermosos vencidos (1966), antes de conquistar la fama
como compositor e intérprete de rock. Sus novelas tienen un estilo provocador
y vanguardista, una mezcla de misticismo y realismo, pero aún impregnado
de la estética de la generación Beat.
En 1967, una muchacha de diecisiete años llamada Susan E. Hinton
publica Rebeldes (Outsiders), que inmediatamente se tradujo a varios idio-
mas y que el director Francis Ford Coppola llevó al cine en 1983. Al año de
su publicación fue seleccionado por el New York Herald Tribune como “el
mejor libro dirigido a jóvenes y libreros” de los Estados Unidos. Ese año se
vendieron más de nueve millones de ejemplares. Su segundo libro, Rumble
Fish (1968), corrió la misma suerte que el primero, incluida la versión cinema-
tográfica de Coppola, que también la llevó al cine en 1983 con un inolvidable
uso del blanco y negro, y dos tremendas interpretaciones de Matt Dillon y
Mickey Rourke, que así se convirtieron a su vez en ídolos generacionales,
como ocurriera años antes con Brando y Dean.
La escritura de Susan E. Hinton se caracteriza por un realismo descarnado
lleno de fuerza y desgarro para abordar los graves conflictos de los jóvenes
inmersos en problemas personales y sociales que los superan y desbordan.
La violencia, que llega hasta el crimen, preside la vida de unos muchachos
abandonados a su suerte que conviven con la droga, el alcoholismo, el acoso
y abuso sexual, la delincuencia familiar o personal y que, sin esperanza de
futuro, se aferran al presente como lo más valioso que les puede ofrecer la
vida. Otras de sus obras son: Esto ya es otra historia (1971) y Tex (1975).
Norman Mailer, ya famoso por Los desnudos y los muertos, estremece-
dora crítica sobre la II Guerra Mundial, publica en 1968 Los ejércitos de la
noche, una descripción de la marcha hasta el Pentágono en protesta por la
guerra de Vietnam. Tom Wolfe, uno de los creadores del Nuevo Periodismo,
en su Gaseosa de ácido eléctrico (1968), hace un recuento de los viajes de
Ken Kesey (el polémico autor de la inolvidable Alguien voló sobre el nido
del Cuco) y un grupo de escritores, músicos y radicales conocido como The
Merry Pranksters (Los Alegres Bromistas), predicando las bondades del LSD
por todo el país. Hasta el escritor británico de ciencia ficción Brian W. Aldiss
en su A cabeza descalza (Barefoot in the head), de 1969, escribe sobre una
Europa alucinada después de una guerra mundial en la que se utilizan bombas

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psicoquímicas alucinógenas en lugar de nucleares. En 1971 Don DeLillo,
novelista estadounidense, publica Americana, un relato fantasmagórico de un
viaje por carretera que denota la influencia de John Dos Passos, Jack Kerouac
y Thomas Pynchon. En 1973 aparece otra novela suya, Great Jones Street,
en el que describe el mundo de la música rock, contrastando su aspecto em-
presarial con la carrera personal de un cantante llamado Bucky Wunderlick.
Algunos autores ajenos al movimiento como Elia Kazán en Los asesinos o
John Updike en El regreso de Conejo (1971), darían su punto de vista, si bien
un tanto reaccionario, sobre lo que estaba sucediendo… mostrando de paso
que no es preciso compartir los puntos de vista de un fenómeno ni estar de
acuerdo con su desarrollo para saber reflejarlo literariamente con maestría.
Claro que la contaminación funciona en ambos sentidos; también el
rock se hace permeable a la literatura. Podrían considerarse como poemas
excelentes algunas piezas de Bob Dylan, Lennon, Jim Morrison (autor de
varios poemarios independientes de sus letras), Janis Joplin, David Bowie
o los rockeros sinfónicos (Peter Gabriel, Rick Wakeman, Roger Waters, Ian
Anderson), de los 70. Lou Reed, otra de las figuras legendarias de la música
rock, ha esgrimido a menudo su “oficio de escritor” para esclarecer un poco
sus composiciones más herméticas como Berlín, New York o Rock&roll
heart. En sus textos se ha enfrentado siempre con los aspectos más sórdi-
dos de la existencia humana, como el suicidio, la incertidumbre sexual o la
drogadicción.
Sería demasiado extenso para cualquier prólogo citar todas las obras
europeas o norteamericanas que desde mediados de los 70 hasta nuestros
días han abordado la subcultura del rock como tema central o indirecto para
sus historias. De todas formas citaremos los que a nuestro entender son los
más importantes: libros ya clásicos de Robert Greenfield (Viajando con los
Rolling Stones), relatos de Terry Southern, las novelas road movie de Barry
Gidford, los personajes de Tama Janovitz, Handke, Julian Barnes en Me-
tro-land (1980), Bret Easton Ellis (American Psycho), Tomas Pynchon en
Vineland (1990), Douglas Coupland con sus libros Shampoo Planet (1992),
Generation X (1993), e Irving Welsh con Trainspotting (1994). Estos libros,
entre muchos otros, han consolidado esa literatura que tiene su centro de
gravedad en el rock, la droga, la alienación o por lo menos en la melancolía
por los 60. A estos pueden agregárseles muchos relatos de autores del mal
llamado Realismo Sucio como Jayne Anne Phillips, Tobias Wolff, Richard
Ford (en su segunda novela La última oportunidad, de 1981, relata la his-
toria de un excombatiente de Vietnam complicado en México en un asunto
de drogas), Bobbie Ann Mason y J. Carol Oates, por sólo citar algunos.
Generación que creció fumando hierba, participando en manifestaciones
de protesta y contemplando con ira la inacabable sangría de la guerra de

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Vietnam. Mención aparte merecen algunos relatos y novelas de los jóvenes
del Movimiento Canibal, de Italia, representado entre otros por Aldo Nove
(Superwoobinda), Niccoló Ammaniti (Branquias), Massimiliano Governi y
Tiziano Scarpa, entre muchos más. Sus obras se caracterizan por estar bas-
tante saturadas con sangre y sadismo, muy al estilo del American Psycho de
Brian Easton Ellis, devenido velozmente un nuevo clásico. Y por supuesto,
imposible olvidar al super icono underground de las últimas décadas, el Gran
Desclasado Borracho, San Charles Bukowski.

(3) Oye cómo va, mi ritmo, bueno pa´ gozar, mulata...


(Carlos Santana)
O nuestros vecinos hispanos: Literatura y rock
en Hispanoamérica

En México, el escritor José Agustín Ramírez publica La tumba en 1964, novela


precoz que inaugura una literatura llamada de La Onda, movimiento que
surge con el culto a los estupefacientes y la devoción por las grandes figuras
del rock. A esta le sigue De perfil, publicada en 1966. El lenguaje utilizado
se alimenta de las jergas de los ambientes más marginales, reflejando nuevas
experiencias y aires de renovación en la narrativa mexicana, junto con Gus-
tavo Sáinz (Gazapo, novela de 1965 y Obsesivos días circulares, de 1969);
René Avilés Fabila (Los juegos, 1967; El gran solitario del palacio, 1970);
Parménides García Saldaña; y las divertidas y caóticas novelizaciones auto-
biográficas de Fernando Arana (como Las jiras, 1973), entre otros.
En España la literatura con temática rock comienza en 1972, cuando
recibe el Premio Nadal una novela titulada Groovy, de José María Carrascal.
Esta novela, ambientada totalmente en los Estados Unidos, describe las aven-
turas de una muchacha llamada Pat que huye de su casa y se sumerge en el
submundo hippie de Nueva York. Se caracteriza por romper los moldes de la
narrativa tradicional en aras de una experimentación formal en el uso de los
tiempos y los puntos de vista. Otro español, Mariano Antolín Rato, inicia su
obra narrativa en 1974 con Cuando 900 mil Mach aprox (1973) y la prosigue
en De vulgari Zyklon B manifestante (1975) y Entre espacios intermedios:
whamml (1978). Su mundo literario bebe del arte pop, la cultura de masas, el
cómic, el rock y los límites de la aventura vivencial, intelectual y onírica. Su
óptica es irónica y hasta cáustica, en especial cuando presenta al ser humano
perdido en la búsqueda de algún paraíso artificial y encontrándose tan sólo
con una vulgar mediocridad.
En los 80, aparte de los narradores ya mencionados, aparecen nuevos
autores que se interesan por el tema. En 1981, el escritor guatemalteco Arturo

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Arias gana el Premio de Casa de las Américas con Itzam na, novela que cuenta
la historia de un grupo de hippies (denominado El Establo) que realiza una
peregrinación por el país en busca de sus raíces gloriosas precolombinas.
En Brasil Caio Fernando Abreu ofrece en su obra un estilo fragmentario,
narrativo y poético, formado de retratos sentimentales del Brasil urbano.
Entre sus libros se destacan Morangos Mofados (Fresas mohosas, 1982),
Os dragöes não conhecem o paraíso (Los dragones no conocen el paraíso,
1988) y Onde andará Dulce Vega, de 1990. Caio consiguió expresar las in-
quietudes existenciales y las situaciones límites de su generación, marcada
por el movimiento hippie, el comunismo, la música rock y el punk, aunque
siempre envueltas en un aura de espiritualidad.
Otro escritor importante surgido en los 80 es el español Eduardo Haro
Ibars, que relacionó estrechamente la ciencia ficción, el rock y la escritura en
El libro de los héroes (con un capítulo dedicado enteramente a Lou Reed),
El polvo azul (1985), una especie de homenaje temático y estilístico a W.
Burroughs, e Intersecciones, su obra póstuma. También en España, el prolí-
fico catalán Jordi Sierra i Fabra destaca como historiador de la música rock,
aunque ha cultivado todos los géneros, desde la ciencia ficción, la novela
negra o la realista, hasta la narrativa infantil y juvenil.
En 1991, el joven escritor chileno Alberto Fuguet publica su ya clásica
novela Mala onda, que lo consagra como uno de los escritores más leídos
de su país y da inicio al fenómeno literario y editorial conocido como “la
nueva narrativa chilena”. El texto trata sobre Matías Vicuña, un adolescente
que narra en primera persona sus experiencias con las drogas, el alcohol y
las carreras en auto a medianoche, y que intuye bajo su escepticismo que el
verdadero sentido reside en la autenticidad de los afectos. Pero la historia
transcurre en septiembre de 1980, en plena dictadura y en vísperas del ple-
biscito sobre Pinochet, y su aventura, que no excluye el dolor, se convierte
poco a poco en la búsqueda desesperada de su propia identidad.
Algo similar al fenómeno de Fuguet ocurre en España con la llegada
de una nueva generación de escritores en los 90 (llamada neorrealista o ge-
neración Kronen) iniciada por Ray Loriga (Lo peor de todo, 1992; Héroes,
1993), Roger Wolfe (El índice de Dios, 1993) y José Ángel Mañas (Historias
del Kronen, 1994; Mensaka, 1995), y que hacen emerger otras propuestas
originales como las de Lucía Etxebarría (Beatriz y los cuerpos celestes, 1996;
Amor, curiosidad, proxac y dudas, 1997), Care Santos (La muerte de Kurt
Cobain, 1997), y un largo etc., en los que hacen tema común la música pop,
las discotecas, la cultura callejera, la droga y la marginalidad juvenil.
Y en la convulsa y ultraviolenta Colombia contemporánea, otra voz
juvenil (o ya no tanto), llena de un irónico, desenfrenado, ácido (pero curio-
samente tierno) cinismo, que también escoge el rock como leit-motiv para

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sus reflexiones. Es Efraim Medina Santana (que protege su identidad de sus
coterráneos gatilloalegres al no poner nunca su foto en las contraportadas
de sus libros), con títulos como Érase una vez el amor pero tuve que matar-
lo (con música de Sex Pistols y Nirvana) y Técnicas de mastubación entre
Batman y Robin, novelas ambas donde el rock casi se convierte en una muy
generacional banda sonora de la desesperación y el desengaño.

(4) Estoy bailando el rockason con los muchachos, estoy


sintiéndome mejor… (David Torrens)
O literatura y rock en Cuba. Los comienzos

La historia del rock en la literatura cubana comienza bastante tarde, en com-


paración con otros países de habla hispana. Hay que tener en cuenta que el
rock, como forma musical oriunda de los EE. UU. y cultivada mayormente
en los países anglosajones o en el mejor de los casos europeos, se cantaba
casi siempre en inglés (faltaba mucho para Mano Negra, Manu Chao y su
Clandestinos). Y para la ortodoxia cultural de los mismos paranoicos dirigen-
tes culturales causantes del congelamiento literario del llamado Quinquenio
Gris, decir rock era decir la música del enemigo. Probablemente no es este el
momento ni el espacio ideales para hablar de la censura radial ejercida sobre
las grabaciones de los Beatles, de la policía y sus entusiastas “colaboradores
voluntarios” recogiendo peludos en el Coppelia nocturno, de la UMAP y las
acusaciones de diversionismo ideológico a jóvenes alumnos por oír la música
de grupos rockeros pretendidamente fascistas, como Kiss… no vale la pena
a estas alturas remover viejos rencores, y en todo caso haría falta más que
este prólogo (pretendidamente breve) a una antología para no olvidar y/o
reparar injusticias.
Pero es preciso al menos decirlo. O sea, tener bien en cuenta que si en
la Cuba de los 60 y sobre todo los 70 y principios de los 80 ya estaba mal
visto escuchar rock y más aún tocarlo, ni hablar de escribir sobre “esa música
estridente, Caballo de Troya lleno de mensajes perniciosos para la moral y
la ideología de nuestra juventud”, y mucho menos de “tres o cuatro peludos,
elementos inadaptados y recalcitrantes que insisten en escuchar esa bulla
infame y en vivir imitando patrones de vida foráneos y del todo ajenos a la
moral revolucionaria”.1
Por tanto, en los comienzos de la historia nacional de la narrativa de tema
rockero, sólo encontramos tímidas referencias (la apropiación del título o
verso de una canción para título del relato o ensayo literario, como exergo

1
De El Militante Comunista, 1982 circa.

14
del cuento o alguna referencia circunstancial al rock and roll) en textos de
escritores de la generación de los 60 y los 80. Severo Sarduy, Guillermo
Cabrera Infante (Tres tristes tigres), Luis Manuel García, Francisco López
Sacha (Análisis de la ternura), Reynaldo Montero (Donjuanes, Fabriles),
Abel Prieto (Noche de sábado) y Carlo Calcines, entre otros.
En 1980 Miguel Mejides gana el concurso de la revista Bohemia con
su cuento Mi prima Amanda, donde hace referencia a unas adolescentes
“frívolas” que a comienzos de los 60 se reúnen a diario para escuchar discos
de Elvis Presley.2 Pasan los años y una de ellas, precisamente la Amanda del
título, obsesionada en negar el paso del tiempo, queda presa de su fanatismo
musical hasta llegar a la locura. De la misma época es también el cuento El
hacedor de bajos, de Reinaldo Montero, que ensaya si bien aún tímidamente
un acercamiento a la picaresca nacional de los aspirantes a rockeros del patio,
siempre construyendo instrumentos caseros y vendiéndolos para comprar
otros, en un eterno círculo vicioso. José Ramón Fajardo, en 1985, obtiene
el Premio David de cuento con su libro Nosotros vivimos en el submarino
amarillo, una clara referencia a los Beatles aunque en el único relato que
podría considerarse claramente deudor de este tema, Aquella dura noche, el
protagonista, un adolescente enamorado, se esfuerza por aprender a bailar
bajo la tutela de dos amigos para conquistar a la muchacha de sus sueños.
Sólo al final hay una clara referencia al rock cuando la última imagen es para
un afiche de Eric Clapton que empuña furibundo una guitarra (imagen que
podrá ser todo lo potente para cerrar un cuento que se quiera, pero que, fiel
al espíritu de aquellos años, peca de leso desconocimiento rockero: ¿nada
más y nada menos que Erick “mano suave” Clapton... furibundo?). A pesar
de que el resto de las historias están muy alejadas del tema rock, y más bien
tratan sobre vidas de estudiantes becarios —muy de moda en los escritores de
la generación de los 80—, en el relato que da título al libro ya encontramos
la semilla de unos adolescentes rebeldes que se atreven a desafiar al director
de la escuela por su esquematismo y doble moral.
Luis Manuel García, en el cuento satírico “Repeat after me” de su libro
Los forasteros (Premio UNEAC de Literatura 1986), describe una pareja
que trata de escapar de la realidad objetiva rodeándose de objetos electrodo-
mésticos, música, videos, ropas y otros artículos en un culto casi religioso al
consumo. En este cuento el rock es sólo un elemento más para la alienación
de los protagonistas. El rock desaloja gradualmente (cada día es más difícil)
la realidad exterior, que aprovecha las noches para escurrirse por la más
mínima rendija, intentando ocupar la casa. Al principio, Frank la combatió
mediante Kiss y Queen, pero la efectividad estaba determinada por el vo-
2
Esta historia sería luego retomada por Francisco López Sacha en Mi prima Amanda otra
vez.

15
lumen. Geminis, Kansas y Deep Purple establecían bochornosos tratados
con la intrusa realidad, se confabulaban con ella, convivían. Vangelis en
cambio, empuja a la realidad de cuarto en cuarto, hasta que la despeña por
la puerta del fondo.
En el año 1987 el autor Sergio Cevedo Sosa, cuya obra es una especie
de puente temático y estilístico entre la generación de los 80 y los novísi-
mos, obtiene el Premio David en el género de cuento, y el Premio Caimán
Barbudo con la noveleta Rapsodia Bohemia, texto que anuncia con especial
tino artístico lo que sería en breve la literatura friqui. En Rapsodia Bohemia
ya encontramos los brotes de una conciencia de diferenciación, de margi-
nalidad, con respecto al resto de los jóvenes; los personajes hablan con una
jerga particular, discuten sobre rock, hay una visión descarnada del sexo y
la frase final del relato, Vivan los anormales, parece toda una declaración
de principios.

(5) No eres tú, mi amor... son los demás (Santiago Feliú)


O cuentos por y para rockeros: El Establo

En el año 1987, con el propósito de hacer un taller literario verdaderamente


abierto, se reúnen un grupo de jóvenes: algunos desconocidos entre sí y otros
más o menos relacionados desde su iniciación en el nivel más elemental de
los talleres literarios de las Casas de Cultura. Después de una extensa lectura
de cuento y poesía, los autores Raúl Aguiar y Ronaldo Menéndez proponen
formar un grupo literario juvenil. De esta idea al vuelo surge un poco más
tarde El Establo. El nombre es tomado de la novela Itzam na del guatemalteco
Arturo Arias, ya citada.
El Establo no fue una secta culterana, sino un grupo abierto e indepen-
diente, un lugar ambulante donde jóvenes escritores, trovadores, pintores o
simplemente ansiosos, acudían a voluntad y dejaban correr libremente sus
proyecciones personales, sus deseos de escucharse unos a otros y de sentirse
parte de algo. Con el tiempo y la estabilidad de algunos de sus fundadores,
lecturas comunes y discusiones interminables sobre temas diversos, se va
formando el gusto por cierto tipo de escritura, por cierta concepción ideoes-
tética, ligada a lo testimonial, lo marginal y lo sociológico; y más que esto,
va tomando cuerpo esa tendencia moderna según la cual el creador se asume
como elemento activo de su contexto, capaz de emitir un tipo de saber inser-
table en la dinámica de su tiempo. Ya para entonces los muchachos (así son
llamados con un ambiguo, incómodo paternalismo por algunos funcionarios
de las Casas de Cultura) se hacen omnipresentes en talleres literarios, lecturas
programadas y concursos municipales, conquistando sus primeros premios y

16
provocando el choque de un tipo de literatura hasta entonces inédita en estos
medios: aparecen los primeros héroes, más que personajes, de pelo largo.
Aparecen consumiendo psicofármacos, escuchando una música estridente y
denunciando con su marginalidad e inadaptación, que algo huele a podrido…
y no precisamente en Dinamarca.
O sea, dicho en buen cubano, que los jóvenes no son ya ni tan inocen-
tes, ni componen una masa única e indiferenciable dentro de una sociedad
monolítica, ni sus problemáticas se reducen, como parecía ser en los textos
de la generación anterior, a los avatares del sistema educativo y la iniciación
erótica.
Pero sobre todo, aspecto casi inédito en la narrativa cubana hasta el
momento, insistiendo en ser individuos y no parte de una masa anónima
homogeneizada por consignas muchas veces coreadas por inercia. No son
símbolos ni estereotipos, sino partículas vivientes y sobre todo crítico-pen-
santes de una realidad contradictoria, que al ser llevadas a un tratamiento
literario son sensibilizadas y mostradas en toda su dimensión.
El Premio David lo ganarían los de El Establo por cuatro años conse-
cutivos: en 1988, abriendo la racha con un doble golpe, con Adolesciendo
(cuento), de Verónica Pérez Kónina y Timshel (ciencia ficción), de José Miguel
Sánchez (que ya empezaba a ser más conocido por su “nombre de guerra”;
Yoss). En 1989 con La hora fantasma de cada cual (cuentinovela), de Raúl
Aguiar Álvarez… que sólo sería publicada en 1997, por siniestros avatares
editoriales. En 1990, broche de oro para cerrar: Alguien se va lamiendo todo
(cuento), obra conjunta de Ricardo Arrieta y Ronaldo Menéndez Plasencia.
Estos premios sucesivos —y otros muchos de menor envergadura— que
son obtenidos por los integrantes del grupo, legitiman un tipo de literatura
que comienza a ser definida por la crítica como cuento-testimonio, cuento
freak o violento. Si algo queda claro desde un primer momento es que esta
literatura opera como un sistema ideoestético abierto y en resonancia con su
contexto, con su realidad más inmediata. El corpus textual conocido como
literatura friqui o literatura de los friquis, marca la emergencia de un nuevo
sujeto y héroe en el espacio literario. Sujeto colectivo que más que mostrar
exhibe desenfadada, casi provocativamente lo diferente de sus modos de vida.
Sus prácticas grupales, ritos neotribales urbanos que constituyen toda una
subcultura del límite, del margen. Cultura signada por la no identificación con
los principales epistemes que conforman el espacio discursivo reconocido,
cultura cuyo principal elemento nucleante es la música rock.3
Esta emergente subjetividad —sería más exacto decir subjetividades,
pues no se puede hablar de una sola posición en el campo, sino de múltiples
y no exentas de contradicciones entre sí— constituye un fenómeno atípico,
inédito hasta entonces en la narrativa nacional: autores que se erigen en

17
portavoces del grupo minoritario al cual pertenecen. Los escritores-rockeros
escriben y hablan de la vida de los rockeros sin voz, también sus vidas, e
insisten además en que forman parte, y con pleno derecho, de esa realidad
cubana que debe reflejar la literatura.
La forma nueva en que se instituye la relación de pertenencia —perte-
nencia muchas veces construida ficcionalmente a través del hecho litera-
rio— entre escritor y grupo social, parodia y deconstruye el concepto mismo
de compromiso: uno de los principales ideologemas que caracterizan a la
literatura considerada revolucionaria. Estos escritores demuestran también las
contradicciones que se establecen entre un discurso que pretende testimoniar
y legitimar las costumbres de un grupo social y a la vez inscribirse en una
zona del campo literario que privilegia la crítica a la referencialidad de los
discursos, y la problematización del sentido en los mismos.
La lucha entre ambos polos configura dos reacciones distintas en el
mundo literario: por un lado, cierta ansiedad en otros autores que ven como
insoluble problemática de subjetividad la emergencia de este nuevo sujeto
escritor, intelectual que va a cuestionar, o mejor a descentrar, los supuestos
atributos que se les acreditaban a dichos conceptos. Desacralización de la
figura del observador-registrador-ajeno al hecho-objetivo, que se vuelve así
actuante-subjetivo-relator.
Por otro lado, se desatará una ansiedad de signo contrario en estos
mismos escritores que se sienten híbridos, subalternos, y que van a tratar de
legitimarse, de asimilarse a las posiciones que el campo tiene instituidas, lo
cual provocará un cambio en sus estrategias retóricas y composicionales:
sus nuevos textos abordan temáticas menos grupales, menos minoritarias,
menos apegadas a sus vivencias gremiales, de un carácter más parabólico,
más trascendental.
Las múltiples fuerzas que atraviesan a los escritores friquis: una voz au-
toral de un marcado carácter lúdico, que dice ser el reflejo del modus vivendi
de sus personajes para los que todo es un juego y nada es serio ni sagrado.
Una escritura autoconsciente de sus mecanismos de producción y a la vez
cuestionadora de los mismos. Pulsiones contrarias que escinden al narrador
en dos posiciones antagónicas: una que lo convierte en el sujeto dueño de la
palabra y que lucha por mantenerla y sustraérsela a sus personajes, la otra que
lo inscribe como perteneciente al grupo, un personaje más que está luchando
por emerger como una voz en el tejido textual y que explicitará el carácter
antinómico de las condiciones de enunciación de un subalterno.
Esta zona de nuestra escritura, insertada como parte significativa del fe-
3
Brioso, Jorge: Todo en Cuba pasó en los ochenta. Antología de novísimos poetas y narra-
dores cubanos, tomado de la revista Osamayor, no. 8, Universidad de Pittsburgh, otoño de
1994.

18
nómeno que se ha dado en llamar los novísimos narradores cubanos, anuncia
a finales de los ochenta la resonancia de un verdadero boom en la narrativa
cubana, homologable, evidentemente, a la eclosión en la plástica que le es
contemporánea. El derrumbe repentino del campo socialista y sus nefastas
consecuencias para la economía cubana, sumergen este boom en un silencio
editorial del cual escapan en un último lance los libros ganadores del Premio
David de 1988, de Verónica y “Yoss”.
El Establo subsiste como grupo hasta el año 1990. A pesar de su carácter
abierto, estuvo integrado, en su parte literaria, fundamentalmente por:
Verónica Pérez Kónina (Adolesciendo, Premio David 1988).
Raúl Aguiar Álvarez (La hora fantasma de cada cual, Premio David
1989; Mata, Premio Pinos Nuevos 1995; Daleth, Premio Luis Rogelio No-
gueras 1995; y La estrella bocarriba, 2001).
Ricardo Arrieta Pardo (Alguien se va lamiendo todo, Premio David 1990
—libro de cuentos a cuatro manos con Ronaldo Menéndez).
José Miguel Sánchez, “Yoss”, (Timshel, Premio David 1988; W, Premio
Pinos Nuevos 1995; I sette pecatti nazionali (cubani), Italia, 1999; Los pe-
cios y los náufragos, Premio Luis Rogelio Nogueras 1998; y Se alquila un
planeta, España, 2002).
Ronaldo Menéndez Plasencia, (Alguien se va lamiendo todo, Premio
David 1990 —con Ricardo Arrieta—; El derecho al pataleo de los ahorcados,
Premio Casa de las Américas 1997; La piel de Inesa, España, 1999, Premio
Lengua de Trapo compartido con Silencios, de Karla Suárez).
También lo frecuentaron en distintos períodos:
Daniel Díaz Mantilla (Las palmeras domésticas,1996; en.trance, Premio
Abril 1997) ; Ena Lucía Portela (El pájaro: pincel y tinta china, Premio
UNEAC de novela 1997, Una extraña entre las piedras, 1999); Karina
Mendoza Quevedo y María Cristina Fernández (Procesión lejos de Bretaña,
Premio Pinos Nuevos 1999).
Desacralizados los temas tabúes del rock, la droga y la marginalidad
juvenil en la narrativa cubana, estos empiezan a ser tratados en alguna que
otra ocasión por otros novísimos como Amir Valle, Atilio Caballero, Alber-
to Garrido, Juan Ramón de la Portilla (En el techo, cuento aparecido en el
Anuario de la UNEAC, 1994, de narrativa y luego en su libro Olvida ese
tango, de la colección Pinos Nuevos) o Alberto Guerra (Giros, en su cuaderno
titulado Disparos en el aula, Premio Luis Rogelio Nogueras 1992), y casi de
inmediato se produce un efecto de feed back con escritores de promociones
anteriores como Eduardo Heras León, Leonardo Padura y Ana Luz García
Calzada (Minimal son, Heavy rock), entre otros, que deciden también probar
armas en este terreno.
Hacer cuentos de friquis pronto se convierte en una moda más, como

19
las del gay, el balsero y la jinetera, y las nuevas historias que comienzan a
aparecer en los encuentros de talleres literarios no aportan más elementos
sustanciales a esta temática. Se hace necesario otro enfoque, más allá de la
visión puramente anecdótica o representativa de una subcultura.

(6) I wanna be somebody, be somebody too... (WASP)


O llega la generación del Período Especial:
la venganza de los postnovísimos. El cambio

A mediados de los 90, emergen nuevos autores como Anna Lidia Vega
Serova (Bad painting, Premio David 1997; Catálogo de mascotas, 1999) y
Karla Suárez (Espuma, 1999; Silencios, 2000), con obras puentes en las que
poco a poco las circunstancias socio-políticas dejan de tener el rol protagó-
nico y la realidad comienza a ser abordada desde una perspectiva mucho
más individual. Una especie de ética personal más allá del testimonio de
grupo o la subcultura a la que pertenecen y, por lo mismo, la fusión, la no
especificidad de temas, personajes, géneros y estilos, sin poner reparos al
uso de los elementos fantásticos. Se generalizan las historias que no toman
partido ni proponen moralejas. También se desarrolla un lenguaje desen-
fadado y cierto cinismo, inclusive escritural, que es difícil encontrar en la
narrativa anterior (exceptuando los textos de Ena Lucía Portela), y al escribir
sobre la realidad cubana de hoy, de una manera mucho más incisiva, descar-
nada, en ocasiones recrean diferentes tipos de personajes marginales en situa-
ciones límites, vinculados al tema de las drogas, el erotismo y la perversión,
los problemas de la mujer y la alienación mental y social del individuo, que
los acerca a veces en alguna medida al ambiente del rock.
En varios cuentos de Bad Painting, la agua-tibia (término popular para
denominar a los hijos del mestizaje ruso-cubano) Anna Lidia Vega Serova
describe ambientes rockeros de su Rusia natal o cubanos, pero siempre con
una visión muy intensa y personal, sin renegar de algún que otro elemento
fantástico. Karla Suárez en Ritual nos brinda una alegoría sobre el tema de la
tolerancia. Un caso particular lo constituye María Cristina Fernández, que, tal
vez por su cercanía en los últimos tiempos a El Establo, en su libro Procesión
lejos de Bretaña (2000), reactualiza algunos de los temas y códigos de este
grupo, pero vistos desde una óptica neohippie, más vinculada a la ideología
New Age y al pensamiento orientalista.
Entre los más jóvenes cabría citar a Michel Encinosa Fú, Abel de la Mi-
lera, Demis Menéndez, Ariadna Rengifo, Raúl Flores y Susana Haug, seis
ejemplos paradigmáticos de cómo se enfoca el tema del rock en nuestros días.
Los tres primeros, rockeros de pura sangre, realizan una especie de revitaliza-

20
ción temática, basada en sus propias experiencias, casi al modo del realismo
sucio, sin idealizaciones; y entre ellos Michel Encinosa también lo utiliza en
sus cuentos y novelas de ciencia ficción, en la vertiente ciberpunk. Ariadna
Rengifo y Raúl Flores no se proponen expresamente escribir sobre rock, pero
muchos de sus cuentos están ambientados en una atmósfera prácticamente
grunge, muy a lo Generación X. Y la jovencísima Susana Haug, que tampoco
escribe normalmente sobre este tema, de pronto tiene puntos de contacto con
dicha subcultura en alguno de sus cuentos como Hotel California.

(7) Show must go on (Queen)


O epílogo del prólogo a modo de excusa

Más allá de clasificaciones rígidas por generaciones, grupos o subzonas del


campo literario, es preciso aclarar que en esta especie de cartografía temática
se ha preferido rastrear la evolución de un subgénero muy específico, en este
caso el rock y la subcultura asociada a él, a través de los diferentes textos
narrativos aparecidos en publicaciones, antologías y libros publicados en
Cuba y el extranjero. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que los auto-res
citados no escriban sobre otros temas, ni que se encuentren en las páginas
que siguen a todos los que han publicado alguna que otra obra sobre este
particular. Se ha realizado con el escaso material disponible, y de una manera
un tanto intuitiva y subjetiva, al buen tun tun y a ojo de buen cubero, como
corresponde a dos narradores no precisamente especializados ni duchos en
crítica. En este caso se pide a los lectores un voto de confianza en cuanto a
los límites y principios no muy profesionales en los que se ha sustentado la
selección de los textos y autores. Más allá de cualquier excluyente valora-
ción cualitativa que nunca fue objeto de esta recopilación, resultó decisivo
un aspecto: la disponibilidad física de los textos. De ahí, autocríticamente,
la pobreza relativa en narraciones de autores que viven fuera de La Habana,
y ni hablar de fuera de la Isla.
No obstante, como esperar por la perfección total es sólo una excusa
más para la inacción, aquí va, finalmente, imperfecta o no, esta antología. De
cualquier modo, es una vieja deuda, que debería haber salido a la luz hace
ya una friolera de años...

RAÚL AGUIAR & YOSS


Agosto, 2002

21
Bibliografía (para parecer un poco más serios)

Brioso, Jorge: Todo en Cuba pasó en los ochenta. Antología de novísimos


poetas y narradores cubanos, tomado de la revista Osamayor, no. 8,
Universidad de Pittsburgh, otoño de 1994.
Enciclopedia Microsoft Encarta, 2000.
Menéndez Plasencia, Ronaldo: De la plástica al Cuento: interdefinición
para una teoría de los campos. Trabajo de Diploma, Universidad de La
Habana, 1995 (inédito).
Satué, Francisco J.: Notas para una lectura del rock, en revista Leer, no.56,
España, agosto-septiembre, 1992.
El militante comunista, no. 3, La Habana, 1982.

22
“Mi prima Amanda”, Miguel Mejides (1950): Como todo camagüeyano que se respe-
te (sobre todo si es de Nuevitas), Miguelón vive hace una bola de años en La Habana.
Además de ser un jodedor nato, verdadera enciclopedia ambulante de cuentos de
relajo, es una persona sensible y un escritor prolífico y endiablado (cualidades que
en el oficio no van de la mano tan frecuentemente como querrían los lectores) de
cuya pluma han brotado las novelas La habitación terrestre y la divertidísima, chis-
mosa (ah, esos anónimos al dorso de las postales de Karel Gott...) Perversiones en
Prado, así como los libros de cuentos Tiempo de hombres (Premio David de Cuento
1977), El jardín de las flores silvestres y el casi surrealista Rumba Palace, donde el
cuento que le da título resultó ganador del Premio Juan Rulfo hace algunos años.
Mejides ha publicado cuentos y novelas en Alemania, Italia y una pila de países
más. ¿Y qué decir de “Mi prima Amanda” que no sea reiteración de lo ya escrito
en el prólogo? Únicamente que es uno de esos cuentos mágicos, retrato perfecto
de una época, que a los que la vivieron les llena el alma de recuerdos, y a los que
no, de nostalgia. Y que si Sacha no lo hubiera glosado ya, más de uno se tiraría de
cabeza a hacerlo. Además de recalcar que se trata de uno de los más delicados y
elípticos acercamientos dentro de la cuentística cubana al por años también casi
prohibido tema de la homosexualidad femenina.

Mi prima Amanda
Miguel Mejides

Mi madre, mujer nerviosa y con manos de río, me vestía en las tardes y me


decía un vaya mijo a donde su prima Amanda. La casa de la prima distaba
menos de dos cuadras, y era un caserón lacustre que levitaba en un mar que
transmitía la impronta de un lugar hecho para los ensueños.
Al llegar allí, bamboleaban los postigos de mar rotos por los vientos y se
descubría la saleta de tabloncillos con cuatro muchachas sentadas en sillas
de extensión, frente a un tocadiscos RCA VICTOR que auguraba una feliz
y genial ocasión para transportarse por la música de ese yanqui de mota de
caracol y una guitarra disparatada como una ametralladora de guerra.
Al escuchar la placa del americano, las muchachas se ponían a bailar y
marcaban los pasillos como cenicientas enloquecidas, en un juego, previsible
o no, pero juego. Era un baile de miedo, y a la vez de exorcismo y liberación.
Se levantaban por los aires, las faldas daban vueltas de trapecio y dejaban en
libertad unos muslos de suaves pelambres rubias y pantaloncitos de encajes
de amapolas.
Creo que mi madre me mandaba a la casa de mi prima Amanda, para des-
cansar de mí y a la vez yo iba solícito con la idea de gozar con el espectáculo
de hembras felices. Pero pensándolo bien la palabra feliz no es justa. Ellas
hubieran querido bailar con muchachos de su edad, ellas hubieran querido

23
sentir el primer brote de barba, la crudeza de unos jeans almidonados.
—¡Nos gastamos unas a otras! —decía mi prima Amanda.
Sus madres no las dejaban juntar con varones por eso de que ya tendrán
edad para cuitas del corazón. Todas andaban entre los quince y los dieciséis,
estudiaban en distintos cursos de Las Salecianas, y aprendían mucho de histo-
ria sagrada, bordado, y de cuanto existe para hacer más esclava a la mujer.
—¡Un día conoceré a Elvis! —decía una.
—¡Si logro verlo le voy arriba y me trago los botones de ojo de camello
de su gabardina! —decía otra.
—¡El mío es Pedrito Rico, con sus cejas de escapulario y sus labios de
muchacha bonita! —decía mi prima Amanda.
A medida que fue pasando el tiempo, las fiestas tomaron otro vuelo, fuma-
ban con apuro y las botellas de ginebra bajaban en una marea de despedida.
Las muchachas venían con refajos tan transparentes que uno podía adivinar
las cumbres de frutas, los pozos de azogue que me daban la sensación de
viajar al infinito.
Cuando la ginebra estallaba con su armadura de flor, decían que Elvis
Presley se paraba con su guitarra de ametralladora encima del RCA VICTOR
y las mataba con sus canciones. Tanto lo repitieron, que ya yo lo veía con su
mota de caracol y con sus manos de hoja de planta prohibida.
El bailoteo, que había tenido aroma de miedo y hasta de misterio, ahora
era un tren corriendo por carriles levantados sobre olas. Elvis se bajaba del
RCA VICTOR y compartía con ellas. Las apretaba como un juego de ábaco
y se llevaba sus néctares. Luego venía Pedrito Rico al cuarto de Amanda,
y no regresaban hasta después de un buen rato, con los vestidos deshechos
por los relámpagos del amor triste. A mí sólo me tocaba callar, porque me
habían amenazado de que si mi lengua andaba con apuros, se lo dirían a Elvis
y este me llevaría para siempre dentro del estuche marrón de su guitarra en
un viaje sin regreso.
Aquellas fiestas tuvieron su fin en un septiembre bullicioso en que partie-
ron la mayoría de las muchachas a Puerto Real, al terminar en San Fernando
la Superior y no tener escuelas para seguir. Mi prima Amanda no las imitó
por aparecer en el grupo dos gemelas que habían venido de Antillas y le
habían quitado su autoridad, por ese desenfado que tenían para conquistar
un novio hoy y otro mañana.
Amanda aún intentó mantener las fiestas de los atardeceres e invitó a
nuevas amigas y a mi propia hermana. Yo seguía visitándola pero no como
antes. Mi prima Amanda se mortificaba porque ya no lograba sacar del RCA
VICTOR a Elvis y Pedrito Rico. Aquellas amigas ocasionales comenzaron
a dejar de ir, y mi hermana, al regreso de una de aquellas ilusorias fiestas,
habló en secreto con mi madre. Mi madre puso su grito en el cielo y sus

24
manos de cuello de río se levantaron en forma de plegaria. Desde entonces,
me prohibieron ir a casa de mi prima Amanda.
Pasaron dos años hasta volverla a encontrar. Después de mil avatares
me iba a estudiar a la capital. Un día antes de mi partida, decidí ir a verla.
Toqué a su puerta y ella me abrió cubierta por un batín de seda de la China.
La casa se apreciaba completamente regada y sobre las mesas había cajetillas
de cigarros vacías, botellas a medio tomar, y cajas de bombones con ridículas
estampas de La Habana colonial.
—¿Qué te trae? —me dijo.
—Nada, verte, saludarte.
La observé detenidamente y vi que engordaba con un desparpajo des-
consolador.
—Estoy hecha una marrana —volvió a hablarme.
Fue hasta el RCA VICTOR y puso un vals vienés. Dijo algo así como
que el Danubio era el río de la verdad. Los violines parecían acompañados
por ángeles que daban conformidad al alma. La melodía se elevaba, tanto,
que levantaba la casa en una tromba melodiosa.
—Ya no logro ver a Elvis ni a Pedrito Rico —me dijo.
Al terminar el vals y quedar en el tocadiscos un sonido de envoltorio,
un sonido de pico de garza, decidí despedirme. No podía resistir aquel salón
hermético, aquellas botellas a medio tomar, las cajetillas deshechas, aquel
batín que más que adornar desfiguraba el cuerpo de mi prima Amanda.
—Me voy —dije.
—Regresa alguna vez, aunque sea a peinar mis canas —me respondió.
Estando en la Universidad recibía cartas de mi familia y nunca me
nombraban a mi prima Amanda. Por eso, y por las muchas cosas que a uno
lo ocupan a esa edad, la fui olvidando. Aunque no por completo, porque a
veces, cuando escuchaba canciones de los Beatles me daba por recordarla.
No sabía explicarme por qué los Beatles me traían tan frescos recuerdos de
las fiestas de los atardeceres en casa de mi prima Amanda.
Después estuve varias veces de visitas en San Fernando, visitas ocasio-
nales, rápidas, a lo sumo de un día o dos. Jamás me dio la idea de preguntar
por Amanda. Quizás todo radicaba en que como en un pacto de familia dejó
de nombrársele. Luego, en una carta a mi hermana, se me ocurrió preguntarle
y sólo me respondió: “Tu prima con las mismas manías”. Me percaté de la
certeza del pacto. Me decía Tu Prima, como si no fuera también Su Prima,
o La Sobrina de mis padres.
En unas vacaciones decidí pasarme una semana en mi antiguo pueblo.
Lo encontré distinto, lo encontré como una moneda que se tira al aire y cae
por su cara más brillante. No así a mi gente. Estaban marcados por el tiem-
po. Mi padre peleaba por sus espejuelos que se le habían perdido y los tenía

25
puestos; mi madre cargada por los recuerdos; mi hermana con várices que
parecían pimientos.
—¡Un poco de aire fresco hace falta aquí! —dije al soltar las maletas en
el portalón de roble de mi casa. Después de los besos y caricias y hasta el
llanto, mis padres parecían más jóvenes, jugueteaban con mi hijo que con los
ojos muy abiertos empezaba a descubrir la vida. Mi mujer, con su menuda
cintura y ojos de clavel, ayudaba en la cocina en ese pollo del domingo que
se come en los pueblos del interior.
—¡A comer! —dijo mi hermana al rato, con su voz de mujer abandonada
por su hombre.
Al terminar de almorzar, decidí ir a ese encuentro dilatado en años. No
había preguntado por mi prima Amanda porque temía que delante de mi
mujer soltasen eso: “con las mismas manías”. A ella yo le había hablado de
mi prima como una muchacha alegre, tierna, con vestidos de poplín que la
hacían una princesa y con una mirada invencible. De las fiestas también le
había contado a mi mujer, de cómo se divertían aquellas muchachas, con un
niño en el medio liado con una marinera y unas botas tan blancas que pare-
cían de fieltro. No, por eso no hablé. No quería romper el hechizo que sólo la
niñez puede darle a lo vivido. ¿Por qué manchar a mi prima Amanda? ¿Por
qué maltratarla con historias tristes? ¡Que siguiera viva la prima Amanda,
la loca prima amiga de fiestas!
Toqué a la puerta y no recibí respuesta. Del interior venía el ritmo de un
rock, la voz sajona de Elvis a dúo con la voz castiza de Pedrito Rico. Volví
a insistir con fuerza, apuñalando la madera. Y oí un adelante, dele al pestillo
que no está cerrado.
Al cruzar la puerta no vi nada del interior. Los antiguos postigos de mar
rotos por los vientos estaban cerrados. Me detuve a esperar a que mis ojos
se llenaran de aquellas tinieblas. Finalmente, fui adivinando las mesas con
las mismas cajetillas abiertas, las cajas de bombones rotas, las botellas a
medio llenar como una quimera inaccesible. Y al final, junto a ese viejo RCA
VICTOR, vi a mi prima Amanda, sentada en una poltrona tan grande como la
bodega de un bajel, tejida con cáñamos de océano, tierra, aire y querubines
que la semejaban a un coche celestial.
—¡Mi prima, vengo a peinarte las canas! —le dije.
Ella me miró con ojos tardíos, con ojos revolcados en charcos de olvi-
dos. A un lado, junto a la poltrona tenía a Elvis con su mota de caracol y la
gabardina con botones de ojo de camello; en el otro, a Pedrito Rico con sus
cejas de escapulario y sus labios de muchacha bonita, y enfrente, de espaldas
a mí, en un balancito de azúcar, se mecía un niño con una marinera y unas
botas tan blancas que parecían de fieltro.
—¡Mi prima, vengo a peinarte las canas! —repetí.

26
Volvió a mirarme con sus ojos tardíos, con sus ojos revolcados en la
tristeza, y me dijo:
—¡Al fin los tengo!
Luego, como cuando se tiran las aguas floridas a los difuntos, acomodó
aún más su cuerpo de marrana abeja reina en la poltrona, y el dúo de Elvis
y Pedrito Rico subió de tono su canción, y el niño se levantó de su balancito
de azúcar y abrió los postigos de mar rotos por los vientos y se columpió
al cielo.

27
“Aquella dura noche”, José Ramón Fajardo (1957): Pepe, además de una excelente
persona (y bebedor de cuidado, lo que casi viene a ser sinónimo de escritor por
estas latitudes) es un viejo rockero de corazón, de esos que según el refrán nunca
mueren, y a los que se les escapa aún la lagrimita cuando se les mencionan a grupos
míticos de la escena nacional como Los Almas Vertiginosas, Los Kent o Electra. Y
un irredento beatlemaníaco, además. Cosa que, si ya no quedara bien clara con el
título de su cuento aquí incluido, sería evidente en el del libro del que fue tomado,
su Premio David de Cuento de 1986: Nosotros vivimos en un submarino amarillo.
Como comentario, valga señalar que, si hoy alguno se permite dudar de que un
cuento sobre cómo aprender a bailar algo que parece más disco que otra cosa tenga
que ver con el tema del rock, es porque nunca vivió aquellas deliciosas fiestecitas de
los 70 que siempre empezaban con coreografías de salón al ritmo de los Bee Gees y
los Boney M, para luego subir de tono hacia la pura “perreta limpiasuelos” con las
guitarras distorsionadas de Led Zeppelin, Deep Purple y, ¿por qué no?, los Cream
con el furibundo Eric Clapton. Y si no sabías bailar, hermano, definitivamente eras
un cheo, un cuadrado, estabas out y ninguna jevita te iba a mirar, ¿está claro?

Aquella dura noche


José Ramón Fajardo

Quiero escuchar el grito de la mariposa.


JIM MORRISON

No estás en un palacio. Nada de cariátides adustas ni orlados capiteles. Basta


con retorcerse; con que te retuerzas hasta soltar el alma. Sólo un frontón
calcáreo a cuatro pisos de la calle, reflejando en los charcos de asfalto un
escudo de visos tiznados por el humo de los ómnibus que asciende entre
silbidos y frenazos y baja luego par de metros apenas y llega a la ventana de
venecianas abiertas sobre ti.
El vestido de la madre de Anita es color persiana y la cara de Ana tiene
un tinte crema que les extienden fría en vasos diminutos y sudados, porque
llegaron rápido, primero, qué temprano muchachos, a pesar de la llovizna y
el hollín de los ómnibus que los hace estornudar echándoles la culpa cuando
la bebida roza la garganta y desciende flamígera estómago abajo hacia la
calle por la escalera estrecha de mármol reluciente que subieron preguntán-
dose la hora y tocaron apenados en la puerta olorosa a barniz, con tallados
primorosos que tocan más alto cerca del escándalo y les abren despacio los
brazos lánguidos pálidos de Anita con pañuelo de cabeza y la saya de la
escuela todavía.
Ya está oscuro. La llovizna se esfuma y los postes del teléfono están

28
húmedos; sus hilos negros y tensos gotean atravesando las luces de la calle
que comienzan a encenderse. Desde el balcón puedes palparlos con sólo es-
tirar la mano mientras Octavio y Gil entresacan discos del montón y Ru-bén
elogia a la madre de Ana unos horribles platos de pared, además del vestido,
el espacio en la sala, la posición de la casa y abre a cada momento, no se
moleste señora, también son del aula, a Mayra, Nubia, Orlando, Darío, que
llegan sonriendo, estampándose besitos ruidosos, si un poco tarde se hizo
por la lluvia, no importa.
Ana sabe que esperas a Antonieta o quizás lo ignora en absoluto. Pero te
agrada pensar que lo conoce, que también ella es un poco cómplice de armar
este tinglado, como lo son Octavio, Gil, Rubén y por supuesto tú, ¿yo?, sí, tú,
es la primera vez que vienes. Ana sonríe a tu lado. Con un dedo barres el agua
depositada en la baranda. Te observa con su nariz afilada, entrecerran-do los
ojillos azules. Somos vecinos casi, finge lamentarse, y nunca habías subido.
Bueno, la consuelas, nunca hiciste una fiesta. Ahora voy a hacer muchas,
señala a la madre de reojo, se ha dado cuenta de que no son terribles. Se
ríe. Llegan Lilian y un grupo que parece demoler la sala. Ana se zambulle
entre ellos; luego emerge y te mira. Bueno Franco sale del balcón, dicen que
bailarás, vaya acontecimiento.
Si un mosaico de simétricas florituras, calculo rápido, tiene veinte por
veinte, es claro, repito por lo bajo, cuatrocientos de área, cuatrocientos
centímetros cuadrados. ¡No es nada! Entre ellos hay que sembrar un zapato
y remover los cartílagos. No se puede contar más con ese pie, con el otro,
apremia Gil, sigue el ritmo del bajo, es lo más importante. Trato de seguirlo
pero el ritmo me esquiva, escamotea su fluido monocorde y vuelvo a abando-
narme entre los mosaicos. Un elefante, me grita Rubén en la cara, baila mejor
que tú. Es que ahora sí empiezo. Gil ladea la cabeza, sigue el ritmo del bajo,
todo consiste en retorcer el cuerpo, basta con eso. Y de nuevo el disco lanza
los gritos de costumbre, los que hasta ahora oía acomodado en el asiento.
Puedes pasarte la vida sin bailar. Levanto la aguja, alzo los hombros y me
tiendo en el piso. Ustedes tienen que enseñarme. Puedes no bailar nunca pero
tampoco imagines que vas a conseguirte una mujer, y menos la que le gusta
a él, agrega Gil sigue el ritmo del bajo. Los miro nuevamente y reparo que
hablan de mí, que reprochan la carencia de estilo. Se hace demasiado tarde
para estar en el piso olvidando y casi comprendiendo que hablan acerca de
cómo no acierto un cabrón paso que me levanta decidido a buscarlo entre los
cuatrocientos centímetros cuadrados del mosaico. Gil tuerce los dedos de su
mano derecha. Juanito, Tico, Pepe, todos bailan como les da la gana, no es
problema de reglas, míranos. Rubén vira, se agacha, agita los brazos, suda,
míralo Franco, mírame, no te puedes cansar, tienes que colocarte un motor

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en el estómago y seguir el ritmo del bajo, eso es, pero más rápido, con esa
pierna quieta, moviendo todo el lado, sincroniza los movimientos, imprímeles
fuerza, vas aprendiendo que es fácil, verdad, voy aprendiendo que es terri-
blemente difícil, pero sigo machacando las filigranas del piso, zafándome las
articulaciones, porque cuando Antonieta me vea no va a resistirse.
Llegamos tarde, se lamenta Diosdado, y en efecto, la cola se convierte
en un gentío espeso que huye del calor agrupándose bajo los portales polvo-
rientos. Son más de las diez y opino que es mejor regresar. Todavía, me dice
Luis, voy de excursión, y se pierde entre las bolsas playeras y los pañuelos
multicolores. Una vieja cerca de nosotros masculla palabrotas contra los
choferes. Luis regresa, nos llama desde la otra acera.
Ya tenemos puesto: toda la escuela está delante. Vamos y es un grupo
grande. Conozco a cinco o seis. Avanzamos media calle. Luis opina que nos
salvamos y Diosdado les pone cara de gratitud a los tipos. Ahora estamos
cerca del ómnibus y no son las once. Qué va, las diez y cuarto. ¿Qué hora
tienen? La voz es conocida. Antonieta por poco te quedas. Mucho sueño de
ayer, estoy rendida. El rubio y el flaco del collar le hacen espacio en la pared
mugrienta. Nos vamos en la otra. Ella asiente y sonríe. Está abanicándose con
un periódico. Se lo pido y así tal vez me salude. En efecto, ¿es de hoy?, eh
miren a Franco, se está poniendo buena la playa, me dice y no sé qué decirle.
Creo que los demás sonríen con disimulo. Estoy molesto, pero Antonieta me
deja sin palabras. No puedo hablar como ella, hilvanando frases con la misma
seguridad burlona que utiliza conmigo. No tengo más opción que enrojecer y
repito que me preste el periódico. Enseguida compruebo que no puedo leer,
las letras se arremolinan indóciles. Ella me trata así porque no fumo como
el rubio, ni bailo como el flaco del collar, ni hablo como saben sus amigos.
Apenas logro a veces un qué hay si no me interrumpe antes con un chiste.
Intento decirle algo agradable y llega Omar el fuerte. Antonieta se aparta y
conversan. Me quedo, no voy, hasta luego. Tengo la impresión de que habla-
ban de mí, de cómo se divertirán en la playa con mis torpezas. Dice Luis que
me quede. Diosdado trata de aguantarme, vamos anda, venimos temprano.
Inútil, temprano voy para casa y el resto del domingo pensaré en Antonieta.
Quiero figurarla como si hablara en serio, o mejor, besándonos. Cómo que
se va Franco, no me hagan eso. Vuelvo a sonrojarme a distancia. Me llaman,
me llama, Franco, Franco. No vuelvo la cabeza y camino más rápido.
Prefiero la otra cara del disco. En la estridencia logro encontrar reposo. No
recuerdo el inicio, pero ahora desarrollo más velocidad. Tengo los músculos
torcidos. Rubén y Gil observan satisfechos mi desvencijamiento. Lo haces
muy bien, pero no te arrepientas y sigue. Gil baila un poco para hacerme
compañía. Parece cansado y se retuerce despacio. Rubén trepa por un butacón,

30
cambia la música, pone algo lento. Gil me abraza. Ya la conquisté. Rubén
suspira. Se acabó, no puedo más. Se ríen. Te falta por lo menos una hora.
Hoy no bailo más. Es casi de noche y era de mediodía cuando comenzamos.
Pienso en los vecinos y en mi hermana que llega de la escuela. El piso está
sucio y frío. Restriego el pelo contra los mosaicos. Gil apaga el tocadiscos.
Se despiden. Mañana es el último ensayo, sabes más que nosotros. No me
levanto. Las botas de Rubén repercuten en mis oídos. Entra mi hermana.
Adiós, ahí te lo dejamos medio muerto.
Permaneces sentado en un extremo de la sala. Las piezas cada vez te
resultan más largas porque ella no aparece y en su lugar observas cómo la
gente se revuelve brincando, cómo se entremezclan los perfumes, cómo se
demora. Un rato antes la fiesta había adquirido un sentido distinto al que
tú esperabas. Te llevaron hasta el centro del baile, todos reían y Octavio
te guiñaba un ojo y señalaba un disco manoseado. Bailaste. Restriegas
los zapatos contra el piso y bailas, bailaste con Cecilia, con Norma, con
Lucrecia y ya, terminas molesto por la broma y el claro expectante abierto
alrededor y sales al balcón donde nadie pueda circundar tu pena y el enfado
se disipa al fresco de la noche. Si no lo hiciste mal, murmura Anita y su
madre dice mira que son estos muchachos; cuando adquieres conciencia de
haber hecho algo grande, te sientes aferrado a la sala, obtienes una paridad
desconocida y quieres entonces agradecerle a Rubén las lecciones, a Gil
sigueelritmodelbajo el impulso reciente que recorre tu cuerpo y endurece
tu cuello para cuando ella entre partir a su encuentro sin rodeos. Pero aún
no aparece y entras al baile donde nadie se ríe de ti ahora, ni te aplauden ni
te ven más que abriéndote paso fugaz entre el grupo que salta y pone cara
de angustia aparejada a la cintura que desciende espasmódica hasta el suelo
y se incorporan lentos, triturando el aire con las manos que suben y bajan y
suben y se quedan arriba, todas en alto, hasta que alzas las tuyas, se acaba la
canción y llegas a un extremo donde esperarás que la puerta deje de abrirse
en vano y Antonieta entre para demostrarle en el tumulto que aprendiste
bien las florituras del piso de tu casa a cada contracción en que ella deje de
reírse y al fin te mire seria, envuelta por el susto que le has proporcionado
de repente como el beso que sueñas poder darle quizás en la escalera, tal
vez en el balcón todavía húmedo.
La música retumba, resuena, se estira reptando, evade los pies que atis-
bas con fijeza y entre ellos Antonieta llega y no puedes continuar sentado
tomándote el ponche tan tranquilo como un momento atrás. La buscas y se
asombra de verse arrastrada repentinamente por ti hacia uno de los márgenes
desprovistos de muebles. No dice mira a Franco, no se ríe; tiene un vestido
negro y muy corto y la cara sudada, roja de creyón. Huele bien. Así la has
imaginado siempre, menos alta, sin esos tacones que martillean constantes,

31
lanzados a cada flexión de las rodillas contra el espacio que tus pies ocupan
solapadamente rápidos. Se limita a bailar, no hace comentarios, responde a tu
reclamo sin preguntar con quién has aprendido, se interesa sólo por electrizar
aún más la constricción que recorre su cuerpo por instantes y transmite a tus
piernas la energía de los pequeños saltos que das en el lugar como se debe y
ahora sí sonríe, pero es para decirte que lo haces muy bien y arreciar el ritmo
que devora dos, tres, cuatro canciones hasta que descansan al fresco y ella mira
a la calle con aire preocupado y tú en silencio atinas a preguntar si espera a
alguien para recibir un vaho de tristeza junto a la negativa. No sabes qué
decirle porque nunca la has visto retraída, absteniéndose de prenderte una
carcajada en las mejillas. Ya Gil te lo decía, bailando bien todo se arregla
y además de Pepe, de Lino, de Vicente, también manejas a tu antojo, como
quieres, los resortes de la noche, pero no sabes empezar y la ves silenciosa y
crees que has comenzado a doblegarla suavemente como esa melodía lenta
que los lleva de nuevo hacia la sala. Tienes las manos en sus hombros, giran
moviéndose apenas y aprietas su cintura; la atraes y suspira; basta con una
palabra en el oído, una frase pequeña, susurrante, que habrá de continuar al
¿qué te pasa? Sin respuesta y otro suspiro breve, entrecortado. La miras y
sus ojos se pierden encima de tu cabeza. No tengo nada. Pero sigue mirando
hacia otro sitio, deja de suspirar y sólo mira para congelarte la palabra que
falta, la única, la que no le dirás al menos esta noche y seguro que nunca,
porque sus ojos no caminan hacia ti que te apartas un poco y vuelves las
manos a sus hombros mientras su vista acaricia el afiche que se alza en la
pared únicamente para reflejar el destello de sus pupilas con la fulguración
metálica de la guitarra que Eric Clapton empuña furibundo.

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“El hacedor de bajos”, Reinaldo Montero (1952 ): Como haciendo irónico honor
a su apellido, nació realmente en Ciego Montero. ¿Qué decir de Rey que no digan
sus tantísimas obras? De cultura enciclopédica y ampulosa (pero auténtica, os lo
juro por mi honor de gentilhombre habanero), verba de Siglo de Oro español, a
este inquieto polígrafo se le dan igual de bien la novela, el cuento y el teatro. Lo
han publicado, además de en Cuba, en Alemania, en España, en Brasil, en Italia...
por todos lados, cabría decir, y esta vez sin exagerar. ¿Sus obras? Son legión: como
dramaturgo, baste citar su fastuosa versión personal del ultraclásico de Eurípides
Medea, ganadora del Premio Italo Calvino en 1997. Como novelista, su aplastante
Misiones, 800 páginas de fiesta del lenguaje y la ironía, del 2001. Como cuentista,
su shakesperiana, culteranísima y deliciosamente erótica exégesis Trabajos de amor
perdidos, ganadora del Premio Juan Rulfo en 1997. Y como creador de un concepto
nuevo en la narrativa cubana, su juvenil cuentinovela Donjuanes, ganadora del Pre-
mio Casa de Las Américas en los años 60. “El hacedor de bajos”, verdadero clásico
dentro del subtema rockero, fue publicado por El Caimán Barbudo a principios de
los 80, y recientemente los que recordábamos aquel texto tuvimos la sorpresa de, lo
mismo que “Trabajos de amor perdidos”, reencontrarlo perfectamente insertado
dentro de las peripecias del antológico dúo Chennon-Más Mandy en la monumental
Misiones. Nada de qué asombrarse, teniendo en cuenta que esta es sólo el tercer
volumen de su prometido Septeto Habanero, que iniciara con Donjuanes y continuara
en Fabriles. ¿Será Reinaldo, como Balzac con la Comedia Humana, uno de esos
escritores que pretenden que toda la obra de su vida sea una continuidad de estilo
y ambiente? Por lo visto, sí.... pues a prepararse entonces para los próximos cuatro
volúmenes. Entretanto, fíjense los músicos rockeros de hoy, que piensan que pasan
tremendo trabajo para conseguir sus instrumentos, cómo era de dura la cosa hace
años, en los tiempos “de la barbarie”. Barbarie que, ni qué decir tiene, siempre
hemos sabido sortear los cubanos con ingenio infinito y, a veces, como este hacedor
de bajos, con paciencia casi zen.

El hacedor de bajos
(The Song Remains The Same*)
Reinaldo Montero

La puerta del pasillo no se cierra nunca. ¿Y si la habían trancado? A darle al


gancho con la barra. Eso, Chen, me dije. Y salté. Pero la barra de hierro quedó
del otro lado. Metí la mano. No pude alcanzarla por un tin. Y vi un trozo de
madera cerca. Me acordé del chimpancé acercando el plátano. Chispa que a
veces tengo, mi hermano. Así que con el pedazo recortado de madera, atajé
el pedazo largo de hierro.

Y Chen escucha una música de otra época, muy queda, que vuelve una
* Cf.: Led Zeppelin.

33
y otra vez sobre la misma frase, y luego salta ocho compases para atacar
la parte del vals, y el vals sí se deja oír muy claro bien adentro.

Total, no me hizo falta la barra, la puerta estaba abierta. Y el pasillo, lleno


de trastos, casi completa la vieja máquina de Enrique El Italiano, porque Era
no bota nada, y donde manda jefa… Tuve que hacer equilibrio, caminé como
por cuerda floja. Medio resbalón, y armaba una bulla… Me dieron ganas de
virar. No se me achicopale, Chen, como dicen los charros, me dije.

La culpa es de las claves. La gente de Tato, Tato y sus Cometas de


guaracha en guaracha. Y Chen, un niño de cinco años acompañando al
conjunto sonoro con las claves.

Después de un poco de murumacas, ya pude caminar como Pedro por su


casa. Y fue en quien pensé, en Pedro, el estibador, y en la bronca que tuvo
con El Mota el día que cogieron a un camionero con las manos en la masa,
cuando el accidente de Kiqui. ¿Y si me agarraban en el brinco? Me dije, si te
ven, nada, Chen, dices aquí-aquí, como si tal cosa, y si después de aquí-aquí,
¿aquí-aquí de qué?, pues lo que se te ocurra, y si no se te ocurre nicomedes,
o no se cuadra la caja, a joderse toca. Y entonces sentí miedo, aunque los
músicos de sangre tienen un resguardo más fuerte que un tanque de guerra.
Pero no era miedo a que me cogieran. Fue un miedo… Fueron varios miedos
juntos. Y yo seguía con la barra en la mano, sin atinar a nada. ¿En qué esta-
ba pensando?, tenía que botarla, ya no me hacía falta. Y la barra hizo ruido
cuando la solté. Rápido la recogí del piso, nada, boberías que no hay quién
explique. Total, para volver a dejarla caer, porque no la puse suave. Estaba
salao, la segunda vez la barra no hizo casi ruido, pero cayó de punta, me dio
en el pie jodido. Tenía una legión de chinos atrás, y no me daba cuenta.

Una de las peores cosas que se han hecho en el mundo es su pie derecho,
el que siempre joroba. Por culpa de ese pie tuvo que dejar la batería, tan
cacharrosa, tan atractiva. Chen desincronizaba, no con el pie estropeado,
sino con el otro. El pie malo para el bombo, y le prestaba tanta atención,
que los platillos hacían con el bueno lo que les daba la gana. Por eso cam-
bió para el bajo, y no sólo por eso. La batería es muy difícil de resolver.
Chen la tocaba en el tecnológico, cuando el Servicio Militar, ¿pero en
la calle qué podía hacer sin batería? Claro, cualquiera piensa, madera
prensada finita y engómala, y a poner otra capa más apoyándola en unos
cilindros que se conseguían, sin problema. Y así los ton, los ton-ton, hasta
el bombo. ¿Pero y la caja? Tiene que ser de fábrica. Y con los platillos
no hay invento posible. Los parches, de acetatos de libros o de placas

34
de Rayos X. Bien, ¿pero cómo resolver los aros y las llaves, y además
que afine? Sin contar los pedales, que es cosa igual de imposible. La
mayoría de las partes tenían, tienen que ser de fábrica. En el grupo que
formó con Mandy y Nuno después que salieron del Servicio Militar, no
hubo percusión hasta que no encontraron baterista con batería. Y el bajo
le acabó de llegar por otro problema. Mandy era el mejor, le tocaba ser
prima. Nuno sabía de música, no de papel, no tanto, pero llevaba más
tiempo en el giro, se había vuelto un maestro arreglista, así que fue por
derecho propio el guitarra acompañante. Para Chen no quedó más que el
bajo. Y también arribó al grave instrumento de cuerdas pulsadas porque
ese señor canta junto a la batería, no es sólo un apoyo rítmico. El bombo
y el bajo coinciden muchas veces, y en los puentes, bajo y batería fraguan
a la par combinando redobles, pasajes, ponches, frases. Si ella y él se mal
llevan, no hay quién siga. Conclusión. Todos los caminos conducían al
bajo, y a Chen no le resultó difícil, y el bajo le fue agradecido.

Traté de controlarme yo mismo. Llegué hasta el fondo del pasillo y entré


al taller. Sentí alivio. Respiré hondo. Tenía necesidad de sentarme, aunque
no fuera para tanto.

¿Quién hubiera imaginado que la fiebre combera volvería? De animal,


porque sólo a una bestia se le ocurre, cambió su bajo y el amplificador
por un juego de sala. Miró al muchacho que ofrecía el trueque. El juego
de sala estaba bien. Llamó al camionero, a El Mota, tipo buena gente
aunque por ahí digan lo que quieran. ¿Qué te parece? El camionero acon-
sejó sin titubeos, mete mano. Arrancaron con el juego de sala, rápido,
antes de que el muchacho se arrepintiera o llegara la familia. Sentado
en un mueble del juego de sala, encima de la cama del camión, Chen se
preguntó, ¿y si el mundo recurva? Menos mal que no se ha deshecho
del bafle que pasó por tres generaciones. Primero tuvo guata de colchón,
después espuma de goma, y a lo último poliespuma. Primero sonaba
con una bocina de victrola de doble enrollado, luego con dos bocinas de
campo que no eran de imán permanente, sino que en el centro tenían un
núcleo de acero que se magnetizaba, y mucho ojo con la diferencia de
voltaje, pero la potencia resultó el doble. A lo último, la remodelación
del cine Gloria fue La Gloria, le trajo las bocinas que conserva, porque
las de campo fueron cambalacheadas por las del cine poniendo arriba
la trusa roja y el pulóver de mangas negras. ¿A quién se le ocurre des-
hacerse en estos días de un bajo? Y más si era un bajo como aquel. En
cuanto se puso de pie para empezar a bajar los muebles, le llegó la idea.
No importa que lo hayas cambiado por un triste juego de sala, harás tu

35
propio instrumento, de nuevo. No es capricho, su duende de músico lo
dicta, y Chen acata. Hará otro bajo violín, tipo McCartney, idéntico al
ido. Total, ya lleva vida y media sudando bajos. El primero que hizo, lo
trabajó con Mandy, que también sabía de dibujo. Una raya bien al centro
para placer de la simetría, y a delinear la plantilla a mano alzada, sin
planos, por supuesto. Pegaron la plantilla a un tablón de dos pulgadas.
Recortaron con cuidado, y calaron para que pesara menos. El tablón era
de pino blanco, o quizás de cedrín. Pero el brazo salió demasiado ancho
y el bajo demasiado pesado. Hizo otro, y otro más, y otros, pero siempre
fueron anchos de brazos y pesados en general. Marca de fábrica. Lo que
ocurría y lo que ocurrirá, las clavijas tienen que ser de contrabajo, y si
los brazos no son anchos, las llaves no caben. Ah, pero el último, a pesar
de los pesares, quedó que ni un Fender, y Chen le dijo adiós por culpa
de un juego de sala. Lo sufrirá media vida. Cosa tan estúpida, murmuró
después de despedir a El Mota.

Vi las varillas de soldar. Agarré ocho, o diez. Fue lo primero.

Porque las varillas de cobre se incrustan en el brazo para los trastes.


Dieciocho trastes. Y el otro artefacto importante es el micrófono, pero
ya Chen tiene de su lado los cuatro imanes. Los vio doblando hacia la
derecha y seguir recto. Pensó, los muchachos acaban rápido con los ju-
guetes. Y la concretera chocó con el sofá del juego de sala, dio marcha
atrás, y siguió, y al séptimo día descansó. Su hijo abrió los ojos de este
tamaño. ¿A ver qué tiene por dentro? y hacerla pulpa fue lo mismo. Chen
se guardó los cuatro imanes del motorcito.

Perdí un poco de tiempo buscando la bobina. Alguien me la había cam-


biado de lugar. Hasta que la vi. ¿Qué hacía en la pezrubia? De pronto no
atinaba. ¿La cargo tal cual, o le quito el forro? ¿Qué pasa, Chen?, tranquilo,
no hay apuro, me dije. Y sí, lo había. Mejor limpiaba la bobina de estorbos
y llegaba hasta el alambre 44. Rápido comencé a desvalijarla.

En su casa, con calma, bien sentado en el butacón del juego de sala, co-
locará los cuatro imanes de forma tal que se repelan para que aumenten
el campo, y los asegurará bien para que queden lisos y fijos.

Estaba nervioso, torpe. Sangre fría, Chen, todo se andará aunque se rompa
el palo, lo que no tiene que partirse es el alambre, así que calma calmosa, me
dije, que el duende del músico te mira y sopla. Y hacía calor, me acuerdo.

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¿O sudaba por sudar?

Luego pondrá en un papel ciento veinte ceros. Cada cero, cien vueltas,
que hacen doce mil. Se sentará con la bobina a sus pies para que el
alambre 44, que es del grueso de un cabello, no haga cuca. Se cuidará
del papel aislante, principal enemigo del músico que enrolla imanes para
micrófonos. Lo quitará suave para que el alambre no se parta. Vaselina
para los dedos, temperancia para el alma, lápiz a mano para ir tachando
ceros, y a enrollar y a enrollar y a enrollar. Si a pesar de los cuidados el
cabrón alambre se partiera, da capo.

Tiré el forro de la bobina junto a las quemadas que estaban por venir a
buscar en aquellos días. Y algo como una preocupación me empezó a dar
vueltas, casi un aviso, o quizás eran los muchos miedos juntos. Sentía deseos
de irme, dejarlo todo, salir.

Nunca cayó en el robo, y menos en el de micrófonos de teléfonos, que


por fin no servían, agarraban conversaciones, ruidos parásitos, el mundo
colorao, y lo sacaban por los bafles. Un desastre. Además, a los cajones
comunicantes había que estarles agradecidos, daban el La-440 con el
tono de discar. Hasta tuvo bronca con Nuno por lo de los teléfonos, y
por vago. Ni amarrado Nuno se ponía a trabajar las seis mil vueltas que
tocaban para armar el micrófono de guitarra. Nada más que seis mil, la
mitad de lo que lleva un bajo, una bobería. El grupo al borde de la crisis.
O halaban parejo, o se acabó. Y Nuno dijo, no me rejodas, Chen. Y el
bajo, recostado a la pared, hizo de pronto guuuummmm, y se cerró. El
exceso de tensión fue la causa. No hay brazo que resista si no tiene soporte
como los de fábrica, o el clavijero inclinado. No hay vida que aguante si
no tiene respiro. Nuno era tristeza, más que Chen, casi lloran a dúo. Las
cuerdas son Satán en persona. La escasez es El Diablo Mismo.

Creo que en parte me llegó ese antojo de fuga porque había escondido
una jaba de yute detrás de un banco, y tampoco aparecía. Por fin es que mi
duende de músico andaba roncando. Pero no me largué, no salí corriendo,
aguanté como un caballo, si no, no estaría haciendo este cuento. Y lo que
hice fue quedarme como indiferente. Yo mismo no entiendo, pero uno cam-
bia de ánimo en menos de lo que cambia de idea. Y lo mío era un desánimo
cayendo, aunque me puse a registrar por los alrededores, sin deseo, a ver si
daba con la jaba, y revolcaba cosas. No hagas bulla, Socotroco, me dije, como
dice Papichuli. Hasta que revisé en la caja que está al lado del pañol, era una
corazonada. Y creo que entonces me empezó a doler la cabeza.

37
Rauli, el cantante, la última adquisición del grupo, saltaba en la tarima,
hacía girar el micrófono como si fuera un hondero en tiempos de Goliat.
Y el sonido del aire entraba por el receptor, pasaba por el Metto chino, el
amplificador que no servía para los instrumentos, sólo para la voz, trasto
sin control de tono, latoso, y el Metto lanzaba hacia las bocinas vibra-
ciones concéntricas, y el ciclón se disparaba por el espacio a más y más
intensidad, y Rauli se preparó, iba a lanzar el micrófono, era inminente,
pero Nuno colocó la guitarra frente al bafle para terminar aquel número
con un formidable efecto de retroalimentación que reventó la bocina,
aunque evitó que Rauli hiciera leña el micrófono.

Pues sí, como dice El Zambo, encontré la jaba. Y me quedé parado un


rato, socotroqueando. El rollo de cables de intercomunicadores, ese sí estaba
donde lo había puesto. No me puse a revisarlo. Aburrido estoy de saber que
dentro esperan un pelo de cobre y cuatro primas, que pueden hacer falta al
punteo o al acompañante. Las puyas parten como loco. La locura. Para cuerdas
de bajo no me hacía falta ese cable. ¿Qué estaba haciendo? Me dije, todavía
no ha aparecido ni punteo ni acompañante, Chen, pero la fiebre combera
vuelve, ¿o no vuelve? Observé el rollo en mi mano. Quise soltarlo. Pero no.
Acomodé el alambre en la jaba.

Porque Mandy lo ayudó a él, como él ayudó a Mandy. Tomaron una


guitarra de cajón y le cortaron la mitad de la caja. Un asesinato, comentó
el carpintero mientras daba sierra. Un acto de justicia, rectificó Mandy.
Como iba a ser guitarra punteo, los trastes fueron veintidós, no die-ciocho,
y le hicieron un buen sacabocado por abajo para que en los momentos
cruciales, Mandy llegara hasta el fondo más agudo.

Ya me estaba preparando para salir, al fin salir, pero sentí ruido. Me puse


como una estatua. Aunque quizás al instinto le dio por hacer muy brusco el
movimiento de no moverme.

Y tanto día y tanta noche de dedicación y angustia, porque no paraban los


ajustes, los parches no duraban tres números, el cajón de los repuestos
era más grande que el bombo. Y qué odisea la de las cuerdas, porque
con las de seda, el micrófono no se da por enterado. Cuerdas de nervios
de acero, esas sí que sí. La sexta se ponía en el sitio de la quinta, la
quinta pasaba a ser cuarta, la cuarta cantaba como tercera, la tercera se
convertía en segunda, la segunda era una prima, y la prima, otra prima,
y a dejarlas flojas, y a ligar y sostener en el mismo traste para que el
sonido fuera pureza. Y en los amplificadores, los 5-U-4 que rectificaban

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el voltaje, un dolor, hasta que entraron los silicones, par de silicones y
bota, apachurra los viejos rectificadores. Y los C-L-6 fueron destronados
por los E-L-34 que daban más wataje. Y de esa forma las bartavias de
amplificación con sus chasis marchitos, con su anhelo de bulla, sonrieron
a una nueva era.

Y la vi, a la jefa del taller en persona. Sí. Era Era.

Pero dichas trajeron dolores, porque arribaron los Whawha, que se lla-
maron Gua, y los Fuzz, que se llamaron Fu, y aumentaron la potencia
de salida, distorsionaron, sostuvieron las notas, e hicieron extraviarse
a los batecitos de las pizarras telefónicas, a los transistores y a los
transformadores de radios, y en agradecimiento recibieron patadas, más
que pedalazos por tanto falso contacto y desajuste. Y aquellas guitarras
con circuitos mal distribuidos, convirtiéndose en antenas, trayendo de
improviso La Onda De La Alegría o cualquier otra estación de radio
para sacarla en el momento más inoportuno. Y el carnaval de colores
y formas. Cada bafle distinto, en la batería ni dos tarecos semejantes.
Y aquellos ensayos con guitarras de cajón, porque no había vecino que
resistiera. Y sin transporte, sin paga. Tocando por amor a tocar, con el
furor de tocar, por la cajita si era una buena fiesta. Casi ninguna fue fiesta
de la buena. Y los comberos dueños de combos, porque eran dueños de
los instrumentos, negociando Quinces, botando y entrando gente. Y los
músicos libres, dueños de su instrumento y de su amplificación, librados
del repertorio de los dueños de combos que idolatraban las Evas Marías,
los Fórmulas V y tanta otra musiquería mapianga.

Era surgió de la sombra, como en la canción. Acompáñeme, dijo, como


si ella y yo no nos tratáramos de tú. Está bien, la acompañas, Chen, qué tanta
intriga, y no se te ocurra dar coba, si te ha cogido, cogido te quedas, me dije,
pero no sueltes ni medio aquí-aquí, no rindas. Y empecé a caminar lento, y
ella dijo algo así como que me apurara. No sé qué bobería le contesté. Qué
brava se puso. Sígame, volvió a decirme, para que me quedara claro que con
ella no podía haber ningún tipo de ajuste. Total, mi cabeza no estaba para
tratar de arreglar aquel potaje, sino para doler. Seguí a Era sin abrir la boca,
pero con la cabeza de este tamaño. Me preguntaba, ¿de verdad que la fiebre
combera regresa? Nada, que el duende del músico se puso para esa bobería.
Y cuando vi la garita, me dio vergüenza, no miedo. Y haciendo la guardia en
la garita, para que tú veas que la vida se parece a las baladas, estaba Pedro.
Qué coño bajo, ni fiebre combera, ¿uno no está muy viejo, con casa, mujer,
hijo…? Fue lo que me empezó a dar vueltas. Y el dolor de cabeza en su punto,

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resonando por allá adentro.

Y el vals regresa de lejos para volver una y otra vez sobre la misma frase,
aquella en que el bajo volaba frondoso, y esa frase le da vueltas y vueltas,
hasta que Chen se atreve a tararearla, pero ni el tono, ni los intervalos,
ni la altura del sonido, ni el aire fueron como antes.

Mi hermano, no lloré de milagro.

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Abel Prieto (1950) es oriundo de Pinar del Río. Comenzó a ser conocido al ganar
el Premio de Cuento 13 de marzo en 1969. Ha publicado los libros de cuentos
Los bitongos y los guapos (1980), No me falles, Gallego (1983) y Noche de sába-
do (1989), una antología de cuentos con temática juvenil donde toca por primera
vez el tema de los jóvenes y su relación con la música de los Beatles, de la cual Abel
Prieto ha demostrado con creces ser uno de sus más fervientes admiradores. Con
Noche de sábado obtuvo el Premio de la Crítica. Actual Ministro de Cultura, encontró
tiempo (nadie imagina cómo) para escribir su última novela, precisamente El vuelo
del gato (1999), de la cual hemos escogido un fragmento para esta antología.

Facultad de humanidades*
Abel Prieto

Entre los hippies del Carmelo no había una vanguardia ideológica propiamen-
te dicha, aunque sí una vanguardia intelectual, y era gente que había leído el
Lao Zi o Libro del Tao y hablaba con fluidez de cine, literatura y filosofía. Yo
tenía algunos amigos entre ellos y me hubiera gustado que Marco Aurelio y
Angelito los conocieran; pero aquella noche (como supe después) ponían El
rostro en la Cinemateca, y la vanguardia no podía perdérsela, y por el mo-
mento debíamos conformarnos con “la masa”, que discutía sobre la ruptura
de los Beatles y se dividía entre el bando de Lennon y el de McCartney.
Un hippie negro y alto, con el pelo a lo Jimi Hendrix, analizaba cada
una de las canciones aparecidas bajo la doble firma Lennon-McCartney y
explicaba dónde había predominado la onda o el temperamento (así decía)
de “Paul”, sus ráfagas luminosas, su optimismo a toda prueba, y dónde la
duda y el claroscuro de “John”.
Otro aniñado, casi albino, de melena rojiza, afirmaba, solemne, que el
mundo ya no sería el mismo después de la disolución de los Beatles, y muchos
asentían, moviendo tristemente las cabezas peludas.
Había una loca hippie, muy teatral, que trataba de llevar el debate hacia
la vida privada de los Beatles. Absolvía de toda Culpa en la catástrofe, en la
ruptura del grupo, a Linda Eastman, la mujer de McCartney, y concentraba
un odio feroz en la japonesa, así decía, para no pronunciar el nombre maldito,
el de Yoko, a quien hacía responsable de las contradicciones entre los dos
Grandes. No entendía cómo “John”, que no era el más bello pero sí ostentaba
una onda de primera categoría, podía haberse “juntado”, decía, con una mujer
tan fea y asiática y cómo había acabado por casarse con ella y hasta hablaba de
tener un hijo. “¿Qué saldrá de ahí, Dios mío?”, se preguntaba, sobreactuando,
* Fragmento de la novela El vuelo del gato, Editorial Letras Cubanas, 1999.

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y miraba al cielo nocturno como si le pidiera una respuesta.
John copulando con Yoko / no pare un Beatle de ojos rasgados / ni una
japonesa de pelo rubio y gafitas redondas. / Engendran el Gato Volante.
Esa hubiera sido la respuesta ideal, pero a mí no se me ocurrió. Ni a mí ni
a Marco Aurelio, ni al Dios que flotaba presuntamente sobre el Carmelo de
Calzada, y aún Lezama no había escrito el poema.
La pregunta clave era otra. La pregunta de la noche iba y venía, repe-
tida en tonos y formas diferentes: ¿Cuál de los dos Grandes aportó más al
milagro de los Beatles? El pequeño no quiso hablar (no le gustaba hacerlo
en grupos numerosos y prefería observar aquel micromundo desconocido),
Angelito no había llegado todavía y, aunque no nos habíamos reunido para
discutir el tema ni se había tomado acuerdo alguno sobre el mismo, me
decidí a adelantar la que sería, a mi modo de ver, “la posición oficial” de la
Piña: McCartney contribuyó mucho, sin duda, con su talento musical y su
gracia y sus soluciones agradables, simpáticas, pegajosas, pero los Beatles
no hubieran sido los Beatles sin el empuje revolucionario de Lennon, sin ese
espíritu inconforme, buscador, irónico, que fue clave a la hora de fundar un
estilo y un lenguaje nuevos.
El bando de McCartney (“la gente de Paul”, decían ellos) se sublevó: fue
“Paul” y sólo “Paul”, decían, quien puso el sello afirmativo, de Luz y belle-
za, que está en el fundamento mismo de los Beatles. Lennon es demasiado
amargo, la vida le sabe demasiado a mierda (así decían) y no podría ser el
creador de esa fuente de Luz, de esa fuente de amor y juventud que hay y
habrá para siempre en los Beatles.
Cuando vi la silueta de Angelito el Chino, que cruzaba con paso rápido
el Parque del Carmelo, supe que todo había terminado para el bando de
McCartney. Ya estaban perdidos, ya no tenían salvación alguna, ya habían
muerto antes de morirse, como los tipos malvados de las películas cuando
el Muchacho viene llegando: iban a ser aplastados sin remedio, pero ellos
(infelices) se sentían bien, se sentían en Alza y desplegaban una ofensiva
ruidosa y Lennon empezaba a ser un personaje torcido, un poco siniestro,
frente a un “Paul” tan resplandeciente, perfecto y armonioso como un dios,
como Apolo, aquel que convertía en música celestial cuanto le caía en las
manos.
Angelito se tomó su tiempo para intervenir en la discusión. Primero hizo
un aparte con Marco Aurelio y conmigo y preguntó si teníamos noticias de
Mamoncillo, cómo nos iba en la Facultad de Humanidades, cómo estábamos
de mujeres, qué había sido de Fulano o de Zutana y qué de mi familia y de
Serafín Escobedo, y luego nos dijo que salía de viaje, a estudiar en la URSS,
en Novosibirsk, con una beca. “Allá hay un grupo de rock buenísimo”, le dije
yo: “los Bolin Stones, no dejes de buscar los discos”, eso le dije, y Angelito

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asintió sonriendo y prometió mandarme el último LP del grupo, y entonces,
para su desgracia, “sin saber que labraba su propia desventura”, nos in-
terrumpió un tipo del bando de McCartney: estaba un poco zombie, como
empastillado. “Oye tú, chino”, dijo, el pobre, y apuntaba a Angelito con el
dedo índice y los ojos atontados y la voz ríspida, “¿no serás tú un pariente
de Yoko? ¿Qué tú crees de los dos Grandes? ¿De parte de quién te pones?”
y Angelito le preguntó que quiénes son esos dos Grandes si se puede saber,
y el hippie empastillado se rió (el pobre, y ya no reiría nunca más) y dijo:
“Paul y John, quiénes van a ser”.
“Para empezar”, dijo Angelito, “habría que saber si estamos hablando
de música, de música en serio, o si hablamos de basura para vender discos”,
eso dijo, y paseó su mirada incisiva por “la masa” de hippies del Carmelo.
Se hizo un silencio pastoso, y los dos bandos se acercaron para escuchar a
aquel chino desconocido, tan seguro de sí, que parecía el dueño absoluto de
la verdad y sus cayos adyacentes.
“Si se habla de música en serio, lo primero que hay que hacer es poner
a McCartney en su lugar.” Aquí hizo una pausa muy breve y dejó que la es-
peranza revoloteara sobre “la gente de Paul”. “Y el lugar que le corresponde
a McCartney (dijo), su lugar justo, preciso y muy bien ganado, es el de un
eficaz fabricante de guarapo comercial. Ese es su lugar y nadie se lo puede
discutir.” De esta forma brutal empezó el más coherente, argumentado y
sólido discurso que se hubiera pronunciado en el Carmelo de Calzada desde
su fundación. En la historia no escrita, en la tradición oral, aquella pieza
oratoria y aquella velada pasarían a ser, respectivamente, “el discurso del
guarapo” y “la noche de Angelito el Chino”.
Vendría luego el trabajo de Cronos, el implacable, y Angelito se iría a
estudiar a Novosibirsk, y Marco Aurelio y yo volveríamos a la Facultad de
Humanidades, y los hippies se enrolarían en la Brigada Perderemos para
cortar caña y ganarse el derecho moral a tener Pelo Largo y a ser hippies
reconocidos, con carnet, y regresarían una y otra vez, con su rara tenacidad,
semidestruidos, maltrechos, pero jamás derrotados, al Carmelo y al parquecito
de la funeraria de Calzada y K, y entre ellos, mientras hubiera memoria, se
hablaría con admiración del “discurso del guarapo” y se recordaría “la noche
de Angelito el Chino” como la Noche Triste para los partidarios de McCartney
y la noche de la victoria definitiva para los de Lennon.

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“Escuchando a Little Richard”, Francisco López Sacha (1950): ¿Qué vino primero,
la gallina o el huevo? ¿La hilarante vocación oratoria de maestro de ceremonias
del afable Sacha (¿alguno de los graduados del Taller de Formación Literaria
“Onelio Jorge Cardoso” o de los asiduos asistentes a las presentaciones en la
UNEAC podrá olvidar jamás su “y ahora, un refrigerio, un ambigú, un piscolabis”
como culta invitación a la jamazón y la bebedera?) o su fértil prosodia narrativa?
Oriundo de Manzanillo y orgulloso de serlo (como otro narrador cubano, uno de
los grandes ausentes de esta selección: Arturo Arango). Graduado de Historia del
Arte y Profesor de Historia del Teatro en el ISA por largos y fecundos años, Sacha
ya empezó a dar que hablar a principios de los 80 con su libro Descubrimiento del
azul, Premio Caimán Barbudo (inolvidable el cuento “Figuras en el lienzo”, quizás
el mejor acercamiento de nuestra ficción a la espinosa, ciclópea, fascinante figura
martiana). Libros posteriores como el también de cuentos La división de las aguas
o la curiosa novela El cumpleaños del fuego (donde la historia de Cuba es contada
desde el punto de vista de... una casa ¡!) confirmaron que era un narrador de tomo
y lomo, además de un conversador nato. Y si bien los avatares de su desempeño
como presidente de la Asociación de Escritores de la UNEAC nunca lo dejan es-
cribir todo lo que quisiera (y quisiéramos... ¿cuándo acabará esa enciclopédica
oda manzanillera y cubana, Voy a contar la eternidad?) al menos se consuela de
vez en cuando desfogando sus ansias adolescentes de ser un émulo de los Beatles,
Elvis Presley y Carl Perkins (inolvidable su ronca pero visceral interpretación de
Blue suede shoes en la inauguración de aquel III Coloquio sobre la vida y obra de
los Fab Four en el 99... entre otras muchas). Sacha es un narrador pluripremiado,
vencedor entre otros de los Concursos La Gaceta de Cuba y más recientemente el
Alejo Carpentier. En ambos casos con Dorado mundo, primero descacharrante
cuento de surrealismo cubano y luego sólido volumen de narraciones. Pero esta-
mos seguros de que el Premio Juan Rulfo para narraciones relacionadas con la
música que obtuvo en el 2000 Escuchando a Little Richard ocupa un sitio especial
en su corazoncito de viejo rockanrolero.... no por gusto la leyó por primera vez en
público justo en la clausura de aquel mismo III Coloquio de los Beatles. Historia
autobiográfica, es obvio, casi en un 100%. Un cuento típico de ese subgénero que a
principios de los 80 los nuevos narradores cubanos, generación a la que pertenece
el autor, popularizaron bajo el rótulo de cuento de becas. Atención: los que decían
que el rock nunca estuvo censurado ni mal visto en este país, que se la lean con
mucho cuidado. Aquellos vientos trajeron los otros lodos... Dicho sea de paso, no
hace mucho el espacio televisivo El cuento exhibió una excelente adaptación... por
lo visto, no somos los únicos (ni los jurados del Rulfo tampoco) en admitir que esta
historia tiene algo especial.

Escuchando a Little Richard


Francisco López Sacha

Pongo el disco en el plato con mucho cuidado, le doy al automático y le


sale de pronto una voz áspera y antigua que se va por la aguja hacia arriba.
Detrás viene la música, y un negro alto, de grandes ojos negros, sale también

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de allí gritando esas frases sin sentido de Tutti Frutti, mientras resuena el
bajo y un saxo tenor allá en el fondo emite algunas notas graves, melosas y
broncas como si estuviera dialogando con el absurdo, y el pelo negro negrí-
simo y envaselinado le cae hacia delante en unos rizos oscuros, y él abre la
boca. Después mueve la cabeza, mueve la cabeza, y grita oh, my soul, ante
las negras calientes y bellísimas de pelo planchado que se levantan con sus
cuerpos rotundos y deslizan sus zapatos de piel por el piso pulido, y levantan
las manos y estremecen las piernas, y hacen ondear sus blusas satinadas y sus
faldas de hilo color crema y así muestran su ropa interior, como al descuido,
y gritan frente a él, desordenadamente, con el ritmo tribal de la batería de
saxos y el estruendo de la percusión.
Oh, Lucille, Lucille, oh, negras tan negras, tan bellas e inocentes, inca-
paces de traicionar a su ídolo y ensordecidas por el tam tam que también
ensordeció a Paul Robeson, y esa guitarra rítmica que trina como un banjo, y
ese piano antiquísimo donde no estaba el gato de Saint Saëns sino las manos
negras que suenan de un lado a otro del teclado y brincan con la síncopa del
rock and roll y siempre tocan así en este lado oscuro de la noche.
Little Richard toca para ellas esa sensualidad de moda que las hace desfa-
llecer, que las hace entregarse y gritar, y por eso en el disco nunca amanece.
Todo es como platinado e irreal porque tampoco entendemos las palabras.
Son palabras, y gritos, y palabras, y un fondo que estremece.
Little Richard se dobla sobre el piano y salen de improviso aquellos
días sin sol de Miramar, cuando escuchábamos Lucille con la boca abierta,
mientras fumábamos y esparcíamos el humo, en medio de la oscuridad
del sótano y de una bruma habanera que nos rodeaba desde el patio, hacha
del escape negruzco de los carros, del olor a gas y de las casas extrañas de
ladrillos rojos, que eran frías y cálidas por dentro, y las victrolas lejanas
de los bares donde todavía estaban El rock de la cárcel, por César Costa, y
Rock around the clock, por Bill Halley y sus Cometas, y No me dejes, por
Manolo Muñoz.
La luz entraba siempre por la ventana izquierda del sótano de la casa
de Séptima y 60. Obdulio sudaba y nos pedía silencio. Cerrábamos bien la
puerta que comunicaba con la cocina y las persianas de madera, menos una,
y entonces poníamos Lucille. La piel tersa de la cara y los brazos —la piel de
Obdulio—, y las mujeres negras entregándose al ritmo, silabeando las frases
y moviendo las manos con algunas sortijas baratas en los dedos, y ondulan-
do el torso, el cuello y la cabeza para que se lucieran esas cadenas de plata
mexicana, más baratas aún, y les cayera de golpe el pelo liso y oscuro por el
efecto momentáneo del peine caliente, el pelo partido a la mitad para que se
corriera por los hombros y luciera sedoso y bonito y Little Richard dijera hay
que ripiarlo, vamos a ripiarlo, vamos a acabar con la tortura de ser negros en

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un país de blancos, de no tener dinero y estar solo en La Habana en 1963.
Estábamos en grupo en la oscuridad del sótano y teníamos un disco de
Little Richard que se ponía por una y otra cara. Teníamos la luz que se filtraba
por la izquierda y sentíamos sus manos oscuras sobre las teclas blancas y
negras, y el sonido del bajo pegando duro detrás de los metales, y el drum
que redoblaba, y esa penumbra de cuando cae la noche junto al foco de los
cigarros Aromas que nos pasábamos de mano en mano hasta que sólo quedaba
la brasa. Hacíamos el doo, encima del tocadiscos, y Obdulio nos enseñaba a
bailar, y caminábamos así, como los negros, imitando a Mocosisi, al Richard,
a Barceló, a los boncos de San Leopoldo, apoyando tan sólo la punta de los
pies y extendiendo los brazos por las calles tan anchas que tributaban a la
Quinta Avenida, bajo esas luces de mercurio y esas cabezas de águila talladas
en la roca del edificio de la Chrysler Corporation.
Calles vacías, mundo vacío, con alguna farmacia pequeña en el cuchillo
de Séptima y 44 donde vendían pastillas de altea y azúcar candy. Ancha la
calle sobre la calle 60 en Miramar y el sonido lejano y percutiente y como
asordinado en el sótano que ya es de Little Richard, él es su dueño, él y Elvis
y Los Zafiros y Paul Anka, y nosotros tan solos.
Richard, que no es Little Richard, entra al sótano después de tocar dos
veces, esperar, y tocar dos veces más. Inclina la cabeza y recibe el mur-mullo
y el humo junto a la puerta y una luz nueva que pende del techo recubierta
con papel de estraza. Levanta la cabeza, estira el brazo y nos dice, apaguen
esa luz que les van a partir los cojones. Richard tiene un don de mando natu-
ral, un aire desenvuelto, un estilo de blanco que imita a los negros y que los
negros copian para imitarlo a él. Enseguida saca a bailar a Obdulio y mete
un pasillo de casino que aprendió el fin de semana en el Patricio Lumum-
ba. Cuando bailan se tocan casi de costado, casi espalda con espalda, dan
media vuelta y marcan dos compases con los pies y uno con las manos. Es
un pasillo difícil, se ve, y Richard manda a poner a Little Richard, enseña
su casquillito de oro —como al descuido, así como las negras enseñaban
su ropa interior—, y nos cuenta que en el aula de Química citó a su novia
del grupo 26, y a su novia del grupo 27, y las miró a las dos, y las dos se
miraron, y luego lo miraron a él, y él les dijo: “Quedan despedidas”. Y nos
deja con la boca abierta, escuchando por fin lo imposible, la voz aguda de
aquel dios soberbio en la coda final de Long tal Sally en un sótano que ha
crecido de súbito en los ojos de todos, con el brillo en la mirada de Esponda
y el asombro en Roberto Natchar.
Pero nunca amanece. Brache levanta la mano a todo lo que da envuelta
en un pañuelo y zafa el bombillo caliente.
Ha terminado la sesión de hoy y se siente el sonido de la noche en Mira-
mar, y el vuelo de los pájaros nocturnos, y el siseo de la hierba del jardín de

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la iglesia metodista que está enfrente. Ahora estamos más solos sin la música
con el recuerdo de la mirada irónica de Richard, esa pesada y elocuente indi-
ferencia que nos hacía pequeños y nos intimidaba, porque teníamos tan sólo el
rock and roll y Little Richard nos volvía locos, melancólicos y atormentados
por un placer que no tuvimos entonces ni íbamos a tener jamás. Esa alegría
y esa desesperanza cuando la noche nos lanzaba al sótano o a los baños del
fondo del albergue que todavía se limpiaban con creolina y tenían pestillos y
cerrojos para señoritas. Respirábamos a fondo el olor penetrante y viscoso y
recordábamos esas palabras escritas o talladas en la piel de la madera de los
baños del segundo piso de Manuel Bisbé, y movíamos la mano frenéticamente
con la imagen de la secretaria docente que era altiva, sonriente y malévola,
y tenía los senos redondos y los ojos castaños, y el pelo sedoso a lo garzón,
y unas pecas encima de los hombros, y una piel, y sobre ella se montaba el
recuerdo de un sonido de sus labios, una mirada, un guiño, una orden, y las
piernas cruzadas de las mujeres putas del Coney Island que usaban cadenitas
de oro en los tobillos. La vista se fijaba arriba, se nublaba y aparecía en la
mente la oración que decía: “Ada, la secretaria docente de la escuela, tiene
el bollo como una manzana”. Ahora un zumbido en la cabeza, un hormigueo,
un chorro incontenible de palabras, imágenes, caricias, besos, oscuridad y
chispas que se disparan a lo alto del cielo y caen en esos puntos de colores
intensos que manchan el borde de la taza.
Las chispas se desparraman por el baño en la noche profunda y nosotros
nos vamos a dormir. Valle, el responsable del albergue, apaga la luz. Esponda
duerme en la litera de arriba y es alto, flaco, negro, y canta conmigo en el
sótano sin conocer el amor y sin haber tocado a las preciosas mulatas que
bailan en el Patricio Lumumba en la rueda de casino del Oso. Casi todas las
noches sueña con la prima, y yo siento el meneo de la litera y el crujir del
bastidor de palo. Todas las tardes me habla del Cerro y me dice que nos vamos
a fugar. La música le corre por los dedos y echa de menos las fiestas allí, las
suaves melodías de Pat Boone y la casi languidez de su prima cuando escucha
los discos y lo mira. Ella no habla y se lima las uñas, viste unos pescadores
rojos y cruza las piernas en actitud de mujer fatal. A veces fuma, y el humo
le recorre la cara, y cambia el disco por el otro lado mientras él permanece
en silencio. Cuando pone a Elvis, o a Little Richard, le desborda una melaza
oculta, se arquea y baila sola con un temblor sensual, indetenible.
Esponda y yo nos fugamos una tarde al Cerro a buscar el disco de Little
Richard y la vimos al salir del baño. Tiene la piel morena, el pelo rizado, los
ojos claros, y usa unas sandalias de meter el dedo. Nos invitó a comer y nos dio
pena, y hasta nos insistió. Comimos después en una fonda un plato de frijoles
con arroz, y caminamos juntos en esa muchedumbre, sin dinero, sin novia,
ni lentes de sol, sin Del Shannon, ni Steve Lawrence, ni Tony Randazzo, ni

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Chubby Checker, ni Paul Anka que nos traicionó pasándose al stereo, llevando
tan sólo a Little Richard escondido en un forro de la Orquesta Aragón por
las calles vacías de aquel verano espléndido de 1963 cuando Brian Hyland
tenía el número uno en todas las listas con esa mezcla de chachachá, calipso
y rock and roll, y caminaba con su pelo rubio entre esas casas de grandes
portales que comenzaban a caerse en la Calzada del Cerro.
Pero nosotros nunca lo supimos. Estábamos distantes en el sótano bai-
lando con Obdulio y Nicolás Leonard que trajo al fin el Hit Parade de la
Juventud. Esa noche escuchamos a Cliff Richard, y tomamos ron con Coca
Cola por primera vez, de una botella sin etiqueta que trajo Brache cuando
volvió de pase. Allí nos encerramos a comentar la muerte del presidente
Kennedy, el Caso Profumo, la renuncia de Harold Mc Millan, a probarnos
el primer pantalón sin pliegues, a escuchar el rumor de que había un grupo
inglés que tocaba mejor que Elvis Presley.
Ahora tomábamos y fumábamos regularmente, bajo otra luz teñida de
azul, oyendo a los Platters, a Blue Diamonds, a Johnny Mathis, asombrados
con los botines de punta estilete que le habían mandado de afuera a Roberto
Natchar. Bebíamos, a pico de botella, comíamos coffe cake que nos robába-
mos de la cocina, entraban y salían los discos de Billy Cafaro, Luis Aguilé,
Los Camisas Negras, Tommy Sand, Chuck Robert, Richie Nelson, y se
hablaba de las fiestas de perchero, de las descargas, del mozambique, de los
bailes en el Salón Mambí, de las putas de medianoche en el Coney Island,
de los chernas y los buganviles en el Paseo del Prado, de la carrera espacial,
del rompehielos Lenin, de los tocadiscos checos como el que un día trajo
Roberto Jiménez junto a un disco de Everly Brothers.
Nicolás me obliga a bailar casino para que deje la patobobería y me
decida a fajarle a Gloria, la rubia de ojos verdes del grupo 26. Yo me había
enamorado en un soplo y me sentía ridículo ante ella. Todos los días apostaba
un coffe cake con Nicolás Leonard a que iba a fajarle mañana. Y mañana me
quedaba lelo, sin palabras, junto a la cancha de basquet donde los grandes
jugaban al duro y las muchachas se estremecían al verlos, y Gloria saltaba
con las manos al pecho cuando Alberto Verde hacía canasta. A Gloria la veía
muy poco, por el miedo, y me encerraba en la biblioteca o en el taller de artes
visuales. A ella le gustaba Vicentico Valdés y se quedaba arrobada al escu-
charlo por el altavoz. Luego se paraba en un rincón del patio con sus medias
blancas hasta las rodillas y su blusa gris donde a veces palpitaban sus senos,
y con sus manos finas y blancas de uñas recortadas se arreglaba el pelo y se
zafaba la hebilla. En los recesos, bajo los árboles, caminaba con su amiga
Mercedes, que era fea y tenía un lunar de sangre en el mentón, y se detenía
junto al carrito de granizado. Yo me quedaba detrás, mirándola fijo.
Una tarde se dio vuelta bruscamente y me sorprendió con sus ojos verdes

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de largas y oscuras pestañas. Dime, tú eres bobo o qué. Lo dijo así, con esa
lucidez y esa frialdad de las habaneras, y su amiga Mercedes se echó a reír,
tapándose la boca. Ya no recuerdo qué hice. Al anochecer, me persiguió por
fuera del muro de ladrillos que rodeaba a Bisbé y me pidió perdón. No. En
realidad no me pidió perdón, más bien se recogió ante mí con una cierta
pena que la hizo más bella, y se ruborizó. Sólo fue mía en ese instante, me
dio la espalda y salió corriendo por 5ta. B. Fue la primera novia que pude
tener y no tuve. La primera de tantas cosas idas, rotas. Caía una fina llovizna
sobre los almendros del patio y me detuve allí hasta que oscureció. Luego
fui al baño y me miré al espejo, y me vi joven como no he vuelto a verme.
Esa noche no bajé al sótano a pesar de que Roberto Jiménez fue a buscarme
porque habían traído un nuevo disco de Vic Damone.
Pero ha ocurrido algo en esos días, en esa bruma ancha y tenue de la
calle 60 en Miramar. Ha ocurrido un silencio en el sótano bajo la luz teñida
de azul del bombillo de cincuenta bujías que trajo Obdulio junto a un disco
de Peggy Lee. En las noches, y en algunas mañanas, sólo se habla de un
Cuarteto Inglés, y el sótano es un hervidero de gentes de los otros albergues
que traen noticias de los dioses ocultos. Dicen que tocan distinto, y gritan
en todas las canciones, y tiembla la tierra con Please, Mr. Postman. Nicolás
ya los oyó en una descarga la semana pasada y baja la cabeza y levanta los
brazos. Hay un humo alrededor de él, y hasta un halo de luz, y de pronto,
Nicolás se ha convertido en un nuncio, un elegido. ¿Son como Elvis? No.
¿Son como Little Richard? No. ¿Son como Jerry Lee Lewis? No sé, asere,
no se puede explicar. Bajan de los aviones rodando por las escalerillas, saltan
sobre unas ruinas, y tocan Twist and Shout, y se visten con trajes oscuros
sin solapas, y usan botines con tremendos tacones, y son altos, risueños,
melenudos, dan vueltas de carnero, chillan y sueltan la batería a todo lo que
da. Y Jorge Garciarena dice que sí, que Nicolás tiene razón, y ahora todos
lo miramos a él y Nicolás se queda en la penumbra sin el halo de luz que
lo rodeaba antes, Jorge nos dice que ya tienen dos long playings y están
acabando en Inglaterra y arrasan con todo y ya son millonarios, y nosotros
como sordos allí, en un silencio que se hace más profundo mientras se oye
a Peggy Lee como lejana.
Esa distancia no la juzgábamos entonces, pero se hacía cada vez mayor,
sobre todo cuando Peggy Lee cantaba Fever. La canción se quedaba detrás
con una insinuación que no nos conmovía, a la espera de algo extraordinario
que no conocíamos y que estaba destinado a llegar. Quedaba un rescoldo de
su ritmo antiguo, algo de blues que no era nuestro, frente a una ansiedad por
lo que ya existía y nos pertenecía enteramente porque aquellas noticias del
Cuarteto Inglés se agrandaban y llegaban a nosotros y nos hacían crecer tan
rápido como la luz que asoma detrás de los techos, cuando el amanecer enfría

49
el aire y el cielo se ve pálido sobre los verdes almendros del patio.
Una mañana, oh, Lucille, Roberto Jiménez salió del sótano y me llamó
en la sala. Corre, ven, para que oigas a los Beatles. Roberto está vestido con
un pantalón verde olivo de grandes bolsillos, una camisa gris y un par de
mocasines de suela fina como esos que usa Mocosisi. Lo veo venir, lo escu-
cho, extiende un brazo para avisarme, y da media vuelta al estilo habanero,
que es un salto en el mismo sitio y un giro en que parece que el cuerpo va
hacia atrás, pero va hacia delante. Corre, ven. Y bajo por el des-canso de
la escalera, recorro el pasillo y entro al sótano, y escucho el impacto de unas
voces acopladas y únicas, y extrañas, y las guitarras adentro de esas voces,
y la batería junto a esas voces y esas guitarras, y un sonido de monedas que
caen del bolsillo de Dios, y una tristeza. Veo a Rojas con la carátula de un
disco en la mano, y allí mismo, un montón de fotos pequeñitas con las caras
risueñas y múltiples, y escucho algo que no puedo captar, un estruendo sin
melodía que lo estremece todo. Se cae el sótano con todos los discos de rock
and roll, y las negras bellísimas retroceden, y Little Richard se levanta del
piano y todos están muertos. Muerto Elvis, muerto Paul Anka, muertas la
voz de Peggy Lee, la ansiedad de Gene Vincent, la locura de Jerry Lee Lewis
y las ciudades muertas de Alabama y Missouri. Muerta la música y vuelta a
renacer con el sonido que va a todas partes y entra y sale de los oídos en una
órbita nueva, y yo miro las fotos, la cara de Rojas, de Roberto, aquel disco
pequeño que gira sin cesar bajo la aguja del tocadiscos checo.
Todavía no sé qué ocurrió. El disco entró y salió del sótano aquella
mañana y se quedó la noche y Little Richard. Los Beatles no volvieron a
pasar por allí y se creó un vacío inmenso ante Los 15 de Paul Anka y el Elvis
regresa. Nadie volvió a escuchar a Los Camisas Negras ni a Manolo Muñoz,
desterrados de pronto por sus voces antiguas. Ni Roberto ni yo volvimos a
fugarnos a los bares de Séptima a escuchar a Luis Bravo y a Luis Aguilé. La
nostalgia empezó de otra manera, es decir, al revés, antes de que empezara
la alegría, y los que no pudieron escuchar a los Beatles renunciaron a todo.
Ahora sólo soportábamos Lucille en esa oscuridad azul del sótano, y poníamos
a los otros para recordarlos. Obdulio se agachaba frente a los discos viejos
y los volteaba una y otra vez. Daba lástima escuchar esa música, bailar ca-
sino, comer coffe cake y sentir la nostalgia que crece entre nosotros al final
de la noche cuando la luz se filtra por la ventana izquierda y Brache zafa el
bombillo azulado, y nos quedamos solos, más solos que nunca.
En ese fin de año, un poco antes de las Navidades, o de aquel simulacro
de Navidades donde no hubo ni cena ni turrón, nombraron a Carrasco admi-
nistrador de la escuela y nos quitaron también el desayuno.
Y llovió, llovió mucho durante aquel invierno, y nos dieron abrigos
enguatados de color verde olivo y unas botas pesadas de casquillo redondo

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que resonaban encima de los charcos. Demetrio Pila se hizo novio de Gloria
y prometió una noche que iba a traer a los Beatles. Estaba medio en nota y
juró que tenía en su casa el último long playing. Yo me enfermé de gripe y
me internaron en la clínica de 20 y Primera, y Armando Almaguer y Aldana,
el Amigo del Amor y la Amistad, me dijo allí que ya los Beatles se habían
desintegrado, muchacho, y que ahora sonaban los Kings. Cuando regresé,
con las ojeras y la palidez de la fiebre, ya sólo se escuchaba con placer el
Little Richard´s Greatest Hits que era de la prima de Esponda.
Pero aún continuaba la noche y el desplome del sótano y las ruinas de
Billy Cafaro, Richie Nelson, Pat Boone, los cigarros furtivos y las órdenes
precisas de Richard de que apagáramos de una vez esa luz. Valle lo sabía.
Pero no actuaba, o lo hacía de un modo invisible, mientras caminaba como
dando tumbos antes de llamar a formación. Valle miraba rápido y apenas
sonreía. Tenía la piel de un negro azulado y los ojos saltones, con un brillo
inteligente en la mirada. No imitaba a los negros, ni usaba pañuelos en el
cuello, ni mocasines, ni zapatos de hebilla y tacón hollywood. No mostraba
tampoco ningún atisbo de frivolidad. Ya era un cuadro, con don de mando y
todo. Le gustaba la Física y el ajedrez y prefería el silencio de la noche. En
el fondo era buena persona, de Las Villas. Pero era de la Juventud.
En esos días, a pesar del desplome, que era más bien íntimo y sentimental,
y aún invisible para los extraños, el sótano se entendía con otros por medio
de señales de humo y ya éramos como las hormigas topándonos cabeza con
cabeza y comunicándonos un nuevo disco. Ese ritual imprevisto afectaba los
intereses de la dirigencia de convertirnos a todos en estudiantes modelos,
asépticos y uniformados. El rock se transformaba en enemigo y creaba un
ambiente disoluto, un humus mental que nos volvía rebeldes, inconformes.
Solamente en el sótano nos sentíamos a gusto, lejos de los matutinos y las
marchas diarias para entrar y salir de la escuela. En el sótano se nos olvidaba
que salíamos de pase una vez al mes, que teníamos que vivir encerrados,
que había una frontera en la Séptima Avenida que no podíamos sobrepasar.
Por eso limpiábamos mal, a disgusto, y tendíamos las literas a disgusto, y
comíamos también a disgusto aquella especie de papilla rusa que comenzaron
a dar en el almuerzo. Algo nos oprimía desde afuera cuando Valle inspeccio-
naba la limpieza, el agua de creolina y los turnos en el fregadero. Valle nos
miraba actuar y masticaba lentamente y a veces le reía un chiste a Brache
o a Guillermo el cómico. Tamborileaba con sus dedos oscuros, revisaba las
bandejas de aluminio y la altura del pelado alemán. Todo lo miraba y todo
lo tocaba y hasta elogió una vez el pantalón estrecho con el que regresó de
pase Roberto Natchar.
Una tarde, a pesar del elogio, nos llamó a Brache y a mí a su litera del
segundo cuarto. Nos miró desde arriba con ese brillo inteligente en sus ojos.

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No vayan más al sótano, nos dijo, con el tono de una advertencia definitiva.
Brache y yo nos miramos con temor y luego lo miramos a él. No vayan
más, repitió. Ustedes tienen el mejor promedio del grupo y no quiero que
se vean envueltos en un Consejo Disciplinario. Brache empezó a sudar muy
tenuemente, y yo sentí un escozor en la espalda, en las rodillas, una rápida
sensación de miedo. Un extraño silencio nos selló los labios mientras Bra-
che se acomodaba arriba y acercaba su cara a nosotros. Ya saben por qué se
lo digo y ahora no se hagan los inocentes. Allí fuman y toman ron y bailan
hasta las diez de la noche. Y eso está prohibido. Y no es que un día escuchen
esa música, es que ya lo sabe todo el mundo y vienen de otros albergues a
reunirse aquí. Estamos informados de lo que hacen y eso está en contra del
reglamento, de nuestros principios. No me gusta amonestar a nadie, pero
están advertidos. Si ustedes dicen algo a los demás, y el sótano no vuelve
a reunirse, sabré que están de parte de ellos, y si deciden no ir, de parte de
nosotros. En ese instante la cara de Valle tomó un color cenizo y sus ojos
oscuros y saltones brillaron intensamente. Levantó una mano con displicencia
y ni siquiera hizo un amago de sonrisa. Ni Brache ni yo hablamos entonces.
Valle nos comprometía en su decisión y nos castigaba de la peor manera,
poniéndonos un secreto en las manos que no podíamos revelar.
Esa noche salí al patio y vi la luna llena sobre el cielo de Miramar. Un frío
interior me nublaba por dentro y me hacía temblar. Yo no podía regresar a casa
expulsado de la beca, pero tampoco podía callarme. Estaban los otros, mis ami-
gos, mis verdaderos amigos. Estaba esa unidad invisible que había nacido sin
ningún interés, como nace la amistad en la música. Estaban Nicolás, Obdulio,
Esponda, Roberto Jiménez. Y estábamos solos, Brache y yo. Sudé frío en la
noche bajo la frazada e imaginé mi expulsión, y no pude concentrarme al día
siguiente para la prueba de control de Química. Las fórmulas me bailaban en
la cabeza mientras observaba por la ventana del aula el patio vacío, y el muro
de ladrillos, y los carros que pasaban veloces por la Quinta Avenida.
Aprobé, sin embargo. Durante dos días no bajé al sótano y los demás
notaron mi ausencia. Brache bajó al tercer día con el rostro sombrío y un
asomo de barba en la cara. Yo lo seguí, en silencio, y tocamos de nuevo en
la puerta. Estuvimos un rato, sin fumar, y sin hablar con nadie. La música
me atravesaba sordamente pero no la sentía. Me atormentaban el ruido y el
silencio y el rasponazo del disco entre canción y canción. No podía hablar,
no podía gritar con Little Richard en la vaga traición que me ponía de un
lado, y en la vaga distancia que me ponía de otro.
Una noche, otra noche.
Un solo de violín en un instrumental de Percy Faith y el humo azulado
que asciende y envuelve las cabezas y los rostros en un tiempo nocturno,
indefinido.

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Ni Brache ni yo nos dimos cuenta pero la noche se vino abajo. Estábamos
casi todos, fumando. Esa vez trajeron una placa de los Beach Boys que sonaba
bastante difusa y un montón de cigarros mentolados con el nuevo sistema
de meterlos adentro de un pomo y dejarlos así, a la intemperie. Tocaron a la
puerta, pero no fue con dos toques primero, un silencio, y dos toques después.
No. Fue un toque imperativo, violento, con una voz de mando que resonó en
el pasillo y un corrientazo que sacudió el sótano y los cigarros desaparecieron
por la persiana abierta y Esponda empezó a ahuyentar el humo y se olvidó de
apagar el tocadiscos. Brache alzó los brazos. Richard abrió la puerta con la
serenidad de los habaneros ante el peligro, y entró Carrasco, el administrador,
con su abrigo enguatado verde olivo encima de un pulóver blanco que tenía
en un círculo rojo a un becado con kepis, inclinado sobre un libro, un becado
como se suponía que fuéramos nosotros, y dio un par de zancadas con sus
botas de casquillo redondo hasta el tocadiscos, levantó el disco de Little Ri-
chard y lo estrelló contra la pared. Aquí está prohibida la música americana,
gritó, con un ligero temblor en los labios, mientras los pedazos del disco
caían para siempre en cámara lenta y las negras de sortijas baratas hacían
silencio. Valle entró detrás, mohíno, con sus ojos oscuros y saltones. Aquí
está prohibido beber, y agarró de un tirón la botella sin etiqueta que tenía un
fondito y la lanzó contra el piso de cemento. Los cristales se dispersaron ante
los pies de Roberto Jiménez con una implosión extraña, como si la botella
no se hubiera roto de esa manera y un aire de adentro separara los cristales
uno a uno para que no se volvieran a juntar. ¿No lo saben? Está prohibido
fumar, y le arrebató el pomo a Obdulio y se le vieron sus ojos claros y su pelo
canoso pelado al cepillo. El pomo se hizo añicos cuando cayó de sus manos
nervudas de hombre viejo y el olor a mentol subió y subió. Están prohibidos
los mocasines y el pantalón estrecho y se fue encima de Nicolás Leonard,
que como había imitado a los negros, conservaba una calma tensísima y
hasta desafiante. Vamos a desintegrar el albergue, e hizo así con el índice de
derecha a izquierda entre el resto de humo que quedaba en la última noche
del sótano. Todos van al Consejo Disciplinario, dijo, resoplando por la nariz,
azulado por el bombillo y dirigiéndose a Valle. Todos.
Durante una semana vivimos en un sueño, o en el acto mecánico de
levantarnos, asistir a la escuela, regresar y dormir. Sentíamos la levedad en
los cuerpos, el miedo de que fuera mañana, o pasado mañana, un sentimiento
de culpa y extrañeza, la sequedad en los labios cuando Valle nos llamaba
a formación. Yo sentía una íntima quietud al marchar hacia el portón de la
escuela, al liberarme de una culpa personal que se atenuaba en mí por la
desdicha del destino común. Ya la música salía de nosotros, y nos rodeaba
una aureola, una vibración de luz que alcanzábamos sin querer porque el
rumor de una fiesta hecha con ron, discos de rock y cigarros mentolados nos

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perseguía a todas partes.
Al final no se hizo el Consejo, pero el albergue fue desintegrado. El só-
tano fue convertido en almacén por unos obreros de la Subzona, y Roberto
Natchar fue a parar al grupo 24, y Brache se fue de la beca, y Nicolás cayó
con Obdulio, y Roberto Jiménez con Jorge Garciarena, y yo con Esponda
en el Infierno Verde, el albergue del grupo 26 que estaba en la esquina de
44. Allí escuchamos a los Beatles por segunda vez en una placa que trajo
Nelson Vila envuelta en un papel de estaño. La sensación no fue la misma.
Recuerdo que no bailamos, nos situamos alrededor del tocadiscos y escu-
chamos en silencio. Esponda lloró esa noche sobre la litera porque no tenía
cómo pagarle a su prima el disco roto.
Después fuimos a recoger café y nos dispersamos por las montañas de
Baracoa. Al regreso, nos vimos algunas veces en el receso del patio, o de
formación a formación, en las tardes, y volvimos a dispersarnos al terminar
los estudios de Secundaria, y Nicolás se fue a Tarará, y antes de irse me re-
galó una novelita de vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía que se llamaba
El jinete del diablo, con una dedicatoria: “A mi amigo el Francis, a pesar
de todo, de su amigo en la beca Nicolás Leonard Cribeiro”. Me sonreí y me
temblaron las manos. Nicolás tenía la mochila en la espalda, y algo en la
voz le había cambiado. Nícolo, me atreví a preguntarle, ¿por qué a pesar de
todo? Sí, a pesar de todo, porque tú lo sabías, tú y Brache lo sabían y no nos
dijeron nada.
Hay un violeta oscurecido al fondo y una luz que se pierde en un punto
de la calle 60 en Miramar. Obdulio se difumina en ese tono, y Roberto, y
Esponda, y el muro de ladrillos de Manuel Bisbé, y yo conocí a Julio César
Imperatori una mañana en el Instituto Preuniversitario Héroes de Yaguajay
y le vi la cara de hijo de dirigente que viaja al extranjero y enseguida le
pregunté a bocadejarro si tenía discos de los Beatles. Inclinó la cabeza con
suficiencia, como hacen los habaneros, y me dijo que sí. Fue el comienzo
de una larga amistad.
Ahora está nevando sobre Estocolmo y yo sigo siendo pobre, pero ya
no me importa. También soy un dirigente-que-viaja-al-extranjero —por un
tiempo, claro—, y mi sobrino Ricardo Arturo me pide discos de BoyzIIMen,
AC/DC, Nirvana, y todo lo que encuentre de rock alternativo. Voy a una
tienda de segunda mano en Riddarholm, o Islote de los Caballeros, en un
enorme descampado donde venden comida y ropa usada. Los copos caen
sobre los techos rojos y se dispersan movidos por el viento. La tienda está
metida en un sótano, atiborrada de lámparas y trastos y muebles desechados,
pasados de moda. Un chileno gordo y risueño con cola de caballo me invita
a ver los discos antiguos que vende por treinta coronas cada uno en unas
cajas clasificadas de cartón. Tiene decenas de discos de acetato de tantos

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cantantes que desconozco y que nunca voy a escuchar, y saco uno y otro y
otro, y encuentro el Originals Hits del viejo Paul, y su ayudante, o algo así,
quizás para que compre el disco, me mira sonriente y me pregunta. ¿Cuál es
la mejor canción de Paul Anka? My way, le respondo, pero no es suya, sino
de Claude Francois; él sólo hizo la versión al inglés y se la dio a Sinatra.
Después la grabó en vivo y suena maravillosamente. El hombre me mira con
cierta sorpresa. Por cierto, añado, Sinatra está grave, se está muriendo. Ah,
me dice, qué pena, no lo sabía. Más tarde encuentro el Paul Anka´s Greatest
Hits —el disco con que nos traicionó pasándole sus viejos éxitos a la RCA
VICTOR—, y el The Times on your Life, que nunca había escuchado, y tengo
que decidir entre uno y otro, y puede más el recuerdo. Escojo el disco de la
traición, a pesar de todo, el disco que grabó en la cumbre con la Orquesta
de Joe Sherman y en el que destruyó para el futuro la belleza original de sus
primeras canciones. Después veo el Anka at The Copa, que trae “My home
town”, y la mano me tiembla, pero no puedo gastar tanto dinero, y el Twist and
Twist de Chubby Checker, y el Todos los éxitos de Neil Sedaka, y detrás de ese
álbum encuentro el disco de Esponda, el mismo disco que llevó al albergue,
el Little Richard´s Greatest Hits que milagrosamente estaba intacto.
Pongo el disco en el plato con mucho cuidado, le doy al automático y le
sale de pronto una voz áspera y antigua que se va por la aguja hacia arriba.
Detrás viene la música con un saxo tenor, y esa nostalgia, que es algo que
nadie me puede arrebatar, y viene a mí Little Richard con su flus blanco
de seda revelándome que alguna vez tuve trece años, catorce años, quince
años, una nostalgia antes de la nostalgia, y un destino, que pudo ser otro, y
unos amigos que creyeron en mí, y esa música de rock and roll, el sonido
original de Lucille que me lleva muy lejos como al humo en el sótano, y unas
palabras que para salvar esta memoria entre todas las memorias posibles, y por
eso amanece, amanece en el disco por primera vez, cuando puedo entender
que Little Richard perdona a Paul Anka y me perdona a mí mientras sigue
tocando para esa inmensidad.

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“Rapsodia bohemia”, Sergio Cevedo Sosa (1956): Ingeniero químico, hombre culto,
simpático, afable, de innato talento musical (capaz, por ejemplo, de tocar pasable-
mente varios instrumentos sin nunca haber estudiado ninguno, y de hacer versiones
de Clarence Clearwater que no asquearían a un músico profesional). Sergito empezó
escribiendo... ciencia ficción (¡!), en el Taller Literario “Oscar Hur- tado”, bajo la
égida de Daína Chaviano. Pero ya en el 87 ganó el Premio David con su libro de
cuentos La noche de un día difícil (otro título de clarísima inspiración beatlera).
Vencedor en el 89 (compartido entre varios) del Premio El Caimán Barbudo con
su noveleta La costa (donde aparece “Rapsodia bohemia”), el “Padre Sergio” se
convirtió casi en figura tutelar para los jóvenes e iconoclastas (valga la redundan-
cia... y ojalá valiera siempre) narradores de El Establo. Si bien luego su producción
narrativa ha sido esporádica y escasa, nunca ha dejado de ser sólida y sobre todo
original. Por ejemplo, baste citar el divertidísimo relato Anglóstica, ganador del
concurso Fernando Gónzalez en 1996, un magistral pastiche ¿anglófilo o anglófo-
bo? de las lecturas del Ivanhoe de Walter Scott y el Robin Hood de Roger Lancelyn
Green, que sin embargo, no deja de hincar en la problemática clasista cubana (y
cuyos protagonistas caen presos en un concierto del bardo Charlie Varela, que no
será rock puro, pero casi, que conste). Glosa a los inmortales Queen, verdadera
declaración generacional de derechos; “Rapsodia bohemia” es uno de esos cuentos
que a uno le dan ganas de haber vivido: como el filme Hair, de Milos Forman, una
de esas extremas, ultraidealistas utopías adolescentes que, si nunca te pasó siquiera
por la cabeza cometer a los 18, ¿estás seguro de que estuviste vivo, brother?

Rapsodia bohemia
Sergio Cevedo Sosa

Galileo, Galileo, Galileo, Galileo


Galileo, fígaro —magnífico-
but I´m just a poor boy —nobody loves me
-from a poor family
Bohemian Rapsody, QUEEN

Poco después llegaron Dioni, Puig y El Yuma. El Yuma con sus sandalias
cochambrosas. Parecía un grillo caminando sobre los arrecifes.
El día transcurrió de lo más bueno. Al principio no tanto. Yo sin deseos
de hacer nada. Dioni sacó dinero y nos compramos malta. Entonces pude
darme cuenta de qué hambre. Dioni es un tipo espléndido: nos las pagó a los
cuatro. Para comprar la malta tuvimos que movernos porque lo que es en esta
playa del Tritón no venden nada. A veces, por agosto, cuando la gente está de
vacaciones y en la costa no cabe nadie más, plantan dos o tres quioscos y dale.
Una malta, en verdad, no es casi nada; pero no había más dinero. Qué le íbamos
a hacer, señaló el Yuma, vámonos. Puig se quedó un poco atrás sorteando los

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bolsillos; una peseta. ¡La vida misma, nos salvamos!, aunque a decir verdad,
una malta entre cuatro... Vimos que Puig se empinó el vaso, y en menos tiempo
del que tardamos en creerlo se la había echado entera. Miré al Yuma y a Dioni:
tremendas caras. A mí no me hace gracia la gente casasola, tan individualista,
pero no dije nada porque en definitiva el Yuma y Dioni lo conocían de antes y
debían ser ellos quienes abrieran fuego. No le dijeron nada. Por mí el tal Puig
tenía una cruz. Cuando volvíamos, tropezamos con Belkis y Sandralee, Gatillo
y otro a quien yo no conocía. Bueno, acababa de llegar. Sandralee se quejaba
porque yo no traía la guitarra y así la cosa no valía. Me besó a flor de labios
y después besó al Yuma, corrido, hacia el mentón, porque en ese momento el
Yuma se desentendía mirando para el cielo. ¡Dios!, recordó entonces Dioni,
vámonos al Castillo antes de que a otra gente se le antoje.
Vamos.
Ese es nuestro lugar en esta playa. También en 110 o en 34 o en la playita
16 solemos agruparnos en sitios fijos. Aquí son esas rocas levantadas en forma
de columnas: las torres del castillo. Hacia el centro se asientan otras rocas
cada vez más pequeñas entre o sobre las cuales nos acotejamos.
Lo primero es quitarnos todo el trapo. Nos quedamos en trusa. No es
nada aconsejable dejar los pies descalzos, esto es puro arrecife, dienteperro,
y anda sato el erizo desde el mismo momento de penetrar al agua. Me baño
con los tenis. El Yuma no es un grillo sino un tipo genial con sus sandalias.
Los pies que Puig extrae de adentro de sus botas son callosos y recios; a él
qué va a importarle si pisa vidrio o un pedazo de lata o el afilado dienteperro.
Sandralee le hace burla de sus pies que parecen tractores y yo no sé por qué
se los envidio y ahora deseo tenerlos yo también. Alguien prende un ciga-
rro. Fuma un poco y lo pasa. Casi siempre es el Dioni. Esta vez por variar,
correspondió al desconocido (desconocido para mí) inaugurar el fumadero.
Se llamaba Juan Luis y los demás lo conocían. A juzgar por su aspecto no
coge mucha playa.
Entramos en el agua. No es prolongado el chapuzón aunque el agua está
fría, como se necesita. Cuando volvemos, empieza Belkis con el lío de su
asqueroso dorador. El dorador mejor del mundo. Mejor que el de las tiendas,
los de afuera, mejor, mucho mejor. Desde que la conozco le vengo oyendo el
cuento: me la tiene pelada. Amiel, un salvavidas de allá de Varadero le había
enseñado a prepararlo. Oigan la fórmula. A dos dedos de aceite mineral se
le agregan dos más de aceite de coco y unas goticas de petróleo (puede ser
gasolina de aviación). Luego se añade la mitad de un frasquito de yodo y se
agita y se agita: esa es la base. En otro pomo tenemos agua oxigenada con
esquirlitas de jabón (el de baño es mejor, puede sustituirse por champú): ese
es el catalizador. Luego se mezcla de ambos pomos sobre la palma de la mano
en el momento de emplearse y ya. Si alguien quiere probarlo...

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Ella es la única que lo usa a pesar de sus muelas de loca propaganda y
ni siquiera Puig se presta. “Belkis par de pomitos”, nos burlamos y sonríe.
Tengo entendido que al principio montaba unos berrinches del carajo. Des-
pués nos colocamos sobre lugares más o menos pasablemente planos, para
broncearnos con el sol. De frente o bocabajo, cambiándonos de posición de
cuando en cuando. Yo me acomodo junto a Sandralee, aunque hoy no me
ha hecho mucho caso. ¡Qué diferente de aquella vez en la Playita Dieciséis
cuando me decidí a llevar a Erika la primera vez! Ahora la extraño. A Erika.
No es que sienta deseos de tocar, no. Gatillo inicia la conversación. Anoche
vi en El Atelier a Ariel y al Pluma, ¿se recuerdan? ¡Qué par de tipos esos!
Ahora se mueven en una onda extraña... No, no me explicaron bien. Dicen
que andar friqueando es comer mierda. Tenían dinero y estaban con un par
de niñas... Se conversa de todo, de todo lo que pueda imaginarse, de lo
que nadie se imagina, o por lo menos yo no había imaginado. A veces me
entra miedo de escucharlos y no sé si están locos, si de verdad piensan así
o hablan sólo para impresionar. Parece que los más camados son Gatillo y
Barbosa, uno que no ha venido hoy, del cual los otros hablan siempre con
respeto, pero no sé, no sé, no acabo de pasarlo. Desde que lo conozco ha
sido igual. Ahora hablamos de rock. Ahí es donde Puig y el Yuma se ripean,
llegan a acalorarse con opiniones encontradas y no se acaban de poner de
acuerdo. Hay que mandarlos a callar. Sandralee se ha virado y me ha dado
la espalda. Puig se echa sobre Belkis que se broncea bocabajo y comienza
a frotar, trusa con trusa, a calentarse sobre las ancas de ella. Se la meto,
la saco, la meto, se la saco. Sandralee tuerce el cuello y Puig mira pacá, mira
qué grande se me ha puesto. Yo enseguida aprovecho para pegarme a San-
dralee que está diciendo alarde, lo tuyo es sólo alarde, y que por dárselas
recula, ni que tú fueras tan caliente. ¿Tú tienes dudas?, salta Puig, ¿dudas
yo?, oye, qué va, perro que ladra...
Y nos sorprende el Dioni parado ¿qué volá?, en lo alto de una piedra
y fueteando una camisa. ¿Ustedes en el candeleo y nosotros las pajas?, el
Yuma y el Gatillo también con fuetes de camisa, ¡o acaban la candela o los
enfriamos a fuetazos! Chaquea de Puig la espalda, ¡coño duele!, otro fueta-
zo, ¡ay! Dioni, el Yuma, el Gatillo levántense, ¡despeguen!, fuetazo en mis
costillas, ¡ay!, los calentones para el agua, fuetazos ¡ay!, a ver si se les baja
la temperatura.
Tremenda jodedera la que armamos cuando volvimos para el agua. Me
banqueteé con Sandralee. Belkis cogió lo suyo. El Dioni y el muchacho que
se llama Juan Luis rompieron a nadar para allá afuera. Quedamos cuatro para
dos. Puig estrujaba a Belkis y yo con Sandralee. El Gatillo busca a ver, un
chance, un chance socios, coño, un chancesito. ¡Échate para allá! El Yuma no
participaba, sólo miraba, nos miraba de una manera un poco extraña como con

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un recelo. Sandralee se escapó, se me fue de las manos por culpa del Gatillo
con su cochina pegadera y se aproximó al Yuma. Él se quedó ahí tieso. Justo
cuando ella lo alcanzaba, se sumergió y vino a salir bastante lejos. Luego
empezó a nadar siguiendo al Dioni y a Juan Luis. Sandralee regresó, me daba
lástima, y continuó avanzando hasta la orilla eludiendo mi abrazo. Soltó unas
palabrotas al Gatillo cuando este la bloqueó a ver si la agarraba. Salió del
agua y se sentó sobre una piedra. No creo fuera llanto. ¿Y a esta qué le dio?,
gruñó el Gatillo, ¿qué le dio?, ¿se las va a dar de santa ahora? Me zambullí
y eché a nadar hacia Dioni y los otros, que entonces regresaban.
Después que pasó un rato dimos un recorrido por la playa. Vi a algunos
de la escuela. Yo no los saludé y ellos tampoco saludaron. Para no estar de
vacaciones, bastante gente viene aquí: veamos si conozco a alguien.
Belkis y Sandralee son quienes más conocen. Puig pone mala cara cada vez
que saludan o conversan. Machos, siempre varones, las señala, que cohetones
son las dos. Dioni y el Yuma van delante, también saludan mucho. Claro, vi-
ven aquí en el propio Miramar. Yo no vivo tan lejos, puedo venir a pie. Y los
demás proceden de otros barrios más o menos lejanos. Sin embargo, conocen,
por lo menos a cuatro o cinco tipos. Yo no conozco a nadie. Hasta ahora sólo
he visto a una vecina, viejuca ella, y me hice el desentendido.
Belkis, Puig y el Gatillo se marcharon en cuanto comenzó a ponerse el
sol. El Yuma y Sandralee habían cogido por su lado tan misteriosamente que
ni siquiera lo notamos. Quedamos sólo Dioni, el tal Juan Luis y yo.
Juan Luis contaba de su beca de donde lo expulsaron porque le habían
robado una camisa y él no se iba a quedar así. Cuando intentaba hacer lo
mismo, lo cogieron. Luego a la Dirección y adiós, ya está. Lo lindo es que en
su escuela robaba todo el mundo pero se pone tan dichoso que es a él a quien
parten; a él que hasta el momento no había robado un chícharo. Así sucede.
No existe la justicia sino la buena o mala suerte. Porque Juan Luis no es un
ladrón o por lo menos yo no lo considero como tal. Uno es o no las cosas en
relación a los demás y si ocurría así, como él nos cuenta, ¿cómo querían que
actuase? Y botarlo de allí fue una maraña y una injusticia y una mariconá, y
una manera hija de puta de lavarse las manos y así ignorar todo el problema
que no es el de un alumno robando una camisa, y continuar aparentando que
no sucede nada: aquí todo tranquilo, quieto, requieto y ya.
Más o menos igual fue mi problema pero para qué hablar ahora de eso.
Mejor hago como ellos, que han callado, Juan Luis, Dioni, cada uno dedicado
a su silencio. No pensar, no pensar; así me digo siempre pero no logro nunca
olvidar lo que quiero. No lo puedo evitar. Como si prohibírselo uno mismo
fuera razón de más para que acudan a la mente las cosas con más fuerza.
Debíamos tener en la cabeza algún botón como el de un radio para encenderse
o apagarse a voluntad. Me pasaría el día desconectado. O tal vez no. Quién

59
sabe. Hay muchas cosas importantes, o por las cuales en definitiva vale la
pena no escapar, aunque en este momento no se me ocurra alguna como
ejemplo, pues no hablo ya de música, de socios ni de amigos ni de mujeres
ni esas cosas, sino de algo que ahora no encuentro cómo definir porque algo
falta o ha faltado o está y sencillamente no ha venido.
Toda esa mierda iba pensando cuando Dioni tosió. Fue como si nos
despertáramos.
Qué raro que no vino Yanheris —le dije a Dioni entonces sin el menor
motivo. Fue que se me ocurrió.
No sé. No sé por qué. No tengo idea.
Lo dijo de algún modo que supe que había estado todo el tiempo pendiente
de su ausencia. Luego quiso aclararnos y agregó:
Ella es normal.
¿Normal?
Juan Luis también se interesó.
Quiero decir... estudia.
Me dio por sonreír.
Nosotros somos anormales, ¿no?
Más o menos.
Juan Luis imitó a un mongo.
Vivan los anormales —dijo.

60
“Secuencia”, Verónica Pérez Kónina (1964): Agua tibia, o sea, medio cubana
medio rusa, la prosa de Verónica tiene esa curiosa cualidad sintáctica híbrida y
congelada de las que están a medio camino entre Arbat y La Rampa (como Anna
Lydia Vega Serova, por ejemplo). Los de El Establo le debemos no sólo haber
oído mucho buen rock en la lengua de Pushkin (Café negro, Nautilus Pompilius,
Máquina del Tiempo, entre otros), sino también nuestro primer contacto con
esa especie de Silvio eslavo y ronquísimo que fue Vladimir Visotsky. Ganadora
en 1988 con su libro de cuentos Adolesciendo, Vera inició la racha de Premios
David de El Establo. Cuando la caída del muro y del socialismo, decidió que era
un poco más rusa que cubana... y desde entonces es muy poco lo que sabemos de
ella. Por no decir nada. “Secuencia”, como casi todas las historias de su único libro
publicado en Cuba, tiene como protagonista a Liz, heterónimo, casi alter ego de
la autora. Narra, desde una perspectiva típicamente femenina, casi contemplativa,
la evolución hacia y desde el rock de una muchacha más o menos románticamente
fascinada por uno de sus melenudos gurús callejeros más que por el aspecto musical
del fenómeno...

Secuencia
Verónica Pérez Kónina

a) Conocer al Ruso. La casa de Silvia, Led Zeppelin y su mirada, directo a los


ojos. Decir cosas, en silencio, como a solas. Es él, el Ruso, y Lis. Hablarse
y acompañarla hasta la cuadra y ella, recordar que Silvia llamó varias veces
al Ruso cuando se iban.

Silvia llegó a la escuela cuando tenía nueve años. Estábamos en cuarto grado,
creo. Me contó que su padre estaba en el Combinado, era muy malo, le pegó
a la madre hasta producirle un aborto y ella ingresó por mucho tiempo en el
hospital. Silvia vivía con unos parientes.
Era delgadita, pómulos de monja. Se parecía a la Madonna de Rafael.
Una tarde, sentadas en el parque del Metro, me contó que había ido a ver a
una vidente. Una hechicera, me aseguró en su lenguaje estrafalario (siempre
supuse que Silvia y la madre provenían de algún lugar desconocido). La
mujer era joven, adornada de joyas, y habitaba un castillo encantado que,
en el relato de Silvia, figuraba como una casa llena de muebles antiguos y
cuadros. El hada, pues no podría dársele otro calificativo, le pronosticó una
vida difícil, con muchos sufrimientos. Además, le aseguró mala fortuna en
asuntos amorosos y una tragedia que tendría lugar en su juventud.
No sé lo que ocurrió en ese momento, pero sentí que todo era cierto, que
así mismo sería la vida de Silvia.

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b) Buscar pretextos para verlo, todos los días. Dar vueltas en rombo, como
dentro de una jaula.
O sea, faltar a clases, o sea, mentir. Mi madre en el despacho de la di-
rectora, lágrimas. ¿Elisabet? No puedo creerlo... Ella siempre tan aplicada...
Llegar tarde a casa. Entrar con cuidado, los suspiros en el cuarto grande, sin
atreverse a regañar otra vez. Atrasar y adelantar los relojes.

Silvia tenía mala fama en el pre. Fue una época cuando no nos entendíamos
mucho, aunque seguimos siendo amigas. Ella aparecía en el aula de vez en
cuando, siempre pintada y con una mochila vieja al hombro. Le decían la
friqui, unos tipos raros la esperaban después de las clases.
La presidenta de la FEEM me aconsejó, muy convencida, que no andu-
viera mucho con Silvia. Es un elemento ajeno a nosotros, desviado, dijo.
De todas formas Silvia dejó la escuela y yo seguí no sé ni cómo. Tenía
muchas ausencias y luego me quedaba botada en los turnos de Química y de
Álgebra. Terminé el pre con un promedio bajísimo y me quedé sin carrera,
como era de esperar.

Estar junto al Ruso. Mirarlo, solamente eso. Caminar junto a él. Esperar su
llegada.
Miedo al gesto brusco. No asustar lo que eran sus ojos. No hablar de
nada importante.
El Ruso era Robert Plant. Silvia endiosaba a ambos de igual modo.
También los posters, que guardaba dentro de una Bohemia vieja.
Silvia lo observaba todo. El caminar juntos, el hablar con los ojos. Tam-
poco decía nada.
A través de Silvia me metí en el grupo. Ahora íbamos a fiestas de San
Agustín, lejísimo, donde estaban los rockeros viejos. Nunca llegué a en-
contrarme. Se necesitaba un grado mayor de indiferencia. La música hacía
contorsiones de miles de cuerpos en un espacio breve, empujándolos, tirando
unos sobre otros. El aire cargado de ruidos, una oleada de calor que volvía
todo espeso. No había quien aguantara más de una canción.
El Ruso casi no bailaba. Tenía que ser algo así como Escaleras al Cielo,
para despegarlo de los bafles. Entonces agarraba cualquier chiquita y la gente
se ponía en círculo para verlos.
Silvia bailaba muy bien, sobre todo champion. También le metía al un-
der-ground, el pelo regado al estilo Robert Plant.
Primero noté cierto silencio: se cuidaban de mí. Pero el Ruso era una
sombra y Silvia tragó en seco muchas veces, me di cuenta.
Comprendí también el interés del Yuma y de Ernesto. Éramos ahora dos
hembras en el grupo. Los demás que andaban con nosotros no eran fijos,
gente del barrio que no tenía dónde gastar un sábado.

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Silvia trató de ponerme una piedra con el Yuma. No me gusta, le dije,
tiene más de veinte años y en esta fricandá, me parece raro.
No hubo cuadre, pero lo tomé en cuenta. Tampoco me fajé con Silvia.
Era mi amiga. El Ruso no decidía nada, tal vez esperaba algo de mí.
Eso sí, nunca me gustaron las pastillas. Las veces que las probé, me
sentí bastante mal.
Un chofer de la 30, socio mío, me vio con el grupo. Andábamos por
Buena Vista; Ernesto hablando como un ganso y los demás revolcándonos
de la risa.
Ten cuidado, me dijo. Yo conozco a esos. Allí hay un tipo de la
Seguridad.
No me quiso decir el nombre. Ahorita aparece, no cojas lucha —aseguró.

Dejar el grupo. No ver más al Ruso. Robert Plant murió. Huir.


Silvia reconoció mi gesto. Fuimos más amigas que nunca. Llegó a
contarme su relación con el Ruso, quien estuvo con ella un par de veces, y
volvería a estar si se le antojaba.
Silvia no lo reprochaba. El Ruso era un dios. Ella se limitaba a adorarlo.
La madre de Silvia, con su carita de vieja, abuso de pinturas y polvos,
me ponía siempre como ejemplo en sus broncas eternas con la hija. No po-
día entender por qué Silvia dejó el pre. Las griterías constantes y chillidos:
—¡Deja eso!— a los hermanos pequeños, de otro padre.
Era una casa de locos. Un día la madre se puso a describirme lo saludable
que era pasar hambre. Eso limpia el estómago, mantiene un peso normal.
Tú también deberías hacerlo, exhortaba a Silvia, quien engordaba por días.
—Pareces una vaca.
De todas maneras la madre lucía vieja. A pesar de los trapos de la Diplo.

Buscar a alguien. Entonces, por qué no Abram, su ropaje blanco de sábado,


bigotico lisado. Una labia tonta, da lo mismo, el beso en el pasillo y no hallar
al Ruso pero olvidar, olvidar.

Silvia estuvo perdida por un tiempo. Después me contó que fueron de guerrilla,
todo el grupo. Su mamá la había botado de la casa: la cogió apretando con
el Yuma.
Decidieron entonces el viaje a Pinar, pensado hace mucho tiempo. Te-
nían dinero solamente para el pasaje y pasaron bastante frío, durmiendo en
parques y portales. El hambre los hizo comer sobras y pedir medios para
comprar pan.
Al Yuma y a Ernesto los metieron presos, al parecer robaron algo, ense-

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guida se descubrió. Fue de madre. Dicen que va a haber juicio. A los demás
los soltaron.
La madre de Silvia se ablandó un poco. Ya no gritaba tanto, pero amenazó
con botarla otra vez si salía en estado.
El grupo se perdió. Ya no existe. Silvia estaba sola.
Ahora íbamos a fiestas de aquí, de Buena Vista. Una pila de cofee cakes,
chamaquitos nuevos. Música comercial y disco.
Abram nos enseñó a bailar disco y los tres tachábamos el sábado de una
fiesta a otra.
Yo trataba de no pensar. Fue entonces cuando vi al Ruso. Estaba pelado
bajito.
Me cogió el verde —dijo.
¿A ti? ¿Tú no eras baja?
Estoy en una unidad especial —fue la respuesta que me hizo abrir bien
los ojos y preguntarle para mayor seguridad—: ¿No has visto a nadie del
grupo?
No —contestó—, a nadie.
Estaba sola, esperando la guagua. El Ruso me miraba igual que aquella
primera noche.
Estoy escribiendo —afirmó.
No me atreví a pensarlo. Existía Abram.
Llegó la 30. El Ruso me dio un beso en la mejilla, agregando a la habitual
forma de despedida “Te quiero y me quedo corto”, un significado especial.
Te quiero mucho —me dijo, para hacerme delirar con sus ojos azules y
reprocharme tanto, tanto...

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“Concierto”, Raúl Aguiar Álvarez (1962): Geógrafo y otro que empezó por los
caminos de la ciencia ficción en el Taller literario “Oscar Hurtado”, y también en
el “Julio Verne” de Playa (su gusto por los talleres lo llevó en el 99 a ser parte del
primer grupo del Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”). Como
uno de los llamados novísimos narradores cubanos, ha sido incluido en múltiples
antologías, como la iniciática de Salvador Redonet Los últimos serán los primeros,
en 1995 y Aire de Luz de Alberto Garrandés, en el 2000. En 1989 ganó el Premio
David con La hora fantasma de cada cual, cuentinovela a cuya lenta conformación,
como Pablo en el planeta de los espejos brumosos (título sin dudas menos afortuna-
do, aunque... snif, la parte fantástica de aquel novelón era excelente, innovadora,
tremenda, un batazo, vaya) sus colegas del Taller “Julio Verne” habíamos asistido
durante años. Posteriormente, entre algún que otro coqueteo con la divulgación
científica (su libro-casi folleto Realidad virtual y cultura ciberpunk fue Premio
Abril en el 95), Raúl continuó explotando el mismo universo rockero-adolescente,
ya centrándose en la guerra de Angola, con su noveleta Mata, premio Pinos Nue-
vos 1995, o prefigurando un microcosmos urbano nuevo y más oscuro, como en el
cuaderno Daleth, Premio Luis Rogelio Nogueras 1996. De nuevo sobre jóvenes
rockeros e inadaptados, aunque centrándose en una perspectiva esta vez femenina
y a nivel cualitativa y psicológicamente más profundo e insidioso, los cuentos de
este evolucionaron hasta su segunda novela, La estrella bocarriba, publicada en
el 2001, y que aborda específicamente el subtema de los grupúsculos “satánicos”
o “nigrománticos” en el escuálido panorama del fandom rockero nacional. Fan
irredento a Pink Floyd, Raúl ha sido profesor de Geografía, promotor cultural en
el Patio de María, promotor en el ICL y actualmente se desempeña como profesor
asistente en el Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Volviendo
a su primera novela y al fragmento que aquí se incluye, Pablo, el sensible y pro-
blemático adolescente protagonista de este auténtico buldingsroman, alter ego del
autor, es ese joven rebelde, inconforme, violento pero algo poeta que todos llevamos
dentro... o al menos deberíamos llevar a los 18. Lleno de dudas, enfrentando al
sexo (las primeras jineteras, entre otros episodios memorables), la droga (eh, sólo
pastillas y yerba, eran apenas los 80), el amor verdadero y las definiciones políticas,
Pablo, como los personajes de Sergio y Verónica, es espejo de una capa social muy
concreta, marginada y automarginada por sus gustos musicales: los llamados frikis
(nadie supo nunca si por freaks, fenómenos, o por free kiss, beso libre). “Concierto”,
como cuenti-capítulo al fin, funciona a la perfección como historia independiente.
Si en su versión original reflejaba uno de los momentos más típicos de la obra y de
los 80: un concierto, grupos de rock nacionales tocando en el anfiteatro de Alamar,
la fauna habitual, una bronca... y, para rematar: gigante azul, en fin, la policía...
ahora, actualizado cuidadosamente... bueno, las cosas han cambiado en algunos
detalles, pero, en otros...

Concierto
Raúl Aguiar

—Coñó, muñequitos y todo, asere, ¡qué volao!


Pablo se había puesto a leer una de las historietas cómicas que el Jonny
hacía de vez en cuando, mientras esperaba que este terminara de vestirse para
ir al concierto. Desde el cuarto le llegó la respuesta del amigo:

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—El otro día le presté una a Betty y no entendió nada.
—Esa nada más que entiende la pornografía.
Pablo siguió leyendo durante un rato hasta que se aburrió y lanzó la
libreta hacia el sofá. Prendió un cigarro y habló:
—Jonny, ve a ver Asesinos íntimos, para que veas nada más a la jeva
esa que trabaja ahí.
—Compadre, yo no me gasto un peso en eso.
—Yo te recomiendo que vayas. Coño, de verdad, asere, está buenísima,
¡tremenda película, pa’ que tú sepas!
Silencio desde el cuarto. Pablo aspira dos bocanadas de humo y de pronto
siente que tocan a la puerta. Va a abrir. Es el Duque.
—Coño asere, pensábamos que ya no venías.
—¿Y el Jonny?
—Vistiéndose.
El Duque aparta las libretas y se sienta en el sofá. Luego se vuelve hacia
el cuarto y grita:
—¡Dale Jonny, no te pintes más las uñas y acaba!
—¡Vete al carajo!
El Duque y Pablo se ríen. Al poco rato sale Jonny, le mete un puñetazo
al Duque en forma de saludo y salen de la casa. Mientras caminan hacia la
parada, Pablo aprovecha para pedirle los fósforos al Jonny.
—Compadre, no fumes tanto que no vas a crecer —dice el Duque. Pablo
sonríe y enciende el cigarro.
—Yo fumo para no coger otros vicios.
—Ja, ja —la risa del Duque es un poco artificial. Pablo vuelve a la
carga:
—Cada uno debe tener un vicio. Este es el mejor de todos.
—¿Por qué?
—Porque te jodes a ti mismo pero no jodes a los demás.
Por fin llegan a la parada. Saludan a dos conocidos que también van al
mismo lugar y luego se apartan. El Duque murmura:
—Eso es lo que no me gusta. Ellos son los que van a joder en todos
los toques que se dan de rock. Esos tipos con caras de aberrados y las cejas
sacadas y todo eso; esos tipos son todos maricones.
Por fin llegó la guagua y ellos montaron. Se mantuvieron callados durante
casi todo el viaje, soportando las incomodidades de la superpoblación haba-
nera y Pablo se entretuvo en observar a una trigueñita que cambió miradas
con él. Pensó por un momento —casi cuando faltaban sólo dos paradas— en
invitarla a que fuera con ellos pero al ver su vestimenta —un pulóver surfing
de esos, con el ratón Disney por detrás y por delante, y el peinado agarrado
por un pellizco— no se decidió. Seguramente era una niñita de su casa, de la

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onda esa de Enrique Iglesias, los BSB y otras mariconadas, y no la dejaban
salir sola. Por fin llegaron a su parada y desmontaron. Pablo echó una última
mirada a la muchacha y se lanzó en pos del Jonny. Una gran cantidad de
jóvenes faunísticos —pulseras llenas de pinchos, cabello por los hombros,
ropas negras— se bajaron en esa misma parada. Pablo sintió cómo la tensión
aumentaba a medida que se acercaban al anfiteatro. Duque sacó una latica
aplastada del bolsillo de su chaqueta y se acercó a Pablo.
—Mira, en esta caja guardo yo los eufóricos.
—¿Qué cosa es la euforia? —de vez en cuando el Duque salía con una
palabrita de estas, recién estrenadas del ambiente y Pablo no entendía, se
sentía un poco inseguro pero preguntaba de todas formas para apuntarlas en
el diccionario personal.
—La coca o la yerba, viejo —Duque sonrió despectivo al ver cómo Pablo
se encogía de hombros y quiso jaranear un poco—. Dale, llévatela para que
la vean los socios tuyos esos del Técnico.
—Vete al carajo —Pablo llevó la cajita al rostro y la olió, pero no pudo
notar nada anormal.
—No, no —Duque la cogió de nuevo y la guardó—. No huele a nada.
Yo la llevaba aquí dentro del bolsillo y el negro haciéndose el muerto, di-
ciéndonos “No, piedra fina…”
Trataron de sentarse en una de las primeras filas pero todo estaba ocupa-
do, así que tuvieron que conformarse con el lugar que encontraron, de todas
formas desde allí se veía bien el escenario. El Duque siguió relatando:
—…Un negro descarado, asere, grande. Estaba zumbado como un
perro. Fíjate si estaba zumbado que le dio el material al Linx y se iba sin
coger la astilla. Y el Linx se paró y nos dijo: “Eh, vamos echando” y nos
mandamos a correr por el terraplén, pero el negro nos cayó atrás y dijo:
“Pásenme los baros, se me olvidaron; no me hagan eso”. El negro estaba
arrebatado de verdad.
Sonó un rasgueo de guitarra y dos acordes de bajo. Ellos prestaron
atención inmediata. El grupo por fin había llegado y estaban afinando los
instrumentos. El Jonny se volvió de nuevo hacia el Duque:
—Sigue, sigue contando pero habla bajito. Aquí uno no sabe nada.
El Duque tomó aire, saludó con un gesto a una muchacha que lo había
llamado y prosiguió:
—El barrio Santa Irene ese es un oeste, viejo. Es un terraplén así, y una
pila de gente durmiendo en los portales. El caso fue que pasamos entre todos
los tanques aquellos con la cosa en la mano. Yo guardé la nieve en mi cajita y
el Linx cogió la yerba y la llevaba en la mano apretada, y una pila de policías
de tránsito y motos y tanquistas y del carajo.
—¿Y la coca cómo te la dan?

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—En un naylito que parece de preservativo, o si no en un papelito bri-
llante de esos como si fuera chocolate.
— ¿Y lo otro?, ¿hechos cigarros ya?
—No, no, el buche como te lo dan. El buche te lo dan envuelto en un
papelito de esos de hacer cigarros.
—Traza. Coñó, tremendo nivel. Aquí te lo dan en un cartucho y vete
echando.
—Sí, y después con eso es que tú haces el “prajón”.
Pablo ya se sentía mal con toda esa conversación y quiso cortarla de
una vez.
—¿Y qué se siente con la nieve?
—Bueno, haz la prueba, socio —Duque volvió a sonreír despectivo.
— No, yo no voy a hacer la prueba. No soy tan comemierda como tú.
—¿Y por qué comemierda?
—Eso es una estafa, asere. Doscientos pesos por cuatro rayitas mier-
deras que para lo único que sirven es para ponerte un poco alegre. Yo para
ponerme en órbita nada más me hace falta alcohol y música y no tengo que
pagar tanto. Lo mío es estar en la onda y no desconectarme, viejo. La coca
te desconecta, por eso es que no sirve.
—Coño. Como habla mierda el Pablo este, compadre —ya el Duque
estaba enojado—. Que eso me lo diga un cretináceo con carnet y eso está
bien, o un policía, pero que me lo diga este…
El Jonny decidió de pronto ponerse de parte del Duque.
—No sé por qué este dice eso, si él toma pastillas, él no puede hablar
—Pablo sintió como si le hubieran abofeteado el rostro y optó por callarse.
El Duque aprovechó para remachar su victoria y acabar la conversación de
una vez.
—Tú tomas pastillas y por eso decías lo del vicio. ¡Eso es más mierda
todavía, asere! Nada, y seguro que tomas parkisonil y mierdas de esas.
—Clorodiazepóxido on the rocks —El Jonny se divertía.
—¿Tú sabes a la niña que tienes que echarte para que no critiques más?
Una friqui que anda por ahí que le dicen La Loba. ¡Esa jeva es la mejor,
brother, es una niñita pero ¡qué clase de cultura farmacéutica tiene!
—Ja, ja —El Jonny seguía riéndose.
—…Se sabe todas las pastillas: los pacos, la efedrina compuesta, el
nulip, las dronas, todas las variantes. Se sabe la que te sirve para mojar, la
que te sirve para dormir, para arrebatarte pa’llá, pa’ casa de la pinga, para
deprimirte, para todo, ¡es una salvaje!
Pablo no pudo dominarse más y se levantó con los puños cerrados.
Silabeó entre dientes:
—Váyanse al carajo los dos, ¿me oyeron? —y acto seguido se fue de

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allí con paso hosco y se sentó en una de las filas de atrás, junto a unos des-
conocidos. En eso el grupo de rock comenzó a tocar y todos empezaron a
silbar y aplaudir frenéticamente. Pablo se concentró en la música y trató de
no pensar más en la conversación aquella. Al poco rato se olvidó de todo y
comenzó a cantar y aplaudir él también.

Ah, no te preocupes
Nunca pasa nada
Todos son buenos y son felices
¿Por qué será que me siento triste?
Triste Loco Yo

El grupo era bueno, bastante bueno, y eso que Pablo era muy crítico para
esa clase de música. Tenían hasta composiciones propias y con buena letra y
Pablo se preguntó entonces por qué no ponían a este grupo por la televisión
en vez de la cantidad de tipos supermediocres con sus letras ri-dículas del
majá y el potaje de frijoles qué rico y la cebollita y los plátanos, o panfletarias
que eran peores todavía.
Reconoció al gordo que ya se había hecho famoso en los toques porque
era uno de los mejores bailando kansas con las friquis más ricas del anfi-
teatro. Ahora tenía entre sus brazos a una de las garrapatosas —les decían
así por su afición a llevar un pomo lleno de pegamento y olerlo durante el
concierto para marearse un poco— y al lado de estos dos a un mariconcito
sin camisa trazando filigranas con los brazos y piernas, esbozando mensajes
—el vuelo del águila, la esfera, la serpiente— y otros menos conceptuales
pero a todas luces referidos al amor y al sexo, que Pablo no tuvo más remedio
que admirar y envidiar en parte —él no bailaba muy bien ni muy seguido; y
luego de vuelta a sus pensamientos.
El grupo tocó tres canciones más. Algunos bailadores comenzaron con
su paroxismo a engancharse alfileres en los párpados y mejillas. Por suerte
hoy los organizadores no habían tenido la brillante idea de poner juntos a
un grupo de salsa con uno de rock como otras veces. Parece que por fin iban
entendiendo que aquello sería problema y bronca segura.
Después de otra canción, los músicos pararon y le dejaron el micrófono a
la que parecía ser una de las organizadoras principales. Se armó una rechifla
y abucheo multitudinarios y por eso Pablo no pudo oír lo que esta decía.
Por fin hicieron un poco de silencio —el mínimo— y Pablo se con-
centró en las palabras: “a partir de hoy las entradas serán cobradas a cinco
pesos”.
De nuevo la gritería del público y ella que pese a todo continúa: “¿Ustedes
oyeron por qué se cobra a cinco pesos?” Gritos de “¡No!, ¡no!” Pablo no sabía

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si ese “No” se debía a que no habían entendido o porque estaban horrorizados
con la proposición. “Vamos a repetir para que entiendan: Para poder brindarles
a ustedes una mayor calidad, para poder alquilar transporte porque, si ustedes
supieran todo lo que hemos pasado para poder dar la actividad, para poder
poner mejor audio, mejores luces… por eso es que la entrada se cobrará a ese
precio. El viernes 27, los Provos nuevamente aquí, en el anfiteatro…”
Pablo pensó que la idea era justa. “Y ahora continuamos con…” y el
rasgueo atronador de una prima llena el anfiteatro y Pablo se desliza nueva-
mente en la música.

Flor de la calle
por favor no la pises…

—Oye…
Pablo se sorprende. Frente a él se encuentra una muchachita arrodillada
que lo mira fijamente. Tendrá a lo sumo trece o catorce años y está vestida
de negro con un collar de huesos de pollo o algo por el estilo. El pulóver
tiene dibujado el logotipo de Black Sabatt.
—¿Sabes bailar?
Pablo sale poco a poco de la sorpresa. La chiquita es muy bonita
—quizás terriblemente bonita— como una muñeca rubia medieval, y no parece
drogada o algo parecido, pero cierto nerviosismo incontrolable bien podría
indicar una carga de adrenalina impuesta al estilo pinchazo —sobreener-
gía— y Pablo comprende que nunca la ha visto por allí o al menos nunca se
ha fijado en ella. Demasiado peligroso. El SIDA está que arde.
—No sé bailar —contesta Pablo. Por un momento se recrimina su co-
bardía. Luego trata de remediarlo.
—¿Cómo te llamas?
—Arianne —ella sonríe— y tú te llamas Pablo.
—Eh, ¿y cómo lo sabes?
—Pregunté por ahí.
—¿Y por qué ese interés?
—Pensé que eras más inteligente. No me decepciones.
Especial. La niñita era especial, de eso no cabe duda. Estaba a punto de
decirle que sí, que iba a bailar con ella pero en eso la música se interrumpió
de pronto.
—Esto se está maleando —oyó que decía alguien al lado suyo y siguió
la mirada de Arianne. Sin duda, era la gente del échate pa’llá, del botellazo.
Esa gente.
—Seguro son provocadores —siguió diciendo el otro. Pablo buscó a los
dos policías que había visto al principio del concierto, pero estaban conver-

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sando cerca de la plataforma y parecían no haberse dado cuenta de nada. Los
tipos estaban buscando a alguien en específico y por ahora se contentaban
con ir mirando fila por fila los rostros de toda la gente. Al poco rato dejó de
prestarles atención —no valía la pena, parece que hoy estaban calmados,
menos mal— y siguió conversando con la muchacha.
El rostro de Arianne era toda una invitación. Dos canciones y ya él le
había pasado el brazo por encima de los hombros y la había besado en los
labios. La muchacha era de Alamar. Vivía en uno de los edificios cercanos
al anfiteatro y estudiaba en la secundaria que estaba al lado de la Facultad
de Geografía.
—Sí, chico, el edificio ese como de becas, rojo y blanco —y Pablo que
se encoge de hombros y la besa en la mejilla.
Dos canciones y no pasó nada.

A mitad de la tercera canción sintió un codazo del tipo de al lado: “Mira, te lo


dije”, y observó el tumulto que siempre se forma en caso de pelea. De pronto,
aparte de los dos policías, habían aparecido tres más y corrían abriéndose
paso al centro de la multitud. Pablo se levantó, curioso, y se acercó un poco,
después de decirle a Arianne que lo esperara en ese mismo lugar. Entonces vio
que la gente llena de pánico abría el paso porque los muy cabrones estaban
echando spray y dando golpes a diestra y siniestra y salían corriendo sin que
nadie los detuviera, y en el brillo de cierto objeto que llevaban comprendió
que habían sacado sus pistolas. Los provocadores corrían detrás y todos los
siguieron hacia la salida del anfiteatro. Allá fuera estaban los carros jaulas
esperando y ya tenían acordonada toda la zona. Trató de buscar a la muchacha
con la vista pero esta había desaparecido. Por supuesto, el concierto terminó
allí mismo en una riña tumultuaria. Golpes, gritos, piedras lanzadas contra
los boinas negras, luego los perros, todavía con el bozal, por suerte, y varios
disparos al aire. “Ahora sí se jodió esto”, pensó Pablo. Caos total. Un punk
se había adueñado de un aparato de spray y le rociaba con saña el rostro a un
policía sin importarle los golpes de tonfa mientras que otros seis intentaban
volcar uno de los autos.
Pablo pudo ver cómo introducían a una muchacha en el camión y ella
pugnaba todavía en amenazar a alguien —“Te lo dije, cabrón, que no me
tocaras” —y la respuesta áspera del policía—: ¡Te me callas la boca, puta!
En el otro carro, ya casi repleto, montaban a uno de los Provos que pare-
cía herido, con la camisa llena de sangre y que trataba de explicar algo pero
sin éxito. Pablo sintió que la rabia le subía y lamentó no tener a mano una
botella con gasolina para hacer una molotov. Esquivó a dos boinas negras
que venían por él y pudo golpear a uno de los provocadores con una pedrada.

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Llegaron refuerzos. Él se alejó prudentemente ¿cobardemente? De todas
formas desde el principio se sabía que era una batalla perdida. Poco a poco
las cosas se fueron calmando, por lo visto la monada se había dado cuenta
de que no podrían montarlos a todos y decidieron largarse con la cosecha.
Sólo dejaron a cuatro policías para que pararan cuanta guagua o camello
pasara por la calle y así rellenarlos con los friquis sobrevivientes para que
se largaran de allí de una buena vez.
Ya cuando los camiones jaula se ponían en movimiento, pudo ver el rostro
del Duque sentado detrás en el último carro y luego de la sorpresa inicial se
prometió que llamaría a algún pariente de este en cuanto llegara a la casa.
Luego lo pensó mejor. ¿Qué pariente? Todos eran de otras provincias. Duque
no tenía más remedio que joderse. Y por supuesto, él no iba a ir a la estación.
No quería cuentos con la policía.
Prendió un cigarro y buscó al Jonny entre la gente pero no pudo encon-
trarlo. Quizás ya se habría ido antes de que pasara todo. Esperó a fumarse el
cigarro hasta que se quemó los dedos pero no aparecieron ni su amigo ni la
muchacha. “Al carajo”, se dijo y comenzó a caminar hacia la parada.

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“La horma”, Ricardo Arrieta (1967): Hijo de un guerrillero salvadoreño que vivió
en Cuba más de 20 años antes de regresar al Salvador (donde lo detuvo la policía...
y nunca más se supo de él, ¿adónde van los desaparecidos?). Richard, seguidor de
corazón de Led Zeppelin y Deep Purple, estudió primero Física y luego Historia
del Arte sin graduarse de ninguna de las dos, peripecias que narra, entre otras, en
su todavía inédita —y muy extensa— novela El club de los sonámbulos. Vencedor
del Premio David en 1990 con el libro Alguien se va lamiendo todo, curioso porque
incluye tanto cuentos suyos como de su inseparable amigo de entonces, Ronaldo
Menéndez (sin que nadie, salvo los que vimos crecer historia por historia, haya es-
tado nunca muy seguro de cuáles escribió cada uno). Arrieta siempre se distinguió
por una curiosa, casi afectada sensibilidad existencialista para los temas, por un
dominio singular de la prosa, y por el espacio que otras manifestaciones artísticas,
como la música y la plástica, ocupaban en sus textos (característica de su poética
personal que comparte, entre otras, con Ronaldo). Si bien no ha publicado nada más
desde entonces, bastaría un texto tan antologado como “La horma” (aparecido en
Los últimos serán los primeros y otras recopilaciones) para asegurarle un sitio en la
narrativa cubana. Cuento estrechamente relacionado temáticamente con el de Raúl
Aguiar, muestra sin embargo la otra cara de la moneda, o más bien la continuación
triste y lógica de la anécdota: lo que sucede, ya dentro de los calabozos de la Estación
de Policía local, con los jóvenes detenidos durante el concierto, arracimados entre
cheos belicosos y delincuentes comunes más agresivos aún, viendo pasar los días
sin que los liberen ni acusen de nada... en fin, aquí nunca fue malo que a alguien
le gustara el rock, ¿verdad?

La horma
Ricardo Arrieta

Yo no hice nada, estábamos donde Electra con su Urgent de Foreigner


cuando Cabeza de puerco dice que va a dar una vuelta a ver si empata algo,
yo le advierto que se quede de este lado de la cuerda pero él se va y lo sigo
con la vista hasta que se me pierde. Cuando el lío aquel con Zombies que
se escondió en el teatrico del fondo y la gente se enteró y cuando Electra
termina todo el mundo se mete en el teatrico pero resulta que no era el turno
de Zombies y regresan, logro enfocar a Cabeza de puerco en el tumulto y ahí
empezó la cosa porque algunos van hacia el teatrico y otros regresan de él y
con el flujo y reflujo de fiestantes Cabeza de puerco es proyectado contra un
policía que ahora lo tiene agarrado del brazo, voy allá explico que lo suelten
y así es como nos meten en la fiana.
Cuando llegamos a la estación había sólo tres tipos, uno era un negro
guapo que estaba como nervioso. Al rato vino un policía y cargó con el
sombrero del guapo. ¿Qué hay con el cagua?
Explicaron que iban a zafarle el forro para estudiar el material del adorno,

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¿qué era eso de andar con joyas en el sombrero?, ¿él era un rey o qué? Mientras,
nos habían sentado en uno de los bancos, con nosotros venía una pareja mucho
gusto mi nombre es Alberto y él Cabeza de puerco tú Carlos y tu novia Alicia,
ustedes tampoco hicieron nada malo sólo que cuando el guitarrista de Cañer
estaba punteando al estilo de Blackmore en Stormbringer a tu novia, que es
un poco bajita, se le ocurrió que quería ver al grupo, como el tumulto no la
dejaba, tú la cargaste y cuando entraba la otra guitarra con el tema ese medio
árabe ya estaba encima de ustedes un batallón de policías luchadores enérgicos
contra el escándalo público y eso. Nosotros tampoco hicimos nada malo pero
ahora sí, en cuanto sean las doce nos pararemos sobre el banco este y vamos
a gritar que viva el primero de mayo día de los trabajadores y la matanza en
Chicago y que vivan los rockeros y lo vamos a hacer aunque tú digas que esta-
mos locos que nos van a encerrar un mes. Ahora ha llegado el mismo guardia
que hace un rato se llevó el sombrero del guapo, le entrega la prenda que esta
vez está algo destartalada, también devuelve el adorno que se ha roto un poco
y el carné de identidad con el mismo impulso lo despide, que se porte bien y
despide a los otros que del aburrimiento parecían velas derretidas. Enseguida
traen un bulto de muchachos que han pescado de friquis en el festivalito de
rock ese que están dando en el círculo social con motivo del primero de mayo
día de los trabajadores y los rockeros. Carlos dice que van a dejar a Zombies
sin público si siguen cargando gente. Dos de los últimos en traer tienen la piel
enrojecida y los ojos hinchados como gold fish; eso es el spray, es peligrosí-
simo, te imaginas que le echen un chorro a un asmático o a alguien que tenga
sus problemas del miocardio, es peligrosísimo. Los recién llegados que son
tantos como para llenar el salón están visiblemente intranquilos; de pronto me
he visto entre el grupo moviendo las piernas o mordiéndome las uñas con ojos
de qué pasará, yo no hice nada. Hay otro con sangre en la ropa. Nos explican
lo que pasó: es que uno se cogió la mano con la puerta de la furgoneta en que
nos trajeron, te imaginas a esa hora el corre corre porque el hermano que es
de madre estaba ahí y pensó que lo habían hecho a propósito, después vino
otra gente y se armó tremenda bronca y un policía se puso a echar a diestra y
siniestra que hasta él mismo se atolondró.
Hacen una requisa de carnés, que si tu municipio no es éste qué haces
aquí, porque estoy celebrando el primero de mayo y no voy a meterme en
una fiesta de música disco que es comercial y a mí no me gusta, yo vine
con el grupo Electra que son amigos míos del barrio lo que pasa es que...
Se llevan los carnés de todos nosotros que somos por lo menos cien que no
hicimos nada malo sino que estábamos aquí ofendidos con temor en las ma-
nos, fíjese ya no queremos regresar donde el festivalito de rock, cada uno de
nosotros piensa que debería irse a su casa y meterse debajo de la sábana así
bien cómodo donde uno puede ponerse a separar lo malo que nos ha pasado
y recordar lo bueno que es Jaime el mule descargando con su organeta el

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Paradise de Stix con esa versión fusilada por el grupo, que en realidad no
tiene creatividad, ni iniciativa propia pero que en eso del papel carbón nadie
toca We are the American Band como Electra, daba la impresión de que los
bafles iban a estallar de un momento a otro.
Cabeza de puerco anuncia las doce y nos vamos a parar y leer la 1ra.
Cuartilla esa sobre la fecha que estamos celebrando, los demás se embullan y
estaremos gritando un buen rato sobre nuestros derechos y las injusticias. Hay
uno que discute con un policía, casi está llorando. La nube de polvo que dibuja
la manifestación con gritos y pancartas se disuelve. Aquí en la claridad está uno
que se llama Ángel suplicando con desesperación que le den el teléfono para
llamar a su papá el teniente coronel Fulano de tal quien va a venir a regañar
a los policías porque estos muchachos no son delincuentes ni nada que se le
parezca, sólo un poco pepillos ¿no se dan cuenta? Y el que grita tanto, también
es inocente y no puede estar llegando tarde a casa porque después suena el
despertador y no lo oye, más que esta semana están en pruebas.
Se llevan al tal Ángel y al rato aparece un oficial con una lista, vocea
varios nombres entre ellos a Carlos sin su novia y al de la ropa manchada
con sangre. Cuando termina la lista señala con el dedo a otro de nombre tú,
también me señala y ordena que lo sigamos. Cabeza de puerco me dice que
lo espere afuera, que seguramente a él lo sueltan dentro de un rato. Pero la
selección no era para soltarnos sino que nos meten en un cuarto vacío y de
ahí desfilamos por un pasillo hasta un patiecito con piso de cemento. ¿Hacia
dónde nos llevan? Al calabozo, comemierda.
Estamos en un lugar pobremente iluminado, en una esquina hay un guar-
dia sin camisa sentado en una mesa de escuela; hojea nuestros carnés, nos
busca uno a uno y nos encuentra pegados a la pared tragando saliva o jugando
con el pie o al menos en silencio, nos dice que hay que entregar los cordones
y las cosas que llevamos en los bolsillos, para que estén presas en una cajita
con un acta donde están sus nombres: llavero con tal sellito del transporte
y tantas llaves tantos pesos y mascuantos centavos ¿puedo quedarme con el
pañuelo? Claro que no, viejo, después que lean el acta firman abajo. Aquí
aparece uno con cara de no haber asistido a la escuela y botas que estuvieron
en los pies de un soldado con tan mala suerte que le pasaron treinta tanques
por encima o tal vez siempre pisaba donde había una mina. El zonzo vacía
sus bolsillos y pone la carga en la mesa un bombillo de automóvil otra una
fosforera de las irrellenables y sin gas otra una caja de jabón llena de botones
distintos otra y diez cosas más que cuando hiciera el acta no sabría cómo
nombrarlas ¿y tú qué estabas haciendo? El zonzo no habló. Uno le explicó
al guardia que lo habían cogido en la azotea del círculo social buscando un
gato con ojos rojos.
El calabozo es un lugar oscuro y húmedo, esto no es nuevo, es extre-
madamente pequeño, es un par de literas de piedra con una letrina a la cual

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echarán agua una vez cada día, es tenerse que sentar horas a estudiar las
cucarachas que juegan en las paredes, paredes desnudas de repello como un
símbolo... ¿Las cucarachas no sienten el encierro? El calabozo es sentirse
olvidado, es un intervalo de tiempo vacío que te quema el estómago y sube
la garganta, luego gritas y das patadas en el metal de la puerta.
Llamas, llamas porque algo te duele... No hay respuesta. Te sientas otra
vez (en el suelo, claro), hay que serenarse: afuera debe haber alguien que
pregunte por qué están esos casi niños allá adentro, ya es hora de ir a verlos
¿qué han hecho ustedes? Nada. Y nos abren las puertas, nos abren los muros,
estas paredes de yeso arañado, entra el día a nosotros el sonido de los carros
las casas que son huevos de colores un pájaro humo tener que andar nubes
de algodón la suciedad en la acera tan distinta a la suciedad del calabozo.
“...roen las paredes como ratas”.
Qué descaro, este calabozo es para dos personas y aquí estamos cinco,
eso se llama sobrecumplimiento. ¿Tú crees que nos suelten mañana? Segu-
ro, lo que pasa es que hoy no está un tal... según me dijo el guardia un tal
Fuentes que es quien decide estas cosas, pero mañana nos sueltan. Esto es
una tremenda utopía; verás cómo mañana sin desayunar aún nos llevan al
salón (placer de ver el día), allí nos tomarán declaraciones ¿qué has hecho?,
yo nada pasó que... Y así será cómo después nos regresan a la oscuridad; es
que hay que hacer investigaciones en el CDR, en la escuela, después el juicio,
eres un acusado que mira con ojos llorosos al juez cuando martillea la mesa
para hacer silencio y con la vibración (la resonancia fasorial compleja) se le
cae la toga y te ríes y es inevitable porque estás condenado, pena de muerte
eléctrica, eres un Rosemberg, un sovietista insignificante que sientan para
siempre. Open the files.
Pero esta noche, esta primera noche habrá que esperar, acaso dormir.
Puedes pedirle al guardia que de la caja donde encarcelaron tus pertenencias
traiga cigarros, que por favor los encienda y los comparta con tus nuevos
amigos. Hasta los que no fuman se han puesto a echar humo.
Acordamos que todos somos inocentes, pero qué malo se puede hacer
en un festivalito de esos. ¿Te gusta Led Zeppelin? So so. ¿Alguien aquí
fumó alguna vez marihuana?, yo una vez en un campismo me encontré con
unos chamas ahí, venían de guerrilla y ya casi le habían dado la vuelta a
Cuba, esa gente tenía lío, con ellos iban dos hembras y por las noches se las
pasaban por turno, la onda esa de la cantimplora, no tenían escrúpulos; nos
conocieron (yo iba con unos amigos del barrio) y como les caímos bien nos
invitaron a tomar alcohol y fumar tabaco mezclado con hierba, ellos decían
que así era mejor y por la noche nos prestaron a las jevitas esas, al otro día
nos dijeron que podíamos irnos con ellos que iban a la isla, pero no era tan
fácil, nosotros no podíamos hacer eso, estaba la escuela, la casa, imagínate
el lío que armarían los viejos si antes del lunes no estábamos en nuestras

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casas, policías y todo, además íbamos a extrañar el pin pong y la grabadora
cuadrofónica espacial del Ruso que suena que parece que tienes delante a
Queen She Hard atack y las bolsas de nylon enganchadas en el manubrio
con los mandados y de paso la Viña para cuando vengan Verna y la China
a estudiar invitarlas a un traguito que suena exótico con hielo y ellas van a
querer volver a mi casa, es el gancho.
Por ahora hay esta opción y sólo esta: estar aquí encerrado, un poco de
luz, de desesperación. Han traído un tipo a la celda del frente, esto es un
hecho, el tipo da gritos que estremecen las paredes han tenido que traerlo
entre veintiún guardias que se arriesgan a las mordidas y lágrimas del “ambu-
lanciero”. ¿Qué tanto motivo si él también es inocente? Él sólo hizo justicia
¿acaso si te encuentras con que tu mujer está en la cama, en tu propia cama
con otro tipo no se te ocurre matarlos, descuartizarlos y darles un paseíto
en la ambulancia?, y una mil y una noche resbalando en ciertos instantes.
Del lado de acá todos estamos en silencio, acaso impresionados, es que nos
da miedo esta suerte de personajes y tú que no tienes por qué estar aquí, eh
Jorge viene tu padre que es pincho y te saca con una tranquilidad asombrosa.
No creas, el viejo viene y me echa tremenda descarga y ordena que vuelvan
a encerrarme una semana más que ustedes disparándome los frijolitos y la
tortilla. Pero dentro de unas horas vendrá el Gallo Aquino que tiene nombre
de la sierra y se llevará a su Jorgito para que esté tranquilo en la casa con
su tremenda grabadora que canta como Robert Plant por una bocina y hace
bulla de percusión del difunto Bojan por la otra, tiene botones con sistema
hidráulico. Yo también tengo una más o menos la mitad de la de Jorge; a los
viejos les salió en noventa y cinco así que imagínatela es un cacharro pero
tremenda hippie; se ha disparado no sé cuántas guerrillas. ¿Qué hora será? Ya
el ambulanciero se ha callado, según Roberto debe haberse dormido. Afuera
hay un nuevo aspaviento porque las putas de la celda de al lado se están
regalando, le gritan al guardia que se meta con ellas para que pase buena la
noche. Después de un rato se callan.
Afuera ya hay silencio, es la madrugada que se repetirá rotándonos las
literas de piedra y las cucarachas. Por la mañana echarán agua en la letrina
y no habrá desayuno porque el amuerzo es bueno de frijoles y tortilla de
embutido, nosotros hablaremos de cosas y de nosotros, nos conoceremos
en nuestras casas con todas nuestras novias mezcladas de la mejor forma.
¿Qué prefieres; Pink Floyd?, ¡qué va! A mí me duerme, yo soy ledzeppeliano
y mi hermanita marciana con antenas y todo para tener siempre la FM con
la Hundred and five de disco que me cae más mal y entonces yo llego de la
escuela y le cambio el dial a la Nineteen eight rock que no es la mejor pero
se siente bien el platillo de Neil Pear guiñándole un ojo a Liffeson el rubio
y entonces ahí está la marciana gritando y le hace interferencia a Geddy Lee
que se calla avergonzado y mira a todas partes con ojos de susto, yo soy un

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soldado de la fortuna y tengo que defender mi causa aunque ello cueste darle
vuelta al cerrojo y que del otro lado de la puerta mi hermanita humedezca la
sobrecama de los leoncitos.
Esta vez hay sonido de rejas y cerrojos, preguntaban por Ernesto Moya,
se sienten otras voces distorsionadas por el eco, hay otros sonidos, pasos,
preocupaciones. Yo creo que es por algo malo. Na, a ese lo van a soltar. ¿A
esta hora? Viene el chiste: seguramente lo van a matar.
Hoy es lunes cuatro de mayo de mil novecientos ochenta y tres. Que-
damos sólo dos en la celda esta: Aramís y yo. A mí no sé por qué todavía
me tienen aquí. Mala suerte hermanos. El caso de Aramís sí es claro desde
que lo trajeron; a ver, eso fue después que a Jorgito se lo llevó el papá; des-
de entonces no ha habido tranquilidad. Por las mañanas era: dónde está el
desayuno, aquí no cabemos todos ¿me oyeron? Yo creo que a ustedes se les
fue la musa ¿por qué no nos sacan un rato? Quiero coger un poco de aire
¿me oyeron, coño! Y así horas enteras sin parar pidiendo agua, gritando,
ni por las noches dormía, a veces se callaba y nos miraba uno a uno en un
ciclo que repetía. Tiene ojos de loco. A ese lo cogieron en algo gordo. Esta
mañana se llevaron a Carlos, buena señal ya poco a poco iríamos saliendo
de este lugar, bueno nos vemos en Coppelia y si no, ustedes saben dónde yo
vivo, adiós suerte, esta es tu causa también Roberto dijo suerte cuando se
fue, me regaló el cigarro que le quedaba, ahora estará en su casa almorzando
seguramente porque ya es el mediodía, después se llevaron a Toni, adiós,
besitos a las viejas, a Pacheco vinieron a buscarlo hace un rato, me dijo que
yo tenía mala suerte y otras boberías sobre la Inocencia, después sentarse en
la litera más alta, las piernas recogidas, pensar en mil cosas, por ejemplo que
estoy encerrado, en mi celda hay un tipo completamente ajeno, estoy solo,
cómo poder imaginarme en la calle, caminando, extiendo un brazo, levanto
una pierna, una mano en el bolsillo del pantalón como John Lennon en la
portada del Abby Road sin que importe nada, el aire me despeina o mejor
ya estoy despeinado lo suficiente, ando por ahí con la ropa sucia muy sucia,
yo solo por ahí con la ropa tan sucia, creo que lo mejor sería que alguien
me acompañara hasta la casa, tal vez mi papá venga a buscarme, sí, así debe
ser, seguramente a él ya le pasaron la noticia en uno de los viajes que vino a
verme. Alberto. Dijeron Alberto, ese soy yo. Aramís, creo que me van a soltar.
Adiós, Aramís, tú sí tendrás que quedarte, los tuyos son delitos mayores, lo
siento mucho, te deseo suerte.
Aramís con veinte años, quién sabe cuántas noches le quedarán por estar
aquí o en un lugar como este, con veinte años y ojos de loco me desea suerte
a mí también.

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“La moneda, la bóveda, yo sólo trato de alcanzar”, Ronaldo Menéndez Plasencia
(1970): Las inquietudes literarias de Rony comenzaron ya desde sus últimos años
en la Lenin. Miembro fundador de El Establo, como Raúl y Ricardo, sus cuentos ya
eran finalistas en los encuentros-debate de talleres literarios incluso antes de ganar
el Premio David en 1990 con Alguien se va lamiendo todo (al enterarse Arrieta y
él de que pensaban mandar al mismo concurso, decidieron unir sus historias en un
único volumen, para no discutir). Graduado de Bibliote-cología y posteriormente
de Historia del Arte, desde hace algunos años Ronaldo ejerce como profesor uni-
versitario y crítico de arte en Lima, Perú. Después del David y su inclusión en la
antología Los últimos serán los primeros vino el Casa de Las Américas en 1995,
con otro libro de cuentos excelente, El derecho al pataleo de los ahorcados, y en el
2000 el premio Lengua de Trapo de Narrativas Innovadoras para su novela La piel
de Inesa, compartido con Silencios, de la también cubana (y presente en esta selec-
ción) Karla Suárez, publicadas ambas por dicha editorial española. En los textos
de Ronaldo es especialmente importante la corriente subterránea de sentido, lo que
Hemingway llamaba el iceberg, además de un meticuloso trabajo con el lenguaje.
En “La moneda, la bóveda, yo sólo trato de alcanzar”, perteneciente al libro con el
que obtuviera el David, una terrible problemática real, la autoinoculación del virus
del SIDA por un grupo de jóvenes rockeros, es tratada de un modo a la vez irreal y
detallista, tan escalofriantemente objetiva como una disección en vivo.

La moneda, la bóveda,
yo sólo trato de alcanzar
Ronaldo Menéndez

Fermín llena el cuarto con todos sus deseos insatisfechos y comienza a rumiarlos
a la velocidad con que el reloj despertador deja correr sus mane-cillas un cuarto
de hora. El reloj lo mira fijamente al pecho y Fermín lo sabe, entonces levanta los
ojos carmelitas dejando su cara a merced del tiempo. Después de diez minutos
es imposible seguir hundido en el sofá a causa del reloj que le ha metido en el
estómago todo el tiempo del cuarto. Se levanta, enciende un cigarro y pasea ocho
veces la distancia entre el sofá y la pared, que es de tres metros; después con el
cabo enciende otro. Hubiera repetido esta operación hasta el agotamiento de no
ser por el sonido del teléfono que lo hace orientarse hacia la mesita de noche. Lo
descuelga y del otro lado está La Rosa con la voz llena de alcohol:
¿Fermín? (...) Ya encontré al tipo con el Sida (...) Sí, sí, la cosa es
mañana (...) An-já (...) Doce de la noche. Donde tú sabes (...) Sí, claro...
a quien tú puedas, claro (...) El Chino es el que anda perdido con la flaca
esa (...) Ok. Ok. No te preocupes... Chao.
Permanece alrededor de medio minuto con el oído abierto al auricular
que tiene dentro un sonido infinito.

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Sabe dónde hallar al Chino.
Apaga la luz y cierra la puerta dejando el cuarto vacío. Calle abajo tro-
pieza con Julio que tiene un par de audífonos por donde sale un estruendo
seco. Le da un cigarro y siguen juntos hasta la Bóveda que es donde el Chino
mira los murciélagos, compartiéndolos con una flaca de pelo dormido y dedos
rectos como cigarros. Los murciélagos se echan a volar desde la prehistoria
del tendido eléctrico para dibujar miles de círculos en el negro de la Bóveda,
donde el Chino cree adivinar pasadizos de vitalidad que duran lo que un
ascenso entre Desedrina y Desedrina.
La flaca es azul, aunque bella, y no soporta las pastillas, prefiere la hierba
que le llega gratis.
—¿Quieren? —y se achica entre las piernas del Chino que sigue adi-
vinando rarezas por encima de sus seis pies. Julio recibe medio cigarro y
absorbe sin quitarse los audífonos. Si suelto el humo por las orejas ahogo
a Robert Plant. Dice dejándolo escapar mientras habla, después, famélico;
olfatea la humareda que hace anillos lentos. Entonces fuma por la nariz y le
pasa el cigarro a Fermín.
La cosa es mañana.
El Chino desocupa sus ojos por un momento y arruga el entrecejo: ¡De
pinga! Y aprieta a la flaca entre sus piernas. ¡Al fin! Julio queda pensando.
—Oye, oye —Fermín le pone el dedo en el hombro—. ¡Qué carajo te
pasa, no te vayas a rajar!
Julio se quita los audífonos y vuelve a fumar. Para no matar a Robert
Plant, y la humareda se esconde en el aire de la Bóveda. Absorbe tres veces
seguidas y se entierra el humo en los pulmones mientras tiñe los ojos. ¿Rajar-
me yo? Entonces se coloca los audífonos llenando el cuerpo de contorsiones
aparentemente arrítmicas. Mientras da una segunda vuelta toma el alfiler que
pendía del pulóver y se pone a improvisar con voz disfónica:

Un pinchacito-ito un pinchazote-ote y ya
un pinchacito ito ito
con la muerte en una aguja bruja
ya llegó la bruja
ya llegó la bruja quién lo iba a decir
ya llegó ya llegó.

Se detiene de repente.
—¿Dónde hallaron la Bruja, eh? —y mira a Fermín con ojos de animal
en acecho.
—¿Al tipo?... No sé bien, fue La Rosa... Seguro que se lo encontró por
ahí y se lo templó... Ja... Dos pájaros de un tiro...
—Un pájaro y una bruja dirás tú... “El que muere por su gusto, la muerte
le sabe a helado de chocolate.” —hizo un espacio y miró al Chino que seguía

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en la prehistoria—. Mañana a las doce, donde ustedes saben.
El Chino bajó la vista: Dicen que hay un polvo mágico por ahí. La flaca
asiente con la mitad de una sonrisa. Cien pesos y mañana cogemos tremenda
carga.
Fermín mira con una mueca de duda: ¿Cien pesos...? Está duro...
—Qué carajo... coca de la buena.
—De la buena —apoya la flaca con la mano en el corazón.
La conversación reduce la cara de Fermín a un par de ojos redondos
como balines:
—Oigan... mañana es la cosa, hay que avisar a la gente —después fuma
un cabo largamente—. Me voy. Muévanse.

Mejor a las once, yo sé por qué lo digo. Espero que el Chino lo sepa ya —dijo
La Rosa mientras yo miraba que el reloj despertador no había sonado aún
pero volvía a caerme con su tiempo en el cuarto que ahora era todo azul, con
una grieta enorme en la pared donde entraban y salían los ojos de La Rosa
con expresión de mueble viejo. Yo sólo trato de alcanzar, ¿tú me entiendes,
Rosa? Y ella embarra el azul sobre su piel azul para dejarse olvidada en el
sofá sin fondo.
Cuando me lavé la cara el espejo me devolvió una mirada carmelita que
me hizo notar que a mis espaldas todo estaba en orden. Entonces ordené el
día: Lo primero era correr la bola del adelanto de la hora: —Yo sé por qué
te lo digo —dijo La Rosa mientras yo miraba el despertador—. Esta gente
se las sabe todas y a lo mejor nos joden —Después vería al Chino para saber
lo del polvo y de paso coger una buena carga, no vaya a ser que pensemos
demasiado y nos apendejemos. Aunque yo ya estoy decidido, Julio es el que
me asusta un poco... Comemierda... Lo más inmediato era templarme a La
Rosa, ella no me busca en mi casa a no ser que quiera que la coja. Lo último,
antes de ir al parque, va a ser caminar por ahí, dejando que la gente me vea
con una buena carga y con el Chino.
Fermín se desnudó para salir del baño y se dejó caer entre el sofá y La
Rosa. Inventaba que era algo místico y hacía que el pelo de La Rosa fuera
el de Caterine y el de Mirta y por qué no, el de la Flaca que era un apéndice
del Chino. Para entonces notar que no cabían tantos en el sofá. Yo sólo trato
de alcanzar, ¿tú me entiendes, no? Y el tiempo echó a correr hasta detenerse
en el hambre de las doce. La última cena dijo haciendo un hilo de risa en la
cara de La Rosa. Después el tiempo se fue hasta las doce de la noche.
—Falta Julio, yo sabía. Maricón. La Rosa saca un frasco rojo y una
jeringa. Sin ceremonias, esto es rápido que la cosa me huele mal. Y el pri-

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mero en pincharse fue el Chino, ahora voy a acabar con medio mundo. Y la
segunda fue la flaca que colgaba del Chino, después Fermín. Fermín tú no,
él y yo por la mañana nos acostamos y ya se jodió. El Chino llena la cara
con la incredulidad del resto: no jodan, como todo el mundo, y tú también
por si acaso. La Rosa enciende los ojos pero Fermín dice está bien y ya tiene
clavada la jeringa con un émbolo lento y seguro. Aplausos y la flaca hace un
fondo de risa oscura abriendo sus piernas de flamenco.
“666 (un cuento articulado)”, YOSS (José Miguel Sánchez Gómez, 1969) :Otro que
empezó escribiendo ciencia ficción en los talleres literarios “Oscar Hurtado” y
“Julio Verne”... y todavía no ha dejado de hacerlo. Graduado de Biología, otro de
El Establo (grupo a cuya influencia confiesa haber comenzado a escribir realismo,
además de ciencia ficción), melenudo, con muñequeras, adepto a la cultura física
en general y a las artes marciales en particular, espeleólogo aficionado y jugador
obsesivo de roll, Yoss ganó el Premio David de ciencia ficción en 1988 con su li-
bro de cuentos Timshel, sus textos de este género, pero también de realismo, han
aparecido luego en múltiples antologías cubanas y extranjeras, como Los últimos
serán los primeros, Fábula de Ángeles, La Tierra de las mil Danzas, El cuerpo in-
mortal, Irreverente Eros, Aire de Luz, a labbra nudi, Vedi Cuba e poi muori, La baia
delle gocci notturne, La isola delle mille danze (estas cuatro italianas), Horizontes
probables (mexicana), Polvo en el viento (argentina), Nuevos narradores cubanos
(española), Des nouvelles de Cuba (francesa), Cubanísimo! (alemana) y otras... hasta
que decidió ser él mismo antologador y recopiló y prologó Reino Eterno, sobre el
cuento fantástico cubano, en el 2000. Yoss ha obtenido, entre otros premios, el de
cuento de la revista Revolución y Cultura en 1993, el Pinos Nuevos de 1995 con su
cuentinovela de realismo sucio W, el de Cuentos de Amor de Las Tunas en 1998,
el Luis Rogelio Nogueras 1998, con la novela juvenil de ciencia ficción Los pecios
y los náufragos, el Aquelarre 2001... uf. En Italia ha publicado la cuentinovela de
crítica social I sette Peccatti nazionali (cubani) y en España otra cuentinovela de
crítica social, pero de ciencia ficción, Se alquila un planeta.
“666...” fue escrito apresuradamente en 1994 para una lectura conjunta con otros
ex miembros de El Establo. Pero, al pasar de los años, el autor confiesa que, salvo al-
guna que otra corrección, el texto le sigue gustando como aquel primer día. “666...”
es una historia de vocación estructural fuertemente postmoderna y con evidentes
influencias del Nuevo Periodismo, que mezcla sin distinción ficción y realidad (au-
tobiográfica aquí, en ocasiones) para quedarse a medias en un propósito ambicioso:
trazar un fresco de la historia del rock cubano y mundial, de sus protagonistas y
personajes. Si estás tú o alguno que conozcas en estas páginas, bien. Pero si no, no
te deprimas... como dice al final este es uno de esos textos que nunca se terminan,
porque siempre el lector es el que tiene la última palabra sobre ellos.

666 (un cuento articulado)


Yoss

666 / the number of the beast / 666 / the one for you and me / I´m coming back I will return
/ and I´ll possese your body / and I´ ll make your born / I have the fire / I have the force / I
have the power / to make my evil take its course.
The number of he beast, IRON MAIDEN

NOTA AL EXERGO: Y, muchacho, si no eres capaz de entender ni este inglés… mejor no


sigas leyendo. Puede que el resto lo entiendas todavía menos.

Y AHORA SÍ EMPIEZA EL CUENTO…


I- PROTAGONISTAS: Reales. Frankenstein, Eicidici, Skippy, El Liebre,

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Dagoberto, María, El Muppet, Ramil, Carlitos El Punk, Karina La Punk (no
son pareja, ni hermanos, ni primos…), Iván Latour. No están todos los que
son, pero sí son todos los que están. O al menos fueron.
II- VILMA: Pinareña. La necesaria muchacha infeliz del final desgracia-
do. Una concesión a la fábula oficial de que ser rockero no paga.
III- MISCELÁNEA: Conocimientos básicos, hechos interesantes, chis-
mes, un poco de todo eso que a lo mejor ya sabías desde hace milenios.
IIII- (Debía ser IV, pero así me gusta más) —HERIBERTO: El tipo que
no evoluciona, el recalcitrante… pero no el antihéroe. Sólo ni muy muy ni tan
tan.
V- CAMILA: La chica dorada, la muchacha que tendrá suerte. Ahora se
usan esos nombres masculinos feminizados. Dan idea de fuerza, dicen…
VI- (Y no podía faltar) YO: autoconscientemente egocéntrico y postmo-
dernamente estructuralista. O al menos creyéndomelo.

1- Frankestein era alto y delgado, manos grandes y cráneo ¿dólico?, ¿bra-


quio?, extrañocéfalo. Se parecía realmente a Boris Karloff en su histórica
caracterización. Disimulaba algo la semejanza la barba, del mismo color
que el pelo. La melena, castaña, muy lacia, larga casi hasta la cintura, era su
mayor orgullo. LEYENDA: Una de las tantas veces que terminó la noche en
la Quinta Estación quisieron pelarlo. Gran forcejeo. Entre cuatro fianas lo
sujetaron (otras versiones dicen que eran seis) y cuando ya le acercaban la
maquinita de afeitar, dijo: Teniente, no lo haga. Míreme… soy un monstruo,
y este pelo es lo único que me hace persona. Si me lo corta, me mata. Y yo,
o mi fantasma, se lo juro por mi madre, uno de los dos lo mata después. No
lo pelaron. ¿Piedad o…? Murió pocos años después. Tal vez era una forma
grave de acromegalia. Hace poco se dio un concierto en memoria suya. Allí
estuvo Alberto Méndez, teatrólogo y conocido mío. Dijo algo así como que
Frankestein era el falo, el significante inicial perdido de los hippies en Cuba.
Suena y es complicado: tiene que ver con el psicoanálisis de Jacques Lacan
y aquí no hay espacio para andarlo explicando. Lo tomas o lo dejas, y ya.
2- Vilma nació en Puerta del Golpe, Pinar del Río. Que es como Lepe
para los gallegos o pasto para los pastusos colombianos. Es un antecedente
difícil de superar. Y aquí pueden insertarse las ya clásicas anécdotas de la
concretera que dejaron dentro del cine, y del otro cine al que le pusieron las
lunetas al revés. Folklore popular que siempre pesó sobre ella.
3- Después que los negros del blues se encontraron con el sonido country
de los red necks de Oklahoma, Ohio y Kentucky. Bill Haley y sus Cometas
marcaron la pauta blanca. Chuck Berry. Elvis en Memphis, Jerry Lee Lewis
con su piano. Cuatro chicos de Liverpool encuentran su sonido en Ham-

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burgo. Buddy Holly, American Pie, muere en accidente aéreo con Ritchie
Valens, el de La Bamba. Llegan los años hippies con sonido San Francisco.
Janis Joplin, blanca que canta como negra. Eric Clapton. Si los Beatles eran
los buenos, los chicos malos Rolling Stones siguen ganando adeptos. Súper
grupos. Los monstruos Led Zeppelin y Deep Purple. Cada vez más virtuo-
sismo, coqueteos sinfónicos. Kansas, Yes, Rush. Hasta que los chicos de la
calle gritaron ¡basta, mierda! y llegó el punk con Captain Sensible y los Sex
Pistols. Pronto se gastaron las crestas, pero quedó el cuero negro, las botas
y las púas. Energía punk vertiéndose en sonido heavy metal, secta para ado-
lescentes primordiales y testosterónicos. Constelación de nombres agresivos:
de Judas Priest a Manowar, pasando por Van Halen. Cada vez más pesado,
más duro, más rápido. Speed, trash, grim, death metal. La nueva ola heavy
metal inunda los 80 desde Inglaterra. Iron Maiden, Saxon. Trash revolution:
Metallica y Megadeth. Senda paralela, el glam, fuente de sueños húmedos
para teenagers ansiosas. Queen, Cinderella, también Europa y Bon Jovi.
Reflujo de la ola: grunge. Nirvana, Pearl Jam, Alice In Chains. ¿Qué será
lo próximo? Las melenas o las crestas se siguen agitando, los que mueren,
canonizados en mártires de una religión sonora y atea. Pero todo esto, claro,
es sólo a grandes rasgos.
4- Heriberto es el hijo del tarro del secretario provincial del Partido con
una maestra de primaria. Heredó los ojos azules de la madre, y la terquedad
(no tan militante) del padre. Empezó a escaparse de la casa desde los once
años. Nunca le gustó estudiar. Lo suyo: vagar y oír la música que a su pa-
dre más le molestaba. OPCIÓN: (insertar aquí tres o cuatro complejos de
Edipo).
5- Camila es rubia, alta, ojos verdes y buenas tetas. Desde chiquita, la Bar-
bie de la escuela y del barrio. Ella, muy consciente del hecho. Autoconfianza
a mil y hormonas precoces: a los doce se enamoró de uno de los guitarristas
de Los Almas Vertiginosas, los tipos con más swing del momento en Cuba. Él
la partió, y también le prestó el primer disco de los Beatles, cuando todavía
estaban superprohibidos.
6- Por supuesto, mi intención es que este cuento sea un poco estructu-
ralista y postmoderno, al estilo de… digamos, Rolando Sánchez Mejías.
Y dicho sea de paso, no sé si seguirá funcionando años o siquiera meses
después de esta lectura convocada por Redonet, para la que lo he escrito
especialmente. ¿Arte efímero? Mariko-san, en Shogún, decía siempre:
El mañana no existe, Anjin-san. Parece que siempre hay una frase para todo,
¿no?
7- Eicidici tiene los ojos grises, se tiñe de rubio y tiene una edad indefi-
nida entre treinta y cuarenta. Algo… afectadito, él. Pero pinta bien, y tiene
buen gusto: Las camisas y pulóveres que decoraba, así como las manillas,

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botas, gorras y chalecos hechas por él mismo, lo convertían en uno de los
referentes visuales más llamativos del mundo rockero. LEYENDA: En una
fiesta en Alamar, con las luces apagadas, todo el mundo cabeceando, se le
oye gritar de pronto: ¡Cuidado, cojones, quieto to´l mundo, no me la vayan
a pisar! Búsqueda frenética por el suelo, luces encendidas, hasta que al fin
aparece. Ese día se supo que usaba dentadura postiza…
8- Vilma tenía 16 y nunca había hecho otra cosa que trabajar en la vega
de tabaco con su familia cuando no estaba en la escuela. Pero un día, llegó
al pueblo un grupo de tipos peludos con una grabadora que distorsionaba
todos los cassettes. Los guajiros los miraban como si fueran extraterrestres…
pero la muchacha se fue con los forajidos. Argumento trillado del filme del
Oeste. La tabacalera adolescente bailó, probó pastillas y perdió a gusto la
virginidad, nunca recordará con cuál de los vagabundos. Pasaron por cuatro
pueblos más. A la semana, cansada de pasar hambre y dormir en bancos de
concreto, la fugitiva ovejita negra regresó al redil. La paliza fue fenomenal,
pero no evitó que, tres meses después, tuviera que presentarse en el hospital
para el primer legrado de su historial.
9- Los tatuajes se conocen desde la antigüedad, y siempre se les atribuyó
un significado místico-mágico. El congelado hombre de Cro-Magnon hallado
casi intacto en los Alpes tenía varios. Los celtas y otros pueblos eu-ropeos
de origen indo-ario los usaban, pero con la dominación romana se perdió
la tradición. Y no es hasta el contacto de los marinos mercantes europeos
con el Asia milenaria que los diseños en la piel recobran cierta popularidad,
aunque aún marginal, en Occidente. En China, profundo sentido taoísta. En
Japón identificaron por siglos a los yakuzas. Los maoríes, pueblo belicoso
y estoico, máscaras de guerra vivientes. Hoy se tatúa con tintas de varios
colores, incluso fluorescentes, se utilizan máquinas y hay multitud de revistas
especializadas en el skin art, con convenciones anuales de carácter competi-
tivo y jugosos premios al mejor tatuaje y al mejor artista. El rock, bebiendo
de la tradición outsiders de Hell´s Angels y rufianes del puerto, se apropia
del significado underground y semidelincuencial de la práctica. Estrellas
como Axl Rose, Steve Tyler, Jon Bon Jovi y casi todas las luminarias de la
guitarra eléctrica exhiben tatuajes con provocativo desenfado, y sus fans los
imitan con entusiasmo tal vez algo masoquista. También en Cuba viven hoy
los rockeros, la fiebre del tatuaje, tras cierto prejuicio inicial por su ligamen
al mundo afrocubano.
10- Heriberto empieza a ser llamado El Gato, por su eterna delgadez y
por haber sobrevivido a tres o cuatro caídas de segundos y terceros pisos,
borracho de muerte. Quiere ser guitarrista, pero tiene el oído irremisiblemente
cuadrado. No obstante, cambia su ropa de salir por afiches de Jimmy Page
y otros dioses de las seis cuerdas. Se declara fan absoluto a los plomos del

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Zeppelin, y sus escapadas se dilatan cada vez más. Vive de sobras de pizzas
y helados por Coppelia. Se inicia a toda máquina en la senda circular de las
pastillas aplastadas en el combustible alcohólico, solución criolla a la carencia
de LSD y lo ilegal de la marihuana.
11- Cuando Los Almas Vertiginosas se van en masa del país, su inicia-
dor incluido, Camila La Bella se descompensa un poco. Pero está hecha de
un material muy duro, aleación de orgullo y saber que ella es la muchacha.
Logra salvar el año en la secundaria, y según lo esperado, entra en la Lenin,
la beca de la élite intelectual adolescente habanera y nacional.
12- Mi tío Luisito, ya muerto, siempre criticó las melenas. Para él, tanto
cuidarlas y peinarlas llevaba sin remedio al amaneramiento… y yo asentía,
algo hipócrita. Tenía 10 años y no sabía nada de rock ni me interesaba,
solo escuchaba a Wagner y Berlioz, música clásica. Pero ya me había leído
Los conquistadores del Fuego, Sandokán y Conan el Filibustero, y soñaba
con la estética primitivo-medieval de pelos largos, chaquetas sin mangas,
botas altas y muñequeras claveteadas. La sinergia se produjo cuando vi el
primer afiche de Kiss, y los oí. Aquellos tipos pelilargos lucían bien, muy
estilo héroes de comic, a su aire, sobre todo Gene Simmons, el bajista, el
más musculoso. Además, la música que hacían… y no hubo escape para mí.
Rockero de corazón hasta hoy.
12+1 (por si acaso)- Skippy era el bajista del grupo Venus. No era muy
bueno al principio, pero tenía entusiasmo y, sobre todo, melena. Estaba flaco,
y los aseres lo perseguían por toda la ciudad para pelarlo, pero él era ágil…
Escapar como Skippy se volvió una frase habitual entre rockeros. Con los años
malos para Venus, pasó por Metal Oscuro, el grupo de El Liebre, y terminó,
Dios mediante, tocando en el grupo de una Iglesia. También terminó por el
estilo El Chino que cantaba en Zeus. ¿Todos los caminos llevan a Roma, o
Dios los cría, y…?
14- Las fugas de Vilma se hacen cada vez más frecuentes, y las palizas…
pero parece que algunas veces los golpes no enseñan. Padres desesperados. Un
día regresa y no la dejan entrar en la casa. El padre dice: Aquí no quiero más
putas que anden con maricones. Vilma se encoge de hombros, decide ir a la
capital a ver si encuentra a alguno de sus conocidos del camino. Entretanto,
come sobras, duerme en funerarias y terminales de ómnibus, la rescabuchea
un viejo mientras caga debajo de una palma y por poco la violan tres reclutas
fugados. Anecdotario. ¿Alguna vez leyeron Justine, o los infortunios de la
virtud, del Marqués de Sade? Una versión para consumo nacional… pero
sin la virtud ni siquiera.
15- Las guerrillas son toda una institución. Visitas a socios en lejanos
campamentos pinareños de la escuela al campo. Espeleología aficionada
con faroles de luz brillante y botellas llenas de secretos preparados hidroa-

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lcohólicos de alto octanaje. Woodstock de bolsillo. Tiendas de campaña y
banderas con el signo hippie amaneciendo en Playas del Este. Vaga-bundeos
hasta Varadero, en un país donde el ideal de la road movie parece imposible.
El Viaje: ocasión para confesiones, sexo (no siempre en grupo; digan lo que
digan, más bien raras veces) y encontrar nuevos amigos. Utopía de la Repú-
blica Ambulante de Rockotitlán.
16- Se caía de la mata que si se momiaba en el pre al Gato lo chupaba
el verde. TRADUCCIÓN: Heriberto en el Servicio Militar Obligatorio, por
mal estudiante. Y la pesadilla de todo rockero: la castrense tijera mordiendo
sus greñas, mutilando el alma capilar externada. Marchas y contramarchas.
Arme y desarme del AKM. Alarmas de combate a medianoche. Angola en el
horizonte. El Gato tendrá siete vidas, pero no firma. Se niega rotundamente.
Más vale un pendejo vivo que un héroe muerto y una escuelita con su nom-
bre. Va de cabeza al calabozo. Tres orientales negros (sin regionalismos ni
racismos, pero así fue) tratan de violarlo… pero se defiende como lo que
es, con uñas y dientes, y acaba de socito fuerte de los nagües. Filosofía del
corcho: sobrevive… y después ya veremos.
17- En la Lenin, Camila La Astuta se mimetiza a la agresividad antirock
del ambiente. Llega a jefa de destacamento, a alumna vanguardia, la hacen
instructora. A veces, en fiestas, en casa de algún amigo, vuelve a escuchar a
los Beatles con cierta nostalgia en su corazón, y cierta humedad más abajo.
Tiene un novio en la UJC, un buen muchacho de pelito corto. A la hora de
elegir carrera, para sorpresa de muchos, pide Historia del Arte, y lo que no
sorprende a nadie es que se la den. Al fin, sueño dorado de mamá cumplido:
su niñita linda en la Universidad.
18- Esto empieza ponerse algo monótono, y ningún lector perdona el
aburrimiento, sobre todo si es largo. El simbolismo mítico del número de
la bestia en el Apocalipsis de San Juan, ligado al tema por el satanismo su-
perficial del que hacen agresiva gala tantos rockeros, exigiría sesentaiseis
subtópicos, por lo menos, para ser numerológica y cabalísticamente correcto.
Tarea de Sísifo… tengo que encontrar una solución más corta. Trabajaré en
eso, lo prometo. Cambio y fuera.
19- María es María Gattorno. Nieta de un pirata y negrero siciliano que
llegó a ser agrimensor de la reina. Su descendiente se graduó de Historia
del Arte, y después de trabajar tres cursos en la Escuela de Formadora de
Maestros Salvador Allende llega en 1980 al lugar donde ocurrirá todo.
Casa comunal de cultura de Plaza Roberto Branly, en plena Timba. Hay un
problema con la juventud, y se llama rock. No tienen ni sitio ni apoyo. La
solución se incuba por años y surge en el 87 el Patio de María, que SÍ es
particular, aunque se moje y se empape como los demás. Primer sitio más o
menos fijo de la ciudad donde se puede acudir a escuchar música grabada,

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y ver tocar en vivo a grupos nacionales. A veces los policías echan spray y
bastonean, la mayor parte del tiempo se limitan a mirar con mala cara. María
es bendecida, agradecida, venerada, considerada casi sagrada. Una de las
pocas personas mayores respetadas en el ambiente, verdadera institución
con trenza y espejuelos. Además, apóstol de la campaña contra el SIDA… y
verdadera surfista a través de las olas de la burocracia obstaculizadora y los
escollos de la falta de fondos.
20- El Liebre era uno de esos bicicleteros que levantaban gomas por
las calles y recorrían cuadras y cuadras sobre la rueda de atrás. Luego fue
breakdancer. Siempre tuvo olfato para saber de dónde soplaba el viento del
swing, así que un día se agenció, no quiera saberse cómo, amplificadores
e instrumentos, pensó que no sería tan difícil sonar el bajo, y nació. Metal
Oscuro. El Liebre, valga decirlo, era negro (siempre sin racismos). Metal
Oscuro sonaba fuerte, fusilaba los punteos de famosos grupos extranjeros
como Kiss, contaba con un impactante feed back, y sus textos eran mara-
villosamente sintéticos. Por ejemplo, un clásico: Holocausto. Media hora
de instrumental metálico, y al final, El Pompi, el cantante rubio del grupo,
rugiendo esa única palabra. Impactante es poco, ¿verdad?
21- Una vez en la capital, Vilma no encuentra a ninguno de sus socios:
todos están en otro peregrinaje, en Villa Clara, Festival de Rock de Cruces.
Ya no tiene ni un centavo, pero en la Terminal de Ómnibus conoce a uno de
esos ángeles benefactores que muchos dudan que aún existan sobre la faz de
la mierda. Mujer de mediana edad, pintora, todavía hermosa, que la lleva a su
casa, le da de comer, le presta ropa y dinero, la hace sentirse persona. Pasan
los días y se convierten en semanas, el ángel pinta y Vilma la mira y comenta
los cuadros desde su ingenuidad, crece la confianza. Una noche, Primero de
Mayo, celebrándolo y celebrando el mes de convivencia, se emborrachan
juntas… y dulcemente, el ángel trata de meterle mano. Vilma no está tan
borracha como parece, pero es comprensiva, agradecida, y la curiosidad.
Se deja. No está nada mal… ACLARACIÓN: Cualquier semejanza con
el artículo El caso Sandra de Luis Manuel García (¿alguien lo recuerda?)
aparecido en Somos Jóvenes, es pura realidad. De la realidad de la que no se
habla en los discursos del Primero de Mayo.
22- Vilma comienza a ir por el Patio de María, acompañada por su ángel,
más protector que celoso, más curioso que desconfiado. Se encuentra a algu-
nos de sus amigos: escenas con el ángel, hasta que un día se metamorfosea
en demonio que abofetea furioso, y aunque luego pida perdón lloriqueando
que sólo quería tener todo su amor, ya Vilma le ha visto los cuernos bajo la
aureola. Uno de los socios resuelve el conflicto, presentándole a otro ángel,
de sexo masculino (su pesar) que necesita cobertura para sus ambigüedades.
Hecho. Vilma tiene casa, comida y chismes cómplices de madrugada con la

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loca tapiñada, con tal de que públicamente finja ser su pareja y en secreto
duerma en el sofá las noches en que él trae a algún amiguito. Extra: él también
le permite traer a los suyos… incluso, una vez, al ángel pintora cargada de
flores y bombones con ansias de reconciliación, y como Vilma le ha cogido
el gusto a ciertos jueguitos... ¿No es el paraíso?
23- Los conciertos eran en cualquier lugar. En el anfiteatro de Alamar,
una generación de rockeros bailó al son de los covers de Barón Rojo y
Ángeles del Infierno sonados por OVNI, Géiser, Tackson, Viento Solar…
En el patio, la generación siguiente escuchó letras propias que antes sólo
habían osado entonar los de Venus. El tiempo de Zeus, Cartón Tabla,
Hojo X Oja. Y más recientemente, Cosa Nostra, Naranja Mecánica,
Joker, Futuro Muerto, Havana. A veces también tocan en el cine-teatro
Payret, en el América, hasta en el Karl Marx, otras veces en esta o aque-
lla Casa de Cultura. La amplificación, el sonido, son el talón de Aquiles.
El mejor audio lo tiene el grupo Síntesis, que no hace heavy ni trash, sino
afro-rock, pero que se muestra solidario… la mayoría de las veces. Influye
que Equis, el hijo de Ele, toque en Havana. ¿Coopera con lo inevitable? A
los conciertos muchas veces las tribus peludas van más a verse que a oírse.
Vida social. También acude la farándula trovadoresca, y los rockeros no se
pierden a Santiaguito ni a Varela. El underground unido jamás será vencido,
o algo así. Como Hollywood años 40: películas de vaqueros, de piratas,
de guerra… pero siempre las mismas caras. Pintores, poetas, trovadores o
trashers, siempre los mismos.
24- El pelo es una filosofía: tiene sus etapas de crecimiento, sus normas de
cuidado y también sus estilos y sus modas de adornos a través de los tiempos.
Se usó el spell-droom, las patillas y también cayendo apenas sobre la oreja,
el macartney, en los días de la manhattan y el pantalón campana. Luego,
los tubos tan apretados que a veces había que usar talco para ponérselos, o
cosérselos puestos, y con ellos el cerquillo, largo por los hombros o apenas
más abajo. Luego, los años hippies: raya al medio, mientras más largo mejor,
pañuelos y cintas pacifistas anudando la frente. Aparecen luego los aretes,
primero en una, luego en ambas orejas, los cordones y ligas para anudarlo
a la espalda, también se guarda en una gorra para evitar la suspicacia de los
intolerantes y que el sol lo queme. Algunos audaces se lo tiñen de rubio con
agua oxigenada, aparecen algunos punks suicidas, cuyas crestas son imanes
para los azules cazadores de carnets de identidad. Con Anthrax y luego la
moda grunge se popularizan los shorts pants con las botas cañeras y camisas
Pendleton a cuadros. Lo mismo que los pañuelos anudados a la cabeza a la
gitana, en ancha banda sobre la frente, no en la onda hippie sino más a lo Axl
Rose. Luego, el tiempo de los chivitos y las cabezas rapadas, ya la melena
no es bandera. Aparentar peligrosidad, estética de la diferencia, de llevar la

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contraria a la masa. Segregación y autosegregación, círculo vicioso. Somos
malos porque no nos quieren, no nos quieren porque somos malos.
25- El Gato sale del verde (no hay mal que dure cien años ni ejército que
lo resista…) y regresa al home sweet home. Pero la parábola del hijo pródigo
no se cumple siempre. Nada de recibimientos triunfales. Tiene que buscar
trabajo, y entra como CVP en un preuniversitario. Sueldo de mierda, pero
gran arrastre de niñas fresquecitas. Vuelve a crecerle el pelo. Se reencuentra
con las pastillas, y cae en su abrazo alegremente.
26- Cansado de velar de noche y de luchar con el director de la escuela
por el largo de su coleta, El Gato se entera de que están buscando peludos
para actuar como figurantes en una serie de TV de onda fantástica-medieval,
Shiralad. Y como hacer bulto es lo suyo, allá va. Encuentra algunos socios,
come a sus horas todos los días con las cajitas de la producción, hasta au-
menta de peso. Conoce a la que será luego su esposa, otra fan a Zeppelin y
al secobarbital. En fin, tiempos felices.
27- Camila La Histriónica estudia actuación en el ISA, después de cam-
biarse en primer año de Historia del Arte. Empieza a entrar en ambiente y
se siente como pez en el agua. En la beca, todavía lejos de los padres, pero
que no es para nada la Lenin, el cielo es el límite, todo está permitido. La
bohemia, la farándula, los actores… sexo a voluntad (un par de veces homo
y una vez grupal), borracheras, su primera marihuana en serio… hasta un
intento y alocado de película pornográfica artística con cámara de video de
aficionados, del que se retira prudentemente a tiempo sin haber llegado más
allá de quitarse la camisa ante la cámara y mostrar sus durísimos y preciosí-
simos pezones al objetivo. Se hace muy socia de unos chilenos muy hippies
que estudian en la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de Los
Baños, que le medio curan la nostalgia inexplicable que a veces le carcome
el occipucio.
28- La amistad con los chilenos y la rara belleza de su rostro se encargan
de que Camila empiece a aparecer con cierta frecuencia en cortometrajes de
otros latinoamericanos de la Escuela de Cine. Se enamora de Arcelio, un
uruguayo cuyos padres lucharon contra Stroessner para que su hijo pudiera
hacerse el capitalista. Más marihuana, más conciertos, más sexo. Conoce a
Santiago Feliú (muy íntimamente, presumirá después) y se da el gusto de
decirle que no a Carlos Varela a las tres de la mañana en una fiesta. Se ha
convertido en una tipa reputada, su swing es de botines, jeans apretados y
camisetas cortas siempre ceñidas (sin sostén, claro) a sus senos perfectos.
Pero ella quiere más. Envidia no muy secretamente las glorias de musa tro-
vadoresca de Gunilla y aspira a ser inspiradora de hippies guitarreros de alto
rango. Vuelve a acercarse al firmamento del rock neonacional.
29- Yo estuve en El Establo, un grupo de jóvenes del pre y la universidad

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que escribíamos y soñábamos con cambiar la literatura cubana. Raúl, Ricardo,
Ronaldo, Verónica y el padre Sergio, que era un escritor hecho porque ya
había cogido el Premio David. Nos reuníamos en la Casa del Té del Parque
Lenin y en la Plaza de Armas, a leernos cuentos y poemas y hablar de cómo
íbamos a arreglar el mundo. En realidad, yo me perdí el divino principio,
la esperanzada fundación y la época romántica. Cuando Raúl me llevó, yo
todavía escribía nada más que ciencia ficción… cosas como esta vinieron
luego, y se las debo en gran parte a ellos. Un día empezaron a llover los
premios, pero también las disputas, las acusaciones y las culpabilidades y
desconfianzas. Los rockeros idealizados de Raúl, la semiótica de Rony, la
farándula de los plásticos de Ricardo, y mis héroes espaciales se fueron cada
uno por su lado. Luego pasó el tiempo, y ahora se habla hasta de antologías de
grupo. No sé si alguien dirá ahí algo de los conciertos de rock en el anfiteatro
de Alamar a los que empezamos a ir todos desde que yo los llevé un sábado.
Antes eran rockeros de gabinete, de oído y no de estampa, que conocían a
Asia, Kansas y Pink Floyd pero no habían oído hablar de Gens, de Venus ni
de Arte Vivo. Deslumbrados, todos escribimos de ese ambiente, rock nacional
y su subcultura. Raíz de un encasillamiento. Por mucho tiempo nos llamaron
los novísimos narradores friquis, pero ya no somos ni tan novísimos ni, en
general, tan friquis.
30- Por otro lado, 66 acápites son pocos para una historia que es muchas.
Aunque resulten demasiados para un cuento. Necesariamente, pues, quedarán
cosas sin decir. De mí y de los demás. Pero algunas no quiero que se queden
en el silencio. No, por ejemplo, que en la Lenin te echaban un limón por la
cintura de los pantalones, y si no caía solo hasta los bajos eras un friqui, un
penetrado cultural, víctima y agente del diversionismo ideológico, enemigo
de la juventud… y te lo rompían para que lo cosieras de nuevo, pero ancho
como mandaba la estética revolucionaria. Hasta que una vez, yo y varios más
nos cansamos, y cuando el director trató de rompernos los bajos, no pudo y
toda la plaza de formación se cayó de risa por su cara ridícula de frustrado.
Yo había sacrificado más de diez metros de nylon de pescar del más fino
para el chiste, y nos costó un Consejo de Disciplina, pero valió la pena. Lo
que no valió la pena fue que, dos meses después, terminara séptimo grado
con Matrícula Condicional por haberme atrevido a decir en alta voz ¡Que
viva Kiss! Que era por aquel entonces el grupo de rock más odiado por la
oficialidad pedagógica, por su pretendido fascismo y su perversión sexual.
31- Quedarán en la memoria El Muppet, su delgadez extrema y su boca
desdentada, sus mezclas de ron y pastilla resistiendo a toda desintoxicación
en su eterno vuele, y sus días en el SIDAtorio de Santiago de Las Vegas,
donde engordó y todo. Ramil y su hermano de armas Abelito El Punk, los
peludos guapetones hinchados de músculos y granos por los esteroides, mitos

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vivientes para consuelo de flaquitos melenudos a los que negros y reclutas
les gritaban siempre maricones y locas en las calles. LEYENDA: Ramil
doblando una peseta de cuarenta con las manos, y fajándose él solo con un
camión lleno de reclutas con sus zambranes y todo. ANÉCDOTA REAL:
Abelito El Punk y el que escribe estas líneas una noche en un calabozo de
la Quinta Estación donde debían caber dos y éramos siete. Nosotros dos
agarrados a la reja y dando patadas contra los otros cinco negros que que-
rían por lo menos comernos vivos. Quedarán también Dagoberto Pedraja,
guitarrista de Gens que también cantó, trabajando en el inefable Programa
de Ramón, Biblia radial de rockeros e irreverentes que lanzó al estrellato a
Radio Ciudad de La Habana poniendo los temas más duros y hasta entonces
más prohibidos por la censura de siempre. Quedará Carlitos El Punk con su
cresta y sus tabacones, enseñándome las esposas y la pistola que le quitó a
un policía en aquella bronca famosa en la Casa de Cultura de Playa en el
91, y regalándome para colmo el zambrán que también tomara del unifor-
mado. Quedará Karina La Punk, que de chiquita cantó en el grupo Meñique
con María Álvarez Ríos, con trenzas y lazos de niña buena, y de grande
hizo tatuajes y tocó el teclado en grupos alternativos. Quedará Juan Carlos,
alias Mick Jagger, un metro noventa de estatura, rizos y cara de arcángel, el
eterno estudiante de Economía, pidiendo licencia todos los años para poder
seguir en el swing de la Universidad. Fanático de Megadeth, sex-symbol
para adolescentes, iniciándolas en el culto al metal y el sexo, y en su espalda
la cicatriz de un machetazo recordando forever la bronca del día en que se
inauguró el Patio de María. Quedará Iván Latour, otro rubio, primero trova-
dor, luego vocalista de Havana, el grupo de rock de los hijos de los músicos
(de Mezcla y Síntesis) supliendo su falta de voz con su cara linda y su ronco
carisma, socio fuerte de Santiaguito que le presta siempre su guitarra para
los conciertos. Quedará Lituán muriendo en el hospital y la funeraria llena
de melenas llorándolo. Y el calvo, otro muerto, en el sanatorio de Los Cocos.
Quedará en Chile el Luiso, el primer líder de Zeus… y tantos y tantos que
aspiran a ser nombre, presencia y memoria, que no pueden estar todos, ni
aunque fueran realmente seiscientos sesenta y seis acápites.
32- Vilma visitando a uno de sus socios en el SIDAtorio, viendo la
comida, la piscina, el cuarto con aire acondicionado, facilidades de hotel
de veraneo en medio de la austeridad del Período Especial, y… en medio
de una crisis existencial, dejándose embullar por otros, autoinoculándose el
virus terrible. Adiós definitivo al ángel gay que ya empezaba a molestar con
sus malacrianzas y sus exigencias de recato y a veces hay que guardar la
forma, muchachita. A partir de ahora, todo muy veloz. Vilma VIH positiva
arriba a lo que ella cree Jauja, y festeja la libertad tras los muros con más
sexo, orgías… y nadie le había hablado o ella no le prestó oído al peligro de

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reinfecciones. Vilma de portadora asintomática a enferma en menos de dos
años. Vilma cadáver, y en Puerta del Golpe sólo lloró su madre, porque su
padre ya no tenía hija, y cuando un guajiro se emperra en algo, no hay quien
lo mueva. ACTIVIDAD OPCIONAL: Se permite llorar por Vilma. Aunque
no tuvo suerte en la vida, no era una mala muchacha, snif, snif.
33- Los ingredientes insoslayables de las mezclas sicotrópicas: seco-
bar-bital, nulip, efedrina compuesta, jarabe antiespasmódico, elíxir paregó-
rico, fenobarbital, imipramina, meprobamato, diazepam y el rey indiscuti-
do, parkisonil blanco o rosado. Machucar hasta polvo y ligar con alcohol si
se quiere potenciar el efecto. En el campo, alternativas ecológicas: infusión
de campanilla, y para los naturistas adoradores de la auténtica tradición hi-
ppie, té de honguitos. Para la población en general, toda clase de destilados
de alcohol: warfarina, chispa de tren, salta pa´trás, hueso de tigre, bájate el
blúmer, El Hombre y la Tierra, champán de hamaca, azuquín, vino espumoso,
preparado, alcolifán.
34- Después de Shiralad, Heriberto El Gato se casa con su adorada
media naranja rockera. Sorpresa: ella será friqui y pastillera, pero también
pentecostal. Dios llega a todos y Jesús salva. El flamante esposo no deja de
consumir, pero estrena la capacidad de sentir remordimientos y expiarlos
haciendo catarsis públicamente y confesando su débil voluntad frente a la
congregación en pleno que lo aplaude. Consigue un nuevo trabajo, como
mensajero de un supermercado. Se pasa del hard rock al alternativo, de
Led Zeppelin a Alice In Chains, no sin cierta consternación de su cónyuge,
que quiere reformarse y ser digna de recibir al Señor. Pero, el que nace
para yunque… El Gato sigue acudiendo a los sitios de perdición, y cada fin
de semana pegando la normal proporción de tarros que ordena el machis-
mo-leninismo nacional, mientras ella carga con su cruz y se siente orgullosa,
porque el sufrimiento es expiación. CONCLUSIÓN: Vaya, que casi son un
matrimonio normal y corriente.
35- Camila La Inolvidable nació con buena estrella; el uruguayo, a los
tres meses de graduarse y haber regresado a Montevideo, empieza a extra-
ñarla de verdad…. Y apelando a chorros de dinero, a toda su astucia y su
garra charrúa, tras sortear mil dificultades con visas y pasaportes, logra que
la cubana sea invitada a un inexistente taller de expresión corporal. Al llegar
ella, se casan, y Camila La Inmigrante empieza a sacar partido del perfil y
la sonrisa que natura le dio haciendo comerciales de pastas dentífricas, con
relativo éxito y bastante dinero. Se acostumbra a usar medias de seda (hace
frío) y tacos de aguja (se ve tan alta) no solo para trabajar, sino hasta para
irse de noche a bailar a las discotecas donde Simon & Garfunkel suenen su
silencio remixado a ritmo de bakalao. Podría oírlos en el reproductor de CDs
de la casa, pero en la disco puede además conversar con otros nostálgicos de

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aquellos tiempos románticos que ya no volverán, y lamentarse de que el rock
ya no es lo que era bebiendo whisky Chivas Regal de a 50 dólares la botella…
y a veces, si él es simpático y Arcelio se emborracha rápido, recordar sus
tiempos alegres en el ISA y echar una cana al aire. EN RESUMEN: Camila
siente que ha llegado al Edén, al sitio en el que siempre debió estar… y los
conciertos de la Nueva Trova sólo son un ligero prurito más en la memoria,
para quien tiene todo el futuro por delante.
36- Tal vez no he dicho nada nuevo ni he desenterrado nada viejo. No es
esta la historia definitiva y detallada del rock en Cuba, que sueña con publicar
alguna vez Humberto Manduley… quizás cuando ya los rockeros censurados
se hayan olvidado de que alguna vez lo fueron. No tengo su edad, ni su me-
moria, ni tampoco la erudición discográfica de Juanito Camacho o el Guille
Vilar. Aquí sólo hay intenciones, varias líneas argumentales difusas, alguna
que otra anécdota suelta… Ronaldo podría decir que el sistema ideotemático
no se corresponde con la expresión metatextual (TRADUCCIÓN: que la forma
no juega con el contenido), y probablemente Arturo Arango no sabría decir si
este texto, su autor y su contexto deben clasificarse como violentos o exqui-
sitos. Reconozco mil influencias, pero no sé de quién es cada una; si de Jack
Kerouac, de William Burroughs, de Charles Bukowsky o de las historietas de
Pogo y Charlie Brown. Admito que es largo, monótono y repetitivo hasta la
náusea… y no la de Sartre, claro. Que abusa de citas y referencias (y ya sabes;
a quejarte a la casa que nunca se llena). Creo que no es un cuento friqui, que
no les va a gustar ni a ellos ni a los críticos. Pero, no sé… simplemente salió
así, y punto. Espontáneo, sin pretensiones de aclarar nada ni de hacer ninguna
clase de justicia poética ni de dar voz a los sin lengua, sin moraleja ni preten-
siones de figurar en antologías de los novísimos ni el copón divino. Y si no te
gusta, chico… saca cuentas. Es simple. De 36 a 66 van 30… treinta acápites
enteritos que puedes llenar con las anécdotas, quejas, comentarios e ideas que
tú quieras… entonces, ¿qué? ¿Te animas o no?

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“La manzana magenta”, Daniel Díaz Mantilla (1970): Danielito empezó a ser pre-
sencia habitual en las reuniones de El Establo cuando la inevitable desintegración
del grupo ya estaba próxima, pero su voluntad de escribir era inalienable y a prueba
de balas, lo mismo que su gusto por Pink Floyd. Graduado de Lengua Inglesa en
el ISPLE, profesor, Mantilla pertenece a ese género monástico y en extinción de
escritores meticulosos y obsesivos capaces de leerse entero un texto de anatomía
humana de 1000 páginas para escribir un par de capítulos de una novela. Prosista
de densidad maníaca, casi abrumadora, experto en reflejar los estados de aliena-
ción extrema del individuo en conflicto con la sociedad, a pesar de que escribe sin
cesar ha publicado poco. Su monumental novela Surrealandia permanece inédita (si
bien, uno de sus capítulos, “El punk”, apareció como cuento en Los últimos serán
los primeros). Ha publicado dos pequeños cuadernos, el de cuentos Las palmeras
domésticas, y en.trance, noveleta que obtuviera el Premio Calendario de la AHS, al
que pertenece la historia que presentamos a continuación. “La manzana magenta”
es uno de esos cuentos raros, alienantes, densísimos y a la vez desgarradoramente
tiernos típicos de la pluma de Daniel. Y ¿qué más decir sobre él? Un muchacho,
una muchacha, un deseo, algo que los une, ¿el rock?, ¿un existencial pesimismo?
Hay textos que están más allá de toda sinopsis y descripción, y este, sin duda, es
uno de ellos.

La manzana magenta
Daniel Díaz Mantilla

ahora que todo se calma. gira leve y la música y la ropa bajan de la lámpara
para colocarse en su justo sitio entre los muebles, ahora que ha cesado final-
mente la inercia inverosímil del sonido y las voces regresan congruentes a
mis labios y las palabras son de nuevo controlables, casi, ahora que el ave
se detiene, aquí, la manzana magenta pende del hilo amarrado a las antiguas
tablas del techo, y la niña codicia con ojos líquidos, como si pudiera alcanzarla
pero no pudiendo, deseándola de todos modos mientras sofía pasea su vista
por el cielo plomo y se acerca un índice a la boca por hacer más explícitos
su duda y su temor.
tal vez si las cosas hubieran sido distintas, pero ahora todo se calma. si le
hubiese devuelto la revista y ya, pero la música y la ropa bajan de la lámpara.
si me hubiese ido sin aceptar ese maldito cigarro, pero se colocan en su justo
sitio entre los muebles. porque después vinieron las preguntas insistentes,
pero ahora ha cesado finalmente la inercia inverosímil del sonido. ¿cómo te
va, sofía, por qué no te quedas un rato?, y las voces regresan congruentes
a mis labios. debí haberle advertido que no, mas las palabras son de nuevo
controlables. que yo no era sofía, casi. entonces no hubiese sucedido nada. el
ave se detiene. estuviese tranquila en el albergue, pero la manzana magenta

96
pende del hilo. tenía que decirle que sí y sentarme, pero la niña codicia con
ojos líquidos y se aproxima en silencio, apartándole el cabello del rostro:
¿te sientes bien, sofía?
sí, no es nada.
¿y por qué, lloras?
no sé. por gusto, supongo.
ven conmigo.
la niña agarra a sofía de la mano y entra en la choza. sobre la cama hay
un paquete de periódicos y trapos raídos.
¿qué, es? —pregunta ella ayudándola a desatarlo.
esta puedo comérmela cuando quiera —explica la niña— pero aque-
lla... tendré que esperar años para poder tocarla. a veces temo no alcanzarla
nunca.
sofía mira a través de la ventana siguiendo la dirección señalada por un
índice menudo: la manzana magenta pende de un hilo amarrado a las tablas
del techo. los ojos de la niña se licuan de tristeza mientras sofía pasea la
vista por el cielo plomo y observa a los muchachos lanzándose galletas en
el patio y agitando las botellas para derramarse el refresco unos a otros. una
voz llama a su espalda:
¿te sientes bien, sofía, quieres un cigarro?
sí, gracias.
¿por qué no te quedas un rato?
estoy apurada.
sofía se pierde tras la puerta y diderot fuma antes de recoger la revista
y guardarla, junto a otros papeles y condones que nunca llegaron a usarse,
en una gaveta del buró.
alrededor un espíritu asciende de la botella, confundiéndose con el olor
de los cigarros. diderot engulle el último sorbo y restriega enérgicamente el
cristal ante los ojos de una niña atónita que se esconde tras las tablas rancias
de su choza y su manzana magenta. un fósforo se pierde entre las llamas y
crepita en el fondo. diderot estudia el techo buscando esa música que baja
de la lámpara, pero
hace frío y el viento se filtra por las persianas entornadas del albergue.
el último cigarro avanza bronquios adentro, avivando una huella incandes-
cente en la oscuridad, un trazo agrio adhiriéndose al restallar de los árboles
y provocando la tos en las literas más cercanas. tal vez alguien se despierte
y no quede otra alternativa que cerrar los ojos, soñar con niñas que saluden
desde sus manzanas magentas, chamanes en trance marchando al centro y
regresando a sí mismos en un eterno distenderse y transcurrir del tiempo,
mientras una colilla tirada dibuje su curva lumínica hasta evaporarse en el
patio. tal vez alguien se despierte, y las madres vuelvan a mecer a sus críos

97
cantándoles con voz de falsete e inflándolos de caramelo, mientras ariel bucea
en conciertos interminables y diderot salta desde un rincón de su cátedra,
escupiéndome ante los ojos líquidos de una niña que aún codicia su manzana
magenta. tal vez alguien se despierte y no quede sino mi rostro flotando en
la memoria, un busto convidando a todos, desvencijado e inteligible. tal vez
alguien se despierte, trayendo frío y viento a través de las persianas entornadas
del albergue, y este último cigarro penetre well inside dibujando incandes-
cencias, en el aire un trazo agrio adhiriéndose a los árboles, provocando la
tos en las literas más cercanas. tal vez, pero
sofía se levanta buscando apoyo en los muebles y dejando sobre las
baldosas una mancha de sudor que se gasifica despacio. de su entrepierna
baja un río turbio que va a perderse junto al elástico de sus medias blancas.
diderot fuma con una botella ámbar entre las manos. la niña sigue queriendo
su manzana magenta, mientras en el patio los faroles alumbran los bancos
donde los muchachos conversaron y se besaron entre risas y música rara
hasta la hora del silencio: todo contiene su girar: las ropas han quedado
regadas por los rincones entre cigarros que se consumen. diderot fuma des-
de el ámbar. sofía acaba de vestirse con ojos líquidos, seca el semen de su
pierna: el tiempo ha transcurrido y sofía ha tocado el tope de un salto. ahora
sólo resta la caída, el descenso inevitable. alrededor las escenas se suceden
raudas: los ómnibus se transforman en habitaciones inmensas, la ropa y los
muebles toman dimensiones cósmicas. sofía es sólo una huella, copia de
miles de semejantes en su manzana magenta. mira a los lados codiciando,
pero todo es falso: sólo espejos proyectando su máscara, voces, música rara:
esa manzana magenta que pende de un hilo amarrado a antiguas tablas, esa
niña de ojos líquidos, índices explicitándose en el cielo plomo, queriendo
sin poder alcanzar; mientras sofía pasea su vista por el patio con un dedo
de duda y temor en los labios. ahora sólo hay música bajando de la lámpara
para colocarse en su justo sitio entre los muebles, frío, quejas apagadas sin
remedio a mitad de la noche. ahora el camino se hará un interminable viajar
por pasillos desérticos, cargando el reflejo de sí misma desnuda ante diderot,
mientras la niña ve en su manzana magenta el reflejo de esta habitación donde
ella misma se desviste, ante una niña que mira en su manzana magenta este
reflejo de una habitación y una muchacha que se entrega, reflejando en sus
ojos líquidos a esta niña de dedos temblorosos que observa en su manzana
magenta el reflejo de una muchacha desvencijada e inteligible que se hace
cada vez más pequeña hasta gasificarse. ahora el viento soplará violento,
echándole el cabello al rostro como en una película exquisita cualquiera,
habrá una música rara de violines tocando el yesterday de los beatles, por-
que sofía habrá decidido saltar desde un balcón de la escuela y morir sobre
el patio donde los muchachos se derramaron refresco y se besaron hasta el

98
silencio. entonces el público mojará de lágrimas las butacas del cine, saldrá a
la calle con ojos líquidos sin saber que miles de sofías siguen caminando por
pasillos interminables, que ya no hay manera de regresar atrás, porque ariel
se habrá hundido en un concierto interminable, y diderot habrá saltado desde
un rincón cualquiera de su cátedra, escupiendo ante los ojos hipnóticos de un
público que lee los cintillos en la manzana magenta, sin saber que miles de
semejantes habrán llegado a sus albergues temiendo que alguien despierte
en las literas cercanas y les grite dos o tres palabrotas para que apaguen el
cigarro y se acuesten a dormir como dios manda.

99
“Penden de un hilo”, Atilio Caballero (1959): Entre los llamados de modo no muy
original novísimos narradores cubanos, Atilio destaca por su original concepción del
tempo narrativo y la incómoda sensación de extrañamiento que suelen comunicar sus
textos. Vencedor de varios premios, como el Pinos Nuevos, con el libro de cuentos El
azar y la cuerda, o el UNEAC con la novela La última playa, ha publicado también la
interesante y polémica novela Naturaleza muerta con abejas, que apareciera prime-
ramente en España con la editorial Olalla y luego por la Editorial Letras Cubanas.
Cuentos suyos figuran también en importantes antologías como Los últimos serán
los primeros. Si bien el tema rockero no es uno de los más frecuentemente abordados
por este narrador de personalísima, a veces casi críptica escritura, y en el texto
que aquí presentamos el rock es más que nada una referencia sonora, un ambiente
de fondo, casi un leit motiv, lo incluimos por su original abordaje del conflicto de
personalidades y prioridades que puede provocar la droga, ingrediente... bueno, ya
se sabe: sex, drugs, and rock and roll.

Penden de un hilo
Atilio Caballero

Sí. A los hombres inteligentes les gustan las mujeres bellas y estúpidas...
“Y putas. Bien putas”, pensó del otro lado, pero no dijo nada.
Por un instante hubo silencio, aunque la línea siguió cargada. Entraban
otras voces, sin identificación. Y música.
—Lo estoy viendo ahora delante de mí. Se obnubilan. De todas formas
ya lo sabía. Sólo lo constato.
Otro silencio, incómodo como el anterior. La una y media de la madru-
gada. ¿Había llamado sólo para eso?
—No estoy borracha. Aún no... Sólo quiero que me digas lo que quiero
oír. Eso... es lo que ahora necesito.
¿Decir qué? ¿Había algo que decir? Le angustiaba descubrir cuán lejos
había llevado las cosas. Eso permitía ciertas libertades ajenas. “...la pulse-
ra de este reloj se está pudriendo, tendré que cambiarla, no hay cuero que
aguante mi sudor, pero las de metal son horribles, y jamás podría...” Habla.
Di cualquier cosa, una tontería...
—Vete de ahí. ¿Dónde estás? Vete ahora mismo de ahí. Ya estás borracha,
el alcohol y tú no... y mejor que no te acompañe nadie.
No creas que te vas a zafar tan fácil.
¿Me estás amenazando?
—...y además no me puedo ir ahora. Alguien está robando mis pastillas
y-no-puedo-moverme. Estoy paralizada...
Era cierto. Sólo la cabeza respondía a sus deseos. Y no podía dar órde-

100
nes, no podía intimidar a nadie. Es muy difícil imponer autoridad sin una
mínima gesticulación. Cualquier César, desde su almohadón, levantaba un
dedo. Ella ni eso podía.
La réplica, pensando otra vez, creía deducir: “me da el número, cuelga,
yo llamo, pero aunque esté justo al lado del aparato, no puede contestar, debe
venir otra persona y cuando respondan... ¿pero cómo va a colgar si dice que
no puede mover siquiera la mano?”
Pensaba desde la oscuridad. La luz de la lámpara apenas alumbraba la
mitad de sus muslos, el vientre, un pedazo del cordón enrollado que luego
se perdía por encima de sus senos, y puso sobre su sexo la mitad visible de
la mano derecha.
Oscuridad también allí, del otro lado de la línea. Sólo una pequeña
lámpara para iluminar el teléfono. Aunque ella, luego de marcar el número
y comunicar, interpuso su cuerpo entre la luz y el aparato negro, como el
espacio intermedio.
—¿Sabes?, el mismo que acaba de robarme una buena dosis está perfi-
lando en el piso, con una tiza, la sombra que proyecta mi cuerpo...
¡Cuelga y lárgate! ¡Ahora mismo!
No podía; no quería. La excitaba, con terror, que alguien delineara su
silueta con la misma frialdad y precisión de un sabueso en homicidios. Sin
pasión. Trazos rápidos, sesgados, como un lienzo de Corot. La figura en
el mosaico, pese a la fidelidad del contorno, iba conformando una imagen
amorfa, más grotesca que servil.
Te ruego que me respondas, o caigo sobre mi mortaja.
“No es justo, ni soy responsable.” Pero, ¿qué es lo justo? Era inútil cual-
quier insinuación de culpa. No hay culpa. Es pueril y bochornosa, pensaba.
Y recordó: “Oh, Gran Espíritu, concédeme la serenidad de aceptar las cosas
que no puedo cambiar, el coraje de cambiar las cosas que puedo cambiar, y
la sabiduría para entender la diferencia.”
—Me asombra ver cómo se dilata mi cuerpo, lo veo crecer ahí abajo,
negro y blanco, y no quiero creer que eso sea yo. También siento placer... Falta
el temblor, sin embargo, pero él no sabe... No tiene cejas, ni articulaciones.
No huele a nada... Si vieras qué cara de cínico pone el Asmodeo del esbozo...
Spider le dicen. Bueno, esta especie de tarántula me acaba de quitar un zapato,
y está reproduciendo la plantilla en el lugar donde ese golem debe tener el
corazón. No puede estar obnubilado, no soy ni bella ni estúpida y él parece
inteligente... Debe ser el efecto... Las mías, las que me robó. No cuelgues,
por favor. No hables tampoco si no quieres. Sólo deseo oír tu respiración,
pensar que eres tú quien roza mi pierna...
“Tampoco yo quiero colgar, no sé por qué. Todo puede terminar así, de

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repente y no quiero. ¿Sabrá dónde tengo mi mano? Cómo va a saberlo... No
hay culpa, pero algo empieza a disgustarme. Además, ¿podrá oír mi respi-
ración con Axl Roses gritándole al oído? Debo escuchar, en fin, a todo el
mundo mientras respiro sólo para ella.”
Cría cuervos que te sacarán las anfetas. A su alrededor planeaban ahora
los tóxicos de rapiña, corrida la voz que ponía al descubierto el tesoro y la
felicidad. Las manos raspando dentro del bolso como ginecólogos indolentes
en una vagina. Las tiras de celofán, los filamentos acusadores denunciaban otra
vida secreta, larvas agitándose en el aire denso de la noche (también alma de
criminal, o insepulto). “Welcome to the uncle Paco party”, gritaban.
Ella soltó el auricular, que quedó colgando del aparato por el fuelle del
cordón. Fue cayendo en una leve contracción espasmódica. Parecía entrar al
ritual del baile, pero siguió hasta abajo, donde sólo lo abrazaría su posible
doble. La penumbra de la sala y cierto desenfoque de los ojos hicieron im-
posible que alguien notara las primeras burbujas alrededor de la boca. Por
pura coincidencia sus labios se movieron en sincronía con la canción que
reventaba las bocinas, armonía feliz o macabra, según. Recordó, la espalda
golpeando contra los mosaicos negros y blancos: “Viendo en la flecha que
ya le traspasaba / las plumas pegadas a la cola / habló el águila y dijo: por
tanto, sucumbimos / a nuestras propias alas”. El auricular reproducía unas
vibraciones que nadie escuchaba. Entre la euforia y el estertor sólo media la
vocal de un tartamudo.

102
“Los Beatles”, Eduardo del Llano Rodríguez (1962): Se necesitarían páginas
para reseñar siquiera el currículum de este hiperkinético cultural por definición.
Pero vamos a intentarlo. Ante todo, humorista: su primer chiste, nacer en Moscú y
ser más cubano que el dominó (aunque ni baile ni le guste la pelota) y uno de los
más recientes (esperemos que no el último), engordar después de más de 35 años
siendo un flaco convencido. Director del inolvidable grupo NOS-Y-OTROS desde
su fundación en el 82 hasta su llorada disolución en el 97. Fundador del Festival
Humorístico Aquelarre y ganador de sus premios en varias ocasiones. Guionista de
películas insoslayables del cine cubano... como la descacharrante, irónica y cen-
surada Alicia en el pueblo de Maravillas y la multipremiada La vida es silbar, pero
también de las comedias Kleines Tropicana y Hacerse el sueco, una casi ignorada,
la otra duramente castigada por la crítica... injustamente (humilde opinión perso-
nal de los antologadores) en ambos casos. Pero sobre todo, escritor. Solo: Novelas
fantástico-épico-cómicas como Obstáculo y Tres, sarcásticas revisitaciones de las
andanzas gulliverianas como Los viajes de Nicanor, libros de cuentos carcajeantes
pero que hacen pensar (¡y de qué manera!) como El beso y el plan o Cabeza de
ratón. Y, con Walter Ego de Nos-y-Otros, Luis Felipe, o con todo el grupo, más
títulos infaltables como Virus, Basura y otros desperdicios, Los doce apóstatas, Un
libro sucio, Aventuras del caballero del Miembro Encogido... y una larga lista de
plaquets no sólo humorísticos, sino de ¡ciencia ficción!, ¡poesía!, ¡cuentos infanti-
les! como Cuentos de Relaxo I, II, Criminales, Nostalgia de la babosa, El elefantico
verde... y (¡uf, qué manera de escribir... y publicar!). También en el extranjero:
por ejemplo, la iconoclasta novela originalmente titulada Arena que se publicó en
Italia como La clepsidra di Nicanor, tras merecer mención especial en el Premio
Italo Calvino. Si alguien quisiera todavía objetar su presencia en esta antología, e
ignorara sus gustos de viejo rockero (y su envidiable colección de vinilos y CDs),
bastarían como credenciales sus polémicos artículos “El rock como Estigma”, I y
II, y su vívida crónica de un concierto de sus adorados Rolling Stones en Austria,
trabajos publicados todos en las páginas de El Caimán Barbudo para legitimarlo.
Pero un cuento como “Los Beatles”, además de ser el exquisito homenaje de un
conocedor a los Fab Four de Liverpool, figura en este volumen por derecho propio.
Simpática desmitificación de los “sublimes mecanismos de la creación artística”
a la vez que revancha del hombre común, esta absurda (¿absurda, de verdad? El
correo, en realidad, tiene sus cosas, qué cubano no lo sabe...) historia caracteriza
y caricaturiza de modo magistral las personalidades de estas cuatro estrellas de
rock, indiscutibles donde las haya.

Los Beatles
Eduardo del Llano Rodríguez

Un día, a comienzos de septiembre de 1967, los Beatles se reunieron en la


casa de John Lennon sin ningún propósito concreto.
Esto no es enteramente cierto. La verdad es que Lennon tenía una idea
y quería lanzarla al grupo. Pero deseaba que pareciera algo casual; así, sólo

103
dijo que iban a celebrar su incumpleaños, a la manera del Sombrerero Loco
y la Liebre Marceña.
El 27 de agosto había muerto Brian Epstein, y el ánimo de los cuatro no
estaba para jolgorios dilatados. El propio John sirvió unos whiskies. Harrison
sugirió meditar un poco, para que sus almas entrasen en comunión con la
de Brian. Durante unos minutos, tan loable esfuerzo comunicativo resultó
baldío. Entonces John se dio una palmada en la cabeza como si acabara de
ocurrírsele una de las suyas.
—Podemos hacer una canción... especial.
—Todas nuestras canciones son especiales, de cierta manera —observó
Paul—; precisamente yo tengo una...
—La verdad, no estoy de humor para eso —dijo George—; deberíamos
ser capaces de reunirnos sólo por el placer de hacerlo. Si es todavía un
placer.
John asintió teatralmente, y se sirvió un poco de whisky. Los demás se
estudiaron las uñas.
—Bueno —dijo Ringo—, ¿cuál era la Idea?
—Escribir una canción para una persona imaginaria.
Paul comprendió entonces que John lo tenía todo premeditado, pero no
dijo nada.
—No entiendo —admitió Ringo—, ¿acaso no es lo que hemos hecho
siempre? Eleanor Rigby. Sargeant Pepper... nos los hemos inventado, ¿o
no?
—Claro. Pero no pasamos del nombre. O de una breve pintura senti-
mental. Escuchen, hemos perdido a Brian, y lo hemos llorado. En el fondo,
lloramos de impotencia, ¿no es cierto? Ahora bien, si pudiéramos crear un
nuevo individuo... ¿No tiene eso que ver con el equilibrio cósmico? Me re-
fiero a diseñar un ser humano concreto, con fecha de nacimiento, estudios,
ocupación, hobbies, y escribir la canción sobre él.
—Me gusta —aplaudió Paul—, es como ser Dios.
Instintivamente, todos miraron a George.
—Sí —dijo George—, emular a Dios para honrarlo. Fuimos hechos a
su imagen y semejanza. De todos modos, tendré que consultar con el Ma-
harishi.
—Claro —dijo Paul—, pero entretanto podemos desarrollarlo un
poco.
John fue a alguna parte, y regresó con un globo terráqueo de los que se
usan en las escuelas.
—Atención —pidió—, vamos a determinar dónde vive nuestra criatura.
Ringo...
Hizo girar la esfera y pidió al batería que pusiera un dedo enjoyado sobre
cualquier punto al azar.

104
La esfera dio vueltas hasta que Ringo extendió la mano.
—Cuba —leyó Paul con cierta decepción—, bueno, ¿vamos a escribir
una canción sobre un cubano? ¿Ese no es el país donde...?
—Cuba está bien —dijo John—, tan bien como cualquier otro sitio. En
And I love her usamos ritmos cubanos, ¿no?
—Ah, ¿sí? —dijo Ringo—, creía...
—Es la decisión de Dios —repuso George— y me parece bien que sea
un país periférico. La gente es más espiritual ahí. Entonces, un cubano.
—O una cubana.
—Un hombre es mejor —dijo John—, todo el mundo hace canciones
sobre mujeres, le meten un poco de amor y algo sobre los ojos o ir a bailar,
y asunto concluido. Un hombre es un reto.
Ahora los cuatro tenían los ojos brillantes y hablaban a la vez.
—Que sea músico.
—Que se llame Chico.
—Puede ser un emigrante.
—Y maricón.
—Estamos soltando lo primero que se nos ocurre —advirtió Paul—, no
todos los cubanos serán músicos o emigrantes. Creo... bueno, en el nombre
podríamos deslizar una de nuestras claves. Digamos; que tenga un apellido
compuesto, como el mío, y haya nacido el mismo día que John...
—En el año en que empezamos a ser famosos: 1962 —completó Len-
non—, me gusta.
Pensaron un poco.
—Eduardo sería un buen nombre —dijo George—, tiene ecos ingleses,
pero así, castellanizado...
—Eduardo O’ Donnell, Eduardo Mac Kingsley —aventuró Ringo.
—Eso es más bien irlandés. No, algo como... de Pérez, del Carril...
—¿Y si completáramos lo de las claves con una alusión al “Yeah, yeah,
yeah” de todo lo que hacíamos al principio? —dijo Lennon—, ¿alguien sabe
alguna palabra española que suene parecido?
—Llano —dijo George—, quiere decir llano. Es algo bastante distingui-
do, creo: Eduardo del Llano.
—Por mí, perfecto —declaró Ringo.
—Tenemos, entonces, a Eduardo del Llano, nacido el 9 de octubre
de 1962 en Cuba...
—Puede haber nacido en la URSS —sugirió Paul—. Cuba es un saté-
lite. Los padres habrán ido allá a estudiar cualquier cosa, a adoctrinarse en
economía, digamos. ¿No les parece bien? Es un detalle importante, el de la
URSS. Me gustaría volver sobre eso, más adelante.
—En fin —dijo Lennon—, el tipo nació en Moscú y regresó a Cuba
cuando sus padres terminaron el curso. Sin embargo, todavía no tenemos un

105
conflicto. No vamos a escribir una canción para el Registro Civil.
—Puede estudiar Artes —continuó Paul—, todos nosotros lo hicimos,
bien en escuelas, bien empíricamente y ese es nuestro camino. Eduardo
estudiará Artes, y será músico, pero no puede tocar rock and roll porque el
gobierno prohíbe esos ritmos subversivos.
—Me encanta —dijo Ringo.
—No sé —dijo George. John volvió a servirse un poco de whisky.
—Estudiará Artes, pero no será músico. Me suena como la vieja historia
del chico que quiere hacer algo y los padres se oponen. Sugiero que sea es-
critor, novelista, y pase los años ochenta buscando su estilo y su oportunidad,
y empiece a despuntar en los noventa.
Paul pensó que John decía eso porque había publicado dos libros. In his
own writte y A spaniard in the works. A spaniard, vaya. Todo planeado. Sin
embargo, no quiso exponer su recelo, y atacó por otro lado.
—¿No es un poco arriesgado suponer lo que ocurrirá a fin de milenio?
Quizás ni exista la literatura. Puede ser director de cine, mejor. El cine no
desaparecerá, supongo, y ya que estamos en el proyecto del Magical...
—Claro que es arriesgado. En fin, pongamos que escribirá también para
cine. El conflicto sería que escribe sátiras, y eso, en una sociedad tan rígida,
le traerá problemas. Tendremos que pensar en un texto al estilo de Bobby
Dylan. Entonces, el tipo se desahoga oyendo nuestras canciones. Ese es su
hobby.
—Eso está mejor. Nuestras canciones. ¿Seguiremos juntos en los años
noventa?
—Ni muerto —dijo Lennon. Los demás rieron.
—Bien —dijo Ringo—, pero ¿la canción tendrá ritmos cubanos?
—Una balada, mejor —sugirió Paul—, un bolero.
—La concibo como un rock pesado, un blues electrónico —dijo John.
—¿Y por qué no meter instrumentos africanos? —intervino George—,
la autoctonía...
—No siempre lo autóctono es auténtico —sentenció Paul—, Eduardo
no tiene que ser negro.
—Como quieras. No tocaré esos instrumentos. Tocaré lo que quieras que
toque. O no tocaré nada, si lo prefieres.
Discutieron un rato. No consiguieron ponerse de acuerdo. Al final, Paul
dijo que sería una buena idea averiguar si Eduardo del Llano existía realmente.
John observó que era mejor conservar la magia de la incertidumbre. George,
enfurruñado, afirmó que se desentendía y Ringo se quedó dormido.
Esa noche, por primera vez, se fueron sin hablarse.
El proyecto de Magical Mystery Tour los absorbía por completo, y la
idea de John quedó entre tantas sin materializar. Ni siquiera hicieron una
toma de la canción.

106
En 1977, John hizo una grabación rudimentaria, a piano y voz en un ca-
sete cualquiera. Rotuló el demo “Canción para Eduardo del Llano, Havana,
Cuba”, y nuevamente volvió a echarlo a un lado.
En 1981, Yoko Ono encontró la cinta y unas notas de John contando a
grandes rasgos lo ocurrido aquella noche. Guardó una y otras en un sobre
y lo envió como paquete postal. Imaginó que si su difunto esposo escribió
una dirección incompleta en el casete fue porque había pensado despacharlo
alguna vez.
Ya se sabe cómo es el correo. El paquete me llegó la semana pasada.

107
“En el techo”, Juan Ramón de la Portilla (1970): si fuese verdad lo que se dice,
que ser pinareño es una actitud (no muy brillante) ante la vida, Juan Ramón
tendría que ser la excepción que confirma toda regla. Inquieto, polifacético,
cuentista, decimista-improvisador, novelista, editor de la publicación eclesiásti-
co-literaria Vitral, coordinador de la Fundación Dulce María Loynaz que otorga
el premio homónimo. Publicó por primera vez en Los últimos serán los primeros
(de nuevo San Salvador Redonet dando el primer empujón a una carrera literaria)
y ganó el premio Pinos Nuevos 1995 con su libro de cuentos Olvida ese tango, al
cual pertenece el magnífico, antológico texto que aquí presentamos. Posteriormente
ha sido merecedor de otros galardones, como el Premio UNEAC de novela Cirilo
Villaverde con La mujer de Maupassant. “En el techo” es, además de un cuento
rockero, una canónica historia de becas, como la de “Escuchando a Little Richard”
de Sacha, pero algunos años después. Su anécdota central, una de esas plenas de
entusiasmo juvenil, incomprensión e intolerancia oficial que casi todos sufrimos
alguna vez. Porque si no un FM Music Club, con escándalo, expulsión y todo, ¿qué
viejo rockero no tuvo alguna que otra sospecha de diversionismo ideológico en su
expediente?

En el techo
Juan Ramón de la Portilla

Después de diez años sus ojos volvieron a recorrer el muro despintado, os-
curecido por la sucesión de tantas lluvias.
Llegó temprano del trabajo y la madre le salió al encuentro: ¿Por qué no
lo arreglas ahora? Y él, como si no la oyera, abrió el refrigerador buscando
agua. Los pasos de la madre lo siguieron; una mano a su espalda, acariciante,
cariñosa, con ánimo totalmente conminativo; la otra mano en la cintura, como
esperando una respuesta. Otro día, estoy cansado. Otro día sumándose a una
lista interminable de ocasiones propicias pero nunca cumplidas desde que
el temporal averió la antena y los fantasmas comenzaron a rondar la imagen
del televisor. La tarde está nublada, sin embargo, no parece que lloverá. Se
quita la camisa, la lanza sobre una silla y se encamina al cuarto. El padre lo
detiene, el padre no cree en fantasmas, la razón lo asiste cuando declara firme
tajante admonitorio: ¿Qué ingeniero es este que lo asusta una antenita? Él se
ladea al oírlo, luego sigue hasta el cuarto. No es el vértigo, ni el cansancio
que adujo para evitar lo imposible. Se descalza, cambia el pantalón por un
short de mezclilla y busca bajo la cama en una caja de herramientas: alicate,
pinza de corte, destornillador. Sus movimientos son mecánicos y la voz lo
sorprende, ya saliendo: ¡Por fin!, la madre le alcanza un pulóver, en cueros
no, que allá arriba hay mucho aire, que cualquiera pesca un resfriado, que
noviembre...

108
Ahora lo está mirando. La tarde se aproxima a la altura de las cinco, y la
canción, la canción que viene de las chimeneas, de los tejados, de los vidrios,
le hace recordar: Sí amigos, en esta media hora volvemos a los temas que
fueron de su preferencia varios años atrás y comenzamos con... Y la música
le invade la memoria, mucho antes de que cierre los ojos (I close my eyes)
sólo por un momento y el momento desaparezca (only for a moment and
the moment´s gone) detrás de todos sus sueños. El sueño, la realidad o la
mezcla de ambos insinuándose desde los primeros compases, haciendo que
lo mire, primero con sorpresa, después reconociéndolo en toda su extensión
de grandes, aunque semiborradas por el tiempo, letras rojas, escritas con
trazo decidido para significar la unión, la juventud, la amistad: FM MUSIC
CLUB.
La idea, fresca como el aire de la mañana, surge entre el alargamiento
de la semana, entre el humo de los primeros cigarros consumidos apresura-
damente en la oscuridad del balcón (último piso, bloque B de albergues) y la
salida nasal, amortiguada al mínimo audible, del radio sintonizado en onda
corta. La Streisand los recorre en espirales dulces. No conversan, el momento
transcurre en lo apacible de la hora, medianoche en todo el territorio nacio-
nal, y la suerte de encontrar una emisora libre (entiéndase de interferencias)
donde demorar el sueño.
Arturo llevó el radio. La conexión es lo difícil porque no hay pilas. No
importa, un cable largo y listo, una mitad para traer la corriente eléctrica
desde el albergue, la otra nos servirá de antena.
—¿Y si viene algún profesor?
—Pues no había pensado... Ya buscaremos la forma...
El cable, ahora un poco mayor, cruzó una persiana, resbaló por la pared
ocultándose tras una columna y llegó al balcón. La antena se colocó de ma-
nera tal que pareciera una tendedera de ropas.
—¡Eres un bárbaro!
—No tanto, no tanto —dijo, con una sonrisa de falsa modestia.
Sin embargo, la idea no fue suya. La Streisand seguía desgranándose
bajito: Midnight, all alone in the pavement, Ismael y Esteban sombras dilu-
yéndose en la noche calurosa, marcados por la ceniza de los cigarros que, al
nivel de la boca, les ilumina el rostro difusamente.
—A esta mujer no se le puede oír así —la voz de Esteban atravesó el
balcón, suplantando la del locutor que ya anunciaba The Way We Were, el
título, únicas palabras que lograron entender.
—¡Hay que darle volumen, vida! —dijo Ismael, entusiasmado. ¿Y eso
qué le importa al profesor de guardia?, dijo Arturo, y los demás lo miraron,
aguafiestas, pero con razón, que buscarse un problema cuando finaliza el
curso no... Y la Streisand asintiendo, muy melodiosa ella, smiles we left

109
behind. Y de nuevo el encanto, qué bien se oye, y sintonizan otra emisora:
noticias, y otra: música pero ruido de fondo, y otra: qué va en español no,
y otra: tampoco, y regresan a la misma banda, esta vez Nace una estrella y
nace también la idea.
—La onda corta está bien aquí, en la escuela, pero...
Fue Esteban, aproximándose a la baranda para chocar de lleno con la
noche y sentir el aire, cargado de humedad, remover los vapores que ascendían
desde las canchas de voleibol, expuestas al sol de todo el día.
—Pero, ¿qué?
—Olviden ese cacharro, esta semana vino mi primo y me regaló una
radiograbadora, con FM y todo.
—¿Vino del Norte?
—Claro.
—¿Y la vas a traer a la escuela?
—¿Para que me la roben?
—¿Entonces?
—El sábado en casa de Arturo. En el techo.
Y les gustó la idea, es mucho mejor que mirar las estrellitas desde
el balcón como si fueran los astros de la noche, eh, ¿y eso qué es?, ¿un
grupo nuevo?, seguro, o quizás no, quizás eran ellos los astros de la noche
de noche bajo los astros arañando la música de quién sabe qué astros. Un
trabalenguas liberándoles la mente, insinuación de un posible nombre que
generalizara la idea recién planteada. El sábado en casa de Arturo, había
dicho Esteban muy saturday night fever y... Bueno, la comparación con esa
canción es un poco forzada pero les gustaba tanto... En fin, que re-corrieron
el camino de esa idea, la idea con la que formaron el FM MUSIC CLUB.

La casa de Arturo (paredes altas, columnas colocadas a principios de siglo


para sostener el techo extenso y plano) sobresale entre las tejas circundan-
tes por donde resbala el sol de la mañana, cubriendo de reflejos rojizos el
centro de la ciudad. Esteban aún no ha llegado; Ismael sí, y bien temprano,
tumbándole la puerta a Arturo. Hay que aprovechar el sábado.
Pero la extensión no alcanza, le empatan otro cable, conectan, un relám-
pago, un tironazo, con calma, es el apuro, los cables se pegaron, cambio de
fusibles, ahora sí. Y Esteban por fin asomando junto a la Sony stereo radio-
recorder AM/FM con tres bandas de onda corta que les sonríe a todos y se
pone a cantar con la voz más dulce que jamás hayan oído. Ismael boquia-
bierto; Arturo mirándola, mirándola. Esteban muestra un casete, grabación
de fábrica, dice, y la Sony se lo traga y después lo devuelve, John Lennon y
su Fantasía Doble: Starting Over. Y la madre, Arturito, que tu padre estuvo
de guardia anoche y lo vas a despertar.

110
—Entonces para el techo. Conectan la extensión, suben la radiograbadora,
despliegan la antena de barra, la mueven en diferentes direcciones buscando
una perfecta sintonía y el indicador parpadea FM STEREO y luego se man-
tiene quieto, sin importarle mucho el “horizonte geométrico”, como diría
Arturo, siempre leyendo cosas que no entiende pero que impactan cuando las
suelta así como quien no quiere. Y qué bien entra, y miran el cielo totalmente
despejado y piensan que es por eso, y lo comentan, y Arturo dice que no, no
tiene nada que ver. Ismael lo embroma:
—¿Qué tú sabes, polilla? Carcajadas. Y Esteban que se callen, no jodan
más y escuchen. Entonces recuerdan la escuela y cambian a onda corta,
sólo para probar, y nada, ni un sonidito. Y Arturo: Claro porque... Pero los
otros no se lo permiten: Tranquilo ingeniero, tranquilo. Y vuelven al dial de
la FM, ninety five: Don´t Say Good Night Tonight a lo Paul McCartney con
Wings que no son los Beatles pero..., ninety six: Clearwater preguntando por
la lluvia, one hundred two: Deep Purple en el agua soltando humo por los
cuatro costados, one hundred four: KC and the Sunshine Band y un ruido de
fondo que surge, leve al principio, y luego crece hasta suplantar la canción.
Por favor, no te vayas. Esteban gira la antena sobre su propio eje y KC sale
a flote, don´t go, don´t go away, please don´t go, y se queda definitivamente
porque es el éxito del momento y lo tienen grabado; y lo oirán más tarde,
que ya el sol del mediodía les calienta las espaldas y los hace pensar en la
necesidad de un refugio. El cable de la extensión eléctrica, procedente del
cuarto de Arturo, pasaba sobre el muro anterior de la azotea y caía hasta ellos.
Apoyando unas planchas de madera en el muro y sosteniéndolas en el otro
extremo con el mástil de una antena de televisión, lograron una suerte de
caseta que los protegiera del sol. Eran más de las doce cuando decidieron ir a
almorzar. Esa misma tarde volvieron a subir; Ismael había traído un poco de
pintura roja, y escribieron, sobre la superficie áspera del muro, aquel letrero
que Arturo reconocería diez años después: FM MUSIC CLUB.

El simbolismo cósmico de la música se resiste a cualquier tratamiento ade-


cuado a través de la palabra. La música, referida a la contradicción y al sufri-
miento primordiales, simboliza una esfera que es al mismo tiempo anterior a
la apariencia y se sitúa más allá de ella: Nietzsche, 1871. Entonces la historia
que hasta aquí he contado, teniendo en cuenta su base netamente musical,
¿es sólo la apariencia de mis palabras?, ¿son mis personajes espectros de una
época ya transcurrida que regresa al rememorar aquellas canciones?
Cierto que estoy hablando según Nietzsche, pero a la inversa, porque lo
que en realidad quiero significar es el “simbolismo cósmico” de las palabras.
Las palabras que resbalan sobre una melodía y forman el ente espiritual, el

111
todo que define una etapa y, sin embargo, siempre continúa en movimiento.
Europa, 1871, Wagner. Aumenta como nunca la variedad de las posibilidades
orquestales, el romanticismo alemán, en lo teatral, es conducido por el drama
lírico a su más elevado nivel de vigor e intensidad, y Nietzsche, al aprehender
ese lenguaje, encuentra primordiales la contradicción y el sufrimiento. Más
de un siglo después la esencia de esa frase se mantiene, aunque las palabras
también puedan ser intraducibles, algunas veces traicioneras, y me lleven
a escribir este cuento para interpretar algo que nunca sucedió, pero que se
insinuó como una posibilidad de la imaginación al escuchar esas canciones
que ahora repiten mis personajes.
Por eso, la imaginación será el puente (y lo digo en forma literal) situado
en el kilómetro ocho de la carretera a Viñales. Viajes de regreso. Las ruedas
del camión que transporta a Esteban, Ismael y Arturo han entrado al puente;
antes de que la imaginación formule la anécdota ya habrán salido, entonces
el puente desaparecerá y quedará sólo su recuerdo: un lugar de tránsito.
—¡El viento, la libertad! —gritó Esteban, agarrándose con su mano de-
recha de la baranda del camión. El aire le golpeaba el rostro. Su pelo, cortado
según el reglamento escolar, batía en dirección opuesta al movimiento.
—No hace falta una veleta para saber hacia qué lugar sopla el viento
—dijo Ismael, parafraseando a Bob Dylan—. Basta mirarle la cabeza a Esteban.
—Una veleta no, un meteorólogo.
—Es lo mismo, todo eso se parece.
El paisaje limpio de la mañana del domingo. Convergencias en un punto
de la memoria. Los tres regresando del comedor, y el profe de inglés (tipo
jerarca, con él no hay tema, buen socio, que les copia las escalas semanales de
la noventidós y sabe un mundo de música), ¿ya fueron al dancing de Viñales?,
y ellos que no, cuéntanos. Y los pone a bailar al ritmo de su conversación,
pero imposible imaginarlo por mucho que se esfuercen; ok, iremos.
Y la propuesta se cumple. Los viernes, según los estudiantes de becas
y contrario a lo que pueda pensarse, son días de buena suerte, días alegres
que auguran el regreso a casa. Mañana, a las dos de la tarde, se encontrarán
en la terminal de ómnibus.
Arturo es el último en llegar. Los otros lo han esperado, impacientes. Le
entregan su ticket y se dirigen a la puerta de salida.
No hay mucha gente, pero la amplificación local anuncia el viaje:... con
destino a Viñales, y aparecen de pronto, con jabas, con gritos, con pañuelos
en la cabeza, vestidos con ropas extravagantes, hombres, mujeres, negros,
blancos, mestizos, con barbas, con expresiones eufóricas o indiferentes, con
sombreros, con mal olor, perfumados..., y forman una corriente que los ab-
sorbe y los arrastra lenta, inexorablemente, primero hasta la puerta de salida
y después hasta el ómnibus. Ismael que le han estrujado la camisa; Esteban

112
muy preocupado porque no le pisen sus tenis nuevos, obsequio de su primo,
el del Norte; Arturo tratando de evitar la axila empapada de un mulato alto
que, con los vaivenes del ómnibus al salir del andén, se le encima peligrosa-
mente. Los pasajeros que han logrado sentarse lucen sonrisas nubladas por
el sudor; colocados en parejas no conversan, no se conocen, ocupan esos
lugares empujados por la casualidad y, sobre todo, por las demás personas
que se compactan, espalda con espalda, hombro a hombro, en el espacio que
divide las dos filas de asientos.
Ismael sugiere que se queden en Los Jazmines, para quitarnos el calor
en la piscina; la idea es bien recibida y se apuran para descender antes de
que el ómnibus continúe viaje rumbo al pueblo. Después del parqueo, la
explanada del mirador invita a contemplar el valle. Sus ojos corren desde el
verde hierba-tibia de los mogotes hasta los techos enrojecidos, construidos en
suave declive, de las cabañas del motel. Alguien mencionó la cafetería y aquí
están, bebiendo refrescos de cola, y abordando decididos a tres muchachas
que se han sentado cerca. ¿Son de Viñales? Y ellas, tímidas al principio, se
abren a las preguntas, al reconocimiento. Sí, ¿y ustedes?
—Yo, de La Habana —miente Esteban—. Estudio Derecho.
—Nosotros Ingeniería —Arturo sigue el juego—. ¿Cómo se llaman?
—Sandra, Gloria, Amelia.
Sandra, que respondió por todas, es delgada, es la más alta. Un pulóver
le cubre el busto y no permite descubrir si usa tanga o trusa, pero los muslos
asoman completamente desnudos, rodeados por un vello fino que los oscu-
rece y les da mayor volumen. Allí se detiene la mirada de Ismael, antes de
llegar a su rostro. La muchacha le sonríe y fluye, fácil, hacia las palabras.
Se separan del grupo para tenderse a orillas de la piscina. Piden dos tragos.
Mejor seis, es Arturo, que aún no tolera dispersiones; Amelia camina a su
lado, quitándole el aire a golpe de caderas. Esteban echa a correr y se lanza
al agua. Gloria trastabillea y se hunden ambos en la zona más profunda, pal-
pándose en la aparente inocencia de tocar el fondo para luego tomar impulso
hasta la respiración y las risas de la superficie.
Cayendo la tarde. El sol, casi rozando los mogotes, propone pausas de
silencio, espacios de luz breve donde servir a la meditación, nunca al reposo,
que pronto la noche disparará sus fuegos. Atrás queda el perlado de diminutas
gotas sobre la piel de las muchachas; los saltos desde el trampolín; los brazos
que chocan al descuido; una mirada soportando a otra, esquiva al encontrarla,
recta después, y compartida, diciendo tantas cosas en ese mismo instante de
hablar y separar los ojos; las peleas de caballitos, ellos debajo, con el agua
al pecho y sus manos desplazándose por las piernas de las muchachas; ellos
debajo, todo el peso del cuerpo que sostienen apenas deja fuerzas para arre-
meter al contrario que, también cansado, busca la pérdida del equilibrio más

113
que la confrontación, y al final terminan desplomándose. Atrás la inseguridad,
la timidez del principio. Esteban invita y ellas aceptan.

Arturo no sabe bailar, prefiere la semipenumbra de la mesa, algo alejada de


la pista, y el calor dulce de las manos de Amelia. Se acerca a sus labios pero
ella lo rechaza suavemente: No tan rápido. Entonces encarga dos cervezas;
el barman, cruzado por las luces, visto a través del humo de los cigarros,
parece un fantasma girando según los colores de la música: Foreigner, El
héroe de la victrola. ¿Cuál victrola? Arturo agredido por el ímpetu final de
la canción, guitarra al mando de un rock fuerte que, a pesar de gustarle, le
es adverso. La victrola es el refugio ideal de los boleros, su héroe un tipo
melancólico, obnubilado por las continuas libaciones de su tiempo (ah, los
cincuenta), tarareando La barca donde Tú me acostumbraste al Benny Moré
y ¡Oh, vida! Para bailar en medio del salón, Amelia con la cara apoyada en su
hombro, rodeándole el cuello, sus largas uñas repasando distraídamente y él
bajando las manos, primero la izquierda poco a poco recorriendo la espalda,
después la derecha deslizándose por la cadera hasta concurrir ambas en las
nalgas y..., aquí están sus cervezas.
Y es la noche del dancing light, de Pink Floyd a Led Zeppelin con inter-
valos disco y música suave. Y es Ismael cantando al oído de Sandra, a dúo
con Billy Joel: Don´t go trying some new fashion, don´t change the color of
your hair, you always have my unspoken passion, although I might not seem
to care. Y es la oportunidad soñada por Arturo, y la mira, Amelia que sí, y se
colocan en el centro del salón, otras parejas girando alrededor, y él comienza
a bajar su mano izquierda... Y Esteban no lo ve, pasa de largo remolino hasta
la barra y un trago, mejor doble, han variado la onda y va a escuchar, junto a
la intermitencia de las luces, cadencias de balada, que ya el sudor logró salida
en complicadas vueltas de casino, en brincos dislocantes sin otra dirección
que el ritmo y el bamboleo frenético de tetas encubiertas.
Y él quedándose a un lado de la música, del otro Gloria se ha puesto
seria, diríase a la expectativa, y las palabras no avanzan, al menos no como
ella quisiera, que permanece estática, acariciándole levemente el hombro,
sintiendo no el calor que expande la bebida por su cuerpo sino los impulsos
de una sexualidad latente circular abrumadora, urdiendo redecillas que tocan
sus cabellos, recorren el aire de la nuca, bordean los pezones, hinchándolos
hasta un rosado vivo, y acaban en la humedad de la entrepierna. Pero ¡ay
Gloria!, eres una posibilidad, un pensamiento, y sólo podría definir el juego
si Esteban plantea las acciones. Él es mi personaje, el resultado primordial de
mi imaginación; no tú, que eres producto de la suya. Tú llevas la silueta de la
voluptuosidad, él es el reflejo del deseo. Cielo y realidad. Carne y espíritu. Al

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centro una planicie comunicando los extremos y sobre ella Wagner tramando
la obertura de un drama lírico, Nietzsche decodificando su lenguaje, claves
para la Europa de su tiempo, y el escritor enfrentando el azar de la palabra,
el comportamiento no menos imprevisto de Esteban, que ha vaciado su copa
ante el barman y le ha pedido más. Eleanor Rigby, le dice a Gloria, y ella
esconde su cara en una jarra y ya no sabremos cómo era, lástima, porque
la imaginación no siempre ayuda (además, el escritor es parco al describir
sus personajes). Y la gente del salón protestando: ¡Qué Beatles ni qué nada!,
pero el tipo de la música no entiende, y a recordar su época: Eleanor Rigby
el preludio, un puntillazo a la memoria. Y salen de la cueva zigzagueando
entre parejas cuerpo a cuerpo, mesas de hombres solitarios, botellas a medio
consumir. Le brinda un trago de su vaso y cuando lo devuelve retiene sus
manos ¡qué calientes! Y el césped iluminado hasta el borde del parqueo o
el inicio de la carretera que desde allí entronca con la noche. Y se detienen
bajo un árbol; lejos la música como un susurro acallado por el beso, tierno,
acompañado de caricias en el cuello, después exploratorio lengua-ondulante,
y por fin arrasador, mordiendo labios, senos endurecidos, pezones que tornan
a erguirse al contacto de la boca y del aire de la madrugada, liberados de telas
y sostenes por las mismas manos que ahora descorren el zíper del vestido y
luego se separan, dejándola en una desnudez contemplativa. Él la mira como
el más extasiado de los turistas frente a la majestuosidad del valle de Viñales y
acaso percibe la diferencia: ¿qué sería del valle sin la belleza que proporciona
la altura, la distancia, el todo en sí? Nadie buscaría la visión magnífica del
conjunto recorriendo uno por uno por los muchos senderos que lo surcan. Sin
embargo, él se arrodilla, la voz frente a su sexo para mojarle el gemido, la
respiración desbocada, el deseo de consumar la penetración. Aún no; que arda
junto a su aliento de bestia mansa, de lluvia repetida, de marea; que sus dedos
se eleven indecisos y, casi crispándose, vuelen por sus pechos, su espalda, su
vientre; que salten a la cabeza de él y la compriman hasta hacerla desaparecer
entre sus muslos; que caiga, entonces, sobre el vestido, un segundo antes de
que el otro cuerpo gozante, contra la humedad vegetal de la tierra del valle.
Y del gemido a la palabra entrecortada, desfalleciente, reclamando sonidos
de ella, mordiéndole la oreja, movimientos de avance y retroceso, entrando
más y más hasta agotar todo el brillo de esa posición, y la voltea para quedar
frente a su pelo, frente a las marcas que el suelo irregular ha dejado en su
espalda, frente al resplandor lejano que cubre la entrada del dancing. Y el
viento chocándoles el rostro, melodías de la cueva, ahora Hotel California:
such a lovely place, such a lovely place. Y las parejas bailando la última
canción de la noche, agotados por el alcohol y el ritmo. Y ella siente que no
puede esperarlo: any time of year, you can find her here, convulsiones que
lo atrapan a mitad de camino, su pelo lo golpea cuando apresura el aluvión,
el éxtasis, ah: this could be heaven or this could be hell. Y la sujeta por las

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caderas obligándola a mantenerse, a recibirlo: there were voices down the
corridor. ¡Viene alguien, viene alguien! Y corre a esconderse tras el árbol,
llevándose el vestido ajado cómplice propiciatorio, confundiendo el deceso
de sus latidos con un rumor de pasos que se acercan.
Es Arturo llamándolo desde el parqueo, y cuando por fin acude: que
dónde se había metido, hace rato lo buscaba, son más de las tres, Ismael
borracho, no hay Dios que lo mueva, y Amelia nada, primero muy romántica
pero después... Bueno, sin remedio, a esta hora no pasan guaguas, esperar el
día para ver en qué se pueden ir.

Arturo en el techo. Una canción que fue contorno de una época, diez años atrás,
regresa para conmocionarle la memoria. ¿Hasta dónde es posible considerar la
casualidad, la concurrencia de motivos que le recuerdan con lucidez rayana en
el detalle, sucesos tan lejanos en el tiempo? La música, pudiera pensarse, es el
elemento capaz de lograr la combinación de situaciones diversas que ocurrie-
ron alguna vez con ella como telón de fondo, como soporte para aportar a la
mente espiritualidad y ligereza. Sin embargo, a mitad de narración, el escritor
invoca a Nietzsche: el simbolismo cósmico de la música se resiste a cualquier
tratamiento adecuado a través de la palabra. El escritor existe en el momento de
armar la trama, luego cede su lugar al personaje aunque, a ratos, se pregunte:
la historia que hasta aquí he contado, ¿es sólo la apariencia de mis palabras?
Nietzsche, por asociación de ideas, tiene un espacio de vida en estas páginas.
Ha descrito una parábola que arranca en el trueno wagneriano y termina más
allá de los Beatles. Ha respirado el aire nocturno de Viñales, ocultando tras
un árbol su silueta de fantasma lujurioso, para observar los escarceos sexuales
de Gloria y Esteban.

El escritor, poco a poco, se está desvaneciendo. El cuento ya tiene un final,


pero le pertenece al personaje, Arturo, que está en el techo, recordando,
simplemente.
Esteban, diez o doce cartas, y después silencio. Primero el viaje: estancia
en Venezuela (par de meses) y por fin los Estados Unidos, la buena música,
las películas del momento... No, no me arrepiento, de todas formas no tenía
con quién quedarme en Cuba, y eso de estar oyendo FM resultó un juego
peligroso. Un juego que alguna vez tomaron muy en serio, ya no bastaban las
audiciones de fin de semana y volvieron al radio en la escuela: ¡que vengan
profesores!, mientras trataban de rendir una botella de alcohol amortiguado
con limón y azúcar, fumando, elevando el volumen hasta perder en el ruido
cualquier indicio de canción, temerarios, gritándole a la noche al filo de la
embriaguez y el desenfreno. Unos locos, recordaría Esteban en otra carta,

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una de las últimas, y el profesor de guardia, ¿qué hacen ustedes ahí?, y ellos
stayin’ alive, no lo ve?, sobreviviendo con esa melodía que, aunque no lo
crea, son los Bee Gees. Pues a la dirección con radio y todo, y ese aliento
etílico que los precede y los condena de antemano, ¡herejes!, mordidos por
el diversionismo ideológico, vaya con la frasecita, que repiten y repiten, y
te da igual, pero cuando eres tú el divertido ya es otra cosa, que bien pueden
botarte de la escuela. ¿Qué dice usted, director?, sólo era Radio Reloj, tic
tic toc las doce y veinticinco. Y el profe que no, enseñando el radio, conec-
tándolo, y así, sin antena, sin altura, en el primer piso, en la oficina estrecha
y mal ventilada: That’s all right, it’s OK, and you can look the other way we
can try to understand... Y Esteban, si hubiéramos sabido que se oía tan bien
allí... Y Arturo serio, no fue tan fácil, brother, no se olvida de golpe. Cesaron
sus cartas. Esteban un fantasma, tan fantasma como la imagen del televisor.
Zafa las tuercas de la antena, el óxido acumulado que dificulta la operación.
Sustituye dos varillas que se han quebrado y limpia con el destornillador los
puntos de unión entre la cinta y el dipolo. Vuelve a colocarla en su mástil y la
orienta adecuadamente. En qué lío se han metido, reflexionan al día siguiente,
cuando el alcohol se ha disipado en su totalidad dejando una sensación de
culpa: no debieron alzar tanto el volumen, era muy tarde, el director estaba
en la escuela... Y la baja rondándolos como una sentencia temida, y tendrán
que venir mañana con sus padres... Bueno, por ser la primera vez, pero la
nota en el expediente sí, que fue una indisciplina grave... Que el padre de
Arturo es pincho (comentarios de otros estudiantes) y llegó antes y habló a
solas con el director. No los quiero más en el techo de la casa oyendo esas
basuras. Y la canción lo condujo hasta el letrero, FM MUSIC CLUB, pero
después calló, y las chimeneas y los vidrios y las tejas no reflejaron la caída
del sol (la tarde está nublada) sino el recuerdo: la mañana del último sábado
compartido, los padres en el trabajo, qué problema si regresan de pronto,
la stereo radio-recorder AM/FM recibiendo a las mil maravillas, dust in the
wind, all we are is dust in the wind, y ellos haciendo coro, arrebatados por
la música, sin entender cabalmente la poesía de la letra, same old song, just
a drop of water in an endless sea.
Y Arturo sintiendo como un presentimiento, no, un ruido diferente a los
demás, conocido, ¡el carro del viejo! Y Esteban replegando la antena. Ismael
en equilibrio sobre el muro para desconectar la extensión eléctrica. Y los ca-
bles se enredan en el alero. Y saca medio cuerpo, y tira, más fuerte. Esteban
que se apure. Y le sudan las manos. Entonces cambia la posición y al volver a
apoyarse en el saliente del muro resbala y cae, cae hasta la calle... Y la stereo
radio-recorder AM/FM, dust in the wind, all we are is dust in the wind.

117
“Jimi, mi amor”, Diana Fernández (1956): Durante mucho tiempo Diana expresó su
creatividad con pincel y paleta sobre los lienzos, hasta que un día no le bastó más con
la plástica, y así fue como llegó al cuento. Con buen pie, por lo visto; aunque dema-
siado “recién llegada” a la escena literaria femenina cubana para que Mirta Yáñez
incluyera un texto suyo en su indispensable antología, Estatuas de sal. Amir Valle
sí tuvo tiempo de hacerlo en El ojo de la noche, compendio de jóvenes narradoras
cubanas, muchas hasta entonces inéditas. En el año 2003 publicó el libro de cuentos
(¡finalmente!) Todas las mujeres de Dios. Dueña de una poética elusiva, delicada,
casi surrealista pero para nada alejada de los problemas cotidianos, Diana aborda
en “Jimi, mi amor” un tema delicado, el del racismo, la familia, y el amor. O, dicho
más claro: ¿dejarías que tu hija tuviera un novio negro, aunque fuera el mismísimo
Jimi Hendrix? Y tendamos un velo de Purple Haze sobre la respuesta...

Jimi, mi amor
Diana Fernández

El techo es, como siempre en casa de la abuela: azul, merengue cake; las
conchas de los frisos, un poco más azules, camas temporales de las moscas
haciendo el amor.

Hacer el amor. Ser como las moscas: si haces el amor desnuda frente a todos,
nadie te mira con asombro, nadie te censura. Quiere ser como las moscas o
como las mariposas en el techo de la abuela, ser como ellas entre las nubes
azules del techo del cuarto, de su cuarto en casa de la abuela, como el ala
mágica de Jimi: Well, she’s waltzing through the clouds/.../butterflies and
zebras/ and moonbeams and fairy tales/ that’s all she ever think about/ riding
with the wind... Eso quisiera: cabalgar al viento, como la diminuta ala, así ni
su abuela ni nadie la molestaría constantemente. Había sido bueno Ibrahím
al regalarle el casete de Hendrix. Ibrahím el negro, el borracho, el vago, el
tipo con que le pegaron los tarros a tu... La abuela toca en la puerta otra vez.
Ni en su cuarto de casa de la abuela puede estar tranquila. Y ella viene con
sus sesentipico no tan abuela, con su pelo teñido y sus plataformas no tan
abuela, y su aviso de que tiene el almuerzo servido. El pollo frito también
podría cabalgar al viento, y no creer que porque está frito y mutilado no
podrá lanzarse ya más desde su gallinero y volar; podría volar con ella en
su estómago, mientras la abuela en sus plataformas fuera y viniera por la
casa y la cocina, pensando en la comida de por la noche y en la de mañana,
y limpiando los ceniceros que ella ensucia y que la propia abuela ensucia y
que ensuciará el abuelo cuando llegue con sus profusas cenizas de cigarro,

118
imponiendo siempre su superioridad de macho frente a las diminutas “colillas
y cenicillas de sus cigarrillos de mujercillas”. Hendrix suena retro, pero le
gusta, por eso quizás; quisiera ser como Ibrahím, o mejor como su madre para
pegarle otra vez los tarros a su padre. Y la abuela va y viene y: “¿Cómo le va
a la loca de tu madre? ¿Te tiene pasando hambre con ese? Estás flaquísima.
¡Dejar a tu padre por ese! ¡Dejar a tu padre por ese vago! ¡Dejar a tu padre
por ese negro! ¡Dejar a tu padre por ese negro vago! ¡Dejar a tu padre por ese
negro vago, y extravagante! ¡Dejar a tu padre por ese negro vago, extravagante
y borracho! ¡Pegarle los tarros a tu padre con ese negro vago, extravagante
y borracho!” Haría su propia canción de rebeldía: “¡Oh, resucita, cabalga
al viento hasta mí, Jimi, llévame a Seattle contigo, para pegarle los tarros a
mi abuela con un negro vago, extravagante, borracho y drogadicto! Somos
Sagitarios, Jimi, soñamos más y mejor, llévame contigo. I’m waltzing with
or without you through the clouds. No, no mejor: Only with you.

En realidad Ibrahím no era negro sino mulato, mulato y de pelo bueno. Ibrahím
no era vago sino escritor. No era extravagante, sino informal en el vestir. No
era borracho, sino bebedor ocasional, alguna tarde con un amigo, en la casa
o en la UNEAC. Y no era el tarro que su madre le pegó a su padre, sino el
consolador de una mujer olvidada, dejada en un rincón, que hacía el amor con
los trajes sucios del marido. Eso. La cosa estaba en el cúmulo de elementos. Si
su padre hubiera sido el escritor, el informal, el bebedor ocasional, e Ibrahím
el tipo de traje, nadie se habría fijado en que era negro: “Tu madre sufrió mu-
cho con tu padre, sobre todo con las borracheras que agarraba cuando estaba
de descanso. Menos mal que encontró un hombre serio”. No habría tarros ni
negros. Si su madre no hubiera sido rubia de ojos azules; si su madre hubiera
sido trigueña o mulata, e Ibrahím hubiera sido escritor, informal, y bebedor
ocasional y su padre vistiera de traje, tampoco habría habido lo de “negro”,
quizás sí lo de: “pegar los tarros a tu padre con un vago, extravagante y bo-
rracho”. La apariencia, las apariencias. Su padre nunca estaba en casa, pero
vestía de traje y tenía un carro plateado donde llevaba a sus jóvenes puticas a
salir; casi nunca dormía en casa pero estaba lleno el refrigerador; no había su
cariño pero sí su dinero. Su padre no los quería pero vestía de traje y traía la
comida y el dinero. “Buena letra para una canción. ¡Jimi, I love you!”, grita
de alegría, Jimi adivina sus pensamientos y susurra en la walkman: White
collared conservative flashing down the street/ pointing their plastic finger
at me/ they´re hoping soon my kind will drop and die/.../ Go ahead Mister
Businessman, you can´t dress like me! Es un mago Jimi. Si su padre fuera un
negro de traje, e Ibrahím fuera otro negro de traje, ¿qué dirían? O si los dos
fueran blancos y escritores, bebedores ocasionales... La abuela la interrumpe

119
parándose frente a ella, tan de golpe que la hace tropezar. “¡Abre los ojos y
mira por dónde caminas! ¡Estás como boba! Debías hacer como tu hermano
e irte a vivir con tu padre también, para que comas como es debido, y para
que te busque un trabajo decente! Aquí podrías quedarte también.” “No te
preocupes, abuela, yo tengo mi solución.” No, ni loca se iría a vivir con el
padre, allá Pedrito, él era igual al padre. Con la abuela menos que menos.
En su casa no estaba mal, pero se sentía muy sola y muy culpable: Ibrahím
todo el tiempo escribía y sonreía cada vez que ella pasaba por su lado, bus-
cando su aceptación, y olvidando de inmediato la sonrisa en su ordenador
(el pobre: ella hacía como que no lo aceptaba del todo para que siguiera al
menos regalándole de vez en cuando esa sonrisa suplicante). La madre todo
el tiempo rodaba por la casa tras de ella: “Hija, ¿tienes hambre? Toma estos
seis pesos para una pizza, por la noche ya veremos. Deberías buscarte un
trabajo, hacer algo. ¿Para qué quieres el inglés que estudiaste?” La pobre
madre obsesiva, buscando también su aceptación; ella le hacía creer que no
la aceptaba del todo (como a Ibrahím), para que la madre siguiera siendo
obsesiva y no se olvidara de ella por Ibrahím, y después le molestaba que
la madre fuera obsesiva y se iba para casa de la abuela, y la madre agarraba
complejo de culpa y cuando ella regresaba se ponía más obsesiva todavía, y
el final seguiría siendo el mismo, ¿quién podría negarlo?: “Le pegó los tarros
a tu padre con un negro vago, extravagante y borracho.”

Quisiera volar como la diminuta ala. La diminuta ala que cumple todos los de-
seos de Jimi. Le gustaba de verdad Jimi: su voz rajada, su guitarra. “Resucita,
Jimi; ¿resucitarás para mí?” Sólo Jimi y ella. Si viviera tendría cincuenticinco
años, veinticinco más que ella. Lo amaría igual. Pero vive. ¿Quién dijo que
no vive? “Te abrazo, Jimi, eres lo mejor.” Es preferible regresar a su cuarto
de casa de la abuela, con sus conchas azules, cerrar con llave, desnudarse en
la cama de sábanas limpias, beber un sorbo y otro, y fumar un cigarrillo y
otro, y disfrutar su desnudez y la del otro, escuchar sus canciones, y: “Ella
danza a través de las nubes (...), mariposas y cebras, rayos de luna y cuentos
de hadas, estas son sus únicas imágenes cuando ella cabalga al viento...”
Cuando ella extiende los brazos, Jimi la atrae y aparta su Fender (¡aparta su
Fender!), él es ahora el ala mágica; el eco de una cuerda rasgada a medias,
resuena en el cuarto de nubes azules y hace caer dos moscas apareadas; el
pollo frito vuela.

120
“Collage con fotos y danzas”, Anna Lidia Vega Serova (1968): Otra “agua tibia”
nacida en San Petersburgo cuando todavía era Leningrado. Ganadora del Premio
David de Cuento en 1997 con su libro Bad Painting, ha publicado también Catálogo
de mascotas y Limpiando ventanas y espejos. Su novela Noche de Ronda fue asimis-
mo recientemente publicada en España. Pintora notable, con varias exposiciones
nacionales e internacionales en su currículum, en “Collage con fotos y danzas”,
como en otras historias de su primer libro, las referencias plásticas son constantes
y profundas. Pero también resaltan anécdotas y personajes reales tomados de un
turbulento período juvenil de la autora entre los hippies y el ambiente cultural ru-
sos, y esa curiosa poética medio eslava medio caribeña, lo mismo que su particular
manera de entender la sintaxis y la gramática española, que convierten este cuento
en una rara avis, casi poema en prosa que reflexiona sobre los pesos relativos de
las posibilidades y los deseos... con la voluntad como fiel en la balanza simbólica
de la vida.

Collage con fotos y danzas


Anna Lidia Vega Serova

Me la imagino finita y frágil con los ojos ligeramente entornados al posar


para las fotos. También me la imagino bailar rock en el círculo de amigos,
peludos y drogados, o vagar por las calles en su soledad, con las manos en
los bolsillos, sin rumbo, sin fin. Pero lo que más me imagino es el momento
cuando ella voló sobre la ciudad con ese tonelete blanco.
Yo leí sobre eso, fue muchos años atrás, había mucha gente, comentába-
mos sobre su caso y el LSD y soñábamos con el LSD y su caso.
Fue cuando nos reuníamos en casa de Rina, porque su papá era pintor y
siempre andaba por las provincias, exponiendo, y la mamá murió. Oíamos
música, bebíamos y jugábamos a la “sinceridad” hasta saturarnos. Había que
darle vueltas a una botella y contestar cualquier pregunta si te señalaba el
pico. Así fue que se supo que Rina está enamorada del Roto y sueña con ser
actriz, que Iliana no ha decidido de quién enamorarse y desea irse a París,
que Mercy y el Futurista están empatados y lo que quieren es vivir juntos, al
Roto le gustan todas las mujeres, y sólo quiere tomar ron y más ron, y que
Yuriel no está enamorado de nadie y no sabe lo que quiere.
Yo no dije la verdad, porque me daba vergüenza, e inventé que quiero a un
tipo que es mucho mayor que yo y es marino mercante. No me importa si me
creyeron, pero por nada del mundo hubiera dicho quién me gustaba. Tampoco
fui honesta al contestar la pregunta ¿cuál es tu mayor anhelo? Dije que era tener
muchos hijos y reímos. La verdad era grotesca. En aquella época yo pesaba
alrededor de doscientas libras y hubiera querido ser bailarina.

121
Era su mayor sueño. Era flaquita, pero nunca nadie se ocupó de llevarla
a las clases de ballet. Al padre no lo conoció y la madre trabajaba hasta tarde
en una cafetería. Regresaba del trabajo con jabas llenas de pan con pasta y
dulces rotos. Ella se avergonzaba de la madre, casi analfabeta, de las jabas
con las sobras, le daban asco su humildad y sus ojos ingenuos. Andaba por
las calles con las manos en los bolsillos, sin rumbo, sin fin.
Creo que fue el Roto el que trajo la revista. Al Roto le decían Roto porque
algunos años atrás se había partido una pierna. No quedó más huella que el
apodo. La revista era extranjera. Todo un número dedicado a las drogas y
sus consecuencias. En vez de horrorizarnos, lamentábamos no tener a mano
todos esos alucinógenos que se describían tan detalladamente. Casi nadie de
nosotros los había probado. Algunas pastillas, una o dos veces.
En el medio de la revista estaban las fotos. Una muchacha, finita y frá-
gil, con los ojos ligeramente entornados. No recuerdo su nombre. Cumplía
quince años. Se metió drogada en el teatro y se vistió de bailarina. No venía
mucho más de ella, ni cómo había sido su vida, pero nos imaginamos que
se parecía a nosotros, que andaba con un grupo como el nuestro, que hacían
lo mismo.
El Futurista enseguida le compuso una canción. Con el tiempo casi nos
olvidamos de la muchacha, pero la canción quedó. El Roto traía ron y más
ron y después de la segunda botella empezábamos a cantar. El Futurista con
la guitarra y Mercy abrazándolo por detrás; Rina, mirando al Roto con los
ojos enternecidos; el Roto mirándola a ella, a Iliana, y hasta a Mercy a veces;
Iliana sin mirar a nadie; yo mirándolos a todos y Yuriel sin mirar ni cantar.
Yuriel no cantaba nunca y casi no hablaba. Sólo de vez en cuando subía sus
ojos de acero y era como si mirara para adentro, pero los demás cantábamos
y luego bailábamos rock.
A ella le gustaba mucho bailar. En el círculo de amigos, peludos y dro-
gados, ella bailaba rock, pero cuando estaba sola, bailaba algo muy suyo,
como una mariposa con las alas quebradas. Una vez ella fue al ballet. Estaba
comiendo helado y un hombre se sentó a su lado y le habló. Era un hombre
mayor, de traje, y le hacía preguntas sobre su vida. Al principio ella descon-
fió, pero luego se abrió por completo. ¡Tenía tanta necesidad de conversar con
alguien así! Le contó sobre su madre, y sobre los amigos, y sobre la droga, y
sobre todo sobre el Fotógrafo que le gustaba tanto, pero sólo la veía como una
posible modelo para sus postales pornográficas. Él la escuchaba atentamente
y después la invitó al teatro. Ella fue y pasó mucha pena por su ropa, al ver a
todas esas gentes, perfumadas y de galas. Se abrió el telón y ella lloró sin poder
contenerse. Cuando salieron del teatro, él intentó abrazarla, pero a ella le pareció
un sacrilegio tan grande, como si rompiera el hechizo, y corrió por las calles y
todo lo veía sucio, perverso, oscuro: la ciudad, las gentes, la vida.

122
No recuerdo bien quién trajo la hierba. Sé que cuando llegué aquel día
todos se miraban nerviosos y reían como si pasara algo divertido y Yuriel
estaba preparando los pitos. Es posible que él mismo la haya traído. El Roto,
también nervioso, explicó cómo hay que fumar y prendió el primero. Nos
sentamos en círculo y lo pasamos, dándole profundas chupaditas. Nos hizo
tremendo efecto, nos reíamos de cualquier cosa y después nos quedamos
acostados mirando el techo. No sé los otros, pero yo oía música. Una música
maravillosa que sonaba dentro de mí y yo podía hacer con ella lo que quisiera:
subirla, bajarla, incorporar o quitar instrumentos, era algo increíble. Después,
entré en la música y comencé a bailar, me sentía como una mariposa con las
alas quebradas, pero seguro que lo que parecía era un hipopótamo borracho.
Paré cuando me di cuenta de que todos rodaban de la risa. Todos menos Yuriel.
Él movía la mesa. La mesa era bajita y redonda. En la pared había un afiche
de Mercury con la boca muy abierta y dos tenedores des-garrándole los ojos.
Sobre la mesita había una vela y una flor en un vaso de cristal oscuro. La flor
tiraba una sombra redonda sobre el afiche. Cuando ellos se olvidaban de reír,
Yuriel movía la mesa, tapándole la boca a Freddy, enseguida estallaban las
risas y la sombra se corría para el lado, dejándole la boca hendida.
El ballet le descubrió a ella algo muy especial de sí misma, algo que floreció
como fuegos artificiales y que podía revivir en cualquier momento con las dro-
gas. Se veía con los amigos porque había drogas y porque estaba el Fotógrafo;
y el Fotógrafo, las drogas y el ballet armaron un solo mundo. Y mientras más se
drogaban, más necesidad tenía de la presencia del Fotógrafo. Y viceversa.
La hierba se hizo una constante entre nosotros. Tal vez sin ella se hubiera
armado el mismo caos, pero siempre hay que culpar a alguien y es cómodo
culpar a la hierba. Empezó por Iliana, que se encerró en el baño con el Roto y
Rina me agarraba las manos llorando y decía: ¡pero si ella no lo quiere! Des-
pués salieron del baño como si nada y Yuriel armó un cigarro. Nos volvimos
a sentar en círculo, pasándonoslo, seguimos riendo y Rina se recostó al Roto
y él le pasaba la mano, mirándola a ella, a Iliana, y hasta a la misma Mercy
que estaba con el Futurista, que antes estaba con Iliana. Pero parece que a
Iliana le dio roña y ella trató de volver con el Futurista. Entonces el Roto se
le acercó a Mercy, que estaba rompiendo el afiche de Mercury, y gritando,
la cargó y le dio un beso y se la llevó para la cocina, y Rina volvió a llorar,
diciéndome: ¡pero si ella no lo quiere! y Yuriel pacientemente envolvía la
marihuana en papel de cartucho.
Ella estaba loca por el Fotógrafo y todos lo sabían y el Fotógrafo también,
pero a él sólo le interesaban sus fotos y más de una vez había hablado de eso.
“No quiero lastimarte” —le decía sin saber que esa es una de las frases que
más lastiman. Entonces ella se decidió a posar para él, pensando quizás que
eso sería tan excitante como estar con él.

123
Yo estaba loca por Yuriel y todos lo sabían y él también, pero nadie
sabía lo que le interesaba a él. De todas formas, yo no me atrevería nunca a
acercarme a él si no fuese por la hierba. Una noche en que los demás andaban
en sus locuras promiscuas-lacrimosas, yo no pude aguantar más y le dije:
Yuriel, no sabes cuánto te necesito. Él me miró con sus ojos de acero y me
dijo: Yo también te necesito. Es la frase más larga que le he oído.
Realmente fue excitante. Él tenía un cuarto-estudio y le tiró alrededor
de cien fotos, sola y con otras gentes, y para ella fueron alrededor de cien
orgasmos, todos frustrados, y entonces ella se drogó como nunca, se fue a
casa y la madre se asustó y quiso llamar a los médicos, pero ella le dijo: Si
llamas a alguien, más nunca me verás, y vio sus ojos humildes e ingenuos
y sintió asco.
Lo único que nos mantenía unidos era la hierba. Todos se odiaban entre
sí, pero seguían templando unos con los otros hasta el aturdimiento. Era
peor que el jueguito de la botella. Yuriel toleraba mi tímida presencia, de
ahí no pasábamos. Sólo una vez me atreví a rozar con la mano su pelo y fue
increíblemente desgarrante. Él se levantó y se fue para el otro extremo de
la sala.
A veces ellos salían a caminar la ciudad. Descubrían lugares o tal vez
eran alucinaciones. Una noche salieron bajo la lluvia semidesnudos y se
sentaron en las escaleras del teatro y ella bailó para ellos. Era una noche
inolvidable en vísperas de sus quince. Ella volaba entre los charcos llevada
por su melodía interna y los demás la observaban, maravillados, hasta verla
alejarse y perderse entre los callejones. Entonces el Fotógrafo la siguió, la
alcanzó y le dijo muy serio: quiero fotografiarte bailando.
Un día Iliana se me acercó y me preguntó: ¿cómo soy yo? Me di cuenta
de que era una de sus crisis y le dije: No me hagas eso, Iliana. Estaba cansada
de secarle las lágrimas a Rina y a Mercy, de oír las descargas del Roto y el
Futurista. Le dije: ¡Eso es lo único que me faltaba! Más tarde la vi besando
a Yuriel en el cuello y él sin levantar los ojos. Era como el juego de las si-
llas. Se ponen unas sillas y los jugadores caminan alrededor y a la señal se
sientan y uno se queda afuera. Me quedé sin silla. Es lógico, me decía. Pero
era absurdo.
Entonces ella rió: sería el mejor regalo por mi cumpleaños, bailar para ti,
sólo para ti. Fueron a su cuarto-estudio, prepararon las inyecciones y ella dijo:
aquí no. Él se asombró y ella le confió su secreto más grande: ¡en el teatro!
Mi primer impulso fue irme. Pero cuando fumamos, cambié de idea.
Esperé quedar cerca de Iliana y le dije: eres como una masa deforme de
gusanos, gusanos blancos y rojos que se enlazan formando tu cuerpo y tu
alma. Iliana comenzó a reír, abrazando a Yuriel, Rina reía sobre las piernas

124
del Futurista, Mercy reía con el Roto a cuestas, a mí también me dio risa y
Yuriel preparaba la hierba, sin reír ni mirar a nadie.
Ellos guardaron la cámara y el LSD en la mochila y volvieron a salir.
Había escampado y las estrellas se reflejaban en los charcos y la ciudad estaba
como lavada. Ella abrazó al Fotógrafo y él no se resistió y se paraban en las
esquinas para besarse y ella suspiraba feliz: yo nunca antes había tenido un
cumpleaños ASÍ. Llegaron al teatro y se sorprendieron al no encontrar a los
amigos en las escaleras, dieron vueltas y descubrieron varias puertas cerradas.
Entonces él le dijo: no te preocupes, que vamos a entrar. Y empezó a darle
con una piedra al candado.
Después del quinto o sexto cigarro, todos estábamos volados y salí al
balcón para coger un poco de aire. Vi que Yuriel salió también, no sabía qué
decirle y él no hablaba nunca. Callamos un poco hasta que dije: me voy. No
contestó y le dije: si quieres yo me quedo, pero solo si TÚ quieres. Tampoco
contestó. Acababa de escampar y la ciudad estaba como lavada debajo de
nosotros y se reflejaban las estrellas en los charcos.
Ellos entraron alumbrándose el camino con la fosforera, había muchos
pasillos y puertas, casi todas cerradas. Entraron en una que estaba abierta,
encendieron la luz y ella vio esa cantidad de toneletes y empezó a quitarse
la ropa y él la abrazó y la cubrió de besos y cayeron al piso sobre la espuma
de los trajes de bailarinas.
Entonces yo me viré para irme, pero Yuriel hizo un gesto hacia mí y yo
tropecé con él y él me rodeó con los brazos y nos besamos torpemente una
y otra vez.
Después ella se puso un tonelete blanco y comenzó a bailar para él y él
le tiró fotos y ella salió y siguió bailando por los pasillos oscuros y él seguía
tirándole fotos y no había nadie en el mundo más feliz.
Me sentí tan feliz y confundida que olvidé que era gorda y fea, me olvidé
de todo y de todos, pero no por mucho tiempo, porque adentro pasaba algo.
Rina lloraba, tirada en el sofá, Mercy se tapaba las orejas, repitiendo: bas-
ta-basta-basta, el Futurista abrazaba la guitarra halando de vez en vez la
misma cuerda, el Roto decía: no le hagan caso a Iliana, ella está fuera de sí.
Iliana estaba recostada a la pared, con la mirada perdida y nos decía: Son
vacíos. Todos están vacíos. No sirven.
Los odio. No soportaba haberse quedado sin silla y además fumamos
más de la cuenta.
De pronto sintieron un ruido y comprendieron que habían sido des-
cubiertos. Corrieron en el laberinto del teatro por pasillos y escaleras
más y más alto y sentían al sereno detrás gritando: ¡Paren, no podrán
escapar!

125
Rina se sentó en el sofá con la cara roja y mojada y dijo: váyanse de mi
casa. Entonces todos nos movimos en diferentes direcciones, recogiendo
cosas, e Iliana salió al balcón.
Cuando abrieron la próxima puerta, resultó ser un balcón y no había más
camino. Ella sonrió y le pidió al Fotógrafo que le tirara otra foto con la ciudad
de fondo. El sereno estaba muy cerca y había que apurarse.
Estábamos saliendo. Rina esperaba para cerrar la puerta tras nosotros.
Yuriel dijo: “voló” y no lo comprendimos al momento. Mercy fue la primera
y chilló. Corrimos al balcón, pero no miramos para abajo.
La sombra del sereno se dibujó en el marco de la puerta y ella brincó
tras las rejas con aquel tonelete blanco, dejando al Fotógrafo con el flash
en el aire.
Nos quedamos mucho rato mirando en dirección al teatro, viéndola, con
sus alas de mariposa trastornada, dar dos o tres círculos sobre el edificio,
después planear lentamente hacia nosotros y, por último, subir en línea recta
más y más alto, hasta perderse en el amanecer que la recibía con una ingenua
humildad.

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“Ritual”, Karla Suárez (1969): Otra multifácetica. Ingeniera informática egresada
de la CUJAE, graduada de nivel elemental de música, muchos aún recuerdan su
presencia y su voz de cuando hacía dúos con el trovador Quevedo o cantando en el
coro en algún concierto de Carlos Varela. También excursionista avezada y amante
de la vida al aire libre... y de los gatos. Admiradora incondicional de Julio Córtazar...
hasta el punto de bautizar Horacio Oliveira a su precioso minino. Pero, sobre todo,
una narradora de tomo y lomo, de esas que no escriben mucho, pero sí bueno. Karla,
desde hace varios años, vive en Roma. En Cuba sus cuentos han aparecido en las
antologías El ojo de la noche y Nuevos cuentistas cubanos, en el extranjero en las
recopilaciones Líneas aéreas; Nuevos narradores cubanos (España), Money Honey;
Cubanísimo! (Alemania), Des Nouvelles de Cuba (Francia); La baia delle gocce
notturne y Rumba senza palme né carezze (Italia). Su magnífica novela Silencios,
que obtuviera el Premio Lengua de Trapo de Narrativas Innovadoras en el 2000
(compartido con La piel de Inesa de Ronaldo Menéndez) ha sido ya publicada en
español, francés, alemán, portugués e italiano, y próximamente verá la luz en Cuba,
donde ya Letras Cubanas publicara su colección de cuentos Espuma, de la que
extrajimos el presente texto. Este libro, lo mismo que Carroza para actores, también
de cuentos, han sido asimismo publicados en Colombia por la Editorial Norma.
“Ritual” es una de esas historias metafóricas, típicas de la poética de Karla, que
podrían ocurrir casi en cualquier tiempo y lugar. Algunos podrán decir que no tiene
nada que ver con el rock, pero en opinión de los antologadores, sí que tiene, y del
modo más bellamente simbólico: ¿no es acaso el drama de pertenencia y secesión
de estos seres que hacen trenzas el de tantos grupos más o menos marginales y con
reglas propias, como los rockeros?

Ritual
Karla Suárez

Ellos hacían trenzas los sábados en la noche. Todos llevaban el pelo largo,
se reunían en una especie de ritual, un pacto silencioso que consistía en sen-
tarse haciendo un círculo en el piso, cada uno hacía una trenza al de al lado
y al terminar se invertía el sentido, entonces las trenzas se deshacían, luego
cambiaban las posiciones y pasaban el tiempo sin pronunciar palabras, sólo
haciendo y deshaciendo trenzas.
El misterio estaba en encontrar la sincronización, la coincidencia exac-
ta de terminar a la vez y poder invertir el sentido del círculo sin pausas
intermedias. La noche la dividían en sesiones, entre una y otra tomaban un
descanso y conversaban. No eran como los demás que pierden los sábados
entre alcohol y bailes de moda, ellos hacían trenzas, sólo eso, hacían y des-
hacían trenzas. Al final de la jornada marchaban con el pelo suelto y pasaban
la semana esperando el sábado para atarse como cuerdas, invertir el sentido
y volver a empezar.

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La cita era a las ocho de la noche, llegaban y se sentaban en el piso hasta
completar poco a poco el círculo. Una noche, el último en llegar demoró
bastante. Cuando se paró en la puerta de la habitación todos lo miraron, su
cabeza brillaba, el cráneo era una bola lisa que recordaba aquellas esferas con
que los profesores trataban de explicar el mundo. Entró, dio las buenas noches
y se sentó en el único espacio libre que quedaba. Todos se miraron, algo no
funcionaba, alguien quedaría sin hacer su trenza, alguien sin deshacerla, luego,
al cambiar las posiciones, sería el caos. En principio fue la duda, pero poco
a poco fueron cerrando el círculo hasta dejarlo completamente apartado. Él
sabía que iba a suceder, lo sabía desde que aceptó las tijeras y luego la ma-
quinita, por eso no dijo nada, no hacía falta el adiós. Se marchó sintiendo el
calor de las miradas, el nos has traicionado sin palabras, el frío y la soledad
de esa cabeza que ya no sentiría el goce del viento sobre los cabellos.
A partir de ese día ritual cambió. Ellos esperaban los sábados en la noche
para sentarse en círculo a hacer trenzas, pero quién sabe si en el fondo todos
lo sabían. El círculo se fue cerrando, cada sábado era una nueva bola de billar
diciendo adiós del lado de allá del cerco que tendían los otros desde el piso.
Fueron quedando menos, ritual se volvió monótono porque los cabellos se
repetían y el círculo se hacía incómodo y estrecho hasta que desapareció. El
último sábado, ritual fue dos tipos en el centro de una sala deshaciendo una
trenza para luego cortar los cabellos, rapar las cabezas y quedar desnudos
por completo.
Ellos esperaban los sábados en la noche para sentarse en círculo a hacer
y deshacer trenzas. Ahora andan por ahí, incluso los sábados por la noche,
y sé que son ellos porque sus cabezas brillan y son graciosos para los niños
que los ven pasar.
Hace dos domingos, descubrí tres rapados sentados en un parque, cada
uno acariciaba la cabeza del otro, luego cambiaban las posiciones y antes de
volver al principio, se paraban, estiraban las piernas, conversaban, y mientras
tanto, con cuerdas que llevaban en los bolsillos, hacían y deshacían trenzas
que luego volverían a hacer para deshacerlas nuevamente y recomenzar.

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“Memorias van pasando”, María Cristina Fernández (1971): También frecuentó El
Establo en sus postrimerías. Pero, dotada de una rara, casi mística sensibilidad, sus
historias transitan por muy otros derroteros que los habituales dentro de la icono-
grafía friqui nacional. María Cristina obtuvo en 1998 el Premio Pinos Nuevos con
su libro de cuentos Procesión lejos de Bretaña, del que hemos tomado este texto.
“Memorias van pasando” es prácticamente una doble historia: la triste y cotidiana,
de la problemática pero indispensable (los frijoles, ya se sabe...) inserción laboral
de una joven rockera, y la maravillosa-trascendental de su experiencia iniciática
con las drogas alucinógenas, descrita de un modo muy suavemente femenino, pero
que para nada habría desaprobado el apóstol de la psicodelia literaria, William
Burroughs.

Memorias van pasando


María Cristina Fernández

Los árboles eran transparentes y yo


era también transparente.
BUDA

Estoy sentada a la puerta de una caseta plástica, traída en uno de esos ele-
fantiásicos barcos que enfilan por la bahía. Sus aguas turbias disimulan los
tesoros que descansan en el fondo, vapuleados en los virreinatos de Nueva
España o del Perú. Tengo el oído aguzado para interpretar el retintín de
las monedas. Son esos aprendizajes que ninguna academia enseña; sólo la
práctica usual de la codicia me ha permitido ser una profesional del oído, al
distinguir los cents y las moneditas intur de las insignificantes pesetas que
apenas percuten; tal vez por lo poco que anuncian.
Mi experiencia laboral es escasa, y por alguna pervertida casualidad, liga-
da a este tipo de lugares. La primera vez fue en una biblioteca. Limpiaba los
baños, incluidos los del otro sexo con sus bacinillas en la pared. También me
correspondía limpiar los estantes, a la par que hojeaba las enciclopedias del
mar, de la música y los libros raros y curiosos que escondían viejas historias de
la ciudad, cuando era una ciudad entre muros como Babilonia o Jerusalén.
Lo que más disfrutaba era limpiar los cristales que dan a la calle Obispo.
Allí las vidrieras relucen y los transeúntes se mueven a paso distraído, sin
la compulsión del tráfico urbano. Me encaramaba en la pequeña escalera
de tijeras y con un bulto de periódicos húmedos y secos, iba devolviendo
nitidez al cristal. Pasaba un buen rato frotando aquella superficie; cambiando
miradas con los medallones de la fachada de la casa de bordados: una dama
de perfil y un caballero castizo.

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Una tarde me quedé más allá de las cinco para ayudar en el brindis de una
exposición. La muestra no era nada excepcional: unos artefactos de alambre
y cañambú, pero las mujeres de la biblioteca miraban con gusto al artista,
que era todo una obra. Me di varios tragos nada discretos —pero discreta-
mente— a cuenta de las botellas de celebrar, y la muchacha del departamento
de Literatura Infantil, como si de una actividad para niños se tratara, recitó
poemas y fábulas con una vocecita muy entonada.
Cuando todo terminó me fui a casa; un cuarto añoso, tan añoso que a la
entrada una tarja anuncia que allí trabajó Martí. La habitación en concreto
no está localizada, pero bien pudiera ser la misma que ocupo. A veces oigo
rumores en el pasillo y me asomo sin ver a nadie. Un escritor que vive al
fondo dice haber visto a una monja en plena noche, rozando con su hábito
oscuro las paredes pintadas con cal barata.
Ese viernes trece de enero llegué exhausta a mi guarida, me emburujé
entre una colcha y un montón de gatos y me dormí. Hasta que alguien puso
su mano en el aldabón de la entrada. Me acerqué y allí estaban Luis, Ernesto
y una muchacha con una gorrita puesta, que ya dentro del cuarto detallé bien.
Tenía los ojos azules como mis primeras muñecas, y el pelo color de los pesos
machos. Fui a la cocina a prepararles té; Luis me siguió.
—Y ese ángel, ¿de dónde lo sacaron? —le pregunté con la cachiporra
de hervir el agua en la mano, constatando que el voltaje andaba bajo y el té
tomaría su tiempo.
Luis me aseguró que este ángel nos traía la buena nueva. Ernesto la había
encontrado unos días atrás, fotografiando viejas casas del Cerro.
—¿Y tu papá? —se interesa no sé por qué razón, si mi padre es un cero
a la izquierda. Hace un silencio espaciado y vuelve a interrogarme:
—¿Estás dispuesta a hacer un viaje?
Le dije que no, que estaba haciendo mi primer intento por trabajar y
apenas llevaba dos semanas.
Pero este viaje no durará más de una noche.
Mientras el agua se calentaba regresamos al cuarto. Habían puesto el
Equinoccio de Jarré y nos acomodamos alrededor de Kelly. Ella, tratando de
comunicarse, nos hizo saber que venía de California, donde las redwoods eran
pilastras enormes de un templo que perdura a pesar de la tala. Con ayuda de
Ernesto, aprendiz del inglés a fuerza de entender el repertorio rocanrolesco,
me entero que es asistente social en el pueblo donde vive. Por el día sale a
hacer su trabajo; prevenir contra el SIDA y alertar sobre las drogas duras.
“Eres como una misionera”, trato de decirle en mi mal inglés, pero al enten-
derme sonrió. Le dio un beso a Ernesto, bello a sus ojos con sus dreadlooks
y su piel terrosa brillante.
—¿Y cuándo empieza esto? —la pregunta vino de Luis, que fue a la
cocina en busca del té.

130
Kelly se puso a escarbar dentro del bolso. Extrajo un sobre de nylon
con flores secas, espigas, hojas caladas, todas recogidas en su jardín o en
los alrededores; ya acartonándose, pero mostrando los colores vivos aún.
Luego nos muestra imágenes de sus compañeros de casa: una comunidad
multiétnica sostenida entre todos.
En fotos sucesivas apareció una mujer dormida en una hamaca, guatemal-
teca, dijo Kelly; un irlandés picando rábanos en la cocina, entre un haz de ven-
tanas; una muchacha italiana tirada en un sofá junto a su novio un típico wasp, y
por último su mejor amiga, una muchacha tailandesa sonriendo a la cámara.
Todavía contemplábamos las fotos cuando nos enseñó un trocito de papel
coloreado que seccionó en cuatro partes idénticas, anunciando que sus amigos
nos deseaban un buen viaje. Como me daba buena espina la muchacha, puse,
según lo indicado, un papelito debajo de mi lengua. Esperar era todo lo que
faltaba, ¿quince, veinte minutos?
Una mujer me alerta que el papel se ha acabado, y aunque en casa no lo
utilicen, aquí lo exigen porque pagan. Saco mi tijera y duplico cada servilleta.
Los chinos, siempre comedidos, me advierten a cada rato que el papel escasea
y debe ahorrarse. Un retoque de aromatizante y ya todo está en orden para
volver a la noche que quiero revivir.
Las primeras sensaciones hubiesen inducido a cualquiera que no hubiese
puesto un papelito bajo su lengua a buscar auxilio médico, pero yo estaba
bajo la tutela de un trío implicado en el mismo asunto. Estando recostada al
balcón me sobrevino el vértigo, que se unió a un malestar impreciso sentido
antes. La muchacha venida de California me aquietó diciéndome que era la
primera parte y pasará muy pronto.
Todavía estaba apuntalada al balcón, llevando la atención a las arecas
que suben desde el patio en busca de luz, cuando experimenté incontenibles
ganas de andar, de moverme por todo el cuarto que no me alcanzaba para
tantas vueltas. Por fin me dejé caer en una banqueta, con el cuerpo erguido
como una espiga sensual; los pies me cosquilleaban. Bajé mis manos a los
tobillos, acariciando sus contornos, como quien tiene que domar un cuerpo
que se encabrita. De las piernas paso a lo más alto, acaso haciendo circular
una savia invisible, para terminar con las manos detrás de las caderas, res-
pirando hondo, el abdomen henchido, los ojos a oscuras.
La cabeza buscaba arriba en una conexión traspasada a la música de
Jarré. Música de burbujas, la llamó Luis porque estallaba en una sucesión
de imágenes precipitadas: los mil rostros nacidos de la primera explosión,
de la desintegración en filamentos conscientes. Rápidos destellos; no bien
se configuraba un rostro aparecía el siguiente. No diría humanos, eran más
bien los rostros del ancestro. Rostros eternos y fulminantes.

131
Déjenla, está viajando —oí decir a Kelly. Escuchar una voz humana me
trajo de vuelta al cuarto. Abrí los ojos y los vi a los tres, hundidos en la pared
que se volvía cóncava. Me miraban desde el asombro o la consternación. Di un
giro en la misma banqueta —creo que buscando una imposible privacidad— y
me enfrenté con la estatua de yeso policromo que reposaba en una esquina.
Una Santa Marta pisando a la sierpe que se enroscaba en su pie. La serpiente
saltó en dos finos hilos de luz para introducirse frontales en los míos. Me
agitaba una pasión extraña, y forcejeaba tratando de librarme, mientras la
potestad que entró reptando se afianzaba en mí.
Creo que me autoexorcicé porque rompí a llorar después del combate, y
mi llanto no parecía tener fin. Extendí las lágrimas por mi pecho, mis brazos,
los muslos. Cerré los ojos buscando dentro y me vi feliz como la mujer que
ha reducido el ofidio bajo su planta. La representación había terminado y el
personaje que me dio la pauta seguía allí, inmutable en su serenidad. Sentía
una felicidad postcatártica; los oídos tremendamente receptivos a los sonidos
bajos. En busca de un susurro me acerqué al Buda de bronce sin bruñir y lo
agité sin interrupción.
“¡Despierta Buda, despierta...!”
Luego, instintivamente, salté a la pecera. Un bombillo incandescente
resaltaba la visión de los peces que la habitan. La bola de cristal se había
vuelto mágica. Los colores de los peces se perfilaron en cada mancha; asomó
la transparencia de sus órganos; resplandecieron las plantas acuáticas y el
caracol trepador. Este mundo logrado en un viejo pomo de galletas, agua
limpia y algunos ejemplares comprados en el “tencent”, era otro mundo
viviente dentro del cuarto. Por primera vez lo vi como un mundo íntimo,
con sus propias leyes y su propio esplendor. Coexistían conmigo; ellos en
su redondez, yo en la cuadratura de la habitación.
Y de pronto la bola de cristal se ensanchó como si respirara y se super-
puso a ella una imagen que me estremeció. El vientre de Kelly con sus peces
invertidos en torno al ombligo. Su vientre redondo, acuoso y vivo, respirando
a sólo unos pasos de la visión. Las dos imágenes yuxtapuestas por su propia
belleza recurrente —la magia de la empatía.
Busqué con la vista a la dueña de aquel vientre. Estaba recostada al
balcón, conversando con los otros. Luego supe cómo la vio Luis: las orejas
y la nariz se le inflamaban como a una criatura de los cómics. Un muñe o
un ángel, lo cierto era que nos había entregado al ritual del éxtasis. Pero el
éxtasis me duraba mucho. En algún momento me arrodillé frente a la ventana
para contemplar un cable violeta que atravesaba el patio. Los demás necesi-
taban salir afuera porque el cuarto no dejaba de tenderles trampas visuales.
Querían caminar. Fue difícil hacerme salir del trance, pero al fin me pusieron
un suéter y salimos.

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Antes de bajar vi la lucecita amarilla del cuarto de mi madre. Allí dormía
con una gallina a sus pies. La cebaba hacía un año y no se atrevía a sacrificarla
por no quitarse su última compañía. Poseída de una debilidad intensa, cerré
la reja y bajé las escaleras tratando de recordar cómo era el mundo más allá
del edificio que dormía en su calma secular.
En la calle caía una llovizna de invierno. Nos movimos por estos mismos
predios en que han transcurrido mis días. Yo fui testigo de la conversión pau-
latina de aquel pedazo de ciudad descascarado, en ruina resucitada y puesta
a andar. Las casonas fueron remozadas y pintadas, se instalaron quioscos
en los parques, se iluminaron las calles con farolas art noveau y circulaban
coches tirados por soberbios caballos y cocheros de chalecos carmesí. Este
tinglado donde estoy sentada estaba antes del otro lado del parque, bajo la
fila de laureles. Allá fuimos, capitaneados por Kelly a tomar cerveza. Las
guirnaldas de colores se mantenían, aunque los días de Navidad hubiesen
terminado. Apenas estábamos acomodándonos al lugar cuando Kelly habló
de marcharse. Ella acumulaba el cansancio de días anteriores sin dormir. Los
acompañamos a pasos ensoñados a coger un taxi; se montaron diciendo adiós,
luego nos vemos. Nos quedamos Luis y yo que sólo atinábamos a perseguir
visiones en la llanura nocturna.
Caminábamos por los jardines del Castillo de la Fuerza; un verdadero
castillo de cuentos de encantamiento. Lo bordeamos hasta llegar a la Plaza
de Armas con sus farolas centinelas y sus fuentes como altos cálices. “Luis,
¿qué es el mundo; qué somos en él?” Mi voz era muda, pero mis preguntas
alcanzaban la mente de mi compañero por la telepatía infalible que genera
el viaje. “Nos hemos iniciado.”
Su voz rebotaba en los faroles, en las celosías, en la brisa de la noche
que va de la tierra al mar. Su voz tenía mil ecos, como mil espejos la lluvia
en los charcos adyacentes.
Entonces me llegaron a la memoria, como ecos también, asuntos legen-
darios; los nombrados “misterios de Eleusis”, que tenían su sustento en un
hongo que parasita el centeno. Rumores antiguos de vidas antiguas: Platón,
Marco Aurelio, Cicerón..., se remontaban al mismo corazón de la noche
nuestra. En el portal del Palacio de la Ciudad los perros de nadie intentaban
dormitar. Nos tendimos en el piso, entre la estatua de Fernando Séptimo y
los perros vagabundos, cómplices de nuestro más puro silencio. Mirábamos
las altas piedras; la historia que les dio fama ya no importaba.
En algún momento amaneció. El mar emergió de lo que antes fue noche
encandilada. Azul lisérgico fue el color que apareció ante nosotros en el
primer amanecer del despertar. Mirando a Luis supe que estaríamos unidos
en un secreto que nos abrió a lo extraordinario.

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No volví más por la biblioteca, ni siquiera a leer. Cuando el administra-
dor fue a visitarme le dije que había tenido un accidente con ácido. “¿En el
trabajo?” —preguntó preocupado—. “No —lo tranquilicé—, un accidente
doméstico.”
Otra moneda ha caído en la escudilla. Miro de reojo su brillo plateado
de sardina y luego busco, como por una hendija, más allá de la piel de lo
aparente. Veo el carnaval de las putas, de los boteros, los indigentes; los
músicos que tocan su combinación diaria: la negra Tomasa, el chan chan y
el bobo de la yuca. Marcelino lo baila mientras saca el bidón de la basura,
tirando del cuello de su camisa mugrienta como un verdadero bobalicón. En
silencio pido que a todos les llegue su hora.

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“Pregunten cómo sigue, por favor”, Mariela Varona (1964): Otra que sabe de la
tragedia del rock y sus amantes en la provincia... aún si se trata de esa isla cultural
oriental que es la ciudad de Holguín. Merecedora de una de las Becas de Creación
“Caballo de Coral” que otorga el Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge
Cardoso”, el siguiente texto fue leído por su autora en una de las sesiones del
segundo curso de dicho taller en el 2000, y ya desde entonces lo ficharon los an-
tologadores para este volumen. Mariela también resultó vencedora del Premio de
Cuento La Gaceta de Cuba 2001 con un divertido y muy postmoderno texto titulado
“Anna Lidia Vega Serova lee un cuento erótico en el patio de un museo colonial”.
“Pregunten cómo sigue, por favor” ha superado ampliamente su condición original
casi de ejercicio narrativo, pero conserva intacta toda su frescura en el tratamiento,
con fondo musical de rock duro e intolerancia de provincia, de ese tema universal
que es el amor. Amor difícil, esta vez (como todas, parece). ¿Sujeto?: mujer madura,
casada y acusada de pervertir a su media naranja... y objeto, un joven friqui que
apenas despunta a la adolescencia y al machismo.

Pregunten cómo sigue, por favor


Mariela Varona

Hoy vino su mamá a insultarme y tengo la cabeza a punto de explotar, me


dijo puta-tarrúa-sucia-descarada, que si no me daba vergüenza abusar así a mi
edad; de qué edad habla ella si tiene casi la misma que yo y está toda acabada
con pellejos y arrugas, y esa boca dura de gente que ha pasado por la vida
como si llevara a cuestas una aplanadora; y después de todo la comprendo,
a lo mejor si yo hubiera parido esa cosita dulce y blanca como la luna no
quisiera que nadie me la tocase, vigilaría sus pasos y sus relaciones como
una gata furiosa; pero qué se puede hacer si en él los deseos son como las
planticas nuevas, creciendo cada día, y en mí son como un árbol seco al que
le salieron hojas verdes de pronto, como al olmo de Machado-Serrat; y yo
no quería al principio pero se me iba la mirada hacia su piel de luna, y ese
cuello que tiene con los ricitos del pelo marcándose como una enredadera,
y su perfil de pececito como el de Sandra Bullock; su mamá me dijo que
yo era una vieja pervertida, que me iba a acusar y seguro lo tenía loco con
mis puercadas; si ella supiera —pero no me dejó hablar, y gracias que sólo
estábamos el Chino y yo, porque si alguien la oye me muero con ese escán-
dalo— si ella supiera cómo se fue deslizando todo, de qué manera imparable
se complicó la historia, cómo al principio estábamos en mundos tan distintos
y el Chino y yo íbamos a sentarnos cerca de donde ellos oían música, y en-
tonces fueron acercándose poco a poco —hoy uno, mañana dos— para oír
cómo el Chino explicaba las cosas, que si tal grupo o tal cantante; a veces les
brindábamos ron y otras eran ellos quienes nos brindaban; yerba no, nunca

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hubo porque habían salido las leyes nuevas y se había puesto muy difícil; y
yo siempre fui para todos nada más que la jeva del Chino, yo no tenía voto
ni nombre, era sólo una presencia y dedicaba mi anonimato a mirar su perfil
y sus gestos, y a disfrutar la gracia de su risa que quería ser tosca como la
de sus amigos, pero estaba llena de sus encías rosadas y sus dientes como
de leche; y cuando el Chino, que no tiene un pelo de bobo, insinuó que ya
me estaba haciendo falta un hijo me di cuenta de que sí, te estaba mirando
siempre con ganas de abrazarte, y si te abrazaba sería bueno también besarte
en el cuello y por qué no, verte desnudo y tocar tu pene de bebé; empecé a
asustarme porque eso era mucho más serio; las charlas se fueron repitiendo
y es verdad que te sonsaqué y me acercaba a ti a propósito para entrar en tu
órbita, cuando tú y tus amigos empezaron a pasar por casa yo tenía siempre
un detalle especial para ti; yo usé la voz de sirena del Chino como cobertura,
no lo niego, él los mantenía a todos atrapados entre un disco y otro con los
datos precisos: fechas de grabación, conciertos en vivo, chismes de entre bas-
tidores, y cada encuentro me acercaba más a ti que me mirabas a hurtadillas
o parpadeabas asombrado con mis frases, porque no querías demostrar que
eras un niño y fingías entenderlo todo; y yo miraba tus piernas lindas, con
vellos aún dorados y pensaba en la lástima de ese cuerpo liso llenándose de
pelos en pocos meses, era entonces cuando tu cuerpo estaba exactamente a
punto; y el Chino explicaba cosas y ponía la música, y yo me las arreglaba
para seguir atendiendo la conversación sin dejar de mirarte; tu mamá se cree
que yo tuve la culpa de todo, pero no contó con tu edad y la testosterona, y
los ríos de deseo que te corrían por todas partes y tu mirada hambrienta a
las nalgas de las muchachas, y cree que es fácil detener las ganas de apretar
un animalito joven y flexible aunque luego haya que devolverlo a la selva y
mirar cómo se aleja; y cree que es fácil en una noche de borrachera tropezar
con tu aliento en la oscuridad y reprimir las ganas de besarte; lo besé con
terror y él me besó con ganas y tratamos de que pareciera una broma pero
no lo era, y me dije al diablo las convenciones: le pedí la llave de la casa al
Chino y caminamos sin hablar hasta que cerramos la puerta, convirtiéndonos
en una pareja más de las que esa noche jadeaban, lamían, besaban, rodaban
por el suelo en esta mitad del planeta, mitad alumbrada por la luna del mis-
mo color de su piel; hubiera querido ser muy bella al menos esa noche para
regalarle el conocimiento de lo mejor, pero es que después hubo muchas
noches parecidas, y lo que yo sabía y quería enseñarle se me olvidaba por
completo; era él quien me enseñaba sin darse cuenta el camino de vuelta al
nacimiento de mi sensualidad, y me convertía en la misma niña de quince
años que yo había sido pero amada, mucho más amada que nunca por mí
misma; qué boba su mamá pensando que yo tuve la culpa, ella no vio sus
lágrimas de rabia cuando le dije que había que parar, porque al Chino había
empezado a molestarle que descuidara otros compromisos y gastara tanto

136
tiempo útil, y él loco de asombro dándose cuenta al fin de que el Chino lo
había sabido todo, todo el tiempo, mucho antes de sucedernos nada real, y
diciendo que entonces era un maricón y yo intentando explicarle nuestras
ínfulas de bohemia europea, y lo bueno que era parar a tiempo para que yo
no resultara herida por la visión del animalito salvaje, perdiéndose un buen
día en la selva y dejándome atrás; su mamá no sabe que cuando él se tomó
todas esas pastillas lo que buscaba no era el suicidio, sino la alucinación de
la que hablaban los amigos, y mi nombre en la pared atravesado por un cu-
chillo —espantosamente mal dibujado— no era un canto de amor ni mucho
menos, era sólo un rito adolescente de condenación por haber traicionado su
credulidad machista-incipiente; pero quién le explica eso a una mujer que
parió esa dulce cosita color de luna y lleva la vida con toda la amargura de
quien carga una aplanadora.

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“El tercer ojo del loco”, Michel Encinosa Fú (1974): Otro rockero graduado de
Lengua Inglesa, otro fan a Manowar (y a toda la buena música... sobre todo si
suena duro: lo enciclopédico de su colección de casetes de metralla es proverbial
entre los friquis que saben) que también cultiva la ciencia ficción y la fantasía, y
otro adicto a los juegos de roll. Además, excelente dibujante e ilustrador, aunque
él mismo confiesa que en los últimos años el teclado no le deja mucho tiempo para
los pinceles. Michel ha publicado los volúmenes de cuentos Sol Negro y Niños de
neón, respectivamente de fantasía heroica y ciencia ficción. Cuentos suyos también
han aparecido en antologías cubanas como Reino eterno y Escrituras iniciales, y
extranjeras como Polvo en el viento (argentina); Horizontes probables (mexicana);
La baia delle gocce notturne y Vedi Cuba e poi muori (italianas). Dueño de un vo-
cabulario riquísimo y de una sintaxis barroca, rococó casi, experto en caracterizar
personajes con un par de párrafos, en “El tercer ojo del loco”, hasta ahora inédito,
Michel retoma el Patio de María como fondo, pero ahora para narrar una historia de
amistades torcidas, diferencias de clase entre los supuestamente sin clase, valentías,
compañerismos y fidelidades mal entendidas, amores traicionados, violencia y sexo.
En fin, ¿todavía alguien cree que le falta algo a este cuento?

El tercer ojo del loco


Michel Encinosa Fú

Saco mis cigarros y enciendo uno para el Prisma.


—La voy a rajar en cuanto la vea —asegura él, con una chupada de
puros nervios.
Los pies me están matando. Esta mierda como siempre con tres horas
de retraso, no sé ni para qué me bañé y vine corriendo. Menos mal que los
huecos en las rodillas del jean me refrescan. Ahora, el pulóver negro lleno de
calaveras no hace mucho a favor de mi equilibrio térmico. Y este pelo. Ya lo
tengo por la cintura. Ahorita me lo corto para el carajo. De todos modos, el
pelo largo hace rato que pasó de moda en esta moña. Vacilo a los demás. Por
ahí anda un t-shirt de Metallica como para venirse de a viaje. Voy a decirle
al puro que me traiga un par cuando salga, pero en blanco. Estos agostos
son lo que son. Y que la pura los lave. Ya los anillos me están aburriendo,
mejor se los regalo a mi primo, los diez, y me consigo otros. Y de paso hablo
con el Indio para que me acabe de pinchar los brazos. Una onda bien locota.
Dragones y mujeres templando, no sé. Total, ya Maya no está para decirme
que no le gustan los hombres tatuados, que si el ego reprimido, que si la
marginalidad autodidacta, que si el panfleto individual, que si ni me mires
si te haces esa payasada.
El Fuckyou anda por la esquina, sateándoles a dos inglesas en onda jungle.

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No sé qué carajo le verán las extranjeras al Fuckyou, salamandra en uniforme
tribal post-hippie pringoso, creo que nació con él. Lo miro tanto que ni tengo
que llamarlo, viene con la cajetilla cariada abierta de argolla a argolla.
—¿Qué volá, Prisma? —le da la mano—. ¿Qué volá E-mail? —me mira
la frente—. ¿Quieren?
El Prisma me mira de reojo, y pongo el billete:
—Sirve doble, Fuckyou. Hoy es mi cumpleaños.
—Te dije como veinte veces —se eriza—, que no me llames así.
—Fuckyou —el Prisma ladea su testa lisa y reluciente—, ¿la Cabra
anda por ahí?
—Anda con el Panga —declara la salamandra, hinchada de placer—. Ya
están dentro, el Panga fue compromiso del sonidista.
El Prisma asiente, pensativo, y comenta con la mitad de la boca:
—¿Tú eres yunta del Panga, no? Cuando lo del toque de Joker, entre tú
y el Joroba aguantaron al Piolín, en lo que el Panga rompía la botella.
—Bueno, el Panga era socio tuyo también.
—Era. El Piolín coge calle conmigo desde el pre, y te anda buscando.
—Coño, tú sabes cómo es eso. Con una jeva como la Sátira en el potaje,
a cualquiera se le calientan el tronco y la motherboard —el Fuckyou se pone
intranquilo; sus inglesas le están sateando a un rasta de gorrito tejido.
—Cualquiera termina con el coco tieso y el tronco más congelado que
una Bucanero en pueblo de pobres —opina el Prisma, tan solemne que ni
Moisés en el Sinaí—. A cada yerba le toca su machete.
—Okey, mira, déjalo ahí, neutral —el Fuckyou se ríe y enseña las palmas
de las manos—. Si quieren más, me lo dicen —y se larga.
Lo veo llegar a la esquina y dislocarse el cuello buscando a las inglesas,
hasta que las ve montarse en un turistaxi con el rasta. Me da gracia y se lo
digo al Prisma, que no me responde. Se ve que anda cruzado. Ni averigües.
Lo del Prisma con la Cabra viene de atrás, desde los ochenta. Ahí sí hay
historia. Shakespeare es mierda. Pero como el que mete las manos en la
mierda se embarra, ni caso. Me recuerdan los líos de los puros míos. Con la
diferencia de que el Prisma es mi socio del alma, mi hermano, mi mentor, y
si cualquier cosa meto la mano en la candela por él.
—Dame de eso —dice.
Le doy.
—Prende uno.
Lo prendo.
Él echa a andar. Lo sigo.
—¿Qué vuelta, Prisma?
—Ahí, Monster.
—¡El Prisma, cará, qué tiempo!

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—Hey, Baqueta.
—¿Cómo te lleva?
—Cruzado.
—¿Con la esa misma?
—Completo.
—Ñó.
—Oye, ¿tienes algo por ahí?
—Aquí —reparto para todos—. Del bueno.
—E-mail, coño, ni te había visto. La verdad que el Prisma siempre tiene
algo para los socios. ¿Se lo sacaron al Fuckyou? El Piolín lo anda cazando.
—Esto va a estar bueno hoy —profetiza el Monster.
El Baqueta, que conoce, toca al Prisma por la espalda, a la altura del
cinto.
—Pinga, el socio anda cargado.
—Prisma, no te mandes —recomienda el Monster—. Mira que la fiana
anda revuelta con la moña nuestra. Ya tumbaron la Palma, el Pabellón está
desactivado desde lo del chamaquito ese, y cualquiera de estos días nos
trancan La Madriguera.
—Yo me cuido solo y no arrastro a nadie —asegura el Prisma, contem-
plando la noche por encima de nuestras cabezas.
Yo palpo en secreto orgullo la navaja en mi bolsillo. Nueva, de estreno, se
la compré a mi primo el sobrecargo. No impresiona tanto como la bayoneta
de AK del Prisma, pero corta igual.
El Monster saca un litro. Tomamos. Adentro siguen ecualizando.
—Prisma, ¿de verdad verdad que la vas a picar?
—Déjalo, él sabe lo que se busca.
Ya la gente anda inquieta. Cuándo cojones va a empezar esto. Nada más
falta que se vaya la luz, como el sábado pasado. El obstine vigueta. Ahorita
empiezo a acordarme de Maya. Y no me da la gana, porque yo vine a des-
cargar, a sentirme bien, a cumplir mis veinte bien sonados, y a compartir lo
que sea con el Prisma, que es mi hermano. Le enciendo un cigarro.
—¿Alguien ha visto al Fuckyou?
—Oye, Piolín, deja la monería esa de aparecerte como un fantasma detrás
de uno, que va y uno se dispara y te cuela una bota por la cabeza.
—Sí, compadre, que uno tiene corazón. Y mira, no te fundas, que si hay
talla fula, la fiana capaz que suspenda el toque.
—Yo lo que quiero es tenerlo ubicado. Con lo otro yo me sé, y ni malanga
se va a enterar.
—Allá tú. El tipo anda por aquella esquina.
—Thank you. Denme un buche. Prisma, la Cabra ya está dentro.
—Eso me dijeron.

140
—Okey, abur.
—Despierten, que ya están vendiendo las entradas.
—E-mail, saca algo ahora, no sea que metan fianas y haya que descargar
sigilia´o.
Arriba, abajo, al centro y adentro. Me da tres pitos si me paso. Hoy
cumplo veinte.
En fila india, culebra de ceñudos eslabones, llegamos alante. Aquí es
donde es, al lado de los bafles, para sentirlo bien. Esto está prendío de jevas
hoy, así que mejor me mato el gorrión de Maya de una pedrada y trato de
no irme solo.
Están poniendo música grabada, en lo que se deciden a romper. Alice in
Chains: “I´m the man in a box...” La onda de Maya, justamente. Descarga de
seudointelectuales que se creen que porque se han leído a Joyce y a Castañeda
te pueden coger el culo con pinzas. La Generación X. ¿Existe, realmente?
“Oh, oh, oh, Jesuschrist...” La liturgia preciberdélica. ¿Existen, realmente?
Qué clase de mierda. Y yo dónde me quedo, ¿en la Generación Z? ¿O la
XXX? ¿Existo, realmente? Ya me está dando, ya me está dando. Menos mal.
La verdad que este concierto de hoy no es mi chucho. Lo mío es lo fuerte.
Black metal por el cable, caña por un tubito, vampirismo sadomasoquista y
satanismo genocida. Muérete, maricón.
El Prisma es periscopio estirado, enseñando los dientes a los cinco ho-
rizontes. Ahora se pone tenso, gruñe, se congela.
—No seas obvio, yunta —el Baqueta le mete un codazo—. Se va a llevar
el pase y no la vas a poder trabar. Disimula.
El toque rompe al fin. Abren Porno para Ricardo. No sé quién coño será
Ricardo.
“Ay, Manuel, yo sé que tú das el culo por un bisté... Ay, Manuel...”
Bendita la censura. O la ignorancia.
Alguien me mete un cocotazo y giro con el puño cargado:
—¡¿Qué pinga...?! ¡Rusa, linda, qué es de tu vida!
Me suena un beso en la boca:
—Ven.
Se deja arrinconar contra el muro y meter las manos por todas partes.
Zorra. Zorrísima. Debe estar fajada con los puros otra vez y buscando una
cama para pasar la noche. Yo, contento. Ella me conoce bien, y sabe de las
patas que cojeo y de mis manías, así que no hay embarque. Es mi cumplea-
ños y no estoy como para pasar trabajo adoctrinando a una desconocida. Me
llevo los dedos a la nariz:
—Sigues oliendo como siempre. Y te afeitaste.
—¿Quieres que te la mame ahora?
Carece de cualquier sentido de la medida, hay que saber manejarla:

141
—Aguanta ahí, baby, estáte quieta.
—¿Qué te pasa? —me empuja por el pecho—. ¿Ya no te gusto?
—¿Siempre tienes que estar haciendo papelazos?
—Mira quién habla, el que se vomita después de dos tragos.
—Y tú, que te pasaste una noche en calabozo cuando te cogieron botán-
dote una paja en La Rampa.
—Entrevista con el Vampiro, con Brad Pitt y Tom Cruise, ¿y no me la
iba a botar?
—Comemierda —le cañoneo un par de besos, y al final se deja. No la
voy a conocer bien.
De repente se pone tiesa. Yo miro, y es el Prisma que está parado detrás
de mí.
Le enciendo un cigarro, y se va. La Rusa respira:
—Ay, por tu madre, qué impresión.
Sí, claro. Ella estuvo un tiempo con el Prisma y ahí supo lo que era la
ley. El Prisma es muy estricto con sus mujeres, aunque sean para un día, y
nunca da con el puño abierto. Me río:
—Eso es amor. Lo extrañas, ¿verdad?
—Muérete —trata de colarme una rodilla en los huevos—. Con eso no
juegues, maricón, tú eres el que me cuadra de verdad.
Claro, el Prisma, en su cuartico deslucido de la Habana Vieja, con una
sábana gris y dos mudas de ropa. Y yo, con VHS Panasonic, aire acondi-
cionado y perrísimo equipazo Aiwa en el cuarto. No digo yo si soy el que
le cuadra de verdad. La vida es dura. Todavía usa los aretes que le regalé en
diciembre pasado, la primera vez que me peleé con Maya.
—Me hice un tatuaje nuevo con el Indio —confiesa ella—. Lo tengo
por aquí...
Sigue, bobita, sigue, que ya tengo la cabilla a millón y me la vas a bajar a
pulso. En la casa, en la gaveta, están los cincuenta dólares que me regaló el puro
para que me comprase lo que me diera la gana. A la Rusa le encanta la cerveza.
Y seguro que ni ha comido. Vamos a ser elegantes. Gastar por lo menos veinte.
Ella no los vale, pero yo sí. Estoy a punto de decirle “vamos echando”; y ahí
mismo rompe un hardcore al ladito nuestro, y me cuelan un codo por la oreja.
Me vuelvo con ganas de replicar, pero ella me agarra del brazo:
—E-mail, por favor, deja eso y vámonos para allá.
Me muerdo la honra y la sigo un par de pasos.
—Además —agrega ella—, ni que fueras tan fiera ni un cojón divino.
Con lo chiquitico y mierda que eres, capaz que...
—Oye, ¿cuál es el cuero?
—Ay, mi niño, si hasta la Maya extraña esa te trajinaba cuando le sa-
lía.

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Le meto una patada por el culo y otra por la rodilla. Se cae, rueda. Me
le encimo, manotazo contra manotazo. El tacón de su bota se hunde en mi
barriga. Maricona, hija de puta. Desisto, no vale la pena. Sin mirarla, me
alejo hacia el hardcore. Qué se habrá creído. Mira que decirle “la extraña
esa” a Maya. A mi Maya. A mi maricona, mi hija de puta, mi cabrona
Maya. Qué ganas tengo de verla, coño. Pero no. Si te botan, sube la frente
y respira hondo. No seas perro. No te dejes poner triste. Hoy es mi cum-
pleaños. No me quiero acordar de Maya. No me da la gana. No quiero. Otro
cruce como este y se me baja el vuele, y eso sí que no. Déjame reactivar.
Pá dentro, sabroso.
El hardcore está en su punto. Legión de samuráis urbanos en suicidio co-
lectivo. Saltan, gritan, tiran patadas y piñazos a la buena de dios. Y ahí metido
veo al Fuckyou, salamandra en frenesí, mareado, sudando a chorros.
Alguien se sube al escenario. Es el Piolín. Va a meter diving. De cabeza.
Adivina. Le cae arriba al mismísimo Fuckyou. Tremendo revolico. El Piolín
se levanta y se pierde a gatas entre las piernas de los demás. El Fuckyou se
toca la espalda, se la toca otra vez, hace una mueca. Estiro la cabeza, buscando
al Prisma y a los otros. El Piolín se me atraviesa:
—¡Viste, E-mail, viste cómo lo trabé!
—Brother, para mí que el que se dio el tanganazo de verdad fuiste tú.
—Bienaventurados los que no vieron, y se jodieron —se ríe él, y me
enseña un alfiler de criandera—. Me lo dio un socio del sanatorio. ¿Qué rico,
eh? Asere, qué rico, qué rico..., ¡AY!
Jugando con el alfiler, se ha pinchado él mismo el dedo.
—Ay, coño, coño, coño... —el alfiler se le cae, se mira el dedo, me pone
cara de loco, recoge el alfiler, me mira, viene hacia mí...
Oye, ni timbales, tú. Le meto la mano en la cara, lo empujo y salgo pi-
tando que ni un peo envuelto en gasolina. Con esa mierda ni juego ni jodo.
Ay, mamá. El vuele se me ha quitado de a viaje. Debo tener los huevos así
de chiquiticos. Qué ganas de cagar, qué flojera. Te imaginas si le da el bestia
y... A esa hora no hay socios, a esa hora lo que quieres es arrastrar a Mahoma
contigo. Menos mal que no me siguió. Dónde están los socios. Ojalá que al
quemado ese no se le ocurra caerme detrás.
Por entre la masa, a lo lejos, veo pasar al Panga con la Cabra. Con un
vahído de inspiración, los sigo, y a los dos segundos me tropiezo con el
Prisma.
—Oye, Prisma...
Ni me ve. Él abre camino, y yo detrás, por la estela de vacío que va
dejando. Se detiene al fin, y me le planto delante:
—¡Prisma, viejo!
—¿Qué tú quieres? —sigue sin mirarme.

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Enciendo un cigarro. No llego a darle ni una patada, porque él me lo
quita de la boca. Le chasqueo los dedos ante los ojos:
—Prisma, mi hermano, mira, si ves al Piolín, un consejo de socio...
—Socio y mierda es lo mismo —pone los ojos en blanco—. Aquí nadie
es socio de nadie —y allá va de nuevo. Por poco me tumba.
Al carajo. Allá él y sus líos. El que se ahoga en un charco de agua con una
mujer, es porque quiere. Y yo lo que tengo es ganas de irme, colarme por la
ventana del cuarto de Maya, como hacía antes, y ponerme a hablar con ella.
No sé, de cualquier cosa. De lo que sea. Y si le da por botarme, y llamar a los
padres, me agarro de la pata de la cama y ni a mandarriazos me sacan de ahí.
—¡¡Oye, oye, qué volá!!
Levanto las orejas. Revuelo junto a los bafles. Una cabeza lisa y reluciente
se sumerge en un mar de brazos. Cojones, que ese es mi hermano. Permiso,
coño. Que voy, carajo. Échate para allá, tú. Son como diez fajados a la vez.
El Panga, el Piolín, el Monster, el Fuckyou, el Baqueta, el Prisma, y no sé
quiénes más. La Cabra está en el piso, debajo de ellos, cogiendo todas las
patadas. Al Prisma se le cae la bayoneta. El Panga trata de recogerla. Voy
adentro. El Fuckyou es el primero que me suena por el cuello. No jodas.
Saco la navaja. Alguien me cae arriba. Me están mordiendo la pierna. No
entiendo nada. Estoy de cara al piso y hay tres tipos arriba de mí. Cómo
pesan. Ni caso me hacen. La Cabra me mira, suelta un pitazo y empieza a
arañarme la cara. Lo único que puedo hacer es escupirle los ojos, a ver si
no me saca los míos. Logro darme la vuelta, tiro piñazo para aquí y rodilla-
zo para allá. La navaja se me traba en algo. Me siento la mano caliente. Meto
un tirón, pero no la puedo zafar. Los cuerpos giran, todo el mundo grita, yo
suelto la navaja, me levanto y salgo corriendo, empujando todo lo que me
encuentro por delante. No paro hasta llegar a la cerca de alambre, le meto los
dedos, trepo, brinco al otro lado, corro y corro, voy a millón por la avenida,
y mientras más duro corro, más lloro.
No me paro ni aunque me falta el aire. Rebajo al trote. Sincronizo la
respiración con las piernas. Mañana estoy detrás de los barrotes, tú vas a ver.
Debí haberme ido con la Rusa. Sería capaz de correr y correr y correr cien
años, con tal de que mañana no se apareciera por mi casa un patrullero. Lo
que tengo en la cabeza es un terabyte de vacío. Las alas de la serpiente, las
escamas del tigre, el tercer ojo del loco. Y de repente descubro que me siento
bien corriendo. Mira, a lo mejor no pasa nada. Averigua quién fue. Nadie
me había visto antes esa navaja, y nadie se debe haber fijado en el revolcón.
Era nueva, qué lástima. De estreno. Y qué clase de estreno. La sangre en mi
mano ya está seca, me la restriego. Ojalá que no haya matado a nadie. Me
pareció un muslo. Daba la impresión de que era un muslo. Seguro que no
pasa nada. ¿Por qué iba a pasar algo? Tantas cosas iguales pasan, y no pasa

144
nada. Trato de prender un cigarro a la carrera. No puedo. Y no quiero parar.
Boto el cigarro sin encender. Sigo corriendo.
Voy por el lado de una cafetería. La gente me mira como ya tú sabes.
Me hago el indiferente, pero lo que quiero es explotar. ¿Por qué coño tienen
siempre que mirarme así? Para colmo, en el semáforo, oigo a un niño pregun-
tar el viejo cliché: “Mamá, ¿eso es un hombre o una mujer?” Ahora viene la
loma abajo. Me dejo llevar por la gravedad. Debo tener ya las medias rotas
en los talones, estas botas son de tranca. Las uñas de los pies se me entierran
en los dedos, tengo que cortármelas. Oye, ya no puedo más. Banco roto y
destartalado, banco despintado, banco bendito, a mí. AY, coño.
—Ismael.
Levanto la cabeza. Abro los ojos. Los cierro. Los abro de nuevo.
—¿Qué hay, Maya?
El tipo que la acompaña, vestido con toda la boutique de Carlos III, me
mira receloso y la abraza por la cintura:
—Ven, vamos allí a la esquina a comprar cigarros.
—Ve tú —dice ella—. Ahora te alcanzo.
El tipo me mira una vez más, y se aleja.
—Lindo el hombre —le digo a Maya—. No sé qué tiene él que no
tenga yo.
—Por lo menos, no me escribe poemas con faltas de ortografía —se
sienta a mi lado y me mira directa a los ojos.
Es obvio que él no le escribe poemas. Saco mis cigarros. Encendemos.
—Entonces, te casas mañana.
—Sí, a las cinco en El Vedado. Puedes ir, si quieres.
—A lo mejor. ¿Dónde es el brindis?
—En casa de él. Cincuenta mil botellas. Un cake así de grande. Debieras
ver mi traje.
—¿Largo?
—Blanco, lindísimo.
—Si fuera conmigo, te casabas de minifalda y cuero negro.
—Sí, pero ya no es contigo.
El tipo regresa, sacando un Monterrey. La ve fumando, estruja el ci-garro
y lo tira.
—Me voy —ella se levanta y se acomoda un pie dentro del zapato de
tacón—. Ven mañana. ¿Vas a venir?
—Muérete —me miro las rodillas para no verle la cara—. Muéranse.
Los dos.
Se van. Yo también me voy. Tras veinte vueltas por calles que ni conozco,
llego a mi casa. El Prisma, el Panga y la Rusa me esperan en el portal:

145
—El Panga te vio la navaja. Dicen que por poco le sacas el hígado a la
Cabra.
—¿Dice quién?
—Hasta ahora, acá el Prisma y yo. Pero para qué están los socios. No te
preocupes, que no se va a partir. La cierran, la cosen y ya. Menos mal que te
fuiste. Nos hicieron una cantidad de preguntas, tú sabes.
—Y oye, no es por nada, pero mañana nos vamos para Peñas Blancas,
y estamos arrancados.
Entro en la casa, voy a mi cuarto, regreso y les doy los cincuenta dólares.
El Prisma se saca mi navaja del bolsillo.
—Ni me des las gracias —aclara, y apunta a la Rusa con el mentón—.
Pregúntale a ella dónde se la escondió cuando nos cachearon a todos.
—Me lo imagino.
Se van. La Rusa se queda:
—¿No te molesto?
—Siempre y cuando no molestes.
La dejo entrar primero al cuarto. Ya son las dos de la madrugada. Ayer
cumplí veinte años. Ella se acuesta bocarriba, se quita la saya y el blúmer.
—Tienes que echar un vistazo, a ver si me lastimé con esa navajita
tuya.
Me inclino sobre ella. Le meto los dedos. Mojada, muy mojada, pero
no tiene nada.
—No tienes nada —le digo, saco los dedos, me quito la ropa y me meto
en el baño.

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“Escaleras al cielo”, Frank R. Rojas Aguilera (Holguín, 1974): Licenciado en
Lengua Inglesa y fanático irredento del rock británico de los 60 y 70. Profesor en
la Facultad de Humanidades de la Universidad de Holguín. Graduado del Centro
de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso” y miembro de la Asociación Her-
manos Saíz. Textos suyos han aparecido en publicaciones de España y México. Ha
ganado los concursos de narrativa “La llama doble”, 2001, con su cuento “Como
una luna en el agua”, y tercer premio en el concurso de cuentos breves “Vértice”,
2001. En el cuento que aquí les ofrecemos “Escaleras al cielo”, Frank, por medio
de un lenguaje muy preciso, en ocasiones poético, se adentra en uno de los temas
más recurrentes de la promoción actual: la marginación y/o automarginación de
varios sectores de la población, con una incidencia mayor en los personajes jóvenes,
el exilio (visto en su problemática del afuera y del adentro), la melancolía por el
pasado, la soledad del individuo y la necesidad de gravitar alrededor de la familia,
la pareja o los amigos a pesar de las “lejanías” impuestas.

Escaleras al cielo
Frank R. Rojas Aguilera

There’s a lady who’s sure


all that glitters is gold.
LED ZEPPELIN

Hay días en que el mundo puede ser una espiral de hierro oxidado, una espiral
que alguien llama escalera y que, en caprichosas contorsiones de diecisiete
peldaños triangulares, puede llevarte al único lugar donde el aire es tranquilo,
encima de la casa. Hay días en que la casa puede ser una mezcla incoherente
de voces iracundas desde la habitación o desde el centro minúsculo de la sala
o en la terraza, justo en la base de la espiral, donde esas voces se levantan
acusadoras en contra de lo que hiciste, dijiste, tocaste, como si con el tacto
de tus dedos, con el eco de tu voz, el universo estrictamente ordenado de la
casa saliera de su órbita y se quebrara sin remedio. Todo lo que hemos hecho
por ti, cómo nos hemos sacrificado para que tú ni siquiera... Hay días en que
sencillamente dejas de escuchar los reclamos en un reflejo de desconexión
STOP, caminas hacia el extremo filoso de la placa de hormigón con la últi-
ma botella en las manos y contemplas la tarde en su descenso detrás de los
edificios. Entonces, es tu índice derecho el que hunde lentamente el plástico
encima del mágico PLAY y la guitarra de Jimmy, como una bendición desde
las bocinas pequeñas, termina por ahogar las acusaciones que vienen de la
casa y que a partir de ese instante ya no te importan.
No sabes bien cómo fue el principio. Probablemente siempre estuvo allí,
una rebeldía sutil, que se volvió más aguda cuando te fuiste al pre, lejos de la

147
casa, y aprendiste a fumar, a beber ron y escuchar la música que te gustaba.
Allí fueron los primeros conflictos, cuando tu madre te arrebató el cigarro y
casi te abofetea, cuando de un golpe estrelló el vaso de ron contra la pared,
cuando tu padre apagó la grabadora. Más de una vez saliste disparado y lleno
de rabia con intenciones de no regresar jamás. Todo se parecía absurdamente
a la historia de Tom Sawyer, sólo que tú no tenías un Mississipi que se per-
diera hacia el norte o hacia el sur, tú sólo podías desembocar en el muro, en
este mar encallado en los arrecifes. Entonces optaste por el cielo y colocaste
esta escalera de hierro para acceder al techo de la casa, que reclamaste para
ti, como buen conquistador, y que se convirtió en el dominio donde podías
respirar en paz, a través de los golpes de un viento manso.
Led Zeppelin, habías querido decirles, pero tus palabras se hicieron
inaudibles en el ruido de los carros que pasaban por la calle y fue mejor así,
porque de todas formas, como otras veces, tu madre hubiera estado demasiado
ocupada en sus trabajos domésticos y en sus años cincuenta de donde nunca la
pudiste arrancar. Led Zeppelin, le habías querido decir, que al menos intentara
comprender, aunque no pudiera compartirlo contigo porque el inglés, ya se
sabe y por otras cosas también... pero ella inmediatamente mencionaría al
tal Pablo ese con sus ideas raras, y lanzaría una sarta de adjetivos hirientes
contra esos amigotes tuyos, que hay que ver con qué gente andas, Eduardo,
con esos que no te convienen... STOP.
Fue gracias a Pablo que llegaron por primera vez Led Zeppelin, Pink
Floyd y los Beatles, y con ellos los pelos largos. Cada vez que Pablo se atre-
vía a llegar hasta tu casa era de seguro porque había logrado rescatar alguna
grabación de un naufragio, un vecino la iba a botar, imagínate. Este merece
un trago, contestabas y los dos ascendían los peldaños con una bo-tella que
conseguía el flaco Ale diez minutos más tarde. Entonces caían sobre ustedes
la mirada retorcida detrás de la tabla de planchar, los gestos ásperos del rostro
arrugado frente a la llama azul del fogón, el nervioso tamborileo de las manos
gordas y marchitas alrededor de la escoba. Pero eso ya no importaba, a pesar de
todo aquello, la mirada, el rostro, las manos, estuvieran a punto de convertirse
en una avalancha verbal de quejas y vituperios.
Ustedes siempre eran más ágiles y alcanzaban el techo antes del comienzo
de la frase que saldría irrefrenable pero al mismo tiempo desatendida. STOP.
Se sentaban en círculo con la botella que los Sioux del barrio de Alejandro
le habían obsequiado a cambio del préstamo de unas fotos prohibidas, con
unas modelos en cueros que estaban fuera de este mundo, hermano, todos
aquellos huesos finos y aquellos culos perfectos, y sobre todo los intrigantes
cortes en el vello púbico en forma de saeta dirigida ya se sabe a dónde. La
botella de ron también ilegal, de la cosecha privada de algún químico im-
provisado al que no valdría la pena preguntar por los ingredientes, puesta en

148
el medio del círculo al que a esas alturas se habría sumado Rafael para que
el círculo estuviera verdaderamente completo. Luego, la botella pasaba de
los labios de uno a los del otro en tragos profundos que servían para afinar
aquello que Alejandro insistía en llamar el espíritu y poder hacer lo que era
de rigor, brother, poner la grabadora, en un gesto iniciático como cuando la
maniobra vacilante de un índice abre definitivamente para otros el terreno
detrás de la membrana de las hembras; presionar el PLAY para que ese día
fuera un día a favor de tus amigos, de tu música, de ti mismo, de esa mujer
que está segura de que todo lo que brilla es oro y que quiere comprarse unas
escaleras al cielo, esa mujer que sospechosamente ahora, cuando escuchas
de nuevo la canción, te recuerda a Aurora...
Fueron siete años. Aurora bajo las luces de neón la primera noche. Aurora
el sábado siguiente, de espaldas en el muro, sentada en el lugar donde la noche
te mira directo a los ojos y te dice: ya es hora, vamos. Ella te sonrió, chen, y
entonces ya no hubo nada que hacer. Esto merece un trago, piensas y te llevas
la botella a los labios. No acabas de entender qué pasó. Fueron siete años de
tu vida, así de sencillo: buscar trabajo, cortarse la melena, convertirse en el
tipo sociable del barrio. Aurora, la mejor aliada de la vieja. Hasta dejaste de
beber, de ver a tus socios. Seven years, brother, y es que a las mujeres no hay
quien las entienda. Robert Plant lo canta ahora... baby, I’m gonna leave you,
leave you in the summertime... Siete años y ella se fue, así de sencillo.
Alguna vez pensaste unos versos vagamente sonoros, algo acerca de cómo
todo se deshace en la certeza del olvido, pero realmente resultaron patéticos
y en fin, hubiera sido demasiado sencillo, asere. Asere, esa palabra desco-
munalmente familiar, como si Rafa te la estuviera gritando al otro lado de la
calle aunque todo el mundo se detuviera ante sus gritos, o justamente eso:
¡Eduardo, asere!; esa palabra magistral seguida por las palmadas suaves de
Pablo cuando te dijo que se iba de este país; la palabra que te unía a Alejan-
dro, cuando se sentaban a hablar de cine y era tan cercano y eran unos tipos
bárbaros y la muerte, asere, era lo que le pasaba siempre a los malos en las
películas de Hollywood, the bad guys, porque los buenos, que eran ustedes,
no morían, no podían morir, aunque los molieran a golpes y escupieran, todos
ensangrentados ya y sin fuerzas, hasta el último diente. Pero no resultó así,
no fueron necesarios los golpes, bastó con que se agolpara la sangre en sus
arterias para que Alejandro quedara petrificado en un cuadro sobre la pared
de su casa, con sus eternos veintiséis años.
Al final de la lista de tus amigotes, de esa gente rara, siempre aparece
Aurora, al final de los versitos, o después del asere que te dicen tus fantasmas,
aparece, recurrente, su figura recortada contra la luz de neón, o en el muro
frente al mar. Y entonces el PLAY desciende sin miramientos, empujado
por tus dedos y bebes un trago largo que vas a compartir de todas formas

149
y levantas la botella con tu mano derecha, porque nada puede impedir que
beban contigo tus amigos, que escuchen a esta guitarra que Jimmy Page co-
mienza a tocar, ajeno a tu brindis. Los vecinos han comenzado a murmurar
como siempre. Ese muchacho se va a matar allá arriba un día de estos, lees
en los labios gruesos y despintados de las viejas del barrio. Pero no pueden
entender que ya eso no importa, antes o después llegarán tus amigos con
una cinta vieja, rescatada de algún naufragio estúpido. Se sentarán todos en
este sitio semicircular reservado para ese momento, y podrás oír sus voces
y beber juntos de lo poco que has dejado, lo siento, aseres, en la última
botella. Luego, ya entrará esta guitarra angelical para salvarlos del ruido de
los carros en la calle, y las vecinas hablan con tu madre, le dicen que te vas
a matar allá arriba un día de estos. Y al final, para cerrar el círculo se sentará
también Aurora con sus ojos asiáticos mirándote fijo, aunque para que todo
eso suceda tengas que violar todas las fronteras y cruzar noventa millas en
busca de Pablo; cavar con las uñas en la tierra para llegar hasta Alejandro;
estudiar sicología femenina, si tal ciencia existe, o cruzar kilómetros de esta
isla en busca de no importa qué, o sí importa, porque ya comienzan a subir
las voces autoritarias diciéndote que bajes ya, que un día de estos... STOP.
Hay días en que el mundo puede ser ese pequeño espacio a favor de tus
amigos, de tu música, de Aurora que termina comprendiendo que no todo
lo que brilla es oro, de Rafa que debe estar al llegar para acompañarte a la
clínica. Y es que esta espiral por la que desciendes titubeante cuando sientes
un extraño cansancio en los huesos y las manos te tiemblan al soltar la bo-
tella vacía, estos peldaños herrumbrosos y húmedos son la única certeza del
olvido, la única escalera al cielo que te ha sido dada.

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“Exilio de uno”, Yodelín Leyva Sosa (1973): Si alguien es capaz de hablar de lo que
significa marginación y automarginación, esos son los friquis de provincia. Y Yodelín,
rockero 200% desde que tiene uso de razón, nació y vive aún en Puerto Padre, Las
Tunas. Baste sólo agregar que desde hace años es el presidente local de la AHS,
y que lo suyo es, sin dudas, por amor al arte... ya que, pese a todas las promesas
oficiales, todavía no ha visto ni un peso del salario que debería corresponderle por
dicho cargo. “Exilio de uno”, su primer texto publicado, tiene la particularidad
de aunar en una única historia dos de los subtemas más amados por los novísimos
narradores: el de los jóvenes más o menos marginales, y el de la salida ilegal del
país. Y atención a la digna cualidad del discurso de este rockero flotando en su
balsa sobre las olas. Dignidad tal vez decepcionada, derrotada, pesimista, hasta
esquizoide casi... pero dignidad al fin.

Exilio de uno
Yodelín Leyva Sosa

Dale, so vago, a ver si te espabilas. Sí, claro, los dientes, dónde estará el
cepillo, ten cuidado que se vira la balsa, deja de acosarme, perdedor. Bue-
no, explícame; si tú le tienes miedo al mar cómo fue que te montaste en
esa balsa, te lo juro por mi madre que fue a la fuerza, ah, sí, pin pon fuera
abajo la gusanera; Cuba sí, yanquis no; oye, qué pasa; el problema fue que
la quemadera nos dio a Oscarito y a mí por irnos a pescar y ese día senti-
mos unas voces dentro de los manglares, enseguida pensamos que estaban
matando una vaca, ¿eran matarifes?, no hombre, yo no quería, pero Oscar
me embulló, nos metimos sin hacer ruido, despacito y nos asomamos, ¿era
la vaca? Qué vaca ni qué vaca; eran unos tipos con la balsa, de lo real a lo
maravilloso, así mismo ¿qué pasó?, ná, que con tan mala suerte dos tipos
nos descubrieron y nos cayeron a remazos, y ustedes pa´lante, pa´trá como
el cangrejo. Muchacho, cómo duelen los remazos, ná, un tipo se metió en
defensa nuestra, ese lo recuerdo día y noche, oye, deja el relajo, el tipo era
Alfredo, mi primo, nos dijo que había espacio para dos más, que si queríamos
podíamos ganárnoslo ¿y se montaron?, ná, yo le dije que no me iba por nada
en la vida, que yo me sentía bien aquí, entonces Oscarito me miró ¿tú eres
comecandela? Tú no ves que aquí nosotros no tenemos vida, y se me acercó
más con cara de misterio, ah, no seas comemierda, imagínate los conciertos:
Metallica, Testament, Sepultura, los t-shirts, las cremas y los champuces pa´la
teja, sí... sí, todo eso muy rico... pero... pero, yo le tengo miedo al mar desde
niño, fíjate que cuando voy a la playa me baño en la orillita.
Ah, compadre, no seas pendejo —me dijo el primo sacando una pisto-
la— te montas o qué ¿y qué?, ná, qué iba a hacer ¿karate con él?, me monté

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cagándome en Dios y en todos los santos, ¿por lo menos sabías nadar, no?
Tampoco, mi primo me dio todo el parte: la comida es abundante, el agua,
combustible, que si esta pastilla, que si esta otra. En ese momento Oscar
me miró sonriente y dijo: no se preocupen que yo tengo aquí su medicina,
y estiró la mano con un parkisonil; a mí me dieron ganas de meterle dos
batidas pa´reventarlo por bocón, pero comprendí en un momento de lucidez
que era lo que necesitaba, por eso estás tan flaco, eso no te importa, dame
un cigarro.
La balsa se alejaba y yo dejaba atrás mi tierra, y recordé cuando el Mariel,
la tirazón de huevos y me miraba corriendo para el barco, la gente tirándome
como si fueran bazukas y yo con mi pelazo largote todo chorreando claras y
yemas; oye, se te bota el petróleo, ah, el café, sí, claro... ¿me das el cigarro
de una puñetera vez? Hacía frío, el pariente y los compinches de la serie
El hombre y el mar nos tiraron unas frazadas, en la proa el Capitán Garfio
daba las órdenes, a cada rato sacaba un mapa de esos náuticos y miraba las
estrellas, el vaivén de las olas con el reflejo de la luna y el sonido sicodé-
lico del viento, junto con algunos lásers de luces en colores, que formaban
figuras en el aire sobre una plataforma giratoria. Cojones, Oscarito, échate a
los Pink Floyd, mira a David Gilmour con su guitarrona. Coño, asere, saca
las manos del agua ¿estás ciego?, ¿no ves los tiburones? Apaga la walkman,
esa mierda te está volviendo loco. Oh, milagro, no metiste el discurso black
metalero de viva la muerte, sangre y destrucción. Sí, nada más estaban
esperando un chance, parece que les gusta la dieta de cubano, amarren las
provisiones y amárrense todo el mundo que se acabó la tranquilidad, habló
el Capitán Garfio, pinga, ayúdanos Dios mío, so hipócrita, antes te cagaste
en él y en todos sus súbditos, ayúdanos ahora, de verdad, que voy a meter
un mes de ayuno, ah; de todas formas con la jartá que te das a diario de
parkisoniles tú ya no comes nada, cállate, pájaro de mal agüero; el cielo se
puso feo. ¿Cómo? Chico ¿tú no has visto las películas? Igualito: una pila
de relámpagos y truenos y aquella mierda se empezó a levantar, cojones,
qué alto, esto es una montaña rusa o qué, yo creo que voy a vomitar... ah,
qué asco, y estoy botando los pakos, tan caros que están, coño, partía de
hijo´e´putas, me tenía que haber quedado en Cuba, con mis cinco libras de
arroz y mi picadillo sangriento, vaya, paren esta cosa, coño, pendejo, cállate
el bocón. Pendejo ni pinga, que mi juventud es lo único que tengo, y es mía,
no de los tiburones; y esa peste, coño Oscarito, te cagaste, ahora sí, cuida-
do que se vira esta mierda... Por unos segundos pensé en el infierno, agua
y no llamas, pero la soga me salvó. Oscar, escucho su voz, toda apagada,
como mojada, dame la mano brother, a tu izquierda, un poco más, mi mano
ni siquiera llegó a rozarle la punta de los dedos, el tiburón lo jaló pal fondo,
sólo quedó casi enterito flotando un paquete de parquizán, en el agua turbia,

152
era mi mejor amigo, lo siento ¿y después?, ná, no sé cómo enderezaron la
balsa, pero el cielo y el mar estaban cabrones, nos volvimos a virar como
tres veces más, pero pronto el agua se calmó, ya amanecía, carajo, puedes
hacer tremendo cuento de esto, ahora que lo pienso; dame otro cigarro y
alcánzame la botella, ¿tan temprano? Cállate, eso no te importa; el mar se
volvió silencioso y sólo quedamos el Capitán Garfio y yo, horas y horas sin
hablarnos, el viejo comió, me brindó callado y yo le dije que no igual, con
la cabeza, por eso estás tan flaco, no jodas más con la flaquencia, me tomé la
medicina y enseguida me puse nervioso. Ya llevábamos siete días de viaje y
no quedó más remedio que quemar con Garfio ¿no te habló del cocodrilo y
del reloj? No, je je... me hizo la historia de su vida sin perder ni un detalle,
que si esta jeva que si la otra, se desmayó, que si la negrona aquella, pero
yo pronto me desquité, que si el viejo por ná infarta cuando me vio aquella
vez empacado, ah, tu archivo personal, tú sabes, era la mismísima yuma: el
sol nos volvía hot dogs por el día y ice cream, y la sed, de pinga, al final nos
tuvimos que tomar el orine en una latica, bueno, dicen que es medicinal,
je je... por las noches se aparecían Oscar y mi primo, convertidos en dos
ángeles con alitas y toda la indumentaria ¿puedes creerlo? Mi primo no sé,
pero Oscar sí era un diablo, se sentaban en la balsa y se ponían a darme con-
sejos, y yo los mandaba a donde mejor me parecía, pero les pedía cigarros,
entonces se perdían y cuando regresaban venían con cuatro o cinco, no, no
de cajita con nylon, de los nacionales, pero igual bárbaro. No, el Capitán
Garfio nunca los vio... Ah, Garfio, el pobre, a los diez días no pudo más sin
su medicamento y al fin le dio el infarto, ¿y tú qué hiciste? Ná, lo envolví
en su frazada y lo tiré al mar, y después... Dame otro trago, carajo, tengo la
boca seca... pero, y ahora ¿dónde metiste la botella? Eh, ¿te vas? Coño, no
te vayas. No me hagas esa mierda, yo sé que te aburro, pero igual ahorita
llegan Oscar y mi primo, anda, quédate, ven, vuelve, no me dejes solo con
tanto, tanto mar por delante...

153
“Escenas de jueves”, Abel de la Milera Fernández (1974): Graduado de Lengua
Inglesa en la UH y actualmente profesor de este idioma, ha cursado los talleres
literarios “Salvador Redonet” y el del Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge
Cardoso”. Mención en el concurso Camello Rojo 2000 y rockero hasta la médula de
su melena, impenitente seguidor de Metallica y otros iconos musicales del género, en
“Escenas de jueves”, verdadero fresco de ambiente, lugar y costumbres. Como hiciera
Denis, Abel retoma a ese personaje sin rostro tan importante en la historia del rock
cubano: El Patio de María. Y esta vez, ya entrando en el patio propiamente dicho:
¿Qué es apenas un cuento de atmósfera? Quizás... pero, sin duda, una atmósfera muy
bien lograda, que, verdaderamente, casi se puede respirar...

Escenas de jueves
Abel de la Milera Fernández

Jueves cualquiera. La noche como una red. Todos somos peces. Peces de
jueves. Miro hacia arriba: negro salpicado de pequeños puntos blancos,
la luna amarilla, extraña. A veces se pierde cuando la atrapa una nube
que cruza rápido. Mis brazos a los lados del cuerpo parecen otros, de
piedra.
Los rostros pasan cerca de la luna iluminados por luces intermitentes,
los ojos muy abiertos. Jueves repetido. Voces atroces y guitarras rajadas o
viceversa. Música para peces sobre el cemento. Sólo queda esta sensación
de querer estar de noche en noche, de jueves en jueves, música de fondo.
Olvido horizontal. Es simple. No importa cómo comenzó todo. Sólo un
segundo de felicidad completa... La espalda sobre el piso, puntos brillantes
sobre el fondo negro.

II

La garganta seca. Jueves sediento. La mano sobre la tapa de la caneca. La


abro. Ahhg. Me seco la boca con el antebrazo. Esta es la sangre de Dios, así
le dice el Rafa. Sonrío y la devuelvo a su lugar: el bolsillo de atrás. La parada
llena de cabezas oscuras a la sombra del techo de fibrocem. La luz naranja de
la avenida, los autos pasan alumbrados. Todos los jueves el mismo camino
hasta el mismo lugar. Los mosquitos me pican la espalda. Me levanto. La
luna amarilla reposa en un rincón de pinos.

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El Rafa está sentado en la esquina más oscura de la parada. Los ojos
semiabiertos. Le paso la caneca. Jueves de alcohol. Los jueves no se
ahorra, destilamos violencia y sudor, nos alimentamos de olvido. Cierro
los ojos. Ya casi puedo ver los torsos desnudos bailando al mismo ritmo,
los brazos en alto adorando el sonido que sale por las bocinas. Primero
la parada, esperar. La guagua, esperar. La mano en la tapa de la caneca.
Sed. Ahhg. Rafa en equilibrio inestable con la mano extendida. Me pide
la caneca. ¿Llegaremos alguna vez? Estoy tan cansado de esperar. Si al
menos estuviera Grétel...

III

La puerta del Infierno —o el Paraíso. Afuera la gente conversa, compra ron.


Relleno la caneca. Los ojos del Rafa son ya una línea difusa detrás de los
párpados muy hinchados. Yo pago por los dos, el Rafa no atina a sacar nada
de los bolsillos del pantalón. Antes de entrar se pone a saludar a todo el que
encuentra. Lo dejo atrás.
Adentro todo es un enjambre de cuerpos, oleaje de pelo suelto. Todos
los olores mezclados: alcohol, sudor, marihuana. Voy nadando hasta muy
cerca de las bocinas. Me doy un trago, dos. Este es sólo un jueves más,
pienso. Pero es un jueves sin Grétel, sin su pelo rubio muy corto, sus senos
pequeños debajo de la camiseta negra, sin ajustadores, su aliento de al-
cohol...
Metallica saliendo a chorros por las bocinas, cabeceo entre las voces
que corean y quieren apagar el sonido. Es una guerra. Como de costumbre,
es una guerra de jueves.

IV

Recuerdo, era jueves también y ella aún no se llamaba Grétel. Era una mu-
chacha más entre la gente cantando en voz alta sin que nadie pudiera escu-
charla. Las voces se ahogan en la multitud. Tenía puesta su camiseta negra
y un jeans roto por las rodillas.
La llamé. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo: “Grétel, me llamo
Grétel y tengo sed...” Después el ron, la música, un roce de labios y de
piernas y mis manos acariciando sus muslos más tarde en su cama pequeña.
Esta noche jamás termina. Es siempre el mismo jueves. Una y otra vez. Sólo
que Grétel no está. Tampoco soy yo mismo buscando. No puedo escapar tan
fácilmente. Todo no puede ser un recuerdo más.

155
V

Desde una esquina veo al Rafa que me llama. Tiene el pulóver amarrado a la
cintura. Camino entre los brazos que empujan y golpean. El Rafa me habla
de yerba, me habla de dinero. Yo asiento. Es sólo algo más para el olvido.
Borrar a Grétel de la memoria con un golpe de humo. El Rafa regresa. Es
jueves de yerba, metidos en el baño, entre el orine y el vómito. Aguanto la
respiración. No quiero dejar escapar el humo. Labios y dedos insensibles
que se queman, la sonrisa amarilla del Rafa. Salimos a la multitud. Las luces
intermitentes se me antojan irreales. Me siento cerca de las bocinas. La gente
pasa y me mira... La música es lejana y oscura. Todo gira. Me acuesto, los
brazos a los lados del cuerpo, Grétel se va diluyendo lenta y deja de importar.
Yo sólo miro arriba el fondo oscuro...

156
“Sobre la arena”, Delysvell Pérez (Meple) (1979): Nativo de Pinar del Río, na-
die imaginaría al verlo que por sus venas corre sangre rockera. Un negrito con
trencitas, vestido en onda rapera o rastafari, y sin embargo sus grupos preferidos
son Sepultura y NAPALM Death, pura metralla, y es asiduo desde hace años a los
conciertos del Patio de María. Licenciado en Psicología, se detiene a conversar
con cualquiera acerca de un sistema filosófico-mágico que comparte con Ariadna
Rengifo y denomina “el Juego”, según el cual, cada persona puede reestructurar
mediante las técnicas del Intento y el Desapego su propia realidad. Una de sus frases
preferidas, y que tiene que ver con el cuento que ofrecemos es “El miedo a mí me
teme”. Ha participado en los talleres literarios “Salvador Redonet” y actualmente
estudia técnicas narrativas en el Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge
Cardoso”. Este es su primer cuento publicado.

Sobre la arena
Meple

...miedo de qué, miedo de ti...


TENDENCIA

¿Dónde se habrá metido esta gente? —me pregunto mientras abro paso entre
la multitud enloquecida por su salto a la libertad.
—¡¡Ah!! —qué clase de empujón. Me levanto en el justo momento en
que la bota de chapas casi me aplasta la cabeza, haciéndome a un lado me
sacudo la ropa, me reviso las costillas y el t-shirt de Marilyn Manson, todo
en orden.
Ya no me importa dónde están el Chino y la Enana. Ahora miro dentro
del hardcore intentando adivinar quién me atacó, tiene que ser el peludo
fortachón, es el único que está haciendo Kong-fu, se parece a...
—¿¡POCHOLO!?, ¡¡POCHOLO!!
—¿Qué volá, man? —pregunta mientras arregla su cabello hacia atrás
presillándolo con sus orejas.
—Asere, me echaste un empujón mayúsculo, de aquí pa’l Calixto —le
comento mientras intercambiamos palmadas en la espalda.
Pocholo separándose con brusquedad se dobla de la risa como si le hubie-
se hecho el mejor chiste de su vida, por fin se calla, tiene los pelos del pecho
brillosos, los músculos muy dilatados pero no tanto como sus pupilas.
—Mira, brother —grita—, yo me eché dos rojos pero tú por lo menos
cartón y medio. ¿Cómo se te ocurre atravesar el hardcore con estos locos
tocando “La tumba que tumba”?

157
—Eso mismo dijiste hace dos semanas con los otros pinareños que tocan
“Muérete” y hoy no he tomado ni alcohol.
El forzudo aparta su pelo del bolsillo trasero del jean y me extiende una
caneca con un líquido amarillo que parece té.
—¿Qué es esto? —le pregunto.
—Ron con cola —me responde y descubro una mirada felina acompañada
por una sonrisa en alarma de combate.
—¿Eso nada más?
—Bueno, también tiene otras cosas para que le entres caliente al hardcore
y encuentres la libertad allá dentro —me dice señalando a la botella.
No me decido a poner mi boca en el pico plástico, no creo que la libertad
esté en ese líquido raro. Hago un gesto negativo con las manos y la cabeza
simultáneamente; él le pasa el pomo a otro peludo que bebe como si fuera
agua. El vocal de la banda le habla al público, no entiendo bien lo que están
diciendo... Están anunciando “Miedo interno”, cojones qué tema más violento
y el baile demoníaco ese donde se empujan y patean como si fueran gladia-
dores. Ahora observo a Pocholo, qué tipo, parece Arnold Schwarzenegger
en el “Patio de María”, es el exterminador en persona. Coño de nuevo en
el piso, pinga, la nariz me está bañando de sangre, ahora van a ver lo que
es hardquear; me paso la mano por la nariz para detener la sangre, intento
pararme, todo gira sin parar, el cuerpo no me sostiene, el suelo como siempre
esperando lo que cae, una mano me brinda ayuda, elevo la mirada y encuen-
tro unos pechos femeninos voluminosos, qué delicia, tra-to de alcanzar las
estrellas con la vista, el mundo se ha detenido, no logro identificar a la chica
pero se ve riquísima.
—Levántate de una vez o ¿es qué estas pasando un curso de postalita?
Esa voz yo la conozco. Claro, es la Enana. Ya de pie, la beso.
—Te despingaron todo, asere; vamos a echarte agua en la cara —me dice.
—No, no, no —le respondo—; muchas gracias.
Se puso bueno esto, me introduzco dentro del hardcore y como una fiera
despiadada comienzo a empujar y a repartir patadas y restrallones a todo el
que me cruce cerca, siento que el temor se ha ido, es como si estuviera muerto
o fuera inmortal, da lo mismo —¡UFF!—. Me han clavado un puñetazo en el
abdomen pero no hay tiempo pa’ lamentarse, lo cojo por un pie y lo levanto
tan alto como puedo, más allá de mi cabeza, escucho el sonido de su cráneo
contra el suelo, giro sobre mis pies realizando un círculo, ante mis ojos dos
tacones de botas, ¡comprendo!, alguien salta para golpear mi espalda, pero
me va a partir la espalda, hago una cuclilla y lo siento caer descojonao a
mis espaldas, qué veo, un tipo saltando desde el escenario, abre los brazos,
parece un halcón desplegando sus alas, coño eso sí es libertad, Pocholo está
casi encima de mí, ¿qué hago?, siento este segundo muy largo, ya sé el giro

158
de piernas, “Miedo interno” berrea el vocalista de la banda con gritos desga-
rrantes, me recuerda a Max Cavalera; ño el Chino, la gente se le quitó se va
a estrellar contra el piso, no, no, sacó el tren de aterrizaje, cayó de pie, estoy
de espaldas al escenario, percibo una energía que pasa a mucha velocidad
a la altura de mis pulmones, ya estoy de frente a la banda y veo a Pocholo
esta vez a mi izquierda salir de la arena y caer sobre el público que mientras
observa a los luchadores, sacuden frenéticamente sus cabezas, yo casi no
escucho la música, soy el sonido distorsionado repetitivo y machacoso de las
guitarras de Kiko y Sergio y tengo dos corazones, el doble bombo del Guille;
ahora me acuerdo de mis socios de Trauma, el Pistola, el Porra, el... no tengo
tiempo para recordar, este casi me parte el cuello con el codo, pero le tengo
cogida la vuelta a eso de los giros; espérate, man, eso es este juego, no es
dar golpes sino impedir que te toquen, ahora combino, empujo, giro, pateo,
giro, allí hay un calvo haciendo lo mismo que yo, él también descubrió el
jueguito y otro peludo haciendo lo mismo, es el Chino y ¿una jevita metida
en la arena de los gladiadores?, ¡qué loca!, ¡es la Enana!, ahora veo que el
calvo me viene para arriba, él se sabe el juego, voy a hacerle creer que giro
y le pateo la ca... coño este es Robin.
—Calvo, ¿qué tú haces aquí? —estoy muy asombrado de verlo.
—Te sorprendí, ¿eh?, vine a decirte que Karly se ganó el bombo —no
tiene la pupila dilatada pero el brillo de sus ojos me recuerda a Anthony
Hopkins en “El Silencio de los Corderos”. Ahora nos estamos abrazando,
llevábamos muchos meses sin vernos. Miro a nuestro alrededor, estamos en
el centro, mis ojos vigilantes no tienen un punto fijo, por si acaso. Siento que
Robin, el calvo, hace lo mismo, siempre hemos tenido telepatía, la Enana
juega riquísimo no hay quien la toque, parece una mariposa burlando flores
carnívoras; el Chino la protege, parecen una pareja de brujos, qué manera
más loca de hardquear.
Robin me empuja separándonos con violencia, entre nuestras caras las
botas con chapas de metal, en coreografía de tres, lo empujamos hacia arriba
con toda la fuerza, miro el rostro del calvo, me parece estar frente al espejo,
también él se lleva las manos a la cabeza y abre la boca, no lo miramos caer
pero sabemos el resultado. Se acabó el tema, nos reunimos los cuatro y salimos
del Coliseo. Un rubio me brinda un cigarro de esos larguísimos y finos.
—No, gracias, man, acabo de encontrar la libertad.
—Vamos a entrar al hardcore, ahora le toca al cover de “War for Territory”
y ya te ganaste el respeto de todos —me dice el Chino, le miro los ojos, no
tiene las pupilas dilatadas, la Enana igual.
—No —le digo—, la cosa no es esa, brother, soy libre, no esclavo de
ningún baile.
—¿Qué te pasa? —me pregunta Robin, creo que fingiendo asombro.

159
—Nada, que le rompieron la naricita —dice la Enana mientras me pasa
la mano por la cara.
—No es eso —les respondo—, descubrí en el hardcore que la arena está
en todos lados, la cuestión de la libertad es hacer lo que estás sintiendo sin
cuestionártelo y sin miedo.
—Miedo de qué —berrea el Chino.
—Miedo de ti —canta la Enana con estilo de rap.
—En el hardcore —les explico a los tres— entendí que un día me voy a
morir y le dije a mi miedo como la canción de Trauma “muérete, cobarde”,
no hay tiempo que perder, sólo tengo que hacer lo que siento y seguir la voz
interna que me habla.
Hay un tipo mirándome el t-shirt, está tratando de leerlo, me le acerco.
—¿Te cuadra Manson?
—Sí.
Me quedo con el pecho al aire mientras escucho el cover a Sepultura,
le entrego el pulóver al tipo, lo está revisando, seguro piensa que está man-
chado de sangre.
—No tengo dinero, ni paco, ni nada —me dice.
—No te lo estoy vendiendo, es tuyo —quizás le parezco loco, igual que
a mis amigos, pero no me importa, un día me iré de este mundo sin nada,
ahora sólo hago lo que siento.
—Oye, ¿tú estás loca? —le dice el Chino a la Enana—, ponte el t-shirt,
cómo te vas a quedar con las tetas al aire.
—¿Qué tienen mis tetas?
—Están muy lindas, me gustaría besarlas —le digo.
—¿La libertad no es hacer lo que sientes? —me pregunta clavando los
ojitos en el centro de mi ideología.
—Sí —le respondo, quiero hablarle más pero no puedo, tengo los labios
ocupados en sus pezones; saco la boca del manjar y veo los pechos duros y
humedecidos, también el Chino y Robin regalan sus t-shirts, en El Patio de
María se forma tremendo intercambio de pulóveres, parece la Copa Mundial
de Fútbol con música de Tendencia.
Estamos caminando por Paseo con el pecho al aire, somos los Cuatro
Jinetes del Apocalipsis.

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“Héroes”, Raúl Flores (1977): Graduado también de esa cantera de jóvenes escrito-
res que es el Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Raúl estudia
Filosofía en la UH, obtuvo el segundo lugar del Concurso de ciencia ficción de la
revista Juventud Técnica en 1998 con su cuento “Fuente del Minotauro” y en el
2000 publicó el libro El hombre que vendió el mundo, Premio Pinos Nuevos del año
anterior, y del que tomamos el siguiente texto... aunque ya le habíamos echado el
ojo desde los días en que lo leyera en el taller. “Héroes” es uno de esos cuentos que,
aunque no mencionara explícitamente a Davie Bowie ni fuese una clara referencia a
una de sus canciones más famosas, seguiría siendo superrockero por su desenfadado
lenguaje y su desprejuiciada, crítica visión de esas realidades tan controvertidas
como son la fama y el amor. Muy emparentado con el estilo escritural telegráfico de
los jóvenes rebeldes españoles (aunque Raúl jura que no había leído a Ray Loriga
cuando lo escribió) es una historia singularmente densa, a pesar de su brevedad...
que es su único defecto, y eso sólo porque deja con ganas de más.

Héroes
Raúl Flores

¿Sabes de qué se trata? De fama, simplemente de eso. Olvídate del futuro,


baila por las noches y cuélgate de un puente. De eso se trata, y nada más.
Fama, dinero y mujeres, que lo otro vendrá después.
¿Hay alguien a quien le extrañe? ¿Alguien que levante la mano?
Una vez conocí a un tipo que se lanzaba de un puente con los pies atados
a una soga y, penduleando en el aire, te cantaba la canción que quisieras. La
que tú desearas, la que te viniera en ganas el tipo aquel te la cantaba colgan-
do de su soga, cabeza abajo, mientras daba vueltas en el vacío y se retorcía
como una crisálida, con el río atravesado en los ojos.
Claro, que si no conocía la canción, no la cantaba. En ese caso tenías
que pedirle otra y si no la conocía, entonces otra y otra hasta encontrar la
adecuada, la que él pudiera cantar.
De todas formas, el tipo era un bárbaro.
Andaba yo con mi prima el día que lo conocí y ella se enamoró perdida-
mente de él. Le pidió que le cantara algo de Bowie y resultó que el hombre
se sabía todas las canciones de Bowie de memoria. Mi prima no tuvo más
remedio que enamorarse perdidamente de él.
Así que el tipo ese saltó del puente con su soga cantando We can be heroes
para que lo oyera mi prima y, de paso, todos los que estuvieran presentes.
Hasta el rey de España lo hubiera podido oír si hubiera querido.
Pero el rey de España no estaba ahí, por supuesto.
Mi prima, para demostrar su amor, decidió cortarse una oreja y nunca

161
pensó que Van Gogh había hecho eso mismo años atrás y le había dolido
bastante. Después se suicidó (Van Gogh, no mi prima). De todas formas,
ella no lo sabía. Nunca lo supo; le hubiera molestado mucho saber que no
era nada original cortarse una oreja, porque alguien lo había hecho antes
que ella.
Aunque ese alguien fuera Van Gogh.
El tipo se entusiasmó tanto al verla llegar con la oreja en la mano y
el dolor en los labios, que se tiró del puente y le cantó el Greatest Hits de
Bowie completo. Incluso repitió una o dos canciones sin darse cuenta, del
entusiasmo que tenía.
Ella se tatuó su nombre y el de él en el brazo izquierdo, junto a dos co-
razones atravesados por una flecha y adonde quiera que iba se lo enseñaba
a la gente. Creo que hasta salió en los periódicos y todo.
El hombre del puente decidió enamorarse también de mi prima, com-
prometerse seriamente, y le mandó un ramo de rosas y una postal donde le
decía que estaba locamente enamorado de ella y le pedía que fijara fecha
para el matrimonio.
Mi prima no fue tan entusiasta. “Prefiero que me sigas cantando can-
ciones de Bowie” dijo y fue en ese momento cuando me di cuenta de que
ella realmente estaba enamorada de David Bowie y no del tipo del puente.
Parece que el hombre también se dio cuenta porque a partir de ese día decidió
lanzarse del puente sin soga alguna atada a los pies. Por supuesto, no hubo
más días para él, porque en el primer salto se ahogó en el río.
El pobre hombre no sabía nadar. ¿Quién lo hubiera sabido?
Así marchan las cosas. Ahora mi prima anda por ahí con una oreja en
la cabeza y otra oreja guardada en un pomito lleno de formol dentro de su
bolso de compras. El tipo del puente anda cabeza abajo por algún rincón del
río cantándoles a los peces y David Bowie nunca se enteró de nada.
Ni siquiera se enteró de que escribí esta historia.
¿Ves lo que te digo?
Es la fama, simplemente eso.
Y nada más.

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“Ronald”, Ariadna Rengifo (1977): También jovencísima, graduada de Literatura
y Español, y de la cuarta promoción del Centro de Formación Literaria “Onelio
Jorge Cardoso”, miembro de la AHS, Ariadna es dueña de una poética muy personal
donde se mezclan la ingenuidad y un complejo sistema de referencias místico-mágicas
muy New Age que sorprende en una narradora cubana. “Ronald” es un curioso
cuento de extrañamiento, verdadera zambullida a pulmón en esa sima de angustia
existencial que es la generación X, exploración sólo aparentemente superficial de
ese horror vacui que —dicen— acecha siempre detrás de la sobresaturación de
iconos y datos típica de la cultura pop.

Ronald
Ariadna Rengifo

Sólo acepté ir a casa de Ronald por la curiosidad de entender cómo los otros
llenan su vacío. No tenía la más mínima idea de quién pudiera ser ni de cuáles
eran sus métodos para escapar de sí mismo. Lo había visto un par de veces
en la Cinemateca; su cara pálida, algo lánguida y sus fingidas expresiones
de loco, quién sabe cuántas veces ensayadas en algún espejo, me resultaron
atractivas. Así que no pensé dos veces responderle —sí— cuando se acercó
dispuesto a preguntarme si podía meterse conmigo. La pregunta me pareció
algo absurda pero elegí dejarme llevar por la intuición, y pensar que para su
lenguaje personal aquella frase equivalía a seducirme. Me dio su dirección
para que lo visitara. Sonreí. Sentí como si todo el universo se confabulara
para que pudiera despejar mis incógnitas sobre la vacuidad.
Decidí visitarlo un día cualquiera, en el que no tenía la menor idea de
cómo ocupar mi tiempo. Había comenzado a leer un libro que terminó por
aburrirme al tercer párrafo. Fue entonces cuando decidí ponerme en contacto
con este personaje tan dispuesto a introducirme en su historia.
Entrar a su casa fue como dejar atrás una página aburrida. Ronald vivía
en un ático, las paredes y el techo saturados de imágenes. Los únicos objetos
eran su cama, el equipo de música y los discos esparcidos por el suelo.
Me sentí privilegiada por su bienvenida. Puso el CD de Bjork a todo vo-
lumen, prendió un grueso y verde incienso de cáñamo en forma de espiral y
propuso que ahorráramos el mayor número de palabras mientras se quemara.
Agradecí su propuesta. Realmente hablar era lo que menos deseaba en aquel
momento. Por lo general soy silenciosa; si me dejaran sería una eterna espec-
tadora. Lo menos que pude hacer fue fluir en ese juego donde me daban la
oportunidad de husmear, sin tener que emitir juicios, al menos en alta voz.
Deseaba que el incienso fuera eterno para disfrutar cómodamente de aquel
lugar en el que Ronald pasaba sus horas. Traté de ponerme en su lugar. Si

163
miraba a la derecha descubría los rostros de las estrellas de cine del momento:
Johnny Deep, Winona Rider, Brad Pitt, entre otros. Si volteaba a la izquierda
entonces los ojos se me llenaban de bandas de rock: Radio Head, Alice in
Chains, Nirvana, Portishead, media generación X vigilando mis pasos. En
el techo convivían mezclados y armónicos, como si del cielo se tratara. Era
difícil quitarse la sensación de sentirse una marioneta cuando se los miraba
desde abajo. Una sola ojeada me bastó entonces para entender a Ronald.
Más tarde lo vi en un empeño continuo por perpetuar poses: el gesto de
uno, el andar de dos, la actitud de tres. Cada vez tenía menos dudas de que
resultaba un producto inacabado, hecho a imagen y semejanza de sus dioses.
Imagino que de esa manera se sentía acompañado. Supongo que cualquiera
que viva rodeado por tantos rostros también se lo llegue a creer.
Ronald acostado en el suelo, con la mirada fija en el techo. El humo
denso, en espirales, jugando con las paredes. A veces se deslizaba por la
cara de Marilyn Manson haciéndola opaca, o producía un efecto de neblina
al cuerpo de Cameron Díaz. Comencé a moverme al compás de la música.
Salté con movimientos lentos, al estilo de un video en slow, o al menos era
lo que sentía cuando dejaba entrar la voz aniñada de la cantante, junto con
el humo, por todos los orificios de mi cuerpo. No me bastó. Quise que la
sensación fuera completa y comencé a desvestirme, hasta quedar completa-
mente desnuda. Luego imité a Ronald y me acosté a su lado. Cerré los ojos
y traté de imaginarme el diálogo que él debía sostener con todas aquellas
imágenes, pobladoras de vacío.
Respiré otra ráfaga de humo y de pronto una rara sensación de angustia
me obligó a abrir los ojos. Presentí que este dolor había atrapado a Ronald
hacía mucho tiempo. Comprendí entonces por qué en aquel ático no quedaba
un espacio en blanco.
Él continuaba tendido en el suelo, con la mirada fija en el espacio. Pro-
bablemente me confundiera con alguna de las imágenes que se paseaban por
las paredes. El incienso seguía ardiendo infinitamente y aunque no sentía
deseos de despegar los labios, tampoco quería seguir allí.
Comencé a vestirme de nuevo. Me pregunté si existiría algo más tras
esta primera compuerta, sabiendo que ya no lo conocería, y no me importó.
Decidí dejar mi máscara de espía en algún rincón.
Entonces me fui. Creo que Ronald nunca lo notó.

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“Masaje chino después de las tres”, Demis Menéndez Sánchez (1980): Técnico
medio en refrigeración (aunque no es para nada un escritor frío), ha asistido a
los cinco cursos del Taller “Salvador Redonet”. Si no bastaran los t-shirts que le
gusta usar y la argolla que lleva sobre la ceja para acreditarlo como rockero de
corazón, baste con citar que sus preferencias musicales: Desde los Beatles, Deep
Purple y Led Zeppelin hasta Nirvana, Korn y Slipknot. Y “Masaje chino después
de las tres” muestra ampliamente que los conciertos del Patio de María y su fauna
tampoco le son desconocidos. Aunque este joven friqui (¿su alter ego?) se llevará
una gran sorpresa; no todo lo que tiene piel de borrego es una inocente ovejita. A
veces (demasiadas veces) bajo el suave vellón acechan los duros colmillos de una
loba, no por joven menos encallecida por la vida...

Masaje chino después de las tres


Demis Menéndez

I can remenber anything


Can’t tell if this is True or Dream
One, METALLICA

Cuando encaré la avenida todo estaba oscuro, era natural, los friquis habían
roto el bombillo de la esquina para poder consumir con más tranquilidad.
Discreción es una de las claves para poder vivir más feliz. La distorsión de
las guitarras y la batería se escuchan por todo el vecindario. Todo sigue como
si el tiempo se hubiese detenido, como si todo se hubiese quedado esperando
por mí. Junto a la cerca reconozco a Ernesto y a Gina que se enroscan en un
juego de extremidades un tanto complejo, esas son las cosas lindas de esta
vida. Rolan, Carmen y la Chiqui se alejan. Sigo caminando y dejo atrás varios
grupitos de novatos, temerosos por penetrar la turba de maniáticos, así también
me pasaba a mí antes. Cerca descubro a dos ninfas vestidas anacrónicamente,
me fijo, por no decir las toco, en sus piernas; la masa de carne que se contrae
con el orgasmo, los gritos que te golpean la espalda mientras fluye el deseo
por su cuerpo, ¿podría preguntarles qué se siente? Están demasiado cerca de
la entrada, como si desde atrás las presionaran para entrar, saltar, cantar, gritar,
tocar, besar, negar, evadir, salir, huir, llorar, llorar, llorar, dormir.
—Hey, muchachas, ¿están perdidas?
Para mi no-ilusión se quedan calladas. ¡Qué maleducadas son estas
tipas! “Ustedes no saben que cuando uno pregunta, al menos hay que mirar
a la persona que les habla.” Ño, metí peste. La más bajita se vira, me mira
de arriba a abajo y golpea con el codo a la otra para que me mire, lo hace.
“Van mejorando.”

165
—¿Ustedes no son rockeras?
—¿Y eso importa? —responde la bajita y me muestra sus ojos cla-
ros— Parece que aquí no se puede entrar sin un tatuaje, sin drogas y sin esas
argollas extrañas que ustedes se ponen.
—Piercings —le aclaro—, por supuesto que puedes.
—Pues parece que no. Aquí todos nos miran con tremenda cara, parece
que nunca han visto un buen culo.
—Ese no es el problema. Es la ropa.
—¿Qué? ¿La ropa?
—Sí, aquí nadie viene así —le dije juguetón.
—Claro, aquí todo el mundo viene vestido de negro o con la ropa rota.
—Y ¿hace mucho que vienes? —pregunta la otra, que tiene pinta de que
salió de un cascarón hace media hora, con espejuelos y todo.
Parece que esto se está poniendo bueno. Doy la vuelta y para entrar en
confianza me pongo frente a ellas, no se alejan, así que todo va bien. Les
cuento cómo fue que me metí en esto cuando estaba en noveno, que si después
de fugarnos de los últimos turnos de Química iba a casa del Lugo, Metallica,
no sólo yo, también otros principiantes que ahora ni siquiera son friquis,
Pantera, la bobería esa de poner el signo de la paz en todas las paredes con
nuestros nombres para que todos supieran que éramos rockeros, Megadeth,
de cierta forma diferentes, rebeldes, abiertos, superlocos y aunque corría-
mos el riesgo de que no nos entendieran, Sepultura, y las chicas dijeran que
éramos unos cochinos, no nos importaba. Les digo que estaba cansado de la
misma música, salsa para aquí y para allá, Guns’n Roses, de ver siempre las
mismas caras. Luego, Nirvana, uno iba creciendo, en el tecnológico había
más rockeros, que lejos de abrir, Pearl Jam, cerrábamos el círculo, además
no importaba cómo te vistieras, Green Day, eras el mismo, sin diferencias,
Soundgarden, allí eras una reliquia, te preguntaban cómo era un concierto,
Zeus, si había drogas y muchas más tonterías.
Las chicas de repente empiezan a reírse y descubro que están sentadas
en el contén, mirándome a los ojos, esto está mejor. Me piden que me ponga
entre ellas y perfecto. El Ruso me pasa cerca y con un ademán lento bajo la
cabeza hasta las rodillas, total lo veo todos los fines de semana incluso ayer
en la descarga de La Madriguera, aunque seguro no me recuerda porque tenía
tremenda carga. Los de Combat Noise se detienen, imitan el sonido de algún
animal salvaje y las chicas se burlan. Recuerdo el protocolo para conocer a
alguien “¿cómo se llaman ustedes?” y aclaro “si se puede saber”, “Yunia”,
“Marla” y la tímida me pregunta que cómo me llamo. “¿Cómo debería lla-
marme?” y ante el silencio como background, les digo mi nombre.
—¿Y por qué están aquí?
—Nada, queríamos venir —dice Yunia— porque unos socios de nosotros
siempre hablan de los conciertos.

166
—¿Tú no conoces a Enrique y al Pulpo? —pregunta la tímida.
Entonces me pregunto por qué debería conocerlos, otros novatos que
sólo vienen a comprar una pastilla para dos, sentarse en la acera de enfrente,
siempre afuera, sin penetrar los muros de ropa oscura e ideas radicales, gritar
un poco y después decirles a las niñas como estas, que todos los conocen
y les regalan botellas de ron y que se saben la historia de Kurt Cobain. Les
respondo que no y para no desilusionarlas les digo que no conozco a muchos,
que soy poco sociable. Sí, parece que quedé como un héroe, todo está bien.
Entonces Yunia asegura que debo conocer a la Pitufa, la que se suicidó hace
como dos meses y “claro” pero no les digo lo que pasó la noche anterior
en casa del Rasta, eso es otra historia. Probablemente aquello había sido la
causa del suicidio.
—¿Tú consumes drogas? —pregunta la tímida que ya comienza a mo-
lestarme.
—Sí, claro, no le ves la uña larga —dice la Yunia.
—Y eso qué tiene que ver —le digo.
—¿Tú tomas “pacos”? —anda esta con sus pregunticas—, dicen que eso
acaba con el sistema nervioso...
—Y que te tumba la cosa —murmura Yunia y se ríen.
Si esto me hubiera pasado hace unos años tal vez me acomplejaría, les
diría unas cuantas barbaridades y pa’l carajo todo el mundo, pero ahora ya
deduzco lo que estas quieren. Primero localizo a Bruno, mismas coordenadas
de todos los conciertos y ahora a la China varios metros cerca de la puerta,
sobre el muro de la panadería. Mi estado financiero, en bancarrota como casi
siempre, pero en caso de urgencia pido un préstamo a la Banca Mundial, al
menos todavía no estoy bloqueado y Yuri me podría prestar unos pesos. Si
no, hipoteco mi gorra.
—Chicas, ¿quieren que las invite a fumar?
—¿A fumar marihuana? —supongo ya conocen quién pregunta.
—Estás loco —dice Yunia.
—¿Por qué no?
—Todos ustedes están locos, plantan dondequiera con botella en mano,
preparan lo suyo y se olvidan de que el mundo existe.
—¿Y tú crees que tú existes para el mundo? —le susurro.
Ellas se quedan meditando, analizan cada punto desde pequeñas, cuando
a Yunia la golpeaban por llegar tarde de la escuela. Ella dice que se demoraba
porque buscaba mariposas, reflexiona ante la idea de que las mariposas es-
casean cada vez más, las declara en peligro de extinción, llora. Esto se pone
malo. Marla le acaricia el pelo rojo que apenas le cubre la cara. La tímida
le cuenta que eso no es nada, eso es pasado, le recuerda a Yunia que cuando
mataron a su hermano nadie hizo nada. Dice que hasta había un policía mi-

167
rándolo todo, los balcones repletos y puñaladas van y vienen. Sólo porque
era maricón. Trato de sacarlas de su drama y les repito la oferta.
—¿Eso es en lo único que piensas? —pregunta Marla.
—Solo quería relajar un rato, no se lo cojan a pecho.
—Nosotros no queremos fumar marihuana, no entiendes —replica
Yunia.
Les digo que eso es algo que no importa mucho, ya todo el mundo lo hace
y ellas insisten en que ellas no, que son diferentes; pero está bien, les digo que
hasta profesores de la Universidad han descargado conmigo en campismos,
que ellos habían comentado que la marihuana deberían despenalizarla, que
si por ahí hay pila de países que hasta dejan cultivarla. Ellas dicen que eso
es en países del primer mundo. Les aseguro que eso es otra manera de salir
del subdesarrollo. “Tú estás loco”, gritan al unísono.
—Cuando la prueben van a sentir lo que es volar.
—¿De verdad que se vuela?
—¿Serás comemierda? —grita Yunia.
—Bueno, no tanto así, pero se te suelta todo, los músculos se te relajan,
te ríes, pero te ríes de una forma incontrolable y pierdes el miedo a morir...
—Entonces eso es peligroso —me interrumpe Yunia.
—Para nada, eso es lo máximo.
—Olvídalo, no vamos a hacerlo.
La tímida me pregunta que de dónde los rockeros sacan sus modas. Me
rasco la cabeza, pienso en mandarla bien lejos. Le hablo del movimiento hi-
ppie allá por los sesenta cuando la guerra de Vietnam, del LSD y los Beatles,
Led Zeppelin, los Purple y los Stones. Con los años toda la comercialización
de la música y las técnicas de manipulación de las cuales nadie ha escapado,
ni siquiera los más rebeldes, ni los más comemierdas. Ella afirma, y si no me
equivoco es lo primero que no pregunta, que cada uno es dueño de sus actos;
qué estúpida coño, es mejor que hubiese permanecido callada; para escuchar
mierda habría llamado al Ruso que si se toma dos “rojos” hasta me canta “La
Marsellesa” en versión hardcore, con tambores y voces en cano, ese sí está
loco. Le explico que esto es como un juego y de peones como nosotros, está
lleno el mundo y que hay pocos, le pido hasta permiso, con cojones para decir
algunas verdades. Yunia me toca y me pide que no hable de política.
—¿Y qué es eso de LSD?
—Lucy in the Sky with Diamonds. Es una droga supermortal, pero no la
he probado —le comento que el Ruso sí la ha probado con un inglés que se
la cambió por una noche—. Bueno, ¿y la hierba qué?
—Nooo sé, ¿qué crees, Yunia?
—¿Estás loca, Marla? ¿Qué pasaría si se enteran tus padres?
—Eh... no me importa, estoy cansada de que me controlen, que decidan

168
lo que está bien y lo que está mal. Estoy cansada de preguntar, de andar por
ahí sin saber un carajo del mundo, estoy hasta aquí de que tú misma elijas
lo que voy a hacer. Yo voy a hacerlo, no sé tú.
—Bien dicho, no dejar que te controlen. ¿Qué, Yunia, vas a hacerlo o
no?
—No, ya dije que no.
—Dale, chica, no seas cuadrada, si estamos juntas no nos pasará nada.
—No sé, no sé.
—Anda, chica —le dice Marla mientras le pasa la mano por el muslo.
—Pero, ¿podemos ir a otro lugar?
A casa del Ruso ni pensarlo, ese quiere poner algo de rap y después le
dispara a Yunia, que está mejor que la otra y si ella lo bota, entonces se le
encarna a la tímida y yo en el aire. Con el Yuri, tampoco, cuando lleguemos a
su casa manda a hablar bajito porque sus padres están durmiendo en el cuarto
de al lado, la tímida verá los posters de N’Sync y se fajará con Yunia para
estar con él. Les digo que no, les recuerdo que no conozco a muchos.
Ellas comienzan a secretear, la tímida asiente con la cabeza y luego la
escucho “no importa en mi casa se puede”: mira qué lindo dos serigrafías de
Portocarrero, un librero con pila de libros, déjame ver qué hay, El Capital,
Fidel y la Religión, Fundamentos de Marxismo, Obras Completas de Martí,
tomos del uno al ocho, más el diez y otros dos más sin números, Historia
del Arte y porcelana china y matas de esas que se enredan por toda la casa,
Jurasic Park, dame una brújula que me pierdo, un perro negro de peluche,
no, un Fox Terrier de verdad y una jicotea disecada, oye la salida es por aquí,
el último para volver al siglo veintiuno y un espejo inmenso con reflejos
cóncavos, ahora vuelvo, voy a ver si conozco a alguien más adelante, mañana
es el cumpleaños de Nadia.
—¿Cuánto cuesta eso?
—Depende de cuántos quieran. Son a cincuenta cada uno.
—Bueno, tenemos tres dólares, ¿y tú? —interviene Yunia con frialdad.
—Yo, yo... tengo veinte pesos —respondo.
—Está bien, vamos a comprar dos.
Me hago paso entre el tumulto de ropas negras, tatuajes y cadenas
colgando. Abriendo camino en la selva de mentes perversas y de intelecto
enmascarado, sepultados por la indiferencia de la sociedad. Evito encontrarme
con el Ruso, este tipo se ha vuelto un pedante, se mete con todo el mundo,
luego se tira en el piso a hablar mierda y no hay quien lo calle, después me
pide un cigarro, él sabe que yo no fumo y lo mando al carajo y se pone bra-
vo, empieza a hablar de política de estado, de economía interna y de leyes e
incisos de la Constitución que él no comprende. Hay cada loco aquí.
—¿Y esos de allá? —me señala Marla un grupo de friquis modernos, los

169
patas blancas les diría yo si pudiera ponerles un apodo, camisa a cuadros como
las Yumurí, las cadenas y los piercings en las cejas, la lengua y colgando del
glande y gorras NY en reverso.
—Esos son el resultado... —mejor me callo y no hablo más—, oye,
Marla, ¿por qué no le preguntas a Juanito Camacho?
—¿Y ese quién es?
—Marla, por favor, no preguntes más.
Veo al Bruno cerca de un bafle, le pregunto que cómo está el veneno,
pregunta estúpida por cierto, pero todo es parte del ritual. Le compro los dos
cigarros y casi antes de irme le digo que me fíe uno, que mire a las niñas que
tengo y van a hacer tortilla y después me las voy a meter a las dos juntas
hasta que amanezca, je, je, yo debería ser escritor porque él se lo cree y me
dice que si lo dejo ir todo va gratis, de eso nada papito, tú estás loco. Lo
piensa y al final acepta.
Cuando vamos saliendo de la turba el Ruso me agarra, me saluda con
tremenda efusividad, me quedó linda esa frasecita, se fija en Yunia, le digo
que es mi prima. Hace unas semanas él vino con una primita de las Villas y
me dijo que la familia de los socios no se toca, lo que queda demostrado que
Yunia es material de orgasmos ficticios, de sexo virtual, masturbación de alto
riesgo y punto final, “la tímida es jevita mía”. Se ríe de que usa espejuelos,
le recuerdo que esas son las peores. Él lo sabe, eso lo sabe todo el mundo.
—Me voy.
—¿Tan temprano? —dice él y me pasa una caneca con alcohol del malo,
de ese que venden en la cafetería de la esquina. Mezcla acuosa de incierta
composición.
Dejo que saque sus conclusiones aunque bajo esa mezcla pastillas-al-
cohol-sincomerdesdeayer, lo sé yo, no hay quien piense. Yunia determina
que a los rockeros los marginan porque hay personas como el Ruso. Marla
asiente, yo no digo nada, es mejor no juzgar a los tuyos. Esto está mejor.
“Marla no vive muy lejos”, dijo la otra hace como media hora: doblas por
aquí, atraviesas el parque donde algunos se lamentan de la falta de privacidad,
doblas a la derecha en la farmacia, pasas por el sótano de un edificio y por un
solar donde juegan dominó, compras unos refrescos de piña en una cafetería
particular, subes una escalera oscurísima. “Llegamos.”
Yunia entra primero, se quita la blusa, ajustadores blancos, “no te impor-
ta”, y claro erección automática, Made in Hong Kong. Me quito las sandalias,
el piso está frío, ¿por qué coño no habrá calefacción en Cuba? Marla se quita
su camisa, pulóver del Che, “¿te importa?”, y claro des-erección automática,
Made in Cuba.
—¿Sabes prepararlos?
—Claro, Marla —salta la otra, como siempre con agresividad—, los
friquis nacen sabiéndolo.

170
Me concentro, evoco aquellas primeras lecciones que me dio el Lugo
cuando estábamos en noveno grado, cuando él era el único que había fumado
hierba, era el ídolo, ¿qué se siente, Lugo? y nos sentábamos en círculos para
mirar revistas Heavy Rock que le mandaban a Pachy desde España. ¡Qué
tiempos!
La cuenta es exacta, “uno para ti, otro para ti y este para mí”, esto está
buenísimo. Todos contentos, ajustadores blancos, el Che, Kurt Cobain. “A
la una, a las dos y a las...” el humo se eleva, alcanza el techo y se adhiere
como si no hubiera más escapatorias. Todavía quedan salidas, pocas, pero
EXISTEN. Me relajo y me atrevo a decir que la tímida también, ella se quita
los lentes, al Che se le ocurre lo del trabajo voluntario y se marcha. Yunia
permanece intacta, ajustadores blancos, sonríe, “esto no me hizo nada”,
esto también es parte del ritual. Entonces ríe fuerte, la tímida se contagia y
la plaga me alcanza.
—Esto está... —dice Yunia algo líquida—, esto está de PINGA.
—¿De dónde viene la marihuana?
—Marla —le digo con voz baja, con la mayor calma con la que se puede
expresar algo—, yo no sé. No tengo la menor idea.
—Yo no sé de dónde viene, pero el que la descubrió se quedó vacío
—dice Yunia.
—Yunia, ¿podrías decirle a tu amiguita que no joda tanto?
—Eso es problema de ustedes —afirma ella desde un plano bastante
alejado, a unos veinticinco grados de longitud oeste de las islas del sur del
Pacífico. Quedamos en silencio unos segundos, cada cual en un drama di-
ferente.
—¿Yunia?, vamos a hacerle un masaje a este.
Ahora sí que me quedé fuera, siento que los músculos se engarrotan
y un cansancio centenario me atrapa. La tímida se desviste y pienso en el
Ruso, te lo dije socio, las de espejuelos son locas, sus caderas descubiertas
montan desafío con los pechos de Yunia, que va terminando de correr sus
pantalones hacia el suelo. Espero a que me acuesten sobre un sofá de pana
gris. Me quitan la ropa.
—Músculos demasiados tensos —sentencia Yunia mientras presiona
mis muslos.
—¿Sabes de qué siglo datan los masajes?

171
“Hotel California”, Susana Haug Morales (1983): Su nombre empezó a sonar en
los círculos culturales desde que Amir Valle, su mentor literario, la incluyese en su
antología de jóvenes narradoras El ojo de la noche. Pero ya entonces esta jovencí-
sima poeta y narradora había publicado en España su volumen de cuentos infantiles
Cuentos sin pies ni cabeza. Luego le siguió Claroscuro, cuaderno que obtuviera el
Premio Calendario de la AHS, y finalmente (por ahora, quede claro) Secretos de
un caserón con espejuelos, vencedora del Premio UNEAC Ismaelillo de narrativa
para niños y jóvenes en el 2001. Susana cursó el Centro de Formación Literaria
“Onelio Jorge Cardoso” y estudia actualmente Filología en la Universidad de La
Habana. El siguiente texto es una excelente demostración de que no es la literatura
infantil el único campo en el que se destaca esta espigada revelación de la narrativa
nacional. Historia casi laberíntica, ¿drogada?, plena de referencias musicales y
surrealistas, con incomprensiones, sectas “ecologistas-musicales” y un fatalismo
pesimista sorprendente, “Hotel California” es casi un poema en prosa al abismo
generacional.

Hotel California
Susana Haug Morales

No sé por qué me puse esos zapatos. Ella y yo caminábamos en silencio por


el medio de la calle, justo encima de la línea amarilla. Todo se había vuelto
lento, interminable, y me parecía que avanzaba hacia atrás, siempre con la
sensación de no querer llegar, o no poder, al fin del viaje. Me dolían los pies.
Los autos rozaban mi vestido en sus divagaciones por la estrecha pista de
patinaje artístico que era, ahora, el pavimento. Empecé a caminar en puntas,
para tratar de aliviar el dolor que me mordía los pies. Cerraba los puños y
apretaba los dedos contra la carne, pero esta leve molestia no apaciguaba el
suplicio. Ya no tenía pies, sino dos muñones y luego algo frío que pesaba en
los extremos, como fardos colgantes. Intenté levitar, mas no pude romper la
fina capa que me aislaba de los otros cuerpos, y apenas alcancé a tambalear-
me unos instantes sobre mi cuerda antes de recuperar el equilibrio. ¿Y qué
era, supuestamente, el equilibrio, sino una aceptación tácita del en-cierro
al que estoy condenada y nadie ve? Pensé en Lisbeth y la visita como una
lejanía que acaso nunca avistara. Era agradable conversar conmigo durante
el camino. Ella estaría de seguro inmersa en su autodeleite. ¿Le importaría
yo, Lisbeth, fuera de lucir su cuerpo de ninfa a los espectadores-transeúntes
mientras estos le devolvían chiflidos, piropos? Apreté los puños y respiré
hasta donde me cupo aire. El Vía Crucis despertó mi agonía.

Contemplé el horizonte de aquel hilo amarillo que parecía no querer deso-


villarse nunca, y me mantenía allí, en el centro del escenario, con las luces

172
apuntándome a la cara. La gente nos observaba como si hubiéramos vuelto
del fin del mundo. Cuchicheaban pestes de vieja. Yo les respondía que íba-
mos para allá ahora, sin prisa. Las líneas deberán convertirse en puntos en
alguna parte, y después, nada. Al fin del mundo hay que ir con mucha calma,
le digo, porque se trata del último mar, el último pedazo de tierra y la última
manzana que me quedará por comer antes de la muerte. Y seríamos dos, ella
y yo, pero no importaban esas mezquindades terrenales para mi amiga: Era
etérea. Ya le pediría manzanas a Dios cuando llegara al cielo. Lo demás era
fumar, y adelantar el viaje del humo a su paraíso donde los negros combinan
la joya de su piel con oro y plata, y le llevan cestas de Cannabis silvestres
para amasarlas y depositarlas como néctar en su boca. ¿No estaríamos apre-
surando demasiado aquel momento? Negros sobran para rellenar tu paraíso.
Pero Ella no quería esperar.

Marihuana, le dije, y el sueño se rompió. No lo digas así tan simple y


despectivo. Suena a mierda. A mí me sonaba a yerba, a pócimas de viejo,
a nada. Una palabra vacía, anodina, que puede depositarse en cualquier
sitio y encajar. Una palabra snob. Al menos suena con estilo, justificó. Y
no te metas con mi matica. Ella se agarraba el sombrero de cintas rosadas
y largas, y su vestido de procesión que removía las hojas y las colillas.
Adoraba las hojas de tres puntas, las aromáticas y las mentoladas, verdes
intensas, sin mordisquear. Yo clavé la vista en la punta de mis zapatos y
continué siguiendo mis pasos.

Me gusta mirar las cosas cuando llevo mis gafas negras. Sin ellas me da
miedo que la luz me descubra y todos comiencen a espiarme detenidamente.
Y podría desconcentrarme y salirme de la línea amarilla. La línea de la vida
tan larga como la que aparece dibujada en mi mano izquierda. La derecha
está lisa y en blanco. No dice nada sobre mí. Es mi mano preferida. Alguien
sonó su claxon junto a mi oído, trompeta fatal del Armagedón (caí después
en la cuenta de que aquel claxon era la boca mayor de Aerosmith, pujando
por salirse del marco de una grabadora) y mientras se arrancaba el aire de
los pulmones para decirnos comemierdas fue a hundirse en el costado de un
objeto cualquiera. And I don’t want to miss a thing.

Escuché la voz de un tambor acercarse a una velocidad increíble; era una


súplica, un grito, ahora más fuerte; una malla de lenguas jugando a golpear los
quejidos y filtrar las voces en cristales, platinos, platas, cobre o latón. Estaban

173
raspando el tambor con las uñas y los dientes. Le quitaban el pellejo primero,
y las sustancias del cuerpo. Devoraban los líquidos y sólidos, y depositaban
los gases en el fondo hasta purificarlos en continuos lavados y obtener aquella
melodía esparcida luego en ráfagas. Aquel hombre era el tamborilero. No, ese
viejo que nos miró fijamente, desde el muro al que se recostaba. La maldita
humanidad nos venía siguiendo como hienas, me escudriñaba a través de las
paredes y las ventanas. Sólo esperaban el instante de un suspiro, un gesto
de vacilación que les mostrara cierta debilidad. Entonces llegaría la hora de
matar y comer. Y yo no podía abandonar mi línea. No tenía a dónde ir fuera
de ella. Las hienas mostraban sólo sus ojillos de perrosgatos. Se tapaban
las fauces con la mano para dejarme en la seminconciencia de que era yo
la elegida para su ritual. Deseé que el universo fuera un simple laberinto
de líneas y pasadizos secretos por donde escapar. O que hubiera capullos
vacantes en los nidos de orugas. Desde mi jaula escrutaba cuidadosamente
el movimiento de las bestias: unos simulaban rascarse el ojo; otros dejaban
caer algo y repetían el monótono gesto de darse en la frente y retroceder dos
pasos antes de inclinarse con desgano a recogerlo; los viejos más instruidos en
estas artes llevaban pañuelos con que cubrirse para no babearse; las viejas
engrasaban sus labios rancios y curtidos con rumias de saliva; los niños
se escudriñaban los pormenores de sus narices; pero todos, todos estaban
riéndose. Lo adivinaba. No. Lo sabía. Mi jaula no me permitía huir, sino
reconocer la existencia de cuatro paredes a cierta distancia de mí, que no
necesariamente conseguía descubrir y tocar. Pero había cuatro. Delimi-
tadas por un perímetro amarillo. Cinco paredes significaban mi libertad.
Yo poseía cuatro y ni siquiera salida de incendios o un agujero negro que
tragara cada grano de polvo de esta tierra, excepto a mí. ¿Por qué siempre
deambularé a lo largo de cuatro paredes sin chocar contra ellas, no importa
el trazado de la caminata en círculos, triángulos, rombos o algún ritual más
extraviado de la esquizofrenia? Lo peor era saberlo todo, como si aún me
quedaran vestigios de mi anterior vida de gato. En cada rugosidad de los
muros podían ocultarse las bestias de la ciudad, y asomar sus rostros de
verrugas fermentadas a nuestro paso. Ella me pellizcó sin motivo y desperté
de un largo sueño. Era la bella durmiente.

Retorné a ocultarme dentro de mi cuerpo, en vez de abrir los ojos para ad-
mitir que estoy en el medio de alguna parte dentro de mi línea ¿amarilla?
que podría perderse tras una alcantarilla o ser ella misma la alcantarilla que
me guía camino al infierno.

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Ella parecía una muñeca de porcelana y se movía acariciando las superficies.
Le pedí alejarnos del medio de la calle, quizás a las líneas discontinuas. No
quiso. Tenía que sentirse deseada. Imaginar que todas las otras líneas de menor
importancia partían de ella, y las controlaba a su gusto. Yo necesitaba echar
a correr o hacerme invisible. Rascarme las nalgas sin que me vieran bajar el
bloomer y a un hombre se le saltaran los ojos en la tentativa del espectador.
De cualquier forma la calle estaba por acabarse. Era la ley de deambular por
un espacio limitado entre puntos y símbolos. Un semáforo.

Cruzamos al otro lado de la cuerda floja, y prolongué durante dos o tres cua-
dras el movimiento de mis piernas en intervalos exactos. Siempre cuento los
pasos y busco aislarme de todo contacto o roce (levito) hasta el instante en
que mi talón penetra la superficie y resbala hacia un sentido que escogió al
azar. Olvidarme de que tengo los pies en cierta parte de este microuniverso
y soy una figurilla más rompiendo el equilibrio. Es un juego casi perfecto,
la misma gente en el mismo lugar a la misma hora. Aquella negra parece
vivir para lavar la ropa y tenderla; es su gran papel, su aporte al resto de
los jugadores. Porque si no el negro en bicicleta no la habría hallado en su
camino, ni le hubiera sacado su lengua de lagartija. Así puede estrenarse
como actor de reparto un policía iniciado a esta secta de cuerpos vacíos, y
escribir con audacia cronometrada una multa de diez pesos por atropellar a
un gato. Para el gato acabó su ínfimo protagonismo, apenas un estremeci-
miento de placer en su juego y ya es sustituido por un perro callejero. Ciertas
imperfecciones como la vida y la muerte amenazan con alterar una buena
jugada. No es culpa de nadie que ahora esté de parto una gorda, y el policía
sea obligado a abandonar su set en la cómoda esquina y cargar una masa de
dos cabezas hasta el hospital. En moto. Nueva imperfección. Sería mejor
eliminar a todas las gordas propensas a parir, a fin de no afectar posteriores
tramas y subtramas.

Me distraje demasiado y quisieron forzarme a entrar al juego. Tontos. Mis


pies me dominaban y decidieron continuar. Es más divertido saber cuántas
casillas tiene una sección de 100 metros que enfrascarse en una expedición
incierta al ojo del laberinto. Empezaré a contar otra vez, según el ritmo de
las sustancias que reprimidas bajo mi piel, forman su propia banda de ruidos a
medida que avanza o desciende la marea: un-dos un-dos, o quizás más rápido,
depende de lo que toque el tambor, undostres-undostres. Wellcome to the hotel
California. It’s a lovely place. Una sensación me hizo levantar la cabeza y
repetirme que el cielo era azul y no verde. Que Lisbeth aún nos esperaba y

175
el tiempo nunca existió para llenar la vida de cicatrices y cucarachas. Pero
el portal estaba vacío. Claro, quedaban la abuela y los sillones. Puedo ce-
rrar los ojos y adivinar la distancia que me separa de los demás objetos. He
estudiado el tablero, las piezas, los movimientos. Voy a ganar. Aunque falta
la última carta. Dudas.
—¿Esta? —pregunté a la abuela sin decidirme a franquear la reja que me
separaba del exterior.
—No. Salió hace bastante. Pero Lisbeth sabe la hora que es y lo que
tiene que hacer. Regresará.
Ella y yo nos hablamos sin abrir la boca. Volví la cabeza hacia el hori-
zonte, porque no atinaba a dejar mis manos en paz. No sabía dónde ponerlas.
Eran un estorbo dondequiera que las abandonara: cruzadas, a la espalda,
me rascaba una pierna, las dejaba colgar como perros de caza que trotan a
ambos lados del caballo, me alisaba el pelo y aún así resultaban molestas.
Noté que me ponía tibia, caliente, me goteaba la grasa del rostro, mis poros
escupían las partículas de cuerpos extraños adheridos durante el viaje y
ahora se mezclaban con el sudor. Aquel líquido se iba cuajando sobre mi
piel y pensé qué le sucedería a un delfín si le taponearan su gran agujero.
Quería que el silencio pronunciara una palabra, o me iría de allí enseguida.
La abuela pareció comprender.

—¿Van a esperarla?
Solté un vaho condensado y pensé que aquel Sí era la frase mejor lograda
que había compuesto ese día.
—Estamos algo apuradas, ojalá regrese pronto. ¿Usted sabe a dónde
fue?
—No, nunca me dice cuándo sale ni con quién. Le ha dado por andar
con unos tipos extraños, esos maniáticos al negro que no aguantan las ga-
nas de verse muertos para colgarse un cráneo del cuello. Unos imbéciles
drogadictos.
—Ah, seguro son rockeros —dijo mi amiga—. Son los ecologistas del
parque —rectificó.
—¿Ecologistas? No me digas que ahora cuidan el césped —dije rien-
do.
Ella se puso seria, al parecer era muy entendida en la materia, pues me
respondió:
—Sí, quizás sea eso. Lo bueno es que ellos no pisan la hierba. La fu-
man.
Mi amiga Ella había sido puesta en este lugar, a las cinco de la tarde,
sólo para que me explicara el significado de “ecologismo” en esta escena.

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Realmente las ramificaciones del juego eran enormes. Me dispuse a aceptar
el turno y tiré los dados. Doble.
—Ahora sé por qué siempre andas con pulóveres de Greenpeace. Lógico,
la ecología.
—Lo que sea. Nada más sirven para cultivar pelos —dijo la abuela—.
Bueno, siéntense.
Ella me lanzó una mirada indefinida y dio el primer paso al subir los
escalones. Yo no me quité las gafas; me daban cierta privacidad. No había
sillas en el portal. Sólo el sillón de la abuela. Un hombre salió de un cuarto
situado al fondo y trajo asientos. Escogí el sillón y me di cuenta de que no se
me ocurría en qué pensar, aparte de sentarme igual al resto de las máquinas,
y desarrollar mis habilidades de contadora. Mantuve alertas sólo mis dos
sentidos favoritos, entretenida en descomponer cuantos sonidos llegaban
procedentes de las esquinas y los edificios de enfrente. Clasificarlos en gritos
de dolor o risa, palabras comunes, palabras malas que ya no son malas, sino
rutinarias, y por tanto carentes de contundencia; argot de alcantarillas, de
borrachos, de gente, ruidos de motores variados: carros rusos, americanos,
un camión de mudanzas que se detuvo justo en la casa de al lado y tuve que
esforzarme para descifrar los alaridos de una vieja que resultaron ser de pura
felicidad cuando besó otra vez su refrigerador. Un tractor pasó arrastrado por
una grúa, y el conductor lanzaba papas y zanahorias por los aires, como un
marqués. El hombre de la grúa, en señal de agradecimiento, las iba cobran-
do. This could be heaven or this could be hell. El maldito reloj se paró sin
avisarme. Por eso me daba la impresión de que algo se quedaba detrás. Me
dediqué, por último, a espiar la actuación de los personajes vecinos desde
mis gafas negras.
El cielo cambia su coloración inmaculada por un rosa subido. La tarde
tiene manchas como la piel de un dálmata. Los árboles se vuelven cenizos a
medida que baja el sol, y ya se quedan sin pájaros. Los gorriones prefieren
los cables del tendido eléctrico. El sillón de la abuela no se ha detenido un
segundo en su triquitrá. Tiene un ritmo de velorio: constante pero inseguro,
no deja de balancearse por miedo a qué pasará después de un silencio. Yo
sé que Lisbeth no vendrá, porque le teme a los aviones y a viajar a África.
Es la inercia del balancín lo que me retiene aquí con vida. Presiento que no
lograré levantarme nunca, porque este es el HOTEL CALIFORNIA y hoy

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Índice

El tema prohibido (o casi): El rock: su reflejo en la narrativa cubana y


mundial / 5
Mi prima Amanda / Miguel Mejides / 25
Aquella dura noche / José Ramón Fajardo / 31
El hacedor de bajos (The Song Remains The Same) / Reinaldo Montero / 37
Facultad de humanidades / Abel Prieto / 45
Escuchando a Little Richard / Francisco López Sacha / 49
Rapsodia bohemia / Sergio Cevedo Sosa / 61
Secuencia / Verónica Pérez Kónina / 67
Concierto / Raúl Aguiar / 71
La horma / Ricardo Arrieta / 79
La moneda, la bóveda, yo sólo trato de alcanzar / Ronaldo Menéndez / 85
666 (un cuento articulado) / Yoss / 89
La manzana magenta / Daniel Díaz Mantilla / 103
Penden de un hilo / Atilio Caballero / 107
Ls Beatles / Eduardo del Llano Rodríguez / 111
En el techo / Juan Ramón de la Portilla / 117
Jimi, mi amor / Diana Fernández / 127
Collage con fotos y danzas / Anna Lidia Vega Serova / 131
Ritual / Karla Suárez / 137
Memorias van pasando / María Cristina Fernández / 139
Pregunten cómo sigue, por favor / Mariela Varona / 145
El tercer ojo del loco / Michel Encinosa Fú / 149
Escaleras al cielo / Frank R. Rojas Aguilera / 159
Exilio de uno / Yodelín Leyva Sosa / 163
Escenas de jueves / Abel de la Milera Fernández / 167
Sobre la arena / Meple / 171
Héroes / Raúl Flores / 175
Ronald / Ariadna Rengifo / 177
Masaje chino después de las tres / Demis Menéndez / 179
Hotel California / Susana Haug Morales / 187

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