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LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA

(de Copérnico a Newton)

1. Introducción: matemáticas y experiencia ....……………………….. 1-3


2. Grecia: el universo aristotélico-ptolemaico ……….………………… 3-7
3. Copérnico: el geocentrismo ………………………………………….… 7-8
4. Kepler: las leyes planetarias ………………………………………..… 9-10
5. Galileo: una nueva física terrestre ……….………………………… 10-15
6. Telescopios, mapas y relojes …………………………..……………. 15-16
7. Descartes: el método ………………………………………….……… 16-18
8. Newton, unificación del cielo y la tierra …………………………… 18-21
9. Epílogo ……………………………………………………………….…….. 22

1. Entre 1543 y 1687, fechas de publicación respectivamente del De revolutionibus de


Copérnico y de los Principia de Newton, se realiza la crítica de la imagen aristotélico-
ptolemaica del mundo que es remplazada por una nueva cosmovisión: la representación
de un universo finito y heterogéneo desaparecerá después de haber sobrevolado durante
dos mil años sobre las cabezas de los seres humanos. Semejante revolución se establece
sobre unos cuantos nombres propios: Nicolás Copérnico, Johannes Kepler, Galileo
Galilei, René Descartes e Isaac Newton serán los más importantes. Y está marcada por
una serie de hitos: la crítica del geocentrismo por Copérnico, la renuncia a la
circularidad para determinar los movimientos de los astros de Kepler, la renuncia a la
heterogeneidad entre la región terrestre y la región celeste de Galileo, la afirmación de
la infinitud del universo por el desafortunado Giordano Bruno (murió quemado vivo en
la hoguera), el remplazamiento de las causas inmateriales del movimiento por una
nueva concepción de la fuerza como pura relación funcional (Kepler, Galileo, Descartes
y Newton), y, en fin, la desaparición de la diferencia entre los dos mundos, celeste y
terrestre, y su unificación bajo una misma ley: la ley de la gravitación universal de
Newton.
Todo este movimiento entraña una nueva concepción de la naturaleza del
discurso científico. La ciencia será a partir de ahora un mecanicismo y no un
organicismo, el modelo al que se deberá ajustar el sistema del discurso válido estará
dado por la máquina y no por el animal. Se trata de una concepción de la ciencia
exclusivamente cuantitativa, que, por un lado, excluye el finalismo y reduce toda causa
a la figura de la causa eficiente, y por el otro, elimina las llamadas cualidades
secundarias como referente del discurso científico. El nuevo mecanicismo implicará,
por tanto, la matematización completa de la experiencia, la reducción del universo a sus
elementos cuantificables, es decir, a la extensión, la figura y el movimiento. Se produce
entonces el desplazamiento de las categorías aristotélicas (esencia, sustancia, forma, fin)
en favor de otras nuevas, como fuerza, resistencia, velocidad, aceleración, espacio
(ahora reducido a la extensión geométrica) y tiempo (entendido como una cuarta
dimensión de los fenómenos). Esto es lo que ocurre precisamente ahora, cuando la
máquina del universo ha sido reducida a un conjunto de piezas extensas en movimiento.
Tal es la única aproximación a una explicación legítima del mundo, comprenderla
exclusivamente a partir de la materia y el movimiento.
La concepción de la verdad moderna es radicalmente diferente de la antigua. No
se trata por tanto de ninguna manera, en el paso de un sistema a otro, de que la
cosmovisión clásica haya resultado incompatible con algún dato de hecho. La refutación
del sistema aristotélico-ptolemaico no es empírica; Copérnico se sirve de los mismos
datos que Ptolomeo. Las explicaciones antiguas son descalificadas, no por estar en
desacuerdo con ciertos hechos, sino por el modo mismo del discurso con el que operan;
la discusión entre los antiguos y los modernos no se produce en torno a un conjunto de
datos compartidos sino a propósito de qué es aquello que se considera dato. Incluso los
instrumentos matemáticos de los que sirven los revolucionarios son al comienzo los
mismos que los de los antiguos, pero se les da otro uso, ahora se comprende de una
nueva manera la relación de las matemáticas y la física. ¿En qué consiste esta nueva
relación entre la matemática y la física?
Hay que comenzar por dejar algo bien claro: ninguno de los principios de la
ciencia moderna es comprobable empíricamente. Los principios de la ciencia moderna
son siempre principios de conservación de una cierta magnitud, y la posición de
semejante invariante en las transformaciones se sigue exclusivamente del carácter
matemático de la física emergente. Se podría quizá entender que la ausencia de un
fundamento empírico de los diversos principios de conservación con los que opera la
física moderna se debería a la universalidad de tales principios. Esta afirmación sería
válida pero también insuficiente, puesto que en tal caso podrían todavía ser falsados por
la experiencia. De lo que se trataría, por el contrario, es de mostrar que tales principios
carecen de ningún sentido empírico, que no hay ninguna manera de encontrarlos en la
experiencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su comprobación? Habría que suponer un
sistema cerrado, perfectamente impermeabilizado en sus límites de cualquier influencia
exterior. Sin embargo, ¿cómo se comprobaría semejante impermeabilidad del límite?
Verificando que a través del límite L no pasa ninguna cantidad de M, lo que supone que
el tal M no puede aumentar ni disminuir por sí mismo en las diferentes
transformaciones, es decir, lo que supone la presuposición del mismísimo principio de
conservación de M que se trataba de probar1.
Semejantes principios no son por tanto empíricos. ¿Significan eso que son
enunciados analíticos, es decir, juicios vacíos, meras verdades formales o tautologías?
El problema es que enunciar que “existe una magnitud M” es un principio sintético, que
dice algo sobre el mundo. Los principios de conservación no son ni empíricos ni
meramente formales, son más bien condiciones de la aplicabilidad de la matemática a
la física, de la forma matemática a la materia física. Si no hubiera principio de
conservación, las operaciones aritméticas seguirían siendo aritméticamente válidas pero
la física no sería expresable mediante tales operaciones. La posibilidad de efectuar A +
1
cf. Martínez Marzoa, Historia de la filosofía vol. 2, p. 27-29

2
B = C en la física supone el postulado de la conservación de la magnitud que se
adiciona, de manera que el postulado de la conservación de ciertas y determinadas
magnitudes en las diferentes transformaciones no manifiesta nada más que la necesidad
de que las transformaciones físicas puedan ser expresadas en términos de operaciones
matemáticas.
La Antigüedad no admitía tal postulado, a diferencia de la Modernidad. Los
Antiguos consideraban que el espacio y el tiempo solo nos ofrecían las determinaciones
externas de las cosas, que las matemáticas solo se ocupaban de los accidentes. La
interioridad de las cosas era al contrario ofrecida por la esencia (la esencia del hombre,
o del círculo, por ejemplo), cuya definición componen la serie de los predicados no
accidentales de la cosa (animal racional, en el caso del ser humano, o figura cuyos
puntos equidistan del centro, en el caso del círculo). La esencia, a diferencia de las cosas
particulares, pertenece al orden de la generalidad, y se expresa mediante el concepto
universal (el concepto de hombre o de círculo, que comprende a todos los seres
humanos particulares o a todos los círculos particulares). Para los modernos, en
contraste, la universalidad habrá pasado del concepto general a la ley matemática, a la
ley funcional que correlaciona diversos valores de una misma magnitud con otra
variable. La universalidad de un fenómeno no consistirá en su comprensión cualitativa
bajo un concepto abstracto sino en su aprehensión en función de una sola ley que
comprende sus variaciones cuantitativas bajo una misma regla. Por ejemplo, el
problema del lanzamiento de un cuerpo se reduce al problema de su descripción
(movimiento uniforme horizontal y caída uniformemente acelerada en la vertical) y a la
capacidad de su consideración bajo una regla matemática común. No todo lo observable
es en este sentido un hecho; lo importante es el enfoque sistemático. El entendimiento,
como se verá, solo será capaz de reconocer como objetivo aquello que es capaz de
comprender por sí mismo, de producir por sí solo. A la vez que se procede a la
matematización de la totalidad de la experiencia, se afirmará por consiguiente la ya
referida subjetividad de las cualidades sensibles, que no son “constructibles” sino que
por el contrario aparecen como irremediablemente dadas.

***

2. El origen de la cosmología astronómica, y no mitológica, se encuentra en Grecia. La


observación de los cielos ha sido desde siempre un instrumento para la medición del
tiempo y la confección de los calendarios, pero es la Grecia clásica la que primero se
propone la idea de exponer un modelo racional de lo que sucede en los cielos.
¿Qué observamos cuando se mira al cielo desde la Tierra? Lo primero que llama
la atención cuando observamos el cielo desde la Tierra es que con mirarlo no basta. No
podemos salir fuera de nuestro observatorio, y es necesario pasar de las partes que
observamos al todo en el que se integran sistemáticamente, para lo cual es necesaria la
construcción de un modelo de explicación teórica que, a pesar de no poder ser
percibido, hace comprender lo que se percibe. No existe descripción neutra de lo que se

3
observa, de manera que vamos a proceder a describir lo que se ve a partir de la hipótesis
geocéntrica.
En primer lugar, aparece el cielo de las estrellas “fijas”, que giran diariamente en
sentido contrario al de las agujas del reloj (día sideral). Para dar razón de esta situación
se propuso la hipótesis de que tales estrellas se encontraban incrustadas en una gran
esfera celeste que, además de dar un giro completo al día, servía para determinar los
límites del cosmos. En segundo lugar, entre los fenómenos celestes, está el Sol, en el
que hay que distinguir dos movimientos. El primero es su movimiento diurno, de este a
oeste. El segundo es su movimiento anual a lo largo de la llamada eclíptica, un círculo
con una inclinación de 23,5° sobre el ecuador celeste (la proyección en la esfera celeste
del ecuador terrestre). La cosa es que la posición del sol cuando se pone al atardecer con
respecto al fondo de las estrellas varía a lo largo del año, siguiendo precisamente la
línea de la eclíptica, y tal variación de la posición sirve para fijar el comienzo de las
estaciones, es decir, de los solsticios y los equinoccios (según la máxima o mínima
altura de la posición del Sol, en el caso de los solsticios de verano y de invierno
respectivamente, o de si la posición del Sol durante su puesta coincide con el ecuador
celeste en el caso de los equinoccios de otoño y primavera respectivamente), y con ello
determinar la duración del año (año trópico, definido por el retorno del mismo
equinoccio, que se distingue del año sidéreo, definido por la posición de las estrellas).
Hoy se explica más bien semejante inclinación aparente del recorrido del Sol en función
de la inclinación real del eje vertical de la Tierra con respecto al eje de su rotación
alrededor del Sol. En tercer lugar, está la Luna, en la que se distinguen de nuevo dos
movimientos. El primero, diurno, hacia al oeste, y el segundo, mensual, a lo largo de la
eclíptica (mes sidéreo, distinto del mes sinódico, según las fases de la Luna). Por último,
aparecen los planetas, que en griego significaba “estrellas errantes”. Los planetas que se
descubren a simple vista son cinco: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Los
planetas se mueven anualmente a lo largo de la eclíptica de este a oeste, pero si
recibieron el nombre de estrellas errantes es porque, además de brillar como el resto de
las estrellas, su órbita presenta un movimiento de retrogradación, como si en ocasiones
se dirigiesen “hacia atrás” para recuperar después de un tiempo su normal
desplazamiento “hacia delante”. El orden de los planetas fue determinado en función del
tiempo que tardaban en recorrer el conjunto del Zodiaco según la siguiente regla: cuanto
más tiempo tarden en efectuar una órbita completa, más lejos estaban de la Tierra (el
Sol ocuparía el cuarto lugar entre los cuerpos celestes, entre Venus y Marte).
Los griegos trataron de sistematizar este panorama. Los primeros que se
ocuparon detenidamente del cielo fueron los pitagóricos, a los que debemos las primeras
observaciones cuantitativas entre los griegos. Como en todas partes, los pitagóricos
descubrieron también ciertas armonías entre los diversos movimientos de los cuerpos
celestes, semejantes a las musicales, y aproximaron por primera vez con ello la
geometría y la astronomía. La noción de ley aplicada a los fenómenos celestes es una
conquista griega, pero esta legalidad impuesta supone ciertos principios. Platón, debido
a su autoridad, pudo establecer ciertas condiciones que debían satisfacer necesariamente
los movimientos de los cuerpos celestes: las órbitas que describen los astros celestes
deberían ser círculos perfectos, puesto que el circular es el movimiento más regular, el

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movimiento más próximo al reposo, es decir, a la inmutabilidad, y eran realizados por
cuerpos cuya figura era perfectamente esférica, al tratarse de la figura más simétrica.
Un personaje importante entre los griegos en este dominio es el matemático
Eudoxo, un miembro de la Academia platónica y discípulo de Platón. Eudoxo se
propuso en el siglo IV a. C. salvar las apariencias, es decir, encontrar un modelo que
fuese capaz de predecir el movimiento de los diferentes cuerpos celestes. Para ello
asimiló los planetas a las estrellas, y los introdujo, como las estrellas, en una esfera
concéntrica diferente para cada uno. Para dar razón de los diferentes movimientos que
hemos descrito necesitó de tres esferas concéntricas para el Sol, dos para la Luna, y
veinte para los planetas. Con ello alcanzó una predicción aproximada de lo que pasaba
en los cielos. No obstante, además de la capacidad predictiva, los problemas de la
construcción de Eudoxo eran dos: el primero, la variación del brillo con el que se
manifestaban los planetas, lo que parecía indicar una variación de su distancia; y el
segundo, su incapacidad para reunir los siete sistemas inconexos de esferas (uno para
cada planeta, el Sol y la Luna) bajo una misma estructura unitaria.
El proyecto de Aristóteles (384-322 a. C) se explica aquí como el intento de dar
una solución mecánica al problema de la estructura unitaria de la teoría de las esferas de
Eudoxo. La solución aristotélica consistió en imaginar que las esferas se movían entre sí
por roce o frotamiento; Aristóteles necesitó cincuenta y seis esferas, todas ellas
concéntricas alrededor de la Tierra, para dar razón de los diferentes movimientos. Pero
Aristóteles no se limitó a realizar el sistema de Eudoxo bajo un modelo mecánicamente
viable, sino que además (entre otras muchas cosas) expuso toda una concepción de la
ciencia en general y de la física en particular. La física, según Aristóteles, se ocupa de
las causas formales del cambio y no de las leyes cuantitativas del movimiento de
traslación. Y lo primero que constata cuando estudia la naturaleza del movimiento es
que los movimientos deben diferir en su naturaleza puesto que las cosas se mueven de
forma muy diferente: circular o rectilíneamente. Esta distinción entre dos tipos de
movimientos, circular o rectilíneo, le sirvió para separar dos regiones completamente
diferentes del universo: la tierra (región sublunar) y el cielo (región supralunar), en la
que gobernaban principios de explicación completamente diferentes. La región sublunar
estaba dominada por el movimiento rectilíneo de los cuerpos hacia su lugar natural,
donde alcanzaban el reposo. Aristóteles asoció los diferentes tipos de movimientos a la
clásica teoría de los elementos, y los ordenó según su mayor o menor pesantez: tierra
(desplazamiento hacia abajo), agua (desplazamiento hacia abajo pero más ligero), aire
(desplazamiento hacia arriba y por tanto más ligero que el agua) y fuego
(desplazamiento hacia arriba pero todavía más ligero). Aristóteles también distinguía
dos grandes clases de movimientos que podrían ocurrirles a las cosas: natural, cuando la
cosa se dirige espontáneamente a su lugar natural, o violento, cuando la tendencia
natural de la cosa es modificada y se le fuerza otro tipo de movimiento (si yo levanto
una bola del suelo, tal movimiento de la bola es violento). En fin, Aristóteles, que no se
equivocaba en todo ni mucho menos, dedujo la forma esférica de la tierra a partir de la
sombra circular que se dibuja en la luna durante los eclipses.
Por otro lado, Aristóteles se ocupó del mundo supralunar. A diferencia de los
cuerpos terrestres, los cuerpos celestes no se mueven rectilíneamente sino

5
circularmente, puesto que el circular es el movimiento más perfecto, aquel donde el
cambio implica la menor mutación. Como no cumplía con ninguna de las condiciones
del movimiento sobre la Tierra, Aristóteles dedujo la existencia de un quinto elemento,
el éter, para explicar la circularidad de las órbitas. El cosmos aristotélico es por lo
demás eterno, increado e indestructible, pero finito. El universo aristotélico no está ni en
el espacio ni en el tiempo, sino que el espacio y el tiempo son interiores al universo,
solo tienen sentido dentro del universo. El tiempo, por ejemplo, es el número del
movimiento, es decir, no es más que la medida de un determinado movimiento regular,
el reiterado movimiento del sol a lo largo de una jornada (día) o a lo largo de la eclíptica
(año).
Cinco siglos después de Aristóteles, durante el segundo siglo de nuestra era,
vivió Claudio Ptolomeo (100 d. C- 170). Ptolomeo residió en Alejandría, donde tuvo
acceso a la extraordinaria colección de la biblioteca, hoy perdida, y compuso un libro de
astronomía al que los árabes dieron el título de Almagesto, el más grande, donde
sintetizaba todo el saber astronómico de su época. Ptolomeo heredó un par de problemas
de la astronomía tradicional: la inconsistencia en la velocidad del Sol, la Luna y los
planetas, y la variación del brillo de los planetas. Los datos parecían indicar una
variación de la velocidad y la distancia de las órbitas de los cuerpos celestes. Para
resolver estos problemas remplazó las esferas concéntricas por combinaciones de
diferentes tipos de círculos: se trata de los llamados deferentes excéntricos (cuyo centro
de la órbita no es el mismo que el de las estrellas ni coincide con la tierra) y epiciclos
(un círculo que gira alrededor de la órbita de otro círculo), entre otros. Como se ve, la
construcción de Ptolomeo es un producto puramente matemático, sin la pretensión
sistemática que tenía la obra de Aristóteles, donde todo respondía a un porqué. Se trata
de una geometrización del cosmos sin cosmología, sin pretensión cosmológica, sin
aspiración realista, con la única intención de salvar los fenómenos y ser capaces de
medirlos y predecirlos.
Pero la pretensión realista en el ser humano es inevitable, necesaria. Es por ello
por lo que a lo largo de toda la Antigüedad se habían acumulado una serie de
argumentos de distinto orden que parecían negar de manera evidente toda posibilidad
del movimiento de la Tierra alrededor del Sol. En primer lugar, aparecían tres
argumentos muy próximos: que los objetos lanzados desde una cierta altura no caerían
entonces según la vertical, sino desplazados hacia el oeste; que los objetos de los cielos
se deberían desplazar con mucha mayor velocidad hacia el oeste (puesto que la Tierra se
desplaza hacia el este); que deberíamos salir despedidos, como cuando se gira sobre una
plataforma. Estos tres argumentos compartían una misma forma, el siguiente modus
tollendo tollens: el movimiento de la Tierra debería tener efectos perceptibles, pero no
se perciben tales efectos, luego la Tierra no se mueve. En segundo lugar, aparecía un
argumento complejo, interior a la doctrina aristotélica, según el cual, si los cuerpos se
moviesen junto a la tierra, cualquier movimiento se compondría de dos movimientos: el
vertical de caída, por ejemplo, y el circular junto a la Tierra: un mismo elemento tendría
dos movimientos simples, lo que viola el principio de la física aristotélica y su
clasificación de los movimientos y la distinción de las regiones del universo. Por último,
desde muy antiguo se había argumentado, de manera muy razonable, que, si la Tierra se

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moviese, debería observarse una variación en la posición relativa de las estrellas y los
planetas, como cuando nos movemos lateralmente en una habitación, y los objetos que
estaban detrás de otros parece como si, con el cambio de perspectiva, se distanciasen
del objeto que se interponía entre ellos y nosotros, pasando entonces a poder ser
observados. A este fenómeno, cuando se da entre los cuerpos de los cielos, se le llama
paralaje. La cosa es que no se observaba ninguna paralaje (el género del sustantivo es
femenino) en la observación de los cuerpos celestes, luego, como comenzamos, habría
que concluir que la Tierra, definitivamente, no se mueve.

***

3. Copérnico nace y vive trece siglos después de Ptolomeo, entre los siglos XV y XVI
(1473-1543). Entre ambos no se ha producido ninguna contribución astronómica
destacable; incluso en algunos campos se ha regresado hasta consideraciones pre-
helenas, como en lo que se refiere al carácter plano de la tierra. El universo de la Edad
Media es el universo aristotélico-ptolemaico: un universo esférico, geocéntrico y único.
No obstante, a partir del siglo XV comienzan a revitalizarse los estudios astronómicos,
pues, por un lado, es necesario reformar el calendario, y, por otro, los viajes náuticos de
portugueses y españoles estimulan la búsqueda de mejores coordenadas para la
navegación. Todo ello hace que las miradas del hombre occidental se dirijan de nuevo
hacia el cielo.
Los argumentos de Copérnico en favor de su nuevo sistema del universo,
heliocéntrico, y no geocéntrico, son de tres tipos. El primero tiene una inspiración
platónica o neoplatónica. “El problema de la astronomía ptolemaica no es de carácter
empírico […] Hay que hallar un sistema de círculos más racional” 2. El problema con el
sistema ptolemaico es, desde este punto de vista, de carácter estético. Lo que entonces
se presentaba como imagen del mundo, exclama Copérnico, es más bien “un monstruo”,
antes que un mundo con una forma determinada y una simetría entre las partes. El
sistema del mundo ptolemaico es tan feo que cuesta creer que pueda existir. Ha de ser
posible, sin embargo, predecir matemáticamente y a la vez explicar cosmológicamente
los cielos. Un segundo argumento implica el principio óptico de relatividad, en virtud
del cual no existe, desde el punto de vista matemático, ninguna preferencia para
describir los cielos de un modo o de otro; matemáticamente, no existe un sistema de
referencia privilegiado, sino que todos son equivalentes; y puesto que el copernicano es
más simple, debería ser el adecuado. El tercer argumento es de carácter utilitario: se
refiere a la posibilidad de una mejor determinación del año trópico (según el retorno de
los equinoccios), que no es en cualquier caso un número entero, sino que ya desde Julio
César se había fijado en 365 días y un cuarto, pero que, en virtud de la llamada
precesión de los equinoccios, se había retrasado diez días desde entonces (once minutos
por año).
Además de estos argumentos de carácter estético-formal y utilitarios, Copérnico
trató de responder a los argumentos físicos contra su teoría. El copernicanismo, es decir,
el heliocentrismo, es radicalmente incompatible con la física aristotélica, y hasta el
2
Citado en Ana Rioja, Teorías del Universo, vol. 1 (De los pitagóricos a Galileo), p. 112

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momento, a pesar de los esfuerzos de algunos medievales tardíos, no había todavía
ninguna concepción sistemática capaz de reemplazarla. En primer lugar, a la ausencia
de paralaje, respondió aumentando el tamaño del universo mil veces (en Ptolomeo tenía
un valor de aproximadamente doscientos millones de kilómetros). En segundo lugar, a
propósito de que el centro de gravedad de los cuerpos, es decir, la Tierra, ya no fuera el
centro del universo, respondió multiplicando los centros de gravedad por el universo.
En tercer lugar, a la objeción de que, en el caso de que la tierra se moviese deberíamos
experimentar ciertos efectos, respondía afirmando que todo lo que estaba sobre la tierra
compartía su movimiento, aunque no estuviese en contacto con ella (aducía para ello
cierta influencia del aire). Por último, a la dificultad según la que el movimiento de
caída de un cuerpo, en el caso de una Tierra en movimiento, estaría compuesto de dos
movimientos simples, la caída rectilínea (vertical) y la rotación circular, no supo qué
responder. Como se ve, Copérnico no tenía mucho que decir en los asuntos físicos. No
se encuentra aquí la radicalidad del gesto copernicano.
En general, salvo en lo que respecta a su célebre giro, Copérnico no va muy lejos
en nada. Mantiene el sistema de las esferas, de manera que su universo se parece mucho
todavía al cosmos griego: finito, esférico, único y ordenado. Tampoco está claro que
mejorase los cálculos (a pesar de que se realizasen unas Tablas a partir de su sistema ya
en 1551), por lo que su simplicidad es más sistemática que cuantitativa (una inspiración
presente todavía hoy, por ejemplo, en Einstein, cuyo sistema es extremadamente simple,
aunque suponga una matemática bastante más compleja que la newtoniana).
A pesar de todo, aunque el mismo Copérnico no fuese en su reforma de la
astronomía más allá de la inversión de las posiciones del sol y la tierra, tal inversión nos
abría un mundo radicalmente nuevo. Esta fue la convicción del filósofo Giordano Bruno
(1548-1600), que además de suprimir las esferas celestes, propuso la diseminación de
las estrellas en el espacio interestelar, estrellas que parecían estar a la misma distancia a
causa de la enorme lejanía, y espacio que él concebía infinito: se afirma por primera vez
la infinitud del universo y la pluralidad de los mundos (otras soles con otras tierras
habitadas). Bruno estaba rompiendo con ello con el postulado clásico de la finitud del
universo, con la necesidad del límite (poros) tan característica del pensamiento griego
(solo escaparon a esta fascinación por el límite los atomistas).
Está también la figura de Tycho Brahe (1546-1601), el cénit de la observación
astronómica pretelescópica. Los seres humanos habían recurrido a la observación del
cielo desde siempre para la confección de los calendarios y la división del tiempo. Con
el tiempo, se desarrollaron algunos instrumentos de cálculo como el gnomon vertical o
el astrolabio. Pues bien, la celebridad de Tycho Brahe procede de que alcanzó una
precisión en sus observaciones muy superior a la de sus contemporáneos: sus errores no
excedían el minuto de grado, cuando en el caso de Copérnico rondaban los diez
minutos. Desde su potente observatorio en una isla danesa, Brahe alcanzó a observar
nuevas estrellas (aparentemente, divisó una supernova), lo que impugnaba el principio
de la inmutabilidad de los cielos, y también diversos cometas, que dejaron de ser
considerados fenómenos meteorológicos, o sea, sublunares, y parecía liquidar la idea de
las esferas materiales en las que circulaban los astros celestes. En fin, Tycho Brahe es
también el autor del sistema tychónico, una ingeniosa combinación del sistema

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aristotélico-ptolemaico (la Tierra en el centro del universo, alrededor de la cual giran la
Luna y el Sol) y del copernicano (el resto de los planetas y la esfera de las estrellas gira
alrededor del Sol).
Por último, habría que hablar de William Gilbert (1544-1603), autor del célebre
tratado sobre el magnetismo titulado De magnete, donde concibe a la Tierra como un
gran imán (de lo que da prueba que la aguja imantada siempre apunte hacia el norte),
pasando a ser considerada como un sistema de fuerzas y no como una mera esfera en
movimiento.

***

4. Hay un cierto misticismo en Kepler (1571-1630). ¿Por qué las cosas son como son?,
se pregunta con frecuencia. Por ejemplo, ¿por qué son seis los planetas? Esta
inspiración mística le condujo a la búsqueda de invariantes matemáticos, de
regularidades cuantitativas con las que pretendía escrutar el sentido último del universo.
Esta misma inspiración le ayudó a integrar al comienzo de su carrera bajo una misma
composición unitaria las diferentes órbitas planetarias y los cinco poliedros regulares
(cubo, tetraedro o pirámide, octaedro, dodecaedro e icosaedro), convirtiendo por
primera vez el universo copernicano en un sistema.
Kepler también es un realista, e insiste con frecuencia en la importancia de la
verdad de las hipótesis con las que se trabaja, puesto que las conclusiones a partir de
premisas falsas solo pueden ser verdaderas de casualidad. Kepler trabajó junto a Tycho
Brahe y heredó, con la muerte de este, las tablas de datos de los movimientos
planetarios.
Por último, Kepler es también un fenomenista (o sea, un científico), que
reconoce ignorar el puro interior de las cosas, salvo aquello que se revela en sus
relaciones y cualidades. “Yo, agarro la realidad por la cola, pero la tengo en la mano; tú
aspiras a agarrarlo por la cabeza, pero solamente en sueños”, era lo que les respondía a
los adversarios peripatéticos3. Kepler no cesará de criticar y reelaborar el concepto de
potencia aristotélica, que interpretará primero como alma, después como vis, hasta
alcanzar finalmente el nuevo concepto de fuerza como simple ley numérica. El concepto
de función determinará entonces el concepto de naturaleza, que pasará a designar el
conjunto de los procesos entrelazados e interdependientes por medio de una regla fija,
que es la relación entre magnitudes. Lo que se busca son las situaciones de mutua
condicionalidad entre diferentes magnitudes. Dos fenómenos se considerarán
correlacionados cuando se correspondan en todas sus fases y coincidan en cuanto a sus
dimensiones y magnitudes. Las dos series de fenómenos, en ese caso, deberán ser
entonces considerados bajo la relación de causa a efecto, de principio a consecuencia, o
en su defecto como efectos ambos de una causa común más remota. En cualquier caso,
la constancia buscada ya no reside en la forma (por ejemplo, la forma circular de la
órbita de los planetas) sino en el principio o la regla de la variación de una misma
magnitud (por ejemplo, la fuerza magnética del sol, que presenta un valor numérico en
cada punto de su trayectoria).
3
Citado por Cassirer, en El problema del conocimiento, tomo I, p. 318

9
Por lo que respecta al proceso concreto de sus investigaciones, Kepler parte del
Sol como fuente de una fuerza universal. El Sol se encuentra ahora en el centro mismo
del universo; se abandona por tanto la hipótesis del llamado Sol medio de Copérnico.
Durante muchos años, Kepler anduvo a la búsqueda de una proporcionalidad entre la
distancia de los planetas al Sol y su tiempo de revolución, pero no la encontraba, puesto
que cuanto mayor es la distancia, menor es la velocidad. Pero, entonces, si la velocidad
disminuye con la distancia, la velocidad de los planetas no puede ser uniforme, sino que
debe aumentar en el perihelio (punto más cercano en la órbita del planeta respecto al
Sol) y disminuir en el otro extremo, en el afelio. Se propuso así determinar la trayectoria
de Marte para poder medir la velocidad de la Tierra respecto al Sol. La cosa es que entre
la predicción matemática y la observación empírica, el resultado dio un error de ocho
minutos (una octava parte de uno de los trescientos sesenta grados del círculo), pero este
error mínimo no satisfizo a Kepler. Su terquedad tuvo premio: no haberse dado por
satisfecho con esos ocho minutos de grado de diferencia le obligó a abandonar el
estudio de la velocidad de la Tierra (cuya velocidad desigual ya había determinado) para
concentrarse en la órbita del planeta Marte y descubrir así sus famosas leyes, aquellas a
las que debe gran parte de su celebridad.
En primer lugar, la segunda ley. Una vez asumida la desigual velocidad de la
Tierra y abolido el principio platónico de uniformidad, procede a buscar una relación
entre la superficie recorrida y el tiempo empleado. Llega así a la llamada ley de las
áreas, según la que las áreas recorridas por los radios vectores de cada planeta en
tiempos iguales son también iguales, es decir, que la línea que une su centro con el del
Sol barre en tiempos iguales áreas iguales. Hay que anotar, sin embargo, que el
descubrimiento de semejante ley se produjo a partir de dos premisas falsas: la
circularidad de las órbitas y la proporcionalidad entre la fuerza y la distancia.
En segundo lugar, la primera ley, según la cual los planetas recorren órbitas
elípticas, uno de cuyos focos es el sol. Al principio, los resultados del planeta Marte no
coincidían con los de una órbita circular y Kepler pensó que tendría forma de óvalo. Sin
embargo, a partir de las extraordinarias investigaciones -completamente ociosas en su
época- de Apolonio y Arquímedes sobre las cónicas, resultó que la elipse estaba
bastante mejor estudiada que el óvalo, y fue la primera figura que probó. La hipótesis se
confirmó y, por primera vez desde Platón, alguien se atrevía a afirmar que los planetas
violaban el principio de la circularidad de las órbitas.
Por último, aparece la tercera ley, que descubre diez años después, en 1619, y
que trata de encontrar una razón para la primera y la segunda ley. ¿Por qué la primera
ley y la segunda son como son? Lo que trata de encontrar Kepler es una razón
arquetípica que relacione las velocidades y las distancias de todos los planetas a la vez.
Y tal razón la encuentra cuando descubre la proporcionalidad entre el cuadrado de los
periodos y el cubo de las distancias medias, que es el mismo para todos los planetas. Lo
que encontró entonces fue una especie de música celestial, la verdadera razón de la
existencia de la primera y la segunda ley.
A pesar de los avances obtenidos, subsiste sin embargo una ambigüedad en la
posición de Kepler. No se abre al infinito y su universo sigue estando compuesto de seis
planetas con las estrellas en la bóveda. Por otro lado, las tres leyes son exclusivamente

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cinemáticas, y no le habría hecho mucha gracia a Kepler comprobar que con el tiempo
todas sus consideraciones e hipótesis dinámicas sobre las cosas no habían sido retenidas
de ninguna manera.

***

5. Galileo (1564-1642) es el responsable de la creación de una nueva concepción de la


física terrestre, acorde a una Tierra móvil. Es, en este sentido, el que primero formula el
principio de inercia (aunque erróneamente lo entienda para el movimiento circular). Con
ello procedió a la renovación de las ideas mecánicas que regían desde Aristóteles.
Galileo es el creador de una nueva ciencia, la dinámica, cuyo objeto es el
movimiento (y no el ente móvil) y sus propiedades (y no sus causas y razones
teleológicas). Lo que le interesa es la proporción numérica entre el espacio y el tiempo,
no la esencia del móvil. Es de esta manera que estudia distintos tipos de movimiento. En
primer lugar, el movimiento uniforme, que es aquel en el que las distancias recorridas
en intervalos iguales son iguales, de manera que hay una relación proporcional entre el
tiempo y el espacio tal que: s = kt, de manera que, una vez reconocida la constante
s
como la velocidad, v = .
t
En segundo lugar, también investigó el movimiento uniformemente acelerado,
que es el movimiento de una partícula en caída libre, y donde durante intervalos iguales
de tiempo el móvil adquiere incrementos iguales de velocidad, Es así como:
(V −Vo)
a= , y de ahí: v = at. Esta regularidad no podía verificarse por los sentidos,
t
dada la brevedad de la caída y la resistencia del aire, y no fue a través de una prueba
estrictamente experimental como Galileo demostró la proporcionalidad de la velocidad
de la caída de un cuerpo al tiempo de caída, y no al peso del cuerpo como se creía desde
Aristóteles. Dio sin embargo una prueba indirecta cuando dejó caer diversos móviles
por un plano inclinado y comprobó que el espacio recorrido era proporcional al
cuadrado de los tiempos transcurridos, independientemente del peso, o dicho de otra
manera, que la distancia recorrida crecía con cada unidad de tiempo como la serie de los
números primos: 1, 3, 5, 7.... Esta prueba anunciaba también de manera implícita el
principio de inercia. En efecto, puesto que mientras desciende el móvil se acelera, y
mientras asciende se desacelera, ¿qué sucedería en un plano horizontal?
Por último, analiza el movimiento de los proyectiles, cuya trayectoria parabólica
descompone en dos movimientos: un movimiento uniforme rectilíneo (diagonal) y un
movimiento uniformemente acelerado de caída (vertical). El movimiento puede
descomponerse, el movimiento tiene un carácter compuesto, como sucede si lanzamos
una bola verticalmente desde un barco en movimiento respecto a la costa, donde
mientras que desde el barco se observa la trayectoria vertical de la bola, desde la costa
la trayectoria de la bola adquiere una forma parabólica, puesto que al ascenso y el
descenso hay que adjuntarles el desplazamiento del barco. El movimiento es por tanto
relativo al sistema de referencia, como lo demuestra una mosca que vuela dentro del
coche, que se mueve dos veces, aunque solo necesite esforzarse en una.

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Galileo es al mismo tiempo el promotor de una nueva metodología científica, el
llamado método hipotético-deductivo, que él llama de resolución y composición. Los
presupuestos de semejante modificación metodológica son diversos aunque
convergentes. En primer lugar, la pérdida de sentido y valor de la doctrina de los
antiguos. La época es la del triunfo del nominalismo, que abandona el descubrimiento
de las esencias en favor de la simple descripción de los fenómenos, y del fenomenismo,
que ya no busca las causas últimas sino que se concentra en las sucesiones regulares, de
manera que el antecedente constante pasará a ser considerado causa. En segundo lugar,
existe la convicción de que la naturaleza es un orden simple que opera con economía y
evita multiplicar las causas sin necesidad: la naturaleza se sirve de los medios más
simples y fáciles para producir sus efectos. Tal orden natural racional y necesario debe
poder ser expresado en términos matemáticos. Vemos cómo de nuevo, desde otra
perspectiva, se abre paso la idea neutra y pura de la ley natural como relación funcional.
El método en sí parte de la experiencia, pero no de la experiencia común sino
reducida o analizada en sus elementos e interpretada matemáticamente, de manera que
los experimentos puedan ser realizados bajo la guía de la razón (en ocasiones bastará
con su realización mental). Así, en primer lugar, se procede a la resolución del
fenómeno que se quiere estudiar, es decir, a su análisis, en el que solo las cualidades
primarias serán tenidas en cuenta mientras que otros factores se abstraen (como la
resistencia del aire en la caída de una partícula). En segundo lugar, se procede a la
composición, que es la construcción de la hipótesis, del modelo hipotético encargado de
enlazar los elementos entre sí. Por último, se pasaría a la resolución experimental, donde
se ponen a prueba las consecuencias que se deducen de la hipótesis, las implicaciones
de la hipótesis, no la propia hipótesis (lo que sería redundante).
Al igual que sucede con Kepler, no hay ni racionalismo ni empirismo en el
proceder de Galileo. Por un lado, en una carta a Kepler, menosprecia las composiciones
exclusivamente lógicas de los peripatéticos: “¡Cómo te reirías si vieses cómo intentan
deducir el número de los planetas con argumentos lógicos!”. Pero, por otro, hay que
reconocer que, desde el punto de vista de lo observable físicamente, no hay esferas
perfectamente redondas que rueden sobre planos perfectamente pulidos que solo tocan
en un punto. La ciencia diseña en este sentido un ámbitode condiciones puras, a priori,
pero que solo adquieren significación si son confirmadas por la experiencia, a
posteriori.
Como se ve, en todo este asunto, el carácter matemático determina el carácter
experimental. El experimento no es la simple observación, sino que comporta producir
en las cosas una determinada situación, previamente determinada, para ver qué pasa
entonces. Todo ello comporta un elemento a priori, puesto que las fórmulas
matemáticas son construcciones de la mente, anteriores a la experiencia, y un elemento
a posteriori, puesto que el experimento tendrá un valor característico, el de determinar
ciertas magnitudes (por ejemplo, la aceleración precisa en la superficie de la tierra, o
sea, la constante que sea el caso). La construcción previa es precisamente la hipótesis, y
si el resultado no coincide con ella, la construcción hipotética no dejará por ello de ser
verdad, únciamente el fenómeno no sería del tipo de los de la construcción. Por
ejemplo, si se dejase caer un cuerpo en caída más o menos libre y no respondiese al

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principio del movimiento uniformemente acelerado, las leyes del movimiento
uniformemente acelerado seguirían siendo verdaderas pero la caída de un cuerpo en el
vacío no sería un movimiento uniformemente acelerado.
Galileo es también conocido por haber colaborado activamente en el desarrollo
del telescopio (alcanzó los veinte aumentos, cuando sus contemporáneos no pasaban de
los tres o cuatro). Las observaciones que obtuvo mediante este instrumento
constituyeron una serie de indicios favorables al copernicanismo, que en cualquier caso
no era una mera teoría instrumental útil sino que tenía implicaciones físicas. El
problema, sin embargo, en esa época, antes que simplemente ver por el telescopio, era
determinar qué es lo que entonces se veía, pues los instrumentos ópticos estaban muy
lejos de ser perfectos.
Lo que Galileo entonces vio fue, en primer lugar, valles y montañas sobre la
luna, que no podía ser por lo tanto la puerta de entrada a la región celestial sino que era
un cuerpo opaco, áspero y rugoso. Galileo también descubrió también numerosas
nuevas estrellas, y en especial que la Vía Láctea era un conglomerado de estrellas y no
un fenómeno meteorológico como se creía desde Aristóteles. Todo esto reafirmaba en
sus convicciones a aquellos pensadores que como Bruno se animaban a afirmar la
infinitud del universo. También descubrió una serie de manchas solares sobre la
superficie solar, lo que desmentía su inmutabilidad. Por último, descubrió algunos
satélites de Júpiter, que carecía así de esferas y permitían asimilar la luna a un satélite
de la Tierra, que se movía junto a ella; también observó lo que denominó unas
extravagancias en Saturno, que con el tiempo acabarían siendo sus anillos; en fin,
también constató la existencia de fases en Venus, lo que constituía una predicción del
copernicanismo y de la posición central del Sol.
Todas estas observaciones, que permitieron poner en duda la pertinencia de la
división peripatética del universo en dos regiones, no eran sin embargo más que indicios
cuando se trataba de afirmar el movimiento de la Tierra. El problema es que la Biblia
negaba explícitamente en sus páginas el movimiento de la Tierra, de manera que o bien
el movimiento era hipotético, una mera argucia instrumental, o aparecía un conflicto a
propósito de la interpretación de la Biblia. Galileo en principio afirma el primado de los
conocimientos humanos cuando estos se refieren a los acontecimientos naturales, lo que
impone por la misma una interpretación metafórica de ciertos pasajes de la Biblia, que,
como dice con gracia Galileo, tiene por función la de “informarnos de cómo se va al
cielo, no de cómo va el cielo”. Galileo, no obstante, también se comprometió a respetar
la literalidad de la Biblia en todas aquellas cuestiones naturales sobre las que no se
tuviese conocimiento seguro y probado. La cosa es que parece que Galileo cree que la
tierra se puede mover y, por lo tanto, se mueve. Como principal argumento a su
afirmación aportará su teoría de las mareas, pero esta es falsa, y por consiguiente se
equivoca. Y lo cierto es que mientras no se introduzcan consideraciones dinámicas,
como en Newton, no se podrá hablar de movimiento absoluto. En este sentido, la ley de
gravitación, donde la atracción varía según el cuadrado de las distancias de los planetas
al Sol, se revelará como radicalmente incompatible con el geocentrismo (hoy ya no
estamos sin embargo tan seguros de poder zanjar la cuestión, cf. teoría de la relatividad
general de Einstein). Hay por tanto una paradoja asociada al nombre de Galileo: aquel

13
que supuestamente, después de ser forzado a renegar de su propia teoría (se le condenó
a reclusión domiciliaria de por vida), afirmase por lo bajines mientras se retiraba: Eppur
si muove (sin embargo, se mueve), habría finalmente de ser el que demostrase que no
hay experimento sobre la superficie terrestre que permita decidir sobre si la Tierra está
en movimiento o reposo.
La obra más conocida de Galileo es el Diálogo entre los dos máximos sistema
del mundo. El diálogo tiene lugar entre tres personas: Salviati, que representa a Galileo,
Simplicio, que interpreta el papel del peripatético, y Sagredo, que es un observador
neutral, y en él se pasa revista a los diferentes argumentos de los dos sistemas en favor
propio. El libro no está dirigido a los eruditos (es una obra maestra, especialmente la
segunda jornada, de la literatura universal), y se divide en cuatro libros o jornadas: las
tres primeras están dedicadas a eliminar los argumentos en contra del movimiento de la
tierra, y la cuarta a la exposición de la prueba positiva: la teoría de las mareas.
La primera jornada está dedicada a la crítica de la teoría de las dos regiones del
cosmos, y para ello recupera, entre otras cosas, un buen número de las observaciones
hechas con el telescopio. La tercera jornada se encarga de conciliar el movimiento de
traslación de la Tierra con los datos disponibles. La Tierra se desplaza en órbita
alrededor del Sol en lugar de que el Sol se desplace a lo largo de la eclíptica. Este
movimiento de traslación de la Tierra da razón además, de manera muy sencilla, del
movimiento de retrogradación de los planetas. Ya se ha dicho que la cuarta jornada no
tiene actualmente mucho valor, pues la teoría de las mareas ha sido claramente refutada.
Por último, está la segunda jornada, que constituye la mayor novedad de todo el
Diálogo, y donde se propone demostrar que los fenómenos terrestres son compatibles
con una Tierra en movimiento. Galileo procederá ahí a la transformación de las
nociones aristotélicas de movimiento y reposo, lo que explica que Einstein considere tal
pasaje una etapa necesaria hacia su propia teoría de la relatividad.
Galileo enuncia en la segunda jornada del Diálogo el principio mecánico de
relatividad. Como ya se ha señalado, los antiguos de manera prácticamente unánime
habían observado que, si la Tierra se moviese, deberíamos notarlo de alguna manera,
como aquel que se encuentra sobre una plataforma que gira tiende a ser expulsado de la
misma (hay que observar que esta plataforma que es la Tierra gira además a 460 m/s
lineales en el ecuador, y a 30 km/s alrededor del Sol). Lo que Galileo demostrará es que
todo suceso mecánico sucedería igual ya se mueva la Tierra o no. Para ello deberá
considerar el reposo como un movimiento compartido, que no genera efectos, como le
ocurre a la bola que reposa sobre el barco. Esta equivalencia entre el reposo y el
movimiento tendrá sin embargo una condición: que la velocidad del sistema de
referencia sea uniforme, es decir, que sea un auténtico sistema inercial, no acelerado. El
movimiento será concebido como puro cambio de relación, dejando con ello de ser una
propiedad del móvil. Aristóteles, como se ha visto, oponía el movimiento y el reposo
como dos estados antitéticos de los cuerpos (como la fatiga se opone a la actividad).
Para Galileo, en contraste, el movimiento no es más que la modificación de la posición
de algo con respecto a un sistema de referencia. De esta manera se puede afirmar que el
movimiento diurno de la tierra resultará imperceptible para quien lo comparta (como

14
nosotros) y solo será perceptible en lo que carece de él (las estrellas, por ejemplo). Tal
es la consecuencia del movimiento inercial, que todo en la Tierra se mueve con ella.
Todo lo anterior explica el análisis galileano del fenómeno de la caída de un
objeto desde una torre. Este caso le servía a Aristóteles para negar el movimiento de la
Tierra, puesto que carecía de efectos. Galileo responderá que si no hay efectos es porque
todo participa del movimiento de la Tierra, de manera que el movimiento de caída es el
resultado de la composición de dos movimientos simples (caída rectilínea y
desplazamiento circular). Aristóteles había prohibido semejante combinación, porque
cada elemento poseía su movimiento característico, pero Galileo demostrará
posteriormente en el Discorsi que la trayectoria que describe el cuerpo es una parábola.
En fin, a la objeción de que tal participación ocurre sin contacto, y lejos de buscar una
explicación en el aire como Copérnico, Galileo responderá que el movimiento inercial
es el único movimiento sin motor, basta con que nada oponga resistencia. Es lo que
sucedería con un móvil que se desplazase por una superficie horizontal, que se movería
con movimiento uniforme y rectilíneo sin fin. Ahora bien, hay que observar para
finalizar que Galileo concibe el movimiento inercial animando exclusivamente el
movimiento circular, lo que es radicalmente falso. En verdad, el móvil que cae desde
una cierta altura, además del movimiento de caída vertical, sufre un movimiento según
la tangente a la Tierra. Si los cálculos a Galileo le salieron más o menos justos, esto se
debió a que operaba con un segmento muy pequeño de curva.

***

6. Nos hemos referido a los nuevos fenómenos que Galileo descubre con el uso del
telescopio, pero hay que admitir que, al comienzo, ver por el telescopio era más bien
interpretar lo que se veía que simplemente ver, contemplar. En este sentido, se
acostumbraba a distinguir en la época entre instrumentos matemáticos (de medición) y
filosóficos (que, como el barómetro, además de servir para medir, llevaban aparejadas
determinadas asunciones teóricas). ¿Dónde situar a los novedosos instrumentos ópticos
que conoció el siglo, el telescopio y el microscopio? Al comienzo, fueron considerados
instrumentos filosóficos, y solo después, con su perfeccionamiento, pasaron a ser
considerados instrumentos matemáticos.
Eran dos los problemas que tenían que afrontar los fabricantes de telescopios: el
problema de la refracción y el de la reflexión. Para resolver el primero de los problemas,
se remplazaron los vidrios esféricos por otros hiperbólicos o elípticos, de manera que se
pudiesen eliminar las aberraciones ópticas, o sea, las manchas que resultaban de la
proyección de diversas imágenes en un mismo punto. Un hito en este desarrollo lo
constituyó el descubrimiento por Willebrord Snel (escrito como Snell, en la ley de
Snell) de la relación entre el ángulo de incidencia y el ángulo de refracción (que tiene
que ver con los senos de los ángulos). Por el otro lado, estaba el problema de la
aberración cromática. Al igual que sucede con el arco-iris, la luz blanca de las estrellas
era descompuesta debido a la diferente refracción. La solución vino por el lado de los
telescopios de reflexión, o sea, con espejos.

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Por último, es necesario indicar que los telescopios realmente existentes en el
XVII no permitieron descubrir ninguna paralaje en las estrellas, lo que obligó a los
astrónomos a concebir distancias mucho mayores que las consideradas por los antiguos.
En otro orden de cosas, se produce en esta época un desarrollo de la cartografía
cuando se alía con la astronomía. Desde siempre, la determinación de los lindes entre
los campos ha sido un asunto muy importante. Ahora, a las disputas del señor por el
tamaño de sus tierras, se añadían los conflictos entre los incipientes Estados por la
determinación de la extensión de sus territorios. La cartografía procedió para ello a la
división de la Tierra según una infinidad de línea imaginarias que la cortaban vertical y
longitudinalmente; a los cortes longitudinales se les llamó paralelos, y a los verticales,
meridianos. Tal división dibujaba por tanto un eje de coordenadas a partir del cual se
podía localizar cualquier cosa sobre la superficie de la Tierra. La línea que dibujan las
diferentes posiciones que se pueden tener sobre un mismo meridiano, de norte a sur,
designa la diferente latitud del fenómeno que se quiere localizar; y al revés, la línea que
trazan las diferentes posiciones que un cuerpo puede ocupar sobre un mismo paralelo,
de este a oeste, designa la diferente longitud en la que se encuentra el cuerpo. Con estos
instrumentos, ya Eratóstenes había sido capaz de determinar la forma de la tierra y
calcular su perímetro. La cosa es que un gnomon no daba sombra a una determinada
hora en una ciudad que se encontraba en el mismo meridiano, o sea, en la misma
longitud, que Alejandría, donde el gnomon sí proyectaba algo de sombra. Mediante
unos sencillos cálculos geométricos, y tan solo suponiendo que el Sol se encontraba a
una distancia suficientemente alejada como para considerar que sus rayos llegaban
perpendiculares a la Tierra, estimó que la Tierra tenía un tamaño de 250.000 estadios, lo
que si se supone que un estadio equivale a 157 metros, no es una medida tan alejada de
la distancia real. En cualquier caso, la asimilación de la superficie terrestre a un eje de
coordenadas supuso la posibilidad de su proyección estereográfica, lo que exigía una
notable habilidad geométrica (geometría proyectiva). El descubrimiento de una latitud,
de un paralelo, donde el gnomon durante el solsticio de verano no producía sombra
sirvió para designar el Trópico de Cáncer y para deducir la existencia de una línea
equivalente en el hemisferio sur, a la que se denominó Trópico de Capricornio. Por el
contrario, el Sol no proporcionaba ninguna indicación para determinar las longitudes de
diferentes lugares; sería necesario para ello la posibilidad de la comunicación
instantánea o la existencia de mejores relojes, lo que el siglo XVII estaba muy lejos de
alcanzar (la determinación de la longitud en el mar, con un error de diez millas, se
alcanzó en 1761).
Acerca del tiempo, hay que distinguir entre aquellos que se dedicaban a medir el
tiempo en un momento y lugar, los astrónomos, y aquellos otros que medían un
fragmento del tiempo en cualquier lugar, los relojeros. Estos gozarán de un gran
prestigio, y el reloj mismo pasará a ser, como hoy sucede con los computadores, la
metáfora privilegiada para aproximarse al comportamiento de los seres naturales. El
mundo no sería más que una gigantesca máquina, un enorme reloj. El principio del
movimiento de la máquina no es desde luego un alma: el movimiento ahí tiene un
origen exterior, por contacto, según una causalidad ciega, sin ningún fin (las agujas no
se mueven para dar la hora, eso es una utilidad que extrae el usuario de su regularidad).

16
A la vez que renace el interés por los atomistas clásicos, por Leucipo y por Demócrito,
nace el mecanicismo: la mecánica no es ya solo una técnica, sino que ha pasado a ser
una teoría. Al aristotelismo le ciernen por tanto por dos frentes: por un lado, los realistas
copernicanos que como Kepler se ocupaban del cielo, y por otro, los defensores de una
nueva física terrestre, de una nueva filosofía natural, como Galileo.

***

7. Descartes (1596-1650) se propone como proyecto la búsqueda y el establecimiento,


en todos los dominios, de los principios que Galileo no se había ocupado de fijar. Es
con esta inspiración con la que propone un nuevo método de investigación, que concibe
como un conjunto de reglas fáciles y ciertas gracias a las que se puede evitar tomar lo
falso por lo verdadero. Semejante método tiene su origen en la reflexión sobre el
proceder de las matemáticas, y se propone como un método para el descubrimiento de
nuevas verdades (y no solo para la exposición de lo ya conocido, como sucede con el
silogismo). En las Regulae (Reglas para la dirección del espíritu) propone cuatro
reglas, y nos vamos a ocupar solamente de las tres primeras. En primer lugar, nos anima
a seguir siempre el criterio de la evidencia y no aceptar nada por verdadero que no se
conozca con certeza. Otra forma de formular la regla de la evidencia es el imperativo de
no aceptar como ideas válidas más que aquellas que aparezcan a la conciencia con
claridad, es decir, separadas del resto de las ideas, y distinción, o sea, susceptibles de
ser discriminadas en sus partes constitutivas; a la idea clara y distinta se opone, pues, la
idea oscura, que no se distingue de las demás con claridad, y confusa, que no es capaz
de distinguir las partes o notas que la integran. Esta regla de la evidencia anuncia, por
consiguiente, una nueva concepción de la verdad: la verdad no consistirá en la
adecuación de las ideas a las cosas (verdad como adecuación), sino en una propiedad
inmanente de las propias ideas, la verdad será inmanente al espíritu; el entendimiento
no estará determinado desde fuera por sus objetos, sino desde dentro por su exigencia
de claridad y distinción. Esto será tan cierto como que, finalmente, la percepción clara y
distinta se corresponderá con aquella que es una construcción del propio entendimiento.
Es la constructibilidad la que legitima nuestras afirmaciones sobre las cosas: solo
comprendemos aquello que nosotros mismos hacemos, producimos, creamos. Como
observará Leibniz, un matemático posee un conocimiento tan claro del ángulo de un
polígono de mil lados como el que tiene de un triángulo o cuadrado, ya que sabe cómo
producirlo, aunque no pueda distinguirlo a simple vista. Es por ello por lo que, al revés,
no podemos construir lo empírico, que se presenta como algo irremediablemente dado,
como un dato, luego no podemos saber qué es. Habrá por tanto que resolver, por
ejemplo, los colores en la extensión para que puedan ser entonces pasar a ser tratados
con validez o propiedad.
La segunda y la tercera regla son, respectivamente, el análisis, que nos anima a
dividir el problema que sea el caso en tantas partes como sea posible, y la síntesis, que
nos impone conducir nuestros pensamientos con orden, de los más simples a los más
complejos. A la vez que se ha alcanzado en cada dominio los elementos simples,
intuidos con claridad y distinción, se procede a explicar el fenómeno que sea el caso,

17
que no es, en primer lugar, otra cosa que reducir la complejidad indefinida a lo simple
ya conocido (por ejemplo, a la extensión, la figura y el movimiento). Se pasará a
continuación a recomponer la cuestión como en la geometría: a partir de la combinación
de los simples se deducen y construyen nuevos elementos más complejos, de manera
que para llegar a la solución no se debe salir de las condiciones mismas del problema.
Descartes concibe así una ciencia universal constituida por puras relaciones y
proporciones entre las cosas, gobernada en todos los aspectos por el orden y la medida.
Salta a la vista que para establecer una comparación ordenada y mesurable entre dos
cosas, ambas deben ser magnitudes; las magnitudes se “proyectan” en la extensión en
tanto sistema de coordenadas; el problema, una vez definido, se materializa en una
ecuación y es figurado por una línea. La pregunta ya no será, por ejemplo, qué es la luz,
y ni tan siquiera si la naturaleza de la luz consiste en el movimiento, sino que versará
sobre si esta última hipótesis nos basta para explicar sus efectos perceptibles. Es aquí
donde Descartes se encuentra legitimado para afirmar que “el mundo corpóreo es
concebido por el entendimiento”, es decir, una vez que ha sido reducido a figura,
extensión y movimiento relacionados. El movimiento del espíritu, de todas las maneras,
no será ni completamente apriorístico ni enteramente empírico; como en la relación
entre el ángulo de incidencia y el ángulo de refracción, se procederá en primer lugar a
establecer las condiciones simples de las que puede depender la relación investigada (en
el caso de la refracción, la diferencia en la densidad de los medios). Si la cuestión ha
sido comprendida, surgirá la función como su resultado. En la función, x es una
incógnita en tanto no aparece desarrollada, pero representa a la vez un factor conocido y
determinado. Como acabará mostrando la geometría analítica, la nueva ciencia no se
detiene en tal o cual figura abstracta, sino que alcanza el concepto general de figura
cuando indica su regla de producción (una línea o cuerda fija en uno de sus extremos y
móvil en el otro, para la definición del círculo), y una vez obtenida la fórmula
algebraica, se podrá pasar mediante una simple modificación de los parámetros de una
figura a otra, como sucede entre las cónicas (el círculo, la elipse, la parábola y la
hipérbola son las cuatro figuras que resultan de la sección de un cono de diferentes
maneras: vertical en el caso de la hipérbola, horizontal para el círculo, diagonal para la
elipse, etc.).
El objetivo del método es permitir el desarrollo de los pensamientos con orden, a
la manera de una progresión aritmética, donde la ley y el elemento antecedente
determinan el consecuente, permitiendo también el descubrimiento de nuevos
elementos. Las matemáticas exponen un método constructivista, genético y deductivo.
En este sentido, las naturalezas simples no son conceptos generales que se relacionan en
juicios y forman silogismos, sino realidades cuya combinación da lugar a otras
realidades. El primer objeto del espíritu deben ser las naturalezas simples y no los
conceptos discursivos; lo primero no es lo más universal sino lo más simple, lo intuido
con claridad y distinción. En segundo lugar, la combinatoria expresa un orden
deductivo, en el que unas cosas se siguen de otras, pero incluso la deducción se conoce
por intuición y es por tanto de pleno derecho un conocimiento. Ya no se tratará de
determinar si un predicado pertenece a un sujeto sino de determinar la naturaleza del
sujeto, la serie que lo compone, a la manera como los términos de una progresión son

18
determinados por la razón de la progresión. Tal es el sentido final del método
cartesiano: no seguir el orden de las materias (la génesis de los números, por ejemplo)
sino el orden de las razones; el orden real de la producción de las cosas será
remplazado por el orden que legitima nuestras afirmaciones sobre las cosas. Por
ejemplo, la metafísica de Descartes no comienza por Dios sino por el cogito (Ego
cogito, ego sum, yo pienso, yo soy). O en otro dominio, como dirán los clásicos del
XVII, una esfera debe concebirse como el resultado del giro de una semicircunferencia
sobre su eje, aunque jamás una esfera se haya engendrado así en la naturaleza4.
Descartes, por otra parte, dicho sea de pasada, también acometerá, en fin, la
cuestión de la explicación física de la formación del universo, el problema de la
cosmogonía, que piensa mediante innumerables torbellinos entre los que giran las cosas
en un universo pleno, sin vacío.

***

8. Newton nace en 1642 y se mantiene activo intelectualmente hasta 1687, fecha de


publicación de los Principia mathematica philophiae naturae (Principios matemáticos
de filosofía natural). A continuación, cayó en una depresión y se agudizó una ya de por
sí notable paranoia. En 1696 abandona Cambridge, donde había estudiado e impartido
clases, y se instala en Londres donde consigue el puesto de Secretario de la Casa de la
Moneda. En 1704 publica la Óptica, pero que no va más allá de las conclusiones que ya
había alcanzado durante su juventud y primera madurez. Habría que destacar también
que publicó más sobre alquimia (1.200.000 palabras) y teología (más o menos lo
mismo) que sobre filosofía natural. En 1699 abandonó la alquimia, lo que no sucedió
con sus investigaciones sobre el Antiguo Testamento. Murió en 1727 y está enterrado en
Londres en la Abadía de Westminster, como los reyes.
Newton unificó en un único sistema las producciones de Kepler, Galileo y
Descartes: asigna una causa física a las leyes de Kepler, unifica los principios naturales
de Galileo y Kepler, culmina las leyes del movimiento cartesianas. Con Newton el
mundo se convierte en un sistema, es decir, en un conjunto ordenado de cuerpos
relacionados entre sí. Las fuerzas planetarias y la gravedad se identifican en la
gravitación universal por la que los movimientos de los planetas, una piedra que cae y
las mareas aparecen regidos por un mismo principio cuantitativo.
A la síntesis de la astronomía planetaria y la física terrestre le asigna el nombre
de mecánica racional, que consiste en el estudio matemático de la relación entre la
fuerza y el movimiento. Conocer la naturaleza es lo mismo que hallar las fuerzas que
operan y de las que resultan los movimientos terrestres y celestes. En este sentido,
resultó decisiva la aceptación del cambio propuesto por Robert Hooke (1635-1703) para
estudiar el movimiento de los planetas: lo importante no eran las fuerzas centrífugas
sino las fuerzas centrípetas. En efecto, hasta Hooke, el movimiento de los planetas había
sido descompuesto en la inercia rectilínea según la tangente (fuerza centrífuga) y la
tendencia dirigida hacia el centro por la gravedad. El gran matemático neerlandés
Christiaan Huygens (1629-1695) había matematizado para ello las fuerzas centrífugas.
4
Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento

19
La modificación de Hooke supuso pasar a entender el movimiento de los planetas como
el resultado de la combinación de un movimiento inercial en línea recta y de una fuerza
de atracción (fuerza centrípeta). Le faltó derivar cuantitativamente la fuerza de la
trayectoria, y viceversa, pero estableció que la fuerza de atracción disminuía en
proporción al cuadrado de la distancia. Con estas bases, lo primero que realizará
Newton cuando se aventure en la astronomía es descubrir qué orbita describiría un
cuerpo si se ejerciese sobre él una fuerza atractiva central proporcional al cuadrado de la
distancia. Y la respuesta fue: elíptica.
Dos rasgos se destacan cuando uno se aproxima a la mecánica celeste
newtoniana. En primer lugar, la extrema precisión que le permite calcular rigurosamente
los grandes fenómenos cósmicos cuando las condiciones iniciales están dadas. Para esto
tiene la ayuda de su recién creado, junto a Leibniz aunque por separado, cálculo del
infinito, el más extraordinario y potente ingenio del ser humano para estudiar el
movimiento: el cálculo diferencial (e integral), que le permite calcular no solo el estado
de una magnitud en un momento dado sino también cómo varía en un instante en
intensidad y dirección. Pero, en segundo lugar, se destaca un vasto margen de espacio
para lo inexplicable. Y es que las condiciones iniciales no son deducibles del cálculo
sino que están dadas. En lugar de una cosmogonía, Newton imaginará por consiguiente
a un ser inteligente que daría el primer impulso a los planetas y los colocaría en su
posición inicial.
El universo newtoniano estaría compuesto de átomos extensos, impenetrables,
móviles, inertes, pero absolutamente pasivos, a los que se opondría Dios como pura
actividad. Se reafirma así el carácter extrínseco de las fuerzas a las cosas, lo que como
dijo Leibniz, en el siglo de la dinámica es como comer bellotas cuando ya se ha
descubierto el trigo. Detrás de las cosas, como el contexto sobre el que estas se
despliegan, aparecerían el espacio y el tiempo absolutos. El espacio expresaría la
omnipresencia de Dios, del que sería su sensorio u órgano para percibir el mundo, como
el tiempo expresa su eternidad. El espacio y el tiempo ofrecerían el sistema de
referencia absoluto, de manera que habría que decir que el cosmos está en el espacio,
que es algo en sí,. El problema es que la inducción solo nos da espacios y tiempos
relativos. Aun más, debido a los principios del sistema, todo está en interacción con
todo (todo se atrae gravitacionalmente en mayor o menor medida), y nada está en
reposo. El gran matemático Leonard Euler (1707- 1783) afirmará años después que el
principio mismo de inercia requiere un espacio y un tiempo absolutos, y también la
uniformidad del movimiento, pero que el problema es que no podemos detectarlos. No
obstante, Newton se las ingeniará para concebir un sencillo procedimiento de
demostración indirecto. Newton propone un experimento muy ingenioso para probar el
carácter absoluto del espacio: un recipiente de agua colgado de un hilo al que se le
somete a un movimiento rotatorio hace aparecer aceleraciones, testimonio del ejercicio
de fuerzas, en el líquido (el agua asciende por los bordes del recipiente y finalmente se
desparrama), de manera que el sistema de referencia o espacio, según Newton, no sería
relativo sino absoluto, como demostrarían las aceleraciones, las fuerzas que aparecen en
el fluido. Hoy, sin embargo, no creemos que haya un sistema de referencia absoluto, que
haya una descripción más verdadera que otra, la teoría general de la relatividad ha

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relativizado la aceleración y el reposo, o sea, la gravedad. Como muestra la imagen del
ascensor que se eleva en el vacío, la aceleración experimentada es indiscernible de la
gravedad. La fuerza gravitacional debe ser por tanto relativizada, lo que supondrá
finalmente el abandono de la métrica euclídea del espacio y el tiempo.
Newton es conocido por sus leyes del movimiento, que enuncian en forma de
axioma o ley lo que ya estaba contenido en las definiciones de fuerza, movimiento
inercial, etc. La primera es el principio de inercia, que enuncia que todo cuerpo persiste
en su estado de movimiento rectilíneo y uniforme o reposo a no ser que intervenga una
fuerza exterior. Lo primero que hay que destacar aquí es que la fuerza inercial da una
definición implícita de la masa como aquello que en los cuerpos resiste al cambio de
estado y es proporcional a la cantidad de materia, pero la cantidad de materia es la masa
constante, y no el peso variable (en función de su mayor o menor distancia al centro de
la Tierra). La masa es por lo demás irreductible a la extensión. Por otro lado, una
consecuencia de la primera ley de Newton es que lo que exige explicación no es el
movimiento sino el cambio de velocidad, la aceleración. Se ha superado de esta manera
la diferencia entre el reposo y el movimiento, puesto que matemáticamente no existe
posibilidad de diferenciar entre que A se mueve respecto a B, o que suceda al revés.
Esta indiscernibilidad es lo que se experimenta con frecuencia mientras se espera
sentado en un tren, probablemente porque el tren acelera más lentamente que el metro o
el coche, y nos cruzamos con otro tren en la misma situación, que con frecuencia no
sabemos cuál de los dos es el que se ha puesto en movimiento, hasta que, pasados unos
segundos, una vez que no hemos notado un tirón producto de la aceleración, nos damos
cuenta de que estábamos equivocados y permanecíamos en reposo. Por otro lado, a
pesar de la depuración a la que es sometido el movimiento por Newton, que culmina un
trabajo iniciado por Galileo y prolongado por Descartes, todavía mantiene la distinción
entre movimiento natural (inercial) y movimiento violento (forzado) de Aristóteles.
Solo con Einstein desaparecerá tal distinción junto a la de espacio absoluto como
sistema de referencia privilegiado
La segunda de las leyes newtonianas es la ley de la fuerza (F = ma), por la que
esta es proporcional al producto de la masa del móvil por la aceleración; o, como dice
Newton, la aceleración de un cuerpo es proporcional a la fuerza motriz impresa. En
principio, la fuerza es proporcional a la cantidad de movimiento (F=mv), pero esta
fórmula excluye el tiempo y solo opera en lo instantáneo; sin embargo, es necesario
mv
pensar el ejercicio de una fuerza continua, de manera que Ft =mv, de donde F= ,ya
t
partir de ahí F = ma. De la reunión de la primera y segunda ley se obtiene un espacio
infinito y absoluto en el que se desplazan masas inertes, y una fuerza que actúa
extrínsecamente sobre los cuerpos. La tercera ley es el llamado principio de acción y
reacción, que afirma que las acciones de dos cuerpos son siempre iguales y en sentido
contrario; esta ley implica que los fenómenos en la naturaleza no ocurren nunca en una
sola dirección, de manera que no hay motores que pongan en marcha cuerpos sin ser
alterados, o sea, que no hay motores inmóviles, son mecánicamente imposibles.
También es la culminación de las leyes cartesianas del movimiento y el choque, pues
afirma que, en un choque, lo que gana uno de los cuerpos que chocan, lo pierde el otro.

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Por último, la ley de la gravitación universal unificará la caída de los graves en la tierra
con las leyes de Kepler, es decir, con las leyes del movimiento de los cuerpos celestes,
de manera que la fuerza que causa la caída de las piedras al suelo es la misma que une
los planetas al sol, y su formulación sería la siguiente: “todos los cuerpos se atraen unos
a otros con una fuerza que es directamente proporcional al producto de sus masas e
inversamente proporcional al cuadrado de las distancias que los separa”, o expresado en
términos algebraicos: F = k· (m1·m2 / d2), donde k es una constante universal. Newton
no fingirá hipótesis para explicar la gravedad sino que se limitará a ofrecer la fórmula
matemática que permitiría calcularla, y que muestra que es bajo una misma ley que los
cuerpos pesados son atraídos hacia el centro de la tierra, que las masas líquidas de los
mares son atraídas hacia la luna en las mareas, que la luna es atraída hacia la tierra y los
planetas, hacia el sol. Su discípulo Cotes se referirá a la gravedad como una propiedad
primitiva de la materia y por tanto irreductible, como la extensión, el movimiento o la
impenetrabilidad, pero Newton afirmará célebremente: Non fingo hypothesis, pues le
parece la única forma de no reintroducir las cualidades ocultas de los escolásticos.
Los Principa, en fin, están divididos en tres libros. En el primero se estudia el
papel de las fuerzas centrípetas en la dirección de un movimiento uniforme y rectilíneo.
En el segundo se investiga el comportamiento de un cuerpo en fluidos, lo que se
pretende una crítica de la física cartesiana de los vórtices y el pleno. Por último, el tercer
libro consistirá en la aplicación de los resultados precedentes al movimiento de los
planetas y en la constitución de la mecánica celeste.
Por último, habría que hacer notar que Newton predijo la forma de la Tierra, la
de un esferoide achatado por los polos a causa del movimiento de rotación. Tal
predicción recibió su confirmación en 1736, lo que demostró que los cálculos de Galileo
habían sido correctos solo por aproximación.

***

9. El filósofo y matemático Blaise Pascal (1623-1662) compara la reiteración de la


operación de las abejas, que construían ya el mismo tipo de celdillas hace seis mil años,
con el aprendizaje característico del hombre, y exclama: los que llamamos antiguos eran
verdaderamente nuevos en todas las cosas. El problema de los antiguos no es su
insensibilidad ante los hechos sino la naturaleza de su pregunta, ingenua y primigenia, y
muy diferente de la moderna. Como dice el físico Laplace (1749-1827), el mismo que
imaginó la hipótesis del pequeño genio capaz de predecirlo todo, hasta el movimiento
de la partícula más pequeña, no es mirando hechos como se construye la ciencia sino
comparándolos, captando sus relaciones y remontándose a fenómenos cada vez más
amplios, hasta conseguir a través de un pequeño número de causas dar razón de muchos
fenómenos.
No ha habido durante el siglo XVII, con la excepción de Descartes, ninguna
teoría acerca del origen del universo. Es normal, al tratarse de una astronomía planetaria
y no estelar y galáctica. En contraste con esto, una astronomía estelar y galáctica es lo
que comenzará a elaborarse a partir del siglo XVIII. ¿De qué están hechas las estrellas?,
se preguntarán entonces. La luz y el espectro característico de cada elemento químico

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cuando la emite nos ha permitido resolver este misterio y descubrir entre otros la
existencia del helio. Por otro lado, aunque sin salir de lo mismo, el efecto Doppler, en
virtud del cual se produce una variación en la frecuencia de las ondas acústicas y
lumínicas en función del movimiento, y la ley de Hubble, nos han permitido determinar
la velocidad con la que se alejan unas galaxias de otras, es decir, que el universo está en
expansión. Los nuevos y más potentes telescopios nos han llevado a penetrar en la
comprensión de las llamadas nebulosas: han resultado ser galaxias, como la nuestra,
como la Vía Láctea. La más próxima, la de Andrómeda, se encuentra a 800.000 años
luz, y el astrónomo De Sitter ha atribuido “al universo un radio de dos billones de años
luz y [ha estimado] que el número de galaxias ascendía a ochenta billones” 5. A la luz de
todos estos descubrimientos, los inmutables seres celestes antiguos no solo han crecido
monstruosamente de tamaño, sino que han pasado a evolucionar en el tiempo.

Madrid, 3 de febrero de 2022

Fernando Merodio Castillo

BIBLIOGRAFÍA

- Émile Bréhier, Historie de la philosophie, PUF


- Ernst Cassirer, El problema del conocimiento (4 vol.), FCE
- Felipe Martínez Marzoa, Historia de la filosofía (2 vol.), Istmo
- Ana Rioja y Javier Ordóñez, Teorías del universo (3 vol.), Síntesis

5
Ana Rioja y Javier Ordóñez, Teorías del universo, vol. III (De Newton a Hubble), p. 332

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