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LA MEMORIA DESCRIPTIVA DE TUCUMAN

Cuando el 25 de febrero de 1830 se estrenó el drama “Hernani”, de Víctor


Hugo,(1) emergía para toda una generación un nuevo grito libertario, una
nueva revolución que orientaría no solamente el sentido literario, sino la
cosmovisión del mundo de una juventud ávida de nuevas banderas que
impulsen su accionar. Ya el propio Hugo decía, en el prefacio de su obra
consagratoria, que “la libertad, tanto en el arte como en la sociedad debe
ser el doble objetivo a que aspiren los espíritus consecuentes y lógicos;
debe ser la doble bandera que reúna a toda la juventud…” Pretendía el
gran dramaturgo que “ la poderosa voz del pueblo, semejante a la de Dios,
quiere que desde hoy en adelante la poesía ostente la misma divisa que la
política: tolerancia y libertad.” En rigor, Hugo no fue el héroe de esta
revolución dramática, sino su heraldo. Dice Thibaudet que “la ola de oro
del lirismo, la sangre de fuego de una invencible juventud, el clarín de
una generación que se alza, hicieron que en la literatura fuese esa velada
de Hernani como una Marsellesa”.(2)
El romanticismo crecía en Europa desde los alemanes Fichte, Schelling,
Goethe, Novalis y en la admirada Francia desde Madame de Staël,
Lamartine, Vigny, Alfred de Musset, George Sand y Víctor Hugo. Pero no
es solamente un movimiento literario: está unido de tal manera a la
sociedad, que constituyó una nueva época, una nueva forma de ver las
cosas, promoviendo el apasionamiento por el espíritu y el ansia de grandes
acontecimientos intelectuales y morales. Todo lo impregnó: una renovación
política en el orden de las ideas, las preocupaciones sociales, un nuevo
orden que se preocupaba más por el fondo que por las formas. Los poetas,
literatos y pensadores formaban cenáculos, pero apuntaban su quehacer
hacia lo social. La vida de los humildes, pintada en sus novelas con la
crítica social que le va unida, el sentimiento de justicia, de fraternidad y de
libertad exaltados en sus poemas, ejercieron una viva influencia en los
espíritus y los corazones. En 1830, como decimos, el apogeo del
romanticismo se trasladó a todos los ámbitos en que la acción de los
intelectuales se manifestaba. En la política, las artes, la vida toda.
Y estas lejanas tierras sudamericanas no fueron para nada ajenas al
movimiento. La generación argentina nacida con la patria, los jóvenes que
rondaban los veinte años por 1830, son sus máximos receptores y serán sus
fieles exponentes.
Contra el espíritu dieciochesco de la razón, opondrían la fantasía y el
sentimiento. El liberalismo frente al despotismo ilustrado, la originalidad
frente a la tradición clasicista, la creatividad frente a la imitación
neoclásica, una gran valorización del yo subjetivo, de la individualidad,
donde los héroes románticos son prototipos de rebeldía (Don Juan,
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Hernani, etc.), revolucionando la métrica, a rimas más libres (un retorno a


la asonante) y, por contraste al Siglo de las Luces, (la Ilustración),
preferirán los románticos los ambientes nocturnos y luctuosos, hasta los
lugares sórdidos, buscando historias que llegaban a la mayoría, de entre las
fantásticas y las de superstición, aquellas que los ilustrados y neoclásicos
ridiculizaban.
El emblema de que “la belleza es verdad” representó el deseo de libertad
del individuo, de las pasiones y del instinto y la imposición del sentimiento
por sobre la razón.
Juan Bautista Alberdi es casi el paradigma de la generación romántica en
nuestro país. Nacido en 1810, a sus veinte años cursaba estudios de derecho
en Buenos Aires. Frecuentaba una pléyade de amistades con los que luego
conformaría la generación del 37, (“La Joven Generación Argentina”, o
“Asociación de Mayo”.) : Miguel Cané, Félix Frías, Carlos Tejedor,
Marcos Paz, José Tomás Guido, Vicente Fidel López, Marco Avellaneda,
Mariano Frageiro, Juan María Gutiérrez y Esteban Echeverría., con quienes
editaría el pequeño periódico “La moda” en 1837. Toda una generación que
había descubierto la filosofía, las artes, una profunda admiración por las
letras y un sentido fervoroso de la libertad que ya jamás perderían. Ellos
son los hombres del romanticismo, los enamorados de estas ideas
libertarias, los cultores de las letras , las artes y la política que de a poco se
instaló en el país, desde el “Dogma socialista” hasta “Las Bases”.
Pero no nos alejemos. El entusiasta Juan Bautista, había retomado sus
estudios en 1827, tras pasar un tiempo trabajando en un comercio. No los
dejaría ya nunca. Graduado de bachiller en derecho, que rindió en Córdoba
a comienzos de 1834, lograría después la definitiva habilitación como
abogado, tras presentar su tesis en Valparaíso. No obstante, su profusa
producción literaria, política, filosófica y jurídica se suscitaría hasta su
ancianidad, ya que nunca decayó el pensador y ferviente escritor que en él
había.
Alberdi se embarcó a sus 13 años desde su Tucumán natal en una tropa de
carretas que comandaba el coronel Pedro Andrés García. Tras los dos
penosos meses que duraba el viaje a Buenos Aires, llegó a la metrópoli este
adolescente huérfano, beneficiario de una beca que le permitió ingresar al
Colegio de Ciencias Morales. Fatigado por la exigente rutina del
establecimiento, dejó por un tiempo de asistir. Instado después por quien
fuera su mentor, Alejandro Heredia, respetado militar de las guerras de la
independencia, que luego fuera notorio caudillo de Tucumán, recuperó la
beca y continuó su formación.
Ya en el Departamento de Jurisprudencia de la Universidad de Buenos
Aires, se formaba en la filosofía moral y jurídica con las lecturas de
Benthan, Locke y Condillac. Por cierto, había leído a Rousseau y a muchos
más y por el tiempo que concluían sus estudios universitarios, como la gran
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mayoría de los jóvenes porteños, se empapó del romanticismo que


produzco una profunda impresión en su espíritu.
Tras diez años de ausencia, decidió retornar a su provincia natal, en lo que
sería su único y último viaje hacia el norte argentino. Acompañado por
Marco Avellaneda y por Mariano Frageiro, se detuvo en Córdoba para
rendir su examen culminante de derecho. Y, en junio de 1834 llegó a
Tucumán.
Allí lo esperaban muchos de sus afectos: sus hermanos varones Felipe y
Manuel, el primero de ellos funcionario y el segundo a cargo del comercio
que habían heredado del padre, el español Salvador Alberdi. Manuel
moriría soltero dos años después, y Felipe, también soltero, fallecería en
1844. Estaba también su única y querida hermana mujer, Tránsito, casada
con Ildefonso García, madre de cuatro niños, cuya descendencia sería la
que prolongaría la sangre de los Alberdi.
Alberdi quedó huérfano de su madre a poco de nacer, en tanto que su padre
murió en 1822, es decir, cuando Juan Bautista estaba por cumplir los doce
años. Salvador Alberdi, si bien español de origen, fue un gran patriota,
amigo de Belgrano, y adhirió rápidamente al movimiento de mayo, al punto
que en 1816, al establecerse el Congreso en Tucumán, requirió la
ciudadanía argentina. No tenía parientes en tierra americana. Pero se casó
con una dama, doña Josefa Aráoz, emparentada con una numerosa familia
de mucha trascendencia en Tucumán.
Los Aráoz, en efecto, tuvieron activa participación en las jornadas de la
independencia y en las luchas de la organización nacional. El general
Bernabé Aráoz actuó decididamente en todo lo atinente a la gran batalla
del 24 de septiembre de 1812, donde Belgrano batió a los realistas. Fue
gobernador y primer presidente de la pretendida “República de Tucumán”.
También gobernó la provincia un tío carnal de Juan Bautista, el coronel
Diego Aráoz, padre de Lucía, la famosa “rubia de la patria”, que casó con
otro aguerrido hombre público, Javier López. También pertenecían a la
familia los generales Gregorio Aráoz de La Madrid y Eustaquio Díaz
Vélez, el cura Pedro Miguel Aráoz, representante tucumano en el Congreso
de 1816 y otros muchos hombres y mujeres de reconocida prestancia y
trayectoria en la pequeña provincia.
En Tucumán también el joven Juan Bautista se reencontraba con sus
amistades de la infancia: los Avellaneda, los García, los Posse, los
Helguera, los Méndez, los Silva, los Molina, los Gramajo, los Garmendia y
tantos más.
Su estadía fue breve, pero intensa. La frecuentación de tantos familiares,
amigos, personajes, autoridades, no le impidió recorrer con éxtasis las
cercanas serranías, como lo relatará pronto.
Sus pláticas con el gobernador Heredia deben haber sido singulares,
atendiendo a la docta formación de éste, y su reconocido espíritu
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progresista y conciliador. Es tradición, recogida por algún historiador, que


durante el brindis en la celebración de la fiesta de recordación del 9 de
julio, aprovechó el entusiasmo de Heredia para pedir su gracia con relación
a reconocidos tucumanos que estaba prisioneros y serían ajusticiados. Un
tiempo antes, había ocurrido un levantamiento contra Heredia y algunos de
los responsables, ya apresados, debían pagar con la pena máxima su
rebelión. El fragor de las contiendas civiles se hacía sentir duramente en
todas partes. Pero, en una ciudad pequeña, donde muchos de sus hombres
principales estaban vinculados por parentescos o afinidades, donde todos se
conocían y se habían tratado muchas veces, estas situaciones provocaban
hondo dolor y penuria entre las familias. La vida de Ángel López,
Jerónimo Helguera, Vicente Posse, Pedro Garmendia y José Francisco
López estaba destinada al pelotón de fusilamiento.
Heredia no era ajeno a ello. Pero, militar recto, dispuesto a imponer el
orden, también padecía las consecuencias de tantos desencuentros. El
vibrante pedido de Alberdi hizo mella en el gobernante, no solamente
perdonó sus vidas, sino que liberó a los sediciosos, que terminaron el día
brindando con ellos.
Heredia intentó vanamente retener a Alberdi en Tucumán. Decretó su
habilitación para ejercer la abogacía. Le ofreció una diputación o una
magistratura y hasta la posibilidad de representaciones diplomáticas. Es
probable que amigos y parientes también hayan querido tener al joven
promisorio entre ellos. No obstante, debe haber sido muy fuerte la decisión
y vocación que lo motivaba, ya que en noviembre de 1834 emprendería el
retorno a Buenos Aires, donde llegó a comienzos de 1835.
Se despidió así de su Tucumán natal, sin saber que ya nunca regresaría.
Varias veces expresó su intención de hacerlo. En su ancianidad se contaba
ya con el ferrocarril, traído durante la presidencia de otro tucumano,
Nicolás Avellaneda, que podría haberlo transportado a su tierra de origen,
pero siempre hubo razones que impedían su viaje: o circunstancias políticas
o su ya precaria salud le impidieron regresar.
Pero jamás apartó a Tucumán de sus afectos. Mantuvo numerosa
correspondencia epistolar con muchos parientes y amigos, habló siempre
de su infancia con caluroso recuerdo, aceptó ser, al fin de su vida,
representante de su pueblo en el Congreso de la Nación, es decir, guardó en
su alma el encanto y la preocupación por su pequeña provincia.
Tucumán tampoco lo olvidó. Mientras con el paso de los años la figura y el
renombre de Alberdi se agigantaba en la consideración pública, muchos
tucumanos honraban su memoria. En vida del prócer se le asignó su
nombre a una céntrica calle de San Miguel de Tucumán, que hasta ahora
sigue honrando su memoria. Fue motivo de respetuosas visitas por parte de
tucumanos de significación, que querían conocerlo y expresarle su
admiración. Su obra escrita se difundió entre los estudiosos de su provincia.
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Cuando se celebró la convención constituyente en Santa Fe, que nos legara


la Constitución nacional, los representantes tucumanos habían abrevado
entusiasta en las “Bases” alberdianas, que fueron defendidas y seguidas con
convicción.
Pero el alejamiento físico de Alberdi, de 1834, provocaría, en su
mentalidad romántica, imbuida del espíritu libertario y su alta sensibilidad,
tal vez a modo de despedida, una de sus primeras obras.
Probablemente durante su viaje a Buenos Aires, escribiría un trabajo que
tituló “Memoria descriptiva sobre Tucumán”, que lleva la mención del año
1834 y está dedicada expresamente “Al Sr. Coronel D. Alejandro Heredia”,
por su autor.
Se trata de unas 20 páginas editadas en Buenos Aires en 1835. es la primera
producción literaria de Alberdi, ya que sus únicas dos publicaciones
anteriores fueron un par de breves trabajos musicales (“El espíritu de la
música a la capacidad de todo el mundo”, Bs As, 1832, donde, en realidad
aclara Alberdi que se ha tomado el trabajo de reunir elementos de varios
libros, traducirlos y metodizarlos, y “Ensayo sobre un método nuevo para
aprender a tocar el piano con la mayor facilidad”, Bs. As. 1832”)

La Memoria descriptiva

“No obstante el título que lleva esta memoria, el lector no busque más en
ella que un corto número de apuntaciones sobre Tucumán mirado por el
lado físico y moral de su belleza”, comienza advirtiendo Alberdi. Se
justifica comentando que “apenas tuve tiempo para ensayar rápidamente
un objeto sobre el cual tengo esperanza de volver con más lentitud en
otra oportunidad”. A partir de ahí, comenzará un lucido intento explicativo
sobre ése “extrañamente bello e ignorado Tucumán”.
Toda la composición está impregnada del tono común a los autores
románticos, cuya influencia acá se torna manifiesta. La exaltación de la
belleza, que pondera con elaboradas adjetivaciones, no se aleja, sin
embargo, de la presencia del hombre ni de la expresión subjetiva, desde la
óptica de la sensibilidad humana. No pierde de vista jamás el relato que es
la narración de un hombre, aun extasiado por la contemplación de tanta
riqueza natural, pero hombre al fin, que se narra a sí mismo incorporándose
al medio que pretende describir.
Su preferencia será la de hablar de la parte occidental, que “presenta un
aspecto grandioso y sublime”. Cuenta así, como, desde las faldas de San
Pablo, por entre los bosques de riquísimos laureles, llega a la Yerba Buena,
donde se adentra en la floresta de la montaña de San Javier. Se detiene a
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alabar ese monte majestuoso, esas umbrosas faldas con altísimos árboles,
expandiéndose como en un introito musical para describir la sensación que
en su alma provoca el recorrido. Veamos un par de párrafos, para tomar
idea de la magnitud de su visión: “Un dulce y oloroso céfiro agitaba el
cielo de laureles y descendiendo sobre nuestras cabezas vulgares una
lluvia gloriosa de sus hojas, usurpábamos inocentemente un derecho de
Belgrano y de Rossini. Como en las obras maestras de la arquitectura,
nuestras palabras se propagaban, o como si las Musas imitadoras nos las
arrebataran para repetirlas en el seno de los bosques”. Domina el espíritu
romántico, pero ya se insinúa un elemento que introducirá pocas páginas
más adelante, que es el fervor patriótico que Tucumán le inspira.
“No me parece que sería impropiedad llamar al monte que decora el
occidente de Tucumán, el Parnaso Argentino, y me atrevo a creer que
nuestros jóvenes poetas no pueden decir que han terminado sus estudios
líricos, sin conocer aquella incomparable hermosura”.

De seguro, estas expresiones harían mella en los cenáculos intelectuales


porteños, si es que no despertaron alguna envidia comprensible. Los
románticos, entre los que Alberdi se enrolaba, eran muy afectos a
particularizar hechos, lugares o momentos que encumbraban en sus
idealizaciones, como escenarios de sus tribulaciones. Tucumán ofrecía el
marco adecuado para ello, y el joven tucumano cumplía así, con su amor a
la tierra natal, su homenaje literario, a la par que ensayaba su pluma en el
derrotero de sus admirados maestros franceses.
Si bien la “Memoria…” es la primera descripción intentada acerca de
Tucumán por un argentino, Alberdi, en su viaje había tenido a mano y
practicado la lectura de lo que publicó el capitán Andrews en Londres en
1827, a quien cita con énfasis. Y teje, con elegancia, una hipérbole
comparativa digna de su inteligente pluma: “…adviértase que los juicios
de Mr. Andrews no son como los míos, sino que son comparativos. No
dice, como yo, que Tucumán es bellísimo, sino que dice “que en punto a
grandeza y sublimidad, la naturaleza de Tucumán no tiene superior en la
tierra”; “que Tucumán es el jardín del Universo” (3)…y para que no se
me tache de parcial, creo que aquellas pocas palabras son suficientes”.
La estadía de Alberdi, lo dijimos, fue entre julio y noviembre. Una
temporada que corresponde al invierno y al comienzo de la primavera en
Tucumán. En rigor, para los que conocen la región, es el mejor tiempo del
año. Nuestro autor no deja inadvertido el detalle, dando siempre el toque
literario y romántico: “Tengo que cometer un robo a la poesía para dar
una idea del invierno en Tucumán, porque el único objeto que yo
encuentro semejante al aspecto que aquella naturaleza presenta en tal
estación, es Venus dormida”. Dice que propiamente no hay invierno en
Tucumán, ya que los días fríos no son más que de una agradable frescura.
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“En la patria favorita de las flores y los pájaros, la primavera no puede


ser sino maravillosa”, proclamará alborozado. Dedica un bello párrafo a
los bosques inmensos de naranjos “que casi rodean el pueblo”, florecidos
de nubes de azahar bajo cuya niebla de perfumes el alma se enajena.
Al hablar de la maravillosa primavera tucumana, el tono subjetivo,
melancólico y profundamente romántico del joven Juan Bautista aflora en
plenitud: “Ha vuelto, pues, la primavera apetecida, y con lágrimas
sabrosas el viajero saluda después de su larga peregrinación los dulces
campos paternales. Entonces no canta, sino llora de amor al recorrer el
nido en que nació, el río, el árbol, el prado de los juegos de su infancia y
de sus primeros amores”.
Evoca un poema de Fray Cayetano Rodríguez, aquel ilustrado clérigo, ése
franciscano patriota que estuvo como diputado al Congreso de 1816 en
Tucumán. El cura Rodríguez, que había sido autor del primer texto de un
Himno para la patria, acostumbraba, según relata Alberdi, un paseo diario
por las cercanías de la ciudad, que concluía tomando mate (con su amigo el
obispo Molina) debajo de un gran árbol que el poeta llamaba “de la
Libertad”, “a la lluvia de sus flores que desprendían los pájaros y los
céfiros”:

“Pero ¿ a qué recuerdo instantes


Que mi lado infeliz no fija?
¡ Oh, solitario Aconquija,
Dulce habitación de amantes!
¡ Oh, montañas elegantes !
¡ Oh vistas encantadoras !
¡ Oh, feliz Febo que doras
Tan apacibles verdores !
¡ Oh, días de mis amores,
Qué dulces fueron tus horas!

Apunta, poéticamente Alberdi, que en Tucumán, las montañas roban


media hora de luz al día, o sea que el crepúsculo tiene más extensión que
en otras partes. Es –quiere el autor- como si el día no abandonara la
deliciosa región sino con pena y lentitud. También expresa, como después
lo harían tantos autores, que las montañas de Tucumán “no aparecen
negras ni sombrías, sino de un azul despierto y alegre”.
Su prosa se enriquece cuando habla de la noche provinciana, a la que
encuentra llena de encantos, cuya llegada es anunciada “ por una
estrepitosa agitación de toda la naturaleza animal”. Refiere que, por
ardiente que hubiera sido el día, las tinieblas nocturnas vienen siempre
acompañadas de una dulce y perfumada frescura. La visión, de notorio tono
poético, alude con elegancia a una corriente nocturna del aire que baja de
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la montaña, la que, “al paso que calma los fuegos del Sol, empapa el aire
con los perfumes que levanta de los bosques floridos que circundan el
pueblo”.
Todo, la naturaleza tan rica, aquel clima especial y privilegiado, los
naranjales, los aromas floridos de la noche, y las campanas de hermosa
sonoridad llenan el aire de melancólica alegría y trasladan al joven escritor
a la memoria de los tristes y alegres recuerdos de las pasadas glorias de la
infancia y de la patria.
En la descripción de su Tucumán, Alberdi comienza a encontrar las
referencias de la patria. Utiliza una hipérbole literaria, propia del estilo que
abrazaba, para llegar a la bandera. Dice, así, sobre las montañas del
occidente tucumano, que “La montaña inferior presenta una faja
azulada. Tras de ésta se eleva otro tanto la montaña nevada, que ofrece
una faja plateada sobre la cual pone el cielo otra turquí. De suerte que se
cree ver en el cielo y la tierra agotar de consumo sus gracias para formar
la bandera argentina”. Y ésta, parece flamear mirando el centro de la
república.
Advierte nuestro autor que él, como antes Mr Andrews, ha visitado
Tucumán durante el invierno y la primavera, y que no se ha alejado más de
tres leguas del pueblo de manera que todo cuanto ha visto y describe es tal
vez nada con respecto de lo que ofrece el suelo tucumano en mejores partes
y en mejor estación.
Lamenta no haber podido ver un río muy mentado que atraviesa “ las
praderías inclinadas de Ancasúli”, cuyas aguas puras no se pueden tocar
sino después de “haber pisado miles de azucenas y lirios y de haber
atravesado espesos bosques de cedrón”. Dice que tampoco ha visto “los
bosques de rosas del Conventillo” (se refiere aun río del sur provinciano) y
otras mil preciosidades.
En lo que Alberdi titula “Sección Tercera, carácter físico y moral del
pueblo tucumano bajo la influencia del clima”, aborda una suerte de
análisis sociológico y antropológico sobre la naturaleza del habitante de
nuestra provincia. Es una parte curiosa e interesante de su obra. Trae, en su
socorro, la coincidencia de sus “conclusiones especulativas” con “el
testimonio verbal del Dr. Redeac, cuya autoridad no desdeñó respetar el
célebre Humboldt”
Se refiere Alberdi, con seguridad, a la figura del sabio médico inglés
Joseph James Thomas Redhead (1767-1847), corresponsal de Humboldt en
Salta, confidente y amigo de Belgrano y de Guemes, que investigó nuestra
región por aquellos años.
Dice Alberdi, que Tucumán, por su ubicación geográfica, tiene la
particularidad de tener una temperatura ardiente, pero que, como su
territorio está dividido por una cadena de elevadísimas montañas y la
mayor parte de su terreno es quebrado, la atmósfera está expuesta a
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variaciones súbitas y violentas.. Deduce de allí que la carne debe ser allí el
principal alimento, porque las crías de ganados son fáciles y abundantes.
También piensa que por las sensaciones externas, las fuerzas interiores de
los hombres desfallecen y necesitan ser estimuladas, por eso la afición a las
especias, aromas y licores ardientes.
De todo esto, infiere una conclusión que se nos antoja, cuanto menos,
original. Sostiene que en Tucumán hay dos clases de individuos: los de las
clases pudientes, a los que describe como melancólicos, en tanto que el
plebeyo es bilioso.
Dice de este hombre que “tiene por lo regular fisonomía atrevida y
declarada, ojos relumbrantes, rostro seco y amarillo, pelo negro crespo a
veces, osamenta fuerte sin gordura, músculos vigorosos pero de
apariencia cenceña, cuerpo flaco, en fin, y huesos muy sólidos”.
Afirma que el tucumano así descrito, es un espíritu inquieto y apasionado,
propenso a las grandes virtudes o grandes crímenes, que es rara vez vulgar.
“Es un hombre sublime o peligroso”.
Precisamente, para tratar de enunciar la indiosincracia del tucumano
popular, narra una hermosa anécdota infantil de cuando el general Belgrano
acampaba en la Ciudadela.
Cuenta que el general patriota presenciaba un ejercicio de tiro del cañón,
cuando reparó que un foso, abierto al pié del blanco hacia el que se
disparaba, estaba lleno de muchachos, que se juntaban allí para recoger las
balas. Viendo que aquellos insensatos, lejos de esconderse a la señal de
fuego esperaban la bala con desprecio, Belgrano, incomodado y
asombrado, llamó a su edecán y mandó: “Vaya usted y arrójeme a palos
esos héroes: que se dignen, por piedad, a lo menos, hacer caso de las
balas” Esa era la muchachada tucumana, a la que Alberdi comprende en el
categórico juicio de que “el plebeyo tucumano es más apto para la guerra
y el distinguido para las artes y la ciencia”.
Y, a ésa altura de la “Memoria descriptiva”, Alberdi ensaya definir al
tucumano “de la primera clase”, en lo que sería, a la postre un retrato de
sí mismo, habida cuenta que era, precisamente, el paradigma de lo que
quiere describir.
Dice de éste, que “tiene por lo común fisonomía triste, rostro pálido, ojos
hundidos y llenos de fuego, pelo negro, talla cenceña, cuerpo flaco y
descarnado, movimientos lentos y circunspectos. Fuerte bajo y un aspecto
débil; meditabundo y reflexivo, a veces quimérico y visionario; lenguaje
vehemente y lleno de imaginación…abultada y tenaz, excelente hombre
cuando no está descarriado, funesto cuando está perdido”.
La cita textual nos aparece ineludible, cuando es una de las mejores
descripciones del propio autor, coincidente, por lo demás, con la que de él
han dado algunos que lo conocieron y trataron.
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Alberdi trae siempre en apoyo de sus observaciones, el juicio del atinado


inglés Andrews. Comentó éste que “los tucumanos poseen un espíritu
varonil y un alto sentimiento del honor”. Dijo, también que están dotados
de un fuerte talento natural, pero parece que ellos no lo conocen. Concluye
Mr. Andrews, diciendo algo que seduce a Alberdi: “Jamás oí a un
tucumano jactarse de otra cosa que de la belleza de su país”.
También utilizará la opinión de Cabanis (4), en extensas notas al pié de
página, donde adhiere a ésa primitiva antropología romántica y empírica,
que afirma rotundamente la influencia del medio ambiente en el
temperamento de los habitantes. Quiere Cabanis, y Alberdi comparte, que
en los países cálidos se encuentran aquellas almas vivas y ardientes, a los
que “el predominio de una imaginación perenne conduce
insensiblemente a las más sublimes ideas y a las deplorables visiones”.
Encuentra así, que el hombre tucumano, por su condicionamiento territorial
y climático, tienen una propensión “a la voluptuosidad y a la
extravagancia, a la exageración y a lo maravilloso: últimamente su
talento para la elocuencia, poesía y artes de imaginación en general”.
Estos conceptos, de comienzos del siglo XIX, encontrarían en la literatura
actual cierta notoria confirmación, en grandes escritores como Borges o
García Márquez.
Pero no aleja Alberdi a las clases rústicas, de un dejo de cierta melancolía,
que se hace muy manifiesta en los de la clase superior. Dice,
contundentemente, que ninguna producción literaria ni artística se propaga
más rápidamente en Tucumán que la que lleva el sello de la melancolía. Y
recuerda, como anécdota entrañable, que Belgrano, alma sensible a los
encantos de la música, mandó suspender una serenata popular que le daban
la noche de la víspera de su partida, porque “una ansiedad sofocó su
pecho y sus ojos se llenaron de lágrimas”.
También nos habla de las reglas de Montesquieu (5) relativas a la
influencia del clima en la libertad y esclavitud de los pueblos. Tal vez en
defensa de los suyos, dice que es verdad que el calor hace más perezoso al
hombre y más activo el frío. Bien perezosos son, por lo regular –dice- los
melancólicos y biliosos, “pero ellos mueven la humanidad”.
Enfáticamente, aduce que el hombre que bajo el calor no soporta ni el peso
de la ropa, menos ha de soportar el del despotismo. En tanto que los rusos,
en medio de los hielos, son tan esclavos como los orientales del Asia,
proclama: “¡que nadie vaya a esclavizar a Tucumán!”
De estas afirmaciones se vale para llegar a comentar que en los anales de
Tucumán es menester “ir a ver que la salvación de la libertad argentina es
debida a la victoria obtenida en 1812 sobre el campo de la Ciudadela”. Y
que “tienen que ir a Tucumán los que quieran visitar el templo bajo el
cual en 1816 un Congreso de héroes juró a la faz del mundo que
amábamos la muerte más que la esclavitud”.
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Cierra esta sección de su obra Alberdi, con una hermosa reflexión. Dice
que Tucumán debe contar entre sus timbres con una circunstancia muy
lisonjera: “Era el pueblo querido del general Belgrano, y la simpatía de
los héroes no es un síntoma despreciable”, y nos conmueve ,contándonos
del dolor del héroe nacional, despidiéndose para siempre del Aconquija,
con el rostro bañado de lágrimas.

La “Memoria…” concluye con una última sección donde el joven Juan


Bautista quiso mentar, precisamente, lo que el llama “monumentos
patrióticos”.
En florida evocación, nos cuenta de la casa de Belgrano, ya derruida, junto
al “campo de Honor”, el sitio donde se localizó la heroica batalla del 24 de
septiembre de 1812. “Este campo, que hará eterno honor a los
tucumanos, debe ser conservado como un monumento de gloria
nacional”, decía, ya en 1834. Las generaciones posteriores no siguieron su
sabio consejo, como muchos otros que brotaron de la mente lúcida del
esclarecido tucumano.
Dice que a dos cuadras del la antigua casa de Belgrano está la Ciudadela.
“Hoy no se oyen músicas ni se ven soldados. Los cuarteles derribados son
rodeados de una eterna y triste soledad”. Nos cuenta que un viejo soldado
de aquel glorioso ejército no ha podido abandonar sus ruinas y ha levantado
un rancho que habita solitario con su familia entre los recuerdos de sus
antiguas glorias y alegrías.
También está allí la humilde “Pirámide de Mayo”, que “más bien parece –
para nuestro autor- un monumento de soledad y muerte”, ya que en su
niñez la vio “en un tiempo, circundada de rosas y alegría”.
Sin embargo, estas visiones no logran entristecer el alma de quien las
visita, pese a la notoria melancolía de sus evocaciones.
Dice Alberdi que “el campo de las glorias de mi patria es también el de
las delicias de mi infancia. Ambos éramos niños: la Patria argentina
tenía mis propios años”. En un breve, pero encantador relato, nos confiará
que: “Yo me acuerdo de las veces que, jugueteando entre el pasto y las
flores, veía los ejercicios disciplinares del Ejército. Me parece que veo
aun al General Belgrano, cortejado de su plana mayor, recorrer las filas;
me parece que oigo las música y el bullicio de las tropas y la estrepitosa
concurrencia que alegraba estos campos”.
De seguro que estas contemplaciones impactaron profundamente el espíritu
del joven, ya formado, imbuido del espíritu que alentó a los hombres de
Mayo, entre el tierno recuerdo de su infancia provinciana y la necesaria
comparación con los agitados tiempos que le tocaba vivir por el año 1834.
Y lo dice, lo expresa, trayendo a colación una extensa cita de don Vicente
López, un contemporáneo de la revolución, quien afirma que, el entusiasmo
patriótico que lo hizo adherir tan plenamente al movimiento de Mayo debe
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mantenerse a lo largo del tiempo, porque “así los de aquella época vemos
en ustedes a nuestros hijos, cultivando y aprovechando los campos
paternos, los campos que les conquistamos con el riesgo de nuestras
vidas y esperanzas”.
También recuerda expresiones parecidas de Rivadavia, que se las manifestó
al propio Alberdi en una carta “que me hizo el honor de escribir”.
Se está dirigiendo, en este tramo final de su obra, a sus contemporáneos. Y
les exhorta a seguir el ejemplo de Belgrano que “por nosotros se arrojó a
los brazos de la mendicidad desprendiéndose de toda su fortuna, que
consagró a la educación y a la juventud, porque sabía que por ella
propiamente debía dar principio la verdadera revolución”.
Trae, pues, a la memoria de sus lectores contemporáneos, aquellas glorias
del pasado reciente y heroico del nacimiento de la patria, para alentar que
bajo “las augustas sombras de los mártires de la libertad, ilustres viejos
de la revolución de Mayo, no dudéis que vuestros altos designios serán
coronados un día por la más bella juventud del mundo, cuyo celo reposa
hoy en los brazos de la filosofía y de la libertad! ”
Cierra su mensaje, con una cita textual de Jeremías Bentham,(*) aquel
pensador inglés padre del utilitarismo, que quería “la mayor felicidad para
el mayor número”, cuyas ideas prendieron en las políticas progresistas y
democráticas. La cita viene en apoyo a sus afirmaciones y exhortaciones
sobre la libertad, la justicia y el respeto a la ley.

Juan Bautista Alberdi dejó, a fines de 1834, para siempre a su amado


Tucumán. Probablemente cuando relataba la triste despedida de Belgrano,
también estaba refiriéndose a la propia:

“Adiós, por última vez, montañas y campos queridos!”

Pedro León Cornet


Abogado- escritor.
Tucumán, 2010

Notas:
13

(1) Víctor Hugo, Francia 1802-1885


(2) Albert Thibaudet. “Historia de la literatura francesa”, Losada,
Buenos Aires, 1945;
(3) Joseph Andrews, Inglés, que recorrió el norte argentino en 1825 y
escribió “Viaje de Buenos Aires a Potosí y Arica”;
(4) Georges Cabanis, médico francés (1757-1808), estudió la relación
mente-cerebro. Escribió un Tratado de física y moral del hombre.
(5) Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de
Montesquieu (18 de enero de 1689 - 10 de febrero de 1755), fue un
cronista y pensador político francés que vivió en la llamada
Ilustración. Autor de El espíritu de las leyes

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