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A la sombra de Inocencio X

Por José Luis Restán


El debate sobre las raíces cristianas, como bien advirtió el profesor judío J.H.H. Weiler,
no es en absoluto una cuestión formal sino sustancial. Se trata de saber qué cultura, que
orientación sobre el significado del hombre y del mundo, puede ser la matriz que
alimente y dé vida a un proyecto de unidad europea que sea algo más que un puro
sindicato de intereses.

Quizás sea casualidad, pero no podemos descartar que se trate de una última guasa de
los italianos, que junto a polacos y españoles (era la época del adusto Presidente Aznar)
tanto batallaron por la inclusión de las raíces cristianas en el Preámbulo de la
Constitución europea. Sea por una u otra causa, lo cierto es que los líderes de los
veinticinco socios de la Unión hubieron de estampar su firma bajo la estatua imponente
de Inocencio X, como si hicieran eco al comentario tajante que Juan Pablo II había
dirigido al todavía Presidente de la Comisión Romano Prodi, apenas unas horas antes: el
cristianismo ha contribuido a la formación de la conciencia común de los pueblos
europeos, y ha ayudado enormemente a plasmar sus civilizaciones, y aunque los textos
oficiales no lo reconozcan, este es un dato innegable que nadie podrá olvidar.

El hecho es que la retórica fácil y los fastos de la jornada no pueden ocultar que Europa
se encuentra en una verdadera encrucijada. El debate sobre las raíces cristianas, como
bien advirtió el profesor judío J.H.H. Weiler, no es en absoluto una cuestión formal sino
sustancial. Se trata de saber qué cultura, que orientación sobre el significado del hombre
y del mundo, puede ser la matriz que alimente y dé vida a un proyecto de unidad
europea que sea algo más que un puro sindicato de intereses. Uno de los firmantes del
manifiesto Carta 77, el sociólogo checo Vaclav Belohradsky, escribió en 1980 que
"tradición europea significa no poder reducir la conciencia a un aparato anónimo como
la Ley o el Estado". El laico Belohradsky reconocía esta firmeza de la conciencia como
"una herencia de la tradición griega, cristiana y burguesa", y advertía que hoy está
amenazada. Anticipándose al drama silencioso del que casi nadie quiere hablar, este
hombre conocedor del totalitarismo nos advertía a los presuntuosos occidentales que "es
muy fácil llegar a imaginar instituciones organizadas tan perfectamente que impongan
como legítima cualquiera de sus acciones, basta con disponer de una organización
eficiente para legitimar cualquier cosa". ¿No es eso lo que sucede en estos momentos en
Europa, en campos como la bioética o la libertad religiosa?

En vísperas de la firma del Tratado Constitucional Europeo, el Cardenal Ratzinger ha


participado en un coloquio abierto con uno de los exponentes de la cultura laica italiana,
el filósofo Ernesto Galli della Loggia (un evento, por cierto, dificilmente imaginable por
estos pagos). Frente a quienes acusan a la posición católica de reaccionaria, estrecha e
incapaz de situarse con inteligencia frente a los nuevos problemas, Ratzinger ha lanzado
una especie de "órdago a la grande", reconociendo que Europa es el continente de las
luces y de la fuerza de la razón, y que ese es un don que hay que defender: que la
Iglesia, interpretamos nosotros, está comprometida a defender. Pero también los laicos,
ha dicho el Cardenal, deberían saber aceptar la espina dorsal de su propia carne. Y es
que el laicismo abandonado a su propia inercia, deriva en un relativismo absoluto, que
como denunciaba Ratzinger destruye la propia razón y el actuar humano. Este es el
punto central del drama europeo: una razón que se ha desvinculado de su origen, y así,
se ha vuelto incapaz de decir una palabra significativa sobre qué es el hombre y cuál es
el sentido de su vivir en el mundo.
El denominado “caso Buttiglione” ilustra bien este momento de la actualidad europea.
Por una parte, la vacuidad del debate cultural y moral que conduce la leadership de la
política y de los centros intelectuales y mediáticos, un debate incapaz de atravesar la
corteza de lo políticamente correcto y siempre dispuesto al escándalo, como si se tratara
de una doncella. Por otra, la intolerancia brutal frente a quien disiente, que implica la
destrucción de su imagen y su posterior exclusión del ámbito público. Por primera vez,
un responsable político europeo ha sido reprobado no por su incapacidad de gestión o
sus errores políticos, sino por sus convicciones morales. La Europa que se presenta
como templo de la libertad de pensamiento y que dice asegurar un espacio público para
todos, expulsa de la escena a un político por sostener la concepción cristiana de la
sexualidad. Y es que hemos llegado a la paradoja grotesca de que una parte significativa
de esta Europa que ha nacido de siglos de educación cristiana, considere apestados a los
que se mantienen fieles a ese origen.

Como ha apuntado el Cardenal Ratzinger, la Europa de la razón y de los derechos del


hombre no sobrevivirá al relativismo absoluto. Sólo el reconocimiento de esa espina
dorsal de la cultura europea, que algunos tratan de expulsar a toda costa, puede ofrecer
una base sólida para la aventura iniciada en 1957. Curiosamente el cardenal alemán
enlaza de manera imprevista con el diagnóstico del laico Belohradsky. Y es que la
batalla por la libertad y la dignidad de toda persona debiera fundir en un abrazo a todas
las fuerzas sanas de esta Europa que oscila entre la siesta y el festejo, mientras se borran
las trazas de su genuina originalidad.

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