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Manifiesto
al servicio
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Presentación
No cabe duda de que una de las corrientes más frescas y límpidas del
denominado cristianismo social, lo es la del personalismo.
Esta corriente filosófica nacida ante la ebullición política habida en Francia a
inicios de la década de 1930, contó como portavoz con la ahora mítica revista Esprit,
cuyo primer número apareció en 1932 con el lema la revolución será moral, o no
será.
Estrechamente unido en sus inicios a un movimiento denominado Tercera
fuerza, el personalismo mounieriano deambuló en el tortuoso laberinto de la
politiquería, cuando los integrantes de Tercera fuerza, suponían que la revolución se
encontraba a un paso; extravío que les condujo a expresar opiniones muy poco
fundadas. El mismo Emmanuel Mounier hubo de definir su postura ante aquel
maremagnum de desesperados anhelos. Finalmente lo que habría de suceder,
terminó sucediendo: el movimiento Tercera fuerza se escindió, disolviéndose en
corto tiempo. Sin embargo, la revista Esprit continuaría en la brecha hasta 1938
cuando, por causas económicas, hubo de suspender su publicación, volviendo a ser
editada hasta julio de 1940, en plena ocupación nazi. El objetivo de Esprit sería, en
ese momento, la crítica tanto a la guerra como a la situación que Francia enfrentaba.
Un año más tarde, el 25 de agosto de 1941, Esprit sería prohibida, y no volvería a
publicarse hasta diciembre de 1945 una vez liberada Francia.
Así, la corriente del personalismo mounieriano buscaría paciente y
prudentemente participar en la reconstrucción espiritual de un mundo torturado
por la pesadilla del festín totalitario que amenazó devorar al mundo.
En la actualidad esta corriente cuenta con simpatizantes y adherentes en
todos los rincones del globo terraqueo, constituyendo, sin duda, una propuesta
frente al entorno de la globalización salvaje que amenaza con engullir a
comunidades, culturas y poblaciones.
Realizamos la presente edición cibernética de esta obra, esperando que
quien se acerque a leerla pueda no tanto entenderla o aumentar su caudal de
conocimientos, sino más bien dar un paso para intentar conocerse a sí mismo,
comprenderse en su propia situación e invitar a otros a que realicen similar ejercicio
en la humildad propia de su ser interno.
Ojalá, y tal es nuestro anhelo, quienes lean esta obra inviten a familiares y a
amigos a coparticipar discutiendo e intercambiando opiniones sobre la obra en sí y
realizando, de manera conjunta, el ejercicio a que ya nos hemos referido.
Chantal López y Omar Cortés
PREFACIO

Sería preciso excusarse por lo de Manifiesto y prevenir contra los peligros del
personalismo. No sin vacilaciones hemos colocado estas primeras tentativas bajo un
título en el que algunos podrían ver cierta pretensión fuera de lugar y otros apoyar
un nuevo conformismo. Pero una necesidad se sobreponía a estos escrúpulos: la de
conferir densidad, conciencia y fuerza viva a unas tendencias todavía confusas que
aquí intentamos concretar.
Un mes antes de aparecer en forma de libro, estas páginas fueron objeto de
un número especial de la revista Esprit (1). En la revista de la que intentaban un
balance al cabo de cuatro años de trabajo, éstas tenían el mismo carácter que
queremos conserven bajo esta forma más independiente: la de una primera
agrupación de pensamiento, de un frente provisional de búsqueda, no de un marco
rígido, de un formulario definitivo en sus menores fórmulas, Que estableciese, con
los resultados de una meditación, los errores y las incertidumbres de los que en
verdad aún no se ha librado.
Si ante todo dedicamos a los jóvenes este manifiesto nacido de sus
preocupaciones, de su situación histórica y, es obligado decirlo, de su colaboración
cotidiana desde hace cuatro años, es para que, como verdaderos jóvenes, lean en él
una llamada a la inventiva, y le libren de todos los que creerían necesario encontrar
en el mismo un sustitutivo del pensamiento o de la acción.
Octubre de 1936
Emmanuel Mounier
MEDIDA DE NUESTRA ACCION
Llamamos personalista a toda doctrina, a toda civilización que afirma el
primado de la persona humana sobre las necesidades materiales y sobre los
mecanismos colectivos que sustentan su desarrollo.
Al agrupar bajo la idea de personalismo unas aspiraciones convergentes, que
buscan hoy su camino por encima del fascismo, del comunismo y del mundo
burgués decadente, no se nos oculta la utilización desidiosa o brillante que muchos
harán de esta etiqueta para disimular el vacío o la incertidumbre de su pensamiento.
Prevemos las ambigüedades, el conformismo, que no dejarán de infectar la fórmula
personalista como cualquier fórmula verbal sustraída a una recreación continua. Por
esto puntualizamos sin tardanza que:
El personalismo no es para nosotros más que un santo y seña significativo,
una cómoda designación colectiva para doctrinas distintas, pero que, en la situación
histórica en que estamos situados, pueden ponerse de acuerdo en las condiciones
elementales, físicas y metafísicas de una nueva civilización. El personalismo no
anuncia, pues, la creación de una escuela, la apertura de una capilla, la invención de
un sistema cerrado. Testimonia una convergencia de voluntades y se pone a su
servicio, sin afectar su diversidad, para buscar los medios de pesar eficazmente
sobre la historia.
Por tanto, deberíamos hablar en plural de los personalismos. Nuestra
finalidad inmediata es definir, frente a unas concepciones masivas y parcialmente
inhumanas de la civilización, el conjunto de primeras aquiescencias que pueden
servir de base a una civilización centrada en la persona humana. Estas aquiescencias
deben estar lo bastante fundadas en la verdad para que este nuevo orden no se
divida contra sí mismo; lo suficientemente comprensivas, también, para agrupar a
todos los que, dispersos en diferentes filosofías, participan de este nuevo espíritu.
Precisar con todo rigor las verdades últimas de estas filosofías no es materia de la
carta común que aquí esbozamos: eso es labor propia de la meditación o de la
adhesión voluntaria de cada uno. Y si esta precisión, como es normal, lleva a unos y
otros a ver de forma distinta los fines supremos de toda civilización, nuestra misma
inspiración nos prohíbe el tratar de reducir estas posiciones vivas a una ideología
común, extraña a cada una de ellas y peligrosa para todas. Es suficiente con que sea
posible un acuerdo entre ellas sobre la estructura de la ciudad donde libremente
actuará su concurrencia; contra todas las ciudades donde serían ahogadas
conjuntamente.
Por lo demás, las verdades básicas sobre las que apoyaremos nuestras
conclusiones y nuestra acción no han sido inventadas ayer. Tan sólo puede y debe
ser nueva su inserción histórica fundada en nuevos datos. A la búsqueda, aun a
tientas, de esa salida histórica, le damos como señal de unión el nombre singular de
personalismo. Estas páginas tienen por objeto el precisado.

NI DOCTRINARIOS NI MORALISTAS
No hacernos solidarios de los futuros charlatanes del personalismo es pedir
que, en última instancia, seamos juzgados por nuestros actos. Pero toda acción no
es un acto. Una acción no es válida y eficaz más que si, en principio, ha tomado la
medida de la verdad que le da su sentido y de la situación histórica que le da su
escala al mismo tiempo que sus condiciones de realización. En el instante en que de
todas partes, bajo el pretexto de la urgencia, se nos impulsa a actuar, sin importar
cómo ni hacia qué, la primera necesidad es recordar estas dos exigencias
fundamentales de la acción y darles cumplimiento. Porque nos enfrentan tanto con
los ideólogos como con los políticos.
Desde la óptica de los políticos, que se ríen de la verdad o del error V toman
por realidad histórica los sucesos cotidianos, el resultado visible e inmediato, o el
acontecimiento cargado de unas pasiones sin futuro, es fácil distinguir una
concepción de la civilización que comienza por dibujar sus perspectivas en cierto
absoluto espiritual. Más bien existirá la tentación de arrojarIa entre las ideologías y
las utopías. Aquí es donde será preciso librar a nuestro método del error congénito
de la mayoría de los espiritualismos.
Unas veces han tomado la forma de un racionalismo más o menos rígido.
Construyen entonces con ideas o, más recientemente, con consideraciones técnicas
de teóricos, un sistema que piensan imponer a la historia mediante la fuerza
exclusiva de la idea. Cuando la historia viva o la realidad del hombre les oponen
resistencia, creen ser tanto más fieles a la verdad en cuanto se aferran a su sistema;
tanto más puros en cuanto mantienen su utopía en su inmovilidad geométrica. En
ello se reconoce a estos doctrinarios que infectan la revolución en el mismo grado
que la conservación.
No menos peligrosos son los moralistas. Extraños, igual que los doctrinarios,
a la realidad viva de la historia, le oponen no un sistema de razón; sino unas
exigencias morales tomadas en su más amplia generalidad. En lugar de hacer
gravitar sobre la historia una fuerte estructura espiritual que, mediante un
conocimiento profundo de las necesidades y las técnicas del momento, se hubiese
creado un mecanismo preciso de acción, diluyen una energía de gran valor en una
elocuencia de buena voluntad, pero ineficaz. Algunos tratan de ir más allá del
discurso moral. Llegan desde luego a una crítica espiritual de las fuerzas del mal.
Pero cuando abordan la técnica ofensiva, parece como si no poseyeran más que
fuerzas morales y, sobre todo, fuerzas morales individuales. Armonizan suposiciones
muy puras con una forma de arte blandengue de la realidad social. Exhortan a los
individuos, con razón, a cultivar las virtudes que crean la fuerza de las sociedades.
Pero olvidan que unas fuerzas históricas, desencadenadas de su sumisión a lo
espiritual, han creado estructuras colectivas y necesidades materiales que no
pueden estar ausentes de nuestros cálculos si lo espiritual es, al mismo tiempo,
carnal. Entrañan los moralistas un peligro permanente el hacer pasar por encima, es
decir, al margen de la historia, a esas fuerzas espirituales con las que precisamente
queremos animar la historia.
El hacer referencia a unos valores espirituales, y afirmar su primacía, no
puede ser, por tanto, para nosotros, continuar el error doctrinario o moralista.
Tomamos la civilización en toda su profundidad. Es una amalgama de técnicas, de
estructuras y de ideas realizadas por hombres, es decir, por libertades creadoras. Es
solidaria en todos sus elementos: si uno solo llega a faltar o se corrompe, su carencia
compromete a todo el edificio.
Y es aquí que las técnicas y las estructuras están repletas de determinismos,
residuos muertos del pasado, fuerzas extinguidas que continúan su carrera y
arrastran a la historia. Las ideas se ven estorbadas por ideologías, abstracciones
inmovilizadas y simplificadas para un amplio consumo, que moldean los espíritus y
oponen resistencia dentro de ellos a la creación espiritual. Frente al idealismo o al
moralismo denunciados, damos una gran importancia, en el juicio que hacemos de
una civilización y en la técnica de acción que proponemos contra una u otra, a estos
elementos de base y a los determinismos que encierran. El descubrimiento de este
realismo, del que están demasiado desacostumbrados, es la lección que los
defensores de lo espiritual han recibido de las exageraciones del marxismo.
Una vez despiertos de nuestro sueño dogmático, lejos de comprometer la
solidez de nuestra posición final, la asentamos sobre un terreno firme. Podemos
decir, pues, sin que ello parezca una evasión de los problemas inmediatos, que ni el
alma ni el estilo esencial de una civilización dependen exclusivamente del desarrollo
de las técnicas, ni sólo de la faz de las ideologías dominantes, ni incluso de un logro
feliz de las libertades conjugadas. Una civilización es, ante todo, una respuesta
metafísica a un llamamiento metafísico, una aventura en el orden de lo eterno,
propuesta a cada hombre en la soledad de su elección y de su responsabilidad.
Precisemos nuestra terminología. Llamamos civilización, en sentido estricto,
al progreso coherente de la adaptación biológica y social del hombre a su cuerpo y a
su medio; cultura, a la ampliación de su conciencia, a la soltura que adquiere en el
ejercicio de la mente, a su participación en cierta forma de reaccionar y pensar,
particular de una época y de un grupo, aunque tendente a lo universal;
espiritualidad, al descubrimiento de la vida profunda de su ser o de su persona. De
esta forma, hemos definido las tres etapas ascendentes de un humanismo total.
Pensamos -y con ello quizá nos acerquemos al marxismo- que una espiritualidad
encarnada, cuando es amenazada en su carne, tiene como primer deber liberarse y
liberar a los hombres de una civilización opresiva en lugar de refugiarse en los
temores, en las lamentaciones o en las exhortaciones. Pero contra el marxismo
afirmamos que no existe ninguna civilización ni cultura humana más que
metafísicamente orientadas. Tan sólo un trabajo que se refiera a algo por encima del
esfuerzo y de la producción, una ciencia que se refiera a algo por encima de la
utilidad, un arte por encima del pasatiempo y, finalmente, una vida personal
dedicada por cada uno a una realidad espiritual que le lleva más allá de sí mismo,
son capaces de sacudir las cargas de un pasado muerto y alumbrar un orden
verdaderamente nuevo. Por esto, al borde de la acción, pensamos, ante todo, en
tomar una medida del hombre y de la civilización.
MEDIDA DE NUESTRA ACCIÓN
Esta medida, contrariamente a lo que de ella piensan todos los reformismos,
debe ser fijada con amplitud de miras.
Históricamente, la crisis que nos solicita no tIene las proporciones de una
simple crisis política, ni las de una crisis económica profunda. Asistimos al
derrumbamiento de una zona de civilización nacida a fines de la Edad Media,
consolidada al mismo tiempo que minada por la era industrial, capitalista en su
estructura, liberal en su ideología, burguesa en su ética. Participamos en el
alumbramiento de una civilización nueva, cuyo supuestos y creencias aún están
confusos y mezclados con las formas desfallecientes o con los productos convulsivos
de la civilización que se borra. Cualquier acción que no se eleve a las proporciones
de este problema histórico, cualquier doctrina que no se ajuste a estos datos no son
sino tarea servil y vana. Cinco siglos de historia se tambalean, y cinco siglos de
historia comienzan, indudablemente, a cristalizar. En este punto crítico, se deberá a
nuestra sagacidad el que nuestros gestos inmediatos se pierdan en el remolino o
lleven lejos sus consecuencias. Si a ninguna angustia se le debe rehusar una
medicina provisional en la medida en que ésta aparezca más eficaz que peligrosa y si
es necesario conservar el sentido de la lentitud y de las transiciones de la historia, no
es menos preciso convencer a los que hoy emplean todas sus fuerzas en evitar o
ignorar el cambio que éste es fatal y que, si ellos no lo dirigen, les aplastará.
Nuestra ambición espiritual no debe ser menor que nuestra ambición
histórica. ¿Hablaremos también nosotros de crear un hombre nuevo? No, en mi
sentido, pero sí, en otro.
No, si se piensa que cada época de la historia produce un hombre
radicalmente distinto al hombre de las edades anteriores, por efecto exclusivo de las
condiciones de vida en que ella se sitúa y de la evolución colectiva de la Humanidad.
Creemos que las estructuras exteriores favorecen o impiden, pero no crean al
hombre nuevo, quien nace por el esfuerzo personal. Pensamos que estas
estructuras no tienen dominio sobre todo el hombre. Creemos en ciertos supuestos
permanentes y también en ciertas vocaciones permanentes de la naturaleza
humana. Para fijarles unos límites, ciertamente somos modestos. Tantos siglos nos
han acostumbrado a nuestras flaquezas históricas que ya no sabemos de ordinario
distinguir la naturaleza de nuestras viejas enfermedades. Será preciso un número
indefinido de ensayos, de errores y de aventuras, para saber los límites de lo
humano y de lo inhumano. Donde se creía que el terreno era maleable se tropezará
con la roca. Esta resistencia que algunos atribuían a las leyes eternas del universo,
cederá de manera inesperada. Presunción o ingenuidad de pensar que todo sea
naturaleza, o de rechazar que nada lo sea. Esta última negativa alimenta cierto
mesianismo, tan impreciso como utópico, del Hombre Nuevo histórico que nosotros
rechazamos.
Sin embargo, mucho nos cuidamos de rechazado de la misma forma que esos
satisfechos que confunden el servicio de lo eterno con la conservación de sus
privilegios o la triste impotencia de su imaginación y que asimilan la naturaleza del
hombre a la condición accidental a que la obliga el desorden de cada época. No cabe
duda de que ya nos sería imposible renovar considerablemente el aspecto de la
mayoría de las vidas al liberar al hombre moderno de todas las servidumbres que
pesan sobre sus vocaciones de hombre. Si le asignamos un destino espiritual, es aún
más evidente que él puede fecundar al mundo con el perpetuo milagro de su
creación; que él está muy lejos aún de haber agotado los recursos de su naturaleza
incompletamente ejercida y explorada, y que la historia tiene más de una cara en
reserva, aunque se le hayan fijado ciertos cálculos y ciertos límites.
Una civilización nueva, un hombre nuevo: arriesgamos más al disminuir la
ambición que al abrazarla un tanto por encima de nuestro alcance. Sabemos bien
que cada edad no realiza una obra casi humana si no ha escuchado la llamada
sobrehumana de la historia. Nuestro fin a largo plazo sigue siendo el que nos
habíamos asignado en 1932: tras cuatro siglos de errores, paciente y
colectivamente, volver a hacer el Renacimiento.
Según el método propuesto, nos apoyaremos, en primer término, en un
estudio crítico de las formas de civilización que culminan su ciclo o de aquéllas que,
mediante sus primeras realizaciones, quieren sucederlas. En un examen tan breve,
estamos obligados a sistematizar y a deducir, de la mezcolanza de la historia y de las
ideas, formas puras, doctrinas-límites. El genio o la habilidad de sus defensores, la
complejidad de la materia histórica en que ellas se realizan, la resistencia o los
recursos de los seres vivos, les dan en la realidad mil matices y acomodaciones. Ellas
siguen siendo, sin embargo, las tres o cuatro líneas de mayor pendiente que se
disputan la dirección de la historia. Una cosa es el accidente de superficie y la
realidad de los hombres y otra el peso global de una civilización que excava bajo los
remolinos y las efervescencias de su carrera la pendiente que le conduce hacia la
inmovilidad de la muerte. Al subrayar en cada ocasión esta pendiente más o menos
disimulada, no deformaremos nuestro objeto mucho más que al dar de nuestra
concepción un esquema del que esperamos con confianza que el porvenir le
enriquecerá con la enseñanza irreemplazable de su realización en la práctica.

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