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Sin embargo, es un dato curioso, que los epítetos o las formas de denominar
a este mundo contemporáneo, dan a entender que hay una especie de
“originalidad” o corte histórico que distingue a este presente de lo anterior,
a saber: era atómica, mundo científico técnico, sociedad de consumo,
sociedad del riesgo, sociedad del ocio y de las vivencias, mundo de las
sensaciones, mundo post-tradicional, mundo post-post, mundo post-
cristiano, mundo de la información, mundo virtual y digital, era del fin de las
certezas, mundo líquido, era de la singularización, era de las comunidades
elegidas, mundo del capitalismo cognitivo, etc. Cada uno de estos nombres
quiere destacar desde su propio ángulo una radical novedad, y se convierten
en indicadores fenomenológicos del nervio de nuestra actualidad. Ahora
bien, la pregunta que surge ante esta serie de denominaciones es:
¿contienen ellas en sí mismas el fundamento del cambio o intensa novedad
que proponen? O más bien, ¿el origen de su pretendida originalidad viene de
otro lado? ¿No será más bien que su condición de posibilidad, tanto teórica
como práctica, viene de la civilización hegemónica que nos gobierna desde
hace siglos? Este cuestionamiento ataca en el fondo a una frase que se ha
vuelto un lugar común, pero que en realidad es una falacia totalmente
engañosa: “nuestra época no es una época de cambios, sino un cambio de
época”.
Entonces, la pregunta de cuño histórico que deriva de lo anterior es: ¿de qué
es fruto nuestro mundo contemporáneo? ¿cuál es nuestro fundamento? La
respuesta a ello indica que la cara actual de la contemporaneidad tiene sus
raíces civilizatorias en: por un lado, el cambio de rumbo iniciado por el
nominalismo de la filosofía medieval tardía, y por otro, el renacimiento
italiano, concretamente de la ciudad de Florencia; en esta confluencia se
colocan los pilares de lo que hoy nos afecta como civilización. Para soportar
la afirmación previa, del académico lanzó siete grandes presupuestos.
Como ilustración clara del presupuesto previo, que en cierta forma condensa
los anteriores, se citó un pasaje de Fichte, de El destino del hombre: “La
fuente original de todo mi pensamiento y de mi vida, aquello a partir de lo
cual fluye todo lo cual puede ser en mí, para mí y a través de mí, el espíritu
más interior de mi espíritu, no es un espíritu extraño, sino que ha sido
generado por mí mismo, en el sentido más propio, yo soy así, pues soy mi
propia criatura; yo no quise ser naturaleza, sino ser mi propia obra y he
llegado a serlo porque lo he querido”; esta cita (donde hay una clara
contraposición al pensamiento de San Agustín – que concebía a Dios como
intimior intimo meo--), representa de acuerdo al expositor, el nacimiento del
nihilismo europeo, que como tendencia histórica se puede rastrear hasta
Sartre, pensando al hombre como una pasión inútil.
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