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Fragmento de textos filosóficos.

Primer fragmento:
Althusser, Louis (1988) Filosofía y Marxismo, entrevista a Louis Althusser por Fernanda Navarro.
“En el campo de la política también (la filosofía) ejerce otra función: es ahí donde tradicionalmente la
filosofía ha desempeñado un papel apologético del sistema político imperante, ya sea de manera velada o
abierta. Desde Platón se hace manifiesto este lazo con la política. Tanto teóricamente en su República
como en la práctica, cuando aceptó ser consejero del tirano de Siracusa.
Buen ejemplo. Me parece importante señalar que incluso cuando estas filosofías adoptan una posición
apologética frente al poder, se otorgan a sí mismas el lugar preponderante, por encima de todo, por el hecho de
poseer y detentar los argumentos "verdaderos" para sostener el poder. La complicidad podía ser directa, pero en
la tradición filosófica —hasta Marx, quien ayudó a situar a la filosofía en su lugar— la filosofía se había erigido
en la detentadora de la Verdad y, a ese título, detentaba el poder por medio del saber.

-¿Tiene la filosofía alguna actuación o injerencia directa en la realidad?


Aparentemente la filosofía se desarrolla en un mundo cerrado y lejano. Pero sí tiene una actuación, un tanto
peculiar: actúa a distancia, por la inmediación de las ideologías sobre las prácticas reales, concretas, por ejemplo,
sobre prácticas culturales como las ciencias, la política, las artes, incluso el psicoanálisis. Y en la medida en que
transforma las ideologías envuelven esas prácticas—, éstas podrán a su vez ser transformadas, dependiendo de
las circunstancias de la realidad social. Pero las tesis filosóficas sí provocan efectos en las prácticas sociales. Por
otra parte, los antagonismos son inevitables. Si hay filosofías que se contradicen es porque existen prácticas que
se contradicen. . . afortunadamente” (Althusser: 1988: pág. 63)
(Althusser, Louis (1988) Filosofía y Marxismo, entrevista a Louis Althusser por Fernanda Navarro, México, Siglo XXI)

Segundo fragmento:
(Deleuze, Gilles, (1998) Nietzsche y la filosofía)
“Cuando alguien pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva ya que la pregunta se tiene
por irónica y mordaz. La filosofía no sirve ni al Estado ni a la Iglesia, que tienen otras preocupaciones. No sirve
a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece o no contraría a
nadie no es una filosofía. Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene
este uso: denunciar la bajeza del pensamiento bajo todas sus formas. ¿Existe alguna disciplina, fuera de la
filosofía, que se proponga la crítica de todas las mixtificaciones, sea cual sea su origen y su fin? Denunciar todas
las ficciones sin las que las fuerzas reactivas no podrían prevalecer. Denunciar en la mistificación esa mezcla de
bajeza y de estupidez que forma también la asombrosa complicidad de las víctimas y sus autores. En fin, hacer
del pensamiento algo agresivo, activo y afirmativo. Hacer hombres libres, es decir, hacer hombres que no
confundan los fines de la cultura con el provecho del Estado, la Moral o la Religión. Combatir el resentimiento y
la mala conciencia que ocupan el lugar del pensamiento.
¿Quién a excepción de la filosofía se interesa por ello? La filosofía como crítica nos dice lo más positivo de sí
misma: empresa desmitificadora. Y, a éste respecto, que nadie se atreva a proclamar el fracaso de la filosofía.
Por muy grandes que sean la estupidez y la bajeza serían mucho mayores si no subsistiera un poco de filosofía
que, en cada época, les impidiera ir todo lo lejos que querrían. Le prohíbe respectivamente, aunque sólo sea por
el qué dirán, ser todo lo estúpida y lo baja que cada una por su cuenta desearía. No les son permitidos ciertos
excesos, pero ¿quién, excepto la filosofía, se los prohíbe?
¿Quién les obliga (a los filósofos) a enmascararse, a adoptar aires nobles e inteligentes, aires de pensador?
Ciertamente existe una mistificación propia de la filosofía; la imagen dogmática del pensamiento y la caricatura
de la crítica lo demuestran. Pero la mistificación de la filosofía empieza a partir del momento en que ésta
renuncia a su papel… desmitificador, y tiene en cuenta los poderes establecidos: cuando renuncia a detestar la
estupidez, a denunciar la bajeza. (…) desde Lucrecio hasta los filósofos del siglo XVIII supieron del arte del
pensar, un arte crítico. Supieron decirles a los hombres lo que ocultaba su mala conciencia y su resentimiento.
Supieron oponerse a los valores y los poderes establecidos, aunque no fuera más que por la imagen del hombre
libre. Después de Lucrecio ¿cómo es posible aún pensar para qué sirve la filosofía?”
(Deleuze, Gilles, (1998) Nietzsche y la filosofía. Nueva imagen del pensamiento, pp. 149-150. Barcelona. Anagrama)

Tercer fragmento
“El ser reúne el ente en lo que éste tiene de ente. El ser es la reunión (…) Todo ente es en el ser. Escuchar tal
cosa suena trivial a nuestros oídos, cuando no ofensivo. Nadie tiene que preocuparse de que el ente pertenezca al
ser. Todo el mundo sabe que el ente es aquello que es. ¿Qué otra cosa le queda al ente sino esto: ser? Y, a pesar
de todo, fue justamente este hecho –que el ente permanezca reunido en el ser, que el ente aparezca a la luz del
ser– lo que en primera instancia asombró a los griegos, y solamente a ellos. El ente en el ser: esto fue lo que
causó a los griegos el mayor de los asombros (…) Al asombrarnos nos demoramos en nosotros mismos. En
cierto modo retrocedemos ante el ente, ante el hecho de que es, y de que es así y no de otro modo. Pero el
asombro tampoco se agota en este retroceder ante el ser del ente. El asombro, en su retroceder y en su
demorarse, es al mismo tiempo arrastrado y, por así decirlo, encadenado por aquello ante lo que retrocede. El
asombro es así la dis-posición afectiva en la que y para la que se abre el ser del ente. El asombro es el estado de
ánimo desde el cual los filósofos griegos accedieron a la correspondencia con el ser del ente. El estado de ánimo
que llevó al pensamiento a plantear de una manera radicalmente nueva la pregunta heredada de la tradición: «qué
es, pues, el ente en cuanto que es», es de una especie completamente distinta e inauguró con ello una nueva
época de la filosofía
(Heidegger, Martín (2004) ¿Qué es la filosofía?, pág. 61. Madrid, Herder).

Cuarto fragmento
“La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases.
Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra:
opresores y oprimidos que se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras
francas y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o
hundimiento de las clases beligerantes.
(…)
La moderna sociedad burguesa, que ha salido de entre las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido las
contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las viejas clases, las vejas condiciones de opresión, las viejas
formas de lucha por otras nuevas.
Nuestra época, la época de la burguesía, se distingue, sin embargo, por haber simplificado las contradicciones de
clase. Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos de enemigos, en dos grandes
clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado.
El descubrimiento de América y la circunnavegación de África ofrecieron a la burguesía en ascenso un nuevo
campo de actividad. Los mercados de las Indias y de China, la colonización de América, el intercambio con las
colonias, la multiplicación de los medios de cambio y de las mercancías en general imprimieron al comercio, a la
navegación y a la industria un impulso hasta entonces desconocido, y aceleraron, con ello, el desarrollo del
elemento revolucionario de la sociedad feudal en descomposición”
(Marx, Karl y Engels, Friedrich, Manifiesto comunista, pag. 19-20, Bs As, Agebe)

Quinto fragmento
“Esquemáticamente, digamos esto: existe una cuestión tradicional que es, creo, la de la filosofía política y que
podríamos formular así: ¿cómo puede el discurso de la verdad o, simplemente, la filosofía entendida como el
discurso por excelencia de la verdad, fijar los límites de derecho del poder? Ésa es la cuestión tradicional. Ahora
bien, la que yo quería plantear es una cuestión que está por debajo, una cuestión muy fáctica en comparación con
la tradicional, noble y filosófica. Mi problema sería, en cierto modo, el siguiente: ¿cuáles son las reglas de
derecho que las relaciones de poder ponen en acción para producir discursos de verdad? O bien: ¿cuál es el tipo
de poder susceptible de producir discursos de verdad que, en una sociedad como la nuestra, están dotados de
efectos tan poderosos?
Quiero decir esto: en una sociedad como la nuestra —aunque también, después de todo, en cualquier otra—,
múltiples relaciones de poder atraviesan, caracterizan, constituyen el cuerpo social; no pueden disociarse, ni
establecerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación, un funcionamiento del discurso
verdadero. No hay ejercicio del poder sin cierta economía de los discursos de verdad que funcionan en, a partir y
a través de ese poder. El poder nos somete a la producción de la verdad y sólo podemos ejercer el poder por la
producción de verdad. Eso es válido en cualquier sociedad, pero creo que en la nuestra esa relación entre poder,
derecho y verdad se organiza de una manera muy particular.
Para marcar, simplemente, no el mecanismo mismo de la relación entre poder, derecho y verdad sino la
intensidad de la relación y su constancia, digamos lo siguiente: el poder nos obliga a producir la verdad, dado
que la exige y la necesita para funcionar; tenemos que decir la verdad, estamos forzados, condenados a confesar
la verdad o a encontrarla. El poder no cesa de cuestionar, de cuestionarnos; no cesa de investigar, de registrar;
institucionaliza la búsqueda de la verdad, la profesionaliza, la recompensa. Tenemos que producir la verdad del
mismo modo que, al fin y al cabo, tenemos que producir riquezas, y tenemos que producir una para poder
producir las otras. Y, por otro lado, estamos igualmente sometidos a la verdad, en el sentido de que ésta es la ley;
el que decide, al menos en parte, es el discurso verdadero; él mismo vehiculiza, propulsa efectos de poder.
Después de todo, somos juzgados, condenados, clasificados, obligados a cumplir tareas, destinados a cierta
manera de vivir o a cierta manera de morir, en función de discursos verdaderos que llevan consigo efectos
específicos de poder. Por lo tanto: reglas de derecho, mecanismos de poder, efectos de verdad. O bien: reglas de
poder y poder de los discursos verdaderos. Ése fue, más o menos, el ámbito muy general del recorrido que quise
hacer, recorrido que realicé, bien lo sé, de una manera parcial y con muchos zigzags.
(…)
Tercera precaución de método: no considerar el poder como un fenómeno que dominación macizo y homogéneo
−dominación de un individuo sobre los otros, de un grupo sobre los otros, de una clase sobre las otras−; tener
bien presente que el poder, salvo si se lo considera desde muy arriba y muy lejos, no es algo que se reparte entre
quienes lo tienen y lo poseen en exclusividad y quienes no lo tienen y lo sufren. El poder, creo, debe analizarse
como algo que circula o, mejor, como algo que sólo funciona en cadena. Nunca se localiza aquí o allá, nunca
está en las manos de algunos, nunca se apropia como una riqueza o un bien. El poder funciona. El poder se
ejerce en red y, en ella, los individuos no sólo circulan, sino que están siempre en situación de sufrirlo y también
de ejercerlo. Nunca son el blanco inerte o consintiente del poder, siempre son sus relevos. En otras palabras, el
poder transita por los individuos, no se aplica a ellos”
Así pues, creo que no hay que concebir al individuo como una especie de núcleo elemental, átomo primitivo,
materia múltiple e inerte sobre la que se aplica y contra la que golpea el poder, que somete a los individuos o los
quiebra. En realidad, uno de los efectos primeros del poder es precisamente hacer que un cuerpo, unos gestos,
unos discursos, unos deseos, se identifiquen y constituyen como individuos. Vale decir que el individuo no es
quien está enfrente del poder; es, creo, uno de sus efectos primeros. El individuo es un efecto del poder y, al
mismo tiempo, en la medida misma en que lo es, es su relevo: el poder transita por el individuo que ha
constituido.
(Fragmento de: Foucault, M., Defender la sociedad. Curso en el Collage de France (1975-1976), Bs. As., FCE, 2001, pp.
33-48. Clase del 14 de enero de 1976)

Sexto fragmento:
Foucault, Michel (1984) La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad
- El cuidado de sí apunta siempre al bien de otros: apunta a administrar bien el espacio de poder que está
presente en toda relación, es decir; apunta a administrarlo en el sentido de la no-dominación. ¿Cuál puede
ser, en este contexto, el rol del filósofo, de aquel que cuida del cuidado de los otros?
- Tomemos el ejemplo de Sócrates: él es precisamente aquel que interpela a la gente en la calle, o a los jóvenes
en el gimnasio, diciéndoles: "¿Te ocupas de ti?". El dios le ha encargado esto, es su misión, y él no la
abandonará ni siquiera en el momento en que está amenazado de muerte. Es el hombre que cuida del cuidado de
los otros: es la posición particular del filósofo. Pero en el caso, digamos simplemente, del hombre libre, creo que
el postulado de toda esta moral sería que el que cuidase como se debe de sí mismo, se encontraría por ese mismo
hecho en grado de conducirse como se debe en relación a los otros y por los otros. Una ciudad en la cual todo el
mundo cuidase de sí como debe sería una ciudad que andaría bien y que encontraría allí el principio ético de su
permanencia. Pero no creo que se pueda decir que el hombre griego que cuida de sí, deba de golpe cuidar de los
demás. Este tema sólo intervendrá, me parece, más tarde. No hay que anteponer el cuidado de los otros al
cuidado de sí; el cuidado de sí es éticamente primero, en la medida que la relación consigo mismo es
ontológicamente primera.
- ¿El cuidado de sí, que posee un sentido ético positivo, podría ser comprendido como una especie de
conversión del poder?
- Una conversión, sí. Es en efecto una manera de controlarlo y limitarlo. Porque, si es verdad que la esclavitud es
el gran riesgo al que se opone la libertad griega, hay también otro peligro, que aparece a primera vista como 10
inverso de la esclavitud: el abuso de poder. En el abuso de poder se desborda que es el ejercicio legítimo de su
poder y se impone a los otros su fantasía, sus apetitos, sus deseos. Se encuentra allí la imagen del tirano o
simplemente del hombre poderoso y rico, que utiliza ese poder y su riqueza para abusar de los otros, para
imponerles un poder indebido. Pero uno se da cuenta -es en todo caso que dicen los filósofos griegos- que este
hombre es un esclavo de sus apetitos. Y el buen soberano es precisamente aquel que ejercita su poder como
debe, es decir, ejerciendo al mismo tiempo su poder sobre sí mismo. Y es el poder sobre sí el que va a regular el
poder sobre los demás.
- El cuidado de sí, desprendido del cuidado de los demás, ¿no corre el riesgo de "absolutizarse"? Esta
absolutizacián del cuidado de sí, ¿no podría convertirse en una forma de ejercicio del poder sobre los
demás, en el sentido de la dominación del otro?
- No, porque el riesgo de dominar a los otros y de ejercer sobre ellos un poder tiránico, precisamente viene del
hecho de que uno no cuida de sí y que se ha vuelto esclavo de sus deseos. Pero si se cuida de sí como se debe, es
decir, si se sabe ontológicamente que se es, si se sabe también de que se es capaz, si se sabe que es ser ciudadano
en una ciudad, que es ser dueño de una casa en un oikos, si se sabe cuáles son las cosas de las que se debe dudar
y cuáles de las que no debe dudar, si sabe que es conveniente esperar y cuáles son las cosas, por el contrario, que
deben serle completamente indiferentes, si sabe, en fin, que no debe tener miedo de la muerte, pues bien, no
puede en ese momento abusar de su poder sobre los otros. No hay peligro. Esta idea aparecerá mucho más tarde,
cuando el amor de sí se vuelva sospechoso y será percibido como una de las posibles raíces de las diversas faltas
morales. En este nuevo contexto, el cuidado de sí tendrá como primera forma la renuncia a sí (…) es la renuncia
a todo lo que puede ser amor de sí, apego al sí terrenal. Pero yo creo que, en el pensamiento griego y romano, el
cuidado de sí no puede en sí mismo tender a este amor exagerado de sí que vendría a negar a otros o, peor aún, a
abusar del poder que uno puede tener sobre ellos.
- Entonces, ¿es un cuidado de sí el de quien, pensando en sí mismo, piensa en otro?
- Sí, absolutamente. Aquel que cuida de sí, al punto de saber exactamente cuáles son sus deberes como dueño de
casa, como esposo o como padre, encontrará que tiene con su mujer y sus hijos la relación que debe.
- Pero, ¿la condición humana, en el sentido de la finitud, no juega allí un papel muy importante? Usted ha
hablado de la muerte: si no tiene miedo de la muerte, no podrá abusar de su poder sobre los otros. Este
problema de la finitud nos parece muy importante; el miedo de la muerte, de la finitud, de ser herido, está
en el centro del cuidado de sí.
- Seguro. Y es ahí donde el cristianismo, al introducir la salvación como salvación más allá de la vida, va de
alguna manera a desequilibrar o, en todo caso, a trastornar toda esta temática del cuidado de sí. Aunque, lo
recuerdo una vez más, buscar su salvación significa también cuidar de sí. Pero la condición para realizar su
salvación será precisamente la renuncia. En los griegos y los romanos, por el contrario, a partir del hecho de que
se cuida de sí en su propia vida y que la reputación que se habrá dejado es el único más allá del que puede
preocuparse, el cuidado de sí podrá entonces estar enteramente centrado sobre sí mismo, sobre lo que se hace,
sobre el lugar que uno ocupa entre los demás; podrá estar totalmente centrado sobre la aceptación de la muerte
-lo que será muy evidente en el estoicismo tardío- y aún, hasta cierto punto, podrá devenir casi un deseo de
muerte. Podrá ser, al mismo tiempo, un cuidado de otros, o al menos un cuidado de sí que será benéfico para los
otros. Es interesante ver, en Séneca, por ejemplo, la importancia del tema: apresurémonos a envejecer,
precipitémonos hacia el [m, que nos permitirá reunirnos con nosotros mismos. Esta especie de momento antes de
la muerte", donde nada más puede llegar, es diferente del deseo de muerte que se encontrará en los cristianos,
que esperan la salvación de la muerte. Es como un movimiento para precipitar su existencia hasta un punto
donde ya sólo tendrá delante la posibilidad de la muerte”
(Foucault, Michel (1984) La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad, diálogo con H. Becker, R. Fornet-Betancourt, A.
Gomez-Müller, recuperado de: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/NOMBRES/article/viewFile/2276/1217 )

Séptimo fragmento
“De diferentes tipos de cosas se dicen que son justas o injustas: no sólo las leyes, instituciones y sistemas
sociales, sino también las acciones particulares de muchas clases, incluyendo decisiones, juicios e imputaciones.
Llamamos también justas e injustas a las actitudes y disposiciones de las personas, así como a las personas
mismas. Sin embargo, nuestro tema es la justicia social. Para nosotros, el objeto primario de la justicia es la
estructura básica de la sociedad, o más exactamente, el modo en que las grandes instituciones sociales
distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas provenientes de la
cooperación social. Por grandes instituciones entiendo, la constitución política y las principales disposiciones
económicas y sociales. Así, la protección jurídica de la libertad de pensamiento y de conciencia, la competencia
mercantil, la propiedad privada de los medios de producción y la familia monógama son ejemplos de las grandes
instituciones sociales”
(Rawls, Jhon (1991) Teoría de la Justicia, pág. 21, México, FCE)

Octavo fragmento
“…necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de
esos valores (…) y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos
surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron. Se tomaba el valor de esos «valores» como algo dado, real
y efectivo, situado más allá de toda duda; hasta ahora no se ha dudado ni vacilado lo más mínimo en considerar
que el «bueno» es superior en valor a «el malvado», superior en valor en el sentido de ser favorable, útil,
provechoso para el hombre como tal (incluido el futuro del hombre). ¿Qué ocurriría si fuese lo contrario? ¿Qué
ocurriría si en lo «bueno» hubiese también un síntoma de retroceso, y asimismo un peligro, una seducción, un
veneno, un narcótico, y que por causa de esto el presente viviese tal vez a costa del futuro? ¿Viviese quizá de
manera más cómoda, menos peligrosa, pero también con un estilo inferior, de modo más bajo?... ¿De tal manera
que justamente la moral fuese culpable de que jamás se alcanzasen una potencialidad y una magnificencia
sumas? ¿De tal manera que justamente la moral fuese el peligro de los peligros?”
(Nietzsche, Friedrich, Genealogía de la moral, pág. 28, Bs As. Alianza)

Noveno fragmento
“En un estado natural de las cosas el individuo, en la medida en que se quiere mantener frente a los demás
individuos, utiliza el intelecto y la mayor parte de las veces solamente fingir, pero, puesto que el hombre, tanto
por necesidad como por hastío, desea existir en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz, y de
acuerdo con éste, procura que, al menos, desaparezca de su mundo el más grande bellos hombres contra
hombres. Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese misterioso
impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo que a partir de entonces ha de ser “verdad”, es decir,
se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del
lenguaje proporciona también las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste
entre verdad y mentira”
(Nietzsche, Friedrich, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, pág. 22, Madrid, Tecnos)

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