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Recordemos lo dicho sobre la ambivalencia del término «ética».

De acuerdo a uno de los sentidos


del término, seguramente el principal, la ética es una manera de vivir. No importa aquí si dicha
concepción es explícita, en el sentido de que hemos logrado articularla teóricamente, o si es
solamente implícita, en el sentido de que ella puede descifrarse si se presta atención a la jerarquía
manifiesta en el obrar cotidiano. Lo decisivo es que la ética se refiere al modo en que una persona
o una sociedad ordenan su sistema de creencias morales en la vida práctica. De acuerdo a la
segunda acepción del término, la ética es una manera de hablar o de concebir las cosas. También
este aspecto es recogido en la definición, pues ella nos informa que la ética es, efectivamente, una
concepción de la vida. No es indispensable que quien la profesa, o quien la pone en práctica, sea
consciente de su naturaleza o su estructura teóricas; la praxis misma es suficiente para dar a
conocer el sistema de referencias ideales con el que una persona o una sociedad se identifican.

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