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Cada vez que retomo este texto del Evangelio de San Juan, se me llena el alma de alegría de pensar que a
partir de este momento, se terminó para todos los seres humanos, hombres y mujeres, esa orfandad terrible
que tantas veces llena de soledad y vacío el corazón de los seres humanos. Si para Jesús era tan importante
que su Madre no quedara sola, que alguien la acogiera, fue más importante que nosotros tuviéramos madre
pues es lo primero que hace: dejarle a Juan a María por Madre, aunque paradójicamente a la par de la cruz,
estaba María de Cleofás que era la madre biológica de Juan, por lo que él no necesitaba precisamente que
María fuera su madre... esto nos indica que las palabras de Jesús tenían más bien un sentido mesiánico y que
lo que Jesús estaba hablando no era en el plano meramente humano sino en el sentido espiritual de una
maternidad nueva para María... la mujer de dolores, traspasada por una espada al ver morir con una muerte
tan terrible al hijo único, a su esperanza y sostén único... y que Ella ciertamente es en ese preciso momento
que tiene el parto doloroso de una nueva maternidad: da a luz en ese momento a la Iglesia, a la asamblea de
los hijos de Dios que nacía del costado abierto del Redentor y que Ella acogía en medio de tanto dolor.
Los dolores en María se relacionan armónicamente con el camino de un misterio de fe que conoció el
sufrimiento, en comunión total con el hombre de dolores y abierto a la voluntad de Dios Padre.
Tenemos una síntesis autorizada de esta nueva mentalidad en el magisterio del Vat II: “También la Virgen
bienaventurada avanzó en esta peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su comunión con el Hijo hasta la
cruz, ante la cual resistió de pie (Jn 19,25), no sin cierto designio divino, sufriendo profundamente con su
unigénito y asociándose a su sacrificio con ánimo maternal, consintiendo amorosamente en la inmolación de
la víctima que ella había engendrado” (LG 58).
En realidad es la comunión profunda, que en cierto modo se hace consciente, entre la Madre y el Hijo,
comunión ligada no solamente a la generación, sino también a la fe, lo que llevó a María a cooperar en la
obra de Jesús hasta el Calvario: “Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre
en el templo, sufriendo con su Hijo moribundo en la cruz, cooperó de un modo muy especial a la obra del
Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad para restaurar la vida sobrenatural de las
almas” (LG 61)
María junto a la cruz, como hija de Sión, es figura de la Iglesia Madre a cuyo seno están convocados en la
unidad los hijos dispersos de Dios, con sus relativas consecuencias, y cómo “en la pasión según el evangelista
Juan, Jesús es el hombre de dolores, que conoce bien lo que es sufrir (Is 53,3), aquel a quien traspasaron (Jn
19,37; Zac 12,1). Y paralelamente su Madre es la mujer de dolores... Ella expresa también el modelo de
perfecta unión con Jesús hasta la cruz.
Precisamente el estar junto a la cruz, la propia y la de los demás, es una de las tareas más arduas del amor
cristiano, que exige alegrarse con los que se alegran (Rom 12,15; Jn 2,1: bodas de Caná) y llorar con los que
lloran (Rom 12,15; Jn 19,25: la cruz de Jesús)”.
En nuestra vida personal también nos acompaña este misterio Pascual, de dolor y de gozo, de tiniebla y
esperanza, de risa y llanto. María al pie de la cruz, es la imagen clara de cada uno y cada una de nosotras que
tantas veces tenemos que permanecer igual que Ella, ante la desnuda cruz, que no comprendemos: la cruz
del dolor, de la enfermedad, de la injusticia, del desamparo, de la soledad, del exilio, del tener que callar y
también ante ese momento que nos causa ansiedad, temor, miedo, que es el momento de nuestra muerte.
Y la pregunta que María le hace a Jesús cuando solo tenía 12 años y se pierde en el templo: ¿Por qué nos has
hecho esto? brota en nuestros labios y en nuestro corazón, como una pregunta existencial dirigida a Dios:
¿por qué el dolor?, ¿por qué la injusticia?, por qué no ves nuestro sufrimiento?, ¿por qué la impotencia? ¿por
qué? Y es que el dolor que es una sinrazón, encuentra su razón de ser solamente cuando somos capaces de
detenernos ante la cruz, y contemplar esa gran incoherencia de amor, que es la muerte del Hijo de Dios, y a
su lado, a la Madre Dolorosa que hasta los últimos momentos lo acompañó, lo animó cuando llegó su hora.
Las largas horas de dolor en una cama, el sinsentido de la muerte de un ser amado, la larga espera de quienes
agonizan en medio de terribles pruebas y dolores, las largas horas de insomnio de una Madre al pie de la
cama de un niño en el hospital… el terrible drama de quienes sufren atroces angustias del alma, de quienes
están envueltos en la sombra de la depresión, del ansia de muerte… el dolor de tener que dejar su patria por
tantos motivos, el dolor de la impotencia ante la injusticia, todo esto y todo el dolor del mundo, nos dice San
Pablo que Jesús lo asumió sobre sí, y pagó en la cruz con sus sufrimientos por nuestros pecados.
Es por eso que Jesús en el evangelio nos asegura proféticamente antes de ser asesinado en la cruz, que
cuando el Hijo del hombre fuera levantado, todos lo mirarían. Porque esta es la actitud de la fe que es la que
nos salva de la desesperación y del suicidio ante el dolor, y nos da la fuerza para no desfallecer y permanecer
firmes resistiendo el momento incomprensible y doloroso que podemos vivir: mirar a Cristo levantado en alto
en la Cruz… Él ahí es el varón de dolores que por amor, asume todo nuestro pecado y con sus dolores borra
nuestras cuentas a los ojos de Dios.
Solo puestos los ojos en el Cristo doliente es que aprendemos la gran lección de sufrir y ofrecer por amor. Ahí
de pie junto a la Cruz está María la Madre dolorosa que vestida toda de silencio y de amargura, no grita, no se
desespera, sino que se deja traspasar por esa espada de dolor, uniendo a los dolores del Hijo, sus propios
sufrimientos por las salvación del mundo.
Cuando los dolores físicos nos aquejan, cuando la enfermedad incurable llama a nuestras puertas, cuando se
nos va alguien que amamos profundamente y esa muerte llena de sombras nuestra existencia, cuando la
injusticia nos cerca y ante el dolor de la impotencia, solamente queda un camino para redimir el dolor, y es la
fe…
En estos momentos, fijar nuestros ojos en el que levantaron…fijar nuestros ojos en la Madre dolorosa que
está de pie junto a Él… sumirse en adoración de esa misteriosa y temida realidad que es el dolor es el único
medio para poder sobrellevarlo y hacerlo medio de santificación personal.
En los momentos de dolor, de angustia, de sin sentido que podemos probar debemos estar como María: de
pie junto a la cruz de nuestros hermanos y hermanas, junto a nuestra propia cruz, estar de pie como Ella que
aunque sumida en el dolor y en la injusticia, creyó firmemente en las promesas de su Hijo Dios, estar con su
misma actitud: de abandono porque sabía de quien se había fiado.
En estos momentos, a nosotros cristianos nos corresponde responder como nuestros antepasados, como la
Señora de los Dolores: con la oración. Una oración continua por el hermano o hermana que sufre, orar los
unos por los otros, acompañar a las familias dolientes, a quienes perecen en este valle de lágrimas, a quienes
luchan por seguir adelante, a quienes buscan ser fieles a Dios y a su Palabra, por quienes emigran, por
quienes no tienen condiciones dignas para seguir viviendo, y por todos los dolores de la humanidad.
El dolor es una realidad que no podemos evadir… llega tarde o temprano. Llega directamente a nuestra vida,
o en la persona de alguien que amamos, por eso qué importante es estar vigilantes y a la espera como dice
Jesús, estar preparados, porque no sabemos ni el día ni la hora. Pidamos a Santa María, la Madre Dolorosa,
que Ella esté al lado de nuestras propias cruces, al lado de las cruces de quienes amamos, que continúe
acompañando y dando valor a la Iglesia de su Hijo que peregrina en este mundo.
Con Ella, en los momentos de mayor oscuridad de nuestra vida y de nuestra historia, no busquemos
evasiones, no dejemos que el corazón se llene de sin sentido, vayamos a la oración, fijemos nuestra mirada
interior en esta Madre sufriente al pie de la Cruz, y con Ella fijemos la mirada y el corazón en Jesús: nuestra
única esperanza.
Ora por tí, por todos los que lo necesitan, ora por la Iglesia:
A ti, Purísima Señora de los Dolores, consagramos nuestra Iglesia, en estos momentos de la historia. Tómala
entre tus manos y acogela en tu corazón. Ayúdanos a todos los fieles a saber dialogar entre nosotros, a luchar
por la dignidad de todos los seres humanos, a no dejar de tener hambre y sed de justicia, a ser hombres y
mujeres tolerantes y constructores de paz. Madre de Misericordia, “muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu
vientre”. Ayúdanos a conocerlo, para que como Él, también nosotros pasemos por todas partes haciendo el
bien. Muéstranos a Jesús para buscar siempre, como Él, el bien de las personas, ser sensibles al sufrimiento de
la gente, mirar el dolor de los demás, conmovernos y auxiliarnos con misericordia. Hoy más que nunca,
Santísima Virgen María, Nuestra Señora de los Dolores, tenemos necesidad de que nos muestres a Jesús,
“fruto bendito de tu vientre''.
Santísima Virgen María, acoge en tu regazo a nuestros pastores, ruega por ellos, implora para ellos el Santo
Espíritu y líbralos hoy siempre de todo mal. Ruega por todo el pueblo de Dios Virgen Santa, para que seamos
dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo.