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Narrador: Becky Thatcher había dejado de acudir a la escuela.

Tom había batallado con su


amor propio por unos días y trató de «mandarla a paseo» mentalmente; pero fue en vano. No
sentía ya interés alguno por la guerra, y ni siquiera por la piratería. La vida había perdido su
encanto y no quedaba en ella más que aridez La tía estaba preocupada; empezó a probar toda
clase de medicinas en el muchacho. Era una de esas personas que tienen la chifladura de los
específicos y de todos los métodos flamantes para fomentar la salud o recomponerla. El
tratamiento de agua era a la sazón cosa nueva, y el estado de debilidad de Tom fue para la tía
un don de la Providencia. Sacaba al muchacho al rayar el día, le ponía en pie bajo el cobertizo
de la leña y lo ahogaba con un diluvio de agua fría; le restregaba con una toalla como una lima,
y como una lima lo dejaba; lo enrollaba después en una sábana mojada y lo metía bajo mantas,
haciéndole sudar hasta dejarle el alma limpia, y «las manchas que tenía en ella le salían por los
poros», como decía Tom La tía añadió baños calientes, baños de asiento, duchas y zambullidas.
El muchacho siguió tan triste como un féretro Tom sintió que era ya hora de despertar: aquella
vida podía ser todo lo romántica que convenía a su estado de ánimo, pero iba teniendo muy
poco de sentimentalismo y era excesiva y perturbadoramente variada. Meditó, pues, diversos
planes para buscar alivio, y finalmente dio en fingir que le gustaba el «matadolores». Bebida
cual la tia preparo para tom

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