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Tatá solía dejarle una locha a Egor todos los días para que pudiera comprar algo de comer en la escuela. Ella lo cuidaba y quería como si fuera su propio hijo. Un día, Egor descubre que Tatá ha fallecido, y que le dejó sus ahorros en forma de monedas y lochas en una lata, como una herencia que simbolizaba su profundo cariño por él.
Tatá solía dejarle una locha a Egor todos los días para que pudiera comprar algo de comer en la escuela. Ella lo cuidaba y quería como si fuera su propio hijo. Un día, Egor descubre que Tatá ha fallecido, y que le dejó sus ahorros en forma de monedas y lochas en una lata, como una herencia que simbolizaba su profundo cariño por él.
Tatá solía dejarle una locha a Egor todos los días para que pudiera comprar algo de comer en la escuela. Ella lo cuidaba y quería como si fuera su propio hijo. Un día, Egor descubre que Tatá ha fallecido, y que le dejó sus ahorros en forma de monedas y lochas en una lata, como una herencia que simbolizaba su profundo cariño por él.
Tatá
le
dejaba
todos
los
mediodías
una
locha
en
una
latica
de
mantequilla,
curada
de
uso
y
adornada
con
unas
pinceladas
de
acuarela
que
trazaban
su
nombre:
“Egor”.
Lo
hacía
al
acostarse
para
la
siesta.
Egor
abría
la
puerta
del
cuarto
con
mucho
cuidado,
de
puntillas
daba
pasos
hasta
alcanzar
la
mesa
de
noche,
agarrar
la
locha,
besar
su
mejilla
y
salir
hacia
la
escuela.
El
segundo
turno
de
clases
comenzaba
a
las
dos.
Cuatro
cuadras
era
el
recorrido
hasta
Las
Linajes,
escuela
integrada
para
niños
de
4
a
7
años.
Con
esa
locha,
Egor
compraba
una
sorpresa
y
dos
caramelos
de
leche.
Aseguraba
así
la
chuchería
de
la
tarde.
Tatá
fumaba
tabaco
negro
y
era
Egor
quien
se
los
buscaba
en
la
bodega
de
la
esquina
de
arriba.
Tatá
le
daba
un
medio
y
con
eso
le
pedía
a
Don
Valarico
le
despachara
dos
Pielroja,
cigarrillo
colombiano
que
se
distinguía
por
la
imagen
del
indio
con
su
tocado
de
plumas.
Egor
también
le
traía
a
Tatá
las
papitas
de
leche
desde
la
otra
bodega,
la
de
la
esquina
de
abajo.
Ella
se
sentaba
en
su
mecedora
en
la
entrada
de
la
casa
con
sus
dos
Pielroja
y
las
papitas
de
leche.
Con
Egor
sentado
a
su
lado
en
un
banquito
de
madera,
inhalaba
el
humo
contagioso
y
mordía
pedacito
a
pedacito
las
papitas
de
leche.
Placer
que
disfrutaba
viendo
los
carros
que
transitaban
a
esa
hora
y
la
gente
que
salía
a
pasear
para
ventilar
su
cuerpo
con
la
brisa
vespertina.
Tatá
era
la
madrina
de
Eusebio,
tío
y
padrino
de
Egor.
Quizá
por
esta
relación
afectiva
de
preferencia
familiar,
Tatá
se
sentía
tan
unida
a
él.
Ella
era
quien
lo
vestía
en
la
mañana
para
ir
a
la
escuela.
Esperaba
su
llegada
y
le
daba
el
almuerzo.
Lo
enseñó
a
cepillarse,
a
lustrar
sus
zapatos,
a
peinarse
con
brillantina.
Le
enseñó
a
compartir
y
dar
a
quien
lo
necesitara.
Egor
estaba
atado
a
ella.
Era
una
relación
de
profundo
afecto
y
de
asimilación
de
principios,
morales
y
éticos.
Le
hablaba
de
la
vida
y
sus
cuentos
de
joven,
de
mujer
adulta
soltera
admirada
y
cortejada
por
tantos
caballeros
por
el
derroche
de
hermosura,
simpatía
y
frescura
de
lozana
juventud.
Le
hablaba
también
de
su
nueva
etapa
en
la
vida
como
vieja
madrina
y
los
momentos
tan
gratos
que
pasaba
con
él.
Hecho
que
le
daba
más
ganas
de
vivir.
Ser
eterna,
pues.
Un
día
la
mamá
de
Egor,
Ursulina
que
así
se
llamaba,
lo
despierta
muy
temprano,
lo
viste
apuradita
y
lo
lleva
fuera
de
la
casa.
Llama
a
su
vecina,
una
cuadra
más
allá,
rumbo
al
Este
de
la
calle
y
le
pide
que
se
quede
con
Egor.
Deonilde,
amiga
de
la
infancia
de
Ursulina,
sabía
del
apego
de
él
con
Tatá.
Lo
toma
de
la
mano
y
abrazándole
le
dice:
“…Egor,
aquí
también
te
queremos”.
No
se
sorprendió
por
el
abrazo.
Eso
le
sucedía
con
frecuencia.
Las
amigas
de
su
mamá
cada
vez
que
lo
encontraban
lo
hacían.
Pero
si
le
intrigaba
por
qué
tan
temprano
lo
sacaban
de
su
casa
sin
llevarlo
a
la
escuela.
Caminó
hasta
la
sala
y
en
la
mesa
vió
una
latica
muy
parecida
a
la
de
las
lochas
de
Tatá.
Avanzó
hacia
ella
y
la
agarró.
En
efecto,
comprobó
que
era
la
latica
de
los
mediodías.
La
volteó
sobre
la
mesa
y
cayeron
diez
lochas
y
una
moneda
de
dos
bolívares
de
plata.
Se
le
aceleró
el
corazón.
Presintió
que
algo
pasaba.
Corrió
hacia
la
ventana
y
empinado
mirando
hacia
donde
quedaba
su
casa
logró
distinguir
una
caja
negra
grande
que
salía
del
zaguán.
Deonilde
le
dijo
que
ese
cajón
era
la
urna
de
Tatá
quien
amaneció
muerta;
y
que
ella,
Tatá,
sabiendo
que
moriría,
había
dejado
su
herencia
en
esa
latica
que
Ursulina
le
dió.
Tatá
dejó
dicho
que
él,
Egor,
entendería
su
significado.
Egor
sintió
el
dolor
de
la
muerte;
y,
sin
verter
lágrima
alguna,
manteniendo
la
imagen
fresca
de
Tatá
sentada
en
su
mecedora
fumando
su
pielroja
y
comiendo
sus
papitas
de
leche,
colocó
las
monedas
en
el
bolsillo
de
su
pantalón.
Salió
al
patio
de
la
casa,
solo,
sin
que
nadie
lo
viera
sacó
las
monedas
mientras
las
frotaba
en
sus
manos,
plata
y
cobre
se
fundieron
para
que
en
esas
manitos
el
metal
fundido
dibujara
la
imagen
de
Tatá
y
en
voz
baja
le
dijo:
“…daré
las
lochas
al
mendigo
del
mercado
que
siempre
me
pide
cuando
voy
a
Las
Linaje,
pero
no
le
puedo
hacer
porque
llevo
solo
una;
y
los
dos
bolívares
a
la
señora
que
limpia
la
escuela
que
no
tiene
para
comprarle
ropa
a
sus
hijos.
Compartir
con
el
más
necesitado,
eso
tu
me
lo
enseñaste…”
Inmediatamente
escucha
otra
voz
que
no
es
la
de
él.
Un
susurro,
ronco
pero
muy
claro
que
le
suena
a
Tatá:
“…
desprendimiento,
eso
eres
tu,
compañero
de
mis
últimos
años.
Por
ser
así,
a
ti
nunca
mientras
vivas
te
faltará
la
plata…”
Egor
cumplió
su
compromiso,
solo
que
en
lugar
de
dar
las
10
lochas
lo
hizo
con
9.
Él
se
quedó
con
la
décima
locha.
La
guardó
en
la
misma
latica
de
mantequilla
y
nunca
la
gastó.
Esa
locha
era
como
su
cordón
umbilical
con
Tatá.
Cuando
estaba
en
situación
crítica
frotaba
la
locha
y
escuchaba
a
Tatá
que
le
decía
”…Egor,
tu
sabes
que
nunca
te
faltará
la
plata.
Haz
lo
que
tienes
que
hacer”.
Solo
eso
y
a
Egor
ese
mensaje
le
encendía
la
inteligencia
y
veía
al
solución
en
su
mente.
Egor
confiaba
en
su
energía
espiritual
para
solventar
todo.
Sentía
también,
lo
palpaba
en
el
alma,
que
debía
compartir
la
parte
que
la
indicaba
Tatá
con
el
menesteroso
que
se
le
presentara.
Cuando
necesitó
adquirir
una
nueva
vivienda
por
el
crecimiento
de
su
familia
y
no
tenía
los
medios,
acarició
su
locha
y
Tatá
le
dijo:
“…ve
a
hablar
con
el
Presidente
del
Banco
de
Venezuela…”;
pero,
cómo…si
no
soy
político
ni
tengo
amigos
en
el
gobierno,
replicó
Egor.
“…confía
en
mi
bendición…encontrarás
el
camino”.
No
había
transcurrido
una
semana
cuando
recibió
una
llamada
de
Polonio
Robira,
su
compañero
de
estudios
desde
la
época
de
Las
Linajes
cuarenta
años
atrás,
para
manifestarle
que
había
sido
nombrado
Vicepresidente
de
Créditos
Hipotecarios
del
Banco
de
Venezuela.
Ahí
estaba
el
camino
que
Tatá
le
abrió
a
Egor.
Y
así
como
en
este
caso,
Egor
era
iluminado
por
la
luz
que
le
daba
soluciones.
Él
y
su
familia
siempre
serían
bienaventurados
por
el
espíritu
de
Tatá.
En
su
buena
voluntad
de
ayudar
al
prójimo
y
en
contacto
con
la
gente
más
humilde,
Egor
se
infectó
de
Rinitis
Contagiosa,
enfermedad
respiratoria
de
muy
rara
frecuencia
en
el
adulto
de
buena
salud;
pero
el
vínculo
directo
con
todos
los
menesterosos
en
las
condiciones
en
que
se
encontraran
le
produjo
la
contaminación
mortal.
Aunque
no
quería
morir,
era
inevitable
el
desarrollo
de
la
enfermedad.
Invocó
a
Tatá
y
ésta
le
dijo
que
era
la
decisión
del
Ser
Supremo.
Como
última
concesión
le
pidió
no
desamparar
a
su
familia.
Tatá
le
recordó
a
Egor
que
su
familia
era
también
la
suya.
Al
morir,
el
día
de
su
velatorio,
a
su
esposa
Clarencia
se
le
acercó
una
bella
dama
derrochando
hermosura,
simpatía
y
frescura
de
lozana
juventud;
y,
sin
decir
palabra
le
entregó
un
cofre
muy
pequeño
que
agarró
con
sus
manos,
lo
abrió
y
había
una
moneda
adentro,
la
tomó
y
reconoció
que
era
una
antigua
locha
cubierta
con
unas
gotas
de
plata
de
una
vieja
pieza
de
2
bolívares,
levantó
la
cara
para
preguntarle
a
la
mujer
el
significado
de
esa
moneda,
pero
la
joven
dama
no
estaba.
Había
desaparecido,
solo
dejó
un
aroma
a
tabaco
negro
mezclado
con
el
sabor
dulce
de
las
papitas
de
leche…
.