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EL CASTILLO DE LAS SIETE TORRES

Había una vez un padre que tenía tres hijas. Eran tan pobres que muchos días sólo
podían comer peladuras de patata. Un día el padre se sintió mal y comprendió que muy
pronto iba a morir. Entonces reunió a sus tres hijas, les entregó un saco lleno de ceniza y
les dijo que deberían salir de casa a buscar fortuna y que ese saco era todo cuanto podía
darles como dote.
–No parece mucho –les dijo el padre–, y en verdad no lo es; pero llevadlo con
vosotras a donde vayáis porque os dará la suerte que necesitáis para ser felices.
Al día siguiente, las tres muchachas, todas llorosas, se echaron el saco a la espalda,
acordando que cada una lo llevaría un trecho, y salieron a buscar fortuna.
Anda que te andarás, se les echó la oscuridad encima cuando estaban en mitad de un
espeso bosque. No habían comido nada en todo el día y, sin saber qué hacer y muertas
de hambre, optaron por subirse a las ramas de un pino para pasar la noche, no fuera a
ser que hubiera alimañas por allí que las atacasen para devorarlas. Y como no sabían si el
bosque era peligroso, una vez que subieron a lo alto del pino dejaron caer un puñado de
cenizas al suelo cada una de ellas y la ceniza quedó extendida al pie del árbol. A la
mañana siguiente, cuando bajaron, vieron que en la ceniza estaban marcadas las pisadas
de un gigante tan grande que debía de dar miedo con sólo mirarlo.
Total, que sin saber qué hacer ni a dónde ir, reemprendieron su camino a la buena de
Dios y allá que fueron atravesando bosques y más bosques y montes y más montes sin
encontrar un alma. Y otra vez se les hizo de noche y, como en la noche anterior, se
subieron a lo alto de un pino y volvieron a echar los tres puñados de ceniza. A la mañana
siguiente, allí estaban marcadas las pisadas del gigante feroz. Otra vez se echaron al
camino, con un hambre que ya no podían más y con el miedo metido en el cuerpo por
causa del gigante, y venga a andar y andar sin encontrar persona ni casa alguna, siempre
las tres solas por aquellos parajes de monte y bosque y alimentándose de raíces y bayas.

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Hasta que a la tercera noche, cuando ya se preparaban para buscar un árbol, vieron allá
lejos, muy lejos, una lucecita pequeña, muy pequeña, y las tres hermanas siguieron
andando a toda prisa hacia ella. Cuando llegaron cerca, muy cerca, vieron que se trataba
de un castillo grandioso, con siete torres tan altas, tan altas, que parecían tocar el cielo.
Llamaron a la puerta, que también era muy alta, y les abrió una princesa hermosísima,
toda cubierta de oro y brillantes, que les preguntó quiénes eran y qué querían, y las tres
pobrecillas le pidieron que las dejara dormir allí esa noche. Apenas hubo oído esto, la
princesa les aconsejó que huyesen de inmediato, porque aquél era el castillo de un
gigante que, de día, recorría los montes y bosques y, ya bien entrada la noche, volvía a
cenar y a dormir al castillo; si las encontraba allí, les dijo la princesa, se las comería en
tres bocados.
Las tres muchachitas le dijeron que se esconderían bien y no pasaría nada, pero la
princesa replicó que el gigante tenía un olfato muy fino y que, desde siete leguas antes de
llegar al castillo, sería capaz de olfatearlas y que, cuando llegase al castillo, vendría con la
boca hecha agua y las encontraría al instante. Ahora sí que ya no les llegaba la camisa al
cuerpo a las pobres muchachas, pero estaban tan rendidas que insistieron en quedarse a
pesar del peligro, porque no podían dar un paso más.
La mayor se escondió detrás de una artesa, la mediana en una bota de vino y la
pequeña detrás de la puerta.
Al cabo de un rato se sintió como un terremoto que hacía temblar todo el monte, el
mismo castillo crujía y se tambaleaba, y las siete torres se balanceaban de un lado a otro
como árboles sacudidos por un ventarrón. Eran las pisadas y los bufidos del gigante, que
venía a dormir. Y ya desde lejos venía diciendo en voz tan alta que atronaba los cielos:
–Ñam, ñam, qué rico olor de carne humana siento; ñam, ñam, qué rica debe de estar.
En cuanto entró en el castillo, preguntó qué habían traído para cenar, porque olía
deliciosamente a carne humana y tenía un hambre de lobo. ¡No hace falta decir el susto
que se llevaron las pobres muchachitas! La princesa le dijo que no había traído ninguna
carne, que debían ser las ganas de comer lo que le hacía creer que había carne humana
para cenar. El gigante se enfurruñó al oír esto y empezó a andar de un lado a otro
gruñendo y amenazando. Luego, más calmado, cogió el pan que había en la mesa y se lo
comió en cuatro bocados; entonces fue a buscar más pan a la artesa y vio que allí estaba
escondida la mayor de las hermanas.
–¡Ah! –gritó el gigante a la princesa–. ¿Ves cómo tenía yo razón? Pues ahora me voy a

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comer a las dos: a esta niña porque me apetece y a ti por haberme engañado.
La pobre hermana mayor le pidió perdón y el gigante no le hizo caso, pero, como la
encontró muy flaca, le dijo a la princesa:
–Ésta está tan flaca que hoy no comería más que huesos, así que ocúpate de
engordarla y ya me la comeré el primer día de fiesta. Y, mientras tanto, que se ocupe de
amasar el pan.
A continuación se bebió la jarra de vino en dos tragos y fue a la bota a buscar más.
Como le pareció que el vino salía turbio, miró bien adentro por todas partes a ver si la
bota estaba dañada y, al agitarla, la hermana mediana, que estaba agarrada a ella, cayó al
suelo. Y así que la vio, dijo el gigante:
–¡Ajá! ¿Conque no había carne humana para cenar? Ganas me dan de comeros ahora
mismo a ti y a esta desdichada.
La pobre muchacha lloró y suplicó y, como estaba igual de flaca que su hermana, al
final el gigante se la dio a la princesa para que la engordase y, de paso, la ayudase a
limpiar.
La hermana pequeña estaba muerta de miedo detrás de la puerta. El gigante, entonces,
fue a cerrar la puerta y, naturalmente, la encontró allí detrás. Se la quería comer como
postre, pero le ocurrió lo mismo que con las otras dos: estaba demasiado flaca y se la dio
a la princesa para que la engordase y para que la ayudara a encender el fuego de cada
día.
Durante toda una semana, la princesa estuvo alimentando a las muchachas a base de
bien y al cabo de la semana las tres estaban gordas a más no poder. Lo malo era que,
cuanto más comían y mejor vida se daban, más tristes se ponían y más asustadas
estaban, porque sabían que el gigante se las comería sin remedio. Un día antes de la
fiesta se reunieron las tres para ver cómo podrían salvarse. Quedaron de acuerdo en que
la pequeña, cuando calentara las tenacillas para alisar los cabellos de la princesa, las
tendría bien candentes y así le quemaría la cabeza y la mataría; y que la mayor, antes de
que se levantara el gigante, que solía dormir dentro del horno de pan para aprovechar el
calor, avivaría el fuego hasta hacer una buena fogata, cerraría la puerta y lo dejaría
quemarse dentro.
Y dicho y hecho. La pequeña requemó la cabeza de la princesa, que en seguida quedó
muerta, y la mayor asó al gigante dentro del horno. Y muertos el gigante y la princesa,
quedaron ellas solas como dueñas y señoras del castillo.

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Lo primero que hicieron fue buscar las llaves de las habitaciones y abrirlas todas.
Descubrieron que la más grande estaba llena de vestidos de seda, bordados de oro y de
brillantes, de todas las medidas y para todos los gustos; si uno era hermoso, el otro lo era
más.
En otra habitación, un poco más pequeña que la anterior, encontraron miles y miles de
pares de zapatos, bordados con hilo de oro y plata, cubiertos de diamantes y brillantes y
con hebillas de oro; también había para todos los gustos y de todas las medidas. Y en
otra habitación, más pequeña que la anterior, hallaron una hermosura de joyas, peines,
collares, brazaletes, anillos, pendientes, dijes y colonias de mil olores, todo de lo mejor y
de lo más fino. Total, que las tres se vistieron como unas marquesas, cada una se puso lo
mejor que había de su medida y, ahora, si la una parecía rica y bella, la otra lo parecía
más, y la verdad es que no habría habido ojos suficientes para admirarlas a las tres.
Y así vestidas y acicaladas, bajaron al establo y encontraron seis caballos y tres
carrozas a cuál mejor y más lujosa.
Cada una enganchó dos caballos a su carroza y se dispusieron a partir hacia la ciudad
donde habitaba el rey. Pero, de pronto, la pequeña recordó el saco de ceniza que les
había entregado su padre como dote y del que les había dicho que les daría la suerte que
necesitaban para ser felices. El caso es que cada una se disponía a ocupar una carroza
distinta, de modo que, después de pensarlo, decidieron, por si acaso tenían que
separarse, repartir la ceniza en tres partes iguales y cada una cargó con la suya.
Llegaron las tres a la ciudad, montadas en sus carrozas, y toda la gente se detenía en la
calle a su paso o salía a los balcones a contemplarlas, porque las tres doncellas eran tan
hermosas como llamativas sus carrozas. Total, que corrió la voz por la ciudad y cada vez
acudía más gente a verlas pasar, y la noticia de su presencia llegó hasta el mismo palacio.
Allí estaban los tres hijos del rey, que, al enterarse, no pudieron reprimir su curiosidad y
fueron también a verlas. Naturalmente, en menos de lo que se tarda en contarlo, cayeron
enamorados de las tres doncellas y fueron a ver a su padre para decirle que se querían
casar con aquellas hermosas muchachas que paseaban por las calles de la ciudad. Y así
fue como las tres encontraron la felicidad y todavía hoy guardan su parte de ceniza en
una arqueta bajo la cama.

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