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L
a antropología sociocultural usualmente surge de la banalidad de
la vida cotidiana. Comenzaré este capítulo con tres relatos banales.
En enero de1999 Amartya Sen, Premio Nobel de Economía,
fue detenido en el aeropuerto de Zurich, Suiza, cuando iba a un congreso
en Davos porque entró al país sin visa. No importó que el señor Sen
llevara sus tarjetas de crédito ni que tuviera el permiso de residencia en
Estados Unidos. No importó que dijera que los organizadores del evento
le habían prometido la visa al llegar al aeropuerto. Los norteamericanos
y los europeos occidentales pueden entrar a Suiza sin visa, vayan o no
a un congreso. El señor Sen, sin embargo, usó su pasaporte hindú. La
policía suiza estaba preocupada de que se convirtiera en un dependiente
del Estado, como usualmente sucede con los hindúes. La ironía de esa
historia es que el señor Sen iba en camino al Foro Económico Mundial.
El tema del foro ese año era “Globalidad responsable: manejando el
impacto de la globalización.”
Menos divertida pero no menos irónica es la historia del “turco” de
catorce años que fue deportado a Turquía por el gobierno de Alemania
—cuando, de hecho, nunca había estado en Turquía puesto que había
nacido y crecido en Alemania. Esta historia fue menos divertida pero
igualmente banal porque los casos similares no son raros. Los gobiernos
de Francia y Estados Unidos frecuentemente deportan a los “extranjeros”
cuyos hijos en edad escolar son ciudadanos de esos países por nacimiento.
Aún menos divertido fue el encuentro entre un tal Turenne Deville y el
gobierno de Estados Unidos en la década de 1970. Al saber que el Servicio
de Inmigración y Naturalización lo iba a deportar a Haití el señor Deville
se ahorcó en su celda. Una historia trágica pero banal porque el suicidio
del señor Deville no es más dramático que las apuestas de cientos de
refugiados haitianos que siguen buceando —literal y figurativamente—
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Pensando el Estado
Este ejercicio, aunque exploratorio, requiere una base conceptual.
Necesitamos determinar a qué nivel(es) podemos conceptualizar mejor
el Estado. ¿El Estado es una entidad concreta, algo “allá afuera,” o es
un concepto necesario para entender algo allá afuera? ¿Es una ideología
que ayuda a enmascarar algo más allá afuera, un escudo simbólico del
poder, por así decirlo?
Desafortunadamente los antropólogos socioculturales no han puesto la
atención que merecen estas preguntas. En una revisión de la antropología
del Estado Carole Nagengast (1994:116) escribió: “En la medida en que
la antropología ha tratado con el Estado lo ha tomado como un supuesto
sin analizar.” Lo interesante es que el tratamiento del Estado de la propia
Nagengast en el contexto de su evaluación no intenta volver objeto de
estudio este supuesto no analizado.53 De hecho, ¿existe un objeto qué
estudiar?
El antropólogo A.R. Radcliffe-Brown respondió esta pregunta con
un “no” rotundo que debe llevarnos a pensar, incluso si no estamos de
acuerdo con su extremismo. En su introducción de 1940 a African political
systems (Sistemas políticos africanos), de Meyer Fortes, Radcliffe-Brown
(1955 [1940]:xxiii) escribió:
En los escritos sobre instituciones políticas existe una gran cantidad
de discusión sobre la naturaleza y origen del Estado, usualmente
representado como una entidad situada sobre y encima de los indivi-
duos que forman una sociedad, teniendo como uno de sus atributos
algo llamado “soberanía” y del que se dice que tiene una voluntad
(la ley se define como la voluntad del Estado) o que da órdenes.
En este sentido el Estado no existe en el mundo fenoménico; es
una ficción de los filósofos. Lo que existe es una organización, i.e.
una colección de seres humanos individuales conectados por un
complejo sistema de relaciones... No existe el poder del Estado.
Uno puede llamarla muerte por conceptualización en la medida en que
Radcliffe-Brown conceptualizó el Estado para olvidarlo. Sin duda, esa
respuesta lleva el peso añadido del individualismo empirista y meto-
dológico. Sin embargo, Radcliffe-Brown no sólo estaba diciendo que
“ejército” es sólo el plural de “soldados;” tampoco estaba diciendo que
el Estado no existe porque no lo podemos tocar. Las instituciones guber-
namentales tienen diferentes niveles de complejidad, incluso por el bien
de la funcionalidad —cuando no por el bien del funcionalismo. Así, una
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Cambiando contenedores
La idea de que el Estado era un contenedor natural —y, de hecho, el
único legítimo— de las poblaciones y de las prácticas que las definían
fue propuesta en términos más vigorosos, inicialmente, por el gobierno
de los francos bajo Francisco I. Aunque la Francia absolutista trató de
poner esta idea en práctica a través de la francecización forzada del hexá-
gono, desde Francisco I hasta Luis XIV y la Revolución, su éxito sólo
fue parcial. La historia lingüística también ilustra este asunto: el idioma
de la Isle de France, que más tarde se volvió el francés estándar, no era
la lengua madre de la mayoría de los ciudadanos franceses en la época
de la Revolución Francesa (Calvet 1974:166). La tarea de nacionalizar,
totalmente, el Estado Francés recayó en un pequeño corso cuyo primer
idioma no era el francés —y que nació menos de un año después de que
el ejército francés tomara el control de su isla. También requirió, desde
luego, la hegemonía política y cultural de la burguesía francesa.
La lección es clara: la fusión del Estado y de la nación es un proceso
que requiere tiempo, intervención constate y mucho poder político. Las
reformas napoleónicas de las instituciones francesas y sus correcciones
sucesivas hasta la Segunda Guerra Mundial casi alcanzan el sueño de
lograr una Francia culturalmente unificada. Pero incluso entonces la
realidad introdujo sus discrepancias inevitables. En sus escritos auto-
biográficos el Premio Nobel de Literatura de 1947 Andre Gide (1929),
educado como protestante en un país mayoritariamente católico, recordó
su niñez multilingüe y su carencia de raíces nacionales; mostró esta
ausencia de ruinas como una insignia de honor en su famosa respuesta
al nacionalista de derecha Maurice Barrès, cuya novela Les déracinés
(1897) pedía una nueva estimación de las raíces francesas.57 Aún así
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puedo argumentar que los gobiernos burgueses del siglo xix fueron más
capaces de hacer cumplir la idea del Estado como un contenedor natural
—y las sociedades burguesas del siglo xix más dispuestas a aceptarlo. De
hecho, en un lapso de tiempo sorprendentemente corto la naturalización
del Estado-nación se volvió una de las ficciones más poderosas y persua-
sivas de la modernidad, una parte esencial de las narrativas noratlánticas
sobre la historia mundial.
El problema actual con esta narrativa es que se ha vuelto, repentina-
mente, menos persuasiva, aunque no estamos enteramente seguros de
qué debe reemplazarla, acaso. Los cambios en las funciones y fronteras
de los Estados nacionales generan confusión, incluso entre los científicos
sociales, en parte porque ahora la globalización produce espacialidades
—e identidades— que atraviesan las fronteras nacionales de manera
más obvia que antes y en parte porque las ciencias sociales tienden a dar
por hecho estas fronteras. Los científicos sociales argumentan sobre la
relevancia decreciente del Estado, los políticos y los activistas debaten
sobre la medida en que el Estado debe ser multicultural y los reaccionarios
en todo el Atlántico Norte vociferan sobre la necesidad de asegurar sus
fronteras contra los inmigrantes no deseados.
El patrón ya debería ser conocido: hace eco de otros patrones expuestos
en este libro. La idea inicialmente propuesta por el Renacimiento europeo
en términos poderosos, aunque indistintos, fue institucionalizada en el siglo
xix, rápidamente, obteniendo el poder de un universal forzoso, sólo cues-
tionado por las experiencias cambiantes que singularizan nuestra época.
La solución que propongo también debería ser conocida. Primero,
debemos tomar distancia del siglo xix y rechazar los términos restrictivos
con los cuales enmarcó los legados del Renacimiento. Estaremos mejor
equipados para evaluar los cambios que caracterizan nuestra época si los
abordamos con la conciencia sobria de que el Estado nacional nunca fue
el contenedor cerrado e inevitable —en términos económicos, políticos
o culturales— que pretendieron los políticos y los académicos desde el
siglo xix. Una vez veamos la necesidad del Estado nacional como una
ficción vivida de la modernidad tardía —de hecho, posiblemente como un
corto paréntesis en la historia humana— estaremos menos sorprendidos
por los cambios que enfrentamos ahora y podremos responderlos con la
imaginación intelectual que merecen.58
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Caos postcolonial
Las etnografías de los efectos estatales —como se registran en la
experiencia vivida de los sujetos— son más urgentes en las sociedades
postcoloniales; allí las instituciones nacionales nunca produjeron esos
efectos tan exitosamente como en la mayoría de los países industrializados
y allí el emplazamiento producido por la globalización encuentra mucha
menos resistencia. Desafortunadamente la idea común de que los Estados
independientes emergieron en la periferia de la economía mundial como
reemplazo de las unidades políticas coloniales no ha generado el debate
necesario sobre su especificidad o la del Estado colonial (pero véanse
Alavi et al. 1982; Trouillot 1990; Comaroff 1997; Coronil 1997). El
Estado postcolonial no sólo tiene muchas heridas coloniales; también
desarrolló características propias que hacen que el encuentro con las
fuerzas de la globalización sea significativamente diferente que el del
Atlántico Norte. Usando mi trabajo previo sobre el Estado postcolonial
(Trouillot 1990) señalaré algunas de las características que ahora merecen
una atención más cercana y que estimulan etnografías que no confían en
la obviedad de las instituciones nacionales.
Todos los Estados miran hacia fuera, en alguna medida, dada su
inserción en el sistema interestatal del cual dependen para su viabilidad,
su reproducción y su capacidad de reclamar jurisdicción. El aislamiento
impuesto desde afuera o la retórica aislacionista generada desde adentro
escasamente atenúan esta centrifugalidad pero en el Atlántico Norte las
conexiones externas, acaso indispensables, dan el apoyo que permite
que los efectos estatales se logren en casa a través de las instituciones
locales. Por contraste, en la periferia las fuerzas centrífugas inherentes a
la dependencia política y económica ganan fuerza suficiente para desafiar
la dirección centrípeta del Estado. Las unidades políticas periféricas no
sólo miran hacia afuera sino que sus prioridades domésticas sólo pueden
ser establecidas y alcanzadas a la luz de la posición subalterna del país en
la economía mundial y en el sistema interestatal. La dependencia aparta
al Estado periférico de los países industrializados.
En muchas sociedades postcoloniales la disyunción entre el Estado
y la nación, usualmente enmascarada con éxito parcial en el Atlántico
Norte, se expande tanto que puede volverse una característica cotidiana
(Trouillot 1990). La ficción de las entidades homogéneas nunca preva-
leció en el Sur o en Europa Oriental. El Estado periférico nunca produjo
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a que se aferren a una identidad nacional que dice abarcar a todos los
ciudadanos por igual pero que no provoca una chispa representativa en su
imaginario político. También es menos probable que los principales líderes
de esas pandillas, sectas o movimientos con los cuales se identifican los
individuos tomen el poder del Estado en su propio nombre o, si lo hacen,
que adquieran legitimidad en el sistema interestatal. Algunos de los grupos
religiosos que interpelan a una ciudadanía fragmentaria —desde el Falong
Gong en China hasta las sectas evangélicas en América Latina y el Caribe
pero con base en Estados Unidos— dicen no tener interés en el poder
político directo. Esta pretensión puede cambiar a medida que crezca su
número. A pesar de todo, mientras las tensiones separatistas, étnicas y
faccionales alimentan y reproducen la fragmentación nacional aumenta
la probabilidad de conflictos intestinos en los países situados fuera del
Atlántico Norte; también aumenta la probabilidad de conflictos fronterizos
que ayuda a encubrir, aunque sea temporalmente, la debilidad interna del
Estado. La globalización ha hecho explícita la debilidad congénita del
Estado periférico: su dificultad para producir efectos de identificación.
Las etnografías centradas en la experiencia vivida de los sujetos tendrán
que demostrar cuándo se producen esos efectos, a través de qué grupos
institucionales y explorar las consecuencias de este desplazamiento.
Como sugiere esta discusión los intereses políticos son suficientemente
altos como para justificar esa investigación; también lo son los intereses
intelectuales.
El debilitamiento del Estado periférico —más obvio en la identifica-
ción de los sujetos— se reproduce con relación a los efectos señalados
en este capítulo. Ya mencioné el poder creciente de las ongs y de las
instituciones trans y supranacionales en la producción del aislamiento y
de la legibilidad de los efectos del Estado en las sociedades periféricas.
Las organizaciones internaciones, privadas o patrocinadas por el Estado,
ahora ayudan a formar una esfera pública incipiente en la periferia que
se expande más allá de los confines nacionales. Para bien o para mal esta
nueva arena incorpora los tropos dominantes del Atlántico Norte, desde el
lenguaje del movimiento ecológico hasta el discurso sobre los derechos
humanos individuales y la retórica de las preferencias étnicas o raciales.
El conocimiento necesario para administrar las poblaciones locales en
la postcolonia tiende a acumularse en manos extranjeras, privadas y con
patrocinio estatal. Esos desarrollos recientes sólo confirman la necesidad
de etnografías detalladas que documenten la extensión del emplazamiento
y revelen si implica la producción de sujetos fundamentalmente nuevos
y cambios básicos en el alcance y la potencia del poder del Estado.
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Coda
Esta banalidad es un asunto de perspectiva. Como todas las perspec-
tivas, sólo es reveladora bajo ciertas circunstancias. A medida que nos
acerquemos a temas etnográficos y metodológicos quizás queramos
detenernos y hacer más explícitas las lecciones aprendidas en esta explo-
ración del Estado.
La lectura crítica de Radcliffe-Brown y Abrams, entre otros, debería
alertarnos de que los conceptos no son palabras ni definiciones; tampoco
son términos que pueden, simplemente, ser reemplazados por una glosa
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