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MANÚ

Nona Fernández

Manú, pedazo de plástico negro sobre la cómoda de mi pieza. Cierro


los ojos y la pienso así, vestida de rojo, con el pelo crespo y
apelmazado enmarcándole su cara morocha de negra candombera.
Tuert a del ojo izqui erdo, sus pest añas sinté ticas fundidas unas con
otras, clausurándole la vista. Sucia de polvo y manchas de baba
luego de tantas noches durmiendo conmigo. Manú. Mi muñeca vieja,
pelienta, cochina. Abro la puerta de la casa y su imagen se me cruza
en la cabeza antes de salir. Una aparición de otro tiempo, un
recuerdo añejo que me pena y me tira del pelo para que vuelva por él.
Voy con mi mochila a cuestas, me llevo todos los cachureos que
puedo, pero entre ellos no va mi Manú. ¿Dónde está? No puedo
escapar de aquí sin ella. Me voy de esta casa de una buena vez y se
me ha olvidado traer mi muñeca.

El comedor huele a podrido. Siento ese tufo a cigarro y vino


pasándolo todo. Los platos sucios de la comida de ayer. Conchos de
licor en los vasos pegoteados, marcas del rouge de mi madre
estampadas en los cristales. Tres botellas de vino vacías sobre la
mesa. Moscas sobrevolando los restos de un pescado frito. Espinas
de congrio desparramadas en la alfombra, mezclándose con las
cenizas y las colillas de una cajetilla vacía y arrugada en el cenicero.
En medio de ese despelote, mi hermana chica dibuja con sus lápices
de color. Está tirada en el suelo. No le importa la mugre, ignora todo,
las moscas, la grasa.
—Toña, ¿has visto una mu ñeca negra con un vestido rojo?
Mi hermana no contesta.
—La última vez que la vi estaba en mi cómoda. Pero eso fue hace mucho. ¿Tú
no la tienes?
Toña sigue pintando, no dice una palabra. Ella es así, contesta cuando quiere.
Seguro que está molesta porque me voy. No se lo he dicho, pero lo debe
saber. Es chica, todavía tiene las rodillas llenas de costras, pero intuye que
dejo esta casa, que le heredo todo, que no volveré nunca. Quizá por eso no
me mira. Quizá por eso me ignora y sigue pintando como si yo no existiera.
—No sé... —insisto—. Pensé que en una de ésas, la mamá te la regaló a ti.
Mis palabras resuenan entre las paredes sin respuesta. Toña deja de pintar y
levanta la vista un momento. Sus pupilas se detienen en mí. Parece
sorprendida. Un puchero triste le enmarca la boca. Los ojos se le hinchan de
lágrimas, se le vuelven colorados. Toña me mira asustada y entonces, de golpe,
se pone de pie y corre a encerrarse en su pieza.
—¡Ándate! —grita detrás de su puerta—. ¡Déjame tranquila! Yo la escucho y
no tengo nada que decir. Sé lo que piensa y por muy pendeja que sea, tiene
razón. No debí haberle preguntado eso. Hace tiempo que mi mamá ya no le
regala nada. Solo toma vino hasta tarde, enciende y apaga cigarrillos, llora, a
veces grita. Mancha los vasos, el mantel, la alfombra. La casa entera.

Manú llegó para un cumpleaños. Apareció envuelta en un papel amarillo y salió


de una caja de cartón ilustrada con congas y palmeras. Traía cara de chiste, una
sonrisa simpática instalada en el medio de su rostro oscuro. Manú es una negra
sabrosona. Por las noches, cuando la luz se apaga y nadie la ve, baila al ritmo
de los tambores. Supongo que mueve sus caderas bajo ese vestido rojo y
repolludo. Menea su ombligo, su cintura. Muchas veces quise verla
bailoteando arriba de mi cómoda. Me hacía la dormida y deslizaba mi mano
lentamente por las sábanas hasta llegar al interruptor de la luz. La ampolleta se
encendía, y al mirar a Manú, la muy tramposa se quedaba quieta, como si
nunca se hubiera movido.
Manú. ¿Cuánto tiempo pasaste bailando sobre mi cómoda? ¿En qué momento
te bajaste de ahí? Ahora te busco por todos lados y no logro dar contigo. Abro
el clóset, doy vuelta los cajones, reviso bajo mi cama.
En la pieza de mi madre te veo estampada en una foto. Es una foto vieja. Estás
entre mis manos, sentada conmigo en los escalones del patio. Todavía no eres
tuerta. Tu ojo izquierdo mira directamente a la cámara y sonríes con tu carita
plástica pegada a la mía. Mi madre tiene esta foto en el velador. Se duerme a
diario mirándola. Un par de pastillas, un trago de pisco, la visión de tu rostro
morocho junto al mío desteñido, y el sueño tarda, pero llega. Ahora mismo
quisiera preguntarle por ti. Decirle si te ha visto, si fue ella quien te guardó en
algún sitio.
—¿Te acuerdas de Manú, mamá? ¿Sabes dónde puede estar?
Mi madre duerme sobre la cama. Por más que hablo no me escucha. Está
medio borracha. Lleva esa bata apolillada que no se quita nunca. La boca
entreabierta. Un hilo de saliva escurriéndose por sus labios y manchando la
almohada. Los ojos se le mueven bajo los párpados. Quisiera filtrarme en su
cabeza, colarme entre sus sueños porque tal vez ahí pueda escucharme mejor.
Seguro que allá está más sobria, más tranquila.
Mamá de pelo limpio y peinado, con el maquillaje bien dispuesto sobre su
rostro. Mamá olorosita. Perfume a jabón, a colonia, a cremas de limpieza.
Mamá de piernas firmes, de caderas generosas, de pechugas gordas afirmadas
con un sostén de encaje azul. Mamá en mi cumpleaños. Una torta con pocas
velas sobre la mesa del comedor. Yo no soy la de ahora, soy más chica. Me
faltan dos dientes en la risa. Mamá con un paquete de regalo color amarillo,
caminando hacia mí, dándome un beso jugoso, entregándome una caja que yo
abro de golpe. Mamá y Manú. Manú apareciendo detrás del envoltorio
colorinche, su carita de chiste, sus ojitos de aceituna. ¿La recuerdas, mamá? Tú
me la regalaste hace tiempo y ahora quiero llevármela, pero no la encuentro.
¿Dónde está?
Mi madre despierta de golpe con un nudo en la garganta. Se echa a llorar a
moco tendido como si regresara de una pesadilla. El cuerpo de mi madre se
sacude entre sus pucheros desconsolados. No me atrevo a hablarle. Me voy.
Soy una sombra silenciosa abandonando su pieza.

Es difícil irse de casa. Hay un pedacito de uno en cada rincón. Las manchas de
la entrada las hice yo con mi bicicleta. Cada vez que salía, las ruedas quedaban
estampadas en la pared blanca. Los cuadros del comedor también son míos.
Los hice cuando me dio por pintar. Mi madre los enmarcó y hace tiempo que
cuelgan junto a la mesa. No es que me gusten, pero si me voy no volveré a
verlos.
Tampoco podré leer en el patio por las tardes, ni comer las uvas del parrón, ni
encerrarme en mi pieza cada vez que quiera estar sola. No veré nunca más el
gomero de la entrada. Es cierto que ahora está seco, que ya nadie se preocupa
de regarlo, pero sigue siendo el gomero, el gigante verde que golpea sus
ramas en los cristales cada vez que corre viento. Todo está venido a menos en
mi casa. Todo se ha podrido un poco. Siempre quiero irme. Este no es el
primer intento, pero por alguna razón, me cuesta alejarme de aquí. Supongo
que Manú es esa razón.
Subo al desván y abro cuanta caja se cruza por mi camino. Quizá la encuentre
acá. Revistas añejas. Ropa de guagua. Fotos antiguas. Fiestas, paseos,
cumpleaños, bautizos. Una caja lleva mi nombre con letras mayúsculas. Son
letras recientes, escritas con un plumón negro medio gastado. La abro y en ella
encuentro un montón de cachureos viejos. Mi primer diente de leche, un par
de dibujos hechos para el día de la madre, algunas cartas enviadas desde la
playa, mi último chupete. Mi vida entera archivada en una caja de cartón.
Antes mi mamá tenía la costumbre de embalar las cosas viejas, de guardarlas
bien empaquetadas para no olvidarlas ni perderlas. Antes mi madre era así.
Ordenada. Se levantaba temprano, desayunaba con nosotras y luego partía al
trabajo. Antes mi madre trabajaba. Al llegar, bañaba a la Toña por las noches y
se acostaba un rato a nuestro lado. Su olor quedaba entre mis sábanas
y a mí me gustaba dormir con su perfume en la almohada. Ahora mi madre
huele a vino y a pastillas para dormir. Se olvidó de estas cajas como yo me
olvidé de mi muñeca.
Manú. Debí haberte embalado en una caja de éstas para no echarte al olvido.
Sé que ya no estoy para muñecas, pero ahora me voy y quiero que me
acompañes. Me iré a un lugar mejor, como ése del que tú vienes. Un paisaje
con palmeras, con sol, con congas y tambores que me hagan bailar el día
entero. Una playa. Una selva. Un sitio donde no extrañe el parrón, el gomero o
las manchas de mi bicicleta estampadas en la pared blanca de la entrada.
Escucho a mi madre subir por la escalera. Sus pasos borrachos enmarcados en
el sonido de las alpargatas. Un peldaño tras otro. A ella no le gusta que nos
metamos acá, dice que este espacio le pertenece, que éstas son sus cosas. No
quiero que me sorprenda revolviéndole todo. De pronto la puerta se abre de
golpe y mi madre aparece con la Toña en brazos.

—¿Ves que no hay nadie? —dice con su lengua traposa. Mi hermana mira
asustada. Recorre todo el lugar con sus ojos desconfiados.
—Yo escuché un ruido, estoy segura.
—No sigas con eso, Toña. Aquí no hay nadie.
Los ojos de la Toña se topan con los míos. Sus pupilas se encandilan con mi
presencia. Yo me llevo el dedo índice a la boca y le hago un gesto para que se
quede callada, para que no me delate, para que mi madre no se entere de que
fui yo la que subí a desordenarle todo. Pobre Toña. Me mira espantada y se
escurre como una gota de los brazos de mi madre. Se desliza húmeda y rápida
hasta tocar el suelo y salir corriendo. No dice nada. Solo huye en silencio y baja
las escaleras.
—¡Toña! —grita mi madre, pero nadie le contesta.
Mamá se queda sola en el medio de este desván en penumbras. Cajas sobre
cajas. Papeles, cachivaches viejos. Recuerdos almacenados y archivados. Ella
mira todo el desorden que yo dejé y suspira con cara de cansancio. Saca
torpemente un cigarro del bolsillo de su bata sucia. Los dedos le tiemblan, es
tan difícil encenderlo con los fósforos. La pequeña llama va y viene sin que
logre dar con su destino. Las cerillas se le apagan, se le caen. Mamá cree que
enciende el cigarro y se sienta a fumar sobre una caja. Aspira y exhala un humo
imaginario, siente el placer de un tabaco mentiroso entrando a su cabeza
borracha. Mamá juega a fumar con calma. Mientras lo hace recorre con sus
ojos todo el despelote que es este desván. De pronto se detiene en un rincón.
En un bulto cubierto con una sábana. Los ojos de mi madre se concentran en él
como si pudieran traspasar el género y ver lo que hay detrás. Ella sabe de qué
se trata. Ella misma lo trajo hasta acá. Seguro que lo embaló, le escribió algo
encima con un plumón gastado, y luego lo cubrió con esa sábana para mirarlo
como ahora lo hace. Intuyo un par de lágrimas colgándole de las pestañas,
pero puede ser el polvo, o el encierro. Seguro que es eso. Mi madre deja caer
el cigarro y luego se acerca al bulto para descubrirlo. Frente a ella aparece mi
bicicleta. Lo que quedó de mi bicicleta.

La primera vez que quise irme, también pensé en Manú. Antes de salir abrí la
puerta de la casa y caí en cuenta de que no la llevaba conmigo. Me devolví y
pregunté a Toña por ella. Revolví mi pieza, mis cajones, el desván. Nada. Solo
después de mucho buscar decidí olvidarla y tomé mi bicicleta para salir de una
vez. Afuera, la calle. El frío. Una llovizna gruesa mojando el pavimento. Mis
piernas pedaleando con fuerza. Uno, dos. Uno, dos. Quería airearme un poco,
ver cómo eran las cosas en otro sitio, pedalear hasta que ya no pudiera más y
entonces detenerme y ver qué hacía. En ese entonces la casa me ahogaba.
Según mamá, todos pasamos por eso. Todos queremos irnos alguna vez. Un,
dos. Los pedales crujiendo en cada giro. Atrás quedaban las uvas del parrón,
mis cuadros sobre la pared del comedor. Manú. El semáforo rojo se encendió
en una esquina y
yo pensé en el vestido de mi muñeca. Nunca lo lavé, nunca se lo cambié por
otro. El semáforo rojo se encendió y supongo que yo debí detenerme, pero los
frenos no respondieron. Las ruedas se deslizaron por el pavimento húmedo y
mi bicicleta se hizo mierda entre los neumáticos de una camioneta.
Mi bicicleta yace sobre la pared del desván. Mi madre observa su esqueleto
derrotado. Flaco, roto, triste. Las llantas lesionadas, el manubrio y los rayos
torcidos. Una sombra silenciosa. Mi madre mira el cadáver metálico como si
viéndolo pudiera recordar tiempos mejores, cuando las ruedas giraban felices
por las calles de la cuadra y sobre el canasto viajaban mis cuadernos del
colegio y mi Manú recostada sobre ellos. Ahora mi bicicleta está muerta. Fue
enterrada en este desván y mamá la visita cada vez que la Toña siente ruido
aquí arriba.
El tiempo gira como los rayos de una bicicleta atropellada. Da vuelta en banda,
se queda pegado sin poder avanzar. Cada vez que me voy, termino regresando.
Cada vez que regreso, trato de irme otra vez.
Todo da vueltas en esta casa. Abro la puerta, pienso en Manú, me devuelvo, le
pregunto a la Toña. Una, dos, tres veces. El tiempo está ahogado entre estos
muros, le falta el aire. El tiempo es una rueda desinflada que no sirve para
pedalear.
Debo salir de aquí. Irme de una buena vez y dejar esta casa para que se ventile
un poco. Es la única forma de que se le vaya el olor a encierro que la ronda.
Dejar este lugar para que mi madre vuelva al trabajo, para que bañe a la Toña,
para que duerma sin necesidad de pastillas. Si me voy, alguien regará el
gomero, y volverá a crecer verde y grande. Si me voy, esta casa tomará algún
rumbo. Pero es tan difícil salir de aquí. Hay un pedacito mío en cada rincón. A
diario hago el intento, pero siempre algo me frena.
—Me cuesta irme, mamá.
Se lo digo al oído, despacito. Ella cierra los ojos como si pudiera escucharme y
luego cubre la bicicleta. Yo miro sus ojeras oscuras, su pelo sucio y pegoteado.
Las arrugas le han ido conquistando la cara de a poco. Ella no opone
resistencia. Se entrega sumisa y el tiempo se aprovecha y se atrinchera en su
rostro. No me gusta verla así. Debo irme. Por ella haré el intento una vez más.

Manú, abro la puerta de la casa y, sin que pueda evitarlo, tu imagen se me


cruza en la cabeza antes de salir. Un recuerdo añejo que me tira del pelo para
que vuelva por él. Quiero irme, pero no puedo escapar. El espiral me envuelve
y me lanza al punto cero una vez más. Y aquí voy de nuevo rumbo al comedor.
Y ahí veo a mi hermana pintando entremedio de la mugre. Y otra vez le
preguntaré por mi muñeca, y ella me observará asustada, y luego se levantará
y saldrá corriendo para encerrarse en su pieza y darme pie para lo que sigue.
Buscar en mi habitación, en la de mi madre, en el desván. Y así otra vez. Y otra.
Vuelta y vuelta, en un carrusel inevitable.
—Toña, ¿has visto una muñeca negra con un vestido rojo?
Mi hermana no contesta.
—La última vez que la vi estaba en mi cómoda. Pero eso fue hace mucho. ¿Tú
no la tienes?
Toña me observa fijo, sin ánimo de salir corriendo y, en cambio, se acerca y me
extiende su mano para entregarme algo. ¿Qué pasa? El tiempo gira en banda,
no es esto lo que debiera pasar.
—Es para ti —dice.
Una hoja de papel blanco. Un dibujo hecho con sus lápices de color. Yo lo tomo
y lo observo. En la parte superior aparece un sol amarillo de sonrisa amplia.
Abajo, una playa grande. Palmeras, hamacas, un mar tranquilo y azul. Luego,
en el centro del dibujo, Toña ha coloreado una niña. Es una niña negra. Tiene
carita de chiste y un ojito tuerto. Sus manitos oscuras me saludan y se
extienden hacia mí para que yo vaya por ella. Me mira sonriente, toda
peinadita y limpia desde el papel. Me hace señas, me invita a nadar en el mar,
a correr por la arena.
—Es por ella que no te has ido, ¿no es cierto? —pregunta Toña. Las
costras de mi hermana ya no marcan sus rodillas. El pelo le ha crecido,
también el cuerpo. Soy yo la que gira en banda.
—Me da miedo, Toña.
Mi hermana me mira. Sus ojos no lucen asustados. Toña ha crecido y yo no me
di ni cuenta. Ella se acerca rápida y me abraza apretado. Es mentira que los
muertos no sientan. Yo puedo percibir cada centímetro de la piel de mi
hermana. Sus brazos, sus manos húmedas, el calor de su respiración
entrecortada. Toña me estrecha en silencio. Me aprieta cariñosa porque
también sabe lo que es tener miedo. Sabe lo que es escuchar ruidos en el
desván, voces en el comedor, pasos rondando la casa entera. Toña. No volveré
a asustarte. Manú apareció. Ya no tengo excusas para seguir aquí.

La puerta de salida se levanta alta y pesada frente a mí. Las piernas me


tiemblan, la barbilla también. Escucho tambores del otro lado. Un ritmo
cadencioso, un golpeteo simpático y sabroso. El corazón me late acelerado.
Llegó el momento. No puedo aplazarlo más. Respiro profundo
y me deslizo líquida hacia el otro lado. Me derramo en el aire y vuelo aérea y
liviana. Planeo como pluma de gaviota, como hoja de parra seca, hasta caer
blandito en este lugar.
Sol, calor, palmeras. Una playa blanca y grande. Olor a mar. Manú se acerca
corriendo y me recibe cariñosa. Me da un beso suculento y toma mis manos
para conducirme a través de este paisaje iluminado. Los tambores siguen
percutiendo y yo no me aguanto y bailo a pata pelada sobre la arena caliente.
Muevo los pies de un lado a otro. Manú se ríe porque soy muy tiesa, y me
enseña a menear el ombligo, las caderas, las pechugas. Un paso adelante y
otro atrás, siempre al ritmo de las congas.
Un movimiento a la derecha y otro a la izquierda. Manú, negra sabrosona.
Ahora puedo ver cómo bailas sin necesidad de espiarte en la oscuridad. Te veo
nítida, con tus dos ojos bien abiertos porque aquí no eres tuerta. Aquí tu pelo
es dócil, tu vestido repolludo es de un rojo intenso sin manchas de baba y
polvo. Aquí bailas a la luz del día y yo, Manú, sigo como una sombra tus
movimientos sandungueros. Respiro tranquila. Sin miedo. Me muevo liviana.
Avanzo por la orilla del mar en mi bicicleta. Las ruedas giran rápidas
llevándome hacia adelante. La arena no pesa ni atasca los neumáticos.
Pedaleo y pedaleo. Siempre hacia adelante, sin detenerme, sin girar en banda.
Me fundo con la sal, con el aire, con el mar. Soy un grano de arena más en el
playa gigante.

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