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Nona Fernández
Es difícil irse de casa. Hay un pedacito de uno en cada rincón. Las manchas de
la entrada las hice yo con mi bicicleta. Cada vez que salía, las ruedas quedaban
estampadas en la pared blanca. Los cuadros del comedor también son míos.
Los hice cuando me dio por pintar. Mi madre los enmarcó y hace tiempo que
cuelgan junto a la mesa. No es que me gusten, pero si me voy no volveré a
verlos.
Tampoco podré leer en el patio por las tardes, ni comer las uvas del parrón, ni
encerrarme en mi pieza cada vez que quiera estar sola. No veré nunca más el
gomero de la entrada. Es cierto que ahora está seco, que ya nadie se preocupa
de regarlo, pero sigue siendo el gomero, el gigante verde que golpea sus
ramas en los cristales cada vez que corre viento. Todo está venido a menos en
mi casa. Todo se ha podrido un poco. Siempre quiero irme. Este no es el
primer intento, pero por alguna razón, me cuesta alejarme de aquí. Supongo
que Manú es esa razón.
Subo al desván y abro cuanta caja se cruza por mi camino. Quizá la encuentre
acá. Revistas añejas. Ropa de guagua. Fotos antiguas. Fiestas, paseos,
cumpleaños, bautizos. Una caja lleva mi nombre con letras mayúsculas. Son
letras recientes, escritas con un plumón negro medio gastado. La abro y en ella
encuentro un montón de cachureos viejos. Mi primer diente de leche, un par
de dibujos hechos para el día de la madre, algunas cartas enviadas desde la
playa, mi último chupete. Mi vida entera archivada en una caja de cartón.
Antes mi mamá tenía la costumbre de embalar las cosas viejas, de guardarlas
bien empaquetadas para no olvidarlas ni perderlas. Antes mi madre era así.
Ordenada. Se levantaba temprano, desayunaba con nosotras y luego partía al
trabajo. Antes mi madre trabajaba. Al llegar, bañaba a la Toña por las noches y
se acostaba un rato a nuestro lado. Su olor quedaba entre mis sábanas
y a mí me gustaba dormir con su perfume en la almohada. Ahora mi madre
huele a vino y a pastillas para dormir. Se olvidó de estas cajas como yo me
olvidé de mi muñeca.
Manú. Debí haberte embalado en una caja de éstas para no echarte al olvido.
Sé que ya no estoy para muñecas, pero ahora me voy y quiero que me
acompañes. Me iré a un lugar mejor, como ése del que tú vienes. Un paisaje
con palmeras, con sol, con congas y tambores que me hagan bailar el día
entero. Una playa. Una selva. Un sitio donde no extrañe el parrón, el gomero o
las manchas de mi bicicleta estampadas en la pared blanca de la entrada.
Escucho a mi madre subir por la escalera. Sus pasos borrachos enmarcados en
el sonido de las alpargatas. Un peldaño tras otro. A ella no le gusta que nos
metamos acá, dice que este espacio le pertenece, que éstas son sus cosas. No
quiero que me sorprenda revolviéndole todo. De pronto la puerta se abre de
golpe y mi madre aparece con la Toña en brazos.
—¿Ves que no hay nadie? —dice con su lengua traposa. Mi hermana mira
asustada. Recorre todo el lugar con sus ojos desconfiados.
—Yo escuché un ruido, estoy segura.
—No sigas con eso, Toña. Aquí no hay nadie.
Los ojos de la Toña se topan con los míos. Sus pupilas se encandilan con mi
presencia. Yo me llevo el dedo índice a la boca y le hago un gesto para que se
quede callada, para que no me delate, para que mi madre no se entere de que
fui yo la que subí a desordenarle todo. Pobre Toña. Me mira espantada y se
escurre como una gota de los brazos de mi madre. Se desliza húmeda y rápida
hasta tocar el suelo y salir corriendo. No dice nada. Solo huye en silencio y baja
las escaleras.
—¡Toña! —grita mi madre, pero nadie le contesta.
Mamá se queda sola en el medio de este desván en penumbras. Cajas sobre
cajas. Papeles, cachivaches viejos. Recuerdos almacenados y archivados. Ella
mira todo el desorden que yo dejé y suspira con cara de cansancio. Saca
torpemente un cigarro del bolsillo de su bata sucia. Los dedos le tiemblan, es
tan difícil encenderlo con los fósforos. La pequeña llama va y viene sin que
logre dar con su destino. Las cerillas se le apagan, se le caen. Mamá cree que
enciende el cigarro y se sienta a fumar sobre una caja. Aspira y exhala un humo
imaginario, siente el placer de un tabaco mentiroso entrando a su cabeza
borracha. Mamá juega a fumar con calma. Mientras lo hace recorre con sus
ojos todo el despelote que es este desván. De pronto se detiene en un rincón.
En un bulto cubierto con una sábana. Los ojos de mi madre se concentran en él
como si pudieran traspasar el género y ver lo que hay detrás. Ella sabe de qué
se trata. Ella misma lo trajo hasta acá. Seguro que lo embaló, le escribió algo
encima con un plumón gastado, y luego lo cubrió con esa sábana para mirarlo
como ahora lo hace. Intuyo un par de lágrimas colgándole de las pestañas,
pero puede ser el polvo, o el encierro. Seguro que es eso. Mi madre deja caer
el cigarro y luego se acerca al bulto para descubrirlo. Frente a ella aparece mi
bicicleta. Lo que quedó de mi bicicleta.
La primera vez que quise irme, también pensé en Manú. Antes de salir abrí la
puerta de la casa y caí en cuenta de que no la llevaba conmigo. Me devolví y
pregunté a Toña por ella. Revolví mi pieza, mis cajones, el desván. Nada. Solo
después de mucho buscar decidí olvidarla y tomé mi bicicleta para salir de una
vez. Afuera, la calle. El frío. Una llovizna gruesa mojando el pavimento. Mis
piernas pedaleando con fuerza. Uno, dos. Uno, dos. Quería airearme un poco,
ver cómo eran las cosas en otro sitio, pedalear hasta que ya no pudiera más y
entonces detenerme y ver qué hacía. En ese entonces la casa me ahogaba.
Según mamá, todos pasamos por eso. Todos queremos irnos alguna vez. Un,
dos. Los pedales crujiendo en cada giro. Atrás quedaban las uvas del parrón,
mis cuadros sobre la pared del comedor. Manú. El semáforo rojo se encendió
en una esquina y
yo pensé en el vestido de mi muñeca. Nunca lo lavé, nunca se lo cambié por
otro. El semáforo rojo se encendió y supongo que yo debí detenerme, pero los
frenos no respondieron. Las ruedas se deslizaron por el pavimento húmedo y
mi bicicleta se hizo mierda entre los neumáticos de una camioneta.
Mi bicicleta yace sobre la pared del desván. Mi madre observa su esqueleto
derrotado. Flaco, roto, triste. Las llantas lesionadas, el manubrio y los rayos
torcidos. Una sombra silenciosa. Mi madre mira el cadáver metálico como si
viéndolo pudiera recordar tiempos mejores, cuando las ruedas giraban felices
por las calles de la cuadra y sobre el canasto viajaban mis cuadernos del
colegio y mi Manú recostada sobre ellos. Ahora mi bicicleta está muerta. Fue
enterrada en este desván y mamá la visita cada vez que la Toña siente ruido
aquí arriba.
El tiempo gira como los rayos de una bicicleta atropellada. Da vuelta en banda,
se queda pegado sin poder avanzar. Cada vez que me voy, termino regresando.
Cada vez que regreso, trato de irme otra vez.
Todo da vueltas en esta casa. Abro la puerta, pienso en Manú, me devuelvo, le
pregunto a la Toña. Una, dos, tres veces. El tiempo está ahogado entre estos
muros, le falta el aire. El tiempo es una rueda desinflada que no sirve para
pedalear.
Debo salir de aquí. Irme de una buena vez y dejar esta casa para que se ventile
un poco. Es la única forma de que se le vaya el olor a encierro que la ronda.
Dejar este lugar para que mi madre vuelva al trabajo, para que bañe a la Toña,
para que duerma sin necesidad de pastillas. Si me voy, alguien regará el
gomero, y volverá a crecer verde y grande. Si me voy, esta casa tomará algún
rumbo. Pero es tan difícil salir de aquí. Hay un pedacito mío en cada rincón. A
diario hago el intento, pero siempre algo me frena.
—Me cuesta irme, mamá.
Se lo digo al oído, despacito. Ella cierra los ojos como si pudiera escucharme y
luego cubre la bicicleta. Yo miro sus ojeras oscuras, su pelo sucio y pegoteado.
Las arrugas le han ido conquistando la cara de a poco. Ella no opone
resistencia. Se entrega sumisa y el tiempo se aprovecha y se atrinchera en su
rostro. No me gusta verla así. Debo irme. Por ella haré el intento una vez más.