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ARTE BARROCO

Y VIDA COTIDIANA
EN EL MUNDO HISPÁNICO
Entre lo sacro y lo profano

PAULA REVENGA DOMÍNGUEZ (Coord.)


ARTE BARROCO
Y VIDA COTIDIANA
EN EL MUNDO HISPÁNICO
Entre lo sacro y lo profano

PAULA REVENGA DOMÍNGUEZ (Coord.)


El Colegio de Michoacán, A.C. - UCOPress. Editorial Universidad deCórdoba.
2017
PINTORES DE TIENDA, CLIENTELA PARTICULAR
Y OBRAS PROFANAS: LA OTRA REALIDAD DE LA
PINTURA ESPAÑOLA DEL SIGLO DE ORO

Paula Revenga Domínguez

A menudo cuando nos referimos a la pintura española del Siglo de Oro, tendemos a
magniicar una realidad que, si se analiza en profundidad y con criterios históricos rigurosos, resulta
menos brillante de lo que por su “aurea” caliicación podríamos esperar, aunque no por ello deje
de ser apasionante. Sin duda, en el terreno de lo pictórico el Seiscientos español fue un siglo lleno
de contradicciones y contrastes, en el que junto a la existencia de unos cuantos grandes maestros
que merecidamente ocupan un lugar destacado en la historia del arte universal, se ha constatado
la proliferación en las ciudades de una multitud de pintores de toda condición -buenos, regulares y
también, por qué no decirlo, francamente malos- que trabajaron al servicio de una clientela variopinta
y, con frecuencia, poco exigente en materia artística.

Además, sobre la pintura de esa centuria todavía pesan demasiado ciertos tópicos que han
opacado realidades cotidianas de la práctica del oicio de pintor en la España de la época. De este
modo, a la idea de que la clientela de los maestros del barroco era “esencialmente eclesiástica” y la
mayor parte de su producción tenía carácter religioso, se ha unido la de que los pintores “trabajaban por
encargo” al no existir una sociedad burguesa que crease una demanda de pintura de uso doméstico1.
Sin embargo, esa demanda sí existió y la labor desarrollada por los llamados “pintores de tienda” -entre
cuya producción abundaron las obras de asunto profano- así lo evidencia, por lo que entendemos que
tales cuestiones merecen una revisión que contribuya a matizar esos tópicos y a dimensionar mejor el
valor casi absoluto que la historiografía tradicional les ha concedido para caracterizar la pintura barroca
española2.

A lo largo del siglo XVII se fue generalizando entre la población un notable interés por la
posesión de pinturas. Esa circunstancia determinó una creciente demanda de cuadros por parte de
particulares -de la que nos han quedado numerosos rastros documentales gracias a los inventarios de
bienes, a pesar de que en la mayoría de los casos esas obras no se hayan conservado- y, en consecuencia,
un aumento vertiginoso del número de pintores establecidos en todas las ciudades del reino3. Tan

1
Vid A. E. PÉREZ SÁNCHEZ, “Mito y realidad de la pintura española del Siglo de Oro”, en AA.VV: El siglo de
Oro de la pintura española, Madrid, 1991, pp. 28-29; Id., Pintura barroca en España, 1600-1750, Madrid, 1992, p. 29.
2
Del tema he tratado recientemente en P. REVENGA DOMÍNGUEZ, “Revisando tópicos. El Siglo de Oro de la
pintura española y la práctica del oicio en los centros menores”, Libros de la Corte.es, monográico 5, 2017, pp. 67-87.
3
Sirvan como ejemplo los datos siguientes: En Madrid, en el año 1625, el número de pintores documentados
ascendía a 75; mientras que en la cercana Toledo se sabe de la existencia de más de 50 artíices de la pintura

191
abultada llegó a ser la nómina de artíices activos
en aquel tiempo -muchos de los cuales todavía
permanecen en el anonimato- que no faltaron
reacciones de disgusto ante la proliferación por
doquier de pinturas y pintores. Así, por ejemplo,
en el año 1622 Belda se refería con cierta nostalgia
a aquellas épocas pretéritas en que “bastava para
una provincia un bordador, un entallador, un
dorador y un pintor”, lamentándose de que en
su tiempo no hubiera “casa, aún de los comunes
ciudadanos, que no aya menester esto a cada
paso, y al paso del gasto se han multiplicado los
artíices y demanda de sus artiicios”4; mientras
que desde ciertos sectores se pedía la aplicación
de las leyes contra el lujo para frenar un consumo
de obras pictóricas que se consideraba excesivo,
aun reconociendo que no había en eso “mal
ninguno, sino sólo el no ser de provecho y
gastarse en ellas tanto”5.

Como no podía ser de otro modo, la


calidad de esa multitud de maestros activos en
Fig. 1.- José Antolínez, El pintor pobre, c. 1670, Alte Pinako-
el Siglo de Oro fue muy desigual. Es un hecho
thek, Múnich.
que en el siglo XVII había en España pintores
excelentes, pero también los hubo mediocres y
malos, siendo muchos los artíices que no pasaban de ser modestos artesanos de la imagen que a
duras penas malvivían con la práctica de su oicio (Fig. 1). En la literatura de la época menudean los
cuentecillos y las anécdotas referidas precisamente a esos “malos pintores” que eran incapaces de
resolver con acierto los problemas de la representación pictórica, caricaturizándolos6. Esas anécdotas,
a pesar de la hilaridad que puedan causar, no dejaban de ser relejo de una situación real7 y, en cierta

activos en la segunda mitad del siglo XVII, y ello a pesar de que en esa época la ciudad estaba en clara decadencia
y despoblándose de forma alarmante. Sobre esta cuestión véanse, respectivamente, M.C. GONZÁLEZ MUÑOZ,
“Datos para un estudio de Madrid en la primera mitad del siglo XVII”, Anales del Instituto de estudios madrileños,
XVIII, 1981, p. 174, y P. REVENGA DOMÍNGUEZ, Pintura y pintores toledanos de la segunda mitad del siglo XVII,
Madrid, 2001.
4
J. BELDA, Vida y milagros del glorioso San Isidro Labrador, Madrid, 1622, I, fol. 171.
5
Cfr. en M. MORÁN TURINA y J. PORTÚS, El arte de mirar. La pintura y su público en la España de Velázquez, Madrid,
1997, pp. 101-102.
6
Sobre esta cuestión véase, M. MORÁN TURINA, “Aquí fue Troya (De buenas y malas pinturas, de algunos
entendidos y de otros que no lo eran tanto)”, Anales de Historia del Arte, 3, 1991-92, pp. 159-184.
7
Tanto fue así, que se tienen noticias de como debido a la mala calidad de muchas obras que se vendían al
público, fueron frecuentes los controles para velar por el “decoro” de las pinturas religiosas y de los retratos de los
monarcas, ocupándose de realizar esas inspecciones artistas como Carducho y Velázquez en el año 1633, y en 1679
Rizi y Carreño, quienes ordenaron retirar algunos retratos del rey por indignos. Cfr. en A.E. PÉREZ SÁNCHEZ,

192
manera, transmitían la idea de que la pintura no era un arte fácil de cultivar8. Sirva como ejemplo ese
imaginario “Orbaneja” al que alude Cervantes en el Quijote:

“Ahora digo –dijo don Quijote- que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante
hablador que a tiento y sin algún discurso se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía
Orbaneja, el pintor de Úbeda, al cual preguntándole que pintaba, respondió: “lo que saliere”.
Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido que era menester que con letras góticas
escribiese junto a él: “Este es gallo”9.

O el verdadero Félix de Troya, de quien Ceán Bermúdez nos dice que:

se echó a pintar a diestro y siniestro, como se suele decir, furiosos mamarrachos para poder vivir
y pagar al maestro sin meterse en dibujos, no faltando quien dijera, al ver alguna de sus obras,
que aquí fue Troya10.

Y mientras coexistían buenos, regulares y malos pintores, se estaba desarrollando un proceso


de enorme importancia: el siglo XVII fue el siglo de la defensa de la “nobleza” o “ingenuidad” de la
pintura en España, algo que afectaba a la propia consideración social del pintor, que pasaría de ser un
artesano cultivador de un oicio vil o mecánico, a ser maestro de un arte liberal y de tan alta condición
como el poeta o el jurista. Como ha observado Julián Gallego, en la defensa teórica de la pintura como
arte liberal, se criticaba de forma reiterada el tener “tienda” para la venta de cuadros, pues vender
implicaba entrar en la esfera de lo mercantil y eso era algo impropio de un artista11. Así, el tratadista
Juan Alonso de Butrón airmaba en sus Discursos12 que aquéllos que vendían cuadros en una tienda
no podían ser considerados pintores. Por su parte, Francisco de Cabrera en su declaración a favor de
Velázquez -cuando éste pretendía el ingreso en la Orden se Santiago-, manifestó que el pintor nunca
había tenido “tienda, ni obrador, ni vendido pinturas”.13

Todo ello testimonia, aunque sea de manera indirecta, que el taller de los pintores con frecuencia
era a la vez un lugar de venta al público y, por ende, podía serlo de obras propias o ajenas. Además,
en una España donde en el ámbito artístico seguía vigente el viejo sistema gremial y el aprendizaje en
casa de un maestro, el examen de pintor facultaba para abrir “tienda y obrador”, fórmula a la que en
ocasiones se añadía el adjetivo “público”, lo que revela que los artíices, amén de trabajar por encargo,
realizaban pinturas que tenían expuestas en sus establecimientos para la venta directa al público14.

Pintura barroca, Op. cit., p. 31.


8
Resulta signiicativo en este sentido que, tal como ha señalado Portús, fueran precisamente Lope de Vega y Calderón
de la Barca, dos de los literatos más irmemente convencidos de la dignidad del pintor y su arte, quienes iguren
entre los escritores más proclives a incluir anécdotas sobre malos pintores en sus obras. Vid. J. PORTÚS, “Una
introducción literaria a la imagen del pintor en la España del Siglo de Oro”, Espacio, Tiempo y Forma, 12, 1999, p. 190.
9
M. DE CERVANTES, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, II, 3, ed. Avella-Arce, Madrid, 1979, tomo II, p. 42.
10
J. A. CEÁN BERMÚDEZ, Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España, Madrid, 1880,
t. V, p. 86.
11
J. GÁLLEGO, El pintor de artesano a artista, Granada, 1976, pp. 78-79.
12
J. A. BUTRÓN, Discursos apologéticos en que se deiende la ingenuidad del arte de la pintura, Madrid, 1626.
13
Cfr. en J. GÁLLEGO, El pintor de artesano a artista, p. 79.
14
Vid. J.J. MARTÍN GONZÁLEZ, El artista en la sociedad española del siglo XVII, Madrid, 1984, p, 177.

193
Fig. 2.- Juan de Arellano, Florero de cristal, 1668, Museo del Fig. 3.- Juan de Arellano, Canasta de lores, c. 1670, Museo del Prado,
Prado, Madrid. Madrid.

Como veremos más adelante, el contador Gabriel Pérez de Carrión efectuó en 1638
el repartimiento de lo que tenían que pagar en concepto de alcabala los pintores de Madrid, y lo
justiicaba en razón de “las pinturas que habían vendido en las casas y tiendas”15. Asimismo, Palomino
nos proporciona en sus biografías abundantes testimonios sobre esos pintores que se dedicaban a
vender cuadros en su tienda-obrador abierta al público. Así señala, por ejemplo, que Juan de Arellano,
artista especializado en pintar loreros, (Figs. 2 y 3) “tuvo obrador público de pintura cerca de cuarenta
años y fue una de las más célebres tiendas que hubo en la Corte”; y reiriéndose al pintor Juan de
Alfaro, apunta cómo el cordobés buscó afanosamente trabajo en Madrid “en las tiendas de pintura
(que entonces había muchas, que hasta en esto se humilló), no pudiendo encontrarlo”.

Por lo anterior resulta evidente que el comercio de cuadros se había generalizado en Madrid
a lo largo del siglo XVII. De hecho se sabe que en esta ciudad la venta de pinturas se concentraba en
la Calle Mayor -en la zona próxima al Alcázar Real-, en la Puerta de Guadalajara y, especialmente, en
la calle de Santiago que -según testimonio de Interián de Ayala- estaba “llena de tiendas de malísimos
pintores...”16.

Pero éste no fue un fenómeno que se diese solamente en la Corte. En realidad fue algo
generalizado y en el siglo XVII no había ciudad española donde no proliferara la venta -directa o
ambulante- de obras pictóricas, a pesar de los memoriales y protestas de quienes pedían que se tomaran

15
J. GÁLLEGO, El pintor de artesano a artista, p. 256.
16
J. INTERIÁN DE AYALA, El pintor Christiano y erudito, Madrid, 1782, I, p. 11.

194
Fig. 4.- Tomás Yepes, Bodegón con frutero de Delft y dos loreros, 1642, Museo del Prado, Madrid.

medidas para atajar “la temeraria e ignorante arrogancia que en nuestros tiempos está introducida...,
de que pintan tantos, sin saber los principios del arte, atendiendo sólo a una vil ganancia”17. Se tiene
noticia de que en Cádiz el gremio de pintores pidió limitaciones a ese tipo de comercio18; y es bien
sabido que en Valencia existía un pujante mercado de pintura en torno a la plaza de San Gil19 (Fig. 4),
en Toledo abundaban las tiendas de pintura en la zona del Alcaná20, en Córdoba existían este tipo de
establecimientos en la calle de la Feria21 (Fig. 5), y en Sevilla numerosos pintores estaban establecidos
en Triana, barrio de los marineros, a in de comerciar con América22.

Por tanto, pese al consabido tópico de que el pintor español del Barroco trabajaba por
encargo, lo cierto es que existieron tiendas, y muchas, donde se vendían cuadros de caballete
pintados sin previo encargo, para atender a devociones domésticas -lienzos de carácter religioso
como cuadros de la Virgen o santos- o a simples deseos de decoración -lienzos de carácter profano,
como paisajes, loreros, bodegones, batallas o pintura de género- de anónimos clientes particulares.
Y paulatinamente se va constatando de la existencia, con nombre propio, de un mayor número de
“pintores de tienda”, denominación que en la época tenía claros matices peyorativos, siendo casi

17
“Memorial de los pintores de la corte de Felipe III sobre la creación de una academia o escuela de dibujo”. Cit.
en F. CALVO SERRALLER, Teoría de la pintura en el Siglo de Oro, Madrid, 1981, p. 167.
18
P. ANTÓN SOLÉ, “El gremio de pintores gaditanos del siglo XVII”, Archivo hispalense, 1974, pp. 172-173.
19
M. MORÁN TURINA, “Aquí fue Troya…”, Op. cit., p. 178.
20
P. REVENGA DOMÍNGUEZ, Pintura y sociedad… Op. cit., pp. 107-108
21
Vid. P. REVENGA DOMÍNGUEZ: “Antonio del Castillo: arte y oicio de un maestro singular”, en P.
REVENGA DOMÍNGUEZ y J.M. PALENCIA, Antonio del Castillo en la ciudad de Córdoba, Córdoba, 206, pp. 65-83.
22
J. GÁLLEGO, Op. cit., p. 85.

195
Fig. 5.- Antonio del Castillo, Paisaje con cabañas, c. 1650, Museo del Hermitage, San Petersburgo.

sinónimo de pintor vulgar, aunque a medida que avanzamos en su conocimiento, algunos de ellos se
nos desvelan como maestros de una considerable calidad, cuya producción de obra profana -cuando se
ha conservado- está atrayendo una atención cada vez mayor de estudiosos y coleccionistas.

Pero no sólo, además de la proliferación de “pintores de tienda”, está documentada la existencia


de tratantes de pintura o “regatones”. Matilla Tascón proporciona los nombres de algunos de esos
vendedores activos en Madrid23, tales como Miguel de Villalpando “tratante en pinturas”, quien en
1605 compraba once lienzos a un Esteban López para venderlos; o Jorge Tineo, un tratante que
comerció -sobre todo en provincias- con cantidades ingentes de cuadros y que contaba con agentes en
diferentes lugares para su venta; o Simón Fogo, “tratante en pintura y maestro della”, quién en 1620
tomaba en arrendamiento del convento de frailes de la Victoria, la pared exterior de su iglesia, donde
colgaría durante cuatro años los lienzos que destinaba a la venta, pues en la época era también una
práctica frecuente el comercio de pinturas al aire libre en lugares concretos de las ciudades. Asimismo,
no faltó la venta ambulante de cuadros, y las obras de carácter menor, realizadas casi en serie, tuvieron
su lugar en las ferias celebradas en localidades y pueblos de toda la geografía española. Un elocuente
testimonio sobre el particular lo proporciona la noticia de un Cristóbal de las Heras que en 1645
declaraba haber llevado desde Madrid hasta la toledana localidad de Ocaña “un carro de pinturas” para
la feria de la Virgen de agosto del año anterior24.

Sobre todas esas transacciones de pinturas podía actuar la alcabala, pues se trataba de obras
“vendidas”, a diferencia de las encargadas, que eran obras “creadas”. Así, la generalización durante

23
A. MATILLA TASCÓN, “Comercio de pintura y alcabalas”, Goya, 178, 1984, pp. 180-181.
24
M. AGULLÓ Y COBO, Más noticias sobre pintores madrileños de los siglos XVI al XVIII, Madrid, 1981, p. 104.

196
el Seiscientos del comercio de cuadros, ya fuera por los propios pintores en sus tiendas u obradores,
ya por los tratantes que les servían de intermediarios, desencadenó un problema iscal y diversos
sucesos en torno a si la naturaleza del objeto y el carácter de la transacción eran susceptibles, o no, de
gravámenes iscales y, más concretamente, de pagar alcabalas. La crisis inanciera del país y la creciente
importancia del coleccionismo pictórico, unidos al tradicional menosprecio de la sociedad española
hacia los oicios manuales, determinó que la Hacienda Real pretendiera cobrar impuestos a los pintores
por los pagos que recibían por sus obras, equiparándolas al resto de los productos manufacturados. Los
artistas se opusieron a tributar, estableciendo una triple defensa basada en la ausencia de precedentes,
en que sus obras resultaban de un contrato directo y, sobre todo, en la “ingenuidad” de su arte25.

El problema de los pintores y el isco resulta fundamental para entender la teoría de la pintura
en el Siglo de Oro español, pues como lúcidamente señalara Menéndez Pelayo, muchos tratados teóricos
versaban “sobre la cuestión de si la pintura debía o no contarse entre las artes liberales”, controversia que
“implicaba cierta gravedad para los artistas del tiempo de Felipe IV, puesto que llevaba consigo el pagar o
no alcabalas, de las que pesaban sobre el trabajo mecánico”26. Pero, además, es asunto que analizado desde
una perspectiva amplia también contribuye a deshacer tópicos sobre la pintura barroca española. Veamos,
cómo suceden las cosas y qué podemos deducir de los datos que se conocen.

Ante la voracidad del isco, los pintores rechazaron el pago de las alcabalas y la lucha se planteó
tanto en el terreno de la teoría del arte, como en el jurídico27, llegando hasta los tribunales en varias
ocasiones. El punto de partida para la defender la exención impositiva de los pintores era que su actividad
no consistía en una acción de contraventa (do ut des), sino que se basaba en un contrato directo (do ut
facías). No hay venta en esa relación contractual que va del creador de una obra al destinatario mediante
un encargo, pero sí la hay cuando el cliente acude a una tienda de pintura a adquirir cuadros de los allí
exhibidos. El problema residía en que, como hemos visto, los pintores no se limitaron en el siglo XVII a
realizar pinturas por encargo de comitentes, sino que se dedicaron también a la producción de obras para
ofrecerlas como objeto de consumo, y esto sí que constituía una venta, tanto si la efectuaba directamente el
propio pintor en su tienda-obrador, como si lo hacía un intermediario en otros lugares. Por ello, la defensa
había que reforzarla con otros argumentos, y el principal sería el de que la pintura es actividad liberal, no
mecánica. Como ha indicado Gállego, “lo que los pintores españoles y sus defensores anhelaban era, no
sólo la demostración de que la Pintura era tan buena y mejor que la Poseía y las demás Artes, sino que sus
profesores no era oiciales o gente de oicio, ni sus talleres tiendas, ni sus transacciones ventas, ni sus obras
mercaderías; y que por ello tenían derecho a los privilegios de los profesores de las otras Artes”28.

25
Este asunto constituye un punto de atención común en nuestra historiografía artística, pues desde su planteamiento
por Lafuente Ferrari, ha sido objeto de continuo interés hasta desembocar en el profundo análisis de la cuestión
efectuada por Gállego, a lo que cabe añadir algunas aportaciones más recientes sobre el tema. Vid. E. LAFUENTE
FERRARI: “Borrascas de la pintura y triunfo de su excelencia”, A.E.A, 62, 1944, pp. 77-103; J. GÁLLEGO, Op.
cit.; J.A. DÍEZ-MONSALVE y S. FERNÁNDEZ DE MIGUEL, “Documentos inéditos sobre el famoso pleito
de los pintores: el largo camino recorrido por los artistas del siglo XVII para el reconocimiento de su arte como
liberal”, A.E.A, 330, 2010, pp. 149-158.
26
M. MENÉNDEZ PELAYO, Historia de las ideas estéticas en España, Madrid, 1947, II, p. 402.
27
J. GÁLLEGO, Op. cit., pp. 13-19.
28
J. GÁLLEGO, Op. cit., p. 29.

197
Fig. 6.- Francisco Barreda, La primavera, Museo de Bellas Artes, Sevilla.

Bien conocidos son los términos del pleito que en 1625 encabezó Vicente Carducho, secundado
por otros colegas, oponiéndose al intento del iscal del Consejo de Hacienda de cobrar a los pintores
el 10 por 100 “de todas las pinturas que hubieren vendido o vendieren”. Pese a conseguir una primera
sentencia, dictada el 13 de noviembre de 1630, que eximía de impuestos a las pinturas “que hicieren
por concierto” 29 -esto es, mediante contrato-, Carducho y sus compañeros -entre los que iguraban
Eugenio Cajés, Bartolomé de Cárdenas, Núñez del Valle y Diego de Salazar- recurrieron y no cejaron
hasta lograr otra, en 13 de enero de 1633, por la que quedaban libres de impuestos todas “las pinturas
que hicieren y vendieren, aunque no se les ayan mandado hacer”, frente a las “que vendieren no hechas
por ellos” que sí debían tributar30.

Un nuevo pleito se suscitó a raíz de que en 1636 los pintores madrileños fueran nuevamente
requeridos para pagar alcabalas. El contador Gabriel Pérez de Carrión instaba a los artíices a que
declarasen “lo que habían vendido y cobrado de sus pinturas” a efectos de establecer el montante de
dicho impuesto31, algo a lo que la mayoría de los pintores hicieron caso omiso, negándose a exhibir sus
libros de ventas y a dar razón del importe de sus ganancias. En esta ocasión con la exigencia tributaria
se pretendía aplicar el gravamen a lo que los pintores vendían, puesto que la intención era que éstos
pagasen el impuesto por todo lo que realizaban y cobraban, con contrato o sin él. Se trataba de eliminar
todo género de excepción, y no deja de ser curioso -y muy signiicativo para nuestro propósito- el
hecho de que en el auto de repartimiento de la alcabala dictado por Pérez de Carrión en 1638, se
recogiese que Francisco Barreda o Juan de la Corte tenían que abonar 800 reales por los dos años de
actividad inmediatamente anteriores, mientras que Jusepe Leonardo, Vicente Carducho o Velázquez

29
Idem, pp. 119-148.
30
Ibídem, pp. 263-264.
31
Ibídem, pp. 174-175.

198
Fig. 7.- Francisco Barreda, Bodegón con lores y frutas, 1643, Colección privada.

habrían de pagar 400 reales; esto es, un pintor de tienda como Barreda (Figs. 6 y 7), especializado
en realizar bodegones y paisajes (o países, según terminología de la época), debía obtener pingües
beneicios con su actividad y, sin duda, contar con una nutrida clientela, pues la obligación de pago que
se le asignaba era muy superior a la de pintores hoy más afamados. Eso mismo sucedería con Juan de
la Corte, cuyas características pinturas de batallas (Figs. 8 y 9) se venderían muy bien al tratarse de un
género bastante demandado, y la elevada cantidad que la hacienda le exigía evidencia que su negocio
debía ser loreciente.

Sea como fuere, los pintores volvieron a ganar en su pulso al isco, pues, por sentencia de 9
de julio de 1638 emitida por el Consejo de Hacienda, se decretó que sólo se pagasen alcabalas por las
obras que los pintores o los tratantes vendiesen, siempre que no las hubieren ejecutado ellos mismos32,
es decir, una vez más los artíices se libraban de pagar por las pinturas que habían ejecutado sin contrato
previo para ser vendidas directamente en sus obradores. Pese a todo, el isco no cejaría hasta pasado
algún tiempo en su empeño de demandar la alcabala a los pintores, y éstos en el suyo de argumentar para
rehuirla.

Pero entre los litigios que se fueron sucediendo a lo largo de la centuria, aparece otro tema
de interés: la distinción entre pinturas religiosas y profanas a la hora de aplicar los impuestos. En este
sentido es signiicativo el pleito seguido en 1623 por Sebastián de Mena y Juan de la Peña, pintores,
contra el alcabalero de Albacete “que pretendía el pago de la alcabala por pinturas y cuadros del Señor y
iguras divinas que habían vendido en los años 1621 y 1623”33. Pero las pinturas religiosas se destinaban
principalmente al culto y merecían protección, y así consta en un traslado de sentencia fechado en

32
Ibídem, pp. 265-266.
33
A. MATILLA TASCÓN, Op. cit., p. 180.

199
Fig. 8.- Juan de la Corte, Fiesta en la Plaza Mayor de Madrid, 1623, Museo de Historia de Madrid.

1639 referido al pago del uno por ciento, en el que se apuntaba que “no había persona exenta de
pagarle y la cantidad que se le había repartido al gremio de los pintores era por lo que tocaba a su oicio
fuera de las imágenes de debosión, y sólo se les cargaría la dicha cantidad por lo que tocaba a las demás
pinturas profanas de retablos ystoriados, países y todas las demás pinturas que no eran de debosión”34.
Así pues, se admitía que por las pinturas religiosas no se pagaran impuestos, pero en cambio sí debían
abonarse por las obras profanas, que eran precisamente las que solían hacerse sin encargo previo y,
por ello, las que necesitaban ser expuestas en los establecimientos públicos para su venta. Y en eso se
fundamentaba el interés del recaudador de impuestos, pues la pintura profana abundaba en las tiendas
y a su cultivo se dedicaban gran cantidad de artíices de la época, que llegaron incluso a especializarse
en la hechura de cuadros de asuntos concretos ante la creciente demanda de la clientela paticular.

Llegados a este punto se van relativizando algunos de los tópicos sobre la pintura española
del Siglo de Oro que recogíamos al principio. Parece claro que los pintores españoles del siglo
XVII no pintaban sólo por encargo y que las obras que se realizaron en ese tiempo no eran casi
exclusivamente religiosas. Los tratados teóricos, los pleitos con el isco, los testimonios literarios, los
datos documentales, las referencias directas e indirectas, e incluso las obras que no se han perdido al
pasar de generación en generación y nos han llegado, ponen de maniiesto una realidad bien distinta.
Nos hablan de una fuerte demanda de cuadros de caballete que favorecería el aumento vertiginoso
del número de pintores en esa centuria y la existencia de un loreciente comercio de pinturas, no sólo
religiosas, sino también -y sobre todo- profanas.

El motivo de que en la católica España del Seiscientos creciera de forma considerable el consumo
de obras pictóricas por parte de una variopinta clientela particular, con la consiguiente proliferación de
tiendas para su venta, fue que en esa centuria la pintura se convirtió en un elemento de distinción social35

34
J. GÁLLEGO, Op. cit, p. 267.
35
Sobre esta cuestión véase, J. PORTÚS, Lope de Vega y las artes plásticas (Estudio sobre las relaciones entre pintura y poesía

200
(Fig. 10). Poseer cuadros daba
prestigio y, aunque los verdaderos
entendidos en arte eran una
pequeña élite de coleccionistas, el
demostrar interés por la pintura
y reunir obras se convirtió en un
auténtico fenómeno social entre
las clases altas y medias, o con
aspiraciones de llegar a serlo.
No en vano Jusepe Martínez
(1600-1682), consciente de
la importancia de ese tipo de
consumidores, manifestaba en sus Fig. 9.- Juan de la Corte, El rapto de Helena, Museo del Prado, Madrid.

Discursos practicables que los había


escrito tanto para los artíices de la
pintura, como para los aicionados a ella que deseasen conocer la práctica del arte y así ser capaces
de juzgar con propiedad36.

Lo cierto es que a lo largo del siglo XVII el gusto por la pintura acabó extendiéndose a
todas las capas de la sociedad española. Así, la presencia de cuadros en las viviendas no fue algo
que se diera sólo entre la nobleza o ciertas clases urbanas distinguidas, sino también entre las gentes
más modestas, tal como lo acreditan las biografías de Palomino dedicadas a pintores como Murillo
o Mohedano, que iniciaron su andadura profesional pintando para clientes de muy escasos recursos
económicos37 (Fig. 11). Las clases populares no renunciaron a adornar con imágenes sus casas, aun-
que debido a su limitado poder adquisitivo tenían que conformarse con cuadros de escasísima calidad
o con estampas, cuando no con rústicas sargas, como aquéllas que menciona Cervantes en el Quijote al
hablarnos de una posada situada en La Mancha, que estaba decorada “con unas sargas viejas... sobre
las que se veían asuntos de temas mitológicos” 38.

En relación con esta cuestión, la literatura de la época ofrece numerosos ejemplos que
prueban que las obras de arte de una morada actuaban como símbolos de estatus de sus dueños; y
Portús señala la importancia que, entre las clases más favorecidas, adquirió la costumbre de enseñar
la casa39, algo estrechamente relacionado con ese valor distintivo de las obras repartidas por las
diferentes estancias que se iban mostrando al visitante. Tanto fue así, que los escritores utilizaron
con frecuencia alusiones a la presencia de pinturas en los ajuares domésticos de sus personajes como

en la España del Siglo de Oro), Madrid, 1992, pp. 67-87.


36
J. MARTÍNEZ, Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura, ed. de Julián Gallego, Madrid, 1988.
37
Así, por ejemplo, Palomino nos informa de cómo un joven Murillo realizó en sus primeros años cuadritos
destinados a las ferias “pintando todo lo que le encargaban los traicantes de pintura”.
38
M. de CERVANTES, Obras completas, Madrid, 1946, p. 1646.
39
J. PORTÚS, Lope de Vega y las artes plásticas, Op. cit., p. 70.

201
Fig. 10.-José García Hidalgo, Interior madrileño, Siglo XVII.

recurso para caracterizarlos socialmente40. Así, las novelas cortas de María Zayas dan testimonio de una
sociedad acomodada al proporcionar datos preciosistas relacionados con la decoración de las viviendas
que se mencionan en el relato; de este modo, en su obra Desengaños amorosos se reiere a un caballero
que “debía ser muy principal y rico, porque todas las salas (de su casa) estaban muy aliñadas de ricas
colgaduras y excelentes pinturas y otras cosas curiosas que decían el valor del dueño”41. Y de igual
manera, un autor experto en la descripción de lugares y objetos como lo fue Castillo Solórzano, en
su novela La Garduña de Sevilla nos habla de la viuda de un mercader que era propietaria de “cuadros
grandes de pintura, que los tenía muy buenos y en abundancia”42, evidenciando como algunos burgueses
y comerciantes enriquecidos fueron ávidos consumidores de obras pictóricas.

Como no podía ser de otro modo, la posesión de cuadros en grandes cantidades fue
característica de la alta nobleza, y coleccionistas como el duque de Alcalá, los marqueses de Leganés y
Carpio, el conde de Monterrey o el príncipe de Esquilache, entre otros, ocupan un lugar destacado en
la historia del coleccionismo europeo. El número de pinturas que colgaban de sus palacios se contaban
por centenares, reuniendo en ellos obras de mano de los grandes maestros italianos, españoles y
lamencos del Quinientos y el Seiscientos43.

40
Idem, pp. 68-69
41
M. ZAYAS, Desengaños amorosos, Madrid, 1983, p. 236. Cfr. en J. PORTÚS, Lope de Vega y las artes plásticas, Op. cit., p. 68.
42
A. CASTILLO SOLÓRZANO, La Garduña de Sevilla y Anzuelo de las bolsas, Madrid, 2004, p.157.
43
J. PORTÚS, Lope de Vega y las artes plásticas, Op. cit., p. 72; Sobre la cuestión del coleccionismo véase también, M.
MORÁN y F. CHECA, El coleccionismo es España, Madrid, 1985.

202
Sin embargo, aunque en España hubo
grandes colecciones, lo cierto es que éstas
fueron una excepción dentro del panorama
general, y lo normal entre la mediana nobleza
y los altos funcionarios era poseer en torno
al medio centenar de pinturas, tal como ha
demostrado Fayard en su estudio sobre los
miembros del Consejo de Castilla44. Como
adelantábamos más arriba, también las clases
medias y populares solían adornar sus viviendas
con obras pictóricas y, de hecho, alrededor del
setenta y cinco por ciento de los inventarios
de bienes sevillanos del período comprendido
entre 1600 y 1670 registran pinturas en los
ajuares domésticos45, lo mismo que sucede en
Madrid y Toledo en esa centuria46.

Pues bien, si tomamos como ejemplo


Fig. 11.- Bartolomé Esteban Murillo, Joven mendigo, c. 1645-50,
el caso de Toledo en la segunda mitad del siglo Museo del Louvre, París.
XVII, nos encontramos con que, tras el análisis
de 281 inventarios de bienes, cuyo volumen
total de pinturas suma 13.357 obras, el número medio de pinturas por inventario se sitúa en torno al
medio centenar (exactamente 48), aunque las diferencias son muy marcadas en función de la posición
social y poder adquisitivo de los propietarios47. Así, si hacemos una primera división distinguiendo
entre las relaciones de bienes de las oligarquías, el clero y el resto de grupos sociales, encontramos
que esa media varia signiicativamente, pues tenemos que en el grupo de la oligarquías urbanas el
número total de obras pictóricas registradas es de 5.230, repartidas en 72 inventarios, con lo que la
media de pinturas por inventario es de 73 obras; en cuanto al clero, la relación de obras suma un total
de 1.722, que corresponden al contenido de 29 inventarios, situándose el número de medio de obras
por inventario en 59; mientras que si atendemos al conjunto de los otros grupos sociales, el volumen
total de obras asciende a 6.405, repartidas en 180 relaciones de bienes, con lo que la media de obras
pictóricas por inventario es de 36. Vemos, pues, que centrándonos en esta primera clasiicación por
“status”, el número medio de pinturas de los inventarios de oligarquías y clero se sitúan por encima de
la media general, y por debajo el del resto de grupos sociales48.

44
J. FAYARD, Los miembros del Consejo de Castilla, Madrid, 1982, p. 423.
45
F. MARTÍN MORALES, “Aproximación al estudio del mercado de cuadros en la Sevilla barroca (1600-1670)”,
Archivo Hispalense, 210, 1986, pp. 137-160.
46
Para Madrid y Toledo véase, respectivamente, J. BRAVO LOZANO, “Pintura y mentalidades en Madrid a ines
del siglo XVII”, Anales del Instituto de estudios madrileños, XVIII, 1981, pp. 193-220; P. REVENGA DOMÍNGUEZ,
Aproximación a la pintura toledana de la segunda mitad del siglo XVII, Toledo, 1988, pp. 39-70 y Id., Pintura y sociedad, Op.
cit., pp. 354-367.
47
Cfr. en P. REVENGA DOMÍNGUEZ, Pintura y sociedad…, Op. cit., pp. 356-358.
48
Idem, p. 358.

203
Por otra parte cabe señalar
que, en líneas generales, entre las obras
inventariadas abundan aquéllas de asuntos
sacros de carácter devocional, encabezando
las preferencias de los toledanos las
representaciones de santos, imágenes de la
Virgen bajo variadas advocaciones, y iguras
de Cristo; pero especialmente signiicativa
resulta la nutrida la presencia en los ajuares
domésticos de obras de asunto profano,
sobre todo pinturas de género, países,
loreros y bodegones (Figs. 12 y 13 ), los
cuadros de batallas y marinas, y en menor
medida retratos. Tanto es así que, en contra
de lo que a priori podríamos esperar, el
porcentaje de las pinturas de asunto religioso
es ligeramente inferior al de las de asunto
profano, de manera que de las 13.357 obras
Fig. 12.- Alejandro de Loarte, La Gallinera, 1626, Museo del Prado,
Madrid.
pictóricas inventariadas, el asunto de 6.424
es profano, de 5.866 es religioso, y en el caso
de 1.067 no se especiica, lo que signiica que
aproximadamente un 48,09% del total son pinturas de asunto profano, un 43,92% lo son de asunto
religioso y el tanto por ciento restante, un 7,99%, corresponde a aquéllas obras cuyo asunto no se
menciona en los inventarios49.

Pero también en esta ocasión los porcentajes varían notablemente según la condición social de
los propietarios. Así, en el caso de las oligarquías urbanas la proporción de pinturas profanas aumenta
sensiblemente en relación con las religiosas, de manera que, de un total de 5.230 cuadros, el asunto de
2.990 es profano (lo que representa el 57,17% del total), de 1.930 es religioso (el 36,90%), quedando
sin especiicar en el caso 310 obras. Curiosamente entre las relaciones de pinturas pertenecientes a
miembros del clero los porcentajes son muy similares, a saber, el total de obras inventariadas asciende a
1.722, de las cuales son de asunto profano 997 (el 57,90%), 670 lo son de asunto religioso (el 38,91%),
y de las 55 obras restantes no se menciona el asunto. Sin embargo, será en el conjunto del resto de
los grupos sociales donde esta proporción se invierta superando el elenco de pinturas religiosas a las
profanas, pues tenemos que de un total 6.405 obras pictóricas, el asunto de 2.437 de ellas es profano
(el 38,05%), el de 3.266 es religioso (el 50,99%), y el de 702 no se especiica50.

A tenor de cuanto hemos indicado, resulta evidente que cuanto más elevada era la condición
social de los propietarios y mayor el número de pinturas que habían reunido, menor era el porcentaje

49
Ibídem, pp. 359-365.
50
Ibídem.

204
Fig. 13.- Felipe Ramírez, Bodegón con cardo, francolín, uvas y lirios, 1628, Museo del Prado, Madrid.

de obras religiosas que formaban parte de los conjuntos pictóricos que poseían los toledanos en sus
viviendas. Asimismo, sucede que en aquellos casos en que las pinturas enumeradas en las relaciones
de bienes resultan bastante escasas, casi todas ellas son de asunto religioso. En consecuencia cabe
suponer que cuando un individuo tenía sólo unos pocos cuadros en su domicilio, la presencia de éstos
entre su ajuar doméstico respondería, sobre todo, a satisfacer devociones particulares, predominando
por tanto las obras religiosas; mientras que aquellos personajes que lograron reunir colecciones de una
cierta entidad, tendrían otras motivaciones además de las piadosas al hacerse con pinturas, por lo que el
asunto y género de las obras que poseyeron estaría en relación con sus gustos y aiciones particulares,
siendo la variedad temática mucho mayor, aunque con marcado predominio de pinturas profanas51.

Interesante y muy ilustrativo para nuestros propósitos resulta detenernos en el inventario de


bienes de Simón Vicente52, uno de los pintores más signiicativos del Toledo de la segunda mitad
del XVII y cuya prolíica labor en la práctica de la pintura abarcó múltiples facetas, cultivando
variadas técnicas y géneros. Su producción conocida comprende una considerable cantidad de lienzos
devocionales -tanto autógrafos, como de taller-, pinturas para retablos, perspectivas para altares y
tramoyas de Semana Santa, así como decoraciones murales en capillas, camarines, coros y bóvedas de
diferentes iglesias y conventos. La pintura que de su mano se conserva es toda de asunto religioso y
sabemos que algunas de sus composiciones, como las representaciones de la Virgen del Sagrario en el
trono (Fig. 14) o las del pasaje de la Huída a Egipto, fueron muy demandadas por sus conciudadanos,
entre los que gozó de un acreditado prestigio profesional. En cuanto a su producción de obra profana,

51
P. REVENGA DOMÍNGUEZ, Pintura y sociedad…, Op. cit., p. 366; y Id., “Revisando tópicos”, Op. cit.
52
Sobre este pintor, véase P. REVENGA DOMÍNGUEZ, Simón Vicente (1640-1692) y la pintura toledana de su
tiempo, Toledo, 1997.

205
sólo nos consta documentalmente que en 1685
concertó la hechura de unos cuadros de batallas
con el sedero Gabriel de la Puebla y realizó otros
con el mismo asunto para el jurado Antonio
Martínez53.

En deinitiva, a grandes rasgos se podría


decir de Simón Vicente que fue un maestro
que cumpliría con todas esas características o
tópicos referidos a la actividad de los pintores
del Seiscientos con las que arrancábamos nuestro
discurso. Sin embargo, el hallazgo de su inventario
post-mortem y, sobre todo, la tasación de los
bienes que quedaron en su obrador, cambió por
completo la idea que de él podíamos tener, no en
cuanto a su calidad, pero sí en cuanto a su labor
profesional y a los géneros que cultivó.

El 24 de abril de 1692 el también pintor


Gregorio García se ocupaba de inventariar y tasar
Fig. 14.- Simón Vicente, Virgen del Sagrario en el trono,
Colección privada.
“los bienes tocantes a su arte” que quedaron en
el obrador de Vicente cuando éste falleció. No
vamos a detenernos a comentar los precios que se
dieron a las pertenencias que allí se encontraban, pero sí lo haremos para destacar algunos aspectos
que consideramos relevantes en relación con ellas. Como no podía ser de otro modo, entre los útiles y
materiales necesarios para la práctica diaria del oicio, se enumeraban losas para moler colores, paletas
para pintar, pinceles, compases, colores inos, bastidores, lienzos, marcos, varios modelos vaciados
en yeso y otros en madera, y “setecientas estampas de papel, grandes y pequeñas”. Llama la atención
los numerosos lienzos y tablas ya imprimados que Vicente tenía, siendo también muy abundantes
las pinturas en bosquejo que dejó, lo cual denota una actividad incesante. Por supuesto que en el
obrador había un buen número de pinturas de diferentes tamaños, con marco o sin él, y entre ellas
iguraban, obviamente, las de iconografía religiosa con muy diferentes representaciones de Vírgenes,
Cristos, Santos, escenas evangélicas, etc… Pero lo realmente signiicativo es la elevada cantidad de
obras profanas de muy diversos géneros que allí se reunían, y que vamos a enumerar en el mismo
orden en que se inventariaron. A saber: “quattro pintturas de países de arvoledas con marcos negros
de dos baras de largo”, “ottra pinttura de nuestro Rey don Carlos segundo de dos baras de alto”,
“ottra pinttura grande de una dueña sin marco”, “ottra pinttura grande de una dama sin marco”,
“otra pinttura grande de un úngaro sin marco”, “un rettratto de una comediantta de varimedia de
alto sin marco”, “ottra pintura de la Reina nuestra señora sin marco de vara de alto”, “otra pinttura

53
Archivo Histórico Provincial de Toledo, Prot. 424, fol. 316. Cfr. en P. REVENGA DOMÍNGUEZ, Simón
Vicente, Op. cit., pp. 75-77.

206
de diferenttes pájaros de vara de alto sin marco”, “ottra pinttura con dos pájaros de vara de alto sin
marco”, “dos pintturas de arvoledas pequeñas sin marco”, “un lorero de tres quarttas de altto sin
marco”, “ottra pinttura de un lorero con marco negro”, “quattro pintturas de montería sin marco
de variquarta de alto”, “ottra pinttura compañera de las quattro anttezedentes”, “una sobrepuertta de
un país en bosquejo de bara y media de ancho”, “dos pintturas de alameda en bosquejo de vara de alto
sin marco”, “una pinttura pequeña de dos cavezas de dos niños sin marco”, “ottra pinttura en bosquejo
del autto de fee de ttres quartas”, “una pinttura de un enperador de ttres quarttas sin marco”, “un lienzo
grande de alameda arrollado” y “un fruttero de tres quartas de alto”.

No deja de resultar sorprendente el hecho de que un pintor al que no se le conoce todavía ni una
sola obra profana -pues todo lo que de su mano nos ha llegado es de carácter religioso-, contara entre su
producción con tal cantidad de lienzos de géneros tan diversos como el retrato, el paisaje, la pintura de
bodegones y loreros, las batallas, monterías y hasta con algún cuadro de historia. Sin duda, Simón Vicente
compaginaría la ejecución de los encargos que recibía, con la hechura de cuadros de caballete de diferentes
géneros que vendería directamente a particulares en su obrador, respondiendo con tal versatilidad pictórica
a los gustos y demanda de la clientela toledana. El problema es que -como ya hemos apuntado en otras
ocasiones- una cosa es lo que los maestros de la pintura produjeron y otra la parte de esa producción que ha
llegado hasta nuestros días, lo que nos lleva en ocasiones a conclusiones erróneas. Y precisamente las obras
de carácter profano -destinadas en su mayoría a decorar las viviendas de sus propietarios-, al estar en manos
de particulares, son las que en mayor proporción han desaparecido con el paso del tiempo. Probablemente
de haberse conservado éstas, tendríamos una visión muy diferente de nuestra pintura barroca.

Así pues, de todo cuanto hasta aquí hemos expuesto, podemos concluir que el hecho de señalar
que los pintores españoles del Siglo de Oro tuvieron como principal cliente a la iglesia, trabajaron por
encargo y produjeron sobre todo pintura religiosa, es quedarnos con una visión sesgada y parcial de
una realidad que, en lo que atañe a la práctica cotidiana del oicio, era muy distinta y rica en matices.
La existencia y la labor de los pintores de tienda, es buen ejemplo de ello.

207

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