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Todo se puede investigar, sobre cualquier tema se puede primero acopiar los
datos, “los hechos evidentes” (phainómena), como los llamaba Aristóteles,
seguidamente teorizar sobre ellos, y, por último extraer de esa teoría
conclusiones prácticas. No hay más que formular una teoría basada en los
hechos y luego subrayar los puntos teóricos relevantes que permitan una
inmediata aplicación práctica de ella que resulte correcta y exitosa.
Lo más genial del tratado aristotélico es que su autor con él no niega el pan y
la sal a la retórica, sino que la acepta empíricamente y además la platoniza, es
decir, la pone al nivel de los universales, de las ideas que se abstraen de las
experiencias, y la moraliza.
Creo que así hay que entender este excelente tratado, en el que nuestro
filósofo se esforzó en seguir las directrices de su maestro sobre lo que debería
ser una retórica ideal, y, al mismo tiempo, no echó en olvido la retórica real tal
y como se concebía y practicaba en su tiempo, pues además de ser platónico
por su escuela, era empírico en su manera de abordar el estudios de los
hechos, de los incontestables hechos (phainómena) que imponen su realidad
con infrangible tozudez .
En primer lugar, por tanto, a la hora de redactar su obra tenía delante sus
notas o el tratado ya redactado que llevaba por título Colección de Artes
Retóricas. Eso ya es muy buena señal de sano proceder empírico.
4. El biólogo platónico
Quien se percate de este hecho que estamos comentando se dirá a sí mismo
que nuestro Aristóteles es de cierto un filósofo empírico que no lucubra en el
vacío sino apoyándose estrictamente en los datos indiscutibles o “hechos
evidentes” (phainómena) de los que dispone, un filósofo empírico que
investiga empleando un método similar al del biólogo que clasifica
rigurosamente las especies de los seres vivos que contempla.
El fin propio de un ser es realizar su “forma”. Por ejemplo, el fin propio del
hombre es el de ser lo más hombre posible, el fin de toda la Naturaleza es el
ser lo mejor posible.
La Naturaleza, por consiguiente, no hace nada en vano, la Naturaleza se
comporta como si previera el futuro (Sobre la generación de los animales
744b16; a36; Sobre las partes de los animales 686a22, etc.). En su Sobre las
partes de los animales, un tratado fundamental para entender al filósofo,
leemos una frase sorprendente que dice así: “Y aquel fin por el que se ha
constituido o ha llegado a ser ha ocupado el puesto de la belleza” (645a 25).
Debo confesar que, aunque lo que digo suene paradójico, nunca he visto a un
Aristóteles más platonizante y platónico que el Aristóteles que hace biología,
el que, por ejemplo, estudia las partes de los animales. Soy consciente de que
este aserto equivale a decir que cuando Aristóteles es más empírico es cuando
a la vez más platónico resulta ser.
Escribió, justamente, como ya sabemos, una obra titulada así, las Sobre las
partes de los animales, en cuyo inicio deja bien sentado que para el biólogo la
“causa final” es más importante que la “causa eficiente”, y más adelante
afirma que en el estudio de los animales la fusión de la “causa final” y el “bien”
resulta aún más clara que en las obras de arte, en los artefactos, que son
imitación de la Naturaleza (639a16-21). Insisto: el Aristóteles biólogo se nos
muestra sumamente apegado a la doctrina teleológica de su maestro. Pero el
platonismo de Aristóteles es aún de más hondo calado o de mayor
envergadura de lo que a primera vista pudiera parecer.
5. El platónico empírico
A mí, por consiguiente, me parece que el discípulo (Aristóteles) no rechazó la
“Teoría de las Formas” del maestro como consecuencia de sus detalladas
investigaciones en biología.
Lo que hizo, más bien, el gran filósofo fue colocar las “formas”, las “ideas”, los
“universales” de su maestro sobre la faz de la tierra, en el mundo que
contemplamos con nuestros propios ojos, en el mundo sublunar de la biología
que él estudiaba con tanto ahínco, asombro y apasionamiento.
Pues bien: ¿qué hacemos ahora con un filósofo tan peculiar que es a la vez
platónico y empírico? Pues, sencillamente, lo que nos habíamos propuesto, es
decir, explicar la Retórica que compuso, porque –modestamente lo digo– de
otra manera la veo llena de contradicciones y no consigo entenderla. Si la
Retórica no la compuso un filósofo a la vez platónico y empírico, resulta un
tratado del todo ininteligible.
El año 367 a. J. C., cuando no contaba más que diecisiete años, se trasladó a
Atenas a estudiar en la Academia con Platón y en ella permaneció durante
veinte años, hasta la muerte del «divino filósofo» el año 347 a. J. C.,
primeramente como estudiante y más tarde como investigador.
Yo creo que el Estagirita, más bien, atacaba la retórica que Isócrates había
definido como “correlativa (antístrophos) de la gimnasia” (Antídosis 181-2)
identificando así la retórica con la filosofía.
El lenguaje retórico transmite la única verdad que nos es dado alcanzar, una
verdad convencional de validez político-social. No hay más verdad que la que
nos proporciona el lenguaje. Ahora bien, la verdad que nos proporciona el
lenguaje nunca es por naturaleza (phúsei), sino siempre por convención
(nómoi), siempre político-social (Antídosis 82; 254).
Esta platónica retórica ética, moral, respetuosa con la verdad, debía apoyarse
sobre tres pilares fundamentales:
Por último, para que un discurso ejerza su efecto persuasivo –opina el «divino
filósofo»–tiene que estar bien organizado, de manera semejante a como lo
está un ser vivo, orgánico, y no descabezado o sin pies, sino debidamente
provisto de cabeza, tronco y extremidades, y con todas sus partes bien
proporcionadas y relacionadas entre sí y con relación al conjunto en el que se
integran perfectamente (Fedro 264c).
En conclusión: Aristóteles se encuentra con que los sofistas y los rétores usan
de la retórica que ellos consideran un arte que lo invade todo, porque es
fundamentalmente arte del lenguaje, que es un ente sistemático social y
políticamente ubicuo, y creen que hay que hacer uso de ella sin más ni más en
todo contexto político-social. Relativistas como eran, no hacen caso de una
verdad o moralidad absoluta que regule el discurso retórico desde la lógica y
la ética, sino más bien de una verdad o moralidad esencialmente político-
social y por tanto variable.
Pero, por otra parte, Platón afirmaba que sólo consideraría a la retórica “arte”
si enseñara la verdad, se adaptase escrupulosamente al alma del oyente, al
que habría que controlar y educar a través de un discurso retórico sometido a
la ética política (la ética y la política son inseparables), y, por último, si
confeccionara discursos dispuestos como seres orgánicos, es decir,
formalmente bien organizados.
El orador platónico ideal del Fedro debe saber la verdad de lo que dice o
escribe y luego ha de conocer el alma de su oyente, con el que entabla una
relación, de alma a alma, de carácter a carácter, de filósofo-rey a súbdito
ciudadano, o sea, una relación psicológico-ético- política, y, finalmente, debe
cuidar de la organización y la organicidad de su discurso.
Hay dos pasajes de la Retórica del Estagirita que, a mi juicio, confirman la idea
de que en el momento mismo en que decidió componerla su autor se colocó
entre Platón y los sofistas, entre la exigente retórica platónica y la empírica
retórica sofística.
En el primero dice que la retórica es, por un lado, semejante a la dialéctica, la
ciencia que controla la lógica de los argumentos (y en este punto es
platónico), pero, por el otro, se parece a los razonamientos sofísticos, que
atendían sobre todo a ganarse el aplauso del auditorio (1359b11).
Todo el mundo habla para convencer en los juzgados y las asambleas. Todo el
mundo, unos al descuido y otros por la costumbre engendrada por el hábito,
se dedica a pasar revista y sostener argumentos, a defender y acusar (Retórica
1354a4). Luego si estudiamos la causa por la que aciertan y alcanzan sus
objetivos los que hablan persuasivamente ya por hábito ya
improvisadamente, estaremos haciendo, aun sin darnos cuenta, un “arte”
retórica (1354a9).
Pues, del mismo modo, en retórica, como “vender” y “comprar” son opuestos
relativos de una relación, puede alguien argumentar así: “si para vosotros no
es deshonroso vender los impuestos, tampoco para mí lo será
comprarlos”(1397a26). En cambio, deducir que si alguien sufrió justamente un
castigo fue porque el que se lo impuso se lo aplicó justamente, es una falsa
deducción, un “paralogismo” o falacia, pues tal vez quien lo sufrió lo merecía
pero quien se lo impuso tal vez no estaba legitimado para imponerlo
(1397a28).
La fábula que contó decía así: Un caballo que disfrutaba solo de una pradera
vio un día cómo se la destrozaba un ciervo y para vengarse de él por la
fechoría acudió a un hombre y le pidió colaboración en la venganza. El
hombre aceptó a condición de que el caballo se dejase montar por él bien
embridado con bocado y riendas. Como al insensato y estúpido equino le
pareció bien la tortuosa y envenenada propuesta del hombre aceptó y la llevó
a efecto, se quedó sin vengarse del ciervo y convertido para siempre en
esclavo de quien lo montó (1393b8).
En efecto, la mayor parte de las cuestiones sobre las que versan los juicios
“son susceptibles de ser también de otra manera” (1357a24). Y la retórica
precisamente versa sobre esas cuestiones que “pueden ser también de otra
manera”, sobre las que con frecuencia deliberamos en el marco de lo político-
social, aunque no poseemos artes concretas que traten de ellas, dirigiéndonos
a nuestros conciudadanos, que no son expertos en contemplar largos
argumentos montados sobre premisas que vienen de lejos (1357a1).
Todas esas cuestiones y deliberaciones de la vida de las conciudadanos, de la
vida político-social, no hay que dejarlas caer en el vacío, sino regularlas con
una lógica similar a aquella con la que la dialéctica controla las cuestiones
filosóficas. Si tratamos de someter lo verdadero a la lógica, lo mismo cabe
hacer con lo verosímil.
Aristóteles está convencido de que al hombre le es dado encontrar la verdad y
lo verosímil o probable, lo eikós, porque esto se percibe con la misma facultad
que lo verdadero (1355a14).
Por ejemplo: aunque el experto en retórica puede y aun debe argumentar una
tesis y la contraria con vistas a la persuasión, no lo hará para persuadir por
igual con la una o la otra, “porque no hay que persuadir de lo malo” (1355a31),
sino para entrenarse, para aprender y habituarse a que no le pasen
desapercibidas las trampas, los fallos argumentativos y las injustas razones
del adversario y así poder desmontarlas en su oportuno momento (1355a29).
La opción más lógica, más verosímil o verdadera es la moral frente a su
contraria, que sería la inmoral.
La retórica es, pues, un “arte”; está controlada por la dialéctica, que vigila la
lógica de nuestros argumentos retóricos, que, aunque no versen sobre lo
verdadero, tratan de lo verosímil, que no se encuentra lejos de lo verdadero;
es, además, moral, pues la razón de la dialéctica nos lleva directamente a la
moralidad, a la ética, toda vez que el argumento verdadero, moral o ético es
más fácil de argumentar y probar que su contrario (1355a37).
Todo esto es platonismo puro y duro. Platón podría estar contento con el
nuevo invento del “arte retórica” llevado a cabo por su discípulo Aristóteles.
Ya la retórica diseñada por el discípulo ha dejado de ser, como proponía el
maestro, “una rutina y un empirismo” y se ha convertido en “arte” (Platón,
Fedro 270b5).
Por último: sería absurdo que fuera vergonzoso no poder defenderse uno
mismo con su propio cuerpo y, en cambio, no lo fuera ser incapaz de
defenderse con el discurso, que es más propio, particular y específico del
hombre que su propio cuerpo (1355a38).
Creo que la metáfora clave para entender el giro que experimenta la Retórica
de nuestro filósofo en este determinado momento es la que dice que “la
retórica se reviste con el atuendo de la política” (1356a 27). Y de este mismo
atuendo –añade– se apropian también unos por falta de formación, otros de
fanfarronería u otras causas poco confesables, pero, en realidad –insiste–, la
retórica posee un núcleo similar al de la dialéctica, o bien, sencillamente, es
una parte de ella (1356a28).
La retórica desnuda que se apoya en la dialéctica sirve para justificarse como
“arte”, como conjunto sistemático de conocimientos teórico-prácticos, pero
luego se reviste con el atuendo de la política.
Lo justo –dice Aristóteles– sería usar la retórica para competir con los hechos
mismos, “demostrar que el hecho es tal o que no lo es, que sucedió o que no
sucedió”(1354a27), de modo que todo lo que quedara fuera de la
demostración resultara superfluo, pero por la depravación del oyente
(1404a5) hay que acogerse a todas las estrategias persuasivas del acto de
habla retórico propio del hombre como animal político y no dejar ninguna a su
aire, a la improvisación. Y éstas son fundamentalmente el atractivo y fiable
carácter del orador (êthos) y la emotividad del oyente (páthos).
Son apasionados, de cólera pronta, y se dejan llevar con facilidad por los
impulsos. Se dejan llevar por la ira, no soportan ser tenidos en poca
consideración y se irritan sobremanera si se consideran víctimas de la
injusticia (1389a9). Les gusta el honor, la victoria, el sobresalir. En cambio, no
son codiciosos, porque nunca han pasado necesidades (1389a11).
No son malvados de carácter, sino más bien cándidos, porque les falta la
experiencia, el no haber visto muchas maldades (1389a16). Son confiados por
no haber sido engañados muchas veces. Y son bienesperanzados como los
borrachos, porque a ellos también los caldea, si no el vino como a los beodos,
sí su propia naturaleza (1389a17). (Otra comparación que me parece genial). Y
viven por la mayor parte llenos de esperanza, porque la esperanza es lo propio
del futuro como el recuerdo es lo propio del pasado, y resulta que los jóvenes
tienen ante sí un largo futuro y tras de sí un muy breve pasado (1389a20).
(Acertadísimo juicio, en mi opinión).
El estilo ideal, por tanto, del discurso retórico es el que resulta a la vez sencillo
y brillante, lúcido y rutilante. En poesía, en la dicción trágica, fue Eurípides el
primero que dio con esta sutil mezcla de sencillez y elegancia, pues acertó a
combinar elegantemente palabras elegidas de la lengua corriente (1404b25).
Los prólogos del género oratorio deliberativo, por su parte, dado que en estos
discursos se conoce de antemano el tema a tratar, versan sobre el propio
orador o sobre sus adversarios o sobre el asunto mismo a debate en un
intento de darle más o menos importancia, de acumularle o restarle odiosidad
(1415b33).
Parece, pues, evidente que, tal como nos lo demuestra el empírico filósofo
Aristóteles, el estilo es una importante estrategia persuasiva del discurso
retórico, por lo que a la estilística no hay que echarla en saco roto, antes bien,
es menester, como venía haciendo la retórica anterior de rétores y sofistas,
tomar muy buena nota de ella, en la idea de que tiene mucha importancia el
hecho de que estilísticamente se pronuncie el discurso de la forma apropiada
(1403b15).
Veamos un ejemplo:
“Cuanto más numerosa sea la multitud que contempla, desde más lejos se
realiza la contemplación” (1414a9).
El filósofo comenta esta frase diciendo que ocurre con los discursos
deliberativos lo mismo que con la pintura de la escenografía en el teatro. Es
decir, si es grande la masa de los contempladores, del auditorio, de los
asistentes a la representación, los pormenores sobran, son absolutamente
superfluos y hasta parecen mal. El discurso en ese caso debe pergeñarse a
base de gruesos trazos y no de sutilezas e inasibles quintaesencias.
Yo creo que las contradicciones son sólo aparentes, que son vanos
espejismos, porque Aristóteles fue un filósofo tan sumamente original que, en
el área de la retórica, tomó doctrina de Platón y, a la vez, de los rétores y
sofistas a los que el «divino filósofo» se oponía.
En efecto, fue un filósofo genial que, al tratar de configurar un “arte retórica”,
procedió –como hizo también en otros estudios– respetando los datos
(phainómena) que previamente había acopiado, y luego sometiéndolos al
yugo de una doctrina filosófica teleológica, de innegable cuño platónico.