Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Hace mucho tiempo, en un reino semibárbaro, vivía un rey dueño de un enorme poder y una
terrible imaginación. Cuando todo marchaba de acuerdo a sus deseos era un hombre
amable, pero apenas aparecía algún contratiempo, lo solucionaba en la plaza pública
conocida como la plaza del rey.
Era un inmenso anfitreatro, con misteriosas galerías y pasadizos desconocidos, que servía
para una justicia donde reinaba el azar. Allí se castigaba o se premiaba por una suerte
secreta cuyo final nadie conocía.
Cada vez que un crimen era lo suficientemente importante como para interesar al
monarca, se fijaba la fecha en la que sería decidido el destino del acusado en la plaza del
rey.
Las multitudes llenaban el anfiteatro y el rey, rodeado de su corte, daba la señal. Por una
puerta salía el acusado a la arena.
Al frente suyo podía ver dos puertas exactamente iguales. Debía abrir una de ellas, la que
más le gustara, y su destino quedaba marcado por el azar.
Por una de las puertas saldría un tigre hambriento, la fiera más cruel que se hubiera
encontrado, y que lo despedazaría como castigo por su culpa.
Pero si abría la otra puerta, salía la dama más hermosa y el acusado debía casarse de
inmediato con ella. Era el premio por su inocencia. No importaba que ya estuviera casado,
el rey no admitía otra posibilidad.
Este fue el método que el rey inventó para administrar justicia. Su perfecta justicia, daba
de inmediato el premio o el castigo, y no había escapatoria. El propio acusado tenía la
suerte en sus manos.
El monarca tenía una hija en la flor de la edad, dueña de un carácter tan fuerte como el
suyo, y él la quería más que nada en el mundo.
Entre tantos pretendientes de la muchacha había un joven de muy baja condición, pero
hermoso y audaz, del que ella se enamoró perdidamente. Durante muchos meses se amaron,
felices, hasta que un día el rey los descubrió.
Era una ocasión especialmente importante. Nunca jamás un súbdito se había atrevido a
amar a la hija de un rey.
Entre las jaulas de los tigres del reino se buscó la fiera más salvaje y sanguinaria para
castigarlo, y se buscó entre las jóvenes doncellas a la más hermosa para el caso de que el
destino decidiera premiarlo.
El día señalado, la gente llegó desde todos los puntos del reino y colmó las grandes
galerías. Una inmensa multitud se amontonó contra los muros exteriores, imposibilitada de
entrar por falta de espacio.
El rey y su séquito ocuparon sus puestos, frente a las dos puertas, tan terribles en su
semejanza.
Todo estaba dispuesto y se dio la señal. Se abrió la puerta de los acusados y el enamorado
de la princesa caminó hacia el centro de la plaza. Alto y hermoso, fue saludado con un
murmullo de admiración por un público que miraba con ansiedad.
Desde el momento en que se decretó que el joven debería decidir su destino en la plaza
del rey, la princesa solo había pensado en esto. Ella poseía el poder, las influencias y la
fuerza necesaria para lograr lo que nadie antes consiguiera, el secreto de las puertas. Y
ahora sabía en cuál de las habitaciones estaba la jaula del tigre y en cuál esperaba la dama.
A través de esas gruesas puertas, acolchadas en su interior con pieles, era imposible oír
ningún ruido que pudiera orientar al que se acercara para abrir una de ellas. Pero el oro y la
decisión de una mujer enamorada habían alcanzado para que la princesa consiguiera el
secreto.
No solo conocía dónde estaba la dama, sino que sabía de quién se trataba. Era una de las
más hermosas doncellas de la corte, y la princesa la odiaba.
Repetidas veces había visto, o había sospechado ver, que esa hermosa muchacha lanzaba
miradas de admiración a su enamorado, y algunas veces también había visto, o había
sospechado, que esas miradas fueron devueltas con gusto. Alguna vez los había sorprendido
hablando juntos, unos pocos minutos, y tal vez de temas sin importancia, ¿pero cómo podría
saberlo?
La muchacha elegida era hermosa, pero se había atrevido a poner sus ojos en el
enamorado de la princesa, y esta, con intensidad salvaje, odiaba a la mujer que ahora
esperaba tras la puerta secreta.
Cuando el joven la miró desde la arena y sus ojos se encontraron, sintió que ella conocía
el misterio de las puertas. Esperaba que lo supiera. Sabía que era capaz de descubrir ese
secreto oculto incluso para el rey. Era la única esperanza que le quedaba.
Los ojos del joven estaban preguntando. El brazo derecho de la princesa descansaba en el
parapeto. Levantó la mano haciendo un ligero movimiento hacia la derecha. Nadie lo vio,
salvo el enamorado.
Con demasiada frecuencia había vivido en esos días previos, en sus paseos solitarios y en
sus sueños, el momento en que el joven abriera la puerta tras la que esperaba el tigre.
Pero con igual frecuencia lo había visto ante la otra puerta, sorprendiendo su alegría al
abrirle a la dama. Y había ardido de agonía mirando cómo iba al encuentro de aquella otra
mujer con los ojos brillantes de triunfo. Soñó la fiesta y los vio marcharse por un sendero de
flores acompañados por las exclamaciones de alegría de la multitud, mientras ella lanzaba
un grito de agonía.
¿No sería mejor que él muriera rápidamente y la esperara en las regiones del futuro?