Está en la página 1de 91

Un día le dedicó aquella hermosa canción: “Nuestro Juramento”.

Si tú mueres

primero yo te prometo, que escribiré la historia de nuestro amor...

No la escribió, al menos no en papel, yo creo que la escribe día a día en su

memoria. Por eso lo voy a hacer yo, y voy a tratar de que sea lo más parecida

posible a lo que me contaron y a lo que recuerdo.

Capítulo 1

El encuentro.

Piñeyro, 1958.

El sol empezaba a esconderse en aquel atardecer de marzo. Martita y Zulema caminaban

del brazo por la plaza. Ya habían dado varias vueltas porque en una de las esquinas

fumaban tranquilos los chicos según ellas, más lindos del barrio. Entre ellos había dos

chicos bien. De esos que iban a un colegio pago en capital, que tenían una casa con patio

y baño propio, padres con auto y que todos los años se iban de vacaciones. Y estaban los

otros, los que Ramón llamaba los "vagos". Todos las tardes se encontraban en la plaza,

charlaban un rato y después se cruzaban al club. Entre los “vagos” había uno muy alto, de

nariz respingada al que llamaban Chipi; también estaban el ruso, el Gordo, el polaco, Raúl

y el Negro. Todos vestían pantalones largos, mocasines y camisas de manga corta.


Las chicas pasaban disimuladamente esperando algún piropo para después hacerse las

enojadas. Pero ellos, nada. Seguramente estaban charlando de la fiesta de la noche

anterior. Ellas no habían ido. Era para chicos "más grandes".

La placita de Giribone era bonita todo el día, pero a esa hora se ponía de un color

especial. El reflejo del sol que se ocultaba de a poquito, iluminaba los árboles y los

convertía en parte de una postal. El perfume también era distinto, como si los paraísos se

despertaran a esa hora. En los bancos de la plaza algunas parejitas de enamorados se

sentaban a charlar. La gente que venía de trabajar la atravesaba para acortar camino.

Anochecía y desde Domínguez al fondo se escuchó una voz que gritaba:

-Marta, ¡Vamos!.

La voz retumbó como un eco en la plaza y en ese momento los jóvenes miraron por fin a

las chicas. Las observaron unos instantes y luego siguieron hablando como si nada. Uno

de ellos, el Negro, tiró el cigarrillo y de un salto bajó del pilar donde estaba sentado. Era

muy delgado, estatura media, de cabello oscuro bien corto y de rasgos armoniosos.

- Esperen chicas, las acompaño.

- No hace falta. Vivimos ahí, en el callejón. –contestó Zulema-.

- Ya sé- respondió el Negro.

- No me diga que nos estuvo espiando – contestó Marta-.

- ¿Cómo no espiar a estas bellezas?

Zulema apretó el brazo de Marta y dijo:


- Vamos.

Pero Marta no se quería ir. Hacía días que se había fijado en él. Le llamaba la atención

que siempre sonreía. Como ahora.

- ¿Me van a decir sus nombres? - preguntó el joven.

- Yo soy Zulema.

- Yo soy ...

- Ya sé, usted es Marta.

- ¿Cómo sabe?

- Por que recién llamaron a Marta, si ella es Zulema, usted debe ser Marta.

- Ah, que inteligente...

- Y sí, ya terminé el secundario.

- No mienta.

- No miento.

- No tiene pinta de haber estudiado

- ¿Cómo es la pinta de haber estudiado? Le digo que sí. Hice el secundario en el correo.

Soy cartero del otro lado de Pavón.

- Eso no es secundario.

- Es lo mismo, terminé el primario y estudié dos años en el correo. Después de primario

viene secundario. Soy cartero especializado.


Marta lo miró a los ojos. Él estaba convencido de que lo que decía era así. ¿Era un

mentiroso o un loco lindo? Otra vez la sonrisa de él, los ojitos brillantes de ella y la luna

que recién llegaba iluminó sus rostros. Un fulgor de luz atravesó la plaza y no hizo falta

nada más.

- ¿La puedo ver mañana?

- Tal vez. Mañana a esta hora va a venir otra chica más. Es mi prima Beatriz que vive en

Flores y vendrá a visitarnos. Seguro que salimos a pasear un rato.

Hasta mañana entonces.

Hasta mañana. -contestó Marta- mientras Zulema la agarraba nuevamente del brazo y la

guiaba hacia el callejón, mientras en voz muy alta repetía que estaba loca, que si se

enteraba Ramón...

Él no escuchaba más, se quedó mirando como las figuras apuraban el paso por

Domínguez y entraban al pasillo que llevaría a cada una a su casa.


Capítulo 2

Don Ramón

Ramón cerró el taller donde todos los días rebobinaba los motores que le traían sus

clientes, en general gente del barrio, pero también reparaba motores para una empresa

que le encargaba el grueso del trabajo. Era una tarde fresca de otoño. Como de

costumbre caminó por Avenida Galicia hasta llegar a la plaza, pero esta vez en lugar de ir

directo para el callejón, bordeó la plaza con paso lento, mirando para todos lados. Era un

hombre alto, muy corpulento, con cara de bonachón. Ya le habían avisado y estaba

dispuesto a comprobarlo. Y era verdad. Allí, bajo uno de los árboles, un joven fumaba con

una pierna apoyada sobre un banco, en tono podría decirse, intimidante, a entender de

Ramón. Sobre el banco estaba sentada su "Martita". Muy intimidante no sería el joven

porque Martita reía muy tranquila. Ni siquiera lo vio. Ramón espió durante un par de

minutos y luego apuró el paso a su casa.

- ¡Julieta! ¡Julieta! Acabo de verla. Está con uno de esos, los que se juntan en el

Progresista.

Julieta quiso demostrar asombro pero no pudo.

-¿Qué ? ¿Qué? - dijo en una pésima actuación.

- ¡Vos sabías!

- Si, es verdad, la escuché la otra noche hablando con Beatriz. Pero Marta no sabe que

yo sé. La apuré un poco a Beatriz pero ya sabés como es, con tal de apañar a la prima...

- ¿Entonces Marta no sabe que vos sabés?


- No, y tampoco Beatriz sabe que yo sé que ella sabe.

- No le digas que yo sé que vos sabés que ella sabe.

- Uh viejo, me perdí. Esto es un lío.

- Tenés razón. ¿Qué hacemos?

- Es chica.

- Tiene quince.

- Ya sé que tiene quince, ¿O es hija tuya nada más? Por eso digo que es chica.

- Y yo te digo que tiene quince. Mirá tu prima la que...

- Era otra época. Además, estuve averigüando cosas.

- Eso está mal viejo.

- Tenés razón –contestó Ramón mientras se desacordonaba los zapatos-.

Julieta entró a la habitación y volvio con las pantuflas. Ramón se las puso y demostrando

total naturalidad preguntó:

-¿Qué vamos a cenar?

- Ramón, contame qué averiguaste.

- ¿No decís que está mal hacer eso?

- Sí, está muy mal, pero no importa. Contame lo que sabés.

- Me contó don Aurelio que el joven tiene dieciocho años, que es cartero, vive cruzando

Pavón y tiene muchos hermanos. Él es el mayor.


- ¿Qué más?

- El padre vende frutas con un carrito y el único que trabaja además del padre es él. Otra

cosa que me contó don Aurelio es que se pasa las tardes en el Progresista.

- ¿Y qué vamos hacer?

- Vieja...creo que llegó el momento de conocer al sinvergüenza ese.


CAPÍTULO 3

¡Quiero retruco!

Ya habían pasado casi seis meses de aquella tarde de marzo en que se le ocurrió según

sus pensamientos, vaya a saber por qué, presentarse ante Martita.

- ¡Quién me mandó! –pensaba-. Estoy hecho un idiota. Hago cosas que no tengo que

hacer, por ejemplo, esto de levantarme un domingo para ir a comprar el pan. No soy yo.

Esto así no va.

- Buen día hijo, ¿hablando solo?

La mujer se acercó y le extendió la mano. Él tomó la mano suavemente y le dio un beso.

La mujer era de estatura media, un poco gorda, con el cabello canoso y la piel muy

blanca. Tenía ojos claros y manos delgadas. Su hijo no se parecía en nada a ella. Era

igual a su padre.

- Hola mamá. –contestó Héctor. No hablaba solo, estaba pensando en voz alta nomás.

- ¿Recién llegás? No te pasés de la raya, ya te dije que una cosa es quedarse jugando a

las cartas hasta la madrugada, otra es no venir a dormir.

- Mamá, primero, vine a dormir, usted no me escuchó lo cuál es muy distinto. Segundo,

me levanté temprano para comprarle el pan calentito ese que a usted le gusta. Tercero,

ya tengo dieciocho años, por si no se enteró.


- Hijo, le voy a decir algo: primero, a la mamá no se le contesta, segundo, mientras usted

viva acá, mando yo así tenga treinta años y tercero, tercero... , acá mando yo.

Héctor agarró de mal humor la bolsa que estaba colgada de un gancho y salió para la

calle. Casi no había dormido y el aire lo despabiló un poco. Caminó unos metros por

Agüero hasta la esquina, luego cruzó y se paró en Rivadavia a esperar. Estaba realmente

chinchudo. Lo habían gastado toda la noche. El Turco no se cansó de decirle que lo iban

a enganchar en cualquier momento. El Chipi entre partida y partida le decía que era muy

chico para meterse de novio así. El Ruso hacía chistes todo el tiempo y no lo dejaba

concentrar. Raúl mucho no opinaba porque él estaba en la misma situación, de novio y

muy enamorado, pero igual se reía. El único que lo defendía era el Gordo:

- Déjenlo tranquilo, si está enamorado ¿qué va a hacer? ¡Flor!

- Contraflor al resto. Gordo, mejor no me defiendas ¿querés? No estoy enamorado. Me

gusta un poco nada más.

- Dale Negro, si todas las tardes rajás para la plaza. Cortá Negro.

- Che finíshenla que no me puedo concentrar. Por el río Paraná viene navegando...

Esos eran sus amigos. Noches de charla y truco, pelota paleta en el Progresista,

domingos de cancha, juntarse, cruzar la vía y ver como el estadio surgía a la distancia

alegrando los corazones rojos.

- Envido

- Quiero

- Ganaron de nuevo che. ¿Otra mano?


- Paso, me voy a casita a dormir hasta el mediodía. Chau.

- Chau Negro.

Después de varias partidas había decidido irse a dormir. Se subió el cuello del sobretodo

y con un poco de frío tal vez por la hora, apuró el paso desde El Porvenir hasta Pavón.

Cruzó y caminó unos metros por Agüero. Sabía que no iba a dormir hasta el mediodía.

Tenía algo muy importante para hacer.

Ahora estaba ahí parado como un tonto, él, el más piola de Piñeyro, esperando a una

chica para verla dos minutos. Había sido una idea de ella.

-¿Qué te parece si nos vemos los domingos a la mañana también? - le había dicho-

Podría ser en la panadería. A mí no me dejan ir sola a esa hora, pero los sábados viene

mi prima, se queda a dormir y vamos juntas a comprar facturas.

- Pero si igual nos vemos a la tarde en la plaza.

- Bueno, pero así nos vemos más veces, además hay domingos que llueve y tengo que

esperar hasta el lunes para verte.

Se sentía un terrible boludo. En pleno Pavón y Rivadavia con la bolsita del pan en la

mano. Miraba los adoquines y deseaba que nadie lo viera a esa hora aunque las calles

estaban casi vacías. Un perro chapoteaba en la zanja. Esto tenía que terminar ya. Al

final tenían razón sus amigos. Estar de novio era complicado. No era para él. Muy

ensimismado estaba en sus pensamientos cuando divisó la figura de dos chicas que

venían a pasito apurado por Rivadavia. Caminaban del brazo hacia donde estaba él.

- Buen día Héctor -saludó la más chica con una mirada cómplice y entró a la panadería-.
Marta se acercó a Héctor y le dio un beso en la mejilla.

-Tengo que contarte algo mi amor. Resulta que mi papá nos vio en la plaza, varias veces.

Y entonces les tuve que contar. Primero se enojaron un poco pero después convencí a mi

mamá porque mi papá ya no quería ni que vaya a la plaza. Pero bueno, después de

varias charlas, logré explicarles que somos novios y resulta que ahora quieren que vos...

Héctor no escuchaba. Estaba hipnotizado por esos ojitos alegres que lo miraban

enamorados. El viento arrastraba el perfume de Martita hacia su rostro. No entendía nada

de lo que ella le decía, sólo escuchaba su voz como una música que lo cautivaba. Le

tomó las manos y las besó.

- Sos lo más lindo del mundo. –le dijo-.

La prima Beatriz salió con la bolsa y se paró a un costado a esperar.

- Héctor, ¿me escuchaste lo que te dije? -insistió Marta-.

- No escuché nada, cuando me hablás, me embobás, mi vida.

- Te dije que mi papá nos vio y ahora quieren conocerte. Te invitan el domingo que viene

a almorzar. ¿Qué les digo?

- Que allí estaré, por supuesto. Ahora vayan que yo las miro hasta la esquina.

Cuando las dos chicas doblaron, Héctor entró por fín a la panadería. Cuando volvió a su

casa, doña Celia estaba preparando el mate.

- Viejita linda, te traje el pan calentito que te gusta y también pancitos de leche.

- ¿Ahora me tutea el señor? ¿Se le pasó el mal humor?


- ¿Qué mal humor vieja? Hoy es un día maravilloso. ¡Maravilloso!

CAPÍTULO 4

El encantador de serpientes.

La noche anterior, como casi todos los sábados luego de cenar, Julieta se había puesto a

preparar la comida para el domingo. Después de amasar rellenó los ravioles y los

acomodó sobre la mesa para dejarlos descansar toda la noche. Por la tarde, con Marta,
habían estado pasando viruta al parquet. Ahora, ya encerados, los pisos brillaban con la

luz del sol que empezaba a asomarse en el patio.

Ramón no cambió su rutina de los domingos, se levantó temprano, calentó el agua para el

mate, y se puso a preparar la picada cinco horas antes del mediodía. Entre mate y mate

probaba un poquito de salamín, un poquito de queso. Esta vez Beatriz no había venido

así que era él el encargado de ir a la panadería. Martita dormía. Compró el pan y tortitas

negras para su hija. Luego se sentó en el patio a leer el diario aunque no podía

concentrarse.

No era un domingo como todos, no venían Marieta con Roberto, ni venían Tito con Esther,

tampoco la tía Tita era la invitada esta vez. Este domingo venía "Él".

Cerca de las 9 Marta se levantó y se arregló. Le encantaban esos días de invierno donde

el sol se colaba por cada ventana y calentaba las mañanas. El silencio era apenas

interrumpido por el kerosenero que entraba por Rivadavia, paraba en la esquina de

Dominguez y esperaba a los clientes del callejón.

Al mediodía estaba todo listo. Ramón cerró el diario y mirando a Marta dijo:

- Espero que el fulano sea puntual.

No terminó de decirlo cuando en el pasillo se escuchó una voz juvenil:

- Buenas...

La puerta del patio central estaba abierta y allí, parado, estaba Héctor, con su amplia

sonrisa, tranquilo, con su traje nuevo, su corbata de seda, los zapatos recién lustrados y

una caja de bombones en las manos.


Lo hicieron pasar, se presentaron y le ofrecieron una silla al lado de Ramón.

Luego de un rato Julia y Marta se fueron a la cocina y Ramón aprovechó la oportunidad.

Había repasado en su mente una y otra vez lo que le iba a preguntar:

¿Trabaja usted de cómico? Porque cada vez que lo veo en la plaza con mi hija, ella está

riendo. Antes que nada, ¿Trabaja?, ¿Tiene pensado algo para su futuro? ¿Qué

intenciones tiene? ¿Cómo conoció a Martita? ¿Por qué se pasa las noches en El

Progresista? ¿Cómo hace después para levantarse a trabajar?

Esas y mil preguntas más se le borraron en un segundo porque Héctor no lo dejó ni

hablar. Le contó que trabajaba en el correo y que lo habían ascendido.

-¿Le aumentaron el sueldo?-preguntó Ramón-.

- No, pero me dieron una bicicleta para entregar las cartas y no se la dan a cualquiera.

Contó también que ya sabía manejar, que cuando tuviera el registro buscaría otro trabajo,

que tenía pensado viajar por el mundo, comprarse una casa, un auto Ford, cualquiera

pero Ford...

Ramón no encontraba el momento de meter un bocadillo.

También dijo que había trabajado en la película Pelota de Trapo.

-¿En serio ?¿Qué papel hizo?

- Ninguno, estábamos jugando con los vagos en el potrero y vinieron a filmar, entonces el

director nos dijo que sigamos jugando como si nada.

- Ahhh...
Durante el almuerzo no se cansó de halagar a Julia por su mano en la cocina, lo hermoso

que era el departamento, lo interesante del trabajo de rebobinar motores y mil cosas más.

- Eso de los motores no lo hace cualquiera Ramón, algún día me tiene que enseñar.

Marta le había dicho que muy pocas personas le decían Julieta a su mamá. Se llamaba

Julia, pero Ramón la llamaba Julieta y así le decían los más íntimos. Héctor lo más

campante: Julieta ésto, Julieta lo otro. A Marta casi ni la miró. Estaba ocupado con sus

"futuros suegros".

El vermouth, los ravioles a la boloñesa, el postre de vainillas con licor, los bombones, todo

pasó con rapidez y cuando se hicieron las cinco, se paró de repente y con total

naturalidad dijo:

-Bueno gente, -gracias por la invitación- y se despidió. Marta lo acompañó hasta la

puerta y se quedó unos minutos con él. Luego entró corriendo y miró a sus padres.

- ¿Y? ¿Qué les pareció? - preguntó con los ojitos iluminados

Ramón fue el primero en contestar.

-Tu noviecito no me dejó ni hablar.

- A mí me gustó - dijo Julia sonriendo-

- ¡Papá! ¿te gustó o no?

Hubo un silencio hasta que Ramón lanzó por fín una carcajada.

- ¡Como no me va a gustar! Un poco exagerado, un poco delirante, pero encantador hija.

¡Encantador!
CAPÍTULO 5

TE CONOZCO MASCARITA

Febrero de 1959.

Hacía casi un año que Héctor noviaba con Martita. Le encantaban su sonrisa, su

inocencia, esos ojitos dulces que lo miraban enamorados. Cada vez la quería más y le

gustaba estar con ella. ¡Pero el Carnaval era el Carnaval! Piñeyro se preparaba para la

gran fiesta. Por las mañanas, desde temprano, se empezaban a llenar de agua todo tipo

de fuentones o palanganas que hubiera en las casas. Y arrancaba la diversión. Corridas,

resbalones, caídas y varios insultos de alguna vieja gruñona que era salpicada "sin

querer". Los más chicos almorzaban rápido para salir de nuevo a jugar con el agua. Ni

siquiera los detenía el grito de sus madres:


- ¿A dónde vas? Recién comiste. Se te va cortar la digestión.

Al atardecer había que juntar los trastos, bañarse y preparase para la noche. Muchos se

disfrazaban, se juntaban en la plaza, charlaban un rato, y luego caminaban hasta la

Avenida Galicia donde más tarde pasarían las comparsas. El papel picado y las

serpentinas estaban a la orden del día. Otros iban a los bailes de los clubes del barrio,

donde los mozos servían comida en las mesas ubicadas alrededor de una gran pista.

Era sábado y Héctor y el gordo se encontraban sentados en el club tomando un vermouth.

Los dos terminaban de trabajar a la misma hora, así que le mediodía del sábado era un

grato encuentro para picar algo antes de la siesta. Hacía mucho calor. El mozo trajo otro

sifón y algunos platitos con papas fritas y cuadraditos de tortillas.

- ¿Vas a la comparsa Negro? -preguntó el gordo-

- No, me voy con ustedes a la milonga.

Milonga era una forma de decirlo, porque en esos clubes la música alternaba entre

milongas, tango, rock, paso doble y muchas veces venía alguna orquesta a tocar en vivo.

- ¿Y Martita?

- Se van todos a pasar el fin de semana a la casa de la prima en Flores. Van a ir al

carnaval de la Avenida de Mayo.

- ¿Y no le molesta que vos vayas al baile?

- No.

- Que raro, porque ... ¡Negro! sos un hijo de puta. ¡No le dijiste!
- ¡Claro que NO le dije! ¡¿Querés que se me arme la podrida che?!

El lunes siguiente Marta y Héctor charlaban en la plaza. Marta le contaba lo lindo que era

el Carnaval en la Avenida de Mayo.

-Es hermoso, como los de acá, pero hay mucha más gente. No podíamos ni caminar.

Pero prefiero los del barrio, porque acá estás vos y te extrañé mucho.

Las comparsas venían de varios lados y competían por ganar la copa a la mejor. Los

negocios armaban improvisadas estanterías con caballetes y tablones y allí exhibían

orgullosos lanzadores de agua, caretas de todo tipo, pañuelos, abanicos.

-Yo también te extrañé.

- ¿Cómo estuvo el corso acá?

- No sé, me dolía una muela y me fui a acostar temprano.

La misma facilidad que el Negro tenía para encantar a la gente, la tenía para mentir. Las

palabras salían de su boca con tanta naturalidad que era difícil no creerle.

- Bueno, el próximo sábado la vamos a pasar juntitos. Vienen Beatriz y mi prima de

Flores. Así que después de cenar nos pasás a buscar y vamos todos a ver las comparsas.

Héctor estuvo de acuerdo y así fue que estuvieron toda la semana planeando la salida.

Llegó nuevamente el sábado. Cuando terminó de trabajar pasó a buscar al gordo pero

esta vez después de la picada no fueron a dormir la siesta sino a comprar. Caminaron

hasta la tienda de Pavón y Mitre. Los locales estaban llenos. La gente compraba ropa

nueva para el baile. Héctor eligió un pantalón nuevo de alpaca fina y camisa de seda. Más
tarde pasaron por la peluquería de Don Julio. Charlaban mientras regresaban cada uno a

su casa. El gordo y Héctor eran grandes amigos, eran compinches y se apoyaban en

todo.

Anocheció y Marta y sus primas se preparaban para la gran salida. Héctor también.

Quedaron en encontrarse a las diez. La plaza ya estaba llena de gente. En una de las

esquinas el gordo charlaba con Chipi. Luego empezaron a caer los demás. Algunos

venían disfrazados. Desde el callejón tres figuras se acercaban:Martita, Beatriz y la otra

prima de Flores. Pasaron por donde estaban los amigos del Negro y los saludaron. Dieron

varias vueltas a la plaza luciendo sus vestidos con volados hasta la rodilla y sus antifaces

brillantes cubriéndoles los ojos. Pero el Negro no estaba.

- ¿Le habrá pasado algo? - preguntó Martita -.

- No creo. ¿Y si vamos hasta la casa?

- Ni loca. Todavía no me presentó a la familia. Me muero de vergüenza. Vamos a

preguntarle a los amigos a ver si lo vieron.

Las tres se acercaron al grupo que ahora era más numeroso. Algunos estaban con la cara

descubierta.

- Hola. ¿Lo vieron a Héctor?

- No, al Negro no lo vi en todo el día - dijo el gordo mientras se sacaba la máscara- y

dirigiéndose a los demás continuó - Che, ¿alguno lo vio al Negro?

Chipi también se sacó la máscara que llevaba y le contestó:

- Yo lo vi a la tarde. Lo único que sé es que le dolía mucho la muela.


- Uh --dijo Martita- es verdad, la semana pasada también se perdió el corso por la muela.

Las tres chicas esperaron un rato más, luego se fueron porque Julia y Ramón las estaban

esperando.

- Vamos-dijo Marta-Seguro que Héctor después me va a buscar al corso.

El gordo vio como las tres figuras atravesaban la plaza hacia el callejón. Las miró sin decir

una palabra hasta que ellas doblaron en Domínguez. Luego dijo:

- Ya se fueron Negro. Falta el ruso, ni bien llega nos vamos. Héctor se sacó la máscara

que la cubría toda la cara. Prendió un cigarrillo y esperó a que llegara el ruso.

Marta no se enteró de la mentira hasta una noche mucho tiempo después. Un moscato de

más le soltó la lengua al Negro y como si fuera algo de lo que podía enorgullecerse se lo

contó a su novia que no sabía si llorar, irse de la pizzería o tirarle lo que quedaba del

moscato en la cara.

- ¿No fue gracioso mi amor? Estaba con una máscara al lado tuyo. Ni me viste-.

- ¿A vos te parece que me estoy riendo? ¿Realmente te parece gracioso?

- Bueno tampoco es para que te enojes. Estuve parado al lado tuyo todo el tiempo y ni me

reconociste. Linda novia tengo yo.

- Seguís embarrándola. Mejor callate.

- Es que si te decía que me iba a la milonga te ibas a enojar.

- ¿Y vos, en tu tontita cabeza, pensás que ahora no me voy a enojar?


El tiempo seca las lágrimas y enfría los ánimos. Por suerte habían pasado varios meses,

porque si Marta lo hubiera sabido esa misma noche de carnaval, otra habría sido la

historia.

Capítulo 6

Don Balbino

Más de dos años de novios y ella aún no conocía a la familia de Héctor. Él siempre ponía

una excusa. Conocía bien a los suyos y además Martita ya no era aquella niña que lo

miraba embobada. Había cambiado y bastante, ahora trabajaba, se vestía a la moda, ya

no usaba esos vestiditos floreados y con moño, fumaba a escondidas de Ramón y viajaba

sola. Se había recibido de peluquera y trabajaba en una peluquería importante. Solía

probar diferentes peinados y era común verla aparecer con distintas pelucas y diferentes

colores de pelo. Todas esas cosas, Héctor lo sabía muy bien, no le gustaban a su madre

y por eso él había tratado de evitar el encuentro de Marta con su familia.

Don Balbino, el padre de Héctor, era uno de los hombres más buenos que había en el

mundo. Había dejado su Lugo natal allá por el año mil novecientos quince y con apenas

cinco años ancló en Avellaneda. Trabajó desde que era niño. Luego se casó con Celia y

juntos se instalaron en Piñeyro. Balbino se ganaba la vida vendiendo frutas y verduras.


Tenía un carrito que empujaba a pie, por las cuadras del barrio. Luego cerca del mediodía

lo paraba en la esquina de su casa hasta que terminaba de vender la mercadería.

Todos los días, a eso de las tres de la mañana se levantaba para ir al mercado. Le

gustaba llevar a su hijo con él, cuando éste tenía dos o tres años. Y a Héctor le gustaba

acompañarlo. Balbino lo subía al carrito, lo tapaba con una frazada y empujaba el carrito

por Pavón hasta la estación. Cuando Héctor creció empezó él a empujar el carrito. Las

charlas por la madrugada entre padre e hijo eran maravillosas. Héctor adoraba a su

padre. . A veces cuando hacía demasiado frío, con sus trece años, se levantaba en

silencio y se iba él solo al mercado. Cuando Balbino despertaba y no veía el carrito

sonreía orgulloso.

En frente de su casa había un restaurante. Los dueños tenían un carro con un caballo que

usaban para transportar la mercadería. Lo dejaban en la puerta, apenas atado con una

soga a un palo. Héctor sabía que cuando se apagaban todas las luces era porque todos

se habían ido a dormir. Un día desató la soguita, se subió al carro y se fue con caballo y

todo al mercado. Así daba gusto. En dos horas estaba de vuelta. Le daba agua al caballo

y lo acariciaba un rato largo, eran amigos, casi cómplices, porque el caballo como si

entendiera, no hacía ni un ruido. Lo hizo varias veces hasta que el dueño lo pescó.

Estaba bajando la mercadería cuando el hombre se le acercó.

- Buenas noches...

Héctor intentó explicar pero no lo dejaron:

- Shhhh, calladito, ya sé lo que hacés todas las noches pibe, lo único que te pido es que

no trates mal al caballo. Tu padre ni debe saberlo, yo no se lo voy a contar, pero se lo vas

a contar vos, y decile de parte mía que él también lo puede usar cuando quiera.
Los ojos de Héctor se iluminaron.

-¿Tratarlo mal? Es mi amigo -. Acarició al caballo, le agradeció al hombre y se fue a

dormir más contento que nunca-.

Ahora Héctor trabajaba en el correo, Balbino ya no empujaba el carrito, habían alquilado

un pequeño local del otro lado de la vía y aunque ya no iban juntos al mercado, seguían

siendo grandes compinches. El Negro le había hablado varias veces de Marta. Y ahora

había llegado el momento en que todos la conocerían. Y sí, Balbino era muy bueno,

pero ... la familia era grande y había otros integrantes…

Capítulo 7. Bienvenida mi lady.

En la casa de Héctor había un gran revuelo. Cada uno en la familia tenía una tarea

distinta. Balbino había hecho los mandados. Celia había amasado los ñoquis caseros

para recibir a la invitada. Los cuatro hermanos de Héctor tenían que ayudar. Chelita había

hecho la salsa y Norma era la encargada de la limpieza, Carlos había armado la mesa

con los caballetes en el patio. Tito, el más chico, acomodaba los platos. El único que no

hacía nada era Héctor. Iba de un lado a otro controlando todo. Todavía no había llegado

Marta y ya se había arrepentido.

Norma se le acercó con un balde en la mano.

- Correte, - le dijo de mala manera-.

- ¿Ahora se te ocurre baldear nena?


- ¡No se me ocurre! Me mandó mamá. ¡Todo por tu noviecita!.

- No empecés Normita - dijo Carlos con la tranquilidad y dulzura que lo caracterizaba-.

Tito reía mientras acomodaba los platos.

- Cuidado che, no rompas nada.

- Si no te gusta ponelos vos salame.

- Ni se te ocurra decirme así cuando venga mi...

Héctor calló cuando esuchó la voz de Balbino:

- Héctor, te llama la vieja.

Héctor fue a la cocina y abrazó a su madre que amasaba los ñoquis.

- Gracias vieja. Te hice trabajar hoy.

- Espero que le gusten a la chica esa.

- ¿Cómo la chica esa? Marta, vieja, Marta.

- Me da igual. No sé para que te metiste de novio tan chico. ¡Que ganas de embromar!

- Vieja no empecés.

- Es que me dijo doña Cata que la conoce. Dice que anda en pantalones todo el día. Que

se corta y se tiñe el pelo. Que sale sola y viaja en colectivo de un lado a otro.

- Doña Cata es una vieja chusma.

- No es como me habías dicho vos, una nenita de su casa. Lo único que falta es que

fume.
- Yo fumo mamá.

- Pero ella es mujer nene.

- Pasa el tiempo vieja, Marta ya trabaja. No me hagas pasar vergüenza.

- ¿Para qué me llamaste?

- Probá la salsa.

Cuando regresó al patio Norma estaba terminando de baldear.

- Que esté todo limpio che. -dijo ella con ironía-. Que viene la novia del "Hétor".

Tito había acomodado los platos de un lado solo de la mesa.

- Che Tito ¿Sos boludo vos? ¿Nos vamos a sentar en fila?

Héctor tomó los platos y los acomodó él mismo. Estaba nervioso y no soportaba las risas

de Carlos.

-Che, en vez de reirte ayudá. ¿Por qué no pusieron mantel? ¿No tenemos mantel?

- Claro que tenemos –dijo Norma burlándose- Pero es para ocasiones especiales.

- Oíme tarada, andá a preguntarle a la vieja si tenemos un mantel como la gente, y mejor

que te comportes porque cuando vea en la calle a alguno de esos novios tuyos vas a ver.

- Por lo menos no los traigo acá.


Héctor y su hermana empezaron a pelear como era costumbre hasta que él explotó y a

los gritos dijo:

- ¿Puede ser que por hoy aunque sea, se vuelvan un poco más "finos"? Vos Tito, andá a

lustrarte los zapatos, mirá que parecés. Vos Carlos, ¿no podrías plancharte un poco esa

camisa? Y vos Norma, tratá de decirme Héctor, no Hétor, no seas bruta. Les pido que se

comporten como gente aunque sea un día.

Y luego, olvidando todas las reglas semánticas y sintácticas miró a todos lados y

preguntó:

- ¿Y dónde mierda está la Chela?


CAPITULO 8 ¿Para cuándo los confites?

Y pasó un año, y otro, y otro más. Marta ahora se ponía pantalones estilo Audrey

Hepburn, remeras ajustadas, se cortaba el pelo a la moda, fumaba delante de su madre,

aunque no de Ramón, y salía con sus primas o amigas.

Héctor había renunciado al correo y ahora era colectivero en la "8". Los lunes Marta no

trabajaba en la peluquería así que se quedaba en la parada de colectivo con Beatriz

esperando que pase "el Negro" solamente para saludarlo y dejarle algún mensaje como -

Venite a cenar, o -¿Vamos al cine a la noche?.

Si las calles de Piñeyro pudieran hablar, contarían las palabras de amor de ambos. Yo no

las sé. Las imagino. Pero lo que si sé es que Héctor era extremadamente fiel a sus

amigos. Si había campeonato de billar, ahí estaba, no importaba si tenía que dejar

plantada a doña Julia con el matambre y la ensalada rusa, o sí al día siguiente tenía que

"aguantar" la cara enojada de Marta. Encima tenía el tupé de protestar por el "control"

que Marta le hacía.

- Antes me controlaba mi vieja y ahora vos. ¡¿Qué soy el varón domado yo?!

- No te hagas la víctima. Salí cuando quieras pero avisame.


Las excusas estaban a la orden del día, las horas extras en el colectivo eran

campeonatos de truco con copitas de "Legui" y puchos. Los dolores de muela servían

para las charlas interminables en " El progresista" donde la mayoría compartía su pasión

por el rojo. Y ni hablar de las veces que "mató" a algún familiar lejano creando velorios

inexistentes. Héctor era un gran mentiroso. Tenía imaginación de escritor y dotes de

actuación innatas que hacía que convenciera al más incrédulo. A veces mentía de tal

manera que él mismo se lo creía. Pero Marta ya lo conocía. Después de varias peleas,

podía ver como se le achicaban los ojitos cuando ella lo miraba y le decía:

-Héctor…mirame…

Eso era suficiente para que el Negro sonriera y ella se diera cuenta de que estaba

mintiendo. Peleaban, lo dejaba parado en medio de la vereda o de donde estuviesen,

pero era imposible estar enojada con él.

El amor triunfó y cumplieron cuatro años de novios. En la noche del aniversario

caminaron bajo las estrellas. El silencio cómplice se veía interrumpido por algún tango

que sonaba a lo lejos. Cruzaron el viejo puente de la mano. Cenaron en "El Puentecito".

Asado de tira, provoleta, chorizo, papas fritas y un panqueque de manzana quemado al

rhum.

Mientras regresaban Marta le dijo:

- Me pidió mi mamá que cuando me llevés a casa entrés. Quieren hablar con vos.

- Querrán festejar con nosotros.

- Ni idea, mi amor, ni idea.


Julieta había preparado todo para hacer café ni bien llegaran. Ramón estaba sentado en

su sillón del patio. La noche estaba hermosa, una leve brisa movía las plantas del patio y

las estrellas convertían el patio en un juego interminable de luces y sombras. Luego del

café Ramón empezó a hablar:

- Estamos muy contentos de que festejen otro año más de novios. Pero Héctor, queremos

preguntarte algo.

- Lo escucho.

- Sabemos que Martita te quiere y vos a ella.

- Si.

- Por eso nos gustaría saber tus intenciones.

- ¿Qué intenciones? .

- Bueno, hace cuatro años que están de novios.

Al ver que Héctor no entendía , Julia se metió sonriendo:

- Es que son años de "calentar la silla" Héctor.

- Mirá, siguió Ramón, si el problema es la plata con Julia algo tenemos ahorrado y la

fiesta me toca pagarla a mí. Ustedes dos trabajan así que se pueden mantener

tranquilamente.

Héctor no tenía la menor idea de lo que le estaban hablando y Ramón se estaba poniendo

nervioso.
- Yo creo Héctor, que con la edad que tiene, los años que llevan juntos y sabiendo que se

quieren mucho, ya estaría bien.

-¿Estaría bien qué?

- Los confites Héctor, los confites, interrumpió Julia riendo.

Cuando se dio cuenta de lo que querían decirle los padres de Marta, miró a su novia pero

ésta no demostraba la más mínima preocupación. Buscó ayuda en la mirada de ella, pero

Marta simplemente le preguntó, ¿Querés otro café mi amor?

El Negro miró a Julia que todavía seguía con la sonrisa dibujada en el rostro y de los

nervios olvidó que era su futura suegra y que jamás la había tuteado, pero con las pocas

palabras que le salían le dijo:

- Julieta, ¿me servís una copita de Legui? Una copita no, mejor una copa, la más grande

que tengas.
CAPÍTULO 9 Tanto va el cántaro a la fuente…

Lo que para Héctor había sido un "apriete para el casorio", para Marta era algo sin

importancia. Y eso fue lo que más lo preocupó. Él, el "piola" de Piñeyro esperaba que su

novia le dijera que Ramón tenía razón, que ya hacía cuatro años que noviaban, que sería

lindo compartir las noches juntos. Nada de eso. Ella con la mayor naturalidad que podía

existir le dijo:

-No le llevés el apunte. Yo no tengo ningún apuro.

Ante tamaña demostración de desprecio, fue él quién empezó a apurarse. Como los dos

trabajaban solían salir mucho, cenas, bailes, noches de club cuando venía a tocar alguna

orquesta. Pero ahora había que ahorrar. Se fue solo a la mueblería de su amigo el

polaco. Allí compró una mesa y seis sillas a pagar. Le dieron una tarjetita donde iban

anotando los pagos mensuales. Nada más que eso. Fue contento a contarle a Marta, pero

olvidó dos pequeñas cositas, primero que Marta no había participado de la elección,

segundo que no tenían donde guardar los nuevos muebles.

Al principio Marta se enojó mucho, él había hecho como siempre, lo que le venía en gana

sin consultarle y a pesar de que al Negro le pareció una hermosa sorpresa, a ella no.

Pasado el percance de por qué no la había llevado a elegirlos, empezaron a ver en dónde

guardarían todo.

La casa de Marta era muy chica, un patio central, dos piezas, un comedor, un baño y una

cocina pequeña al otro lado del patio. Estaba pintada de forma impecable. Julia pasaba
viruta a esos pisos hasta volverlos un espejo. Nada estaba fuera de lugar. Ramón tenía su

sillón propio para leer el diario. Julia tenía un cómoda en su habitación donde ordenados

descansaban sus cremas en tarritos metálicos, su permufe, su polveras. La habitación

de Marta era de una exagerada pulcritud.

Por el contrario, la casa de Héctor era un terrible despelote. Era vieja, pero muy grande.

Tenía tres habitaciones enormes, con techos muy altos, pisos de madera, un patio largo

con baldosas gastadas y desparejas. Como eran muchos hermanos siempre estaba llena

de gente. Los amigos de uno, las amigas de otro. Algún novio o novia que se quedaba a

tomar mate. Los paisanos de Balbino que se sentaban bajo el árbol del fondo a charlar de

buyes perdidos. Ahí había un espacio con una pequeña huerta que Balbino cuidaba con

esmero y un árbol de granadas. El lugar ideal para guardar los muebles era la habitación

de las chicas, en un rincón había espacio de sobra. Pero no sería fácil.

- ¡Ponelos en tu pieza nene! - le había dicho Norma-. Sos vos el que se va a casar.

- Nosotros somos tres y ustedes dos, así que calladita.

- ¿Por qué no los guarda tu noviecita?

Norma era brava. Mejor que nadie la mirara mal en la cuadra porque se armaba. Pero por

suerte estaba Chelita. Ella no tenía problemas con nadie. Además se llevaba bien con

Marta, que cuando iba de visita le cortaba el pelo y le hacía peinados modernos. En

cambio Norma lo único que hacía era criticarla.

- Norma, dejalo tranquilo ¿Qué nos podría molestar guardarle unos muebles? Insistió

Chela en defensa de su hermano.


- Ma, váyanse a freir churros los dos, decia Norma y se iba a buscar una nueva víctima a

quién molestar.

Y así pasó un año más hasta que Héctor pasó los límites posibles que Marta podía

soportar.

En los últimos años Marta y Héctor trataban de pasar las vacaciones de verano juntos.

Como a ella no la dejaban viajar sola con su novio, no tenían más remedio que veranear

con la familia. Julieta y Ramón iban siempre que podían a Mar del Plata y fue así que

Héctor entró por primera vez a lo que consideraría por siempre su segunda casa: la

famosa casa de Piedra, llámese Casino.

Quiso el destino que un mes de junio de mucho frío, mientras estaba sentado con sus

amigos en una mesa del Progresita, llegó Pepe a quién hacía un tiempo no veían. El

motivo era que el mismo había conseguido un puesto de chofer en un micro de larga

distancia, que hacía el recorrido Buenos Aires-Mar del Plata. Una sola frase alcanzó para

que los ojitos del Negro se iluminen.

-En ésta época no viaja ni el loro. Voy solo y al otro día también vuelvo solo.

A los pocos días estaba Héctor parado en Pavón y Mitre. Sabía el horario exacto en que

su amigo pasaba por ahí. Éste último frenaba, y ahí estaba el Negro viajando a Mar del

Plata sin que nadie más se enterara.

En su trabajo Héctor no tenía mayores problemas porque usaba los días que tenía franco

o pedía un día sin goce de sueldo. El problema era encontrar una excusa para explicarle a

Marta porqué desaparecía dos días. Y como bien dicen, al mejor cazador se le escapa la
liebre, y él no fue la excepción porque Marta se enteró, ardió Troya y los dos enamorados

pasaron varios meses separados.

Capítulo 10 ¡Fiesta, fiesta!

Héctor suspendió de inmediato los viajes al Casino de Mar del Plata, pero ya era tarde.

Marta esta vez se había enojado de verdad. Héctor hizo lo imposible para que su amor

entendiera que él jamás le había mentido, simplemente había cambiado algunos detalles.

Había dos cosas que Marta había entendido en esos años. Que el Negro no iba a cambiar
y que se querían de verdad. Así que luego de varios meses se amigaron y siguieron

contándole su amor a las calles de Piñeyro.

Pasaron dos años más y luego de la compra de varios otros muebles llegó el momento de

fijar la fecha. Ramón insistió en hacer una gran fiesta. Fiesta que ni Marta ni Héctor

querían.

- Papá, prefiero que me des la plata para la luna de miel.

Pero Ramón era implacable. Era su única hija y la fiesta la iba a hacer aunque tuviera que

empeñar el alma.

- Martita, mirá que el tío Tramezzani les presta el departamento en Mar del Plata.

- Ya me dijo Beatriz papá, pero igual, no tiene sentido una fiesta cuando no nos sobra la

plata.

En cuanto salía el tema de la fiesta discutían hasta que Ramón se ponía los lentes y

dando por terminada la charla se iba a leer el diario.

Cuando se cansaron de decirle que no querían fiesta, optaron por dejarlo que organice

todo como él quería. El futuro suegro eligió un día para no abrir el taller y se dedicó a ir a

ver a dos conocidos. Uno era un miembro de la comisión del club. Allí acordó el alquiler

del salón. Luego se fue a lo del gallego en Mitre. El gallego era el mejor en cuanto a

pastelería. Encargó un lunch típico, sandwiches de miga, bocaditos, masas finas y

helados. La torta fue un regalo de doña Cata. Julia y Marta se ocuparon del vestido.
Héctor pidió la fecha para el civil, Martita arregló el tema de la Iglesia. Las dos familias

anduvieron un tiempo alborotadas. Hubo por supuesto, corridas, peleas, invitados y

“desinvitados”.

-"Este no es muy amigo mío",

- "Pero mío sí". " Y yo a este no lo conozco".

- "Pero es amigo de mi papá".

- "¿Y quién se casa? ¿Tu papá o yo?"

- Y bueno, él paga la fiesta.

- Porque quiere. Bastante rompió las bolas con la fiestita…

- Ya sé, pero es su ilusión.

Y así, entre invitaciones, borrones y más de un olvido, quedó organizada la gran fiesta.

CAPÍTULO 11 "TAL PARA CUAL"

La fiesta salió mejor de lo esperado. Acudieron las familias de ambos y los amigos. De

parte de Héctor, los del “Pueblito” ( unas manzanas de Piñeyro) un par de ex-

compañeros del correo y dos colectiveros de la 8. De parte de Marta, su amiga Zulema,

dos chicas de la peluquería y por supuesto sus primas. Había comida de sobra, por

suerte, porque llegaron amigos del negro que no habían sido invitados porque si invitaban

a todos necesitaban varias fiestas. Estos pasaron solamente a saludar pero Ramón les
permitió el acceso al salón, ya que ese día nada ni nadie podría opacar su alegría. Tan

grande era su emoción que por primera vez en su vida y estando rodeado de riquísima

comida, no probó un bocado. Estaba eufórico saludando a todos de mesa en mesa.

Julieta habló hasta por los codos. Balbino se emocionó y Celia lloró de alegría. Hasta

Norma se portó bien, tal vez porque como estaba muy bonita, tenía a todos los chicos a

su alrededor.

La luna de miel fue hermosa. Diez días en Mar del Plata. Caminatas por la rambla, cenas

en algún restaurante, no se separaban ni un momento salvo a las cuatro de la tarde

cuando Marta se iba a caminar por la peatonal o a comprar algún "pullover", y Héctor se

iba al Casino al cuál apenas levantaban la persiana se tiraba de cabeza para conseguir

"color".

Volvieron a Buenos Aires y se instalaron a cinco cuadras de la placita. El departamento

que alquilaron era más que diminuto. Habían gastado bastante en la luna de miel, pero los

dos trabajaban así que seguían con su vida como cuando eran solteros. De cocinar ni

hablar porque enfrente tenían una pizzería y a dos cuadras un restaurante donde hacían

langostinos y rabas que les encantaban.

Marta trabajaba en una peluquería muy prestigiosa, donde tenía que estar parada incluso

si no había clientes. Si el dueño entraba y veía sentadas a las peluqueras podía

sancionarlas.

- Cuando no hay clientas, ustedes peinan las pelucas -decía-. Pero nunca las quiero ver

sentadas.

Marta no se callaba, solía contestarle por esa y por varias cosas más hasta que un día se

cansó y renunció. Total, como peluquera era excelente. Algo iba a conseguir.
Héctor había trabajado desde los doce años. Había sido afilador de cuchillos, lustrador de

cucharitas en una fábrica, vendedor de frutas, cartero, colectivero. Pero Héctor era lo que

se dice un jóven "inquieto" así que más de dos años seguidos en un lugar lo aburría. Y

por eso, como era un hombre lo que se dice "oportuno" y tenía además un profundo

sentido de la responsabilidad, se le ocurrió renunciar dos semanas después que Marta.

Cuando llegó a su casa y se lo dijo a ella, ésta con total naturalidad le contestó:

- No te preocupes, peor no vamos a estar.

Y se fueron a la pizzería porque como decía el Negro: “Si hay miseria que no se note”.

Lo que les había parecido gracioso, ahora empezaba a preocuparlos. Los dos seguían

sin trabajo y de los ahorros muy poco quedaba. Sabían que el dinero se acababa, había

que pagar el alquiler y conseguir un empleo pronto. Muy pronto.

Era una noche de primavera cuando tomaron algo del poquísimo dinero que les quedaba

y se fueron a cenar afuera para festejar. Esta vez festejaban otra cosa. Marta estaba

embarazada.

Capítulo 12 La Nena

Héctor consiguió un trabajo como chofer de un camión recolector de basura. Su horario


era de tres de la tarde a una de la mañana. Decidieron que durante el embarazo Marta

no trabajara, pero como ella solía hacer lo que quería, no se quedó quieta un minuto.

Peinaba y cortaba el pelo a muchas vecinas y amigas y se le había ocurrido pintar ella

misma el departamento. En el último mes de embarazo corrió ella sola un ropero para

cambiarlo de lugar. Cuando se dio cuenta estaba en la sala de urgencias del hospital. La

mandaron a hacer reposo y se tranquilizó hasta que una noche de mucho frío por fín llegó

“la Nena”.

Héctor no se acostumbraba al horario, a pesar de que se acostaba muy tarde, se

levantaba muy temprano; por eso, cuando nació la Nena, buscó otro trabajo más y

consiguió un empleo de algunas horas como chofer del dueño de una curtiembre.

Los meses de invierno pasaron rápido. Durante el verano Héctor y Marta casi no se

veían. Marta pasaba las tardes en lo de Julieta. A veces esperaba a que Ramón las fuera

a buscar al cerrar el taller, otras se iba sola con el cochecito y la Nena. Caminaba

despacito por Rivadavia hasta la placita, luego doblaban hacia el callejón.

Ese año no tuvieron vacaciones, el Negro trabajaba sin parar. Llegó nuevamente el

invierno y todo seguía igual. Marta pasaba las tardes con Julieta. Cuando llegaban al

departamento Julieta ya había prendido el calentador. El olor del kerosene se mezclaba

con la cera de los pisos e inundaba toda la casa. A eso de las cinco Ramón apuraba el

paso a su casa. Allí se tiraba sobre el piso de parquet donde Julia había puesto una

alfombrita para que juegue la Nena, y se quedaba horas con ella. Marta se sentaba a tejer

mientras Julia cocinaba. Tirarse al piso era fácil, lo difícil era levantarse, era muy

corpulento y se le "trababan" las rodillas, así que una opción para no tener que llamar a

los bomberos era que Julia y Marta se pusieran una de cada lado y con una silla adelante
lo ayudaran a pararse.

- No te sentés más en el piso, viejo, no sos un pibe.

Al anochecer luego de cenar Ramón acompañaba a su hija y a su nieta a su casa con la

vianda que Julia les daba para que Martita no tuviera que cocinarle nada a Héctor.

Otras veces Marta visitaba a sus suegros y pasaba las tardes en la vieja casa del Negro.

Héctor estaba más que contento con su hija. Al principio tenía lo que él llamaba más

libertad porque Marta se lo pasaba en la casa de sus padres y él se quedaba en el club

que estaba a una cuadra. Al estar todos entretenidos se habían olvidado un poco de él,

pero cuando empezó a trabajar con el jefe de la curtiembre, caía en la cama agotado y ya

no veía muy seguido a sus amigos.

Cuando el jefe de la curtiembre falleció, Héctor se quedó con un trabajo solamente. Esto

le vino bien a los dos porque él tenía un poco de tiempo para su club y Marta tenía la

excusa para volver a trabajar porque ya estaba aburrida de estar sin hacer nada. Julieta y

Ramón eran tan absorbentes que se ocupaban de la Nena. Así que Marta consiguió un

trabajo en una peluquería en Palemo.

En los próximos meses se acomodaron de nuevo con los gastos. Marta tenía un sueldo

muy bajo pero ganaba mucho con las propinas. Era muy dulce y tenía muchas clientas

que la esperaban para cortarse o peinarse. Pero la peluquería se mudó a Martinez y

Marta nuevamente renunció. La Nena ya tenía dos años y estaba casi todo el día en la

casa de Julieta y Ramón. Todo marchaba bien por el momento, pero sólo por el momento.
Capítulo 13 ¿Y ahora?

Llegó el verano y la gran noticia. Marta estaba embarazada nuevamente. Esta vez se

enteraron primero Julieta y Ramón. Julieta porque acompañó a Marta a buscar el

resultado y Ramón porque se había quedado cuidando a la Nena y cuando llegaron no

pudieron aguantar y se lo dijeron.

- ¡Otra vez abuelo! -gritó Ramón- ¿Qué dijo el Negro?


- No sabe papá, si nos acabamos de enterar. Hoy a la noche se lo digo.

Todas las noches Marta se acostaba con la Nena y se quedaba dormida hasta que Héctor

llegaba y la despertaba para cenar juntos. Esa noche no se acostó. Se quedó despierta

tejiendo a esperarlo. Pero esta vez el Negro llegó muy temprano.

- ¿Qué pasó que llegás a esta hora?

- Tengo algo para contarte.

- Yo también mi amor. Pero conozco esa mirada. Empezá vos.

- No, dale, contame mientras me baño.

Como hacia todas las noches ni bien llegaba, encendió la ducha y con la puerta abierta

del baño insistió.

- Contame flaca, te escucho

Pero Marta conocía a Héctor demasiado.

-Después, dale, decime vos

- Bueno, nada grave, discutí con Don Jacinto y renuncié. Ya me tenía aburrido. Se cree

que porque es el dueño del camión me va a "gobernar" a mí. Lo mandé al carajo. Aparte,

estoy podrido de llegar a la madrugada. Qué horario de mierda. Pero quedate tranquila

que algo voy a conseguir.

Cuando se sacó el jabón de los ojos vio como Marta, apoyada en el marco de la puerta lo

escuchaba con atención. Fue en ese momento cuando se acordó.

- Ah, ¿y vos nena? ¿qué querías contarme?


Capítulo 14 " Luces de neón"

- ¿Te acordás de don Pancho? - le preguntó el polaco a Héctor- El que le hizo el letrero a

mi viejo en la mueblería.

- No.

- Bueno , no importa, hoy vino a arreglar algo y escuché que hablaba con mi viejo. Le

preguntó si quería que yo trabaje con él en el taller, porque necesita a alguien para que lo

ayude con los letreros.

- ¿Y?

- Y mi viejo le dijo que no, que me precisa en la mueblería.


- ¿Y?

- Y se me ocurrió decirle a mi viejo que me de la dirección y una nota para que vayas vos

a verlo, Negro.

Al día siguiente Héctor se levantó temprano y fue a ver a don Pancho. Había pasado un

mes de su renuncia y con una hija y otro en camino iba a trabajar como siempre lo había

hecho, de lo que sea. Don Pancho lo contrató enseguida. Era un hombre bueno, le

enseñaba a Héctor todo lo que él sabía sobre letreros y el Negro aprendía rápido. En un

mes ya estaba colgado de los andamios colocando carteles por todo Avellaneda y

Barracas. Además era el encargado de los letreros luminosos de neón. Como una

esponja absorbía todos los conocimientos posibles. Le encantaba su nuevo trabajo.

Una mañana muy fría de Julio nació el bebé. Y como todo padre que se precie, fue al

registro civil a anotarlo. El tema del nombre había sido al igual que tres años atrás, una

discusión. Si venía una nena no había problema pero si venía un nene el Negro insistía en

que se llamaría Héctor cosa que Marta no quería por nada del mundo.

-Eso de poner el nombre de los padres no me gusta. Cuando nombrás a uno no sabés a

quién le hablás. ¿Por qué no le ponemos Héctor, Ramón, Balbino, y toda la parentela? -

decía ella irónicamente-.

- No.- contestaba él riendo- con Héctor me conformo.

Ahora la discusión empezaba otra vez. Finalmente, como a entender de Marta, había

cosas más importantes por las que discutir, ella decidió que .si era varón se llamaría

Walter Gabriel.

Llegó un bonito bebé y ahí iba Héctor caminando contento hacia el registro. Al rato volvía
con la partida de nacimiento en la mano con un flamante "Héctor Gabriel". Marta se enojó,

y mucho, no tanto por el nombre si no porque su querido "Negro" hacía lo que se le daba

la real gana. Los gritos retumbaron en todo Piñeyro. El "Negro" como si nada hubiera

pasado, tomó en brazos a sus dos hijos y se puso a jugar un rato con ellos. Luego se fue

a trabajar. Si Héctor era caprichoso, Marta más, y el hermoso y regordete bebé jamás fue

llamado Héctor. Fue y es Gabriel, Gaby, Gabo, Gabito, pero Héctor, ¡No! Héctor, por

suerte, hay uno solo.


Capítulo 15: "Las olas y el viento".

Dos años trabajando con los letreros le habían dado muchas alegrías. Ganaba muy bien,

Marta no necesitaba trabajar según decía Héctor, aunque en realidad ella extrañaba la

peluquería. Llegaba temprano, a eso de la seis, se bañaba y se iba a jugar al billar al club.

En una de esas tardes de billar llegó al club el Polaco. Le decían así aunque era más

argentino que el dulce de leche, y ni siquiera sus padres eran polacos, eran alemanes. La

madre había quedado viuda muy joven y se había ido a vivir a Mar del Plata con una

hermana. En Alemania había quedado una tía y algunos primos que el muchacho ni

conocía.

El polaco había ido un año atrás a visitar a su madre y "Marpla" lo cautivó. Se quedó a

vivir con ella y ahora estaba en Piñeyro para terminar de vender la casa familiar y de paso

visitar a los entrañables amigos del club.

Fue en esa precisa tarde cuando entre tacos y bolas le contó al Negro que en Mar del

Plata estaba muy bien, que tenía mucho trabajo, que le sobraba para vivir y que había

mucha diversión. Un par de horas alcanzaron para que "el señor inquieto" sintiera eso

que le corría por la sangre y que conocía muy bien.

Como siempre pensaba las cosas con total detenimiento, se tomó las cinco cuadras que

lo separaban del club a su casa para decidirse y otra vez, parado frente a Marta, con una
sonrisa que ella conocía perfectamente le dijo:

- Gorda...

- Héctor, si es lo que estoy pensando no quiero ni oirte. Ya nació nuestro segundo hijo. No

vengas con cosas raras.

- Che... ésto te va a gustar.

- Mientras no hayas renunciado...

- No.

- Ah…

-No todavía. Mañana voy a renunciar. Nos vamos a vivir a Mar del Plata.

- Estás loco.

- Él la levantó en sus brazos y le dijo sonriendo:

- Sí, estoy loco, pero vos. Además, ¿qué más querés? ¿Tu prima no se fue a vivir allá?

- Pero mi prima se casó con un marplatense. ¿Nosotros que vamos a hacer?

- Mirá, el Polaco se fue y le va muy bién.

- ¿En serio? ¿El polaco? ¿Qué hace allá?

- Pule pisos.

Marta se sostuvo de una silla para no desmayarse y cuando reaccionó pensó en todo lo

que podía decirle a ese ser extraño que tenía adelante: que hacía las cosas sin pensar,

que estaba un poco loco, que con los letreros le iba bien, que con dos chicos no le
convenía arriesgarse, que a ver si de una vez por todas dejaba el machismo de lado y se

tomaba la molestia de preguntarle. Así que lo miró fijamente a los ojos y muy seria le dijo:

- ¿Cuándo nos vamos?

Capítulo 16 Café, medialunas y algo más.


Yo soy la Nena. Siempre supe que quería contar la historia de amor de Héctor y Marta. Y

cuando digo la Nena no es porque quiera hablar en tercera persona, sino porque así me

decían. Creo que cuando Gaby era chico pensó que mi nombre era "Lanena". Me decía,

Lanena, dame eso, Lanena quiero jugar.

Vivir en Mar del Plata era fantástico. Héctor y Marta alquilaron un departamento en la

calle Libertad a una cuadra de la playa. En la esquina estaba la plaza donde Gaby y yo

pasábamos largas horas jugando. También había un museo que visitábamos con

frecuencia no porque alguno de nosotros dos tuviera interés en las ciencias naturales sino

porque estaba en la esquina y como decía Marta, hay que aprender todo lo que se pueda.

Al principio no fue tan fácil como habían pensado. Héctor terminó puliendo pisos con el

Polaco, pero mientras lo hacía, iba visitando a personas que el querido tío de Marta le

recomendaba. Así, con su encanto, fue consiguiendo clientes, y en apenas unos meses

dejó los pisos y volvió a los letreros. Otra vez las cosas empezaron a mejorar y muy

rápido. Tal es así que fue suficiente que Marta dijera: -extraño a mis viejos-, para que

Héctor los mandara a buscar y los instalara también en La Feliz. Julieta y Ramón no

pusieron reparo alguno. Hicieron sus valijas, mandaron los muebles y se mudaron a Mar

del Plata. Balbino y Celia, los padres de Héctor se quedaron en Piñeyro.

Con la llegada de los abuelos, mis padres podían salir muy seguido. Solían ir a cenar con

Beatriz y su flamante esposo, o al cine y al teatro. Ramón y Julia estaban encantados de

quedarse con Gaby y con Mirinda como me llamaba el abuelo. No era fácil. Gaby con sus

dos añitos era para mí, mi hermanito querido, pero para Gaby yo era "su víctima"

preferida. Mis juguetes habían sido destruídos uno a uno desde el momento en que Gaby
había empezado a caminar. Las muñecas ya no tenían cabeza, los juegos de cocina

estaban totalmente desarmados y los libros de cuentos estaban escritos y con las hojas

rotas. Eso era lo que más me molestaba porque había aprendido a leer a los cuatro años

y tenía una pequeña biblioteca ahora convertida en un perfecto desastre. Ni hablar de lo

que me hacía, se escondía detrás de las puertas esperando que llegue para asustarme.

Fue así que empezaron los primeros roces entre Marta y Ramón. Marta lo retaba y

Ramón se enojaba.

- Es chiquito, dejalo.

- Es mi hijo papá. No te metas.

- Es mi nieto.

Y llegaban las peleas. Trataban de salir cuando Gaby estuviera dormido, para asegurarse

de que nada iba a pasar, pero era en vano. Una noche estaban invitados a una cena y

tenían que irse temprano.

- Por favor Gaby, ¿te vas a portar bien?

- Vayan tranquilos -dijo Julieta-.

Subieron al taxi y se fueron. Dos segundos más tarde Gaby me corría con una escoba

con tal mala suerte para mí que tropecé y mi frente golpeó contra la punta de un mueble

dejando sangre por todo el living, llantos y una cicatriz que aún tengo.

Insisto, la época de Mar del Plata fue hermosa. En invierno era maravilloso recorrer la

ciudad vacía. Marta me llevaba a pasear de la mano por la Rambla mientras Gaby se

quedaba al cuidado de Julia y Ramón. A Héctor le encantaba pescar y como en esos


meses no había mucho trabajo era como estar todos los días de vacaciones. Se

levantaba temprano y salía con su caña , volvía unas horas después y nos llevaba a todos

a desayunar. El olor del mar, el café y las medialunas estaban incorporado a la rutina.

Pero había otra cosa que también estaba incorporada a la rutina y que rompía con las

salidas románticas que mis padres solían tener.

- ¿Salimos esta noche gorda?

- No.

- ¿Cómo no? ¿Qué te pasa?

- Estoy podrida de ir siempre al mismo lugar. Me decís que me llevás al cine y mentís, me

decís que vamos al teatro y mentís. Siempre lo mismo con vos. Así que si querés salir,

salí solo.

- Shhhhhh, no rezongués ¿Cómo voy a salir solo sin el amor de vida? - decía el

encantador de serpientes-. Esta noche te llevo a dónde vos quieras.

Y llegaba la noche, y se arreglaban, y dejaban todas las recomendaciones para Gaby, y

tomaban un taxi, y el taxi iba para el centro y ...

- Gorda, después vamos a donde vos quieras, pero primero tenemos que pasar por un

lado...

- Te juro que me bajo y me vuelvo caminando.

Héctor la abrazaba y con muchísimo amor pero con un total desprecio por la opinión de su

mujer le decía al chofer:

- Por favor, déjenos en el Casino.


Capítulo 17 Cambios y más cambios.

Las calles de Mar del Plata se iluminaban durante el verano con los carteles hechos por el

Negro. Y el Negro" se iluminaba cuando a las cuatro de la tarde se levantaba la persiana

y entraba corriendo al Casino para conseguir color.

Una tarde de lluvia vi que Héctor entró rápido al departamento, que Marta armó una valija

con ropa de él y que él se marchó con su camioneta y un amigo que lo acompañó para

que no viajara solo.

-Manejá tranquilo mi amor - le dijo Marta- y lo abrazó .


Fue la primera vez que vi llorar a papá. Volvió a los cinco días. A partir de ese momento

yo ya no iba a escribirle a mi abuelo Balbino, no iba a ir a visitarlo a Buenos Aires y nunca

más caminaría con él de la mano recorriendo la huerta que éste se había armado en el

fondo de su casa. El querido Balbino caminaba por otras tierras ahora. Y como suele

suceder muchas veces en los grandes amores, a los pocos meses la abuela Celia se fue

a buscarlo. Otra vez la valija, la camioneta, el amigo y las lágrimas que inundaron los ojos

de mi padre..

Qué el tiempo cura las heridas es mentira, sólo las cierra un poquito, para que no

sangren, pero están ahí. Héctor siguió con su vida de antes y sólo él sabe lo que habrá

sentido al perder a sus padres en pocos meses.

La vida en Mardel seguía apacible, Ramón y Julia instalados en un departamento cerca

de su Martita, Héctor con sus letreros, Marta visitando a Beatriz, Gaby enloqueciendo a la

familia y yo leyendo como si fuera lo único que me dejaban hacer. Pero leer, leer y leer

no me hacía más "piola". Una tarde estaba tomando la merienda mientras miraba un

programa en la tele. Me gustaba el pan con manteca pero odiaba la leche. De repente me

paré, fuí hasta la cocina y le pregunté a Marta:

- Mamá, me dijiste que yo puedo ver a los que trabajan en la tele pero ellos no me pueden

ver a mí. Pero recién Fofó le dijo a Miliki que había una nena que se estaba comiendo

todo el pan con manteca pero que no quería tomar la leche y me señaló. Me parece que

nos ven.

Supongo que Marta, que en ese momento me acarició sonriendo, por dentro habrá

pensado, ¿Para qué lee todo el día si después me pregunta boludeces? Pero nunca me lo

dijo.
En cuanto al Negro, la pesca, la playa y ruleta lo tenían entretenido pero como todo

geminiano que se precie, se aburrió también y quién sabe si la casualidad lo llevó ese día

al bar, o sí su destino estaba escrito, pero una mañana en que se dirigió al café a

desayunar, cambió su vida y bastante más de lo que cualquiera podría imaginar.

CAPÍTULO 18 "Contame..."

Los abuelos Ramón y Julia se habían instalado por fín en Mar del Plata. Nada mejor que

estar cerca de los nietos. Los padres de Héctor habían fallecido casi juntos y en Buenos

Aires quedaban hermanos y otros parientes.

Estaban por empezar por fín las clases. Digo por fín porque la nena era bastante

insoportable con el tema del colegio. Cuando tenía tres años molestó a su madre hasta el

cansancio porque quería ir a la escuela, así que Marta con toda su paciencia la anotó en

un jardín. Duró tres días porque dijo que la maestra no le enseñaba a leer y que todos

querían jugar y ella se aburría. Aprendió a leer con Marta y al año siguiente, la

insoportable Mirinda insistió con lo mismo y como preescolar no era obligatorio, otra vez

fue Marta a anotarla. Y una vez más, a los tres días se aburrió. Marta tendría que haberle

dicho que no sea malcriada, que vaya igual, que se la aguante, pero eso era imposible en

la relación de Marta con su hija por más insoportable que fuera. Otro año más y por fin

con cinco años la pudieron anotar en primer grado en una "escuela de verdad". Le
compraron su portafolio marrón y su libro Campanita. Llegó marzo y allí iba contenta a la

escuela, pero algo pronto iría a terminar con su alegría.

Una mañana Héctor se dirigió como de costumbre al bar de Ramoncito, el marido de

Beatriz. Era un lugar de encuentro, donde se mezclaba el olor a café con las charlas de

amigos, conocidos, y el encanto de Ramoncito que era un amigo más. Ese día llegó

Carlos a desayunar. Carlos era soltero, vivía solo en Mar del Plata y tenía algunos

parientes que se habían ido a vivir a Alemania, lugar de donde eran sus antepasados.

- Hola negro, te andaba buscando, tengo algo para contarte.

- ¿Qué hacés Carlos? Hace rato que no te veía. ¿En que andás? ¿Te casás?

- No, me voy a vivir a Alemania.

Héctor lo miró atentamente por un instante, luego le hizo señas a Ramoncito para que le

sirviera otro café y por arte de magia la palabra tan temida salió de su boca:

-Contame...
CAPÍTULO 19

Un restaurante de Mar del Plata, lujoso, con ventanales enormes que permitían mirar el

mar desde las mesas. Estaba ubicado en una colina, y desde la altura se apreciaba la

inmensa soledad de la playa en esos primeros días de mayo.

- ¿Viste que hermoso lugar?

- Si, mi amor, cuanto hace que vivimos acá y nunca me trajiste.

- Es que tengo que darte una noticia, una noticia que te va a encantar.

Marta conocía al negro desde que él tenía dieciocho años, así que con mirarlo sabía de

sobra que algo tenía entre manos.

- Conozco esa mirada, y no me gusta.

- Esperá, dejame hablar.

- ¿ Qué querés contarme?

- ¿Te acordás de Carlos?

- ¿Cuál Carlos?
La comida de Marta se enfrió en el plato. Esto era demasiado. Ella lo había seguido toda

la vida, pero irse a Alemania se le podía ocurrir solamente a él. De nada sirvieron los

argumentos que ella le ponía, él ya estaba decido y contra eso no había nada que hacer.

O sí, podía enojarse, dejar de hablarle, divorciarse, dejarlo que se vaya solo...

Esa era una buena idea, decirle que se vaya solo, para que reaccione, pero la gran idea

se le vino abajo, porque él en realidadn había decidido irse solo.

Cuando Marta pudo calmarse, lo escuchó.

Héctor le contó que no lo había decido así nomás, que lo había pensado un "par de días"

y que era lo mejor. Carlos le había contado que en Alemania los esperaba mucho trabajo,

que podía hacer más plata, que irían a conocer el mundo juntos, que comprarían una gran

casa y vivirían tranquilos. El se iría primero y luego la mandaría a buscar a ella y a los

chicos.

- ¿Y yo que hago acá en Mar del Plata?

- No, ya lo pensé, vos te vas de vuelta a Buenos Aires a la casa donde vivían mis viejos.

- ¿Y "mis viejos"? Los tenemos de acá para allá.

- Por eso, ya están acostumbrados, que se vayan a Buenos Aires y después los llevamos

a Alemania.

- Estás loco Héctor. Loco es poco. Calmate un poco y razoná. No conocés el idioma,

hasta dudo que sepas donde queda Alemania.


- El idioma es lo de menos. Carlos tiene un primo que nos va a dar laburo hasta que yo

consiga algo con los letreros. Tiene un bar. El primo es argentino así que nos vamos a

entender bien.

Como siempre hacía el encantador de serpientes, le tomó la mano a su esposa y con

esos ojitos que la habían enamorado le dijo:

- Mi amor, siempre me apoyaste, vos sabés que si no querés no vamos y listo.

- Siempre te apoyé, pero esta vez te pasaste un poquito. Pensá en todos los riesgos

Héctor.

- Si pienso no voy.

- Pensá en la nena.

- ¿Qué le pasa a la nena?

- Viste lo obsesionada que estaba con empezar el colegio, hace años que quiere ir y

ahora que empezó primer grado ¿la vamos a sacar?. Se va a traumar, le va a hacer mal.

Ella quiere estudiar y vos la sacás de su mundo.

- Ahhhhhhhh. Esta hija mía está más loca que una cabra. Que no hinche las pelotas. Si

quiere estudiar, que estudie alemán.


CAPITULO 20 LA REVOLUCIÓN

Héctor era un aventurero, nadie lo dudaba, pero la única persona en el mundo que apoyó

su viaje fue Marta. Y aunque parezca increíble estaba contenta. Los que no estaban

contentos eran Julia y Ramón. Ahora que se habían asentado en Mar del Plata, tenían

que volver a Buenos Aires. Según ellos los tenían de acá para allá, según Marta, nadie los

obligaba. Esta vez pusieron el grito en el cielo. ¿Cómo Héctor, su querido Héctor ahora se

iba a Europa y además se atrevía a llevarse a su Martita y a sus nietos?

En dos meses dejaron los departamentos, vendieron la camioneta, los muebles y

volvieron a Avellaneda.

Julia y Ramón se instalaron en lo del querido tío Cacho, que les ofreció su enorme casa

para que se quedaran con él hasta que "se fueran a Europa".

Marta y los nenes se quedaron en la casa que era de los padres de Héctor, dónde ahora

vivían dos de los hermanos, Norma y Carlos, porque Chelita y Tito ya se habían casado.

Carlos era un ser maravilloso, esos tíos buenos que todos quieren tener, pero, también

estaba Norma.

Entre las cosas que vendieron en Mar del Plata estaban las pulseras y collares que Marta

tenía de chica, lo cual aumentó el enojo de Julieta. Pero había que pagar el pasaje y dejar

dinero para que Marta sobreviva al menos unos meses.

Se despidieron de Beatriz, de Ramoncito. del bar, del sol, la arena y del Casino y salieron

a la ruta que los llevaría a cada uno a su destino.


CAPÍTULO 21 MAÑANA ZARPA UN BARCO
Esa noche se le aparecería a la nena en su mente una y mil veces. No la recordaba

exacta, tan solo imágenes que quedarían guardadas en su memoria. Los vecinos de la

calle Yapeyú que se habían juntado para despedir al negro; su padre con la cabeza llena

de huevo que le tiraban todos en medio de aplausos y gritos; lágrimas en los ojos de

Marta.. Héctor que alzaba a la nena y le decía:

- Preparate que pronto vas a ir verme.

Al día siguiente se levantaron, se vistieron y se fueron al puerto.

Los dejaron subir al barco para conocerlo. Era enorme. Tenía pileta, bares, restaurantes.

Entraron incluso al camarote donde el negro y Carlos compartirían quince días de

travesía. Luego los hicieron bajar.

El sonido del barco al partir era indescriptible, era como una triste melancolía. Era miedo y

era también la esperanza de volver a ver a esa persona cuya figura se volvía más y más

pequeña hasta perderse en la inmensidad.

Habían ido a despedirlo amigos y toda la familia. No faltaron las palabras de aliento.

- Negro, quedate tranquilo. A Marta la vamos a cuidar todos.

Y así fue, muchos la cuidaron, pero otros demostraron que las palabras eran solo eso,

como la canción: Parole, parole, parole, porque desde el momento en que Héctor puso un

pie en el barco, empezaron los problemas


CAPÍTULO 22 MI BUENOS AIRES QUERIDO

- ¡El negro no vuelve más!

Esas palabras retumbaban por las paredes. Venían de algunos vecinos, de gente que ni

siquiera nos conocía pero se juntaba a hablar en el almacén de don Manolo, pero lo más

triste es que venían también del centro mismo de la familia.

Marta era la esposa del negro así que tenía una paciencia a prueba de todo y un carácter

especial, no le importaba en lo más mínimo lo que decían y ni se molestaba en contestar.

Un día la nena pidió "urgente" la caja donde guardaban las postales y las fotos que Héctor

mandaba. Cuando su madre le preguntó para que las quería, ella le contó que eran para

mostrarle a su amiga de enfrente, Claudia. Claudia había escuchado decir a su madre

que Héctor los había abandonado.

Marta le sacó las cartas de las manos y le dijo:

- ¿Vos creés que tu papá nos abandonó?

- No.

- Entonces guardá las cartas, que los demás piensen lo que quieran.

Al dia siguiente a la partida el negro mandó un telegrama desde el barco, contando que se

mareaba, que todos lo cargaban porque dos por tres lo tenían que llevar al camarote y

que era un viaje de mierda.


Marta también le mandó un telegrama que decía:

- Tratá de disfrutar mi amor, te extrañamos. Cuando llegues a Alemania mandá fotos del

viaje.

Las fotos no tardaron en llegar, venían con un sello desde Frankfurt. El Negro había

contado del viaje sólo una parte ya que no se lo veía tan mal como decía. Estaba

tomando sol en cubierta, o leyendo una revista con un trago al lado. También jugando a

las cartas en la confitería, riendo en las fiestas del salón, cantando bingo o disfrutando en

la pileta. No como él decía que "la había pasado pésimo".

Pero por fín había desembarcado en España y de ahí a Frankfurt.

Llegaron al bar de Don Sam, el primo de Carlos que les dio una cálida bienvenida y les

contó cómo hacer para conseguir un trabajo.

Pero Héctor olvidó que de alemán no sabía ni como decir "Hola", así que deambuló por

toda la ciudad visitando a los conocidos que el hombre le recomendaba. Cuando él y

Carlos se cansaron de buscar en vano , Don Sam les dio trabajo en el bar. Héctor se

convirtió en mozo de la noche a la mañana, Carlos en lavacopas y ambos dormían en un

colchón en el piso atrás del mostrador.

Don Sam era un buen tipo y hacía lo que podía. Tenía a estos dos argentinos instalados

ahí y trataba por todos los medios de ayudarlos. El bar era frecuentado también por

argentinos así que Héctor no perdía oportunidad de relacionarse, pero no conseguía

nada. Carlos era soltero y le gustaba salir, pero el negro esta vez guardaba todo lo que

cobraba para sacarse el pasaje de vuelta. En sus peores pesadillas se imaginaba

nadando hasta Buenos Aires.


En Frankfurt las cosas no andaban nada bien, pero en Buenos Aires andaban peor.

CAPÍTULO 23 " El éxodo "

La casa de los padres de Héctor era grande, tenía varías habitaciones que habían

quedado vacías. Estaba la habitación de los abuelos que nadie ocupaba y que tenían

cerrada con llave. La de Chelita y Norma ahora estaba ocupada por esta última. Dos

grandes salas, y dos habitaciones más completaban el espacio. Una dónde dormía el tío

Carlos y otra que ahora usaban Marta y los chicos. En el fondo un jardín que fuera

durante años la pequeña huerta de Balbino.

Norma era ahora la "dueña" de la casa y aunque era muy buena con Gaby y Mirinda, no

lo era con Marta. Peleaba, criticaba y hacía sentir que en esa casa mandaba ella. No era

fácil para Marta ahora que el Negro estaba lejos. Norma decidía qué se comía, qué se

compraba y a qué hora se dormía en "su" casa. El pobre de Carlos intentaba cumplir su

promesa de cuidar a Marta pero ante una mirada de Norma se daba vuelta y se iba a su

habitación.

Marta solía irse con los chicos a la casa de Tito y Adelina. Tito era el más joven,

simpático, bonachón. Adelina era un encanto. Ir a la casa de ellos era sentirse a gusto.

Solían pasar el día entero ahí, pero a la noche había que volver. A veces llegaban y
estaba alguno de los "pretendientes" de Norma de visita. Era muy bonita y tenía a

muchos jóvenes a sus pies, pero ninguno le venía bien. Además, con su carácter muchos

escapaban a tiempo.

No había pasado ni un mes cuando Marta tomó a los nenes de la mano y se fue a buscar

un teléfono. La imagen que quedaría en la memoria de Mirinda es la de Ramón viniendo

por Yapeyú totalmente agitado. Marta en la puerta de calle con los dos chicos de la mano

esperándolo.

- Hija, se vienen para lo del tío Cacho.

- ¿Estás seguro papá? Ya están vos y mamá y ahora vamos a ir nosotros.

- Ni siquiera se lo pedí. Él se ofreció. Dijo que armes las valijas y vayan hoy mismo para

allá.

Marta preparó todas sus cosas.

-Vayan a saludar a la tía, le dijo Marta a los chicos. Ella obviamente no lo hizo. Todavía

retumbaban en su mente las palabras de su cuñada.

- Hizo bien mi hermano en "mandarse a mudar".

Luego se despidieron del tío Carlos que se aguantaba las ganas de llorar pero que no

hacía "nada de nada".

Y así, una noche de frío invierno subieron con sus valijas a la camioneta de Chipi, el

amigo del Negro que los llevaría a Valentín Alsina.

La camioneta arrancó y atrás quedó la imagen de Carlos y Norma en la puerta.


Norma, la querida tía Norma. Nadie sabe lo que sintió en ese momento y nadie pero nadie

imaginaría que con el tiempo, muchos, pero muchos años después Norma sería una de

las personas que más lloraría cuando Marta se fue para siempre.

Capítulo 24 Cartas

Carta de Frankfurt a Valentín Alsina

Querida flaca:

No sabés como te extraño. Quisiera ver a los nenes y llenarlos de besos. Lamento lo que

pasó con mi hermana. Espero que estén bien en lo de Cacho. Te mandé un giro, va a ser

el último desde Frankfurt. No me escribas más acá. Para cuando llegue tu carta yo ya no

voy a estar más en Alemania. Te voy a mandar un telegrama diciendo donde me podés

ubicar.

Te acordarás que te conté sobre un argentino que venía al bar, Roberto. Él también se

quiere piantar. Acá no pasa nada nena. Dice que se va a probar a Holanda y decidimos

irnos con él. Si en Holanda no conseguimos laburo me tiro al océano y me voy nadando a

verte.

Extrañame mucho, cuidá a esos dos sinvergüenzas. Decile a Cacho que le voy a devolver

todos los favores que te hace. Besos a tus viejos.

Sabés lo que te quiero, siempre.


Héctor

Carta de Amsterdam a Valentín Alsina

Hola mi flaca:

Acá estamos varados en Holanda. En el sobre está la dirección de la posada donde

estamos parando. Mandame un telegrama diciendome como están pero no me escribas.

No creo que duremos mucho en este país. Este boludo de Roberto nos trajo acá y ahora

nos vamos a ir a la mierda. Dijo que tenía un conocido pero parece que no le da bola.

¿Qué carajo vamos a hacer en Holanda? Apenas pudimos conseguir una posada para

dormir. No sabemos ni como pedir la comida.

¿Te arrepentiste de que me vaya? Espero que no. No te fallé nunca y no te voy a fallar

ahora.

Tal vez volvamos a Alemania. O tal vez... creo que acá cerca está Francia...Decile a la

loquita de mi hija que vaya estudiando francés.

Te quiere tu amor

Héctor

Telegrama de Buenos Aires a Amsterdam


Estamos bien. Dale para adelante. No me arrepentí pero te extraño.

Marta

Capítulo 25 El tío Cacho.

Soy “la nena”. Así me decían Marta y Héctor pero también soy Mirinda como me llamaba

el abuelo Ramón. Paso a contar en primera persona porque es inevitable no

comprometerme con la historia, ya que a partir de esa edad no está en mi memoria

solamente lo que me contaron sino lo que recuerdo por mí misma.


La casa del tío Cacho era rara. Las habitaciones estaban ubicadas en hilera una detrás

de la otra. Pero para entrar a una habitación había que pasar por otra. En la entrada había

un enorme patio y al costado un baño viejo y feo. Cuando terminaba el patio aparecía una

gran puerta por donde se entraba a la cocina. La cocina era enorme. Una mesa al lado

de una ventana que daba a un patio escondido al que teníamos prohibido pasar. Era un

patío secreto y no teníamos idea ni Gaby ni yo de qué había ahí. Sólo sabíamos que no

debíamos entrar. Sobre otra pared un gran armario del que siempre salía un muy

agradable olor a galletitas. Atravesando la cocina se llegaba a la habitación de Cacho.

Luego de atravesar la misma se podía ingresar a otra donde ahora dormían Julieta y

Ramón. Y pasando ésta última se entraba por fín a una enorme sala que se había

acomodado para ser el dormitorio que yo compartía con Gaby y Marta.

Era pleno invierno y el olor de galletitas del armario se mezclaba con el kerosene del

calentador y aunque la casa era vieja y bastante fea, se había convertido en el mejor lugar

del mundo. Allí estábamos todo el día rodeado de nuestros abuelos y del querido tío

Cacho que nos daba lo que se nos antojaba. Después de almorzar nos llevaba a la

calesita hasta las cinco de la tarde, luego veníamos caminando de la mano y pasábamos

por la panadería, comprábamos algo para tomar la leche y nos instalábamos en la gran

cocina a ver televisión. Cuando el asma se lo permitía nos llevaba el abuelo Ramón.

Marta iba y venía del correo. Yo escribía interminables cartas que nunca se mandaban

porque tardaban mucho y era imposible saber por que tierras lejanas andaría el Negro.

Los telegramas eran más prácticos.

Hacía varios meses que papá se había ido y me estaba olvidando de su voz. Para

recordar su cara tenía una foto que guardaba en una cajita con las cartas que le daría
cuando lo viera, si es que lo vería alguna vez y con las postales que me mandaba de

todos lados.

Teníamos lo que habíamos traído de Mar del Plata, ropa, juguetes, muchos libros y la total

incertidumbre de qué iba a pasar. Recuerdo a los abuelos cuchicheando vaya a saber

qué. Supongo que ellos también empezaban a dudar del Negro. El abuelo Ramón se

apareció una mañana con una enciclopedia completa "Gran enciclopedia de los

pequeños", que puso sobre mi cama. Recuerdo que Marta no se alegró mucho. Ya me

había dicho que cuando viajáramos no podría llevar todos los libros y ahora Ramón venía

con semejante regalo. Miré a Marta, luego a Ramón, luego a Marta otra vez. Creo, a la

distancia, que lo hizo porque ya no tenía esperanzas de que nos fueramos a encontrar

alguna vez con el Negro. Pero Marta no perdía las esperanzas y como desafiando a su

padre me dijo:

- Leelos pronto porque en cualquier momento nos vamos y se los vamos a dejar a la

abuela para que te los cuide.

Capítulo 26 Au revoir Paris


Don Adam, el dueño del bar en Frankfurt había ayudado a su primo y a Héctor desde el

primer momento en que llegaron. En los pocos meses que pasaron juntos se encariñó

mucho con Héctor y cuando éste le contó que se iban con Roberto a Holanda, se

entristeció.

-A mi primo lo quiero mucho negro, pero ahora me encariñé con vos y a pesar de que me

duele que se vayan los entiendo. Te digo una sola cosa, lo mejor que tenés es tu carácter

negro, desde que llegaste tuviste que dormir en el suelo porque tenías que ahorrar para

los pasajes para tu familia. Hiciste de mozo, de lavacopas, trabajaste en el bar conmigo y

jamás te escuché quejarte. Siempre hacés chistes, siempre te reís. Eso te va a ayudar en

la vida. Y si en Holanda no les va bien, vuelvan. Siempre algo para hacer hay acá.

No sólo los ayudó con palabras, les prestó dinero para que compraran un auto.

- Cuando consigan trabajo en Holanda me van mandando giros para devolverme lo que

les presté - les había dicho-. El auto va a ser necesario. Y así fue, porque no durarían

mucho en Holanda.

Y luego de abrazos y consejos Carlos, el negro y su nuevo amigo Roberto metieron sus

ilusiones en la valija y se fueron a la ruta. Pero en Holanda ni siquiera pudieron buscar

trabajo. Sólo encontraron gente maravillosa a la que no le entendían una palabra pero que

los trataron más que bien.

Entre penas y lamentos dejaron Holanda rumbo a Francia. Allí durmieron varios días en la

habitación de una posada vieja y fea de París a la que había que acceder luego de subir

cinco pisos por escalera. Los ahorros empezaban a bajar y las posibilidades de traer a

Marta y a los chicos se alejaba.


Una tarde Héctor estaba apoyado sobre la ventana. A lo lejos se divisaba la enorme torre

Eiffel. Ensimismado en sus pensamientos estuvo por casi una hora mirando a la gente

pasar. Carlos se acercó a él y le preguntó:

- ¿Qué te pasa Negro?

Héctor lo miró con lágrimas en los ojos. Jamás iba a demostrar tristeza, jamás iba a

arrepentirse de algo. Simplemente le dio una palmada a Carlos y le contestó:

- Estoy pensando en cuanto hace que no como un churrasco con papas.

Carlos rió y con ganas. Era verdad. En todo Paris era imposible comunicarse. En los

bares o lugares de comida que frecuentaban, no les daban ni la hora. Terminaban

comiendo todos los días pizza que era más barata y más fácil de pedir.

Para la cena se ducharon, se pusieron su mejor ropa y salieron.

- Hoy vamos a comer como Dios manda. -dijo el Negro- Si hay miseria que no se note.

Siempre habrá tiempo para volver a Frankfurt.

Entraron a un restaurante y enseguida un mozo les trajo la carta. Intentaron pedir carne

pero fue en vano. El mozo los miraba y no les contestaba. Detrás del mostrador otro

hombre corpulento también los miraba atentamente.

Después de un rato de intentar comunicarse infructuosamente con el francés, Héctor tomó

el menú y señalando cualquier cosa que había ahí dijo:

- Mirá, traenos ésto, ésto y esto otro y después de que nos traigas todo, andate un poco a

la puta madre que te parió.


Obviamente el hombre no entendió una palabra. Los otros dos rieron. El mozo levantó los

hombros y sin inmutarse miró al corpulento de la barra. Este agarró un enorme cuchillo y

se acercó a la mesa. Pero el Negro era un tipo de suerte.

- ¿Quién es el vivo que putea a mis mozos? -dijo con perfecto acento porteño-

Se abrazaron como si se conocieran de toda la vida. El hombre les contó que hacía años

que vivía en Paris. Que le había ido muy bien, pero que en realidad había llegado a la

ciudad luz con bastante dinero y eso era fundamental. Comieron gratis, luego el

restaurante cerró y todos se quedaron charlando hasta altas horas. Hablaron de tangos,

de timba, del hipódromo, de Mar del Plata, de asados, pero por sobre todo hablaron de la

nostalgia. El hombre estaba emocionado por haberse encontrado con estos tres

argentinos a los que observaba como si mirara un espejo . Entre copas y lágrimas el

hombre les dijo: no se queden acá. Les va a resultar difícil. Creo que lo mejor para

ustedes es irse para España. Por lo menos van a poder entenderse y conseguir trabajo. Si

vuelven a Alemania va a ser difícil también.

Antes de que terminara de hablar, el Negro ya estaba totalmente convencido.

- Y bueno. ¡España será!.

CAPÍTULO 27 Las voces de casa.


El auto recorría las carreteras de España como por inercia. Ninguno de los tres había

estado allí jamás pero les parecía que estaban en casa. Los olores, los sonidos, las caras,

todo era familiar. Luego de varias paradas desde Francia, habían llegado por fín a Madrid.

Madrid los enamoró desde el primer día. Empezaba el otoño y las calles se llenaban de

hojas. Recorrieron una pequeña parte de la ciudad y estacionaron el auto. Bajaron a

comer algo. Era maravilloso el sonido de su propio idioma por todos los costados. Al

negro le parecía que escuchaba a sus tías cuando se reunían en el patio a conversar.

Voces conocidas, voces de ayer que ahora se le volvían imprescindibles. Todo se veía

como en Piñeyro. De repente las callecitas eran iguales, las casas eran iguales, todos los

hombres con los que se cruzaban se veían parecidos a su querido padre. Entraron a una

especie de bar-restaurante donde los atendieron de maravilla y fue allí que consiguieron

el dato de una mujer, dueña de una posada, donde podrían quedarse.

La posada era vieja, con patios anchos uno tras otro y habitaciones a los costados. El

único y pequeño problema era que el dinero se les había acabado. Lo poco que les

quedaba lo guardaban para comer. Héctor se acercó a una mesa que hacía las veces de

mostrador, donde una mujer de unos cincuenta años anotaba algo en un cuaderno. Los

otros dos se quedaron afuera esperando.

- ¿Usted es la dueña? -le preguntó el negro sacando su mejor sonrisa.

- Y usted es argentino.

- ¿Tanto se me nota?
- Oye majo, hace años que manejo este lugar, mira tu si no voy a conocer a un argentino

con solo verlo. ¿Buscas hospedaje?

- Para mí y dos amigos. Están afuera.

- Pues que pasen.

- Hay un pequeño problema.

La mujer se quitó las gafas, las apoyó sobre el escritorio y observó por un largo rato al

joven que tenía parado adelante y al cual no se le borraba la sonrisa por nada del mundo.

Nunca sabré con exactitud la charla que tuvieron, pero esa mujer a la que no habían visto

en su vida, no sólo les dio alojamiento, les dio toda la ayuda que necesitaban para

empezar una vez más. El negro le prometió pagarle hasta el último centavo cuando

consiguiera un trabajo. Doña Magda les mantenía limpia la habitación, los obligaba a

almorzar en su enorme comedor con otros huéspedes para que no gastaran afuera y les

prestaba el periódico todas las mañanas.

Si resulta increíble haberse cruzado en la vida con doña Magda, más increíble resulta que

a la semana de estar en Madrid ella le dijera al negro:

-Toma, fíjate en los anuncios. Piden un tío para eso que haces tú.

-Yo hago cualquier cosa.

- Bueno, pero eso de los carteles. Mira, aquí dice.

Antes de que terminara de hablar, Héctor ya estaba en la calle de las Azucenas con el

diario bajo el brazo esperando a que llegue el dueño. Sentía ese cosquilleo que bien
conocía. Sabía en su interior que esta vez todo le iba a salir bien. Cuando el dueño llegó

se presentó:

- Buen día. Me llamo Héctor y creo que necesita alguien para trabajar.

- Buen día. Soy "Jesús". Para servirle.

Por supuesto, no podía llamarse de otra manera.

CAPÍTULO 28 ¿Por qué lloran?

El cartero caminaba las calles de Valentín Alsina de memoria. No necesitaba ni siquiera

mirar los domicilios. Años de trabajar allí lo hacían parte del paisaje. Miró el nombre en el

sobre y giró hacia la calle Molinedo.

Marta no estaba, la carta la recibió el tío Cacho. Tomó el enorme sobre y lo dejó sobre la

mesa de la cocina.

- Es para Martita -dijo- y se fue a su habitación.

Julieta estaba en un lado de la cocina preparando el almuerzo. Había amasado la noche

anterior los ravioles que a Martita le encantaban. Miró el sobre con tristeza y no dijo una

sola palabra. Siguió cocinando la salsa.

Ramón tenía un mazo de cartas en la mano con el que intentaba enseñarle a Gaby a

jugar.
Mirinda leía en un rincón de la mesa.

El mazo de cartas cayó de las manos de Ramón y de desparramó por el piso. Gaby se

apuró a levantarlas mientras Ramón se acercó a Julieta:

- ¿Estás bien vieja? No te pongas mal. Ya sabíamos.

Ella no le contestó. Se aguantó las lágrimas que peleaban por salir de sus ojos, apagó la

hornalla de gas y se fue a su habitación.

Claro que sabían, días antes había llegado el telegrama. Lo que para Marta eran buenas

noticias para Ramón y Julieta era el fin del mundo. Incluso Cacho estaba triste.

Ramón se quedó parado al lado de la cocina mirando la salsa. ¿Cuánto estuvo así? Una

eternidad, hasta que Gaby lo tironeó del pantalón y le dijo:

- Abuelo, ya junté las cartas. ¿Seguimos jugando?

En un rato llegaría Martita, abriría el sobre y lloraría. Lloraría de alegría, lloraría de

tristeza, lloraría porque esa era la vida que quería, que había eligido aquella tarde en la

plaza de Piñeyro cuando tenía quince años.

- Mirinda observó la tristeza en los ojos del querido tío Cacho cuando éste apoyó el sobre

en la mesa, vio como su abuela escapaba a su habitación, y notó los ojos brillantes de

Ramón cuando volvió a la mesa a jugar a las cartas. Se quedó un largo rato

contemplando el sobre.
Yo no recuerdo si entendí en ese momento la dimensión de lo que estaba pasando. Sólo

sé que cuando Marta volvió, abrió el esperado sobre y con lágrimas en los ojos sacó los

tres pasajes que cambiarían nuestra vida una vez más.

Capítulo 29 Otra vez Jesús.

SI bien disfrutó los meses en los que había probado suerte en Alemania, Holanda y

Francia, Madrid fue para Héctor amor a primera vista. Recorría las calles como si

estuviera en su querido Piñeyro. Todas las mañanas salía muy temprano de la pensión y

se iba caminando hasta Azucenas y Murillo. Bien podía tomar el metro pero prefería

recorrer a pie las aceras angostas que lo separaban de su trabajo. Miraba a un lado y a

otro fotografíando en su mente cada casa, cada plaza. Le encantaban los pasadizos, las

puertas y ventanas antiguas, los bares y puestos donde comprar porras y churros. Ya no

desayunaba en la pensión, se había acostumbrado a hacerlo en uno de los muchos

barcitos donde pedía café con leche con un churro o alguna factura alemana. Allí leía el

periódico y a las nueve menos cuarto tomaba por Bravo Murillo unas cinco calles hasta

Azucenas. Doblaba y luego de recorrer una calle cortita entraba a la antigua casa que

ahora se había convertido en oficina.

A veces era el primero en llegar, otras ya lo estaba esperando Jesús, el dueño de la

empresa que le había dado trabajo. Solían conversar un rato mientras llegaba el hijo del
dueño, Jesús también, un joven de la edad del negro que trabajaba con su padre en la

fábrica de letreros.

Subían cada uno a una furgoneta y se iban para las afueras de Madrid donde tenían el

taller. En el camino recogían a Manolo, el letrista y a Paco de quién el Negro se había

hecho muy amigo.

Jesús hijo era un buen tipo, soltero, del estilo bonachón, agradable, gracioso. Ideal para

el Negro que le festejaba todo lo que hacía, incluso cosas que hacían enojar a su padre.

Don Jesús era más que exigente. Se había divorciado de la madre de su único hijo y

tenía una nueva esposa, Conchi, con la cuál vivía en el centro de Madrid. Héctor lo había

conquistado desde un primer momento, por su encanto y por lo que en realidad sabía de

letreros. Tenía una particularidad, subía a los techos de los edificios y allí instalaba las

luces de neón. No era un hombre miedoso y además, a entender de Don Jesús estaba

un poco loco, por lo cuál era imposible convencerlo de que use un arnés.

- Hijo que si te caes te tengo que pagar por bueno .- decía Jesús padre-. O usas el arnés

como todos o te despido. -pero antes de que terminara de decirlo Héctor ya estaba abajo

con su sonrisa de siempre-.

Una mañana llegó más temprano que de costumbre. Don Jesús estaba esperándolo en la

oficina para hablar con él.

- Tu dirás que me meto en lo que no me importa. Pero hace dos meses que estás con

nosotros y lo único que sé de tí es que eres argentino y que tu familia está en Buenos

Aires. Además me ha dicho mi hijo que te ha invitado muchas noches a salir y te has

negado. No pareces del tipo al que no le gusta divertirse.


- Claro que me gusta divertirme. Estoy ahorrando.

- Ya lo sé hombre, ya lo sé, Jesús me lo ha contado. ¿Los extrañas?

- Claro. Son muchos meses.

- Pues ya les mandas los pasajes y que se vengan.

- Todavía falta.

- ¿Qué eres sordo o idiota? Te he dicho que ya les mandas los pasajes y que se vengan.

¿Cómo tengo que decirlo?

Yo no sé, ni sabré nunca lo que sintió el Negro en ese momento. Durante mucho tiempo

traté de imaginar su cara cuando don Jesús le ofreció el dinero que le faltaba. Esa cara

tan querida que muy pronto volvería a ver.

Capítulo 30 Quince días de diversión.

Llegó el momento de hacer la valijas. Marta había aclarado que teníamos que llevar lo

menos posible, lo demás quedaría al cuidado de los abuelos. Entre las cosas que

podíamos llevar estaba toda nuestra ropa, las cartas de Héctor, fotos, un solo libro que yo

tenía que elegir entre todos los que tenía y una de mis muñecas. Marta le eligió algunos
juguetes a Gaby para el viaje Yo elegí una muñeca que caminaba y hablaba, que me

había comprado Héctor antes de irse. Marta que siempre estaba impecable, fue unos días

antes del viaje a una tienda de Valentín Alsina y compró un trozo de tela rosa con dibujos.

Luego se sentó en la Singer de Julieta y cosió un vestido nuevo para la muñeca.

-Si vos pensás viajar con tu muñeca en la mano - me dijo- , tiene que ir impecable.

Salimos una madrugada de mucho calor con más miedos que valijas. Los abrazos con tío

Cacho y el abuelo Ramón fueron interminables. Julia no quiso ni siquiera ir al puerto.

Sabía que si iba no iba a poder soportarlo y lo único que lograría sería hacer que Marta se

vaya más intranquila de lo que estaba.

Marta practicamente había crecido junto al Negro. Desde los quince años lo había

apoyado en todas sus locuras, pero creo que porque era como él. Sabía que quedaban

atrás sus padres, sus primas, su gente, pero en ningún momento dudo en subirse a ese

barco que la reuniría con Héctor. Le dolían los reclamos de Julia, pero creo que más le

dolía el silencio de Ramón. Ahí estaba el abuelo, parado en el puerto como un roble

deseando los mejores augurios para el viaje. El tío Cacho lloraba, él no. Todo iba por

dentro y Marta lo sabía.

Recuerdo que yo también lloré cuando escuché el fuerte sonido de la sirena al partir y vi

la imagen de esos dos hombres queridos que se quedaron mirando como el barco se

alejaba. Marta me agarró la mano y me dijo:

- Bueno nena , llegó el momento de divertirnos.

Y nos fuimos los tres a recorrer lo que por quince días sería nuestra nueva casa.
Capítulo 31 Mientras, en Madrid...

Héctor no paraba un segundo. Como ya tenía resuelto el tema del viaje de su familia, se

ocupaba de trabajar durante el día y de disfrutar al atardecer. Jesús hijo era su

compañero de bares. Era una costumbre terminar de trabajar y recorrer cada barcito, en

algunas calles había hasta tres seguidos. Picaban algo, tomaban su chato de vino y si

había lugar jugaban a las cartas. Héctor sentía una gran tranquilidad así que se dedicaba

a hacer sociales con todo el que quisiera escucharlo. En esas charlas conseguía cada vez

más clientes para el taller y eso aumentaba el aprecio de Jesús padre hacia él.

Otra de sus ocupaciones era buscar un departamento. La misma dueña de la pensión lo

ayudaba pero no era fácil. Los que Héctor visitaba estaban alejados del centro de Madrid

o eran viejos, en pisos altos y sin ascensor.

Jesús padre le dijo un día:

- ¿Por qué no buscas donde tenemos el taller?

El taller estaba en las afueras de Madrid, en un barrio llamado San Sebastián de los

Reyes.

- No sé

- Podrías quedarte con una de las furgonetas allí.

- Voy a ir a mirar a ver si encuentro algo.

- Qué si hombre, además es temporario. Luego puedes comprarte uno.


- ¿Comprar? Eso no está en mis cálculos.

- ¿Cómo que no ? Ya lo veremos.

No tuvo que caminar mucho. Cerca del taller, en la calle Mayor 3 se alquilaba un

departamento a la calle en el segundo piso. Tenía un gran comedor, dos habitaciones,

balcón y un baño de tal magnitud que entraban diez personas juntas.

Pero había algo que le resultó extraño a Héctor. El edificio era nuevo y el departamento

estaba impecable, pero en la cocina había algo no le terminaba de cerrar. Jesús hijo lo

había acompañado.

- Che, Jesús, todo muy lindo , pero ¿qué carajo es esto?

- Una cocina a carbón.

- Ya sé boludo, pero ¿por qué tienen esto en una departamento así?

- Y yo que coño sé. Pero te digo algo, más me gustaría a mí tener una. No sabes lo

fabulosa que es.

Por un momento le vino a la mente la cara de Marta, pero finalmente arregló con el dueño

y firmó el contrato, o mejor dicho, una hojita donde figuraban el nombre del dueño y el de

Héctor. Nada más. Luego, un apretón de manos y a otra cosa.

Una vez solucionado el tema del departamento, se dedicó a irse de tapas y a jugar a las

cartas con Jesús. En unas semanas llegaría el barco desde Argentina y se le acabaría la

farra.
Capítulo 32 EL CABO SAN ROQUE

El Cabo San Roque era un transatlántico de bandera española. Teníamos un camarote

para los tres, pequeño, con cuatro camitas literas, dos de cada lado. En el medio un

placard y frente a las literas una claraboya redonda que no se podía abrir ya que

estábamos en uno de los pisos intermedios. Cuando había mucho movimiento en el mar,

parecía que estábamos en un submarino, sólo se veían las olas golpeando la ventana.

En cambio, si había buen tiempo y el mar estaba tranquilo la ventanita se volvía celeste

por completo. Me encantaba despertar y ver el cielo límpido a través de ella.

Había varias salas de lectura, tiendas, pileta, bares y una cubierta llena de reposeras

para tomar aire y sol.


El salón comedor era enorme. Mozos que iban y venían a toda velocidad. Había dos

horarios para desayunar, dos para almorzar y dos para la cena. Nosotros desayunábamos

temprano. Podíamos elegir entre té, leche, o café con leche. Había lo que ellos llamaban

bollos que eran muy sabrosos y nos daban "mantequilla" y mermelada para las tostadas.

Luego recorríamos un poco la parte interna y nos íbamos a la pileta. Marta tomaba sol

en una de las reposeras mientras leía alguna revista, Gaby y yo jugábamos en el agua

hasta la hora de almorzar. Marta tenía la hermosa costumbre de malcriarnos y como

nada de lo que había en el menú nos gustaba el almuerzo se convertía en un problema.

Yo tenía como mucho dos o tres comidas de mi agrado: milanesas, ravioles, y ñoquis los

cuáles no existían entre los platos que servían. El menú era fijo así que o comíamos ahí o

teníamos que ir a comer al bar. Ni bien nos sentábamos nos traían una cazuelita con

consomé. Un caldo espeso que jamás probé así que no puedo decir si era rico o no.

Luego venía la entrada. Nos daban fiambres. quesos, panes pero yo comía como mucho

un poco de jamón. Luego, el plato principal y eso sí era cuestión de suerte. Si traían

escalope con puré o tallarines, comía sin chistar. Si no, miraba a Marta sabiendo lo que se

venía:

- Probá, es riquísimo.

- No

- Pero si es pescado, a vos te gusta.

- No me gusta

- En Mar del Plata comías.

- Pero este no me gusta.


- Comé porque dentro de un rato vas a tener hambre.

- ¿Y? Después me comprás un sandwich en el bar.

- No te voy a comprar nada en el bar.

No sé para que Marta perdía tiempo tratando de convencerme porque al final me salía

con la mía y no comía nada , salvo los postres, sabiendo que a la tarde llegaba mi

revancha. Héctor ya había experimentado los quince días de barco así que en una de sus

cartas y conociéndome bien le había dicho a Marta:

- La comida es excelente, pero no creo que a la nena le guste.

La merienda no estaba incluída, pero por suerte Héctor había mandado bastante dinero

para que disfrutemos el viaje, así que a eso de las cuatro nos íbamos al bar y yo pedía mi

hermoso sandwich de jamón, mantequilla y queso.

Recuerdo que Marta me miraba comer y olvidando que ella era la gran culpable me decía:

- Sos una malcríada vos ¿eh?

Lo que nosotros llamábamos bar era en realidad un hermoso y gigantesco salón con

mesas fijas al suelo, sillas azules, una barra de madera brillante a un costado y una

mesita al final con un altavoz. Tenía ventanales que daban a la cubierta.

A las cinco en punto se jugaba al bingo y ahí estábamos Marta y yo con nuestros

respectivos cartoncitos mientras tratábamos por todos los medios de lograr que Gaby se

porte bien. En general las tardes eran apacibles, salvo una vez que hubo tal movimiento

que los cartones volaron por el aire y las sillas que estaban vacías terminaron estrelladas

contra la pared.
Antes de cenar Marta nos llevaba a la cubierta y mirábamos la inmensidad del atardecer

en medio del mar.

Durante la cena Marta ya estaba resignada así que me dejaba que coma solamente el

postre y luego nos llevaba al camarote. Nos dejaba solos un momento y al rato volvía con

un paquetito con mi preciado sandwich.

Como dije había cuatro camas literas. Gaby y Marta dormían en las de abajo y yo había

elegido una de las literas de arriba. Ahí me quedaba leyendo hasta que Marta me decía:

- Dale nena que quiero apagar la luz.

En los quince días que estuvimos hicimos algunos amigos y como si fuera nuestra casa,

una tarde invité a una nena a jugar a mi camarote. Ella insistió con jugar en la litera de

arriba cosa que Marta no permitió porque podría caerse. Pero lo que nunca imaginó es

que la que se iba a caer era yo. Subí a agarrar mi muñeca y me asomé para decirle algo a

mi amiga que me esperaba abajo. De ahí en más sólo recuerdo las corridas hasta la

enfermería, el hielo que me pusieron en el labio, y la boca hinchada durante varios días.

Cuando cruzamos la línea del Ecuador hubo una gran fiesta con baile, juegos y mesas

especiales con cosas dulces. Todos recibíamos premios y al finalizar cada uno recibió un

diploma que certificaba haber estado en la fiesta de Neptuno y ser miembro del club.

El clima cambió de un día para el otro y ya no pudimos ir a la pileta ni a jugar en cubierta.

Estábamos llegando a España en pleno diciembre. Solíamos quedarnos en el bar

calentitos, Marta conversando y nosotros jugando con nuestros nuevos amigos.

Finalmente, una helada mañana de diciembre el barco arribó al puerto de Barcelona.

Estábamos los tres apoyados en la baranda de una parte estratégica desde dónde nos
habían dicho que podríamos ver como se producía el amarre. Desde ahí también se veía

a la gente que esperaba a los pasajeros. El puerto estaba lleno. Yo me cansé de buscar a

Héctor entre todos esos desconocidos que se movían de un lugar a otro. De a ratos

miraba a Marta que no nos soltaba las manos a ninguno de los dos. En una de las veces

que la miré, vi que su rostro se iluminó. Sonrió, me soltó la mano y me acarició la cabeza.

Luego se agachó, con la misma mano señaló hacia un lugar y me dijo:

- Ahí está.

Yo miré y no vi nada que me llamara la atención.

- ¿A dónde? - le dije-.

- Pero ella ya no me escuchaba. Reía y lloraba al mismo tiempo.

Intenté una vez más y vi a un hombre que se parecía a mi papá. El extraño estaba

elegantemente vestido, con un tapado marrón y una bufanda en el cuello. Me llamaron la

atención sus patillas. El extraño tenía la mirada fija en Marta no dejaba de sonreir. Por un

momento dejó de mirar a Marta y me clavó la mirada a mí, y fue en ese preciso instante

que observando sus ojos y su interminable sonrisa, reconocí por fín a papá, a mi querido

Héctor.

También podría gustarte