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LECTURA MITO FAETÓN Y EL CARRO DEL SOL - 4º ESO

LATÍN

Faetón y el carro del Sol

En el Lejano Oriente hay un palacio de muros de oro. Se trata de la


casa de Febo, el dios de ojos Pensó en la envidia que sentirían sus amigos
cuando supieran que había conducido el carro
del Sol, pacíficos a quien debemos la claridad
del día. Cada mañana, cuando la Aurora tiñe
de rojo el horizonte, Febo abandona su palacio
y parte cielo arriba a bordo de un carro de oro
del que tiran cuatro caballos voladores.
Durante todo el día, atraviesa el cielo en dirección al oeste, mientras va
iluminando pueblos y ciudades, bosques y llanuras con su llameante corona
de fuego. Febo vuela tan alto, y despide una luz tan intensa, que los hombres
no logramos distinguir su figura, y lo único que vemos en el cielo es un círculo
dorado al que llamamos «el Sol». El viaje dura hasta el atardecer, la hora en
que Febo alcanza el fin del mundo. Su carro baja entonces por el horizonte
hasta hundirse en el Océano, donde los cuatro caballos alados descansan
zambulléndose en el agua, mientras la noche vuelve a adueñarse del cielo y
la luna se enciende en las alturas. Poco después, Febo regresa al Oriente,
pero lo hace por un camino subterráneo para no desbaratar la oscuridad de
la noche. Cuando llega a su palacio, consciente de que la Aurora volverá
pronto, no se permite nunca un sueño profundo. Febo conoce bien su
obligación y no quisiera incumplirla por nada del mundo, pues sabe que si
un día se olvidara de alumbrar la Tierra, los hombres y las bestias
enloquecerían de terror.
Una noche, mientras descansaba en su palacio, Febo recibió una visita
inesperada. Un joven alto y delgado, entró en el salón del trono. Aunque
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hacía mucho que Febo no lo veía, lo reconoció al instante: aquel muchacho


era su hijo. Cuando le sonrió, el joven Faetón permaneció muy serio. Había
viajado hasta el Lejano Oriente en busca de una respuesta, y quería
obtenerla cuanto antes. Se plantó, pues, delante de Febo y le preguntó a
bocajarro:
— ¿Es verdad que no soy hijo tuyo? Febo quedó desconcertado.
— ¿A qué viene esa pregunta? —replicó—. ¡Por supuesto que eres mi hijo!
—Mi amigo Épafo dice que soy hijo de un hombre y no de un dios...
— ¡Y qué sabrá Épafo de tu vida! Seguro que habéis discutido y te ha
soltado el primer disparate que le ha pasado por la cabeza. Venga,
muchacho, deja de pensar en tonterías y ven aquí para que te abrace...
Febo se quitó su corona de fuego para que Faetón pudiera acercarse, pero
el joven no se movió. La duda había calado tan hondo en su alma que no
parecía fácil diluirla. Febo, decidido a animarlo, le preguntó con ternura:
—Dime, muchacho, ¿qué puedo hacer para que alegres esa cara? Pídeme
lo que quieras y te lo concederé.
A Faetón le relumbraron los ojos. Había algo que deseaba desde siempre,
pero nunca se había atrevido a confesarlo porque le parecía una ilusión
irrealizable. Aquella noche, sin embargo, Febo se mostraba tan
complaciente que Faetón se atrevió a pedir lo imposible.
—Quiero que me dejes llevar tu carro —dijo. A Febo se le descompuso el
rostro.
— ¿Mi carro de oro? —exclamó—. Pero ¡eso no es posible, hijo mío! ¡Sabes
que lo necesito para iluminar el mundo! ¡Sería una locura jugar con algo
así...!
— ¡Yo no quiero jugar! —Protestó Faetón, rojo a la vez de irritación y de
vergüenza—. Tan sólo deseaba conducir tu carro por un día. Pero, puesto
que no confías en mí, olvídalo ahora mismo.
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— ¡Por supuesto que confío en ti!


— ¡Pues deberías demostrarlo!
—Escúchame, hijo: mi carro no es fácil de manejar. Los caballos que lo
arrastran tienen tanta fuerza que a mí mismo me cuesta controlarlos algunas
veces. Compréndelo, Faetón: si dejara el carro en tus manos, pondría en
peligro tu vida y la de todos los hombres...
— ¡Déjate de excusas y habla a las claras! Confiesa que te parezco muy
poca cosa para conducir tu carro. O a lo mejor lo que pasa es que mi
amigo Epafo tiene razón y no soy hijo tuyo. En fin, no merece la pena
discutir. Está claro que nunca llegaremos a entendernos...
Faetón estaba tan furioso que dio media vuelta y se dispuso a irse.
Febo trató de que recapacitara, pero fue en vano, y entonces sintió que
una batalla sorda comenzaba a librarse en lo más hondo de su alma. Febo
sabía muy bien cuál era su deber, y temía
equivocarse, pero estaba dispuesto a lo que
fuese con tal de no defraudar a su hijo...
—Está bien —dijo al fin—, te dejaré conducir mi
carro.
Faetón enloqueció de alegría. Dio media
vuelta, corrió hacia su padre y lo abrazó con la mayor ternura. Un instante
después, los dos se hallaban frente al carro de oro, en las caballerizas del
palacio. Faetón quedó maravillado al ver lo fuertes que eran los cuatro
caballos alados de su padre. Tenían fuego en las entrañas y se notaba, pues
cada vez que soltaban un relincho, calentaban el aire con su aliento.
—Escúchame bien —dijo Febo en tono muy serio—. Estos caballos adoran la
carrera, así que no se te ocurra espolearlos* para que corran. Al contrario:
tendrás que refrenarlos si no quieres que se desboquen.* Verás que en el
centro del cielo hay una senda estrecha que lleva al oeste: síguela en todo
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momento, sin desviarte nunca, pues, si el carro pasara por debajo del
camino, se acercaría demasiado a la Tierra y la quemaría, y si subieras
mucho, abrasarías las estrellas. Me has entendido, ¿verdad? —Sí, padre. No
te preocupes, que todo saldrá bien.
—Entonces sube al carro, que es hora de partir. La roja Aurora ya tiñe el
cielo, y la húmeda noche empieza a desvanecerse. Sé cauteloso y pídele a
la Fortuna que te ayude, pues hoy serás tú quien lleve la luz al mundo.
Febo abrazó a su hijo y le ciñó a la cabeza su brillante corona de
llamas de fuego. No sabía si alegrarse por la responsabilidad que Faetón
estaba asumiendo o sufrir por los peligros que sin duda le esperaban.
Desbordado por el entusiasmo, Faetón saltó al interior del carro y agarró las
riendas con fuerza. Los caballos, todavía soñolientos, aletearon con
desgana, pero les bastó un leve esfuerzo para levantar el vuelo. Mientras
traspasaban las nubes más bajas, Faetón se dejó llevar por la euforia. Pensó
en la envidia que sentirían sus amigos cuando supieran que había
conducido el carro del Sol, y disfrutó al notar que su corona de fuego
disipaba las nieblas del alba y ponía en fuga a las últimas estrellas de la
noche. Cuando miró hacia abajo, se asombró de lo pequeña que se veía la
Tierra. Las ciudades parecían diminutas motas de polvo, y el mar tenía el
ridículo tamaño de los charcos que deja la lluvia.
En aquel momento, controlar a los caballos resultaba muy fácil. El
camino iba cuesta arriba y los animales aún tenían sueño en las alas, así que
avanzaban poco a poco. En cambio, cuando la pendiente se acabó,
empezaron a galopar a una velocidad desorbitada. Como Faetón pesaba
mucho menos que su padre, los caballos iban más rápido que nunca, y el
carro daba bandazos como una nave sin lastre.* En cierto momento, subió
más de la cuenta, y Faetón soltó las riendas. Así, casi por azar, empezó la
tragedia. Los caballos, al sentirse libres, se pusieron a dar grandes brincos, y
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acabaron por salirse del camino acostumbrado. Faetón trató de recuperar


las riendas, pero el carro daba unos saltos tan grandes que se le escapaban
una y otra vez. Cuando por fin las alcanzó, intentó frenar a los caballos, pero
constató que ya no le obedecían. Se sentían libres por vez primera en
muchos años, y deseaban explorar a fondo el territorio ilimitado del cielo.
Subieron tan arriba que las estrellas más lejanas se revolvieron de calor.
Faetón notó entonces que las piernas le temblaban: acababa de
comprender lo difícil que era conducir el carro de su padre. Pidió ayuda a
los dioses, pero nadie acudió a socorrerlo. Los caballos, entusiasmados con
su libertad, bajaron en picado, y se acercaron tanto a la Tierra que la
corona de Faetón derritió las nieves de las cumbres, incendió las copas de
los árboles y carbonizó manadas de toros y rebaños de ovejas. La gente, al
ver el Sol tan cerca, abandonaba sus casas a todo correr, y fueron muchos
los que murieron asfixiados por los copos de ceniza que inundaban el aire.
Todo en el mundo eran gritos de horror y carreras de pánico. Las náyades*
lloraban de desesperación al ver que los ríos donde siempre habían vivido
se evaporaban de pronto y que los bosques de las orillas quedaban
arrasados por las llamas. Faetón, sobrepasado por el desastre, se hundió en
un mar de dudas. No sabía de qué modo interrumpir la espiral de
destrucción que él mismo había causado. De repente, notó que una negra
columna de humo rodeaba su cuerpo. Miró hacia abajo, y entonces
descubrió que el propio carro estaba en llamas. Trató de sofocar el fuego
con unos cuantos pisotones nerviosos, pero enseguida asumió que la
tragedia era inevitable. Más pronto que tarde, el carro acabaría por
estrellarse contra el suelo, y el fuego consumiría todos los rincones del
mundo. Gea, la Tierra, previendo el desastre, levantó su rostro reseco hacia
las alturas y, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a decir:
—Escúchame, Júpiter, sé que en otro tiempo fuimos enemigos, pero tú
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venciste y yo acepté mi derrota. Desde entonces, nunca más he violado tus


leyes. ¿Por qué insistes, pues, en castigarme? ¿A qué viene esta lluvia de
fuego que me calcina la piel? ¿Así premias la paciencia con que soporto la
herida del arado y las patadas del buey? ¿O es que has decidido que el
fuego debe devorar el mundo para que todo vuelva al Caos originario?
Júpiter comprendió entonces que la travesura de Faetón había
llegado demasiado lejos. El mundo corría peligro, y era preciso obrar con
rapidez para salvarlo. Júpiter barajó varias opciones, y asumió que la única
eficaz era la más dolorosa. Levantó, pues, su poderoso brazo y buscó a
Faetón con los ojos. Cuando descargó el rayo, el universo entero se
estremeció. Decidido y perfecto, aquel dardo de luz azulada atravesó
columnas de humo y nubes de ceniza y desbarató el silencio celeste antes
de alcanzar el pecho indefenso de Faetón. El impacto fue tan devastador
que los cuatro caballos alados se desengancharon del carro. Faetón,
convertido en una roja llamarada, se precipitó hacia la Tierra en medio del
dolor insoportable que convulsionaba sus piernas y sus brazos. El carro de
oro, abandonado a su suerte, se estrelló contra el suelo y, en el mismo
instante, el cadáver carbonizado de Faetón se hundió con un crudo silbido
en las aguas silenciosas del río Po.
Durante el resto del día, el mundo permaneció a oscuras, iluminado
tan sólo por el resplandor amarillento de los miles de incendios que
arrasaban prados y colinas, bosques de almendros y viejos nogales. Las
ninfas que vivían en las aguas del Po rescataron el cadáver de Faetón y le
dieron sepultura a orillas del río, y las cinco Helíades, hermanas del difunto,
acudieron a la tumba para llorar por la tragedia. Se pasaron allí cuatro
meses, consumidas por un llanto imparable. La propia naturaleza se
conmovió con su pena, y los dioses decidieron convertir a las Helíades en
árboles para que sufrieran menos. De ese modo, a orillas del Po floreció una
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hilera de altos sauces que murmuraban al viento su tristeza infinita. Todavía


siguen allí. A las lágrimas que brotan de sus troncos, el sol las convierte en
duras gotas de ámbar.
Mientras tanto, los caballos alados habían regresado al Lejano Oriente,
donde Febo languidecía de pena. Sabía que había cometido un grave
error al dejar el carro de oro en manos de su hijo, pero lo que más le irritaba
era la violencia desproporcionada que había ejercido Júpiter contra el
desdichado Faetón. Traspasado por un dolor vivo y ardiente, Febo salió a las
puertas de su palacio y gritó a los cuatro vientos:
—Dime, Júpiter, ¿acaso era necesario matar a mi hijo para salvar al mundo?
¿Por qué me pagas tan mal todos los sacrificios que he hecho por los
hombres? ¡Eres injusto, Júpiter, así que nunca más volveré a conducir el
carro de oro! ¡A partir de mañana, tendrás que encargarte tú mismo de
alumbrar la Tierra!
Al día siguiente, en efecto, Febo no salió de su palacio. Los dioses,
alarmados por la perduración de la oscuridad, viajaron al Lejano Oriente
para consolarlo, y el mismo Júpiter le pidió perdón por la muerte de su hijo.
Al final, Febo comprendió que no le quedaba otro camino que la
resignación, y volvió a su tarea de siempre. Desde entonces, la luz del Sol es
algo menos intensa, porque la pena la atenúa. En ocasiones, cuando el
recuerdo de Faetón se vuelve más hiriente, Febo azota a sus caballos hasta
dejarles el lomo en carne viva, y hay días en que el dolor de su alma se
hace tan insoportable que se esconde con su carro tras las nubes para llorar
sin que nadie lo vea.
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CUESTIONARIO SOBRE EL MITO.


1. ¿Dónde transcurre la historia?

2. Localiza el significado de las palabras en negrita y con asterisco.

3. Resumen del texto.

4. ¿Qué consecuencias inmediatas tuvo la actitud del joven?

5. ¿Qué consecuencias inmediatas tuvo la actitud del joven?


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6. Temas principales tratados en el mito. (Al menos dos)

7. ¿Crees que este mito es aplicable en la actualidad?

8. Crees que hay algún Faetón entre tus conocido. ¿Qué tipo de persona sería? Justifica
tu respuesta.

9. ¿Por qué crees que actúa así Faetón?

10. Comentario crítico del texto

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