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Ricardo Rodulfo- La importancia del jugar en el desarrollo del niño

El psicoanálisis de niños es en dos tiempos, antes y después de Winnicott y éste no es un asunto


fácil de fechar, porque el peso de la obra de Winnicott demoró en empezar. Un síntoma de este
a destiempo es la gran cantidad de libros suyos, en estado acabado o fragmentario, que se fueron
publicando después de su muerte.
El tiempo antes transcurre hoy aún; introduce el psicoanálisis en el niño procurando, que el
psicoanálisis se altere lo menos posible. Esto es así aún en innovaciones tan evidentes como las
de Melanie Klein: ella gana un acceso posible, regular, al niño mediante su “técnica de juego”,
pero trata, e insiste en ello, de que la disciplina del psicoanálisis siga inalterada; de ahí, por
ejemplo, su encuadre. En sus contenidos teóricos suena muy diferente de Freud, pero se
mantiene en el terreno de los mismos presupuestos metafísicos que éste, y aún con mayor
esquematismo. alentada por una ineptitud radical para la escritura.
Pero ¿se ha visto lo que sucede apenas ingresan niños a un lugar? Como mínimo, éste sufre
cierto revoltijo, no queda igual, y esto no solo en el plano que llamamos “de los hechos”; a poco
que formule preguntas o haga sus propios comentarios, con esto basta para inquietar al adulto y
hasta hacerle perder el equilibrio.
Pues bien, con Winnicott es el niño el introducido en el psicoanálisis, introducido en su interior,
provocando una formidable convulsión. Como Winnicott no se deja impresionar por teorías
establecidas, como no le interesa y más bien no soporta andar detrás de nadie, “ni siquiera
detrás de Freud”, deja que este ingreso plantee sus preguntas y pueda llegar a desconfirmar
“verdades” teóricas psicoanalíticas. En lugar de hacerle al niño las preguntas establecidas por la
teoría tradicional hace que su experiencia - doble, como pediatra, como psicoanalista – con
aquel le pregunte al saber psicoanalítico. Esto concierne no solo a rebatir tal o cual concepto o
idea “teórica”, cuestionando más bien los andamiajes que permitieron erigir el psicoanálisis
como una disciplina con más de una “ortodoxia”. En este texto introductorio, que empieza por
introducir el niño en el psicoanálisis, tendremos que empezar por enumerar algunas de las
características más invariantes de ese psicoanálisis que hemos llamado tradicional,
psicoanálisis que se hace a sí mismo el dudoso obsequio de insertarse con mucha dificultad en
una época, la nuestra, tan distinta a la de fines del siglo XIX o aún la de la primera mitad del
siguiente.
He aquí algunos de estos rasgos invariantes:
-Dominancia del principio de inercia (Q = cero), a menudo bajo otros nombres (como “pulsión
o “instinto” de muerte). Este principio dice taxativamente que no hay tendencia más originaria
del psiquismo que la de lograr un estado de quietud absoluta, cero de excitación. Cualquier otra
tendencia es secundaria, derivación de aquella, modificación de aquella, negociación de aquella
con la realidad “exterior”. De una vez para siempre, esta proposición – enunciada por Freud
como una ley básica – impugna al psiquismo de un carácter reactivo – ya que no puede haber
deseo originario de estimulación ni movimiento inmanente al ser para producirla, aquella
molesta desde afuera, obligando a reaccionar – y de un carácter regresivo. Toda la dimensión
nostálgica que resuma el concepto de deseo, su conección siempre hacia atrás y nunca hacia un
objeto por venir, es función de aquel principio, que tira de los hilos de estas y otras cuestiones.
-Falocentrismo: estructura inevitablemente un pensamiento teórico comprometido con una
mitopolítica secular que siempre ha subordinado a la mujer. La correspondencia de la madre con
la naturaleza y con la psicosis y del padre con la cultura (y con la neurosis) es una típica
organización “estructuralista” de esta preeminencia que tiñe al psicoanálisis tradicional de un
inocultable tinte patriarcal.
-Logocentrismo: no muy acentuado en Freud; salvo en lo referente al niño. dudaba de la
viabilidad de un análisis de éste, argumentando que “había que prestarle demasiadas palabras.
Derrida se refirió a como en Lacan culmina el logocentrismo de la lingüística sanssuriana y el
falocentrismo freudiano, anudándose en lo que llama falogocentrismo.
-Edipización de la subjetividad, que empieza por hacer del niño un “pequeño Edipo” y convierte
al complejo en elemento “nuclear” del psiquismo. Este Edipo del psicoanálisis está estructurado
por una teoría de género falo-adulto-céntrica, esta centración del psiquismo en el Complejo de
Edipo arruina el avance inaugurado al descentrar la vida psíquica de la conciencia: el centro
cambia de mano, pero sigue incólume, el “descentramiento” no descentra el centro de su lugar
de centro.
-Un determinismo (que en Lacan será “estructuralismo”) que quisiera fijarle límites
intraspasables a lo nuevo, a lo propiamente acontecimiento. Después de unos pocos meses o
años, todo será “reedición”, “sustituto”, “clisé” reactualizado. Esto impedirá ver en la
adolescencia todo lo que tiene de “inédito”, de ajeno al niño, fuente de un desencuentro radical
entre cualquier terapia de giro “ortodoxo” y los adolescentes, que no pueden reconocerse en su
ámbito.

Todos estos puntos, con desigual intensidad, son puestos en entredicho a lo largo de la obra de
Winnicott, explícita E implícitamente. también hacen resistencia para el trabajo del
psicoanalista y el psicólogo clínico de hoy en día. O inducen a forjarse un retrato fantástico del
bebé, del niño, del púber y del adolescente o consolidan una imagen deficitaria de algunos de, o
bloquean al terapeuta para entender el material del niño, o todo esto a la vez, superpuesto.
Pero hay que detenerse a tener bien en cuenta que es dejar que el niño ingrese al psicoanálisis
con toda su tumultuosidad, en vez de sentarlo para que se porte bien sin tocar nada indebido de
las grandes verdades establecidas lo que lo que posibilita aquel inventario. Para lo cual hace
falta desprejuiciarse y preguntarle al niño por su ser a través del vínculo de trabajo con él.
Lo cual nos conduce a otro rasgo estructural del psicoanálisis y a uno que ha complicado larga y
hondamente las percepciones clínicas del niño, en especial las del más pequeño:
-Patomorfismo, “retrospectivo”, como dice Stern: infancia y niñez se reparten en diversos
estadios caracterizados por una patología que sigue en general los carriles de la psicopatología
del adulto. El bebé será pensado, según las pautas del esquizofrénico y del autista. Consignemos
de nuevo que, prácticamente todo esto se hizo a espaldas de una clínica del niño de carne y
hueso, con lo que se creyó poder inferir sentado a espaldas del adulto.
No habría como exagerar la importancia más bien negativa que esto ha tenido. A caballo de la
“teoría de la libido” y de sus “estadios” se psicopatologizó la fuente de emergencia de la
subjetividad. Para aprender cosas nuevas más ajustadas a nuestra experiencia hay que
desaprender esto: un niño pequeño no se parece en nada a un esquizofrénico o a un paranoico, y
así sucesivamente; un bebé no tiene nada en común con un pequeño afectado de autismo; las
enfermedades “mentales” no son “regresiones” a etapas más tempranas de la existencia.
Un punto donde este patomorfismo ha hecho particulares estragos ha sido en lo tocante al deseo,
a la relación del sujeto con el deseo. Sigue constituyendo un serio problema el que los impasses
de la enfermedad neurótica como enfermedad del deseo sean el referente por excelencia para
caracterizar la conformación del desear en los primeros años de la vida, con ese particular culto
a la “insatisfacción”. Por esta vía se confundió el deseo del niño de seguir deseando con la idea
-neurótica- que hace de la insatisfacción y del malestar la “esencia” del deseo humano.

Sintetizando mucho, puede decirse que I) el funcionamiento general de los textos de Winnicott
y sus ideas ya no responde al conjunto dibujado por estas invariantes, el movimiento de su
pensamiento no está regulado por ellas en absoluto; II) yendo al caso por caso, Winnicott se
desmarca de cada una de ellas. Pero ninguno de aquellos rasgos se reproduce tal cual en su obra.
En este capítulo, por el momento, tocaremos con algún detalle uno solo, el que concierne al
principio de inercia freudiano. No solo porque es al que Winnicott se opone más frontalmente
tanto a la idea misma como a su principal derivación, la pulsión de muerte, sino por la
magnitud colosal de la obturación que provoca en el estudio del bebé en adelante la idea de que
no habría tendencia más fundamental en el psiquismo que desembarazarse radicalmente de la
estimulación, llevándola al cero o lo más cerca posible de él. Como estimulación implica
diferencia, la consecuencia ineludible es imaginar un psiquismo de entrada y definitivamente
peleado con la diferencia. Esto es grave, también por oscurecer el hecho nodal de que, desde su
emergencia más remota, en sus más tempanas manifestaciones, la subjetividad incipiente no
sólo busca el estímulo, sino que participa de la construcción de lo que es estímulo para ella,
como puede verificárselo estudiando las más “primitivas” interacciones. Con lo que el obsoleto
modelo del “arco reflejo” o del “estímulo-respuesta” queda largamente sobrepasado. Trátase de
una vida psíquica que goza de la diferencia, lejos de aspirar a abolirla. Tampoco sigue en pie la
referencia freudiana a un principio del placer que regularía la actividad psíquica: derivado
apenas alterado de la ecuación Q = cero como ideal de “buen” funcionamiento psíquico, este
principio de placer solo propone la descarga y no el encuentro con la diferencia. Cuando un
bebé en su cuna se “mata” de risa ante un sonido o expresión facial que lo sorprende y con el
que se regocija, ¿está “descargándose” de excitación o está disfrutando del encuentro con una
pequeña diferencia que acaba de constituirse en un juego con otro; reteniendo más bien la
excitación, graduando su flujo a “chorros” para jugar con la nueva estimulación?
Apartado de todo esto, Winnicott no introduce principio alternativo alguno, pero sí se refiere, a
la “tendencia a la integración” como la fundamental del psiquismo, la que espontáneamente
emerge. Lo que torna posible un diálogo que no sea de sordos con la biología y en particular con
la neurobiología, hecho que nos importa; “tendencia a la integración”, en una escala de
complejidad creciente y de diversificación de diferencias es una idea inteligible para un físico,
para un biólogo, para un antropólogo cultural… tiene sentido, científicamente hablando;
mientras que un “aparato psíquico” empeñado en hacer del cero su destino es una ficción no
compatible con ninguna proposición científicamente fundada, que deja al psicoanálisis en un
aislamiento peligroso para su porvenir.
La contraprueba de esto que decimos es que, donde sí funciona un principio de inercia como
rector es en algunas patologías de extrema gravedad, aniquilantes de la vida psíquica. Un niño
autista, en particular, sí se comporta como “buscando” el cero y reacciona con sumo rechazo y
hasta con pánico a la introducción de una diferencia de la que sus estereotipos lo mantienen lo
más alejado posible. Pero tal niño no tiene nada que ver con un desarrollo medianamente
saludable. De otra manera, las fobias muy severas también se caracterizan por la tentativa de
neutralizar toda aparición o emergencia de algo “nuevo”, para decirlo en vocabulario corriente.
Por una parte, entonces, esa tendencia a la integración, la que Winnicott destaca correctamente
sus raíces biológicas, en lo más “oscuro” de la materia viviente, y como una de sus propiedades
fundamentales, impulsa un desarrollo no de lo simple a lo sin de lo ya complejo a lo más
complejo aún. Por la otra, cada acto de integración integra diferencias; la integración es
siempre de diferencias, a cualquier nivel que se la considere y es integración, no disolución, de
ellas.
Este “empezar de nuevo” con el psicoanálisis desde el lado del niño, de la experiencia de
trabajar con él, de investigar en él y estudiarlo “directamente” conduce a proposiciones y abre
caminos en ocasiones muy diferentes de la perspectiva psicoanalítica tradicional. No que ésta
hubiera que desecharla en bloque: cada una de sus piezas deberá ser reexaminada, reubicada, a
veces abandonada, a la luz de esta nueva luz. Siguiendo a Jacques Derrida, denominamos
deconstrucción a esta tarea y a este trabajo.

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