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Histeria en los niños, Julio Moreno, página 1

Las Neurosis en la infancia

Julio Moreno

Primero quiero aclarar que el término “neurosis” no figura en el nomenclador más


usado, el DSM IV. Ese término es cambiado por el de “trastorno”. En ese sentido
cabe considerar que Virginia Ungar opina con razón que la neurosis infantil es un
organizador del aparato psíquico. Lo que pudiera tal vez extenderse para pensar
las neurosis no como “trastornos” sino como una de las formas de “lo normal”.
¿Serán las “neurosis” reemplazables en eso por los “trastornos”?, puede ser una
buena pregunta.

Así como, siguiendo a Winnicott, “no hay bebé sin madre”, las situaciones clínicas
que se nos presentan en la infancia no las puedo comprender ni tratar sin tener
en cuenta el vínculo parento-filial. Podríamos entonces decir “no hay niños sin
padres” (o sin subrogados de ellos) y “no hay neurosis infantil sin alguna
participación (o repercusión) de la dinámica de la familia que cría al niño”.

Esto no quiere decir que no se pueda tratar a un niño en una terapia individual.
Hay indicaciones precisas en este sentido. Pero, a la hora de intentar una
aproximación diagnóstica o una indicación terapéutica, creo que es crucial
pensarlas junto con el eje del vínculo parento–filial.

Para Freud un niño tampoco era una entidad separable de sus padres. La
diferencia entre adultos y niños en análisis, pensaba, no estriba en el contenido
de los temas que tratan, ni en su inteligencia, o en el modo de expresión que
utilizan: se relaciona directamente con la vinculación que los pequeños tienen
con sus padres presentes, “on the spot”. Esa vinculación ocupaba, para él, el
lugar que en los adultos tienen nada menos que el superyó, la disposición a la
transferencia y la resistencia. De modo que la psicopatología infantil estaría
necesariamente inmersa en el contorno del vínculo parento-filial. La
jurisprudencia opina algo parecido: los niños no son imputables por sus
acciones, los responsables de las mismas son sus padres.

Es bueno aclarar que la nosología clásica que se utiliza en Psicoanálisis, que, a


su vez deriva de la Psiquiatría de principios del siglo pasado, no resulta apropiada
frente a los niños con conflictos. Esto es por lo menos por tres razones:
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a) La situación social de lo actual (disolviendo las instituciones familia e infancia)


ha hecho inapropiadas las clasificaciones clásicas del psicoanálisis (neurosis-
perversiones-psicosis).

b) La sintomatología de los seres en desarrollo es proteiforme, inestable,


cambiante y muchas veces resulta difícil diferenciar los síntomas neuróticos de lo
que proviene del desarrollo mismo del niño y, hoy en día, distinguirlas de las
adaptaciones a la configuración epocal.

c) Por otra parte, si bien se podrían agrupar cuadros con sintomatología similar y
etiquetarlos con un nombre (histeria, fobia, neurosis obsesiva, psicosis, etc.), el
Psicoanálisis trata con singularidades. Las etiquetas puede que sean útiles para
informes para prepagas, estadísticas o para conversar entre colegas, pero sólo si
se hacen estas salvedades. Esto último es común a todas las edades, pero una
etiqueta diagnóstica en un niño es mucho más riesgosa por las marcas indelebles
que puede dejar en el desarrollo y en quienes participan del discurso infantil que
pueden leer en el capítulo 7 y en el 8 del libro “Ser Humano”.

(Divergencia acerca de la Dificultad en que nos encontramos cuando nos


piden informes. Esto se debe a que el interés del psicoanálisis se centra en lo
singular de cada quién. Mientras que las estadísticas y prepagas requieren el
nombre del casillero en el que enmarcarlo: tratarlo como una particularidad del
conjunto de pathos.)

En la modernidad (en cuyo apogeo comenzó la obra de Freud) el discurso infantil


fue adquiriendo contornos especialmente ligados a lo sexual: la proximidad del
niño a la madre, las recomendaciones de el amor y el cariño sensual (Juanito y el
hombre de los Lobos, por ejemplo, durmieron durante sus primeros años con sus
padres) junto con el cierto encierro que padecían los niños en su hogar
fomentaban los sentimientos edípicos en la línea de lo sexual excitado. De lo
genital prematuramente despertado. La familia que de algún modo fomentaba la
aparición de esas mociones incestuosas, debía, a su vez reprimirlas. De ahí
surgen obvios los cuadros de histeria floridos que vemos pulular en casi todos los
casos del libro de la histeria de Freud y Bereuer de 1895.
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Las neurosis que pululaban en la Modernidad (época de Freud) tenían como uno
de sus marcos lo que he denominado discurso infantil que, en su máxima
expresión, ha dominado los avatares de la familia moderna: una suerte de nicho
en el que vivían los niños dentro de un ambiente altamente erotizado (“el niño
como un juguete erótico”, al decir de Freud) con la particularidad de que eran
justamente esos padres erotizantes quienes debían prohibirla. De modo que por
mandato social, fomentaban por un lado el impulso incestuoso con el trato
amoroso hacia los hijos y, por el otro, los prohibían. De ahí que en aquellos
cuadros los conflictos y los síntomas aparecían por doquier. Estos eran (y son)
resultado de fallas en la configuración y estabilidad del discurso infantil, tanto por
lo incestuoso que lo invadía con enorme pujanza, como por las prohibición de su
consumación que la familia misma debía imponer. Foucault es claro al dividir los
dispositivos para regular las relaciones sobre la sexualidad de alianza (el arreglo y
la reglamentación de los encuentros matrimoniales) y de régimen de lo sexual
(reglamento del placer de los cuerpos). En ese sentido en el Medioevo
predominaba la reglamentación familiar de los dispositivos de alianza y casi nadie
(de la familia) se ocupaba de lo sexual (como se ve en cuadros de Brueghel). En la
época actual sucede en cierto modo lo inverso: los jóvenes se ocupan
principalmente del régimen de lo sexual y el de la alianza va quedando como un
residuo por inercia. La época moderna de Freud fue una mezcla notable: la
familia se debía ocupar de ambos dispositivos. La neurosis debe su florecimiento
extraordinario de aquella época a este hecho. Delata esa contradicción.

En la posmodernidad el discurso infantil tiene una nueva razón de pérdida de


hegemonía: ese claustro familiar está dejando de ser tal. Los niños ya comparten
ambientes del tipo escolar (con pares u otros subrogados parentales) desde el año
de vida. La madre ya no habita en la casa todo el tiempo. Además dentro de casi
todos los hogares hay una ventana al exterior con imágenes dominantes: la TV y
la compu. Se vuelve muchas veces más atractivo ese aparato y sus imágenes que
los climas de erotismo ligados directamente a lo edípico.

DISCURSO INFANTIL (ver también Capítulo 7 de Ser Humano) Considero al


vínculo entre padres e hijos reglamentado por un discurso, es decir, un conjunto
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de prácticas y reglas con efecto subjetivizante sobre sus participantes, al que


llamo discurso infantil.

Pensar que el discurso determina las subjetividades es opuesto a concebir que


éstas provienen de alguna propiedad esencial o natural de sus participantes.
Tiene, además, la siguiente consecuencia: al no ser lo infantil un contenido que
mana del cielo o del interior de los seres de corta edad, qué es y qué no es “niño”
y qué es y qué no es “padre” o “madre” dependerá, en gran medida de lo que cada
sociedad y cada época sancionen como tales. Esas consecuencias pueden
constatarse: la infancia de hoy es diferente de lo que fue en la época de Freud y
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totalmente otra de lo que fue en el medioevo. La parentalidad también.

Preguntas del niño. El niño, no escapa de esta condena o gloria característica


del humano de preguntarse más allá de lo que puede responder. Enfrentado a los
interrogantes sobre su identidad, su participación como fuente y objeto sexual de
la pareja de padres, sobre el nacimiento, la muerte, la emergencia de su cuerpo
real y, sobre todo, ante el hecho de transitar al borde de un abismo
indeterminable e inanticipable; el niño también suele encontrarse en dificultades.
A veces es capaz de calmarse por sí mismo con algunas respuestas propias,
producto de una imaginación prodigiosa que suele estar teñida de una
imaginarización asesina y mostrarse algo renuente a la influencia de las creencias
de turno.

Pero el recurso típico y característico del niño frente a estos callejones sin salida
no es el buscar de por sí una respuesta. Es que ese recorrido halle consuelo y se
detenga en la suposición (no una certeza) de que alguien, otro ser viviente, sabe
eso. De modo que él supone que el significado de su participación en el mundo, la
respuesta a sus incertezas, incluido su destino, aquello que falta para que su
universo sea completo; existe en la mente de sus padres o subrogados, de quienes
espera y se esfuerza por recibir reconocimiento y amor, y cuya presencia viva es
referencia central de su identidad. Eso conforma y posiciona a él y a sus padres
en el discurso infantil. Al atribuirles ese saber sobre sí, el niño puede dejar de

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Al respecto debo hacer aquí una aclaración: al hablar del discurso infantil del niño
actual, habría que referirse al discurso de un niño de la modernidad en transición. Esto es
debido a que las instituciones que garantizaban y sostenían ese discurso (familia, infancia
entre otras) están en crisis.
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lado las abrumadoras cuestiones que mencioné, suspenderlas en el tope “ellos lo


saben” y seguir el camino de su desarrollo.

En cierta medida el niño vive su vida como si él fuera el protagonista de una


novela ya escrita cuyo texto, al menos el lineamiento básico de su argumento,
figura en la cabeza de los padres. Lo suyo es como una performance a través de la
cual les muestra sus atributos para que los supuestos con “el guión” lo tengan
presente o, si es necesario, corrijan alguna línea del mismo. El ajuste entre ese
guión supuesto por él y su performance constituirá una coordenada central del
dominio en el que transcurre el vínculo y el desarrollo del niño: puede ser que él
trate de ser “mejor” para que ellos estén complacidos o, al revés, “peor”. Por su
parte y sin desestimar el valor fundacional de esas suposiciones, el niño puede
desplegar lo que se ha llamado “teorías sexuales infantiles” sin creer ni descreer
el saber oficial que relatan los mayores. Este es el corazón de la importancia de la
Paradoja de Moore (p, pero no creo que p) que envuelve la dependencia y la
independencia de los niños del creer de los padres. Podrán leer esto en el
Capítulo 6 del libro “Ser Humano” (2010). Hay una superposición entre las
suposiciones propias del discurso infantil y las teorías sexuales infantiles. (Esto
puede esquematizarse bien con la paradoja de Moore que figura más abajo y en el
Capítulo 6 de Ser Humano)

De modo que podemos decir con énfasis que cuando un niño acude a la consulta
estamos frente a la evidencia de que algo del discurso infantil ha fallado y el niño
ha debido robustecer, crear o exagerar alguno de lo que suelen llamarse
“mecanismos de defensa” que yo entiendo como un reforzamiento de lo que he
llamado la cuenta psíquica (una estructura que sigue la lógica de lo asociable y
numerable que envuelve con significados lógicos los interrogantes del ser frente al
mundo) cuando el discurso infantil no logra suturar el enigma suscitado. Es
como un llamado del niño para que se rectifiquen fallas en el sistema de calma y
respuestas del discurso infantil. Por ejemplo en el caso de la histeria podrían ser
la generación de un plus de deseo del otro por uno, o la identificación con un
tercero importante, el intento de rectificar la impotencia presumida en el padre o
subrogado, o incluso en un refuerzo de lo que el niñ@ percibe como “sexual” de
ella misma desplegado en el mundo real o imaginario del pequeñ@. Porque los
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niñ@s histéricos descubren precozmente que uno de los ángulos más efectivos
para “conquistar” a los mayores es ofrecerse como objetos sexualmente
atractivos. Aún cuando no sepan bien de qué se trata esto se comportan como si
lo supieran. Tambien pueden con ello intentar que el padre sea más potente que
lo que suponen.

Lo típico de los actuales o futuros “neuróticos obsesivos”, consistiría en reforzar


las racionalizaciones o los actos para anular algunos de los pensamientos (muy a
menudo enloquecedores) que pudieran haber surgido. Lo propio de la Neurosis
Obsesiva con respecto al Discurso Infantil es el intento del niño (y del adulto) de
un doble juego con respecto a la figura del padre o de quien él supone que
imparte la ley. Por un lado no lo enfrenta directamente sino que, por el contrario,
se pone del lado de él pretendiendo “ayudarlo” o garantizar que todo esté bien. En
realidad intentando aplacar (a sí mismo y al padre) en la furia que pudiera
presentir. Es importante considerar en este punto otra característica de los
fenómenos obsesivos. Es la salida exitosa (cuando la hay) de los cuadros autistas
o postautistas consiste en la implementación de mecanismos obsesivos. Un
refuerzo de los diques y del orden del sistema asociativo (en desmedro del hasta
entonces reinante sistema conectivo, ver capítulos 3 y 4 de Ser Humano y en el
Glosario de “continuidades rotas”). Ello, por un lado confiere rigidez y por otro es
un baluarte de diques que evitan la invasión de la nada, o del agujero negro
propios del autismo.

Es de notar que así como las fobias se despliegan en el espacio habitado, las
histerias lo hacen en el cuerpo y en el entorno erotizado, mientras que los
trastornos obsesivos transcurren en la zona del pensamiento. Es por ello que
Freud al relatar casos de NO (como el del Hombre de las Ratas) prescinde de
detalles del entorno social de su vida. En cambio al hablar de “las histéricas”
desarrolla esos detalles con una notable extensión (Dora, Isabel de R. Rosalía, por
ejemplo).

La infancia se asemeja a la histeria en varios puntos. El primero, o el que más


nos interesa, es que tanto la infancia como la histeria cambian a medida que
cambia la época a la que se refieren o en la que aparecen. En realidad debería
decir, la presentación de la infancia, el niño, y la de la histeria, varían a lo largo
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de la historia. Ustedes saben que en alguna época la histeria estaba subyugada


por el discurso sagrado o religioso de la Iglesia. Hay historias de santas y herejes
que son verdaderos cuadros histéricos. A quien quiera estudiar la anorexia
nerviosa en su vertiente histérica podría ayudar revisar los ayunos de santas.
Luego, la histeria se dirigió a otro “amo” o dueño, más ligado a la prevalencia del
discurso científico para encontrar eso perdido de su ser que siempre busca: la
medicina. Es conocido el maltrato -a veces escalofriante- que recibió la histeria
por el desafío que ella implica. Le siguió el turno al Psicoanálisis. Uno no puede
estudiar el Libro de la Histeria de Freud sin entender que surgió una fascinación
mutua: Freud estaba fascinado con sus histéricas y ellas, rápidamente,
entendieron –por así decir- que el nuevo lugar designado para darle un ser a su
existencia, era el Psicoanálisis. Esto nos benefició mucho, ese encuentro, todos
sabemos, fue sumamente productivo.

El Psicoanálisis descubrió rápidamente que detrás de la histeria había algo


infantil y pronto descubrió también que detrás de lo infantil se juega una
sexualidad a la que también podríamos llamar “histérica”. O sea, que la histeria
es un poco infantil y lo infantil un poco histérico. El maltrato que han recibido
niños e histéricas a lo largo de la historia es también muy parecido. Además,
ambos han sido considerados seres “inferiores en vías de desarrollo” –incluso por
personajes de la talla de Platón― frente al “superior” hombre maduro.

¿Tal vez se deba todo eso al lugar recluido de la sexualidad, ya que niños e
histéricas cuadros representan de algún modo a la sexualidad infantil reprimida?
Habría que pensarlo.

La histeria y la infancia tienen, además, una característica fundamental, que la


comento porque me parece que hace mucho a nuestro trabajo. Y es que captan de
una manera increíble los hilos centrales de la trama del mundo que habitan, no
es que los “entienden”, ni que los “usan”. Más bien no pocas veces da la
impresión de que ellos son usados por esos “hilos”. Dora no usaba ningún hilo
central de esa trama en que estaba metida entre el señor K, la señora K, su padre
y su madre; pero se comportaba como sí “captara” perfectamente de qué se
trataba. En este sentido, los que trabajan con familias ven lo asombroso de cómo
los niños captan sin entender lo central de las tramas en juego. No captan
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superficialidades. Cuando un chico se identifica con o denuncia a algo de sus


padres –en general– descubrimos que no se trataba de ninguna superficialidad.
En mi experiencia, cuando, por ejemplo, un niño varón “capta” que el padre es
impotente más allá de lo que demuestre, puede condicionar toda su conducta y
su desarrollo para encubrirla o para combatirla.

Otra cosa que aúna a la niñez y la histeria es que los dos momentos más
productivos del psicoanálisis clínico surgieron por sus encuentros con la histeria
y con el niño. El psicoanálisis parece “hecho” a medida para ellos.

Para mí, la razón de fondo de tantos parecidos es que el espacio en que habitan
ambos es notablemente similar: para subsistir tanto la histeria como el niño
necesitan convocar en alguien un deseo. Nada peor para una histérica que ser
indiferente para su interlocutor, y nada peor para un niño que encontrarse con
desinterés por él. Esos son los peores maltratos. A veces los niños promueven
aversión de parte de alguno de sus padres porque prefieren eso a la indiferencia.

Pero ese espacio de niños e histéricas tiene un sello particular: el peligro de


ambos porque para suscitar ese deseo en el otro muestran un semblante de lo
que no son y entonces ambos corren peligro de ser confundidos por el objeto de
ese deseo. Se pueden apropiar de ellos.

La estrecha vinculación entre lo histérico y lo infantil incluye el hecho de que sus


presentaciones cambian con la época. El cambio al que me refiero excede al que
señala la frase “todo cambia”. Por ejemplo, más allá de pequeñas variaciones, el
cuadro denominado “neurosis obsesiva” tal como lo describió Freud en el Hombre
de las Ratas, o como lo presentara Shakespeare en Hamlet, no es distinguible de
un cuadro de neurosis obsesiva de hoy. Lo mismo puede decirse de la psicosis.
Un niño o una histérica de hoy, en cambio, poco tienen que ver con un párvulo o
una santa medieval. Tienen en cuenta lo que quien ellas considera su dueño o
amo espera de ellas. No para someterse, sino para someterlo.

Las razones del parecido es que los discursos que reglamentan los vínculos de
niños e histéricas tienen profundas semejanzas. Ambos habitan un espacio
particular: el que media entre ser deseados como objetos que completen o
satisfagan al otro a quien se dirigen, y el de ser efectivamente tomados por ese
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objeto. Ese espacio “entre” se centra en una paradoja: ¿cómo concitar el interés,
cómo ser deseable para ese otro sin satisfacer textualmente la demanda que le
inspiro?, o ¿cómo despertar su apetito sin que me coma? O ¿cómo hacer que ese
apetito de tinte sexual no termine en un acto sexual? Quizá por ello suelen ser
víctimas de abuso. Y cuando lo son, en el imaginario social, no rara vez figura la
idea de que de algún modo lo promovieron ellas.

La Histeria se conecto con quien detecta como “Amo” o “dueño”. Esa figura
cambia su encarnadura con las épocas ella sabe encontrarlo. Primero fue la
Iglesia: la histérica se ofreció como santa o hereje a sus brazos. Siempre con un
tono intermedio entre ser candidata a “la elegida” y ser una excepción
contestataria a la doctrina. Luego le toco el turno a la ciencia médica,
preponderante desde su saber en los inicios de la modernidad. Con ella la
relación fue también doble: entre ser elegida y ser contestataria. En ambos casos
(Iglesia y Medicina) no raramente sufrió tratos perversos. Por último hubo un
encuentro fructífero con el psicoanálisis. Leyendo el libro de la Histeria de 1895
uno tiene la impresión de que hubo ahí una fascinación mutua. Pocos dudan de
que el psicoanálisis se creó o inventó a partir de ese encuentro.

Los cuadros que se presentan como parecidos a una histeria en la actualidad, en


mi opinión, no llegan, en general, a tener la estructura de una neurosis como las
de Catalina, Isabel de R o Rosalía de Freud. No me parece que existan límites
bien definidos entre instancias como para hablar de formaciones de compromiso,
sino que parecen ser intentos defensivos que toman la forma de aquello que el
niño “capta” que puede ser de interés de los mayores o de “atracción” para ellos y
refuerza lo que sienten dañado del lazo con los padres o subrogados. Y la TV da
letra a que emerjan esos aspectos. El mecanismo preponderante es, hoy, más que
el síntoma la escición.

Tomaría en primer lugar a las conversiones, no son somatizaciones, (que ya


implican un nivel de trastorno en la formación de símbolos de modo que cursan
SIN intervención de lo secuencial, propio de la cuenta psíquica). Las conversiones
suelen ser una serie de síntomas físicos más bien inespecíficos como “dolores de
panza”, migrañas, dolores óseos del tipo “me duele el pie”, hasta febrículas. En
todos los casos esto está referido al mundo circundante, el de los semejantes que
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pudieran tener papel homólogo a los padres o, preferentemente, a los mismos


padres. En algunos casos incluso intentando reforzar sus atributos para que sean
más potentes o más poderosos. En segundo lugar, no menos importante y muy
frecuente–, estos cuadros se presentan como chicos, sobre todo niñitas, que se
comportan y se visten también como pequeñas “lolitas”: usan un lenguaje poco
apropiado para la edad, convencen a sus padres (o éstos a ellas) de vestirlas de
una manera que en una mujer adulta resultaría provocadora y en ellas puede
parecer ridícula. Como una caricatura de mujer seductora.

Se trata de una falla o un agujero en el discurso infantil, en aquello que la nena


supone que los padres (o subrogados adultos) admiran con un resultado muy
triste: queda vacío el lugar de niño reemplazado por un precoz cuasi adolescente.
De ese modo quizá crean suturar la zona no cubierta por la suposición del
discurso.

La subjetividad de un niño surge de una compleja interacción entre su cuerpo


biológico y el medio en que habita; en ella intervienen condicionantes biológicos y
discursivos (vinculares, familiares y sociales). Esas condiciones no determinan, es
decir, la situación no admite reducciones causales, pero si condicionan o
restringen lo emergente. Aun cuando en la clínica la complejidad de las
interacciones no permite “disecciones” (qué es “individual”, qué es familiar, qué es
social), son innegables los efectos de los condicionantes histórico-sociales.

Llamo “infancia” a las intervenciones institucionales que, actuando sobre el real


“niño” y su familia (y asociadas a una creencia), producen lo que cada sociedad
llama “niño”. Un hecho constatable es que esa infancia y los niños que produce
varían con la época.

Este tema, además de complejo, es muy relevante porque en los tiempos que
vivimos una serie de evidencias indican que la “infancia”, está variando a una
velocidad sin precedentes. A punto tal que la nuestra sería la primera generación
atravesada por más de un concepto de infancia: la “infancia” de los padres de hoy
fue otra cosa que la de sus hijos.

Creo que es importante que los psicoanalistas nos demos por enterados de que
hay otras líneas de determinación que las que provienen del inconciente; y de que
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lo que hemos considerado “invariables” pueden ser simplemente creencias


socialmente establecidas que, como es lógico, varían.

Nuestra época está marcada por lo que se ha dado en llamar revolución


informática y la caída del ideal de progreso. Como este ideal se centraba en la
modernidad alrededor del niño, la infancia y la familia contemporánea se ve
afectada por la pérdida de uno de sus incentivos cruciales y se muestra ineficaz
para producir –y para sostener– niños al estilo moderno.

El niño de hoy da muestras constantes de no ser adecuadamente representado


por las imágenes que alguna vez generó el concepto de infancia de la modernidad.
Por de pronto no es inocente; o, al menos, no responde al ideal de inocencia que
concebía entonces. Esto lo demostró el psicoanálisis y lo anuncian tanto las
noticias diarias que informan de la emergencia del niño criminal como la
popularidad de los videojuegos y series televisivas que muestran escenas de
violencia que hubiesen sido inadmisibles 20 años atrás. Por otra parte, la
categorización de frágil e indefenso con la que fuera tradicionalmente concebido –
tanto como su inimputabilidad – está siendo hoy objeto de revisión. La idea de
proteger a los niños de la influencia de los adultos parece, por momentos, haberse
invertido. En realidad, el niño no es ni dócil ni maleable, más bien da
crecientemente muestras de resistirse a ser considerado como “un vacío a llenar
por contenidos adultos”. En este sentido el niño-héroe típico de los filmes
contemporáneos no es ya el niño obediente que sostiene los ideales abandonados
por adultos malvados, sino el que se libera de las ataduras que la sociedad
“tradicional” le pretende imponer. Si se tiene en cuenta que los juegos predilectos
de los niños actuales, más allá de cualquier indicación del adulto, no son los
juegos asociativos sino los conectivos (cf. capítulo 3 de “Ser Humano”), se verá
que al jugarlos el niño elude –como a través de un bypass– el marco impuesto por
la provisión de significantes de parte de su familia y se conecta directamente con
lo que los medios le imponen. El discurso infantil que, como dijimos, está basado
en la suposición de que sus interrogantes son cuestiones que tienen respuestas
en la mente de los adultos parece no sostenerse, al menos bajo la forma que lo
hiciera. En rigor, muchas veces los niños, por estar en un contacto más directo
que sus progenitores con las novedades informáticas les enseñan a los adultos
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“cómo son en verdad las cosas”. La consigna del valor del esfuerzo por aprender y
formarse como un valor vigente en los mismos niños modernos, hoy no se
sostiene. La división –otrora tajante– por edades tampoco parece sostenerse:
prevalece ahora la idea de que hay una edad, la del joven adolescente, a la que
niños y adultos buscan parecerse. A esto parece apuntar la inclusión permanente
de las “transformaciones” en los juegos infantiles y la pasión por la cirugía
estética en los adultos. La escuela se está convirtiendo, más que en el sitio de
formación de iluminados “ciudadanos del futuro”, en un lugar de provisión de
herramientas tecnológicas para la conexión en el universo informático. La
obsolescencia de los sistemas educacionales forjados en la modernidad (que aún
sigue vigente en la realidad escolar) es tema de preocupación general: los niños se
aburren porque el discurso al que están habituados (flashes mediáticos que
cambian a cada instante) no se reproduce en la escuela que se maneja con
narrativas muchas veces insoportables para el niño. En varios países (la
Argentina entre ellos) se proyecta un sistema educativo que incluya la mediación
por computadoras interconectadas en el aula, una por niño (proyecto
denominado OLPC –una laptop por niño-) para afrontar la profunda crisis de la
institución “escuela”. Por último, la familia, productora de niños adecuados a la
modernidad, no cesa de mostrarse ineficaz en esa función. En fin, prácticamente
todas las instituciones modernas parecen hoy agotadas a la hora de dar cuenta
de -o de producir- al niño actual.

La confesión que nos hace Freud en el epílogo del caso Dora: no conseguí
adueñarme a tiempo de la transferencia, puede entenderse –al margen de los
avances de la técnica– como “a pesar de mis esfuerzos, ella no encontró en mí su
dueño, o mi saber no la satisfizo”. Ese “entre” abierto en el que se es y no se es al
mismo tiempo parece haber herido al maestro.

Todo el historial de Dora es como una carrera en dos tiempos. Freud está
empeñado en diluir la transferencia resistencial tan sólo por la administración del
saber que extrae de las demasiado claras asociaciones y sueños que interpreta
obviamente de acuerdo a lo que él piensa de la mujer, que el destino de su cura la
llevará a darse cuenta cuanto ama al Sr. K, o al joven ingeniero... a un hombre.
Dora, mientras tanto, desarrolla su partida en otra escena en la que tan cierto
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resulta su pedido reactivado en transferencia sálvame del fuego, sálvame de la


tentación, como su manía de venganza; tan cierto es que se ofrece para ser dicha
con una claridad que seduce a Freud en su punto mas débil (pretender saber lo
oculto en ella, recordemos la carta que Dora muestra que esconde), como que
estará dispuesta a demostrarle que él tampoco dio en la tecla.

Cuando Dora finalmente dice:¿Sabe Dr. que hoy es la última sesión?, la respuesta
de Freud no da siquiera tiempo para que notemos el impacto. Él le inyecta
prontamente una dosis redoblada de saber y “soluciona” en pocos minutos la
escena del lago, la importancia del amor de Dora por K, la relación con la
gobernanta.... Se ilusiona -me parece- cuando dice que luego de esa
administración de solución-saber ella: parecía conmovida. Aunque, como en el
sueño de Irma, Freud queda con dudas ¿Fue correcto mi proceder? ¿Debí tal vez
haberla seducido un poco más?

La perdoné -dirá Freud, quizás confesándonos más de lo que pensaba- por


haberme privado de la satisfacción de haberle liberado de sus dolencias. ¿No es
una nueva versión, tal vez mas resignada, de la queja con que recibió a Irma en el
sueño?: ¿porqué no aceptaste mi solución? El caso Dora podría así tomarse como
una suerte de continuación, otra vuelta del sueño de la inyección de Irma. En
ella Dora-Irma le diría a Freud: “aunque te la haya pedido, tu lösung no me sirve,
por más triángulos, en los que siempre estoy metida, pueda metaforizar tu
trimetilamina, ello no conjura mi verdad.”

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