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Contrariamente a lo que, en el siglo XIX, creía José María Luis Mora (un liberal
triunfalista, ya a la manera del PRI, y ahora del PAN), y a lo que se propuso José
Vasconcelos, a principios del siglo XX, cuando se dio a la tarea de publicar millones de
ejemplares de libros de autores clásicos en un país de iletrados, el México del siglo XXI
no es un país de lectores. Según las estadísticas, mientras que en Alemania el consumo
per cápita es de 38 libros al año, y en Francia e Inglaterra es de 29, en México es de
apenas 0.4. En otras palabras, los mexicanos leemos menos de medio libro por persona
al año.
¿A qué se debe esto si se supone que México es un país casi plenamente alfabetizado?
Son varias las causas.
En general, los libros son más caros que los alimentos básicos, y las personas,
lógicamente, prefieren comer –aunque a menudo sólo consuman comida chatarra. Es
verdad que podríamos leer en las bibliotecas, pero no hemos sido educados para ello.
Además, la mayoría de nuestras bibliotecas están pobremente provistas –en particular el
elefante blanco que mandó construir ese enemigo de la lectura que es el expresidente
Fox. Pero las causas fundamentales son las costumbres familiares y las deficiencias del
sistema escolar, si es que en México hay siquiera un esbozo de sistema en relación con la
educación –tanto pública como privada, aunque se lleva las palmas la primera debido al
hecho de haber sido secuestrada por una analfabeta integral. Me refiero, es evidente, a
esa señora que se llama Elba Esther, y que bien podría llamarse Micaela Jackson.
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La gran biblioteca mexicana la constituyen los monopolios televisivos, cuyos libros más
leídos son esos patéticos programas transmitidos por canales que arrojan toneladas de
vulgaridades por segundo.
En teoría los niños aprenden a leer en las escuelas. En la práctica no es así. En general,
en lugar de enseñarlos a leer los maestros los obligan a memorizar reglas gramaticales,
que ni siquiera les dicen cómo aplicarlas. Si acaso, ilustran esas reglas con retazos de
poemas o de prosas que rara vez son de buenos poetas o escritores. Esta supuesta
manera de enseñar a leer hace que los niños acaben odiando los libros y, por supuesto,
la lectura.
En mi opinión, se debería enseñar a los niños a leer en los mejores libros escritos en
nuestra lengua, que no son pocos. Y en ningún caso deberían empezar con los clásicos,
como pretendía Vasconcelos. Un niño no puede aprender a leer en el Quijote o en los
grandes poetas del siglo de oro español por las dificultades que entraña leer en el estilo
literario de esa época (el barroco) y con el vocabulario de entonces. Tampoco con los
clásicos ingleses, franceses, alemanes o rusos. Para interesarlo en la lectura se deben
poner a su alcance obras de los grandes escritores contemporáneos. México es un país
de poetas, de grandes poetas. Y por si esto fuera poco en México viven grandes poetas
de otros países latinoamericanos. ¿Por qué no iniciar a los niños en la lectura de poetas
como Octavio Paz, Álvaro Mutis y Eduardo Lizalde, en lugar de obligarlos a leer
fragmentos de poetas tan malos como Salvador Díaz Mirón o de autores de poemas tan
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infames como El brindis del bohemio o Mamá, soy Paquito? Además, no se enseña a los
niños (cuando se les enseña) a decir poesía, sino a recitarla, que es una pésima manera
de querer acercarlos a la poesía. Al igual que en poesía, México es un país de grandes
escritores en prosa. ¿Por qué no se enseña a los niños a leer con obras de grandes
creadores como Juan José Arreola? Si leyeran a un autor como éste aprenderían un buen
español y, además, se divertirían. Lo mismo ocurriría si leyeran obras de Jorge Luis
Borges (no José Luis Borgues, como llamó a este autor el iletrado expresidente mexicano
al que me referí antes). De esta manera muy pronto se darían cuenta de que leer es un
placer y no una tortura. Sólo así, más adelante tendrían la capacidad para disfrutar
plenamente con la lectura de los grandes clásicos en nuestra lengua, y, por supuesto, de
la literatura universal.
Hubo un tiempo, en México, en el que algunas madres leían a sus hijos cuentos para
niños por las noches, antes de dormir. Aun cuando ahora se publican muchos cuentos
para niños, más que hace veinte o treinta años, no sé si aún hay madres que leen
cuentos a sus hijos porque la vida en una ciudad como la nuestra no deja tiempo para
nada y menos que nada para la lectura.
También hubo un tiempo en que algunos padres contaban cuentos a sus hijos. No creo
que hoy haya muchos padres que lo hagan. El tiempo de los padres es tan reducido
como el de las madres, y me temo que aún más por su adicción al trabajo improductivo y
a otras drogas. (Las personas que realmente trabajan en México son mucho menos que
las que malgastan el tiempo en el sector servicios, tanto públicos como privados. Quizá
hay tantos burócratas públicos como privados.)
Esas dos formas de iniciación a la lectura no sólo daban como resultado que el niño se
familiarizara con la literatura, sino que, sin darse cuenta, lo llevaban a leer en voz alta,
que es una de las grandes y más interesantes modalidades de la lectura, que aún se
practica, por ejemplo, en algunos talleres en donde se hacen puros. Y no me refiero a la
pureza de los ensotanados que no es tal, sino a esos enormes cigarros que ahora están
prohibidos hasta en el cielo.
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EL PLACER DE LA LECTURA
Si la mayoría de los escritores que hay hoy escriben con las patas (cuando mejor
escriben), los autores de libros de texto de cualquier materia ajena a la literatura son
aún peores, y no pueden ser así una invitación al placer de la lectura, sino a su rechazo
más radical. En México ha habido algunos buenos historiadores, pero su manera de
escribir es tan mala y tan aburrida que a nadie en su sano juicio puede interesar una
historia que, además, casi sólo existe en esa versión oficial que invita a celebrar lo que
bien podríamos llorar: independencias sin independencia y revoluciones fracasadas.
Otros, muy numerosos, escriben poniendo su pluma al servicio de los poderosos, y se
dedican a hilvanar truculentas mentiras en libros tan siniestros que nadie debería leer.
En el ámbito universitario no son pocos los profesores tan asnos como un maestro del
SNTE o la dirigente de éste. Escriben con las mismas faltas de ortografía, su léxico no
supera las ciento cincuenta palabras diferentes por día, su sintaxis es guaraní, jamás
terminan una frase y no saben articular. Sólo cuando son brillantes se quedan callados –
algo que se agradece.
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ilustrados franceses. No todo el mundo está obligado a leer. Corolario: sólo leen aquellos
que hallan placer en la lectura. En consecuencia, las personas tienen derecho a no leer.
Si leer es un placer los lectores tienen todo el derecho a saltarse las páginas tediosas de
un libro. Más aún: si el libro que leen les aburre tienen derecho a echarlo a la basura. El
placer, entonces, no sólo consistirá en no leerlo, sino en arrojarlo al cesto de los papeles.
Ejemplos de libros que merecen ir, desde mi punto de vista, al basurero son los libros de
Guadalupe Loaeza (o Loatra), Elenita, la Maestreta (que no es Elba Esther), Héctor, los
Jorges y otros, muchos otros –y otras, para ponernos en plan género.
Una de las formas más sanas de la lectura es la relectura. Si alguien lee un libro que,
definitivamente, lo marca, lo mejor que puede hacer es volver a leerlo, una y otra vez.
Éste fue uno de los placeres de Borges a lo largo de su larga vida. Una manera de
anunciar esta repetición es una costumbre de los niños: cuando se les lee un libro o se
les cuenta un cuento que les gusta siempre exclaman cuando se acaba: «Otra vez, otra
vez». Sí, lo placentero en el terreno de la lectura se impone como relectura.
¿Habrá un lugar en especial para la lectura? Por supuesto que no. Uno puede leer
sentado en un cómodo sillón o en una silla frente al escritorio o la mesa. Puede leer en la
cama, o echado en el piso. También en el baño, de pie, en una esquina, en un parque, en
un avión y aun en un rincón del mercado. En algunos países son numerosas las personas
que leen en los autobuses y en el metro.
Hay libros que se compran para leerlos y uno termina hojeándolos. Está muy bien porque
no está uno obligado a leerlos. Y si tras hojearlos no nos dicen nada tal vez lo mejor sea
tirarlos.
Hubo una época, que tal vez persiste, en la que los padres le decían a los hijos: «deja de
leer o te vas a quedar ciego», o: «deja de leer y apaga la luz porque no la regalan». O
bien: «vete a jugar o a hacer deporte en lugar de estar perdiendo el tiempo leyendo».
Supongo que esa época no ha sido clausurada del todo o, al contrario, se ha enfatizado.
Es obvio que esto se debe a que el acto de leer no es visto como un juego, sino como un
enemigo de éste.
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Leer es, según yo, una manera de acariciar el imaginario, la sensibilidad, el pensamiento
de las personas, y de esta manera tornarlas creativas, dispuestas a gozar del placer de
los sentidos, llevarlas a reflexionar y a emitir juicios que bien pueden ser críticos.
La verdad es, creo yo, que los grandes libros no dicen la verdad (éste no es su
propósito). Se limitan a divertir, hacen reír o llorar (que es una de las formas de la risa),
ponen a imaginar, a crear, a pensar. Y este ejercicio de los sentidos y del pensamiento
puede ser un auténtico placer, al que sólo pueden despreciar los imbéciles, tan
abundantes como personajes en la literatura, y sobre todo en la vida real. Échenle una
mirada al actual presidente de México y díganme si no es un doble de Bouvard o
Pécuvhet, los dos perfectos imbéciles creados por Gustav Flaubert.
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