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FABIÁN NÚÑEZ BAQUERO

Homenaje al libro
y al escritor
HOMENAJE AL LIBRO
Y AL ESCRITOR
Fabián Núñez Baquero

Homenaje al libro
y al escritor
(DE LECTORES, LECTURAS, LIBRERÍAS Y EDITORIALES)
Publicado por Ediciones del Sur, Córdoba, Rep. Argentina.
Mayo de 2003.

Distribución gratuita.

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Presiento un crecimiento de poetas
Desbordando nivel, radio y esfera
Ampliando la conciencia en los planetas
Cambiando en hombre al ser que está en espera...

F.N.B. Temporada en la Galaxia


ÍNDICE

I. Elogio a libro abierto ........................................... 7


II. Para una historia del libro .................................. 11
III. El libro y el lector ................................................. 15
IV. De lectores y lecturas .......................................... 18
V. El libro, televisor gigante .................................... 22
VI. El libro está en España y en todas partes........ 26
VII. Libros de la choza y libros del castillo ............ 30
VIII. Libro electrónico y libro de carne y hueso ...... 33
IX. Existencia de libros inexistentes ....................... 36
X. Editoriales, libros y proceso social ................... 40
XI. El escritor, los libreros y las librerías .............. 44
I. ELOGIO A LIBRO ABIERTO

La Feria del Libro Internacional que muestra el próximo


mes de mayo España a los ojos del mundo es un acon-
tecimiento de insólita importancia en medio de la prima-
cía del escándalo audiovisual contemporáneo. El libro,
que fue la antorcha que encendió Gütenberg en el fin del
Medioevo, siguiendo la estela luminosa y precursora del
papiro griego y egipcio y la arcilla cuneiforme de babilo-
nios y caldeos, es hoy poco menos que el Convidado de
Piedra en la totalidad social.
Los índices de lectura son cada vez más catastrófi-
cos, con declive sustancial incluso en los países euro-
peos donde gozaba de apetencia y continuidad. Hoy el
libro es cada vez remplazado por la dígito-manía del
Nintendo o por el tareísmo maquinal de la cibernética,
la computadora y el Internet, sino es por el imperio de
la copia fotostática. Sobre todo el libro es maltratado y
archivado en el museo del olvido a consecuencia de la
adicción televisiva, responsable del cercenamiento sis-
temático de cerebros y de la amputación de la sensibi-
lidad estética.
Desde luego, existen seres que pueden darse modos
de virtualmente echarse a andar sin cerebro o con poca
o casi ninguna sensibilidad, siempre que hagan buenos
negocios. Les basta la imagen visual directa, sin que exista
ninguna contracción del encéfalo ni el más remoto auxi-
lio de la materia gris del cerebro. La televisión es —sin
lugar a dudas— un poderoso invento científico, un alar-
de de tecnología, pero su utilización, tal cual acontece en
la actualidad, se ha constituido en un refinado instru-
mento para la castración del intelecto y la imaginación.
Por eso la Feria del Libro en Madrid debemos verla como
un desafío revolucionario contra el oscurantismo de la
imagen directa, el atentado grotesco y agresivo del de-
nominado video-clip y contra los insufribles mamotre-
tos de las teleculebras para los asustados y hambrientos
habitantes de las metrópolis a quienes parece que no les
conviene ni leer ni pensar.
Aunque parezca una concepción trasnochada, el li-
bro no puede ser sustituido ni siquiera por la telepatía,
en el caso de que se descubriera el método científico
para desarrollar esta capacidad extrasensorial a volun-
tad. Y esto por su peculiar manera de ser. El libro trans-
mite imágenes sensoriales —cuando tenemos un gran
poeta o escritor entre líneas— que son imposibles de
transmitirse vía directa, televisiva. Inténtese, por ejem-
plo, poner en pantalla estos versos del inmortal García
Lorca:
Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora
De hecho, todas las ostentosas y vomitivas versiones
de Drácula, son incapaces de reflejar el profundo terror
de la novela epistolar de Stocker. Pero la incapacidad de
la imagen televisiva no concierne sólo a la novela y a la
poesía. Los hombres no pueden afinar ni educar al cere-
bro en el pensamiento científico mediante la televisión
o el cine. Y esto porque la ciencia exige estudio de los
conceptos a través de la palabra y la acción de la escri-

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tura. Es necesario reiterar, insistir, releer, repensar, re-
pasar los textos en estudio para poder reflexionar, asi-
milar y reconstruir los desarrollos de la ciencia. Es un
proceso imposible de llevar a cabo sin el libro. La trama
audiovisual puede ayudar o motivar para el entendimien-
to de las leyes científicas, pero no para su comprensión
y dominio. La copia fotostática o Xerox es un auxiliar
importante para copiar páginas o libros enteros, pero
jamás puede remplazar el trabajo de la lectura y el es-
tudio, el uso de la escritura y la ficha nemotécnica. Nin-
guna película, por muy buena que sea, sobre Stephen
Hawking o sobre Einstein puede sustituir a la lectura y
comprensión de la Historia del Tiempo o las ocho pági-
nas de la Memoria sobre la Teoría de la Relatividad Res-
tringida, publicada en una revista científica.
El libro es el nivel máximo alcanzado por el homo
sapiens en todos estos milenios. El ordenador puede abar-
car todas las bibliotecas del mundo y es un logro excep-
cional de la técnica electrónica, pero no supera al libro.
Éste no ha necesitado ni necesita de la computadora para
vivir y pervivir. Pero aquella no ha podido surgir sin éste.
Como en la novela Farenheit 451, cada hombre es, debe
ser, un libro, para salvar a la civilización humana de los
vesánicos trogloditas de la técnica y el mecanicismo.
En Madrid, en mayo, estarán presentes todas las ver-
daderas voces de los veraces apóstoles de la palabra y el
concepto, de la creación sensorial, el pensamiento filo-
sófico y científico.
Un conocido periodista de la televisión ha repetido
hasta la saciedad que quien no sabe computación no es
más que un analfabeto contemporáneo, un hombre incul-
to. Pero nosotros decimos: puede haber sabios en compu-
tación, pero si son incultos, si no leen y no asimilan los
alcances más significativos de la cultura y la ciencia, son

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un poco más que analfabetos. Y decimos más. En defi-
nitiva, la computadora no es más que una cohorte de
secretarias y artesanos, que hacen fácil la tarea de escri-
bir y coleccionar datos, pero lo más importante y deci-
sivo es el cerebro del hombre que piensa, oprime sus
comandos y programa sus necesidades de conocimien-
to, el hombre que se entrenó con y a través del libro para
alcanzar el nivel en donde está ahora.
Gracias, Madrid, por este homenaje al polo magnéti-
co y vital de la tierra, al libro y a los que lo hacen; escri-
tores, poetas, científicos, ensayistas, historiadores, sa-
bios, filósofos, pensadores...

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II. PARA UNA HISTORIA DEL LIBRO

Ahora que tenemos a la mano todos los milagros de la


tecnología, me gustaría hacer esculpir en oro o en plati-
no un poema del increíble Francisco de Quevedo o de un
ruiseñor llamado Adolfo Bécquer. Y ¿qué millonario ex-
travagante no podría darse ese gusto? Si podemos fabri-
car diamantes sintéticos por qué no láminas en prosa o
en verso utilizando rayos láser sobre plata o cornalina?
Algo similar, pero en materiales más modestos lo reali-
zaron los antiguos. El jeroglífico lo pintaron a fuerza de
cincel sobre la piedra, con esmalte de tierras de color.
Los griegos y romanos utilizaron el cálamus sobre tablas
de arcilla, cerámica o cera. Los mayas y aztecas utiliza-
ron telas o tejidos para sus ideo-pictogramas, igual que
los chinos y nipones hicieron con la seda para sus intrin-
cados laberintos ortofónicos o los asirios con el bronce
para sus estelas jurídico-históricas.
Los hombres probaron las materias más inverosími-
les con tal de dejar escrito el producto de sus estudios
y su paso sobre la tierra. Me atrevería a decir que hasta
grabaron sus signos, sus mensajes en huesos de masto-
donte y en cornamentas de venados o bisontes. Todo ese
proceso no es más que la prehistoria del libro, esos for-
midables tanteos de los futuros Polifemos de la escritura
y el pensamiento. De hecho ya el libro estaba prefigura-
do como el pilar de la civilización tal como el escriba-
contador egipcio era el remoto antecesor de Cervantes
o de Diderot.
La transición decisiva lo ejecutan filósofos y escrito-
res que en la legendaria Grecia leían en voz alta el exigen-
te arte de la palabra escrita sobre papiro y luego sobre
pergamino. Escribían en rollos como los profetas del
Antiguo Testamento o los sabios de Qumrán. Encontra-
ron que este sistema de archivar el logos era más esté-
tico y manipulable, más ágil. Ya de por sí el pensamien-
to pesa. Ellos seguramente dijeron, ponderemos las cosas
con materiales menos mayúsculos, tal tuvieron que ta-
sar el nuevo continente de la palabra. De la misma mane-
ra que el ordenador empezó ocupando plantas de varias
cuadras de superficie y ahora puede caber divinamente
en el espacio de una polvera de mujer.
Y cuando a los ignotos descendientes de Confucio se
les ocurrió inventar el papel, la plataforma para el despe-
gue del verdadero libro estaba ya en marcha. Sólo falta-
ba Gütenberg y un excelente encuadernador español u
holandés. Y así iniciamos el camino áureo que nos trae
hacia el apogeo, uso y abuso del abracadabra para la ma-
gia de la literatura y el concepto, la historia y la novela,
la diosa poesía y el cachorro de león del ensayo. Todo
este trayecto necesario y maravilloso nos ha conducido
a tener el mundo en nuestras manos y todas las voces de
la Ecumene en nuestra biblioteca.
Aunque pobre, yo tengo un Platón. Digo esto porque
en la antigüedad tener un Platón, es decir, La República
o el Parménides, por ejemplo, equivalía a poseer algo
más que una mansión o hacienda de lujo. El libro grie-
go y romano de la época costaba una barbaridad de dine-
ro. Y es que copiar un libro significaba meses y hasta

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años para el copista que lo reproducía a mano. Hoy pode-
mos conseguir Las mil y una noches completa, con pas-
ta española de lo mejor y hojas con filo en pan de oro,
quizás por menos de cincuenta dólares, y con esta canti-
dad no compramos ni media pared de 10 metros, menos
una casa. Los griegos para conocer a los talentos de la
época debían poseer muchas minas y talentos, las mo-
nedas más altas de ese tiempo, equivalentes a centena-
res de miles de dólares actuales.
Y sin embargo, hubo manos criminales como las de
Alí, u Omar, que pasaron el lanzallamas por bibliotecas
tan extraordinarias como las de Alejandría, que poseía
cerca de 700 mil volúmenes. Ellos lo hicieron fanatizados
por el Corán. Hoy, aunque no lo crean, hay gentes que
quisieran hacer lo mismo, idiotizadas por el fanatismo
bíblico, por el odio a la cultura o por estupidez politiquera.
Esto no significa que no debemos leer esa maravilla li-
teraria que es la Biblia o dejar de estudiar El Príncipe de
Maquiavelo. Menos mal que ahora podemos archivar todos
los libro del mundo en los discos duros de millones de
ordenadores.
Nadie puede negar que el libro se ha mesocratizado
así como la economía se ha lumpenizado. Burguesía y
clase media compran (o compraban al menos antes de
la etiopización del Ecuador) los libros por metros (sic!),
para rellenar los estantes de sus oficinas o casas. Hay
tantos libros ahora, y tan poca lectura, mejor, tan esca-
sos lectores de verdad, que el mundo mismo se está con-
virtiendo en menos lecturable y el hombre en ilegible.
Pero el libro está ahí, a disposición de todos. Para tener
adecuado acceso a él la sociedad necesita más ocio, más
recursos económicos así como voluntad de conocer. Antes,
como lo cuenta Humberto Eco, en su novela policial, El
nombre de la rosa, los hombres usaban pergaminos o

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libros que ahora se llaman incunables para poner vene-
no y matar a través de sus hojas. Hoy los hombres no
tienen ese peligro, tienen libros pero se envenenan o
matan porque no los usan, es decir, porque no los leen
y asimilan.
Y esto acontece en toda la escala social: desde los
profesores, pasando por los periodistas y los mismos
escritores, burócratas y gobernantes, diputados y pro-
fesionales de alto rango, hasta culminar en el hombre
común y corriente. Para bien o para mal el libro es la
herramienta más refinada que posee el hombre para su
desarrollo. Aun el libro más malo tiene algo que enseñar.
Pero hay hombres que por vanidad o por odio personal
citan a libros y autores con desprecio y mala fe, sin co-
nocerlos, sólo para poner de su parte a la razón o, me-
jor, a su interés inconfesable, o para pedantear y ganar
el ascenso social o económico que necesitan en la lucha
por la vida.
Y aun desde esta perspectiva pedestre, el libro iner-
me e inocente, intacto e inefable, está ahí para proclamar
al mundo que la humanidad sólo puede hacerse cons-
ciente de la bondad o maldad, de su excelencia o demé-
rito, a través de la sapiencia, la luz del saber que él lo
refleja.

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III. EL LIBRO Y EL LECTOR

De un viejo almanaque chino poseo la reproducción fo-


tográfica de acaso el único homenaje artístico al lector:
se trata de un valetudinario letrado oriental concentra-
do en el deleite de la lectura. El artista que lo hizo toma
la ventaja de las frondosas formas naturales para extraer
de sus entrañas la silueta del lector con su libro, un pa-
lanquín que simula un dragón y un escenario que vir-
tualmente se sale de la escultura y se confunde con la
naturaleza. Pero al mismo tiempo el artista logra dar
individualidad, recogimiento, autonomía y solaz al letra-
do, con su perfilada chiva y su cabello recogido en for-
ma de moño, silencioso y concentrado en su devota lec-
tura. De alguna manera el escultor nos transmite esa
devoción permanente, el recato solitario y la meditación
personal que exige la lectura.
Pero existe otro reconocimiento que, aunque de or-
den burocrático, no deja de ser interesante y hasta dig-
no de imitarse. Y sólo de la Madre Patria tenía que venir
semejante ocurrencia. Se trata de que España otorgaba
el título de Lector Jubilado, con prebendas y sueldo, a
determinados funcionarios o eclesiásticos que cumplían
exigentes requisitos de prolongada lectura y escritura.
Esto nos relata ese infatigable investigador y lingüista
Pedro Reino en su libro Historias aún no contadas.
Aunque para un lector de verdad el único premio es
disfrutar de la lectura, apoteosis como éstas nunca es-
tarán de más a la más alta tarea del hombre. Por supues-
to existen otro tipo de homenajes al libro y al lector. El
Concurso del Libro Leído que se realiza en colegios y
escuelas en Ecuador o las Ferias Internacionales del Li-
bro, como la de España, los concursos literarios, son otras
tantas muestras de respeto y pleitesía al lector y al libro.
De hecho en lugares como España, Francia, Holanda, Sui-
za, con motivo de las ferias del libro internacionales, se
congregan las mejores voces del planeta, se aquilatan los
esfuerzos editoriales más disímiles en excelencia y gus-
to estético.
Como no es tan usual asisten científicos y escritores,
los verdaderos productores de libros, quienes benefician
al público participante con sus autógrafos y con su mis-
ma presencia. Y, desde luego, se cuenta con las editoria-
les de más rumbo en el mundo. No faltan actos conme-
morativos y de promoción: conferencias, mesas redon-
das. Siquiera con estas oportunidades el libro pasa a ser
el centro de la atención mundial, al menos mientras du-
ran dichos actos. Pero ¿y los otros días del año? ¿Pode-
mos decir que existen, aunque sea en minoría, aquellos
a quienes podríamos otorgar el nombramiento de Lec-
tor Jubilado en España, en nuestro país o fuera de él?
Personas que lo merezcan acaso haya pocas, pero las
hay. Sin embargo, editoriales e instituciones prefieren
invitar a burócratas o mercachifles del libro, homenajear-
los a ellos, antes que rendir pleitesía al escritor, al ensa-
yista, al poeta o el científico. Pero a pesar de este serio
vacío, aunque no haya premios ni reconocimiento al cul-
tor y creador del libro, por lo menos nos contentamos

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con que se brinde en dichas fechas la mejor producción
editorial, para todos los gustos y aficiones, aunque sólo
sea una minoría de personas la que pueda adquirirlos.

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IV. DE LECTORES Y LECTURAS

Existen diversos libros, pero también hay diferentes cla-


ses de lectores y lecturas. Catastremos sólo unos pocos
tipos: hay lectores para quienes leer es un imperativo
kantiano, una especie de extensión del suplicio que su-
frían en la escuela o colegio cuando lo hacían por pura
obligación y deber. Ese tipo de lectura rinde muy pocos
frutos. Por lo regular sólo sirve como una patinada en el
hielo de la indiferencia y tarde o temprano sólo nos pro-
duce alergia y hasta odio a la lectura.
Otros quieren encontrar algo así como recetas de
farmacopea para todos los asuntos de la existencia. No
pueden concentrarse en ningún asunto o tema específi-
co porque están atenazados por un pragmatismo bara-
to, por la fiebre de la solución o el botón cibernético que
les brinde la pauta final para su alocado sentido prácti-
co de la vida. Como es fácil comprender este tipo de lectu-
ra intenta yuxtaponer, en forma robótica, el pobre inte-
rés particular, las fantasías subjetivas del individuo, con
la marcha global y colosal de la cultura, lo cual les lleva
a ahondar su propia incomprensión de la vida.
Hay lectores, y que son una respetable mayoría, que
buscan libros, y en ellos métodos en cómo devenir mi-
llonarios de la noche a la mañana. Están impregnados
hasta los huesos del individualismo capitalista, la lote-
ría sólo para mí, yo solo soy un ganador, haga negocio
conmigo y todos podemos ser millonarios si nos propo-
nemos. Ésta es una expresión, la más burda, de egoísmo
mercantilista y entontecimiento a corto plazo. Porque,
¿acaso el dinero y el poder económico podrá librarnos de
nuestro repulsivo vacío cultural y nuestra enciclopédi-
ca ignorancia?
El dinero sin cultura es casi como el equivalente del
garrote sin humanidad en el hombre primitivo, o del caba-
llo sin caballero de la época medieval. Hoy, un hombre
con un coche, pero sin cultura, es un posible genocida
suelto por las avenidas. Ser millonario debería ser con-
siderada como una enfermedad difícilmente curable,
como una lepra o un mal venéreo crónico. Este tipo de
lectura, en lugar de enriquecer al hombre, lo empobre-
ce, ni siquiera podemos decir que vuelve al tiempo de las
cavernas, porque los trogloditas tenían una visión más
global, humana y solidaria del hombre y la sociedad y
jamás se les ocurría pensar sólo en ellos mismos.
Otros desean superar problemas sexuales o psico-
lógicos mediante libros secretos o de dudosa progenie
paracientífica. Igual que aquellos que leen libros de me-
dicina natural, su propósito es sano y hasta encomiable,
sólo que deben ser guiados adecuadamente por conoce-
dores del tema, y tienen que tener el olfato necesario
para reconocer entre farsantes y verdaderos especialis-
tas, por ejemplo una cosa es el Dr. Vander, y otra, Lezae-
ta Acharán; distingamos entre Freud o Jung y mentalis-
tas y sexólogos a quienes sólo interesa la parte morbo-
sa de la personalidad humana.
Tenemos lectores de un solo libro, como aquel inge-
niero que fuera presidente de la república, quien, con
extraño cinismo, se enorgullecía de haber leído un solo

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libro, pero, además, no citaba cuál había sido. El lector
de un solo libro tiene varios niveles: aquel que ha leído
El Corán o la Biblia, quien de inmediato se lanza a fo-
mentar el proselitismo de tal o cual secta religiosa, no
puede reconocer que el libro que difunde es uno más
entre otros y que está sujeto a limitaciones y a crítica.
Pero hay otros que, por ejemplo, han estudiado de ver-
dad El Capital de Marx y que, por ese tan solo hecho,
pueden saber tanto de economía como no lo saben aque-
llos que andan picando de un tema a otro sin consolidar
el conocimiento de una sola escuela de economía. En
general, el que ha leído un solo libro es peligroso en va-
rios sentidos: si por estrechez de conocimiento, se pue-
de volver fanático militante, pero si por profundidad en
una materia o en asunto, puede en realidad dar cátedra
y cuestionar con contundencia a los diletantes. En cual-
quier caso, el lector de un solo libro es preferible de aquel
que no lee nunca o que nunca ha leído un solo libro.
Los más leen sólo para ganar un título académico o
para cumplir con un examen. Estos lectores son acadé-
mico-pragmáticos y, por lo regular, son los que a futu-
ro copan los puestos burocráticos, se convierten en co-
merciantes o logreros de la sociedad. Su lectura es, por
lo tanto, superficial y sólo les agrada, en lo posible, trans-
cribir o hacer copias fotostáticas de conceptos y de co-
sas. Yo diría que son los lectores-tipo, la mayoría de la
sociedad.
Hay lectores rápidos, que son aquellos que casi siem-
pre citan fuera de contexto a autores que jamás han leí-
do. Son los apologistas del método de la lectura rápida
y que cuando leen lo hacen con tanto apuro como si se
atrasaran al último tren de la vida.
Hay otros que sólo leen obras de su «especialidad»:
son aquellos que se ponen anteojeras de caballo o ven-

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das de restricción para sólo funcionar en el punto o en
la línea y jamás alcanzar la superficie, menos el conoci-
miento multidimensional y esférico.
Hay los lectores «económicos», que leen todo en ver-
sión reducida, en textos de mil o dos mil palabras por-
que no «tienen tiempo». Así conocen a Gengis Khan o un
discurso repulsivo de Hitler.
Tampoco deja de haber los hombres que leen para
reafirmar su odio personal o para dar rienda suelta a sus
complejos de superioridad-inferioridad.
Hay lectores-ovnis, de los cuales se habla mucho (so-
bre todo en las estadísticas), pero no se sabe dónde mis-
mo se encuentran.
Para resumir, hay lectores que leen por placer, y cuya
lectura rendirá frutos sólidos y sabrosos, aunque se de-
moren en madurar, y otros que leen por necesidades
empíricas o por obligación. Estos últimos en realidad
sacarán poco provecho de la lectura, aunque, a pesar de
ser obligados en la niñez o juventud, muchos por lo me-
nos recordarán, en la aridez y sequedad adulta, que, aun-
que a la fuerza, lograron leer un libro que ahora no sólo
les enorgullece haberlo leído sino que les trae frescas y
cálidas remembranzas del pasado...

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V. EL LIBRO, TELEVISOR GIGANTE

No existe mejor embarcación que un libro. Es el telesis-


tema más refinado para captar las ondas alfa y el mejor
satélite para rodear y auscultar las galaxias. Los ufólogos
se ufanan en utopizar los ovnis y descubren, luego de
mucho escándalo, que alguien les está ocultando las se-
ñales de inteligencia en algún lugar del espacio. Ellos no
saben y acaso jamás comprenderán qué infinita cantidad
de inteligencia e intuición se encuentra embutida en el
envase humilde y casi inadvertido de un libro común y
corriente.
Navego en el Mar Incógnitus del libro desde hace va-
rias décadas y la maravilla, como en los viajes de Simbad,
es que jamás llego a puerto porque el periplo es inter-
minable y cada vez más fascinante. Por eso yo sé, conoz-
co los arrecifes del verbo apresado y desconocido donde
las voces silenciosas y modestas están emitiendo —como
el carbono o el uranio— su propia radioactividad, lla-
mando para que alguien participe de sus ventisqueros
y mágicos maelstroms.
Por él conozco que el Padre Mariana hace descender
del jefe de tribu Jafet (un personaje judeo-bíblico) a los
españoles, y por él sé todos los nombres de España y
cómo ésa fue siempre la despensa de Europa y de Áfri-
ca. Él junta mitología, religión, historia, leyenda y poe-
sía para darnos la imagen más acabada de Tartessos y
de sus hombres.
Carl Sagan y su esposa Anne Druyan —connotados
científicos estadounidenses, acaso los más destacados
del siglo XX— construyeron un artilugio científico-mate-
mático-biológico-imaginativo, para empotrarse en una
nave espacial, consistente en un tablero de un metal a
prueba de radiaciones y choques de meteoritos y en el
cual estaban grabadas señales de los más importantes
descubrimientos de la especie humana, como el sistema
numérico, la escritura, la tabla periódica de los elemen-
tos, el átomo, la célula y los cromosomas, además de las
dos siluetas del hombre y de la mujer.
Su objetivo era que este tablero —que ahora estará
atravesando la mitad de nuestra galaxia— pueda ser vis-
to por seres inteligentes de otros sistemas solares y, al
sintonizarnos, se pongan en contacto con nosotros. Carl
Sagan fue un entusiasta propulsor de nuestra expansión
a las estrellas y un feraz divulgador científico comba-
tiendo el oscurantismo religioso y filosófico. Sin embar-
go él sabía que el universo y la materia están hechos
conforme a las mismas leyes y que repiten su infinita
melodía de forma diferente aunque, en esencia, los se-
res y las cosas son similares. Si conocemos a otros seres
de otras civilizaciones estelares, los hombres de la tie-
rra repetiremos en otro espacio y en otros planetas lo
que de alguna manera hemos hecho en la misma tierra:
si aquellas son superiores, lucharemos para quitarles
todo su poder. Si son inferiores, las sojuzgaremos como
lo hicimos en las grandes cacerías humanas que fueron
la conquista de América, Asia o África. Como EE.UU. lo
está haciendo ahora en la invasión contra Irak.

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Sólo si, en realidad, hay agua en Marte y vamos allá,
acabaremos por aniquilar del todo la posibilidad de vida
en ese planeta, tal como ahora desperdiciamos el agua
y destruimos el hábitat de la tierra. Eso me dice ese gran
televisor del cosmos llamado libro. No puedo tener esta
visión sin haber dialogado directamente con sabios como
Sagan. Puedo, incluso, haber visto toda esa serie televisiva,
basada en su libro, y titulados ambos Cosmos, pero ja-
más saber, en realidad, todo el viaje maravilloso que
significó la vida y su dedicación a la cosmografía, biolo-
gía, física y astrofísica por parte de ese extraordinario
hombre de ciencia.
Creo que Borges buscaba —en alguno de esos cuen-
tos francamente estrafalarios y pedantes— el Nombre y
Todos los Nombres de las cosas y los seres y él sabía que
ese afán era un truco literario bien provisto de informa-
ción. Pero él también conocía que había sólo un artefacto
para descubrir aquello: el satélite teledirigido del libro,
todos los libros que reposan en las estanterías de todas
las bibliotecas del mundo y, en fin, todos los libros, lí-
neas e ideas metidas en ellos y que esperan unos ojos y
una inteligencia que sepan comprender y divulgar su
mensaje. Telever significa ver desde lejos y hacia la leja-
nía, y ningún televisor puede ser más eficaz que el libro.
Con él y a través de él conocemos el universo, la huma-
nidad y sus infinitas formas de ser. Y conocemos a los
genios, a los superhombres, quienes nos hacen sentir, en
el más elevado sentido, ser parte de la familia del homo
sapiens .Tal vez por eso es que Sagan refiere, con satis-
facción y orgullo, haciendo memoria de sus estudios en
la Universidad de Chicago: Se consideraba impensable
que un aspirante a físico no conociera a Platón, Aristóteles,
Bach, Shakespeare, Gibbon, Malinowsky, Freud... entre
otros. (Sagan: El Mundo y sus Demonios, pág. 15). Lo mis-

24
mo podríamos decir al poeta, al pintor y a cualquier hom-
bre de cualquier especialidad en la tierra. Y este es un
homenaje de un navegante del conocimiento, al mayor
satélite televisivo de todas las épocas: el libro.

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VI. EL LIBRO ESTÁ EN ESPAÑA
Y EN TODAS PARTES

El libro, trotamundos ubicuo, está, vivito y coleando, en


su Feria de España. Hoy está allá, mañana en Amsterdam,
en Quito, en París o Buenos Aires, en otras tantas ferias
y exposiciones. Y todos los días se encuentra simultá-
neamente en librerías y en bibliotecas, en la casa del tra-
bajador y en el hogar del potentado. La minoría silencio-
sa, acaso la más selecta de nuestras sociedades, va en su
búsqueda y cada quien encuentra a su cada cual.
Todos conocen su precio pero pocos su valor. Aun
menos saben la historia secreta que los hizo venir a la
luz. Tal vez sólo aquel joven tímido que se pasea por
todos los mostradores y escaparates y que desea llevarse
varios títulos y que no tiene dinero sino para uno o para
ninguno; sólo él percibe, presiente y resiente su valor
esencial. Ese muchacho quiere leer todos los libros y
quizás sea condenado a leer sólo de préstamos o bajo la
mirada fría y prepotente de la bibliotecaria que nunca
entenderá lo que es leer por placer y no por ejercicio
burocrático o por cumplir con un deber, con una burda
tarea escolar o universitaria.
El que ama de verdad los libros, el bibliófilo, no pue-
de ser librero, agente vendedor de libros, diletante de
libros, porque es como estar muy cercano a una mujer
desnuda y no poder gozarla porque está en un escapa-
rate blindado, un poderoso vidrio veme y no me toques.
El joven rico, por el contrario, cargará con lotes muy va-
liosos de libros —si es que lo hace y se interesa por
ellos—, llevará enciclopedias, best-sellers y ediciones ra-
ras, caras y es muy probable que, en verdad, nunca le in-
terese detener sus ojos en ninguna página. Salvo raras
excepciones, el rico se encuentra asediado por demasia-
das complacencias mundanas para destinar su tiempo
a la más alta tarea de la soledad esencial del hombre: la
lectura. Y no hablemos de aquellos que desean impresio-
nar o escalar puestos sociales u obtener fama rápida, o
que gustan de los libros por manía, estos últimos son
bibliómanos que no bibliófilos.
Busco y pienso en ese muchacho o muchacha bibliófi-
los y cada vez se me hace imposible encontrarlos y aca-
so nunca los halle. Ojalá me equivoque de medio a medio.
¿O será que tienen modos de ocultarse para que la ple-
be de arriba o la de abajo no enturbie sus aguas profun-
das? Los nuevos Einsteins se esconden en oficinas de
patentes para que nadie escarbe ni perturbe su inteligen-
cia? Los futuros Garcías Márquez están investigando en
el centro del alma de los pueblos para encontrar a la
insólita soledad centenaria que los guíe a reconocer el
hielo mágico? ¿Es que los poetas de verdad se niegan a
hablar para que luego salga la palabra apelmazada, em-
butida de esplendor?
Sólo ellos saben cuánto cuesta la dignidad del silen-
cio en tiempos cuando las gentes han convertido al ver-
bo en trapo sucio y al adjetivo en tómbola de fruslerías
indiferenciadas. Cómo tener esperanza si hasta los más
pulcros y raros, los que alguna vez nos prendieron lumi-
narias de futuro, de arte y de ciencia ahora los hallamos

27
embarcados en la espeluznante y monocorde tarea de
hacer dinero aunque pisen sobre cadáveres?
En España el libro cumple su labor desnuda y solita-
ria. Las editoriales lo venden pero él no se entrega sólo
por dinero. Sólo cede ante aquel que lo persigue, que lo
cultiva, que insiste, estudia y persevera. Que lo ama. Des-
tinar un tiempo a la lectura y a la reflexión, olvidarse del
negociado y la politiquería, del pragmatismo ciego de la
época, es mejorar la estructura de nuestras células y abrir
el mejor camino para que el rascacielos de nuestro ce-
rebro se consolide, abra surcos benéficos, duraderos, en
esta cinta electromagnética de nuestras circunvoluciones
internas.
La lectura nos lleva a pensar, a diferenciar y dominar
el orbe. Como el Pensador de Rodin toda nuestra mus-
culatura se concentra en la espiral multimillonaria de
nuestras neuronas. Como ya lo sabía ese viejo y extraor-
dinario filósofo hispano-holandés, llamado Baruch Espi-
nosa, el hombre piensa —cuando piensa de verdad— con
todo su cuerpo. Hoy la gente tiene miedo de pensar, de
estar sola. Y ésta es la única manera de conocer las gala-
xias, la especie y no el chisme del barrio o saber del últi-
mo modelo de vehículo que compró el millonario famo-
so. Y en España y Europa se lee en el metro, en el auto-
bús, los ferrocarriles y el café. Si España posee acaso la
cultura más adelantada de Europa, es por su pasión por
el libro. Hay una tradición que se remonta a las épocas
del hambre cuando se escribieron las inmortales obras
de la picaresca como El Lazarillo de Tormes, el Guzmán
de Alfarache o el Diablo Cojuelo. Cervantes mismo leía
—con pobreza y todo— hasta los papeles que encontra-
ba en la calle. Las más grandes obras de España son pro-
ducto de épocas de hambruna: la conquista, El mal de-
nominado Siglo de Oro, que en realidad fueron dos, la

28
literatura del 98, la primera república, la dictadura de
Primo de Rivera , la guerra civil que costó mas de un
millón de muertos en 1936-39, la dictadura terrible de
Franco.
Fueron épocas negras cuando los hambrientos espa-
ñoles salieron a todos los puntos cardinales del mundo,
en especial América, en busca de pan. Por eso ahora resul-
ta insólito y vergonzante, inhumano, lo que ellos —no
todos, por supuesto-— hacen con los emigrantes latinos
y marroquíes a quienes explotan y maltratan por el único
delito de no tener pan ni empleo ni papeles para garan-
tizar el trabajo de sus manos. ¡Y recuerden la época del
Terror en la Revolución Francesa!
Ojalá el libro en España les haga recordar que los
pueblos tienen rachas y resacas, bajamares y pleamares,
caídas y subidas y que el hambre y el sufrimiento nos
lleva a la cima; que nos enseña a leer, a pensar el mun-
do, a producir y escribir libros que describen nuestro
triunfo a través del espino y la ortiga.

29
VII. LIBROS DE LA CHOZA
Y LIBROS DEL CASTILLO

El audaz gorrioncillo, con saltitos osados, penetra en mi


cabaña. No tiene reparos para asaltar la mesa y picotear
las migas de pan o los restos de arroz que han quedado
en la mesa. Pero antes de entrar estaba en el árbol can-
tando, canorizando mi oído con arpegios amorosos de
alborada. Él es un ejemplo de coraje e independencia, de
confianza y espontaneidad, de fe en la vida. Es como el
poeta que escribe su libro al filo de la quebrada y no le
importa la avalancha de invierno, el fenómeno de El Niño
o la feroz visita del hambre. Pone en las páginas, en cada
poema, la rama de eucalipto de su corazón y el calor de
la paja de su choza. Cada verso de ese libro, cada pala-
bra es una gota de sangre de su existencia. La escribió
para no morir, para olvidar las penas, para calentarse un
poco o para dejar la huella de su canto:
Es la última vez que digo ven
Y te llamo en la madrugada de otoño
Tengo en mis manos tu cuerpo
Pero tú no estás

El colmillo del viento


Mastica tu recuerdo
Hay libros del castillo, de la torre de marfil, de la
piedra incandescente de la soberbia y el orgullo satáni-
co y los hay aquellos que nos acarician los sentidos, que
nos limpian los ojos, que nos aclaran el alma sin querer
ni pretender, como el sol tan esperado en el cancel hiper-
bóreo, como la remembranza sencilla del gran Sergio
Núñez Santamaría: No tenía libros ni usaba zapatos, a
despecho del cariño de mi padre inmortal a quien dedi-
co este poema...
Pienso en García Lorca y en la luna de ajo y ajonjolí,
en Hölderlin y su piedad mística. El gitano y el alemán
se reúnen en la noche de Walpurgis para recoger la tin-
ta de cobre de su luna unánime y el suspiro de la mucha-
cha con cabellos al viento... Pienso en un poema de Poe
con pomarrosas campanas tubulares... Veo a Rimbaud
navegando en barcos ebrios asediado por sonetos de
vocales cosmogónicas... Recuerdo a Baudelaire diciendo
en sus Pequeños poemas en prosa lo que no pudo decir
en Las flores del mal, está acompañado de su infaltable
giganta. Veo a Herman Hesse y a su mismo Lobo estepa-
rio. Al gran Cervantes escribiendo en la 24 de Mayo de
Madrid y de Alcalá de Henares mientras se comete un
crimen en la misma puerta de su casa.
Veo al gran califa, suavizando la espalda, perdonan-
do la vida a Scheherezada... Veo a Víctor Hugo en Guerne-
sey midiendo el océano y ascendiendo desde el cataclis-
mo en La leyenda de los siglos. Miro a Shakespeare, que
escribe su único libro para no publicar los Sonetos. Tomo
una gota de ajenjo con Medardo Ángel Silva y acompa-
ño al gran poeta persa-iraquí Omar Khayyam con una
copa de vino mientras contemplamos a la odalisca que
asciende con su danza hasta y desde el túmulo de su
vientre fragante. Contemplo al increíble Quevedo en la
cárcel escribiendo poemas que durarán milenios. Jack

31
London me llama a la tundra, a la nevada del Yukón. Karl
Marx, el gigante hecatonquira, es el guerrero que me
enseña las leyes del hombre y del mundo, y que están
ahí, por siempre, aunque todos lo nieguen.
León Trotsky, con irrepetible sonrisa judía, me dice
que cada uno muere en su trinchera y que el planeta será
socialista a pesar del sangriento Stalin y su burda poli-
tiquería nacionalista. Carl Sagan me muestra su Cosmos
más amplio que el de Humboldt y Stephen Hawking sus
hoyos negros, su particular Historia del Tiempo, como si
se deleitaran mostrándome muñecos de peluche.
Tengo en mis manos a Madrid a través de la bola má-
gica del Diablo Cojuelo y la carcajada de azufre de Vélez
de Guevara. Pero ¿dónde está todo esto? ¿Quién posee
tanta maravilla? No son inventos o simples efectos de
cámara o los trucos fáciles de cineastas faltos de ideas:
están ahí tras de la portada de un libro, en el umbral del
árbol de la vida, del árbol del bien y del mal que consti-
tuye cada libro, cada página oculta o abierta.
Pero no definitivamente en cualquier libro. Esas ma-
ravillas están en los libros de la choza y no del castillo.
En éste se encuentran los floreos y voces destempladas
de bufones de coyuntura y el baile de esclavas sin gra-
cia y sin alegría; el concurso de quién habla más y con
cuántas muecas y contorsiones; la burda disputa acicala-
da, con oro, comisiones y flamantes limusinas y compu-
tadoras sin pensamiento. En el castillo vive y muere el
oropel, el joven o adulto que jamás podrán entender la
metáfora de la Cábala: el hombre sólo se transforma en
lo que es.
Los libros del castillo no me interesan, jamás me han
interesado. Sólo son sombras de seres sesgos que nun-
ca alcanzaron la estatura de duendes, de diábolos que
vencen el cieno y las tinieblas.

32
VIII. LIBRO ELECTRÓNICO
Y LIBRO DE CARNE Y HUESO

Los pedantes de la tecnología vienen hablando desde


hace algunas décadas sobre la muerte de la literatura, la
poesía y el libro, liquidados por la avalancha de la ima-
gen visual y la computación. Ya no es tan raro verlos
explayar su orgullo y su prepotencia cuando se refieren
al libro electrónico. Según ellos el libro cibernético, como
la robótica, son los verdugos apocalípticos que vienen a
decapitar el modesto libro confeccionado con papel y
cartulina, con tinta y manos gráficas.
La mueca de desprecio para el escritor que todavía
utiliza máquina de escribir hace recordar la soberbia de
los calígrafos y decoradores bizantinos o árabes que mi-
nimizaban o pretendían minimizar el cálamo y la tabli-
lla de cera de los antiguos o pretendían desconocer el
valor esencial de los clásicos griegos o latinos sólo por
la humilde presentación de los papiros milenarios. No
digamos nada sobre cómo nos maltratan a los que toda-
vía seguimos insistiendo en que el verdadero escritor
necesita sólo papel y lápiz o un esferográfico para plas-
mar sus ideas y sensaciones. El escritor de raza es como
el atleta: desnuda su cuerpo, pone su pie y su torso al
aire y no necesita de ningún calentador (como dicen hoy
al overol deportivo) para sudar su camiseta de pensa-
miento :
Tengo atrapado tu cuerpo con mi lápiz
Tus ojos son la tinta
Tu cabello el firmamento
Tus senos y tu boca
El papel de mi palabra
Que busca el paraíso prometido
El libro es como el buqué de flores naturales que ofre-
cemos a la amada cuando nos falta todo en el camino,
menos su luz. Él me consuela en los malos días de borras-
ca cuando me deportan de todos los lugares del mundo
sólo porque no tengo trabajo ni papeles que me permi-
tan hacerlo. Él es el consejo y la firmeza que necesito
para no desesperar en estos negros años de feroz guerra
de clases. Al libro tengo que cogerlo con mis manos, aca-
riciarlo, olerlo, abrirlo, retenerlo, desbrozarlo, subrayar-
lo, poner mis notas, detenerme en su dintel y en su per-
fume para que me brinde todos los aromas del mundo.
De hecho ya existe el libro electrónico, pero se me
hace imposible consolarme con Bécquer parpadeando,
agotado, frente a la pantalla del ordenador. Por magní-
fico que sea un texto tengo que bajarlo (nuevo término
del argot cibernético que significa copiarlo desde el Inter-
net, sea al disquete o al papel) e imprimirlo. No despre-
cio, de ninguna manera, a este portento tecnológico que
viene casi a eliminar la división del trabajo en varias áreas
productivas o de servicios. Yo también repito, como el
gran Isaac Asimov, el problema de ser escritor y de es-
cribir por lo menos un libro al año, es un problema tec-
nológico. Sí, pero también es asunto económico y neu-
rológico. Y el también está demás.
Sin neuronas y sin amor no me sirve para nada el
mejor ordenador del mundo. Sin ideas y sin creatividad

34
puedo poseer docenas de correos electrónicos pero sólo
pondré en su buzón chatarra y aserrín. Sin amor, sin
respeto, sin visión del mundo, los jóvenes acéfalos de
ahora chatean (otro término inglés que significa conver-
sar con otras personas conectadas a Internet), poniendo
o deponiendo bascosidades, lenguaje de albañal en la
línea de Internet.
Los hombres usan los mejores inventos del mundo
para remitir estiércol vía satélite. A mí me hace falta
papel y lápiz, el libro, las manos que construyen la escri-
tura y la argamasa, que copian, retratan el mundo de las
letras, las letras del mundo, para caminar y comprender
el camino. No descarto el milagro del microchip, este
artilugio tecnológico que nos viene a resolver un mon-
tón de problemas teóricos y prácticos. Sólo insisto en
que el libro de carne y hueso y el arte jamás morirán.
Porque si la poesía deja de ser, si el libro de carne y hue-
so no existe más, entonces los hombres y el planeta mis-
mo se convertirán en objeto plástico, en algo tan liviano
y leve que terminará por caer sin que nadie lo note en
medio de un cosmos que reiniciará el proceso de nuevos
cielos y nuevas tierras.

35
IX. EXISTENCIA DE LIBROS INEXISTENTES

El escritor, tal vez por su propia condición humana, es


el más vulnerable a las catástrofes naturales o sociales
que le pueden hacer perder sus conquistas espirituales,
me refiero a sus apuntes, poemas o libros. En el naufra-
gio de La Esmeralda —que coincidió con la tragedia del
Titanic— el gran Sergio Núñez perdió su Canto a la Luz,
entre otros cien cuadernos de Marginalia, poemas y tra-
ducciones greco-latinas. Uno puede anunciar su novela
o su libro de cuentos y al otro día un desastre fortuito
puede consumirlos tal como fueron consumidas obras
de arte y vidas en la conflagración volcánica de Herculano
y de Pompeya. ¡Cuántas maravillas de la civilización hu-
mana habrán desaparecido por vía del azar o fuerzas
desconocidas!
Pero existe, por contraste, un tipo de tragicomedia
que consiste en la existencia de libros inexistentes, tal
como la obra Poemas encontrados en un automóvil, que
el joven y malogrado autor de La dictadura del poetaria-
do», Marco Vinicio Poveda, compañero de lides sociales,
pregonaba que iba algún día a publicar.
Existen otros libros inexistentes y que son los más:
aquellos publicados en tiradas de 100 a 500 ejemplares,
son tan inexistentes que hasta convierten al escritor que
los publicó en un mito. Ésta es la realidad cotidiana en
sociedades retrasadas y pobres como las nuestras.
Un chusco erudito y respetable, como lo fue Jorge
Luis Borges, aseguró, con pelos y señales, y hasta hizo
una «crítica» sui géneris, la existencia del libro Don Qui-
jote de la Mancha, escrita por un francés llamado Pierre
Ménard. Así no tendríamos sólo el Quijote apócrifo de
Avellaneda sino también esta nueva versión. Siguiendo
esa racha rarísima un talentoso escritor peruano, Enri-
que Tord, afirmaba que la versión de Cervantes era, de
alguna manera, una distorsión del verdadero libro ori-
ginal escrito por el mismo sabio árabe compañero de
cárcel en Argel del gran Manco de Lepanto: Cide Hamete
Benengeli, a quien, por otra parte, el mismo Cervantes
cita varias veces en su libro inmortal.
Y hablando de sabios árabes se me viene a la memo-
ria el caso más insólito de un libro que concitó el inte-
rés y la investigación apasionada de cientos de escrito-
res, eruditos y gustadores de rarezas refinadas: El Necro-
nomicón del árabe loco Abdul al Razed. La referencia
reiterada —y en condiciones de escandaloso escalofrío
numinoso y de noctívagas alucinaciones— pertenece al
estrafalario sabio de Providence, H.P. Lovecraft, autor de
libros como Los mitos de Cthulu, El que susurraba en la
oscuridad, entre otros no menos extraños. A pesar de
tantas específicas y precisas explicaciones sobre años y
ediciones, la búsqueda fracasó aunque todavía haya obs-
tinados bibliómanos —como mi amigo Patricio Maya—
que dicen que ya lo han encontrado u otros que siguen
recorriendo las bibliotecas del mundo para dar con se-
mejante tesoro.
Encontrados o no, no existen esos libros. Pero hay el
caso de libros que podemos encontrar en cualquier libre-
ría o biblioteca más o menos de prestigio, pero que, en

37
realidad, no existen. Me explico con ejemplos: Los can-
tos de Ossián, Fingal y Temora , que alguien pretendió
descubrir, y que se publicitó como un hallazgo de la cul-
tura gaélica y que levantó tanta polvareda en su época.
Después de todo no era para menos, si los poemas eran
sonoros, brillantes, cándidamente primitivos. Pero a la
vuelta de la esquina se descubrió que era un camelo: el
autor de esta imitación era un excelente poeta escocés de
la misma época que quiso jugar una buena pasada —como
lo hizo— a sus congéneres y paisanos: ¡era nada más y
nada menos que el hijo de vecina Macpherson!
El Ecuador, que nunca se ha quedado atrás en nada,
también tuvo el lujo de encontrar un libro inexistente:
el Dr. Descalzi sacó a luz, como primicia, en su obra Histo-
ria del teatro ecuatoriano, un drama escrito en quechua
llamado Los Quillacos, bajo la autorizada traducción de
don Manuel del Pino. Era la confirmación no sólo de la
solidez de una cultura auténticamente ecuatoriana sino,
acaso, la reafirmación de tantos sueños de grandeza cul-
tural ensoñados y escritos por el Inca Garcilaso de la
Vega o Guamán Poma. No era, pues, que de la Vega tras-
ladaba conquistas culturales hispánicas a los indígenas
o que pretendía transpolar abusivamente formas exclu-
sivas de la cultura europea a costumbres y cultura indí-
genas: me refiero sobre todo a la existencia de dramatur-
gos, actores y aravicos, sabios y amautas, poetas; ni qué
Cortes de Provenza, ni qué cantores cátaros, ni qué Esqui-
los o Sófocles, ni qué López de Vega, aquí en el Ecuador
estaba la constatación, en el mismísimo quechua moliente
y sonante de nuestros antepasados, ¡aquí estaban nada
menos que en Los Quillacos!
Pero como el sueño de los pobres dura poco, algún
agencioso —creo que fue un erudito de origen italiano
llamado Ricardi— descubrió que el verdadero autor de

38
este drama era el mismísimo «traductor», el profesor don
Manuel del Pino, maestro y literato que dominaba, casi
como lengua materna, el idioma vernáculo indígena.
Recuerdo perfectamente a don Manuel, su soltura y
solvencia de ideas y su carácter propenso a la invención,
a la creatividad. Creo que, a pesar de todo, debía habérsele
premiado y reconocido su talento literario en lugar de
escarnecerle como se hizo. Pero lo que recuerdo más son
las escenas de burla, las solemnes carcajadas y festejos
que el gran Sergio Núñez Santamaría, en plena Plaza Gran-
de de Quito, compartía con don Manuel, entre pelanduz-
cas y jubilados, reconstruyendo el memorial de Los Qui-
llacos y de su inteligente traductor y autor. Macpherson
en Escocia habrá hecho otro tanto.

39
X. EDITORIALES, LIBROS Y PROCESO SOCIAL

Una forma de conocer el devenir del mundo en el último


siglo es, al menos en la superestructura cultural, una
ligera reseña de editoriales y publicaciones, aficiones
lectoras, hábitos y modas de pensamiento.
Recuerdo en este momento, las dificultades que te-
nía que vencer para comprar un libro de la editorial Tor
argentina allá en los tiempos de mi primera mocedad.
Un libro de la colección Nueva Biblioteca Filosófica cos-
taba cinco sucres, treinta centavos de peso argentino. Y
para adquirirlo tenía que ahorrar toda una semana de mi
trabajo a más que debía introducirlo subrepticiamente
en mi casa para que no me reclamaran que estaba dis-
trayendo el dinero —que faltaba para comer— en libros
sin importancia, como me decía mi abuela, con ceño de
matrona inquisidora.
Cinco sucres era una cantidad mas o menos respe-
table: uno podía comprarse siquiera cinco almuerzos, de
la clase sándwich, por supuesto. Todavía conservo algu-
nos títulos: Bergson, La risa; Bovio, El genio; Arenal, El
visitador del preso; Flammarión, Los orígenes de la vida;
Schiller, Educación artística; Platón...
Lo que intento decir es que los jóvenes de la época
(me hago ilusiones de que había muchos igual que yo)
teníamos preocupaciones filosóficas y científicas y nos
interesaba profundamente la totalidad del conocimien-
to. Es decir, por lo menos existía esa tendencia en la mayo-
ría de lectores aunque esa mayoría haya sido tan minori-
taria, o más, que en la actualidad. Para los estratos medios
a los cuales pertenecía, esta misma línea de lecturas fue
también suplida por la Editorial Sopena y la Editorial
Aguilar, que lo mismo disponía de mamotretos elegan-
tísimos y caros (los clásicos de la literatura), como la
colección de Iniciación Filosófica donde encontrábamos
desde los presocráticos hasta los filósofos de la revolu-
ción francesa como D’Alambert y Diderot. En estos últi-
mos años este rubro fue continuado por la Biblioteca
Bruguera, pero creo que sin éxito. Casi puedo decir con
certeza que se adquirieron varias colecciones pero po-
cos o casi nadie los leía de verdad. Es parte de ese proce-
so de comprar libros por metros que cundió en el inicio
del boom petrolero, y con los nuevos ricos, a fines de la
década del 70 e inicios del 80.
Hoy ya nadie lee filosofía y de ahí que se explique no
sólo la falta de ensayistas o el pánico por la crítica litera-
ria, sino la mínima capacidad de distinguir diferencias
sutiles, prioridades, esencia y fenómeno de las cosas, la
sociedad y los procesos, desde la politiquería hasta el ci-
nema policial, desde la poesía hasta la economía y la edu-
cación de la juventud. No se usan adecuadamente los com-
parativos y los superlativos, el adjetivo y el epíteto son de
fácil donación sin la responsabilidad de su constatación en
la realidad. No existe disciplina de pensamiento y se tiene
todavía la rupestre idea de que el intelectual es un ser vago,
que vive en y del viento, que es sólo un bohemio o un al-
cohólico y que no sirve para nada en la sociedad.
Nadie puede desconocer el servicio invalorable que
prestó el Fondo de Cultura Económica para el conoci-

41
miento de varias disciplinas, como la historia, la filoso-
fía, arqueología, antropología, el pensamiento estético,
literatura, matemática, poesía. Era, como decía su lema,
llevar la universidad al hogar, al contrario de lo que su-
cede ahora que maestros y estudiantes llevan el hogar
a la universidad. Y la mayoría pasan por ella aun cuan-
do ella nunca ha pasado por ellos. Lo mismo podemos
decir, en cuanto a editoriales, de la famosa Colección
Austral, la que formó y cimentó la base de conocimien-
tos de muchos de nosotros.
Pero en este mini-homenaje a las casas editoras dé-
jenme nombrar, al vuelo, a las que se me vienen espontá-
neamente a la memoria: Alemany Bouloffer y sus obras
indostánicas; Kier y sus libros espiritistas; Kraft y sus
ensoñaciones poéticas orientales; Emecé, en la que apa-
reció Eureka y la Filosofía de la composición de Edgar
Allan Poe y las obras de Jorge Luis Borges; Pablos edito-
res, quienes han editado algunas de las obras del incom-
parable pensador revolucionario, León Trotsky; Siglo XXI
y Akal, editoras que han dado a luz las acaso más atilda-
das versiones de El capital de Marx; Grijalbo y sus edicio-
nes casi totales de los clásicos del marxismo y sus co-
mentaristas; Colección Joya y Crisol, el pequeño libro
elegante, con los mejores autores de la literatura univer-
sal; Claridad... y tantas otras. No olvido, por supuesto a
la Editorial Cajica de México que publicó las obras de
Montalvo y muchas de autores ecuatorianos.
En nuestro entorno no olvidaré de ninguna manera
la labor pionera de Editorial El Conejo, creada por el so-
ciólogo cariñosamente apodado «el Conejo Velasco», así
como la actual editora Libresa, ambas entusiastas divulga-
doras de obras de autores nacionales.
No sé si sea un abuso mecanicista afirmar que la déca-
da del 60 del siglo pasado fue filosófica, tal vez por eso

42
publiqué en el Diario El Heraldo de la ciudad de Ambato
mis ensayos sobre Emerson y Schopenhauer (todavía
recuerdo la hermosa y voluminosa edición en dos tomos
de las obras filosóficas completas de este maestro no sé
si editadas en la colección Aguilar o Ateneo). En las déca-
das del 70 y el 80 hubo una tendencia más definida a leer
marxismo (economía e historia, sobre todo), no a los
clásicos, sino a través de comentaristas y politólogos que
editaban sus obras en la Editorial Progreso de Moscú o
en Ediciones en Lenguas Extranjeras de China.
Son líneas maestras que condensan modas o formas
esenciales de preocupación lectora aunque existan tan-
gentes de especialización o interés particular. Los últi-
mos años de la década del 90 y los que inician este nuevo
siglo y milenio, a mi entender, marcan dos vertientes:
computación y marqueting y la metafísica barata de cómo
hacerse rico o ser eficaz en los negocios, con Mandino y
Cuatémoc Sánchez. En lo literario, el paradigma del des-
concierto modernizado y hasta cibernetizado está en
Benítez y su ultrafamoso Caballo de Troya...
Como muchos creen, con el notable —a lo Eróstrato—
Fujiyama, que las ideologías, el pensamiento y el marxis-
mo han muerto y proclaman, con él, el supuesto fin de
la historia, entonces, en la tierra de los ciegos...
Y, para concluir, asistimos en estos últimos días a la
confusión espectacular a través de modernismo y posmo-
dernismo, las últimas versiones del liberalismo —cuya
muestra más palmaria es esta monstruosa guerra genoci-
da por el petróleo de Irak llevada a delante por los im-
perialistas con George Bush a la cabeza— que son las
últimas versiones de la degeneración del pensamiento,
como reflejo de la crisis sin salida del modo de produc-
ción capitalista y de la corrupción global en todo el pla-
neta.

43
XI. EL ESCRITOR, LOS LIBREROS
Y LAS LIBRERÍAS

Con mucha delectación y saudade rememoro el día aquel


cuando con mi pequeñísimo y traposito folleto de Voces
errantes —mis primeros poemas— ingresaba en la libre-
ría del señor Carlos Liebmann, de las calles Mejía y García
Moreno, en Quito, para entregarle un pedido de 20 o 30
ejemplares que, luego me enteré, él siempre adquiría a
todos los escritores sin excepción. De alguna manera se
cumplía en la práctica ese conjuro fervoroso, sentencia
poética, que constaba en uno de los sonetos de Canción
del camino:
...Voy llevando en mi adentro dos virtudes:
Confianza en el Dador desconocido
que no niega el calor para mi nido
y en mí mismo una fe sin latitudes...
Voces errantes, el poemario que fuera publicado a
instancias y con las propias manos de mi compañero de
aula en el Colegio Bernardo Valdivieso de Loja, Jorge
Ruilova, ahora, gracias al judío dueño de «Su Librería»,
iba a cumplir su destino por el mundo: regar su semilla
y sus visiones. Hoy, a más de cuatro décadas de mi bau-
tismo literario, sigo siendo el poeta errante que escucha
sus voces interiores y que ha vivido y vive su propia pre-
monición:
...Trataré de escucharme (y ya me escucho)
antes de desbandarme en caravana
y tendré que sufrir por lo que lucho :
por el cielo de antorchas que me mana...
Pero no se trata sólo de mi vocación y de mi grávida,
incoercible fidelidad al ethos poético. Quisiera resaltar
el hecho de que a inicios de la década del 60 del siglo
pasado había por lo menos un hombre, un extranjero
—Carlos Liebmann— que cumplía una encomiable e irre-
petible labor: ayudar a los literatos y a la cultura nacio-
nal difundiendo libros ecuatorianos en el exterior. Él no
adquiría libros a consignación, como muy mezquina y
cazurramente lo practican los libreros de la actualidad,
con toda la connotación de desprecio filisteo para el es-
critor, del cual se enriquecen. No. Él compraba al conta-
do los libros a cada autor. Hacía una doble beneficencia:
realizaba la difusión y acicateaba la economía y la mo-
ral del escritor.
Hoy las librerías, en realidad, son centros para pro-
bar la paciencia de los escritores: hasta para recibir sus
libros a consignación son cicateras: piden tres o cuatro
libros, peor si son de poesía, literatura. Adoran los tex-
tos escolares que, de alguna manera, sirven para impe-
dir que piensen los jóvenes, pero que se venden como
papas, y los cuales hasta los reimprimen. Odian lo nue-
vo, la creación, si no está acompañada por el éxito que
dan las ventas, las reimpresiones.
Y no hablemos de la ganancia: librerías y editoriales
se llevan el mayor porcentaje posible, ganan siempre
más que el autor, los escritores, sin necesidad de que-
marse las pestañas. Se aprovechan de ellos hasta en li-
bros para colegios donde copian cuentos de varios lite-

45
ratos, sin pagar ningún derecho de autor , y con la subli-
me «explicación» y «cuestionario» de la maestra que,
además, pone su nombre como autora del supuesto «li-
bro», sale a la venta, y es la misma maestra quien ven-
de «su» libraco, producto del robo del trabajo ajeno.
En resumen, los mercachifles de libros se enriquecen
y poco les importa el valor esencial de ellos. Con la rique-
za adquirida jamás hacen concursos literarios o contri-
buyen para alguna fundación de ayuda social ni siquie-
ra piensan en cómo mejorar la verdadera cultura del entor-
no. El libro es para ellos fuente de riqueza, de plusvalía,
de confort personal y no el motor para el desarrollo del
pueblo.
Estas gentes hacen todo lo posible para que no se
conozca al autor nacional, y cuando venden —en un año
o dos— los pocos ejemplares dejados por el espartano
creador, le hacen ir a éste varias veces y, al fin, cuando
se deciden a pagarle, le piden registro de contribuyen-
tes y le tratan al pobre literato como si fuera una indus-
tria o un centro comercial cinco estrellas.
«Escribir en España es llorar», decía Mariano José de
Larra. Escribir en el Ecuador es morir y morir a plazos,
a pedacitos. Y que no se rebaje a queja o a exageración
lo que ha constatado mi experiencia personal y la de otros:
sólo es un hecho con todo lo que implica o genera. Por
eso cuando se acercan jóvenes que desean seguir la «carre-
ra» de escritor, les quedo mirando como a astronautas y
les pregunto, con la mayor delicadeza que me es posible:
¿Saben ya, a ciencia cierta, las reglas de juego, lo que de
veras tienen que pagar por serlo?
Y ahora el pobre escritor tiene que pasar por la ofi-
cina de patentes, por la dirección de derechos de autor
para pagar la inscripción de su libro que antes no costa-
ba nada. Y luego tiene que soportar una «cátedra» de

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literatura por parte del encargado de la Cámara de Libro,
quien, para que el autor inscriba su ISBN, le «explica» al
escritor qué significa cuento, narración, poesía, literatu-
ra, ensayo, que es como decir al carpintero para qué sir-
ve el formón o el serrucho. O como las «razones» que
dan los seudo-literatos que lideran industrias editoria-
les comerciales —y a quienes uno ha enseñado los ele-
mentos de la preceptiva literaria— para no publicar un
libro, del cual ni siquiera le van a reconocer derechos de
autor. Por eso les repito a los más jóvenes que desean ser
escritores, «¿saben cuánto tienen que pagar por serlo?».
Pero el que tiene vocación pasa la cancha de obstá-
culos y se ríe de las librerías y de las oficinas de paten-
tes y escribe y publica y da recitales y da conferencias y
vende él mismo sus libros y él mismo es una institución
cultural. Esto no significa, de ningún modo, que las libre-
rías estén de más. De ninguna manera: ellas juegan su
papel, sobre todo con libros y escritores extranjeros.
Deberían comprar aunque sea un libro a escritores nacio-
nales, pero nadie les puede exigir ni siquiera decretando
una ley para que lo hagan. Menos aún cuando ahora se
están convirtiendo en verdaderos monopolios familiares
con sucursales en todo el país. El monopolio capitalista
opera en todo, y el libro es una mercancía más sujeto a
las leyes del mercado.
Desde luego que, por lo menos antes, había excepcio-
nes, como la señora Teresa de Wong, quien era propie-
taria de la Librería Universitaria, y no sólo compraba
libros a los escritores, sino que al mismo gran Sergio
Núñez le ayudó a publicar su obra Los 100 mejores poe-
mas ecuatorianos. Hay núcleos de la Casa de la Cultura
Ecuatoriana, como el de Tungurahua, que son generosos
en ediciones, a pesar de sus escasos recursos, pero que

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con voluntad hacen una importante labor editorial, a lo
mejor como ni la misma matriz lo lleva a cabo.
En otras latitudes, como España, verbigracia, los au-
tores tienen facilidades publicitarias, van y reciben el
homenaje de su público, charlan con él, conceden autó-
grafos, hablan de su trayectoria, de preocupaciones lite-
rarias, filosóficas o políticas. Allí, como en EE.UU. y Euro-
pa, las librerías son verdaderos centros nerviosos de la
cultura. En el Ecuador, en cambio... Mejor le pido a este
emigrante, que toma el avión en este momento, que me
haga el favor más grande, y no a mí, sino a los escrito-
res, al país y a él mismo: lleve, por Dios, un librito ecua-
toriano a donde él vaya, sólo uno...

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