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rotundus tempus

Arturo Salazar Cervantes


En la década de los 70 del —ya no tan recién— pasado siglo XX, circulaba por el territorio
nacional una revista denominada Mecánica Popular que, por el perfil de la carrera que
cursaba, leía con buen entusiasmo según llegara a mis manos, ya que con recursos propios
resultaba difícil obtenerla, y aunque no siempre el contenido tenía que ver con lo que
pregonaba el título, sí presentaba textos de interés general, que devoraba —en ese tiempo
era un devorador contumaz de lectura—, ávidamente.
En diferentes momentos, dos artículos llamaron fuertemente mi atención. El primero se
centraba en el vergonzoso y aberrante hecho de que en algunos países del continente
africano, a todas las niñas, al cumplir dos años de edad, se les practicaba —«sólo hay dos
cosas infinitas, el universo y la estupidez humana; y a veces dudo del universo» solía decir
Einstein— la mutilación genital femenina, dentro de un oscurantismo absoluto y que, con
toda la infinitez einsteiniana se sigue practicando, violando sus más puros principios y
elementales derechos humanos y la total posibilidad de defenderse, dejando a lingüistas y
juristas boquiabiertos ante la incapacidad de darle nombre a ésto, como categoría
gramatical y delito respectivamente.
Aunque por ahora este tema de la ablación permanecerá en la carpeta de asignaturas
pendientes —eufemismo por ignorado— porque de sólo pensarlo se pone la carne de
gallina y el sentimiento se llena de indignación.
El otro asunto eran las imágenes y textos de tipo futurista que se mostraban en algún
ejemplar: autos que volaban, viaductos elevados con dos o tres niveles y seres que,
procedentes de algún lejano punto del cosmos, tenían justamente ese aspecto: carecían de
boca y nariz —suponiendo que éstos fueran así—, y que era una probable metáfora
predictiva de cómo serían los humanos en un porvenir no lejano.
¡Justo como andamos hoy! A sólo cincuenta años de lo pronosticado.
Si fuéramos observados en este momento por criaturas de otros multiversos o galaxias,
eso sería lo que verían. Exactamente la misma imagen que el sigloveintero hombre de
aquella década se formaba con pobladores de otros mundos, aunque los terrestres de
hogaño ya muestran en las orejas los efectos de las ligas tensoras del adminículo que cubre
nariz y boca, a diferencia de los seres de antaño que carecerían del apéndice auditivo.
Por supuesto que no entraremos en detalle de las causas que originaron que los ocho mil
millones de habitantes que pueblan el planeta justo ahora, anden en „modo extraterrestre‟
—y ya que viene al caso, enfatizar que el único extraterrestre sobre la tierra es el hombre
mismo—, pues para eso ya los medios sonoros, visuales y digitales están 24/7 sacándole
jugo a la nota; no; es sólo una fugaz retrospección al siglo anterior para catapultarnos hacia
este „futuro de hoy‟ con relación a aquellas imágenes y que, emblemático pero sanguinario
uróboro, como era de esperarse ya devoró su propia cola.
¿Estaremos hablando, como en tantos otros, de un nuevo caso de futurismo?
Nostradamus, Verne, Asimov, Wells, los Mayas y Orwell un poco más acá ¿en realidad
tuvieron visiones futuristas? O… peligroso pero auténtico pensamiento, ¿tuvieron contacto
con culturas del macrocosmos para el que, más allá de la ciencia, nuestro Sistema Solar

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resulta ridículamente insignificante? O debemos encajar el trillado cliché de que el futuro
ya nos alcanzó. O, cruel y desalentadora noticia, ¿estamos en idéntico punto de partida de
donde «despegó» el mítico Continente Perdido?
Como quiera que sea, hoy todo es del conocimiento universal ipso facto de cualquier
suceso gracias a los modernos medios de comunicación. Lo cierto es que dos cosas
convergieron o tal vez hayan estado convergiendo de manera cíclica durante millones de
años y el ser humano no le había dado la dimensión correcta: la comunicación y la
digitalización, ambas, igual que la filosofía y el pensamiento, caras de una misma moneda.
Si bien como se sabe, todo lo que tiene vida sobre el planeta, posee múltiples recursos
para comunicarse, ya sea entre sí o hacia otros focos —el perro ladra, la oveja bala, el
elefante barrita, el grillo vivaquea, la abeja poliniza las flores—, la del ser humano es la
forma más sofisticada de hacerlo, aunque sus buenos millones de años le ha costado llegar a
lo de hoy. También para nadie es desconocido que en sus etapas pre-homínidas, el hombre
siempre buscó la manera de conocer su hacienda —don Quijote dixit— basándose en un
primigenio mecanismo: sus dedos. Y a partir de ahí jamás nada lo ha podido detener,
divergiendo el instrumento inicial que dio lugar a diferentes sistemas de numeración, hasta
llegar al elemento fundamental de la comunicación de hoy, que seguirá en vigor hasta que
logre establecer la comunicación telepática y alcance el nivel de Raza Cósmica que predice
Vasconcelos y que, en todo caso, no sería privativa para el mexicano, sino, utilizando la
lingüística moderna, un fenómeno global.
Y entonces sí, el „extraterrestre ideal‟ en la tierra estará completamente terminado: un
ente de famélica figura —¿o fractálica tal vez?—, carente de boca, ojos y nariz, porque los
oídos y orejas serán innecesarios, ya que la comunicación será ausente de todo signo y/o
símbolo de aquellos que tantos millones de años de evolución invirtió.
Si regresamos a la época de la revista en cuestión, de entre los múltiples adeptos que
tenía, los escépticos soltaban la carcajada, mientras que los visionarios recibían las notas
con agrado.
Un poco de tiempo más atrás, dando la nota jocoseria, algún guionista escribió para una
película en la que el protagonista inventaba el «temirófono», (El campeón ciclista, 1956)
aparato que, conectando un teléfono —de los de dial por supuesto—, y un televisor, logró
establecer contacto audiovisual con una amiga suya. Chiste o no, el zoom, el skype y otras
aplicaciones para videollamadas y conferencias vía internet, tienen su antecesor en el
temirófono, inventado por obra y gracia del hombre, en México hace sesenta y cinco años.
¿Cómo fue? Pues aquel aparato que ideó Graham Bell y que transportaba imágenes del
sonido —la señal analógica—, emigró a la señal digital —unos y ceros—, que es el
elemento fundamental de la comunicación actual, sin entrar en polémica de si fue éste o el
italiano Meucci el creador de ese nuevo apéndice del ser humano, y que, ojo, esta misma
señal no tarde en transmutarse a biomagnética, viajando a lomos o de la mano de las ondas
electromagnéticas generadas por las neuronas en el cerebro.
Tristemente sin embargo, mientras el hombre, este portento de la creación, “descubre”
los códigos para la comunicación mental, seguiremos dependiendo del uso racional que les
demos a los gigas o megas y hasta teras de bytes que se compran cada cierto tiempo, para
establecer contacto con quién necesitemos hacerlo.

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Y si el tiempo se curva y se pega con el espacio según San Einstein, San Hawking y
todos esos amantes de esas teorías, entonces tiene su propia y unívoca bóveda celestial, es
decir, es redondo.

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