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El Carnicero
Alina Reyes (pseudónimo inspirado en el título de una novela de Cortázar) nació en 1956, en Soulac, en el
sudoeste de Francia, y actualmente vive entre París y los Pirineos. Se especializó en la obra de Marcel Schwob.
Trabajó como periodista, pero enseguida la lanzó a la fama la novela El carnicero. La editorial Tusquets le publicó la
novela Satisfaction en su colección erótica La Sonrisa Vertical.
La hoja se hundió suavemente en el músculo y lo recorrió de
arriba abajo con soltura. El ademán estaba controlado a la
perfección. La rodaja cayó doblándose mansamente sobre el tajo.
La carne oscura relucía, avivada por el contacto del cuchillo.
El carnicero colocó la palma de la mano izquierda sobre el enorme
entrecot, y con la derecha siguió cortando la pieza. Sentí bajo mi
propia mano la masa fría y elástica. Vi penetrar el cuchillo en la
carne muerta y consistente y abrir en ella una herida
resplandeciente. El acero se deslizó a lo largo de la negruzca mole,
la hoja y la pared brillaron.
El carnicero tomó una a una las rodajas y las arrojó sobre el
tajo. Cayeron con un ruido sordo, como el de un beso, contra la
madera.
Con la punta del cuchillo, el carnicero comenzó a limpiar los
trozos, recortando la grasa y estampando sus residuos amarillen-
tos contra la pared alicatada. Cogió una hoja de papel de estraza
arrancándola del fajo que colgaba de un gancho de hierro, colocó
una rodaja en el centro y lanzó otra sobre el tajo. De nuevo el
beso, esta vez más sonoro.
Después se volvió hacia mí con el pesado paquete en la
palma de la mano y lo arrojó sobre el plato de la balanza.
El olor soso de la carne cruda se me subió a la cabeza. Vista
de cerca, iluminada de lleno por el resplandor de la mañana de ve-
rano que penetraba por el largo escaparate, la carne era de un
color vivísimo, repugnantemente hermosa. ¿Quién dijo que la
carne es triste? La carne no es triste, es siniestra. Permanece a la
izquierda de nuestra alma, nos asalta en las horas más perdidas,
nos arrastra por anchos mares, nos hace naufragar y nos salva; la
carne es nuestro guía, nuestra luz negra y densa, el pozo de atrac-
ción en el que nuestra vida se desliza en espiral, succionada hasta
el vértigo.
La carne de buey que tenía delante de mí era la misma que la
del rumiante en el prado pero sin sangre, sin ese río que lleva y
conduce tan rápidamente la vida y del que no quedaban más que
algunas gotas como perlas sobre el papel blanco.
Y el carnicero que me hablaba de sexo durante todo el día
estaba hecho de la misma carne pero caliente, a veces blanda, a
veces dura; el carnicero tenía piezas de primera y de segunda
calidad, todas exigentes, ávidas por quemar su vida, por transfor-
marse en carne. Y así era también mi cuerpo, cuando las palabras
del carnicero encendían el fuego entre mis piernas.
Sonrió, fijó los ojos en los míos. Aquella mirada era la señal. Se
hundía más allá de mis pupilas, recorría todo mi cuerpo, se cla-
vaba en mi vientre. El carnicero iba a hablar.
-¿Cómo está mi pequeña esta mañana?
La baba de la araña tejiendo su tela.
-¿Ha dormido bien mi pequeña? ¿No ha sido la noche
demasiado larga? ¿No te ha faltado nada?
Ya está. Volvía a empezar. Era repugnante y, no obstante,
dulce.
-¿Había quizá alguien contigo para ocuparse de tu conejito?
Te gusta, ¿verdad? Lo leo en tus ojos, yo estaba solo y no podía
dormir, he pensado mucho en ti, ¿sabes?...
El carnicero desnudo sacudiendo su sexo con la mano. Me
sentía pringosa.
-Hubiera preferido, naturalmente, que estuvieras allí, pero
pronto vendrás, gatita mía... ¿Sabes? , tengo las manos hábiles...
y la lengua larga, ya lo verás. Te lameré el conejito como nunca
nadie te lo ha lamido. Lo sientes ya, ¿a que sí? ¿Sientes el olor del
amor? ¿Te gusta el olor de los hombres cuando te dispones a
beberlos?
Más que hablar, resoplaba. Sus palabras se estrellaban
contra mi cuello, chorreaban por mi espalda, por mis pechos, mi
vientre, mis muslos. Me tenía prisionera de sus pequeños ojos
azules y de su sonrisa suave.