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2.
“El mundo”, de Augusto Monterroso (microcuento)
Dios todavía no ha creado el mundo; solo está imaginándolo, como entre sueños.
Por eso el mundo es perfecto, pero confuso.
3.
ELISA: No, Valerio; no puedo arrepentirme de todo cuanto hago por vos. Me
siento movida a ello por un poder demasiado dulce, y no tengo siquiera fuerza
para desear que las cosas no sucedieran así. Mas, a deciros verdad, el buen fin
me causa inquietud, y temo grandemente amaros algo más de lo que debiera.
VALERIO: ¡Eh! ¿Qué podéis temer, Elisa, de las bondades que habéis tenido
conmigo?
ELISA: ¡Ah! Cien cosas a la vez; el arrebato de un padre, los reproches de una
familia, las censuras del mundo; pero más que nada, Valerio, la mudanza de
vuestro corazón y esa frialdad criminal con la que los de vuestro sexo pagan las
más de las veces los testimonios demasiado ardientes de un amor inocente
5.
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la
punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar
para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo,
sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies
descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando
firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.
REALISTA
6. La caída de la casa Usher (fragmento)
"En el más verde de nuestros valles, habitado por los ángeles buenos,
antaño un bello y majestuoso palacio -un radiante palacio-alzaba su frente.
En los dominios del rey Pensamiento, allí se elevaba. Jamás un serafín
desplegó el ala sobre un edificio la mitad de bello. Banderas amarillas,
gloriosas doradas sobre su remate flotaban y ondeaban (esto, todo esto,
sucedía hace mucho, muchísimo tiempo); y a cada suave brisa que
retozaba en aquellos gratos días, a lo largo de los muros pálidos y
empenachados se elevaba un aroma alado. Los que vagaban por ese
alegre valle, a través de dos ventanas iluminadas, veían espíritus
moviéndose musicalmente a los sones de un laúd bien templado, en torno a
un trono donde, sentado (porfirogénito) con un fausto digno de su gloria,
aparecía el señor del reino. Y refulgente de perlas y rubíes era la puerta del
bello palacio por la que salía a oleadas, a oleadas, a oleadas y centelleaba
sin cesar, una turba de Ecos cuya grata misión era sólo cantar, con voces
de magnífica belleza, el talento y el saber de su rey.”
7. Charles Dickens
Oliver Twist (fragmento)
“Don Paco (Juanita la Larga) Don Paco, entre tanto, si bien daba ya menos
pretexto a la murmuración, se sentía más enamorado que nunca de
Juanita. Pensaba en sus dulces desdenes, recapacitaba sobre ellos, hacía
doloroso examen de conciencia y miraba y cataba la herida de su corazón,
como un enfermo contempla con amargo deleite la llaga o el cáncer que le
lastima en el que prevé la causa de su muerte.
Toda la vida había Sido don Paco el hombre más positivo y menos
romántico que pueda imaginarse. Aquel imprevisto sentimentalismo que se
le había metido en las entrañas y se las abrasaba, le parecía tan ridículo
que, a par que le afectaba dolorosamente, le hacía reír cuando estaba a
solas, con risa descompuesta y que solía terminar en algo a modo de
ataque de nervios.”
ONIRICOS
9. Todavía es abriL
Este sueño empezó en el momento en que nos ataron las manos con una cinta azul. No ocurrió
violentamente, como algunos podrían pensar. Por el contrario, antes fuimos seducidos por una
música que olía a lluvia. Ésta es nuestra canción, dijo él, pero yo no escuché nada, sólo respiré
silencio. La noche había caído rotunda horas antes. Eran los últimos días de abril. Las luces de los
pocos autos que circulaban, se colaban a través de la persiana. Adentro, el aire sabía a miel. Su
gata, blanca como un copo de nieve, de ojos azules, nos miraba feliz desde un rincón. Yo quería
ser atada, estaba lista. Vi que la cinta era nueva. Resplandecía en tonalidades azules de mar, de
viento. Nunca había visto una igual. Antes estuve atada con una cinta roja y lloré demasiado. Nadie
ha visto nunca quién ata las manos de los amantes. Mientras más me apretaba, más disfrutaba del
vértigo, de la incertidumbre de perderme y encontrarme en sus ojos. Sólo mi respiración
sobresaltada rompía el silencio en aquella habitación de techos altos, decorados con cenefas. Él
vive en el tercer piso de un antiguo edificio. Mi madre solía llevarme a esa casa, a ese piso, cuando
era pequeña. Allí había un teatro.
Él me mira a través de sus lentes, con esos ojos pequeños que esconden y dicen tanto. Quiero
descubrirlo poco a poco. Ya nos conocimos, le digo. Ya antes me perdiste, no lo vuelvas a hacer.
Él me besa con la suavidad de un ave, y yo lo abrazo con la fuerza de una ola que desea romperse
sobre él y mojarlo entero. Sumergirlo. Mojo sus pies y sus manos, sus pensamientos y sus miedos.
Me rompo, me abro como una flor sobre su cuerpo. Coronamos el pico de una montaña, y bajamos
de ella para comentar el viaje. Revuelvo su pelo, él hunde su cara en mi pecho. Me huele la piel y
los huesos. En la sala hay un espejo. Estoy desnuda delante del espejo. Él está sentado a medio
metro en un sillón, con cara de crítico de cine. Déjame verte, dice. Yo me miro al espejo, él me mira
a mí. Me sujeta de una mano, como si yo fuese una cometa que él está haciendo volar por primera
vez. Observa cada curva, cada redondez, cada herida, cada huella dejada por otros, por otros que
ya no están. Ahora sólo está él. Sos hermosa, dice. Me sonrojo. Me siento a su lado y hablamos
sobre los tiempos y las cosas que hemos vivido y viviremos. En la habitación, la cama está al lado
de la ventana. Afuera, la realidad. Adentro, los sueños. Él se acuesta a mi lado, me rodea con sus
brazos como una raíz. Le cuento la historia de los antiguos kahunas. Él se levanta y trae su
guitarra. Toca una canción, mientras yo me quedo dormida. No quiero despertar; todavía es abril.
10. YO LA PERDIDA
Escribo cuando la sequedad me visita. Cuando mis arterias colapsan luego de un rito dominical,
especie de desvarío y dolor uterino. A las mujeres las palabras y el amor nos salen del útero, el
único órgano escondido, que no nos obligan a exhibir.
Y escribo para nadie, como un ave salvada de un nido destruido. Mi sueño de anoche empezó así.
Había olvidado dónde quedaba el nido, el sitio donde hallaba la paz. Resulta que esa palabra ya no
tiene sentido, que se convirtió en un anagrama de mi nombre. No hay más guarida ni cueva, ni
persona, ni animal ni dios. Es una calle desierta, donde aparezco de repente, sola… un laberinto
de soledad. Me visto mil veces, pero sigo desnuda. Me desvisten mil veces, trato de taparme, pero
no hay caso: estoy desnuda en el vacío. Y escribir es una compulsión que, extrañamente, me
arroja a sus pies, a los pies del vacío. ¿El vacío tiene pies, o solo aliento?
En mi visión el vacío tiene pies, manos, testículos, lengua, cuernos, dedos que saben penetrar, y
saben dónde duele.
La calle, la calle de mi niñez, lodosa en el invierno, soleada los demás días, llena de niños gritando,
no sé dónde queda. Olvidé la dirección de mi estómago. Estoy perdida entre mil arterias
desdobladas. Siempre odié los mapas que no llevan a ninguna parte. Mi corazón no tiene mapa, es
un músculo polvoso al que nadie quiere ir. Soy una perdida por convicción.
Anoche, en el sueño, hablaba con Dios, y él me decía qué camino era mejor. Mi niña, ¿qué
hiciste?, me preguntaba. Yo pedía perdón porque me fui de su casa sin cerrar la puerta. Sin decir
adiós. Quiero estar fuera. Regresar partida en dos, hecha un trapo para que me acaricie y no me
castigue. Mi sueño no llega a tanto, pero algo me dice que todavía habrá cielo. Un nido que me
esperará hasta que encuentre el camino de vuelta.
11. UN SUEÑO III
En mi sueño, él hablaba con mucha elocuencia sobre un tema que no logro recordar. Incluso,
movía las manos. Yo lo observaba con atención. Miraba su cara alargada, su incipiente barba, sus
ojos azules, sus brazos poblados de un vello dorado. Una delgadísima vena surcaba su frente
amplia. Otras, como raíces se distinguían en sus antebrazos. Él seguía hablando como exponiendo
un tema trascendental delante de un gran público. Yo estaba de pie, a un par de metros. Tenía las
manos apoyadas en el respaldar de un mueble grande. Lo observé largo rato, sintiendo cómo
dentro de mí empezaba a hervir algo. Una especie de fuego sagrado, una intuición, una mágica
certeza. De pronto, la serpiente de luz se movía en mi estómago y el corazón era un saltamontes
veloz. Reconocí la sensación del estallido, el anticipo del caos. Había llegado la hora del pálpito y
del destino. La Vida con mayúsculas, no la vida cotidiana. El amor. No podía esperar más. Debía
decírselo. Él estaba sentado en un sofá single de gordos brazos. Yo me arrodillé delante de él,
agarré sus manos entre las mías, lo miré a los ojos y le dije: Te amo. Acabo de recordar un sueño
que me permitió saberlo. Soñé que te amaba tanto que me dolía. Él se quedó en silencio. Me miró
azorado y vi cómo sus ojos se ponían rojos, y lágrimas surgían como desde una cueva antigua. Yo
sabía que había desatado la tempestad, que había revuelto las aguas y los cielos. Él empezó a
llorar. Yo me puse entre sus piernas y lo abracé. Nos abrazamos como pulpos sedientos el uno del
otro, pero no era suficiente. Nuestros cuerpos aún estaban demasiado lejanos. Yo necesitaba estar
dentro de él. Necesitaba que él me cubriese por completo, como el sol cubre la tierra, como el mar
sepulta los arrecifes. Me senté en sus largas piernas y rodeé su cuello. Me acurruqué en su nuca,
olí profundamente su piel. Él rodeaba mi cintura, hundía su rostro entre mi pelo. Pero esto aún no
era suficiente. Le pedí que se levantara y que se sentara sobre mí. Al principio no quiso. Él era
demasiado grande. Pero yo me senté en el mueble y lo atraje hacia mis piernas. Él se dejó caer.
Entonces, sentí todo su peso. Me ahogaba, me dolía. Eso era lo que quería: sentir como él me
sepultaba, cómo su cuerpo tapaba el mundo entero, cómo me escondía de la realidad. Él era mi
eclipse, y yo era su marea. Quería permanecer así por siempre. No ver nunca más nada, salvo su
cuerpo sobre mí. Sus ojos clavados en los míos, su brazo por detrás de mis hombros, sus nalgas
aplastando mi pubis. Soñé que te amaba tanto que me dolía, le repetí sollozando. Entonces, supe
que esto era un sueño dentro de otro sueño. Apenas me di cuenta, desperté. Eran casi las cinco de
la mañana. Sonó el teléfono. Me levanté. Dije aló. Del otro lado, una voz automática le recordaba al
anterior dueño de la línea telefónica que debía pagar una cuenta en una tienda de ropa. Colgué.
Me acosté desconcertada. Tenía un río de lágrimas atorado en mi garganta. Lo solté. No paré de
llorar hasta que volví a despertar
“Ese día de abril era agradable y despejado, y el pobre Dencombe, feliz con la presunción de haber
recuperado la energía, se encontraba de pie en el jardín del hotel, comparando, con una
deliberación en la que sin embargo aún flotaba cierta languidez, los atractivos de las caminatas
más cómodas. Le gustaba la sensación del sur en tanto pudiera experimentarla en el norte, le
gustaban los acantilados de arena y los pinos arracimados, le gustaba incluso el mar incoloro.
“Bournemouth, centro de salud” le había sonado como simple propaganda, pero se sentía ahora
agradecido con las comodidades ordinarias. El amigable cartero rural, al pasar por el jardín, le
acababa de entregar un paquete pequeño que decidió llevar consigo, abandonando el hotel hacia
la derecha y avanzando con paso lento hacia una banca que conocía, un nicho seguro en el
acantilado. El nicho miraba hacia el sur, hacia las teñidas paredes de la isla, y por detrás quedaba
protegido por el declive ondulado de la pendiente. Estaba ya bastante agotado cuando llegó y por
un momento se sintió decepcionado; se sentía mejor, por supuesto, pero, después de todo, ¿mejor
que qué? Nunca volvería a ser, como en uno o dos grandes momentos del pasado, mejor de lo que
era…”
14. Fragmento del cuento “La ventana abierta” de Saki:
“–Mi tía bajará en un momento, Sr. Nuttel –anunció una imperturbable jovencita de quince años–;
mientras tanto usted deberá tratar de conformarse conmigo.
Framton Nuttel se esforzó por decir la cosa correcta que halagara de manera apropiada a la
sobrina presente sin que por eso desairara indebidamente a la tía por llegar. Ahora más que nunca
dudaba en secreto si todas estas visitas formales a una serie de completos desconocidos iban a
contribuir en algo con la cura nerviosa que se suponía estar sobrellevando.
–Ya sé cómo va a ser –había afirmado su hermana cuando él se preparaba para salir hacia su
retiro rural–. Te recluirás allá y no hablarás con ningún alma viviente, y tus nervios estarán peor
que nunca por el desánimo. Debería darte cartas de presentación para toda la gente que conozco
allá. Algunos, hasta donde puedo recordar, eran bastante agradables.
–A casi nadie –contestó Framton–. Mi hermana estuvo aquí, en la casa parroquial, sabe, hace unos
cuatro años, y me entregó cartas de presentación para alguna de la gente de acá. Pronunció la
última frase con un evidente tono de lamento.
–La gran tragedia le sucedió hace apenas tres años –dijo la muchacha–. Debió haber sido después
de la época de su hermana.
–¿La tragedia? –preguntó Framton; de alguna forma, en este apacible rincón rural las tragedias
parecían fuera de lugar.
–Tal vez usted se preguntará por qué mantenemos esa ventana completamente abierta en una
tarde de octubre –dijo la sobrina, señalando una puertaventana grande que daba hacia un jardín.
–Hace bastante calor para esta época del año –afirmó Framton– pero, ¿tiene algo que ver esa
ventana con la tragedia?”
“Pronto me sobrepuse a esta sensación de terror, y como pudiese entablar conversación con esta
muchacha tan reservada, llegué a la conclusión de que lo raro y lo fantasmagórico de su figura sólo
residía en su aspecto, que no dejaba traslucir lo más mínimo de su interior. De lo poco que habló la
joven se dejaba traslucir una dulce feminidad, un gran sentido común y un carácter amable. No
había huella de tensión alguna, así como la sonrisa dolorosa y la mirada empañada de lágrimas no
eran síntoma de ninguna enfermedad física que pudiera influir en el carácter de esta delicada
criatura.
Me resultó muy chocante que toda la familia, incluso la vieja francesa, parecían inquietarse en
cuanto la joven hablaba con alguien, y trataban de interrumpir la conversación, y, a veces, de
manera muy forzada. Lo más raro era que, en cuanto daban las ocho de la noche, la joven primero
era advertida por la francesa y luego por su madre, por su hermana y por su padre, para que se
retirase a su habitación, igual que se envía a un niño a la cama, para que no se canse, deseándole
que duerma bien. La francesa la acompañaba, de modo que ambas nunca estaban a la cena
que se servía a las nueve en punto.
“En marzo, el día 25, sucedió en San Petersburgo un hecho de lo más insólito. El barbero Iván
Yákovlevich, domiciliado en la Avenida Voznesenski (su apellido no ha llegado hasta nosotros y ni
siquiera figura en el rótulo de la barbería, donde sólo aparece un caballero con la cara enjabonada
y el aviso de «También se hacen sangrías»), el barbero Iván Yákovlevich se despertó bastante
temprano y notó que olía a pan caliente. Al incorporarse un poco en el lecho vio que su esposa,
señora muy respetable y gran amante del café, estaba sacando del horno unos panecillos recién
cocidos. -Hoy no tomaré café, Praskovia Osipovna -anunció Iván Yákovlevich-. Lo que sí me
apetece es un panecillo caliente con cebolla.
(La verdad es que a Iván Yákovlevich le apetecían ambas cosas, pero sabía que era totalmente
imposible pedir las dos a la vez, pues a Praskovia Osipovna no le gustaban nada tales caprichos.)
«Que coma pan, el muy estúpido. Mejor para mí: así sobrará una taza de café», pensó la esposa.
Y arrojó un panecillo sobre la mesa. Por aquello del decoro, Iván Yákovlevich endosó su frac
encima del camisón de dormir, se sentó a la mesa, provisto de sal y dos cebollas, empuñó un
cuchillo y se puso a cortar el panecillo con aire solemne. Cuando lo hubo cortado en dos se fijó en
una de las mitades y muy sorprendido, descubrió un cuerpo blanquecino entre la miga. Iván
Yákovlevich lo tanteó con cuidado, valiéndose del cuchillo, y lo palpó. ‘¡Está duro! -se dijo para sus
adentros-. ¿Qué podrá ser?’”
“Érase una vez, un carpintero llamado Gepetto, decidió construir un muñeco de madera, al que
llamó Pinocho. Con él, consiguió no sentirse tan solo como se había sentido hasta aquel momento.
- ¡Qué bien me ha quedado!- exclamó una vez acabado de construir y de pintar-. ¡Cómo me
gustaría que tuviese vida y fuese un niño de verdad!
Como había sido muy buen hombre a lo largo de la vida, y sus sentimientos eran sinceros. Un
hada decidió concederle el deseo y durante la noche dio vida a Pinocho.
Al día siguiente, cuando Gepetto se dirigió a su taller, se llevó un buen susto al oír que alguien le
saludaba:
- ¿Eres tú? ¡Parece que estoy soñando, por fin tengo un hijo!”
18. Fragmento del cuento “Pacto con el diablo” de Juan José Arreola:
“Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro
traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido. –Perdone usted –le
dije–, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla? –Sí. Daniel Brown, a
quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo. –Gracias. Ahora quiero saber las condiciones
del pacto: ¿podría explicármelas? –Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la
riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
–¿Siete nomás? –El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco
de sangre. Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero
quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que
Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro…”
“Una oscuridad profunda invadió el lugar, Aladino tuvo miedo. ¿Se quedaría atrapado allí para
siempre? Sin pensarlo, recogió el anillo y se lo puso en el dedo. Mientras pensaba en la forma de
escaparse, distraídamente le daba vueltas y vueltas.
De repente, la cueva se llenó de una intensa luz rosada y un genio sonriente apareció.
-Soy el genio del anillo. ¿Que deseas mi señor? Aladino aturdido ante la aparición, solo acertó a
balbucear:
Instantáneamente Aladino se encontró en su casa con la vieja lámpara de aceite entre las manos.
Emocionado el joven narro a su madre lo sucedido y le entregó la lámpara.
-Bueno no es una moneda de plata, pero voy a limpiarla y podremos usarla.
La está frotando, cuando de improviso otro genio aún más grande que el primero apareció.
-Soy el genio de la lámpara. ¿Que deseas? La madre de Aladino contemplando aquella extraña
aparición sin atreverse a pronunciar una sola palabra.