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La inspiración
Tanto para Israel y para la Iglesia, es palabra de Dios no solamente la realidad de la
revelación en hecho y palabras, sino también su mensaje puesto por escrito: la Biblia.
Ahora trataremos el tema del carisma de la inspiración bíblica que ya se veía desde DV 9:
«Ya que la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la
inspiración del Espíritu Santo […]». El carisma de la inspiración bíblica ha encontrado su
plena y explicita formulación solamente en los escritos más recientes del NT, como
veremos más adelante.
Israel sabía que poseía la realidad de la palabra de Dios, hecha libro, pero aún no se decía
claramente en qué acción divina se había realizado la encarnación en un libro de la palabra
de Dios. Para responder a esta cuestión el NT recupera la categoría veterotestamentaria de
la acción del Espíritu Santo (2 Pe 1,21) e introduce la categoría más técnica de la Escritura
inspirada por Dios (2 Tim 3,17), viniendo del mundo helenístico, pero sin aceptar el
sentido helenístico de la inspiración mantica.
El tiempo de la iglesia apostólica, que es el “tiempo del Espíritu Santo” y de su explosión,
favorece la reflexión acerca de la inspiración bíblica. Los cristianos, viviendo en el
contexto del Espíritu del Señor resucitado, pueden decir: «Y nosotros no hemos recibido el
espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer los dones que Dios
gratuitamente nos ha concedido». El pasado bíblico muestra ahora claramente el futuro que
indicaba, es decir, Cristo, y esto sucede “en virtud de la acción del Espíritu del Señor”
resucitado. En realidad, se llega a afirmar que en los profetas del AT estaba ya presente y
actuaba el mismo “Espíritu de Cristo” (1 Tt 1,10-12) que ahora actúa en los creyentes. A la
luz del Señor resucitado, vivo en medio de los cristianos como “Espíritu”, la Biblia revela
ahora no solo el valor de itinerario único que conduce a Cristo, sino también su origen: el
Espíritu de Dios, que es el mismo Espíritu del Señor resucitado.
- El poderoso y libre Espíritu de Dios
La categoría “inspiración” recuerda y remite a la originaria del “Espíritu de Dios”, título
privilegiado que el AT da al poder de Dios en acción, para subrayar su fuerza creadora y
promocional, su misterio, su imprevisibilidad y su perenne novedad.
Asible y escurridizo al mismo tiempo, invisible y sin embargo poderoso, cargado de
energía como el viento en la tormenta, vital como el aire que respiras, ahora subyugante
ahora suave, escurridizo mientras te atrapa: así es como los hombres de la Biblia
imaginaron el "Espíritu de Dios" y su misteriosa acción.
L. Alonso Schökel lo describe en estos términos:
«El espíritu es un "viento divino" (Gn 1,2), es una fuerza elemental: el espíritu
se cernió sobre el abismo al principio de la creación, el espíritu invistió
tumultuosamente al héroe Sansón y lo impulsó a la gesta salvadora de su
pueblo (Jc 13,25), el espíritu convergió desde los cuatro puntos cardinales y
vivificó los áridos huesos que contempló el profeta Ezequiel (Ez 37,9); el
espíritu fue también un soplo divino que vivificó a Adán y una brisa suave que
mitigó la angustia de Elías (1 Re 19,12), y un viento cuádruplemente dócil que
se posó sobre el vástago de Jesé (Is 11,1); el espíritu es un viento tempestuoso
y lenguas de fuego en el día de Pentecostés (Hch 2); y es un impulsor de dones
y carismas policromáticos en la iglesia de todos los tiempos (1 Cor 12,4-11).
Así es como debemos imaginar al Espíritu: fuerte y libre, activo y múltiple,
presente e invisible. Y en este contexto dinámico y abierto debemos imaginar
la inspiración de los libros sagrados».
Ahora bien, una mirada más atenta a los ámbitos bíblicos de la presencia del Espíritu de
Dios revela una constante en su obra ininterrumpida y multiforme: Dios, a través de su
Espíritu, inviste al ser humano y lo empuja más allá de sí mismo, lo promueve, lo consagra,
lo convierte en sacramento, es decir, signo e instrumento, de lo divino.
El «Espíritu de Dios» (Gn 1,2) presionó sobre las aguas del caos primordial, y toda la
creación comenzó a tomar gradualmente un rostro ordenado. Dios «sopló con su Espíritu»
(Ex 15,10), y fue inmediatamente para cambiar a Israel de la esclavitud a la libertad. Dios
«envía su Espíritu» (Sl 104,30), y renueva la faz de la tierra. Dios «hace entrar su Espíritu»
en un montón de huesos secos, y el pueblo de Israel recobra la esperanza, revive, regresa a
descansar en su tierra. El hombre tiene necesidad de ser regenerado, y es el Espíritu de Dios
le da otro origen, lo refunda, lo hace capaz de ser, de actuar y de hablar en términos de
novedad absoluta (Jn 3,5-8; Gal 4,4-7; 5,16-23). El Espíritu sopla en Pentecostés (Hch 2), y
la novedad revolucionaria entra en acción: se rompe la división de Babel, la Palabra
resuena con absoluta franqueza y gana la fe de muchos, la iglesia se construye en comunión
de fe y da más, el mundo se abre a la salvación.
En verdad, después de la creación y, sobre todo, después del pecado, la humanidad, la
existencia y la historia aparecen como arcilla en las manos del alfarero, como materia
muerta que espera ser promovida a una vida mayor, a recibir un sentido, a superarse, a
trascenderse para hacerse transparente a lo divino, es más, para permitir que lo divino se
manifieste, se revele, se comunique.
Existe, pues, un misterio de la inspiración, es decir, de la presencia y la acción del Espíritu
de Dios, que impregna todo el mundo de la historia y de la revelación bíblico-cristiana, y
constituye el contexto inseparable de la inspiración bíblica propiamente dicha. Nuestra idea
de la inspiración debe ser amplia, para poder dar cabida a todos los casos y formas
concretas de obras inspiradas, ya que no tenemos las fronteras adecuadas al Espíritu.
- El Espíritu de Dios en la revelación en hechos y palabras
En el contexto general de la multiforme acción del Espírito de Dios, adquiere particular
relievo para la inspiración bíblica la presencia activa y eficaz del Espíritu en los
protagonistas carismáticos de la historia de la salvación y en sus auténticos intérpretes que
fueron los profetas. El P. Benoit ha sacado a luz este antecedente sobre la acción del
Espíritu de Dios, que tiene como finalidad primaria aquella hace que ciertos hombres
actúen y hablen en nombre de Dios, y que prepara y da cuenta de la acción del Espíritu -en
singular- sobre aquellos que entregarán la revelación en “hechos y palabras” en los libros
sagrados.
Con diversas imágenes concretas y dinámicas se habla de: el Espíritu “está en” o “sobre él”,
“se posa sobre” él, “desciende sobre” él, “entra en” él, “lo cubre”, etc., que preparan el
término técnico de inspiración, el AT y el NT expresan la idea del poderoso Espíritu de
Dios, que señala al carismático para actuar y hablar por Dios.
- En el Antiguo Testamento
Muchas veces el Espírito se apodera de un hombre para hacerle realizar acciones que
estructuran la historia del pueblo elegido. Es el Espíritu que da a Moisés y a los ancianos la
tarea de “soportar el peso del pueblo” en el camino del éxodo (Nm 11,17-25; Is 63,11-13),
que habita en Josué mientras conquista la tierra prometida (Nm 27,18), que anima a Gedeón
(Jc 6,34), a Jefte (Jc 11,29), a un Sansón (Jc 14,6-19; 15,14) en sus valientes esfuerzos por
liberar al oprimido Israel. Es el Espíritu que después de haber estimulado a Saúl (1 Sam
10,6-10; 11,6) y después lo deja (1 Sam 16,14), “desciende sobre” David en ocasión de su
unción real (1 Sam 16,13), en la espera de descender plenamente sobre el vástago de la
estirpe de Jesé, el rey mesías, que gobernará al pueblo de Dios en la justicia y en la paz (Is
11,1ss; 42,1ss; 61,1ss). ¿No es pues lícito hablar en todos estos casos de una especie de
inspiración pastoral, que dirige los “pastores” del pueblo elegido, y por medio de ellos la
historia santa en la cual se prepara la salvación mesiánica?
Pero el Espíritu también hace hablar, además de que actúa. Es necesario de hecho que el
pueblo entienda explicándole las obras de Dios, revelándole las intenciones y apelaciones
de su corazón divino, prescribiéndole sus mandamientos. Los profetas son los mensajeros
que transmiten esta palabra a los oídos del pueblo, por ese motivo ellos son animados por el
Espíritu. Es el Espíritu que descansa sobre Ezequiel y lo hace hablar (Ez 11,5), que pone la
palabra de Dios sobre la boca de Isaías y de sus sucesores (Is 59,21), que llena de fuerzas a
Miqueas, de justicia y de coraje (Mi 3,8), que hace decir al profeta: “Ahora el Señor Dios
me ha enviado junto con su Espíritu” (Is 48,16). Oseas es un “hombre del Espíritu” (Os
9,7). El ministerio profético es obra del Espíritu (Ne 9,39; Zc 7,12). En estos elegidos se
prepara la era mesiánica en el cual el Espíritu se propagará sobre de todos (Jl 3,1ss);
efusión que San Pedro ve realizada en el día de Pentecostés (Hch 2,16ss). ¿Este don de la
Palabra, que acompaña e comenta aquella acción, no se puede entender quizás como otro
aspecto de la inspiración, que se podría llamar “oral” o que acompaña y completa la
inspiración pastoral?
- En el Nuevo Testamento
Una y otra inspiración, es decir “pastoral” y “profética”, continuaremos y encontraremos su
cumplimiento en el tiempo de la plenitud de la revelación en Cristo. Jesús ordena a sus
apóstoles, no a escribir libros, sino a predicar el evangelio y fundar la Iglesia. Y es todavía
el Espíritu que dirige aquellos nuevos pastores y profetas que son los apóstoles. Es el
Espíritu que guía la acción misionera de Felipe (Hch 8,29-39), de Pedro (Hch 10,19ss), de
Pablo (Hch 21,28). Es el Espíritu que, según la promesa de Jesús (Mt 10,19ss), sugiere a los
apóstoles las palabras de conquista y de defensa de la fe (Hch 2,4; 4,8; 13,9). Es el Espíritu
que por medio de los “carismas” concede a los cristianos los diversos dones de acción y de
palabra, que construirán la comunidad (1 Cor 12,4-11). En la nueva como en la antigua
economía, pero en la nueva de modo pleno, el Espíritu inspira las acciones y las palabras
vivas que iluminan y guían al pueblo de Dios en su marcha hacia la salvación.
Las dos pistas, sobre las cuales habíamos perseguido el Espíritu de Dios en la historia de la
salvación proclamada e interpretada por los profetas sean en el AT como en el NT,
conducen a una conclusión precisa. La revelación bíblica “en hechos y palabras
íntimamente unidas” tiene una matriz neumática, goza ella misma de una “inspiración” que,
aunque no es todavía la inspiración propiamente dicha (la bíblica), se acerca a ella
analógicamente, es más, la anuncia y la prepara. Solamente en virtud de esta analógica
“inspiración”, la historia bíblica se convierte en “historia de la salvación”, “historia de
Dios y de los hombres”. En tal contexto, la presencia y la acción del Espíritu en los
libros sagrados de la Biblia aparece una lógica consecuencia a la premisa del Espíritu
en la historia y en la Palabra. La Biblia es el momento privilegiado de la conservación
y de la transmisión de la revelación. El Espíritu de Dios ciertamente no podía estar
ausente en el momento definitivo y decisivo en que toda la historia de la salvación que
revela el plan de Dios fue consignada a la memoria escrita, para llegar, a través del libro
sagrado, a los hombres de todos los tiempos en vista de la constitución del pueblo de Dios.
La Sagrada Escritura está inspirada por Dios
La conexión íntima entre el Espíritu de Dios y la palabra de Dios escrita aparece
prematuramente ya en algunos textos del AT. Según Is 34,16 en el “libro de YHWH”, ósea
en la palabra profética escrita, obra la boca y el Espíritu de YHWH. En la plegaria
penitencial de Nehemías la palabra escrita de la Ley (Ne 9,3) es atribuida al Espíritu de
Dios (9,20). Lo mismo se dice en Ne 9,30 de la palabra de los profetas: “les advertiste por
tu espíritu por boca de tus profetas”. En Zc 7,12 se lee: “endurecieron su corazón como el
diamante para no oír la Ley y las palabras que el Señor había dirigido por su espíritu, por
medio de los antiguos profetas”. La intervención del Espíritu en el profetismo es
particularmente evidente en Ezequiel (Ez 2,2; 3,12.14.24, etc.), mientras en Joel la efusión
del Espíritu asume una dimensión universal, al interior de un contexto de carácter
escatológico; la experiencia de Jeremías (20,7-9) pone a luz como una intervención del
Espíritu que no anula la personalidad del profeta. Queda, el problema de reconocer la
inspiración profética, problema que implica un aspecto muy amplio: cómo reconocer que la
Biblia está inspirada por Dios.
También la literatura sapiencial es de algún modo consciente de la inspiración divina; en Pr
9,1 la casa de la sabiduría de las siete columnas es con probabilidad alusión al mismo libro
de los Proverbios, destinado como la “casa” de aquella sabiduría que en Pr 8,22-30 aparece
como “hija” de Dios. En Qo 12,11 como se ha visto, los escritos de los sabios vienen a ser
considerados como “dichos de un solo pastor”, que puede ser Salomón, pero es el mismo
Dios. En Sir 24,30-34 el autor del libro es consciente de la propia inspiración profética; así
como en Sab 7,15 el sabio anónimo del libro de la Sabiduría.
El NT hereda del AT el vínculo entre la palabra de Dios también escrita y el Espíritu de
Dios, y lo aplica explícitamente a los escritos de la antigua alianza. Se dice que “era preciso
que se cumpliera la Escritura, en la que el Espíritu Santo, por boca de David” (Hch 1,16), y
que “tú dijiste por el Espíritu Santo, por boca de nuestro padre David, tu siervo” (Hch
4,25). Se introducen las palabras de un salmo con la fórmula: “Como dice el Espíritu
Santo” (Hb 3,7). Jesús mismo cita un salmo con la fórmula: “David mismo, de hecho
movido por el Espíritu Santo, dijo…” (Mc 12,36; Mt 22,43). Y Pedro, en un texto
recordado, hablando de los profetas los cuales habían pre anunciado la gracia de la
salvación reservado a los creyentes en Cristo, afirma de hecho que el Espíritu de Dios
obrante en la palabra de los profetas no era otro que el mismo Espíritu de Cristo (1 Pe 1,10-
12).
En los textos del NT se habla explícitamente de la acción del Espíritu de Dios en la palabra
escrita, ósea en los libros sagrados de la Biblia. Se trata de: 2 Pe, un texto del siglo I d.C.
aproximadamente a inicios del II, y de 2 Tim, una de las “cartas pastorales”,
probablemente redactada por un discípulo de Pablo o de un autor que reclama la tradición
paulina en el último decenio del siglo I d.C.; ambos textos son citados por DV 11.
- 2 Pe 1,19-21
De frente al retraso de la parusía, que constituía un problema para los cristiano (3,1), el
autor de la carta recuerda en primer lugar la fe cristiana busca el advenimiento glorioso de
Cristo, apoyándolo con dos argumentos. La transfiguración gloriosa de Jesús sobre el
monte (Mc 9,2-10) muestra que Jesús posee ya las cualidades esenciales que serán
manifestadas en la parusía; también, las palabras de los profetas que pre anunciaban la
gloria del mesías tendrán un seguro cumplimiento definitivo, porque en los profetas
actuaba el Espíritu de Dios y Dios mismo hablaba por su boca.
Decimos rápidamente que en el texto no se hace distinción entre profecía escrita y profecía
oral, por cuanto concierne a su carácter divino. Se pasa automáticamente de la “profecía de
la Escritura”, es decir “profecía escrita” del v.20, a la “profecía-palabra de los profetas”, es
decir a la profecía oral del v.21: ambas vienen puestas sobre el mismo plano y participan
igualmente del Espíritu de Dios. Del resto, solo fue la palabra profética escrita que los
cristianos poseían y que les podía ofrecer una sólida confirmación (v.19) el anuncio
apostólico de la gloriosa futura venida del Señor Jesús (v.16), ya se vislumbra y
experimenta en el momento fugaz de la transfiguración en la montaña (v.17). Después de
aquel momento de luz, y antes que el sol del amanecer escatológico se eleve, la palabra de
los profetas constituye por sí la lámpara que brilla y les guía en el camino oscuro de la
existencia humana (v.19).
Así, de cada profecía sea oral que escrita se dice que esa no proviene exclusivamente de
iniciativa humana del profeta (v.21a). Los profetas “hablaron de parte de Dios, porque
movido por el Espíritu Santo” (v.21b): no siguieron entonces el impulso de su corazón o de
su espíritu, sino el impulso del Espíritu Santo. Consecuentemente su profecía, en el aspecto
exterior, es solamente palabra humana, pero en su naturaleza íntima es palabra de Dios.
Dios habla por boca de los profetas, porque los profetas son conducidos interiormente
por el Espíritu Santo, es decir, “son inspirados por Dios”. La experiencia profética es
así la vía privilegiada para comprender el carácter inspirado de las Escrituras, y a su vez las
Escrituras no son otra cosa que “la meta del proceso profético que tiene su fuente en Dios, a
través del Espíritu Santo”.
Por eso la palabra de los profetas, que es la palabra de Dios, no permite una interpretación
“privada”, arbitraria. Arbitraria, no porque se oponga a una interpretación "oficial", por
ejemplo la del magisterio eclesiástico, sino porque es contraria a la naturaleza divina de la
profecía entregada en las Escrituras. Se plantea así un problema hermenéutico en el texto de
2 Pe: la búsqueda de un criterio fundamental para interpretar las Escrituras, y este criterio
se identifica en su carácter profético y, por tanto, en el origen divino de las propias
Escrituras, a través del Espíritu.
- 2 Tim 3,14-17
El apóstol Pablo, de frente a las invasiones de falsos doctores “engañan y engañados al
mismo tiempo” (3,13), los cuales buscaron fácilmente discípulos entre aquellos que “están
aprendiendo y no son capaces de llegar al pleno conocimiento de la verdad” (3,6ss), exhorta
el discípulo Timoteo a permanecer fiel a aquello que fue enseñado desde su infancia. Su
madre Loida y su abuela Eunice, y sobre todo Pablo, su último maestro, lo educaron sobre
la base de las Santas Escrituras que pueden instruir a la salvación del hombre.
“Toda Escritura es inspirada por Dios θεόπνευστος (theópneustos), y útil para enseñar…”
Encontramos aquí, y es el único caso en el griego del AT y del NT, ese término técnico,
que es traducido como “inspirado por Dios” y aplicado a πᾶσα γραφὴ “toda la Escritura”
del que habla en el v.15. El adjetivo theópneustos puede ser leído en posición predicativa
(Toda la Escritura está inspirada por Dios), o en posición atributiva (toda la Escritura,
inspirada por Dios es útil para enseñar, convencer…etc.). En el segundo caso, Pablo
afirmaría directamente la eficacia de la Escritura en los lectores creyentes y solamente
indirectamente la inspiración de la Escritura. Pero el valor del texto por la inspiración
bíblica no se vería mitigado por ello, ya que la Escritura despliega su eficacia para la vida
de los creyentes precisamente porque está inspirada por Dios. Más bien, en la declaración
indirecta se capta mejor un hecho pacífico de la conciencia de la Iglesia Apostólica.
Resta de clarificar dos cuestiones, que plantea el texto:
1) Cuál es el sentido exacto de theópneustos? Se trata, de un hápax legomenon en el
texto griego; pero su significado pasivo (inspirada por Dios) y no activo (que inspira
Dios) es ampliamente confirmado, sea del uso de theópneustos del griego heleno,
sea de la concesión bíblica del Espíritu de Dios, según el cual Dios o su Espíritu
actúan como sujetos de una inspiración hacia personas o realidades. Aparte de la
cuestión de si la Biblia inspirada por Dios es también inspiradora de Dios, hay pleno
acuerdo entre las distintas confesiones cristianas sobre el significado pasivo de
theópneustos.
De 2 Tim 3,17 resulta por lo tanto que la Escritura es concebida como una realidad
viva y eficaz para la salvación, propia porque es salida del Espíritu de Dios, también
aunque en el término theópneustos no hay alguna referencia directo del Espíritu,
esto sería en tal caso el único texto del corpus paolino en el cual las Escrituras son
puestas en una relación con el Espíritu. Convirtiéndose en el libro de la palabra de
Dios es atribuido a la acción del pneuma divino, exactamente como la encarnación
de la palabra de Dios en la persona de Jesucristo es obra del mismo Espíritu Santo
(Lc 1,35). Tal origen divino de la Escritura lo hace útil de cara a la formación de
todo hombre de Dios. Las Escrituras también tienen un valor pedagógico y
educativo, como ocurrió con la sabiduría de Israel (Pr 1,2-4).
2) ¿De qué Escritura habla? Directamente y expresamente Pablo habla del AT, porque
se refiere a las Sagradas Escrituras que Timoteo conocía por su madre (v.15), que
era una creyente judía (Hch 16,1). Indirectamente, y por extensión, la formula “toda
la Escritura” del v.16 podría indicar cada libro tiene el nombre de “Escritura”, en
particular aquellos escritos que, al tiempo en que fue redactada 2 Tim, eran
reconocidas inspiradas y por lo tanto parte de la Escritura.
Ni es pura hipótesis que en 1 Tim 5,17-18 se cite como Escritura un dicho de Jesús
que ahora aparece en el Evangelio de Lucas, junto a un texto de Dt 25,4, un dicho de
Jesús que hoy parece ser del evangelio de Lucas.
De todos modos una cosa es cierta: en el periodo en que fue escrito 2 Pe,
posiblemente al final del siglo I d.C. existe ya una colección de las cartas de Pablo,
conocido por el autor de la escritura y sus destinatarios y colocado al mismo nivel
que las otras escrituras.
Concluyendo: el NT se pronuncia acerca de la inspiración divina de las sagrada
Escritura, es decir, sobre el origen divino no solo del contenido de los libros de la
Biblia, la revelación de Dios, sino también del instrumento privilegiado que la
conservar y la transmite. Dios mismo esta al origen de los libros sagrados, porque su
Espíritu influyo en ellos. Este hecho pertenece al dictado de la Biblia, especialmente
neotestamentario, independientemente del como pueda y deba ser comprendido. Por
otra parte, Además, no debe desligarse del contexto de la acción y movimiento
multiforme del Espíritu de Dios en la historia de la salvación y su anuncio profético:
«La inspiración escriturística no tiene nada que temer si se pone en el
conjunto de la inspiración bíblica de la que forma parte, al lado y
después de las inspiraciones pastoral u oral. De hecho, sólo puede
ganar en realismo que lo complementa. Antes de ser escrito, el
mensaje fue vivido y hablado: esta experiencia vital y esta palabra
concreta siguen vibrando en el texto escrito, en el que se presentan
como en una maravillosa condensación deseada por Dios. Sin
embargo, la preceden, la acompañan, la siguen, la superan y la
comentan. Toda esta riqueza proviene siempre del mismo Espíritu.
Visto así, la inspiración bíblica deja de ser el carisma de un individuo
que trabaja en lo absoluto y entrega al papel las verdades sugeridas a
su oído. En cambio, es el último tiempo de una larga obra del Espíritu
que, después de haber preparado un plan divino-humano en el que la
venida del Hijo es el vértice, y después de haber hecho oír la voz del
Padre en todos los sentidos hasta las últimas llamadas del Heredero,
entrega todo esto en los libros sagrados, destinados a llegar a todos los
hombres de todos los tiempos y lugares».
Por un lado, Filón usa el lenguaje mántico (el verbo enthousiázō que indica el ser
poseído/inspirado por la divinidad); Por otro lado, sitúa la inspiración dentro de la idea
bíblica de “profecía”. El otro autor judío de lengua griega, Flavio Josefo, no parece
compartir esta concesión de la inspiración; en todo caso, él solo habla del hecho de la
inspiración:
“Por una consecuencia natural, diría necesaria, ya que no todos entre nosotros pueden
escribir la historia (y en nuestros escritos no hay divergencias) sino que sólo los profetas
relataron claramente los hechos lejanos y antiguos por haberlos aprendido por inspiración
divina (katá těn epípnoian ten apó theú mathontôn) y los contemporáneos por ser testigos
de ellos, por una consecuencia natural, dije, no hay entre nosotros una infinidad de libros
discordantes y contradictorios, sino sólo veintidós que abarcan la historia de todos los
tiempos y son considerados con razón como divinos”.
También Flavio Josefo hace que la inspiración forme parte de la profecía: “sólo los profetas
comprendían, por inspiración de Dios, lo que ocurría en los tiempos más remotos y
antiguos, mientras describían exactamente los acontecimientos contemporáneos a ellos”. En
el fondo, Flavio Josefo se limita a afirmar el origen de los libros sagrados en virtud de la
inspiración, de acuerdo con la fe del judaísmo, de la que dio testimonio la propia carta de
Aristea cuando, hablando de la Torá como tal, afirmó que no se menciona en ningún
historiador o poeta por el carácter augusto de esta Ley y porque viene de Dios.
Una inspiración de tipo milagroso se encuentra también en el judaísmo palestino, al menos
en lo que concierne a la Torá, que tiene una preeminencia absoluta sobre los otros libros
sagrados:
“Mientras que en el caso de los profetas podemos hablar también de inspiración, en el caso
de Moisés debemos pensar que se vacía totalmente, convirtiéndose en un vehículo material
de la presencia divina. Las palabras de los Profetas y Hagiógrafos son palabras inspiradas,
llenas de santidad, mientras que las Palabras de Moisés son palabras del propio YHWH”.
Un gran escritor es capaz de crear personajes auténticos, es decir, los que dicen sus palabras
con sinceridad, desde dentro: lo que dicen en la novela o el drama son realmente sus
palabras. Cuanto más crea el escritor personajes reales, más crecen en la mente del autor y
casi se le imponen: Nadie ha descrito el crecimiento de los personajes como Pirandello,
sino los "seis personajes" que buscan a su autor, para vivir, para actuar, para hablar. Y sin
embargo, las palabras de los personajes son las palabras del escritor:
«El novelista habla en su novela, no sólo cuando escribe autobiográficamente,
no sólo cuando relata hechos, sino también cuando hablan sus personajes [...].
Shakespeare y Cervantes y Dostoievski pueden reclamar como propias cada
una de las palabras pronunciadas por sus grandes personajes; incluso las
pronunciadas dialécticamente por personajes antitéticos: Quijote y Sancho,
Otello y Yago y Smerdiakov».
Esta “capacidad del artista de convivir con sus personajes, de vivir en sus personajes, de
encarnarse en ellos”, esta su capacidad de “crear personajes” y de “hablar a través de sus
palabras” constituye para Alonso Schökel una analogía con el hecho que Dios crea
personajes auténticos que son los escritores sagrados, habla a través de sus palabras,
convive con ellos, vive en ellos. La Biblia es este grandioso drama literario del cual Dios es
el autor, en el cual la palabra de Dios se encarna en las palabras humanas de personajes
libres y verdaderos, es decir, los distintos escritores de los libros, creados por Dios el autor.
Cierto se trata de una analogía como las precedentes, también esa con sus límites: “el
personaje literario no es una persona real, viva...; y es muy diferente mover a los personajes
dentro de la fantasía, que son el lenguaje, que mover a un hombre responsable en su
actividad de escritor”. Pero, puesto que sólo podemos expresarnos en términos analógicos
al hablar del "misterio" de la Escritura divina, también hay que tomar esta analogía, sobre
todo en una catequesis sobre la inspiración bíblica que se dirigiría a personas que al menos
poseen gusto literario: tendría un agarre singular. Además- añadiendo otra reflexión
personal- hay que recordar que los personajes-autores de la Biblia son personajes de vida y
de historia, en los que el hombre de siempre se reconoce. Se trata de palabras que escuchas
"tuyas" después de leerlas o escucharlas, palabras que desearías haberlas pronunciado tú
mismo tanto te parecen verdaderas, en todo caso palabras que puedes repetir y reformular
como si fueran tuyas. Los lectores creyentes, sin distinción, no se sienten ajenos al juego de
Dios autor y sus personajes en la obra literaria de la Biblia.
- Tomás de Aquino y el carisma de la profecía
Si desde la edad patrística se da un salto hasta Tomás de Aquino, no es por desinterés a la
teología medieval. Esta de hechos que al final del siglo XII los teólogos medievales, en
continuidad con la tradición de los Padres, por una parte, reafirman la divinidad de las
Escrituras en virtud de la inspiración, y por otra, reconocen la aportación humana del
escritor sagrado sin profundizar críticamente en la relación que une a Dios y al hombre
mediante la inspiración. El compromiso de los medievales se dirige sobre todo a ordenar y
distinguir, con la ayuda de la doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura, las múltiples
riquezas contenidas en los libros sagrados, en sí mismos y en su referencia a Cristo.
Solo con el surgimiento de la “escolástica” el concurso de Dios con el escritor sagrado en la
composición de los libros inspirados es sometido a análisis crítico: los escolásticos retoman
la imagen del instrumento, pero la elaboran conceptualmente según el sistema aristotélico
de la causa eficiente, que puede ser principal e instrumental.
Prestamos especial atención a la contribución de Tomás, entre otras cosas porque teólogos
contemporáneos, como Pierre Benoit, se remiten a sus premisas para una ulterior reflexión
sobre el problema.
o Autor principal y autor instrumental
Para Tomás de Aquino “el autor principal de la Sagrada Escritura es el Espíritu Santo, por
otra parte, el hombre es el autor instrumental”. La frase citada se encuentra ocasionalmente
en relación con una quaestio sobre múltiples significados (sentidos) de la Escritura, en el
cual Tomás no afronta directamente el carisma de la inspiración ni elabora su teología sobre
la inspiración.
Como él entiende la interacción entre autor principal y autor instrumental en relación con
los libros sagrados, se puede deducir de su teoría filosófica de la causalidad instrumental
que puede resumirse en los siguientes términos:
1. La causa principal es la que actúa en su propia virtud; la causa instrumental actúa en
virtud de la moción recibida de la causa principal.
2. En el instrumento se distinguen dos acciones: la acción propia según la naturaleza
del instrumento y la acción instrumental, que es una ración del instrumento pero
elevada por el agente principal y aplicada a las capacidades propias de la causa
principal.
3. El resultado de la cooperación entre el agente principal y el agente instrumental
debe atribuirse íntegramente a ambos, aunque de manera diferente.
4. Las dos causas actúan simultáneamente produciendo el mismo efecto, pero es
posible discernir en él sus respectivas huellas.
5. La capacidad del agente principal tiene un carácter permanente, mientras que la del
agente instrumental tiene un carácter transitorio, es decir, cesa cuando el agente
principal deja de utilizar el instrumento. Apliquemos esto -por poner un ejemplo- a
la pluma en la mano del escritor: el instrumento de la pluma se eleva por el
movimiento de la mano humana para realizar una serie de signos con significado
espiritual.
No es difícil aplicar la teoría de la causalidad instrumental a Dios y al escritor humano en
relación con la Biblia inspirada, teniendo claramente en cuenta que en el caso de la
inspiración bíblica y, por tanto, del escritor humano instrumental de Dios, éste actúa en él y
sobre él de una manera plenamente acorde con su naturaleza de hombre libre y responsable:
el escritor no es un instrumento inerte, sino un instrumento vivo, inteligente y libre.
Se debe reconocer que la íntima conexión entre “revelación” e “inspiración” puesta a la luz
de Tomás corresponde muy bien al dictado bíblico que no limita la “inspiración” a los
libros sagrados pero lo extiende – de manera analógica – a todo el proceso de la revelación
en hechos y palabras. Igualmente positivo el hecho es que el problema de la inspiración
bíblica no fue tomado de Tomás por sí mismo, sino en el contexto más amplio de la
profecía-revelación. Si acaso, hay que decir que sigue moviéndose en una problemática de
la verdad nocional al estilo griego, con todo lo que ello conlleva, por lo que no sólo la
revelación es una percepción de la inteligencia suscitada por la gracia, sino que la propia
inspiración, que supera a la inteligencia, se concibe también esencialmente como una
iluminación especulativa.
Además en la problemática de Tomás: la acción de los autores inspirados se consideraba
sólo en el marco general de la profecía, es decir, en función del conocimiento carismático
de las certidumbres divinas que caracteriza a los depositarios de la revelación. Pero el
problema de la inspiración bíblica afecta menos a este aspecto de las cosas que a la
comunicación de la revelación por parte de aquellos cuya misión es ponerla por escrito es el
origen del conocimiento que tienen.
- Los Concilios de Florencia y Trento
El concilio de Florencia (IX sesión, 4 de febrero de 1442) no repite solamente la fórmula
tradicional de Dios “autor del Antiguo y del Nuevo Testamento”, sino que introduce, por
primera vez en los documentos del Magisterio, la categoría de la “inspiración” como razón
y fundamento del carácter divino de los libros sagrados:
«La Iglesia confiesa al único y el mismo Dios como autor del Antiguo y del
Nuevo Testamento, es decir, de la ley y los profetas y del Evangelio; ya que
por inspiración del mismo Espíritu Santo hablaron los santos de uno y otro
Testamento, cuyos libros acoge y venera, y que se contienen bajo los
siguientes títulos: […]» (Bula Cantate Domino, EB 47).
El concilio de Trento no se enfrentó a los errores relativos al origen divino de los libros
sagrados y a su autoridad, que, por el contrario, habían sido las piedras angulares de los
reformadores que habían adoptado la tesis de la inspiración literal o verbal de la Sagrada
Escritura. Basta citar a Lutero: Ut omne verbum vocale, per quemcumque dicatur; velut
domino ipso dicente suscipiamus, credamus et humiliter subiiciamus nostrum sensum. Sic
enim iustificabimur et non aliter. (Como toda palabra es vocal, quienquiera que la
pronuncie; recibamos, creamos y sometamos humildemente nuestro sentido como si el
mismo Señor lo hubiera dicho. Porque de esta manera seremos justificados y no de ora
manera).
Y Calvino dice:
«Este es el principio que distingue a nuestra religión de todas las demás: es
decir, sabemos que Dios nos ha hablado, y tenemos la certeza de que los
profetas no hablaron por iniciativa propia, sino como órganos e instrumentos
del Espíritu Santo, que sólo proclamaron lo que habían recibido de lo alto. Por
lo tanto, quien quiera sacar provecho de las Sagradas Escrituras debe, en
primer lugar, retener firmemente este hecho: que la ley y los profetas no son
en absoluto una doctrina confiada al apetito o a la voluntad de los hombres,
sino una doctrina dictada por el Espíritu Santo […].
Las Escrituras [...] no pueden tener plena certeza entre los fieles más que en
esto: cuando los fieles tienen como hecho cierto y definitivo que las Escrituras
vinieron del cielo y que en ellas los cristianos entienden que Dios habla con su
propia boca».
Por lo tanto, el concilio de Trento se limitó a reafirmar, sobre la pista del Florencia, el
hecho de la inspiración bíblica; sin embargo, en contra de la asunción de la «sola
Scriptura» de los reformadores, el concilio se interesó por definir la acción del Espíritu
Santo no sólo en los libros sagrados, sino también «en las tradiciones no escritas de Cristo
y de los apóstoles», a las que aplicó la fórmula dictare, que no podía tener aquí el valor de
«dictado verbal» (las tradiciones orales, como tales, no tienen una formulación verbal
definitiva), sino que era en definitiva sinónimo de "inspirar":
«El sacrosanto concilio ecuménico y general Tridentino, legítimamente
congregado en el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los tres mismos
legados de la Sede Apostólica; proponiéndose en todo momento que,
eliminados los errores, se conserve en la Iglesia la pureza misma del evangelio
– el cual, «prometido de antemano por los profetas en las Escrituras santas»
(Rm 1,2; cf. Jer 31,22s; Is 53,1; 55,5; 61,1 y otros; Hb 1,1s), nuestro Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, primero lo promulgó de su propia boca y después
mandó que fuera predicado a toda criatura por medio de sus apóstoles (cf. Mt
28,19s; Mc 16,15s), como fuente de toda verdad salvífica y de toda enseñanza
moral (tamquam fontem omnis et salutaris et morum disciplinae) -; y
reconociendo que esta verdad y enseñanza se contiene en los libros escritos y
en las tradiciones no escritas que, o bien recibidas por los apóstoles de boca
del mismo Cristo, o bien transmitidas como de mano en mano por los
apóstoles (cf. 2 Tes 2,14) bajo el dictado del Espíritu Santo (Spiritu Sancto
dictante), han llegado hasta nosotros; siguiendo los ejemplos de los Padres
ortodoxos, acoge y venera con semejante afecto de piedad y reverencia todos
los libros tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, ya que de ambos es
autor el único Dios, al igual que las tradiciones mismas referentes tanto a la fe
como a las costumbres, como pronunciadas ya oralmente por Cristo, ya por el
Espíritu Santo (vel a Spirito Sancto dictatas), y conservadas en la Iglesia
católica en sucesión ininterrumpida.
Pero ha considerado necesario añadir a este decreto una lista de los libros
sagrados para que no pueda surgir ninguna duda acerca de cuáles son los
libros que son acogidos por este concilio […]» (Concilio de Trento, Decretos
sobre la Sagrada Escritura, sesión IV, 8 de abril de 1546, EB 57).
La categoría dicatare, que Trento usaba solamente para las tradiciones orales, viene
retomada y aplicada a los libros sagrados por el documento Providentissimus Deus de
León XIII (EB 89 y 124), así como por Spiritus Paraclitus de Benedicto XV con referencia
a la doctrina de Jerónimo (EB 448). También en este caso, la fórmula no debe entenderse
como un "dictado" a nuestra manera, no debe forzarse hasta el punto de ser una
herramienta para explicar la naturaleza de la inspiración bíblica. Conserva la finalidad que
tenía en los Padres, la de subrayar la primacía de la acción de Dios y del Espíritu Santo en
el origen del libro sagrado. Sin embargo, precisamente porque puede dar lugar fácilmente a
malentendidos, la fórmula ya no se recoge en los Concilios Vaticanos I y II, y también
desaparece en la Divino Afflante Spiritu de Pio XII.
- Del concilio de Trento al concilio Vaticano I
Fueron los teólogos escolásticos post-tridentinos los que retomaron el problema teológico
de la naturaleza de la inspiración bíblica. Su reflexión tomó dos direcciones diferentes.
Algunos defendieron una inspiración verbal de la Biblia, cuyo representante más ilustre fue
el dominico Domingo Bañez, que afirmó: «Spiritus Sanctus non solum res in Scriptura
contentas inspiravit, sed etiam singula verba quibus scriberentur dictavit atque suggessit»
(El Espíritu Santo no solo inspiró las cosas contenidas en las Escrituras, sino que también
dictó y sugirió las palabras individuales con las que debían ser escritas). Bañez quería así
salvar el carácter divino de la Escritura, per terminaba por negar la realidad humana en el
escritor sagrado y dificultó -entre otras cosas- la explicación de las diferencias de lenguaje
y mentalidad que de hecho existen entre los escritores de la Biblia.
Otros sostuvieron, con diversos matices, una especie de inspiración real, es decir, una
inspiración limitada a los contenidos de la Escritura y entonces y por lo tanto no se
extiende a la expresión verbal de la misma. Así el jesuita L. Lessio (+ 1623) se encontró
con la censura de su Universidad de Lovaina por tres tesis sobre la inspiración bíblica, en
las que parecía equiparar la inspiración con una mera asistencia del Espíritu Santo con el
fin de asegurar la inerrancia de los autores y escritos sagrados.
Explicando además en la misma dirección, J. Jahn (+ 1816) identificó la inspiración con la
ausencia de errores en los escritores sagrados, y el benedictino D.B. Haneberg (+ 1886)
pensó que una de las posibles inspiraciones, además de la inspiración "antecedente" y
"concomitante", era la "inspiración consecuente", es decir, la posterior aprobación de un
libro, como libro sagrado, por la iglesia. También cabe mencionar cómo, a partir de H.S.
Reimarus (+ 1768), comenzó a extenderse en el mundo de la Reforma un enfoque
racionalista que podía considerar la Biblia, incluso en el contexto de la Ilustración de Kant,
como nada más que un libro éticamente ejemplar.
El 24 de abril de 1870 viene promulgada del concilio Vaticano I la “Constitución
dogmática sobre la fe católica”. En el cap. 2 de la constitución, dedicada a la “Revelación”,
se afirma a propósito de la Sagrada Escritura:
«La Iglesia los considera sagrados y canónicos no porque, compuestos por la
sola capacidad humana, hayan sido posteriormente aprobados por su
autoridad; ni tan solo porque contengan la revelación sin error; sino porque,
escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y
como tales han sido entregados a la Iglesia» (Concilio Vaticano I,
Constitución dogmática “Dei Filius” sobre la fe católica, sesión III, 24 de
abril de 1870, EB 77).
En primer lugar, el concilio Vaticano I rechaza dos puntos de vista minimalistas sobre la
inspiración, en la práctica los mencionados anteriormente por J. Jahn y D.B. Haneberg. A
modo de aprobación:
«La iglesia no puede convertir lo que eran palabras puramente humanas en la
palabra de Dios. El Espíritu tampoco puede esperar a que el resultado sea
completo para tomar posesión de él: no lo convertirá en su palabra. Del mismo
modo, Jesucristo no es Dios por una apoteosis 1 tardía en el seno de la iglesia,
que rinde honores divinos a su error; ni es Dios por una irrupción del Espíritu
que se apodera de un hombre perfecto y lo deifica. No hay ningún momento
en la vida del hombre Jesús en el que éste no sea verdadero Dios».
También sería un error afirmar que la Biblia contiene la palabra de Dios, aunque sin
errores, como si una serie de frases bíblicas fueran palabras puramente humanas, y el resto
la palabra de Dios:
«Si el hagiógrafo escribió bajo el impulso del Espíritu, sus palabras son
palabras de Dios, y toda palabra de Dios revela a Dios. Toda la Biblia es
Después de estas dos aclaraciones negativas, que constituyen dos límites en los que la
teología católica no puede vacilar, el Vaticano I reitera en términos positivos la verdad de
la inspiración bíblica, favoreciendo, sin embargo, los términos del Concilio de Florencia:
utiliza la fórmula «Spiritu Sancto inspirante conscripti» (Escrito por inspiración del
Espíritu Santo) y recupera la categoría tradicional de “Dios autor” de los libros sagrados,
sin tomarlo necesariamente en el sentido técnico y preciso de “autor literario”; añade que
los libros sagrados tienen una finalidad eclesial y como tal han sido entregados a la iglesia.
El esquema propuesto en diciembre de 1869 determinaba el significado de "autor" con las
palabras "tienen a Dios como autor y contienen verdadera y propiamente la palabra escrita
de Dios"; y la explicación afirmaba que "Dios es el autor de los libros, o autor de la
Escritura, de modo que la propia notación o escritura de las cosas debe atribuirse
principalmente a la operación divina que actúa en el hombre y a través de él". Un nuevo
esquema corrige "contienen" por "son... palabra escrita de Dios". Finalmente, una vez
cerrada la discusión, el concilio omite la última frase (es decir, sólo dice: "Tienen a Dios
como autor"), dejando libre la discusión sobre el modo y el alcance del carisma.
Nam supernaturali ipse virtute ita eos ad scribendum excitavit et movit, ita scribentibus
adstitit, ut ea omnia eaque sola quae ipse iuberet, et recte mente conciperent, et fideliter
conscribere vellent, et apte infallibili veritate exprimerent: secus, non ipse esset auctor
sacrae Scripturae universae.
Porque él mismo fue quien con su virtud sobrenatural les impulsó y movió a escribir; él
quien les asistió mientras escribían, de tal modo que, en su mente concibieran con
exactitud y quisieran escribir con fidelidad y expresaran justamente con infalible verdad
todo y sólo aquello que él les ordenaba escribir. Si esto no fuera así, él no sería el autor de
la totalidad de la Sagrada Escritura...
Conclusión: El Vaticano I reafirma el origen divino de la Escritura en virtud de la
inspiración, pero deja el campo abierto para una mayor reflexión teológica sobre la
naturaleza del carisma.
- Hacia el Concilio Vaticano II
El Cardenal G.B. Franzelin, jesuita, había participado activamente en los trabajos del
Concilio Vaticano I, publicó en 1870 su Tractatus de divina Traditione et Inspiratione.
Parte del concepto de “autor literario” y lo aplica a Dios, autor de la Sagrada Escritura.
En todo libro, dice, hay dos elementos: uno formal, es decir, los pensamientos y conceptos;
otro material, es decir, las palabras que los expresan. El autor de un libro es tal aunque se
limite a ofrecer el pensamiento y el contenido del mismo y deje la empresa de su
formulación escrita a uno de sus colaboradores. Pues bien, Dios sigue siendo el verdadero
autor de los libros de la Biblia, aunque sólo el elemento formal de la Escritura (res,
senteniae, argumentum) sea propiamente de Dios; el elemento material (la expresión
literaria de su contenido) es del escritor humano, que, sin embargo, en virtud de la
inspiración, expresa infaliblemente lo que Dios quiere comunicar a través de los libros
sagrados.
Aunque el Vaticano I no aceptó el concepto de "autor" de Franzelin, la teoría de éste dio
vueltas durante varias décadas, aunque no dejó de encontrar fuertes objeciones. Cabe
mencionar a J.M. Lagrange O.P. (+ 1938), quien, en tres artículos aparecidos en la Revue
Biblique, señaló lo que hoy parece aún más evidente a la luz de la filosofía del lenguaje: es
decir, desde el punto de vista de la psicología de un autor literario, no es concebible una
escisión entre los pensamientos y el lenguaje, ya que el escritor no concibe los
pensamientos sino en un determinado lenguaje.
o De la Providentissimus Deus a la Divino Afflante Spiritu
Los tiempos posteriores al Vaticano I fueron marcados por la así dicha: “cuestión bíblica”,
dirigido en particular al problema de la verdad de las Escrituras, que polarizó el debate
teológico en el seno de la Iglesia católica, en detrimento del debate sobre la inspiración. La
encíclica Providentissimus Deus de León XIII de 1893 es el primer documento del
Magisterio ordinario que intenta una descripción de la naturaleza de la inspiración
mediante un análisis de la psicología del escritor sagrado en sus tres dimensiones:
intelectual, volitiva y operativa. En el contexto del problema de la inerrancia de la Sagrada
Escritura y tras citar el texto del Vaticano I, la encíclica describe la naturaleza de la
inspiración bíblica “en términos que siguen de cerca la presentación de Franzelin”:
«Por lo tanto, no tiene ningún valor decir aquí que el Espíritu Santo tomó a los
hombres como instrumentos para escribir, como si algunos errores pudieran
haber escapado no ciertamente al autor principal, sino a los escritores
inspirados.
Porque él mismo los suscitó y los movió a escribir por su virtud sobrenatural,
de modo que los asistió mientras escribían para que todas aquellas cosas y
sólo aquellas que él deseaba, las concibieran correctamente con la mente, y
tuvieran la voluntad de escribirlas fielmente y expresarlas aptamente con
verdad infalible: de lo contrario, él mismo no sería el autor de toda la Sagrada
Escritura».
o El modelo “Leonino”
Dice:
«No importa en absoluto que el Espíritu Santo tomara a los hombres como
instrumentos para escribir, como si algo erróneo pudiera escapar a los
escritores inspirados, pero no al autor principal. Porque él con su virtud
sobrenatural les incitaba y movía a escribir, les ayudaba mientras escribían,
para que concibieran correctamente en su mente, y resolvió escribir con
fidelidad, y se expresó de una manera adecuado con la verdad infalible todo y
sólo lo que quería: de lo contrario no sería el autor de la Sagrada Escritura».
Leemos esta descripción de León XIII en la parte de la encíclica que trata de la inerrancia,
contra los que pretendían admitir errores en la Biblia, atribuibles al autor humano y no a
Dios. El pontífice rechaza esta distinción, estableciendo un principio bien definido: "Dios
es el autor de la Escritura conjunto", y añadiendo una explicación especulativa: ¿qué
significa ser autor? La descripción no se propone como enseñanza independiente in recto,
pero subordinada a la doctrina de la inerrancia in oblicuo.
El modelo “Leonino”, como lo ha definido L. Alonso Schökel, es decir, la descripción de
la naturaleza de la inspiración sugerida por la Providentissimus Deus de León XIII, ha
dominado la práctica de muchos libros de texto católicos. Describe las diversas etapas de la
actividad humana que atraviesa un escritor en una obra literaria: la concepción mental de la
obra, la decisión de escribir, la ejecución de la escritura; y afirma que en todas estas etapas,
desde el inicio de la empresa, los hagiógrafos fueron movidos por el carisma del Espíritu
Santo y asistidos por Él para que llegaran a la obra literaria de la que Dios era el autor.
Qué decir del modelo “Leonino”:
En primer lugar, afirmamos su validez fundamental. Un esquema psicológico conserva su
validez mientras se acepte como un esquema, pierde su validez si se toma como una forma
adecuada y exclusiva. Dejando a un lado la escritura automática y otros casos anómalos y
patológicos, todo proceso literario puede descomponerse esquemáticamente en tres
tiempos: un tiempo intelectual de conocimiento -de cualquier orden-, un tiempo de libre
voluntad hacia la objetivación literaria, un tiempo de ejecución o realización. Que en la
realidad los tiempos se superpongan, que cada uno de ellos se desdoble y adopte formas
diferentes, no resta valor al esquema fundamental.
Precisamente por el hecho de que ningún esquema puede imponerse como forma
absolutamente adecuada y exclusiva, otros teólogos, como el propio L. Alonso Schökel, P.
Benoit y K. Rahner, han tomado otros caminos de reflexión.
- El Concilio Vaticano II
Una comparación sinóptica entre el texto del Esquema Preparatorio, base de la discusión
conciliar, y el texto final de la Dei Verbum, relativo a la inspiración de los libros sagrados,
parece ciertamente útil.
Esquema preparatorio «Dei Verbum»
«De fontibus Revelationis»
Definición y la naturaleza propia de la El hecho de la Inspiración
Inspiración
«Para componer esta divina Escritura, «La revelación que la Sagrada Escritura
Dios mismo excitó y movió a ciertos contiene y ofrece ha sido puesta por
escritores sagrados o hagiógrafos de tal escrito bajo la inspiración del Espíritu
manera que concibieran correctamente con Santo. La santa madre Iglesia, fiel a la fe
sus mentes y entregaran fielmente por de los Apóstoles, reconoce que todos los
escrito todo lo que Él (Dios), como autor libros del Antiguo y del Nuevo
principal de las Escrituras, deseaba (cf. Testamento, con todas sus partes, son
Providentissimus Deus). sagrados y canónicos, en cuanto que,
escritos por inspiración del Espíritu Santo
La inspiración divina, de hecho, de
(Jn 20,31; 2 Tim 3,16; 2 Pe 1,19-21; 3,15-
acuerdo con la constante de la Iglesia, es
16), tienen a Dios como autor, y como
un carisma especial para escribir por el
tales han sido confiados a la Iglesia. En la
que Dios, actuando en y a través del
composición de los libros sagrados, Dios
hagiógrafo, habla a (Dios) se llama y es en
se valió de hombres elegidos, que usaban
un verdadero sentido el principal Autor de
de todas sus facultades y talentos; de este
todo el texto sagrado. El hagiógrafo, en
modo, obrando Dios en ellos y por ellos,
cambio, al componer el libro, es el
como verdaderos autores, pusieron por
organon o instrumento del Espíritu Santo,
escrito todo y sólo lo que Dios quería»
pero un instrumento vivo dotado de razón,
(DV 11).
cuyo carácter propio, por lo tanto, junto
con sus características singulares, puede
recogerse del libro sagrado (cf. Divino
Afflante Spirito). Por lo tanto, la Iglesia
desaprueba con razón cualquier intento de
distorsionar (extenuandae) la naturaleza de
la inspiración, especialmente el intento por
el cual esta manera conjunta de escribir
sobre Dios y el hombre se reduce a un
impulso meramente natural o a un simple
movimiento del alma» (De fontibus
Revelationis 8).
Cita la Divino Afflante Spiritu y hace explícita la idea de instrumentalidad en las categorías
tomistas de "autor principal de todo el texto sagrado", que es Dios, y "órgano o
instrumento", que es el escritor sagrado. La estructura del esquema es, por último,
abiertamente apologética.
Rahner ofrece una contribución importante a la solución del difícil problema del
reconocimiento por parte de la iglesia post apostólica del carácter inspirado de todos y cada
uno de los libros de la Biblia, considerando la lenta y no siempre uniforme historia del
reconocimiento de la extensión exacta del canon bíblico. Para definir el canon de la
sagrada Escritura no hay necesidad de una nueva revelación: es suficiente que la iglesia
post apostólica reconozca un escrito de la edad apostólica como expresión legítima de la fe
de la iglesia primitiva y de su "prehistoria" en el AT, como objetivación auténtica de la fe
que la iglesia, también sucesiva, custodia y transmite como punto, se hace referencia
primaria de su identidad. En otras palabras, basta que la Iglesia se reconozca en esos libros
nacidos de su seno, que se reconozca como en su imagen. Y es el Espíritu Santo quien la
guía en este proceso de autorreflexión, mediante la cual pone el primer acto fundamental
de su solemne infalible magisterio: el de conservar fielmente (entonces, no modificar ni
ampliar ni restringir) el depositum fidei, es decir, el dato original de la fe que luego está
llamada a comprender, predicar, actualizar fielmente.
La inspiración bíblica concierne tanto a los hagiógrafos como a su obra literaria, que es y
sigue siendo para nosotros la "sagrada escritura", la palabra de Dios.
P. Tanto Benoit como L. Alonso Schökel prestan especial atención a la complejidad de la
obra literaria, que debe tenerse en cuenta al reflexionar sobre la naturaleza de la inspiración
bíblica. Sin embargo, su enfoque de la reflexión es sin duda diferente: Benoit aborda el
problema como un teólogo sistemático, Alonso Schökel como un teólogo bíblico con una
singular sensibilidad literaria.
El modelo “Benoit”