Está en la página 1de 79



1
El Hombre
Leopardo y
Otras Historias
Misioneras

By Margaret Jean Tuininga

BibleTruthPublishers.com
59 Industrial Road, Addison, IL 60101, U.S.A.

BTP# 9935

B&P Bibles & Publications


5706 Monkland, Montréal, Québec H4A 1E6 BTP #nnnn


3
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

Contents
Reconocimientos..............................................................5

El “Hombre Leopardo”.....................................................7

¡Secuestrada!...................................................................13

Una “Rosa” Filipina........................................................21

Porque Ching Le Y Ching Jung Oraron........................31

Un Cordero Navajo........................................................45

Siddi Encuentra Amor...................................................53

Cuando Elizabeth Tenía Cinco Años.............................65

Más Dulce Que La Miel................................................73

4
Reconocimientos
138863

Reconocimientos
Reconocemos con agradecimiento las historias que nos
proporcionaron los siguientes misioneros:
William Deans — África,
Mrs. G.A. Wightman — México,
Mrs. Cyril Brooks — Filipinas,
Barbara Tharp — China,
Evelyn Varder — Nuevo México,
Anne Vanderlaan — India,
Lorna Reid — Israel,
Mrs. Wm. Spees — África.

5
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

6
El “Hombre Leopardo”
138864

El “Hombre Leopardo”
África

7
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

Un aullido rompió el silencio de la oscura noche africana:


era el aullido de un leopardo al acecho. Produjo escalofríos en
las figuras oscuras alrededor de la fogata, y se acercaron más a
su luz.
Los nativos temían a los leopardos, pero había algo que
temían mucho más: ¡a los “Hombres leopardo”! ¿Quién sabía
cuándo uno podría aparecer saltando desde la oscuridad fuera
del círculo de luz de la fogata para clavarle los dientes, que
eran como garras de hierro, en el cuello de una víctima para
llevársela arrastrando a una muerte terrible?
En épocas pasadas en el nordeste del Congo Belga se oían
frecuentes historias de “Hombres leopardo” que eran miembros
de una sociedad caníbal secreta llamada “Banyota.” Pero aún en
la actualidad es un nombre temido, y ocasionalmente se escuchan
reportes de actos malvados que se adjudican a los “Hombres
leopardo.”
Nadie sabía quién podía ser un “Hombre leopardo”, ¡quizá
lo era el hombre en la choza de al lado! Cuando se acercaban
sigilosamente a su víctima lo hacían cubiertos de una piel de
leopardo, y llevaban como arma un palo con afilados dientes
de hierro, moldeados y espaciados de manera que dejaban sus
marcas en el cuello igual que las de un leopardo de verdad.
Los miembros estaban obligados a mantenerse en secreto, y
cumplían sus acciones malvadas, en parte, en un frenesí religioso
pagano y, en parte, con un odio vengativo, y con frecuencia por
su hambre por la carne humana, ¡porque siempre se comían a
sus víctimas!
La luna brillaba con esplendor, pero no podía penetrar las
oscuras sombras nocturnas de la selva. Los niños y las niñas se
acurrucaban con sus mamás, ¡pero sus mamás también tenían
miedo! Los ancianos indefensos miraban temerosos, por encima
del hombro.

8
El “Hombre Leopardo”

Cierto día un misionero estaba teniendo cultos evangélicos en


la aldea de Mulele, y varios africanos pusieron su confianza en
el Señor Jesús. Entre ellos había un anciano llamado Okalufu.
 — ¿Todos mis pecados están perdonados cuando confío en
Cristo? — preguntó.
 — ¡La sangre de Jesucristo limpia de todo pecado! — contestó
el misionero.
El rostro del hombre resplandecía de gozo por haber
encontrado la salvación.
 — He sido un terrible pecador — dijo, — porque, ¿sabe?
¡soy un “Hombre leopardo”!
¡El misionero no podía creer lo que estaba oyendo! Pero
Okalufu le contó cómo, siendo un munyota, en su piel de leopardo
había atacado y dado muerte a gente indefensa, ¡y luego había
banqueteado comiéndoselas con sus compañeros en sus salvajes
fiestas paganas!
 — ¿El Señor me perdonará?
El misionero se alegró porque podía contestar que aún
para un pecador tan tremendo, había muerto Cristo; y en la
seguridad de que sus pecados habían sido perdonados, Okalufu
encontró paz en el Señor Jesucristo.
A la mañana siguiente, volvió Okalufu.
 — Misionero, Dios ha sido bueno, me ha perdonado.
¡Pero anoche supe en mi corazón que tenía que ir al hombre
del gobierno y decirle que soy un “Hombre leopardo,” un
asesino y un caníbal!
 — Dios te bendiga al hacer lo que tú sabes es lo
correcto — contestó el misionero — . Estaremos orando
por ti, Okalufu.
Entonces el anciano empaquetó unas pocas pertenencias,
y comenzó su viaje de tres días por la selva hasta el puesto

9
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

del gobierno. Al llegar, se presentó ante un asombrado


oficial y declaró:
 — ¡Soy un caníbal, un munyota!
El sorprendido administrador no podía creer lo que oía,
y exigió pruebas.
 — ¿Eres un “Hombre leopardo”? ¿Dónde está tu piel
de leopardo y dónde está tu garra que usas como arma? Vé,
búscalos, y tráemelos si esperas que te crea.
Así que de vuelta a casa por la larga senda en la selva
anduvo durante tres días el anciano. Luego, de regreso al
puesto para mostrárselos al atónito oficial.
 —  Pero, ¿por qué confiesas esto?  —  le preguntó a
Okalufu — . ¿No sabes que la pena por el canibalismo es
la muerte?
 — Lo sé — admitió con tristeza el anciano — . Pero me
ha sucedido algo. Por medio de las palabras de un misionero,
he aprendido acerca del amor de Dios por mí, ¡y he recibido
a Su Hijo como mi Salvador! Dios ha puesto un nuevo
corazón dentro de mí. Tengo gozo y paz en el Señor Jesús.
Aborrezco las costumbres de los “hombres leopardo” que
antes amaba. He pecado contra Dios — siguió diciendo
Okalufu — , y Dios me ha perdonado. Pero he pecado
también contra las leyes del gobierno, y eso es lo que le
confieso a usted ahora.
Conmovido por la sinceridad y el testimonio del
anciano, el Buen Administrador puso a Okalufu en la
cárcel por tres meses, acusándolo de un delito menor. En la
cárcel, el harapiento Okalufu, que no sabía leer ni escribir,
fue un testigo brillante para el Señor Jesús. Varios fueron
salvos por su testimonio. De hecho, transformó la cárcel
con su entusiasmo, y algunos hasta se alegraron cuando se
cumplieron sus tres meses, y fue puesto en libertad.

10
El “Hombre Leopardo”

Otra vez por la senda de la selva se fue Okalufu,


gozándose en su libertad para poder extender las buenas
nuevas de salvación por todas partes. En su aldea, Okalufu
llegó a ser un testigo incansable en sus esfuerzos por ganar
para el Señor a sus amigos y a todos los que encontraba.
Rogaba de todo corazón a su pueblo que aceptara al
Salvador que había enviado Dios, y descubriera la paz
maravillosa que él había encontrado.
Pero Okalufu había hecho algo que nadie había oído
que un “Hombre leopardo” hiciera: había confesado ser
miembro de esa tenebrosa sociedad secreta, y se había
apartado de ella. Los pecadores no pudieron resistir por
mucho tiempo su testimonio que los reprendía y los
obligaba a reflexionar.
Cierto día Okalufu se sentó a comer una comida
sencilla. Al rato sintió un gran dolor, ¡y pronto se encontró
en la presencia del Señor Jesús en quien había confiado
como su Salvador!
Alguien, quizá uno de sus ex compañeros caníbales, le
había puesto un veneno en la comida, y Okalufu murió,
¡como un mártir de su fe!
Hoy en África, hay cristianos felices, con rostros
alegres, que conocieron al Señor por medio del testimonio
del “Hombre leopardo” convertido. Muchos recuerdan
maravillados y gozosos su testimonio.
Okalufu, el “Hombre leopardo” destruía vidas. Okalufu,
el hombre nuevo en Cristo Jesús, por la maravillosa gracia
de Dios ¡fue un instrumento para dar vida a muchos!

11
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

12
¡Secuestrada!
138865

¡Secuestrada!
México

13
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

Emi estaba sentada en el umbral de la puerta esperando que


llegara su papá. El papá y Emi, de nueve años, eran misioneros
en México. Cuando Emi tenía apenas seis años, Dios se había
llevado a su mamá al cielo para estar con Él, pero ella y su
papá habían seguido viviendo en México para ayudar a los
mexicanos y para contarles del Señor Jesús que había venido
para buscarlos y salvarlos.
Entre los mexicanos había curas y gente de una religión
falsa que odiaban a Emi y a su papá porque algunos estaban
dejando su propia religión y aceptando al Señor Jesús como
su Salvador.
Mientras Emi esperaba a su papá, de pronto, ¡alguien
arrojó algo oscuro sobre su cabeza! Unos brazos fuertes la
alzaron, mientras ella se resistía, pateando y mordiendo.
Entonces, recibió un golpe en la cabeza, ¡y todo se puso
negro!

14
¡Secuestrada!

Cuando se despertó tenía los ojos tan hinchados que


al principio no los podía abrir. Finalmente, pudo abrir
uno un poquito, y pudo ver que se encontraba en un
cuarto pequeño y oscuro, donde sólo había un tapete y un
banquito. Había una ventana pequeña, así que Emi empujó
el banquito hasta la ventana y se subió a él para poder ver
afuera. Pero la ventana estaba demasiado alta, y lo único
que podía ver era el cielo azul. Gradualmente no podía ni
ver el cielo porque se oscurecía, y pronto se hizo de noche.
¡Qué noche oscura, solitaria y temerosa fue! ¡Qué
contenta se sentía Emi de que conocía al Señor Jesús, y que
le podía hablar y pedirle que la cuidara!
A la mañana siguiente le dolían mucho los ojos, y
aunque ya los podía abrir, ¡no podía ver nada! ¡Todo estaba
oscuro!
Moviéndose a tientas por el cuarto, Emi descubrió que
alguien le había traído comida durante la noche mientras
dormía. Había una taza de agua, un pan pequeño y duro
y una banana. Ansiosamente, Emi quiso tomar la taza,
porque tenía mucha sed, pero porque no podía ver, la volcó,
¡y la ansiada agua se derramó por el suelo!
Todo esto era casi demasiado para la pobrecita Emi.
Pero en ese momento recordó que la Palabra de Dios
dice: “Invócame en el día de la angustia”. Entonces, ¡lo
invocó en voz muy alta y muchas veces! Y Dios la oyó, no
la había olvidado. ¡Estaba usando a Emi para cumplir un
maravilloso propósito suyo!
Al rato Emi escuchó pasos, y se dio cuenta que se abría
la puerta. Asustada porque no podía ver quién era, esperó y
los pasos se le fueron acercando. Luego sintió los brazos de
una mujer que la rodeaban, y una voz que le decía:

15
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

 — Pequeñita, no tengas miedo. No tienes nada que


temer si te portas bien y haces lo que te digo.
 — El Señor Jesús me cuidará — respondió Emi — . Me
ama, y oré a Él y le pedí que me cuidara. ¡Y la ama a usted
también!
 — No hables de ese modo — contestó la mujer — . ¡Te
enseñaremos una manera diferente de orar!
La mujer se retiró, pero volvía de vez en cuando
trayendo comida y para conversar con la pequeña Emi. A
veces encontraba a Emi orando, y a veces estaba orando por
la mujer.
 — Jesús la ama a usted también — le decía a la mujer — ,
¡y murió en la cruz por sus pecados!
Pero la mujer no quería escuchar. Una vez, tomándola
de la mano, la llevó a otro lugar. Emi no sabía dónde estaba,
pero oyó la voz de un hombre, y le dijeron que era un hombre
santo, ¡y que tenía que arrodillarse y besarle la mano! Emi
recordó que la Biblia decía que debía adorar únicamente
a Dios, ¡así que no se quiso arrodillar y besarle la mano, a
pesar de lo mucho que la regañaron y amenazaron! Luego
le pusieron algo en la mano, y le dijeron que repitiera
oraciones que ellos dirían. Pero las palabras no le parecían
correctas a Emi a quien le habían enseñado a hablar con
Dios como lo haría con su propio papá querido, así que no
repitió las palabras. Además, le dolía la cabeza, y ¡ay! ¡cómo
extrañaba a su papá!
Enojada, la mujer la llevó de vuelta al cuartito. Antes de
retirarse, dijo:
 — Pequeña, ¡tendrás que quedarte aquí y meditar, hasta
que te arrepientas de ser tan terca en negarte a hacer lo que
te mandan!

16
¡Secuestrada!

Emi oyó que se cerraba la puerta y que le ponía llave.


Volvió a estar sola. Todavía no podía ver, pero siguió orando
a su Padre celestial:
 — ¡Por favor, sostenme con tus brazos eternos, y
ayúdame a salir de aquí!
Un ratito después de que se retirara la mujer, Emi
tocó algo duro y filoso en el suelo. ¡Era un par de tijeras!
Seguramente que se le habrían caído a la mujer.
Emi las levantó, y no teniendo algo mejor que hacer
empezó a cortarse los rizos de un lindo color rojizo, no
negros como los de las otras niñitas en ese país.
Cuando no tenía más rizos para cortarse, se preguntó:
“Y ahora, ¿qué hago?”
Algo la hizo pensar que podía tirarlos por la ventana, así
que se subió al banquito y, uno por uno, los dejó caer.
Todos los días, el papá de Emi caminaba para arriba y
para abajo por las calles buscando a su hijita, y con el oído
atento por si acaso la oía. Yendo por una calle cierto día,
vio uno de esos rizos brillantes en el suelo cerca del edificio
donde tenían a Emi prisionera. Levantándolo con ternura,
dio gracias a Dios, y se puso a observar con cuidado las
ventanas de ese edificio.
Mientras tanto, los ojos de Emi empeoraban. La mujer
que la cuidaba comenzó a asustarse, porque había creído
que pronto mejoraría. Se había encariñado con la pequeña
Emi y le había impresionado mucho la confianza que Emi
tenía en el Señor, y en que siempre le decía:
 — ¡Jesús la ama a usted también!
Finalmente decidió que tenía que llevarla a un médico,
o por lo menos a alguien que pudiera ayudarla con los ojos.
Así fue que esa noche, la mujer tomó a Emi en sus brazos y
la bajó por una escalera y salió con ella por la salida de atrás.

17
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

El Señor guió al padre de Emi por ese lugar justo en ese


momento, por lo que no lo sorprendió ¡ver a Emi llevada
por la calle por la mujer!
Enseguida arrebató a Emi y con ella en sus brazos corrió
por la calle oscura dejando atrás a la mujer. ¡Oh, que felices
estaban porque Dios los había cuidado, y les había dado la
manera de encontrarse!
Pero Emi estaba casi totalmente ciega. La luz le hacía
mal a los ojos, que parecían empeorar en lugar de mejorar.
Los doctores no podían ayudar, porque el golpe que había
recibido en la cabeza había dañado un nervio, y lo único
que podían hacer era orar.
Emi estuvo ciega durante un año, ¡y el Señor le enseñó
muchas lecciones maravillosas sobre la paciencia y la
oración! Hasta aprendió a tejer sin usar la vista, porque
una mujer bondadosa venía con frecuencia para ayudarla
y enseñarle.
Emi aprendió a amar a esta nueva amiga bondadosa, y
tuvieron muchas pláticas en que Emi le contaba del Señor
Jesús.
 — Él la ama tanto que murió para que usted pudiera
vivir, y para limpiarla de todos sus pecados.
 — Quizá soy demasiado pecadora — contestaba la
mujer.
 — ¡Oh, no! — Emi le aseguraba con alegría — . Jesús
murió por todos los pecados en todo el mundo.
Cierto día a Emi le dolían tanto los ojos que ya no
aguantaba. Algo pareció estallar … ¡y volvió a ver! ¡Qué
maravilloso le pareció el mundo de Dios! ¡Su corazón
estaba tan lleno de agradecimiento que sentía que no podía
agradecerle a Dios lo suficiente!

18
¡Secuestrada!

Pero el Señor le tenía reservada más felicidad a Emi,


porque la bondadosa mujer que la había ayudado, aceptó al
Señor Jesús como su Salvador, y le dijo al papá de Emi que
quería ser bautizada.
 — Primero, tengo que decirles algo — dijo.
¡Arremangándose le manga le mostró al papá de Emi
una cicatriz en su brazo hecha por los dientes de alguien!
 — ¿Qué es eso? Parece la mordedura de un perro.
 — No, no un perro, esto lo hizo su hijita.
 — ¡Qué terrible! Y usted ha sido tan cariñosa con ella.
 — ¡Oh, no, señor! Me mordió cuando le cubrí la
cabeza con una bolsa para secuestrarla! Oh, señor, ¿podrá
perdonarme? Amo al Señor Jesús, y Él me ha perdonado.
¿Puede usted perdonarme también?
Con los ojos llenos de lágrimas el misionero le tomó el
brazo, y dijo:
 — Hermana, ¡la perdoné hace mucho tiempo! ¡He
estado orando por usted sin saber quién era!
Esta mujer llegó a ser un testigo fiel del Señor Jesús, e iba
por todas partes contándole a otros la maravillosa historia
del amor de Jesús. Aun en su vejez, siendo ella misma ciega,
¡todavía le gustaba contar la historia que había aprendido
de la pequeña Emi a quien había secuestrado!

19
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

20
Una “Rosa” Filipina
138866

Una “Rosa” Filipina


Islas Filipinas

21
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

¡OH! ¿Qué era ese ruido espantoso? ¡Por toda la calle se oían
los pitazos y las sirenas!
Rosa sabía lo que era. ¡Era el ruido de las alarmas antiaéreas!
Con su muñequita debajo del brazo corrió presurosa a la escalera
del sótano donde estaba el estudio de su papá, que era el único
refugio antiaéreo que tenían. No ofrecía mucha protección, pero
estaba debajo del piso del porche que era de losetas de cemento.
Mamá, papá, sus dos hermanos y Rosa siempre oraban, ¡y el
Señor los cuidaba!
¡Rosa y su muñequita tenían un lugarcito especial sólo para
ellas! Había una alfombrita a un lado del escritorio de papá,
y era allí donde ella y su muñequita iban para orar, y para
sentarse muy quietas hasta que oían la señal de que el peligro
había pasado.
Rosa vivía lejos, al otro lado del mundo en Manila, en
las Islas Filipinas. Manila era una ciudad muy hermosa

22
Una “Rosa” Filipina

antes de la guerra, con sus lindos árboles y hermosa flores


tropicales. Los niños filipinos que juegan en las calles
tienen cabello y ojos muy oscuros, pero se visten como los
niños se visten en nuestro país si sus padres tienen con qué
comprarles ropa; sino, ¡los muchachitos chiquitos usan sólo
una camisa!
Pero Rosa tenía un cutis muy claro, ojos azules y
cabello rubio; porque aunque Rosa había nacido en ese
país, su mamá y su papá eran misioneros que venían de
los Estados Unidos. Nunca hubieras adivinado que ella era
norteamericana al oírla hablar, porque podía conversar en
el idioma tagalog con sus amiguitas como si fuera filipina.
A Rosa también le encantaba la comida filipina, le
gustaba más que la norteamericana, lo cual le caía muy bien
a los filipinos. Ellos comen mucho arroz y pescado, pero
también tienen otros platillos interesantes y deliciosos. A
todos los niños les gusta la fruta del lugar antes de que
madure. Es difícil entender cómo les pueden gustar los
mangos verdes que son muy duros y agrios, pero se los
comen con sal, y los disfrutan. A Rosa también le gustaban
así, ¡y trataba de convencer a su mamá de que eran ricos!
Rosa iba a una escuela para chicos norteamericanos
cuyas clases empezaban a las siete y media de la mañana, y
terminaban a las doce y media del medio día. La mayoría
de sus amigas iban a la escuela filipina. Algunas de ellas la
acompañaban a la escuela dominical de su papá, y a todos
Rosa les hablaba del Señor Jesús, porque le había entregado
a él su corazón.
Cuando Rosa tenía apenas diez años, ¡bombarderos
japoneses comenzaron a volar sobre su casa! La guerra
había llegado a las Islas Filipinas. Al poco tiempo, los
japoneses ocuparon su ciudad, y Rosa y su familia no se

23
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

animaban a salir a la calle durante el día. Los japoneses


siempre andaban buscando a norteamericanos e ingleses, y
cuando los encontraban los llevaban en camiones a campos
de concentración. Finalmente, se llevaron a casi todos los
norteamericanos, ¡pero nunca fueron a la casa de Rosa!
Cierto día llegaron otros misioneros que iban rumbo a
India y que tuvieron que dejar su barco. Entonces, vinieron
a vivir a la casa de Rosa. Tenían una hijita un poco más
chica que Rosa, llamada Joy. A pesar del temor de ser
bombardeados y de la guerra, pasaban ratos felices hasta que
un día los japoneses ordenaron ¡que todos los extranjeros se
reportaran al campo de concentración!
Los amiguitos filipinos de Rosa se pusieron muy tristes,
y lloraban cuando se despedían, pero la mamá de Rosa dijo:
 — No lloren por nosotros, ¡oren! ¡Dios nos cuidará!
Cuando llegaron al campo de concentración, les dijeron
que todos los misioneros serían trasladados. ¿Adónde creen
que los mandaron! ¡A sus casas!
¡Imagínense la sorpresa de sus amigos cuando los vieron
venir! Ahora, ¡lloraban de alegría!
Los creyentes de su iglesia dijeron:
 — ¡Es como cuando Pedro estuvo en prisión! Los
creyentes oraron, y Dios lo liberó. ¡Ustedes fueron al campo
de concentración, y nosotros oramos, y Dios los liberó!
La mamá de Joy había sido maestra, así que comenzó
una escuela para Joy y Rosa y cuatro hermanitas filipinas
que vivían al otro lado de la calle. Otra misionera empezó
un club bíblico para ellas, y después de un tiempo ¡las
cuatro niñitas filipinas y su mamá fueron salvas!
Pero después de un tiempo, los japoneses volvieron a
decirles que tenían que irse al campo de concentración.
¡Tenían que estar listos a la mañana siguiente cuando

24
Una “Rosa” Filipina

los camiones se los llevarían! Al día siguiente, todos los


misioneros y sus familias que vivían en Manila fueron
llevados en camión a Los Baños.
Aquí vivirían en largas barracas. Las barracas para
familias estaban divididas en pequeños cuartos, con dos
personas en cada uno. Había cuarenta y ocho cuartos en
cada barraca. Rosa compartía un cuarto al lado del de sus
papás con otra niñita cuyos padres también eran misioneros.
Los japoneses dieron permiso para que tuvieran una
escuela, así que Rosa, sus hermanos y todos los demás
niños tenían clases todas las mañanas. Iban a los cuartos
de distintas personas para cada materia. En el cuarto de
Rosa, tenían la clase de geografía. Una maestra les daba
lecciones sobre las estrellas y las constelaciones que podían
ver de noche. Las noches eran muy oscuras, ¡y las estrellas
brillaban con esplendor! Una artista tenía una clase en las
tardes, y a Rosa la encantaba dibujar. ¡Solía treparse en un
árbol alto, y sentada allí dibujaba todo lo que podía ver!
Después de que los norteamericanos comenzaron
a bombardear, los japoneses no permitieron que nadie
se trepara a los árboles, ¡para la desilusión de Rosa! Los
japoneses dieron estas órdenes porque nos les gustaba cómo
algunos de los muchachos subían a los árboles cuando los
bombarderos americanos volaban por encima, y ¡gritaban
el número de aviones que podían ver!
 —  ¡Tengo tanta hambre! ¿Cómo sería volver a comer
todo lo que queremos? —  preguntaba a veces Rosa.
La vida en el campo de concentración no era tan
mala excepto que no tenían bastante para comer, y todos
perdieron mucho peso, y se cansaban fácilmente, y muchos
se enfermaron.

25
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

Con el correr del tiempo, la comida comenzó a escasear


aún más, y más personas se enfermaron. Oraban pidiendo
que fueran liberados. Cierta mañana, Rosa se acercó a su
mamá con su Biblia en la mano:
 — Mamá, este es el versículo que el Señor me dio esta
mañana cuando leía la Biblia.
Rosa sólo tenía diez años, pero leía un capítulo en su
Biblia todas las mañanas, aun en el campo de concentración.
El versículo que le leyó a su mamá dice así:
“No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea
humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más
de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente
con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Cor.
10:13).
 —  Creo que pronto vendrán los norteamericanos,
porque Dios dijo que dará la salida.
En las dos o tres semanas siguientes, recitó muchas
veces la promesa que el Señor le había dado, ¡porque estaba
segura de que Dios les daría la manera de salir de allí!
Las raciones de comida eran cada vez más escasas, hasta
que un día los japoneses les dijeron que ¡ya no tendrían
nada para comer! Parecía seguro que morirían de hambre,
porque no había modo de salir del campo de concentración
para obtener comida, y, dentro del campo de concentración
¡no había comida! Entonces, todos los misioneros se
reunieron para orar.
Justo cuando terminaban de orar, oyeron bombarderos
norteamericanos que volaban sobre el campo de
concentración. Se fueron de picada tan cerca del
campamento que Rosa y los demás pudieron ver las
bombas que caían del bombardero. Esa noche, Rosa le dijo
a su mamá:

26
Una “Rosa” Filipina

 — Creo que Dios pronto enviará la salida. Me parece


que los norteamericanos llegarán esta noche o mañana a la
mañana, así que me voy temprano a la cama para estar lista
cuando llegan.
A la mañana siguiente, la mamá de Rosa prendió el
fuego en su cocinita y puso a cocinar el último puñadito de
arroz para el desayuno. Justo en ese instante sonó el gong
llamando a pasar lista, y en el mismo momento oyeron el
pesado zumbido de aviones.
 — ¡Aviones de transporte! — gritaron unos
muchachos — . ¡Aviones de transporte norteamericanos!
Todos se apresuraron a salir para ver … ¡y qué maravilla
vieron! Enormes aviones de transportes trazaban círculos
sobre el campo de concentración, y luego, del cielo
aparecieron paracaidistas, ¡unos ciento cincuenta! ¡Qué
gran exclamación de agradecimiento elevaron a Dios los
internos mientras observaban la salida que bajaba del cielo!
Paracaidistas —  toda una fila de ellos, ¡cayendo en
una hermosa formación de estos aviones de transporte!
Rosa sabía que jamás en la vida olvidaría ese espectáculo
maravilloso. Un avión volvió a volar en círculo sobre el
campo de concentración y los otros podían leer en el costado
la palabra “Rescate” pintada en grandes letras amarillas.
¡Ah, qué emoción y entusiasmo había en ese campo de
concentración a las siete y media de la mañana! Nadie sabía
justamente lo que estaba pasando, pero recibieron la orden
de que todos se fueran adentro porque pronto comenzaría
la batalla. Le pidieron al papá y al hermano mayor de Rosa
que recorrieran el campo advirtiendo a los demás que se
quedaran adentro. Y su otro hermano se apresuró adentro
diciendo:

27
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

 — Mamá, ¿dónde está el resto del arroz que estabas


guardando para el mediodía? ¡Cocinémoslo! ¡Ha llegado
nuestro rescate!
Así que mientras las balas zumbaban alrededor,
¡hirvieron el arroz hasta que se coció! Rosa y su mamá,
corrieron a la parte de adelante de la barraca para ver si
podían divisar a los soldados norteamericanos, y, ¡oh, qué
bueno fue verlos!
Les ordenaron que se quedaran adentro y que se
acostaran ¡pero estaban demasiado emocionados para
hacerlo!
 — Aquí tengo un poco de azúcar que estuve guardando
para mi hijito  —  dijo alguien cuando estaba listo el
desayuno — , ¿quién lo quiere?
El hermano de Rosa se apresuró a tomar el azúcar, y
todos le pusieron una cucharada a su arroz. ¡Era la primera
vez en cinco meses que saboreaban el azúcar!
Al poco rato aparecieron grandes tanques, y se escuchó
la orden:
 — ¡Estén listos para partir en cinco minutos!
Juntaron apresuradamente las cosas y subieron apilados
en los tanques que los esperaban. Pero no había lugar para
todos, así que la familia de Rosa tuvo que caminar tres
millas hasta el lago. Aunque físicamente estaban débiles
pudieron llegar, y allí los encontró un hombre con una lata
de azúcar que estaba dando a cada uno una cucharada en la
mano … ¡qué bien sabía!
Pronto los tanques estuvieron listos para cruzarlos
al otro lado del lago, luego unos camiones los llevaron a
la cárcel, ¡sí, la cárcel! Pero era porque éste era el único
lugar donde el ejército los podía colocar, y a ellos no les
importaba, ¡porque flameaban banderas norteamericanas, y

28
Una “Rosa” Filipina

había alimento y libertad! El ejército y la Cruz Roja fueron


maravillosos con ellos, pero Rosa y su familia sabían que,
en realidad, era la mano de Dios lo que estaba detrás de
todo y los había puesto en libertad, porque, ¡tal cómo lo
había prometido, les había dado la salida!
Después de seis semanas de cuidado y buena comida se
encontraron en un barco grande, ¡rumbo a su patria!
Las experiencias de Rosa durante la guerra se parecen
mucho a las de cada pecador, sí, ¡las de cada uno de ustedes,
niños y niñas! Así como Rosa fue prisionera de guerra, ¡son
ustedes esclavos del pecado y de Satanás mientras no sean
salvos! Los norteamericanos llegaron y rescataron a Rosa.
¡El Señor Jesús murió en la cruz para poder rescatarlos a
ustedes del poder de Satanás!
El Ejército Norteamericano y la Cruz Roja le dieron
comida y ropa a Rosa, y la llevaron a su patria. El Señor
Jesús quiere salvarlos a ustedes por su maravillosa justicia, y
les da Su Palabra como alimento espiritual. Un día volverá
para llevar a todos los que en Él confiaron para estar con
Él. ¿Estarán ustedes listos para ese día?

29
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

30
Porque Ching Le Y Ching Jung Oraron
138867

Porque Ching Le Y Ching


Jung Oraron
China

31
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

Ching Le y Ching Jung reían contentas cierta mañana en


marzo cuando vieron una bandada de gansos salvajes volando
hacia el sur. Las grandes aves se veían tan lindas con el sol
reflejado en sus plumas blancas, y su graznido melodioso se
seguía oyendo mucho después de que se habían alejado en el cielo
azul.
 — Eso quiere decir que el invierno realmente ha
pasado — exclamó Ching Le.
 — Sí, y tenemos que apurarnos y preparar nuestros
barriletes (cometas, papalotes) para aprovechar el viento
primaveral — dijo Ching Jung entusiasmada mientras corrían
a casa para contarle la buena noticia a su mamá.
 — Mamá — llamaron juntas las pequeñas — , acabamos de
ver a los gansos salvajes volando hacia el sur, así que el invierno
ha pasado.
La Sra. Chang sonrió:

32
Porque Ching Le Y Ching Jung Oraron

 — Ustedes saben que todavía faltan dos meses para que


venga el calorcito.
 — Oh, sí, — contestó Ching Le, de siete años y muy madura
para su edad — , ya sé que todavía seguirá el frío, pero ya
comienzan los vientos de primavera ideales para los barriletes … 
 — Sí, ya podemos remontar nuestros barriletes — agregó
Ching Jung ansiosamente. Tenía un año menos que Ching
Le y siempre trataba de hablar al mismo tiempo que su
hermana.
 — Este año quiero un barrilete dragón — dijo Ching
Jung.
 — No digas tonterías — rió su hermana — , ¡ya sabes
que eres demasiado pequeña! Un barrilete así te levantaría
por el aire ¡y probablemente te dejaría caer en la cumbre de
una montaña!
 — Bueno, entonces quiero un barrilete
mariposa — contestó — , ¡y volará más alto que el tuyo!
 — Y yo quiero un barrilete que parezca una golondrina
llena de gracia — dijo Ching Le — , será … 
 — ¡Silencio, niñas! Si siguen discutiendo, no tendrán
ningún barrilete, y, de cualquier manera, tienen que esperar
que regrese su papá. Yo no se los puedo comprar ahora.
Las chiquitas se quedaron calladas ante la mención de
su papá. Era capitán del ejército y había estado ausente
muchos meses. Todos los días la Sra. Chang quemaba
incienso dedicado al pequeño ídolo de arcilla, se golpeaba
la cabeza en el suelo delante de él, y pedía protección para
el Capitán Chang.
Reinaba la intranquilidad en todo el norte de China
porque era durante el tiempo de la Revolución China.
Hombres, mujeres y niños huían aterrorizados ante los
ejércitos invasores. Muchos huían a las montañas donde se

33
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

escondían durante días entre las rocas. Volvían a sus aldeas


y hogares después de que se iba el ejército, para encontrar
que les habían robado o arruinado sus pertenencias.
Muchas aldeas eran incendiadas y quedaban totalmente
destruidas por el fuego. Pero estaban agradecidos de estar
vivos y volvían a reconstruir sus casas.
Hasta ahora, el pequeño pueblo de Sing Min no había
sido molestado, y aparte de las historias espantosas y los
rumores de guerra, reinaba la quietud y la tranquilidad.
Pero la noche anterior la Sra. Chang había oído que el
ejército invasor había descendido súbitamente sobre Min
Tuan, una gran ciudad al sudeste. Eso era peligrosamente
cerca.
Los dos días siguientes Ching Le y Ching Jung estaban
contentas de quedarse adentro y ayudar a su mamá a
preparar material para hacer suelas de zapatos, porque
afuera el viento soplaba huracanado. Había comenzado
como siempre lo hace en la primavera: primero pasaba una
suave brisa sobre las montañas. Hacía que los pastos secos
se doblaran pareciendo saludarse unos a otros con gracia.
Pero dos horas después se ponía borrascoso y soplaba con
fuerza. El aire se llenaba de polvo finito y amarillo, de hojas
y ramitas, y los olmos y sauces gemían y crujían por el
viento que azotaba sus ramas.
Las chiquitas se divertían ayudando a su mamá. En
un tazón grande, ella había mezclado pegamento y a cada
niña le había dado una pila de trapos cortados en tiras.
Primero, cubrían un tablón con una capa de pegamento y
luego ponían una capa de trapos, después más pegamento
y más trapos hasta tener un grosor de seis a ocho capas.
Cuanto lo terminaban lo llevaban afuera para secar, y
después quitaban el tablón. Los trapos pegados parecían

34
Porque Ching Le Y Ching Jung Oraron

cartón y estaban listos para cortar y convertirlos en suelas


de zapatos.
Al tercer día el viento soplaba más fuerte que nunca, y
el aire estaba amarillo por el polvo que traía del desierto
del norte. Esa noche la Sra. Chang no podía dormir porque
el viento hacía vibrar las tejas del techo, casi arrancaba las
ventanas de papel y silbaba al azotar las ramas del viejo
sauce en el patio.
Alrededor de la medianoche escuchó que tocaban
suavemente en el portón del frente. Al principio creyó que
era el viento, después escuchó las palabras “K’al men, K’al
men” (abre la puerta, abre la puerta).
La Sra. Chang tenía miedo de salir, porque temía
que fueran los soldados; pero si hubieran sido ellos no se
hubieran molestado en llamar a la puerta, sencillamente la
hubieran abierto a la fuerza. Un momento después salió,
y abrió el portón inmediatamente cuando escuchó la voz
familiar del capitán Chang.
 — Creía que nunca me ibas a oír — dijo éste, quitándose
el polvo y la tierra del rostro — , dispongo de poco tiempo
porque tengo que reportarme a mi compañía mañana en la
aldea Kung Ying.
Bajó la voz y susurró:
 — El ejército invasor llegará aquí para mañana al
mediodía. Tienes que despertar a las niñas, juntar algunas
cosas, y estar lista para partir dentro de media hora. ¡No
hay tiempo que perder!
La Sra. Chang no podía creer lo que oía.
 — ¿Quieres decir que tenemos que huir y abandonar la
casa? — gimió.
 — No pierdas el tiempo haciendo preguntas — dijo el
capitán — , o será demasiado tarde.

35
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

Ching Le y Ching Jung no podían entender por qué


las habían despertado y vestido a esa hora de la noche.
Se acurrucaron soñolientas al pie de la cama de ladrillos
mientras miraban cómo su papá ponía comida y ropa en
sacos.
La mamá juntó varios jarrones valiosos y otros objetos
que valoraba. Los llevó afuera y los escondió en el pozo
de los vegetales, cubriéndolos primero con tierra y hojas y
luego dejando caer repollos encima.
La carreta sin resortes, tirada por dos mulas lustrosas
color café, llegó al portón justo a tiempo. El Capitán
Chang llevó apresuradamente los sacos de comida y ropa
a la carreta. La Sra. Chang trajo colchas que puso en el
fondo y a los costados de la carreta, haciéndola acogedora
y calientita.
Envolvieron a las dos niñitas en sus colchas y papá las
llevó a la carreta. Estaban contentas, porque les pareció
divertido ir de viaje.
Por fin partieron. La noche era tan oscura y ventosa que
el carretero tuvo que caminar delante de las mulas para
guiarlas con la luz tenue de un farol de papel.
Llegó la mañana luminosa y clara. El viento se había
ido a las cuevas en las montañas para descansar antes de
volver a soplar.
Los cansados viajeros llegaron al camino principal y
lo encontraron abarrotado de otros refugiados. Muchos
viajaban en carretas abiertas. Estaban sentados juntitos
tratando de mantenerse calientes y miraban con envidia
a la familia Chang cuando se acercaron en su carreta
protegida por un toldo de felpa. Otros montaban mulas,
caballos, burros y bueyes, y algunos hasta bicicletas. Pero la
mayoría tenía que caminar, y a los niñitos muy pequeños

36
Porque Ching Le Y Ching Jung Oraron

los llevaban en canastos amarrados a las dos puntas de un


palo de bambú que sus padres llevaban en los hombros y
que se mecían para adelante y para atrás con cada paso que
tomaban.
Ching Le y Ching Jung estaban muy entusiasmadas.
Era divertido ver a toda esta gente y esperar su llegada a
la gran ciudad. Les daban lástima los pobres niñitos y las
ancianas que no tenían carretas cómodas para viajar.
Para el mediodía todos estaban cansados y hambrientos.
A la Sra. Chang le dio trabajo impedir que las niñas se
pelearan, y estaba contenta cuando se detuvieron en la
aldea Kung Ying para comer. Pero era aquí donde tenían
que decirle adiós al Capitán Chang.
Las mulas también tenían hambre, y chacoloteaban
apresuradamente por los adoquines y al pasar el arco de la
Posada de Descanso para Viajeros.
La posada estaba repleta de soldados, pero encontraron
pronto un cuarto para el Capitán Chang y su familia.
Después de una buena comida de fideos, cebollas fritas y
repollo, el Capitán Chang dijo:
 — De aquí en adelante, tienen que ir solas. El carretero
es un hombre bueno y las llevará sanas y salvas a la
propiedad Fu Yin T’ang (Salón de Buenas Nuevas) en la
ciudad de Ling.
 — ¿Qué es eso? — preguntó alarmada la Sra. Chang — ,
¿quieres decir que tenemos que ir a ese lugar? He oído
historias terribles de los extranjeros que viven allí; hechizan
a la gente y no creen en nuestros dioses.
Se detuvo súbitamente y se quejó:
 — ¡Ay, eso me hace acordar que en nuestro apuro por
huir de casa, me olvidé de poner comida delante de nuestro

37
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

ídolo, ni quemé incienso ni le dije una oración! ¿Qué nos


va a pasar ahora?
El Capitán Chang agitó la mano con impaciencia.
 — ¡No seas necia! Esos dioses de piedra no sirven
para nada, y tú y las niñas estarán bien cuidadas por los
misioneros. Sé que son personas buenas, nada menos que
la semana pasada conocí a algunos en la ciudad de Chao
Yang.
Era casi medianoche cuando la Sra. Chang y las niñas
llegaron a la ciudad de Ling y se detuvieron afuera de Fu
Yin T’ang. Ya había allí muchas mujeres y niñas, otras
esperaban afuera como ellas.
Al principio la Sra. Chang y las niñitas tuvieron miedo
cuando vieron a los misioneros extranjeros. Tenían la nariz
y los pies tan grandes, su piel parecía papel de arroz blanco,
y qué cabello raro tenían.
Hubo mucho hablar y discutir en tonos controlados
porque los misioneros insistieron en revisar los sacos,
paquetes y colchas. Lo hacían, porque en un paquete habían
encontrado un revolver, y en otro un pequeño ídolo. Estas
cosas no podían ser permitidas en la propiedad Buenas
Nuevas.
La Sra. Chang y las niñitas habían estado en Fu Yin
T’ang más de una semana. La Sra. Chang no sólo se
había acostumbrado a los misioneros extranjeros, sino
que realmente le gustaba estar allí. Les servían dos buenas
comidas todos los días, y era lindo sentarse alrededor del
brasero de carbón y conversar con otras mujeres o escuchar
al misionero y a la mujer de la Biblia enseñarles acerca del
Señor Jesús.
Había tantos refugiados que no podían dormir en las
camas calientitas de ladrillos, y la Sra. Chang y sus hijas,

38
Porque Ching Le Y Ching Jung Oraron

junto con unas quince mujeres y niñas, ocuparon el pequeño


salón evangélico. Apilaron los bancos en un extremo,
pusieron tapetes de paja sobre el piso de ladrillo, y luego
cada una extendió su colcha sobre los tapetes. Durante
el día había un fuego ardiente en la pequeña estufa, y de
noche la lumbre del carbón daba calor.
La Sra. Chang con frecuencia se quedaba despierta de
noche pensando en los misioneros y los cristianos chinos.
“Sí”, se decía, “son buenos y bondadosos, y esas historias
terribles que he oído de ellos son todas mentiras. Este
Dios que adoran, aunque no se puede ver, realmente parece
ayudarlos, que es más de lo que jamás hacen los ídolos de
piedra.”
A Ching Le y Ching Jung les encantaba estar en Fu Yin
T’ang y ya habían llegado a conocer y amar al Señor Jesús.
Al principio, escuchaban con la boca abierta mientras
la misionera les contaba que Dios amaba tanto al mundo,
y a todos los hombres, mujeres y niños, que envió a Su
único Hijo amado a la tierra para morir en una cruz. Por
Su muerte y el derramamiento de Su preciosa sangre, todos
los que acuden a Él, creyendo en Él y confesando que son
pecadores, serán salvos, e irán con Él al cielo al morir.
 — ¿Quiere decir que Dios nos puede amar aunque
muchas veces nos portamos mal y nos enojamos? — preguntó
Ching Le.
 — ¿Y cuando no hacemos las cosas que mamá nos
manda hacer?
 — Sí, el Señor las ama — respondió la misionera — , pero
quiere que le digan que se han portado mal y que le pidan
que las perdone. Entonces Él las ayudará a portarse bien.
Si ustedes realmente lo aman, siempre querrán portarse

39
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

bien y hacer los cosas que a Él le agradan; entonces, estarán


agradando también a su mamá y a los demás.
La misionera abrió su Biblia, y después de un momento
dijo:
 — Cuando somos hijos de Dios, Él nos cuida, y nunca
tenemos que preocuparnos por el futuro porque Él lo tiene
todo planeado, y así lo dice en Su Palabra.
Buscó en la Biblia el Salmo 32:8 y leyó:
 — “ Te haré entender, y te enseñaré el camino en que
debes andar.”
Habían pasado tres semanas desde que la Sra. Chang y
sus hijitas habían llegado a Fu Yin T’ang. No tenían noticias
del Capitán Chang; su esposa estaba muy preocupada y a
veces no podía contener las lágrimas. Ching Le y Ching
Jung trataban de consolarla:
 — No te preocupes, mamá, Dios está cuidando a papá.
¿Por qué no confías en Dios? Él te dará paz si lo haces.
 — Paz — murmuraba la Sra. Chang — , ¿cómo puedo
tener paz cuando escucho el estruendo de las armas
de fuego en la distancia, cuando las balas zumban por
encima nuestro y pegan el techo? ¿Cómo puedo dejar de
preocuparme cuando oigo los aviones tan cerca, y por todos
lados se oyen los sonidos de guerra?
El domingo a la mañana amaneció claro y brillante. Era
un día primaveral, y los pájaros lo sabían también, porque
piaban y cantaban alegremente. Pero aunque el día era tan
claro, las noticias de la guerra eran peores y el sonido de los
escopetazos se oían mucho más cerca. Todos los refugiados
tenían mucho miedo y al principio no querían salir de sus
cuartos para ir al salón de reunión. Pero una vez que se
encontraban adentro cantando coritos e himnos, estaban
contentos, porque eso ahogaba el sonido de los rifles.

40
Porque Ching Le Y Ching Jung Oraron

A Ching Le y Ching Jung les encantaba cantar acerca


del Señor Jesús, y su mamá no podía menos que desear
confiar en Dios y ser tan feliz como ellas.
La Sra. Chang escuchó atentamente al Sr. Ta, el
misionero, cuando leyó en la Biblia: “La paz os dejo, Mi
paz os doy; Yo no os la doy como el mundo la da. No se
turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” ( Juan 14:27). “Tú
guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en
Ti persevera; porque en Ti ha confiado. Confiad en Jehová
perpetuamente, porque en Jehová el Señor está la fortaleza
de los siglos” (Isaías 26:3-4). “Echando toda vuestra
ansiedad sobre Él, porque Él tiene cuidado de vosotros”
(1  Pedro 5:7). “Él herido fue por nuestras rebeliones,
molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue
sobre Él, y por Su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías
53:5).
De pronto las lágrimas comenzaron a caer por el rostro
de la Sra. Chang, y cuando la Sra. Ta le puso el brazo
alrededor de los hombros, la Sra. Chang exclamó:
 — Pensar que Jesús sufrió todo eso por mí, y yo lo he
estado rechazando por tanto tiempo. Quiero confiar en Él,
como lo hacen usted y el Sr. Ta, y como mis hijitas me han
pedido que lo haga.
 — ¿Por qué no se lo dice ahora? — susurró la Sra. Ta
 — Simplemente habla con Dios como hablarías con un
amigo — dijo Ching Le.
 — Sí, porque Él es también nuestro amigo — agregó
Ching Jung.
La voz de la Sra. Chang temblaba al orar:
 — Dios verdadero, ahora creo en Ti. Por favor perdóname
los pecados y ven a mi corazón y haz que pueda confiar en
Ti como lo hacen Ching Le y Ching Jung. Amén.

41
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

Desde ese día en adelante, la Sra. Chang era otra persona;


tenía gozo y paz en su corazón y ya no se preocupaba por la
guerra. En cambio, pasaba su tiempo orando por el capitán
Chang, pidiéndole a Dios que lo protegiera y lo trajera a
ellas sano y salvo. Anhelaba poder contarle al capitán acerca
del Señor Jesús, para que también él tuviera el gozo y la paz
que ella y las niñitas tenían.
Tres días después hubo regocijo en la ciudad de Ling,
porque habían hecho que el enemigo se retirara y a toda
prisa se refugiara en las montañas occidentales, mientras
que el ejército victorioso marchaba triunfante en la ciudad.
Con él llegó el Capitán Chang. Se escucharon pasitos que
corrían y voces emocionadas:
 — ¡Pa Pa lai liao! (Ha llegado papá) — exclamó Ching
Le.
 — ¡Y ha hecho que el enemigo se retire! — la vocecita
estridente de Ching Jung podía oírse hasta en el patio de
al lado.
La Sra. Chang se apresuró hacia ellas, y todos parecían
estar hablando a la vez.
 — Ahora todos creemos en Jesús, y no le tenemos
miedo a nada porque Dios nos protege — dijo Ching Le
sin respirar.
La Sra. Chang sonrió contenta.
 — Dios nos ha dado verdadero gozo y paz, y ahora las
niñas me obedecen y no discuten ni se pelean.
La pequeña Ching Jung le tironeaba la manga al capitán,
cuando dijo:
 — Oramos y le pedimos a Dios que te protegiera, y lo
hizo, ¿no es cierto?
Dando a cada una de las pequeñas una manzana
acaramelada, el Capitán Chang dijo:

42
Porque Ching Le Y Ching Jung Oraron

 — ¡Esta es una noticia maravillosa! Mañana


regresaremos a casa, y me tendrán que enseñar ustedes
todo acerca de Dios porque yo también quiero conocerlo.
 — También te podemos enseñar a cantar acerca de
Él — dijo Ching Le, y Ching Jung asintió con la cabeza, ya
que esta vez no podía hablar porque tenía la boca llena de
manzana acaramelada.

43
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

44
Un Cordero Navajo
138868

Un Cordero Navajo
Nuevo México

45
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

 — ¿Qué pasa, Nabash?


Las grandes lágrimas corrían lentamente por las mejillas de
la pequeña india navajo de seis años. Pero Nabash sólo sacudió
la cabeza porque no podía contestar.
Era una noche fría de invierno, pero el fogón en el
centro del piso de tierra mantenía calientito al qogham
(vivienda típica de los indios navajos, con paredes de barro
apuntaladas con palos). El qogham en que vivía Nabash
parecía un bol de cereal boca abajo. La niña se encontraba
sentada entre su mamá y su papá en una suave piel de oveja
en el piso de tierra, cerca del fuego.
A pesar del calor y la seguridad de su hogar, el corazón
de esta indiecita estaba inquieto. Estaba pensando
pensamientos grandes para una niñita tan pequeña. Pensaba:
“¿Adónde se irá mi espíritu cuando deje mi cuerpo?’
No tenía idea de cómo sería el lugar, pero mamá y papá
siempre hablaban de él como “estar entre los diablos.” De
pronto, su corazón se llenó de temor. No habría allí un
qogham lindo y calientito; de eso estaba segura. ¡No habría
descanso, y quizá ni siquiera una pequeña piel de oveja
sobre la cual sentarse!
Pero ni los pensamientos y temores tan sombríos podían
mantener abiertos sus ojos que se le cerraban de sueño, y
pronto se quedó dormida sobre la calientita piel de oveja, y
mamá le enrolló alrededor una frazada grande.
En su hogar en el qogham, Nabash nunca había oído el
nombre del Señor Jesús. Nunca había oído leer la Biblia,
ni una oración de gracias antes de comer, porque su pueblo
no conocía al Dios verdadero. En cambio, algunas noches
después de su comida de pan y café, cuando su papá había
guardado sus herramientas con las que trabajaba plata, les
contaba historias de la religión navajo.

46
Un Cordero Navajo

Nabash se acurrucaba bien cerquita sentada sobre la


piel de oveja, porque le encantaba oír historias. Su papá
contaba acerca de “La-diosa-que-es-siempre-joven” y del
“Dios del amanecer”, del “Dios del anochecer” y muchas
más. Nabash creía sinceramente en todos estos dioses, y
aprendió a orar a ellos.
Cuando tenía ocho años, sus padres la escogieron de
entre sus hermanos y hermanas para ir a la escuela. Muy
pocos indios podían leer o escribir en aquel entonces, pero
el papá de Nabash sentía que uno de su familia tenía que
capacitarse para manejar el negocio familiar.
Era emocionante, y un poco triste, dejar su qogham y su
familia. Cuando partió en su pequeño pony con un pequeño
atado de ropa bajo el brazo, las montañas a la distancia se
veían borrosas entre las lágrimas que trataba de contener.
¡Qué nueva y extraña era la vida escolar! Se encontró
en un dormitorio grande con muchas chicas de diversas
edades, todas con cabello lacio y negro y ojos oscuros como
los de ella, pero en cierta forma se veían muy distintas.
Quizá eran los vestiditos escolares sencillos que usaban.
Nabash acarició los trocitos de plata que adornaban su
blusa de terciopelo, y miró la colorida pollera ancha que
cubría todo menos la punta de sus mocasines. Estas chicas
tampoco tenían las piernas envueltas en tiras de algodón
como ella. Las mujeres y los niños navajos se envolvían las
piernas para que las víboras no pudieran picarles cuando
estaban afuera con las ovejas. Nabash decidió sacarse las
suyas en cuanto nadie la viera, porque probablemente no
había aquí víboras como en el desierto.
La encargada le dio un nombre inglés: Dorothy.
Dorothy significa “el don de Dios,” pero la encargada ni
se imaginaba que ella sería realmente un regalo de Dios a

47
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

su pueblo y que un día podría guiarlos en el camino de la


vida eterna.
Todas las semanas visitaba la escuela un misionero.
Dorothy se sentaba calladita, tratando de no escuchar las
historias bíblicas, en cambio, pensaba en los dioses de su
propia gente. Sus padres le habían advertido que no creyera
estas historias, y que nunca dejara la antigua religión navajo.
A Dorothy le seguía preocupando a dónde se iría su
espíritu cuando abandonara su cuerpo, pero no quería
escuchar a la misionera, porque no tenía ningún interés en
ir al cielo de ella. Quería ir al cielo de los indios — o donde
fuera que iban — ¡y estaba segura de que eran dos lugares
distintos!
Cuando pasó a cuarto grado, la pusieron en la Escuela
de la Misión. Aquí contaban historias bíblicas todos los
días, y Dorothy no podía menos que escuchar un poco.
Pronto empezó a pensar en ellas.
Cuando regresó a su casa para las vacaciones de primavera
era la temporada de la cría de corderos. A Dorothy le
encantaba ayudar a cuidar los corderitos recién nacidos.
Una noche, después de haber estado con las ovejas todo el
día, cuando las estaba poniendo en el corral se dio cuenta
que faltaba un corderito. Decidió volver inmediatamente
al campo y buscarlo ¡antes que lo encontrara un coyote
hambriento!
Mientras apresuraba sus pasos, le vino a la mente una
de las historias que había escuchado en la escuela. Era la
historia del Buen Pastor que buscó a Su oveja perdida hasta
que la encontró, y la trajo de vuelta. También recordó las
historias que había oído acerca de cómo Dios contesta
las oraciones. Sabía que este gran Dios podía ver en este
mismo momento al cordero que se le había perdido.

48
Un Cordero Navajo

Dorothy miró todo alrededor, pero no había señales del


cordero. Haciendo una pausa junto a un espinoso cactus,
inclinó su rostro.
 — Querido Dios en el cielo — oró — , Tú sabes donde
está mi corderito. ¿Me lo podrías mostrar?
Mientras oraba, le vino a la mente una clara imagen
del corderito acostado debajo de cierto matorral por donde
había pasado ese día. ¡Se apresuró a ese lugar, y allí estaba
su cordero!
Comenzó su regreso a su qogham, sosteniendo al cordero
cerquita de su corazón. Pero ahora estaba pensando en sí
misma. Cuánto se parecía ella al corderito — perdida en la
oscuridad del pecado mientras el Señor Jesús la buscaba.
¿Por qué no entregarse a Él esta misma noche?
Teniendo apretadamente al cordero en sus brazos, se
puso de rodillas en el pasto de la ladera de la montaña,
inclinó su rostro y se entregó a Jesús. Abrazó con más
fuerza a su corderito, sabiendo que también ella, estaría
segura bajo el cuidado de Jesús.
Desde ese momento en adelante, Dorothy nunca más
sintió los viejos temores que habían llenado su corazón. El
Espíritu Santo de Dios le hizo ver la verdad de las propias
palabras del Salvador:
“Mis ovejas oyen Mi voz, y Yo las conozco, y Me siguen,
y Yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las
arrebatará de Mi mano” ( Juan 10:27-28).
Antes de regresar a la escuela, su gente le hizo una
fuerte advertencia de que no se fuera a hacerse cristiana.
Pero antes de que terminara el año escolar, había confesado
públicamente a su Salvador, y había sido bautizada. Cuando
sus padres se enteraron estaban muy enojados. Le dijeron

49
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

que ella los había traicionado por haber abandonado la fe


de sus mayores.
Dorothy necesitaba una operación en los ojos, pero sus
padres no daban su consentimiento.
 — Yo sé por qué están mal tus ojos, — le dijo su padre — .
La razón es que justo antes de que nacieras, cuando estaba
danzando en la ceremonia “Yeibichai,” me puse torcida la
máscara y dancé con la máscara así. Ninguna operación del
hombre extranjero te puede ayudar. Lo que necesitas es que
te hagan un “Yeibichai.”
¡Una ceremonia “Yeibichai”! Dorothy sabía que eso
significaba nueve largos días de danzas paganas, y luego
una ceremonia a cargo del hechicero. Sabía en su corazón
que nada de eso la podía ayudar porque los dioses de su
gente no tenían poder. Lo que el hechicero le fuera a hacer
a los ojos hasta podía empeorarlos. ¡Cuánto anhelaba que
su gente conociera y amara al Dios viviente que realmente
tenía poder para ayudar!
Su papá no quiso escuchar cuando ella se negó, y muy
enojado, trató de obligarla a obedecerle. Cuando ella siguió
firme en su negativa le dijo cosas amargas y crueles que
entristecieron su corazón, pero el Espíritu Santo de Dios le
recordó: “Bástate mi gracia.”
Dorothy siguió brillando con esplendor para el Señor, y,
poco a poco, su gente vio que pensaba mantenerse fiel a su
nueva fe en el Señor Jesús. Poco a poco, el enojo de su papá
se convirtió en orgullo por su hija, y aunque no aceptó él
mismo al Señor Jesús, presentaba a Dorothy a otros como:
“Mi hija, que es una misionera.”
Poco después de ser salva, Dorothy comenzó a orar
pidiendo poder servir al Señor. Cierto día, leyendo su
Biblia, encontró el versículo: “Porque por gracia sois salvos

50
Un Cordero Navajo

por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de


Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.”
“¡El don de Dios!” ¡Eso era lo que significaba su nombre
Dorothy! Luego pareció que Dios le hablaba diciendo: Te
he dado vida eterna por medio de Cristo, ¡ahora quiero que tú
seas un don para guiar a tu propio pueblo hacia Mí!
Más adelante, Dorothy tuvo una operación exitosa de
los ojos, y hoy es una feliz misionera entre su propio pueblo.

51
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

52
Siddi Encuentra Amor
138869

Siddi Encuentra Amor


India

Hace algunos años, en una pequeña aldea del sur de la India


(donde siempre brilla el sol, y nunca hay hielo ni nieve), nació

53
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

una niñita de piel oscura. Quizá te sorprenda saber que sus


padres estaban muy, muy tristes cuando vieron a su niñita.
 — ¿Qué hemos hecho para merecer esta maldición de los
dioses? — exclamó el papá de la bebita — . ¡Seguramente los
hemos contrariado, y nos están castigando mandándonos a esta
niña cuando queríamos un varón!
Era la primera criatura de estos padres hindúes, y habían
querido tener un varón, porque no creían que las niñitas fueran
nada importantes. Estos padres conocían sólo imágenes hechas
de barro, madera o piedra que guardaban en templos sucios y
eran cuidados por los sacerdotes del templo. Recordando todas
las ofrendas que habían llevado a los pequeños templos hechos
de barro y blanqueados con cal, y que habían puesto frente a los
dioses, la madre gimió:
 — ¡Pensar en todos los cocos, las bananas y la mantequilla
que les hemos ofrecido! Y las hojas y las flores, ¿qué más podíamos
haberles ofrecido para conformarlos?
 —  ¡Yo esperaba un varón!  —  repetía el desdichado
padre — . Bueno, la criaremos, y quizá si le ponemos el
nombre de uno de los dioses, eso los conformará, y después
nos den un varón.
Así fue que a la dulce niñita le pusieron el nombre
“Siddi”, que era el nombre de uno de los dioses que sus
padres adoraban, porque no conocían al verdadero Dios
viviente del cielo. Las niñas infantes en India eran tan
rechazadas que muchas veces las tiraban en la selva para
que las encontraran y comieran los animales salvajes. Pero
Dios tenía un propósito para la vida de Siddi, así que
impulsó a sus padres a criarla.
La mamá llevaba a la pequeña Siddi a todas partes
apoyada en su cadera, porque las mamás en la India siempre
llevaban así a sus bebés. Su mamá y su papá eran culíes, lo

54
Siddi Encuentra Amor

cual significa que tenían que trabajar duro todos los días
para otra gente, haciendo toda clase de cosas. A veces
trabajaban en los campos ajenos en que se cultivaba arroz,
y Siddi era llevada sobre la cadera de su mamá al campo
y luego puesta en el suelo a la sombra de un árbol para
jugar y dormir hasta la hora de dejar de trabajar e irse a
casa para la noche. Más adelante, cuando estaba un poquito
más grande, seguía a su mamá mientras ésta trabajaba en
el campo.
Después nació un varoncito, ¡un hermanito para Siddi!
¡Qué felices se sentían! Llevaron muchas ofrendas a los
dioses para mostrarles lo agradecidos que estaban. Pero
el hijito no vivió mucho tiempo, y cuando murió, el papá
de Siddi golpeó cruelmente a su mamá para mostrar su
desagrado, y también para hacer creer a la gente de la aldea
que era por culpa de ella que los dioses habían dejado que
su hijo muriera.
Después de eso, dominado por la ira, la golpeaba
frecuentemente, porque quería un hijo varón. A veces
las dejaba por varios días, y aun semanas. Cuando volvía
era sólo para golpear cruelmente a la mamá de Siddi, y
muchas veces también a Siddi, si ella no lograba escapar y
esconderse a tiempo. Pronto comenzaron a vivir llenas de
temor y pavor esperando su llegada.
Todos los días iban a hacer su trabajo de culíes por unos
centavos a fin de tener algo para comer. No era siempre
trabajo fácil, y cuando no podían trabajar, pedían limosna.
Si todavía no conseguían nada, robaban cualquier alimento
que podían encontrar.
Cuando Siddi tenía unos seis años, nació otra niñita. Al
poquito tiempo su papá volvió a casa y cuando se enteró de
que su mamá había tenido otra niñita estaba furioso. Golpeó

55
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

muchas veces a la mamá de Siddi. La habría golpeado a


Siddi también, pero no estaba por ninguna parte, porque
se había escapado apresuradamente en cuando vio venir a
su papá. Ella, al igual que su mamá, sabía que él estaría
enojadísimo, así que se escondió a la sombra de una choza
cercana.
“Ojalá salga y se vaya pronto,” pensó la pobrecita Siddi.
Se sentía sola, agachada allí, mirando la puerta de la choza
de barro que era su hogar. Anocheció, se le cerraban los
ojos, y pronto se quedó dormida.
Ya era temprano en la mañana cuando despertó. El
muecín, de pie en la punta de uno de los minaretes de
una mezquita cercana, cantando en voz muy alta, llamaba
a la oración a la que todos los mahometanos respondían
al amanecer. Siddi se sentó y se frotó los ojos soñolientos,
y luego recordó por qué se encontraba allí afuera.
Estirando sus piernitas acalambradas se levantó y se acercó
silenciosamente a su propia choza. Agachándose espió
cautelosamente dentro de la entrada bajita.
Parecía que su papá se había ido, porque cuando miró
adentro, sólo vio a su mamá, sentada en el piso de tierra,
llorando y orando a una pequeña y fea imagen que era
el “dios de su casa” que estaba en el piso delante de ella.
Con su corazón triste por la tristeza de su mamá, Siddi
se acercó silenciosamente. En la tenue luz de la choza sin
ventana, podía ver las heridas y la sangre seca en el rostro y
los brazos de su madre. Luego recordó a su hermanita, pero
aunque la buscó por todos lados no la encontró.
 — ¿Dónde está la bebita, mamá? — susurró.
 — Tu padre se la llevó  —  explicó su mamá entre
lágrimas — . Oh, Siddi, me golpeó con tanta crueldad. Pero

56
Siddi Encuentra Amor

eso no me importa tanto, si al menos no se hubiera llevado


a la niñita en la noche.
A Siddi también le caían las lágrimas, allí sentada
cerquita de su madre.
 — Quizá podamos encontrarla, mamá — dijo al fin — .
Empecemos enseguida. Les podemos preguntar a todos los
que veamos, y quizá alguno la haya visto con papá.
Demorando sólo lo suficiente para orar una vez más
al pequeño dios que nada podía oír, y a quien nada le
importaba, emprendieron su camino. Miraron en chozas
vacías y en cobertizos, y cruzaron campos, atentas todo
el tiempo por las dudas oyeran el llanto de un bebé. Les
preguntaron a muchas personas, pero nadie las podía
ayudar. El largo y caluroso día fue pasando, y finalmente
tuvieron que regresar a casa cansadas y desanimadas. Con
su cuerpo adolorido, y corazón herido, la mamá de Siddi
se inclinó nuevamente ante el pequeño ídolo y rogó que la
ayudara.
Durante varias semanas buscaron en todas las aldeas
vecinas. Mendigaban comida, y cuando no tenían suficiente
para comer, robaban cualquier cosa que podían encontrar y,
yendo a la aldea vecina, vendían lo que habían robado para
poder comprar comida.
No era una vida nada feliz: buscando, preguntando,
mendigando, robando y caminando, caminando, día tras
día en el caluroso sol de la India. Después de dos o tres
semanas, la mamá de Siddi enfermó de gravedad. Se
encontraban en una aldea extraña donde no conocían a
nadie y no había nadie que las ayudara. No tenían comida
ni un lugar donde su madre pudiera descansar excepto el
caluroso costado del camino. Después de varios días de alta
fiebre, la mamá de Siddi falleció.

57
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

Ahora la pequeña Siddi de seis años estaba sola en el


mundo, sin nadie que la amara ni la cuidara. Pero sabía cómo
mendigar, y sabía cómo robar, así que siguió su camino de
aldea en aldea, consiguiendo lo suficiente para sobrevivir.
De noche dormía en hacinas de heno, o en los campos o en
cualquier refugio que podía encontrar. Andaba con la ropa
rota y sucia, y tenía el cabello enmarañado.
Nadie sabe cuántos días o semanas anduvo deambulando
sola, excepto Aquel cuyos ojos cariñosos hasta notan cuando
cae un gorrión. Y así fue que el Señor guiaba los pequeños
pies de Siddi en su deambular, hasta que una mañana
despertó al amanecer en un pueblo extraño. Nuevamente
oyó al muecín mahometano cantando a viva voz desde lo
alto de la mezquita, llamando a los musulmanes de esa
ciudad a orar a Alá. Quizá Siddi pensó en el ídolo al cual su
mamá oraba siempre con tanta fidelidad, y sintió amargura
en su corazón al darse cuenta que éste nunca había ayudado
para nada.
Siddi tenía hambre. En realidad, siempre tenía hambre.
Casi no podía recordar alguna ocasión cuando había tenido
todo lo que quería para comer. Cuando emprendió su
camino en busca de comida, llegó a un gran portón cerrado
al frente de un conjunto de casas. Se preguntaba qué sería
ese lugar, porque espiando por el portón podía ver edificios
que no eran templos hindúes ni mezquitas mahometanas.
Adentro había un pozo, y mientras Siddi miraba, llegó una
mujer con su cántaro para sacar agua.
 — ¡Amma! ¡Amma! —   llamó Siddi.
La mujer puso su cántaro en el suelo, y se dio vuelta
para ver quién llamaba tan temprano en la mañana. Vio
a la niñita harapienta con su bracito flaco extendido entre
los barrotes, y oyó el lamento típico del mendigo pidiendo

58
Siddi Encuentra Amor

comida. Era una mujer india cristiana, y jefa de enfermeras


del hospital que Siddi había visto a través del portón.
 — ¿De dónde vienes, niña? — preguntó, notando qué
sucia y abandonada parecía — . ¿Quién eres, y dónde vives?
 — Soy Siddi,y ya no vivo en ninguna parte, — contestó — .
Pero tengo hambre, ¿me puede dar algo para comer?
La enfermera partió en busca de algo de comida, y
regresó con un dousey, que es como un panqueque.
 — Ahora tienes que irte, — le dijo a Siddi — . Tengo
mucho trabajo porque cuido a muchos enfermos en este
edificio.
 — ¡Oh! ¿Puede usted sanar a los enfermos? — exclamó
Siddi, quizá deseando haber sabido de este maravilloso
lugar cuando su mamá estaba enferma — . ¿Aquí puede
venir cualquiera que está enfermo? ¿Y qué es ese otro
edificio?
Siddi estaba llena de preguntas, y la enfermera tuvo que
explicarle del hospital y del edificio de la iglesia dentro del
conjunto de edificios. Le dijo que el edificio de la iglesia no
era para hindúes ni para mahometanos, sino un lugar para
que los cristianos adoraran a Dios, pero Siddi no entendía
esto porque no sabía qué era un “cristiano.”
 — Hay aquí una Doddamma (que significa mamá
grande) que vino de otro país del otro lado del mar. Sabe
mucho acerca de medicamentos y tratamientos para ayudar
a que los enfermos mejoren — explicó la enfermera. Luego
agregó:
 — La Doddamma tiene también otro conjunto de
edificios, donde tiene un orfanato. Es un lugar donde hay
muchas niñas como tú que no tienen mamá ni papá. La
Doddamma las ama y las cuida.

59
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

¡Alguien que ama y cuida! Las palabras eran casi


demasiado buenas para ser verdad. Los ojos negros de
Siddi brillaban cuando preguntó:
 — Dígame pronto, ¿dónde puedo encontrar a esta
Doddamma? ¡Quiero verla!
 — Estará pronto aquí, porque viene esta mañana al
hospital. Pero si quieres verla antes tendrás que caminar
como una milla a los otros edificios, — y con esto la
enfermera señaló un caminito polvoriento que salía
súbitamente del camino principal.
Sin perder ni un momento más, la pequeña se apresuró
por el camino que le habían señalado. Pasó por el estanque
de agua donde los dhobis ya estaban ocupados en lavar
ropa, porque los dhobis eran hombres indios que juntaban
y lavaban la ropa de gente más rica de castas más altas por
sólo unos centavos. La remojan en los ríos o estanques, y
luego las golpean sobre las rocas para tratar de limpiarlas.
¡Swish — smack! ¡Swish — smack! La ropa era lanzada
alta en el aire y caía pesadamente sobre las rocas, pero Siddi
apenas si los vio cuando pasaba corriendo a su lado. No
podía pensar en otra cosa que la Doddamma, ¡que amaba y
cuidaba a niñitas que no tenían mamá!
¡Bing! ¡Bong! Pasaba por el pequeño templo hindú
blanqueado con cal situado en la cima del monte, y el
sacerdote iba y venía alrededor del templo, meciendo su
incensario humeante en una mano. El viento tomaba la
pesada fragancia del incienso y se la llevaba, al mismo
tiempo que tomaba la toga ancha del sacerdote haciéndola
revolotear alrededor de él. Al caminar, hacía sonar una
campanilla de cobre en la otra mano, pero Siddi no la oyó,
ni vio la enorme imagen del toro sagrado en la cúpula del
templo que parecía mirarla aunque nada veía.

60
Siddi Encuentra Amor

¡Iba en camino para encontrar a la que quizá la amara y


cuidara aún a ella!
Los dhobis, dando latigazos a sus burros que llevaban
grandes cargas de ropa sucia sobre sus lomos, tampoco
notaron a Siddi. Tampoco la notaron las mujeres que
pasaban con las jarras de agua sobre sus cabezas. Ella era
meramente otra pequeña hija abandonada de la India.
Por fin se encontró delante de la pared de ladrillos del
conjunto de edificios que la enfermera le había descrito. ¡Al
otro lado de esa pared encontraría a la Doddamma! Apuró
sus pasos hasta llegar al portón. Al mirar ansiosamente
entre los barrotes vio a muchas niñas como ella, excepto
que estas niñas estaban limpias y felices, y todas parecían
estar ocupadas en varios quehaceres. Pero no podía ver
por ninguna parte a nadie que podría ser la Doddamma.
Después de mirar por el portón durante un momento, gritó:
 — Por favor, ¿puedo entrar? ¡Quiero ver a la Doddamma!
Varias niñas corrieron al portón, y miraron con
curiosidad a la niñita harapienta. Pero antes de abrir el
portón se fueron corriendo para decirle a la Doddamma
que había una niñita en el portón que quería verla.
Finalmente regresaron, y después de abrir el gran portón,
la hicieron entrar y la llevaron a una casita donde decían
que encontraría a la Doddamma. En todo el trayecto, no
dejaron de hablar y de hacer muchas preguntas.
 — ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Vas a vivir
aquí? ¿Por qué tienes la ropa tan harapienta y sucia?
Preguntaron esto y mucho más, pero Siddi apenas si
escuchaba lo suficiente como para contestar. Estaba ansiosa
por ver a la que quizá hasta podía amarla. Esperó con temor
en el escalón de la casa durante lo que le pareció mucho

61
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

tiempo, hasta que por fin apareció la Doddamma, y le dijo


que entrara.
Al principio, Siddi tenía miedo. ¡En su entusiasmo se
había olvidado que la Doddamma extranjera tendría un
aspecto diferente!
 — Ven, querida, no tengas miedo — le dijo, y cuando
Siddi oyó la ternura en su voz y vio la bondad en su mirada,
se sintió más valiente, y lentamente se acercó a ella.
 — Ahora cuéntame de ti para saber la mejor manera
de ayudarte, — dijo sonriendo la Doddamma — . Puedes
empezar por decirme tu nombre, donde vivías antes y por
qué viniste a verme.
Entonces Siddi le contó toda la triste historia de su
vida a esta persona que parecía interesada en conocerla. La
Doddamma hizo muchas otras preguntas, hasta que al final
pareció satisfecha.
 — Ahora, querida pequeña Siddi, ¿te gustaría comer un
buen desayuno y luego darte un lindo baño y ponerte ropa
limpia?
Siddi asintió alegremente. Llamaron a unas chicas
mayores que la llevaron a otro edificio donde le dieron
un buen cereal caliente. ¡Qué sabroso estaba! Y tenía un
tazón entero para ella sola. Luego las chicas la ayudaron
a bañarse, y le dieron ropa usada pero limpia. Después le
lavaron y peinaron el cabello largo y negro, y al ratito ya le
habían hecho una trenza que le caía por la espalda, igual
que las de ellas. Mientras hacían todo esto, conversaban
alegremente, y Siddi se empezó a dar cuenta que no sólo la
Doddamma, sino también estas chicas, estaban contentas
de que viniera a vivir con ellas. Qué lugar maravilloso debe
ser éste, pensó Siddi, un lugar donde todos aman a todos.
“¿Por qué será?” se preguntaba. En todos los demás lugares

62
Siddi Encuentra Amor

donde recordaba haber estado, todos habían parecido


interesarse en ellos mismos y sólo hacían por los demás lo
que estaban obligados a hacer.
Mientras tanto, la Doddamma estaba preocupada
por la pequeña Siddi, pues ya se había encariñado con la
pobre chiquita que parecía tan ansiosa de recibir cariño.
Se preguntaba si su historia sería cierta, por lo que envió
un mensajero a la pequeña aldea donde Siddi dijo que
había vivido. Cuando éste regresó, informó que era verdad:
la mamá de Siddi había muerto y el padre nunca había
regresado. La misionera oraba mucho mientras cuidaba a
todas estas niñitas de India, y estaba contenta de cuidar
también a Siddi, porque se sentía segura de que Dios se la
había enviado.
¡Qué maravillosa vida nueva comenzó para Siddi
en ese lugar! Cada día parecía lleno de felices sorpresas.
Algunas cosas eran muy extrañas. Descubrió que ninguna
de las niñas, ni la Doddamma, tenía una imagen o ídolo
para adorar. En cambio, oraban a un Dios viviente que no
podían ver, y le dijeron a Siddi que Dios la había amado
tanto que había enviado a su único Hijo, el Señor Jesús, a
morir por los pecados de ella.
Siddi aprendió también que tenía muchos pecados.
Mentir y robar era algo que había hecho toda su vida, y
ahora descubrió que eso era muy malo. La Doddamma y
todas las chicas cristianas oraban por Siddi, pidiendo que
encontrara al único Salvador que la amaba más que nadie.
Los días felices se convirtieron en semanas, y las
semanas en meses, y las pequeñas y flacas mejillas de Siddi
empezaron a llenarse y a tener un color rosado. Todos los
días aprendía un poquito más acerca de cómo leer y escribir,
y todos los días escuchaba acerca del Señor Jesús que la

63
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

amaba muchísimo. Finalmente llegó el día cuando las


oraciones de todas las niñas cristianas y de la Doddamma
fueron contestadas, y Siddi aceptó al Señor Jesús como su
Salvador personal. Entonces Siddi fue realmente feliz.
Pasaron los años, y Siddi aprendió a leer y escribir muy
bien, también aprendió a cocinar y coser, y a hacer muchas
cosas que las niñas de India tienen que saber cómo hacer.
Cierto día llegó un joven cristiano diciendo que quería una
joven cristiana para ser su esposa. Parecía un joven muy
bueno, entonces le contaron acerca de Siddi, y él pidió verla.
Cuando llegó ella él le hizo algunas preguntas, y luego dijo:
 — Me gustaría que Siddi fuera mi esposa.
 — ¿Te gustaría casarte con este hombre? — le preguntó
la Doddamma a Siddi.
 — ¡Si, me gustaría! — contestó Siddi sencillamente.
Después de varias semanas de preparación se casaron,
y Siddi dejó el lugar donde había encontrado amor, para
irse con su esposo a un nuevo hogar a muchas, muchas
millas de distancia. Pero no importaba, porque descubrió
que el amor de su esposo cristiano era muy hermoso, y en
su nuevo hogar en aquella aldea distante, Siddi tiene ahora
clases donde enseña a mujeres y niños acerca del gran amor
del Señor Jesús.

64
Cuando Elizabeth Tenía Cinco Años
138870

Cuando Elizabeth Tenía


Cinco Años
Israel

65
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

La pequeña Elizabeth vivía en Jerusalén. Sabía mucho


acerca del rey David que había vivido y gobernado en esa ciudad
muchos años atrás. Pero no sabía nada del Rey más importante,
el Señor Jesús, que había enseñado en esa misma ciudad, y que
había muerto por sus pecados fuera de las murallas de la ciudad.
La mamá de Elizabeth era judía inglesa, y su papá era
armenio. Elizabeth no veía a su papá con mucha frecuencia,
porque se encontraba lejos en Chipre. Algo andaba mal, no sabía
qué, pero su mamá no estaba contenta. Lloraba con frecuencia,
y cierta vez había dicho que no quería que el papá de Elizabeth
volviera jamás a casa.
¡Noc! ¡Noc! ¡Había alguien a la puerta! Mientras su mamá
se apresuraba para ver quién era, Elizabeth corrió a la ventana
para espiar.
¡Oh! ¿Quién sería esa dama de aspecto extraño? Por alguna
razón, su ropa parecía distinta, y su cabello y ojos no eran tan
oscuros como los de Elizabeth, o como la mayoría de la gente

66
Cuando Elizabeth Tenía Cinco Años

que vivía a su alrededor. Elizabeth estaba segura de que no era


árabe ni judía, y ni siquiera armenia como papá.
La extraña y su mamá entraron al cuarto, y aunque la señora
le sonrió a Elizabeth y la saludó amablemente, mamá y ella
enseguida empezaron a conversar tan animada y seriamente
que Elizabeth pensó que la habían olvidado. Entonces se quedó
paradita en silencio en su rincón, espiando de vez en cuando el
lindo rostro de la señora, y tratando de entender de qué estaban
hablando.
 — Elizabeth, ¿puedes buscar a tu hermanito? — preguntó
mamá.
Su hermanito de tres años apenas se estaba despertando de
su siesta, así que Elizabeth le alisó el cabello y la camisita, y lo
trajo a su mamá. Pero mamá estaba llorando, así que se lo llevó
al rincón para jugar.
Mientras las señoras hablaban, Elizabeth oyó el nombre
de su papá, y una palabra extraña: “divorcio.” No sabía qué
quería decir esa palabra, pero parece que era lo que hacía
llorar a su mamá, y la otra señora también parecía muy
triste.
Antes de retirarse, la señora volvió a sonreírle a
Elizabeth, y le preguntó:
 — ¿Te gustaría ir a la escuela dominical conmigo el
domingo que viene? Pasamos momentos alegres cantando
y escuchando historias de la Palabra de Dios.
Elizabeth asintió tímidamente con la cabeza, y la señora
dijo:
 — Entonces, te pasaré a buscar el domingo a la mañana.
Me estarás esperando mirando por la ventana, ¿no es cierto?
Una vez más Elizabeth asintió con la cabeza.
El domingo a la mañana, cuando llegó la señora amable,
Elizabeth la tomó de la mano, y se fue con ella.

67
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

Había niños esperándolas sentados en sus sillitas,


¡y cómo se divertían cantando! Aprendieron a recitar
el versículo “Os haré pescadores de hombres” y luego
aprendieron un lindo corito usando las mismas palabras.
Lo cantaron y cantaron, y luego la señora les contó una
historia de la Biblia.
 — Mamá, ¿tenemos una Biblia? — preguntó Elizabeth
en cuanto llegó de regreso a casa.
 — Sí, creo que papá tenía una Biblia en alguna
parte, — contestó la mamá. Después de buscar un rato, la
encontró.
 — ¡Qué bueno! — exclamó Elizabeth — . Ahora
encontremos el versículo que aprendimos en la escuela
dominical: “Os haré pescadores de hombres.”
Pero Elizabeth no podía recordar dónde se encontraba,
y aunque su mamá buscó y buscó, no lo pudo encontrar.
Elizabeth se sentía desilusionada, pero decidió tratar de
recordar mejor el domingo siguiente para poder saber
dónde buscar en la Biblia.
El domingo siguiente, Elizabeth nuevamente se fue
muy contenta a la escuela dominical con la amable señora.
Ese día el versículo era Juan 3:16. Cuando volvió a casa
recordaba dónde estaba y le pudo decir a su mamá para que
lo encontrara, y juntas lo memorizaron.
 — Ahora, mamá, déjame leerlo del modo como la
maestra nos indicó hoy, — y Elizabeth comenzó:
 — “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha
dado a Su Hijo unigénito, para que Elizabeth que en Él
cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Luego dijo entusiasmada:
 — ¿No es maravilloso mamá? Eso quiere decir que el
Señor Jesús me amó y murió por mí. Hoy acepté al Señor

68
Cuando Elizabeth Tenía Cinco Años

Jesús como mi Salvador, y ahora soy de Él. Leamos el


versículo diciendo tu nombre, mamá.
Entonces volvieron a leerlo juntas con el nombre de
la mamá en lugar de “todo aquel.” De pronto, su mamá
empezó a llorar, y no quiso conversar más, así que Elizabeth
se fue corriendo a jugar.
¡Pobre mamá! Se sentía tan desgraciada e infeliz,
tratando de planear su vida, tratando de ganarse la vida,
tratando de cuidar a sus dos hijitos, ¡y tratando de hacerlo
todo ella sola! NO sabía que el cariñoso Salvador estaba
cerquita a su lado, ¡esperando la oportunidad de quitarle su
carga y ayudarla de la manera más maravillosa!
Después estaba tan ocupada que no tenía tiempo para
atender a la señora amable que había venido a visitarla. Una
mañana se despertó con fiebre y sed. Trató de levantarse
pero estaba tan débil que casi no se podía mover. Elizabeth
le trajo agua, pero no sabía qué más hacer. De pronto, oyó
que llamaban a la puerta, y allí estaba la señora de la escuela
dominical. ¡Qué contenta estaba de verla!
 — ¡Ay, venga a ver a mi mamá!, — exclamó Elizabeth — .
Me parece que está enferma. Tiene mucha fiebre y parece
que no se puede levantar.
La mamá de Elizabeth estaba muy enferma. Vino el
doctor, y dijo que tenía tifoidea. Elizabeth oró por su mamá,
e hizo todo lo que puede hacer una chiquita de cinco años
para cuidar bien a su hermanito. La señora amable venía
todos los días para ayudar a mamá, y cuando empezó a
recuperarse le habló acerca de aceptar al Señor Jesús como
su Salvador.
La mamá lloró débilmente, pero sonrió al contarle cómo
Elizabeth había leído con ella Juan tres dieciséis, y cómo

69
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

había puesto los nombres de ellas en el versículo. Luego


dijo:
 — Estaba muy ocupada antes, pero he tenido mucho
tiempo para pensar desde que enfermé. ¡Oh, puedo ver qué
pecadora terrible he sido, y quiero aceptar al Señor Jesús!
Elizabeth tenía la Biblia abierta en el lugar correcto,
así que mamá volvió a leer Juan tres dieciséis, poniendo
su nombre en el versículo. De pronto, con una sonrisa
hermosa dijo:
 — ¡Oh, ahora me doy cuenta de todo! El Señor Jesús
me amó y murió en mi lugar por mis pecados. De veras lo
creo.
Al poco tiempo mamá estaba mejor y podía levantarse
y trabajar un poco. Y un día apareció un hombre a la
puerta … ¡papá!
Con un grito de alegría, Elizabeth corrió y se echó en
sus brazos, y aun mamá que un tiempito atrás no quería
volver a papá, sonreía contenta, y lo abrazó también.
Papá estaba sorprendido ante la bienvenida feliz, y
mirando pensativamente a Elizabeth y su mamá preguntó:
 — ¿Qué ha pasado? Las dos parecen tener algo bueno
para contarme.
 — ¡Oh, sí! — exclamó Elizabeth — . Mamá y yo hemos
puesto nuestros nombres en Juan tres dieciséis.
Papá parecía desconcertado, entonces mamá le explicó
todo lo de la señora amable, y la escuela dominical, y
Juan tres dieciséis. Le contó cómo Elizabeth había sido
salva primero, cómo ella se había enfermado y después
cómo también ella había aceptado al Señor Jesús como su
Salvador.
Mientras papá escuchaba, se sonaba muy fuerte la nariz,
y parecía que iba a llorar. Luego dijo:

70
Cuando Elizabeth Tenía Cinco Años

 — Creo que soy peor pecador que cualquiera de ustedes


dos. Hace años que conozco Juan tres dieciséis, y también
hace años que acepté al Señor Jesús como mi Salvador. Pero
no he leído la Biblia como debía haberlo hecho, y al final
me olvidé de orar. Luego empecé a hacer muchas cosas que
eran malas, pero si el Señor me acepta, yo también quiero
vivir para Él.
¡Qué familia feliz era ahora! Los días tristes que
Elizabeth no podía entender eran cosas del pasado, porque
ahora todos ellos conocían y amaban al Señor Jesús. Un
poco más adelante, se mudaron a Egipto donde su papá
tenía la oportunidad de encontrar un trabajo bueno, y
Elizabeth y su mamá tenían clases en su casa.
Elizabeth corre de arriba para abajo por las calles
invitando a los niñitos egipcios, y luego ella y su mamá
enseñan la Palabra de Dios y les cuentan cómo poner sus
propios nombres en Juan tres dieciséis.
¿Te gustaría poner también tu nombre en Juan tres
dieciséis?

71
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

72
Más Dulce Que La Miel
138871

Más Dulce Que La Miel


Mangete, el niño pigmeo
África

 — ¿Hay algo? ¡Arrójennos algunos!


73
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

Algo, ¿de qué?


Niñitos y niñitas pigmeas bailaban con entusiasmo alrededor
de un árbol altísimo, gritándoles a unos chicos mayores que se
habían subido a él. Volvieron a gritar con impaciencia:
 — ¡Apúrense! ¿Hay algo?
Temprano esa mañana habían espiado a las abejas volando
muy arriba alrededor del árbol, y sabían que por allí tenía que
haber miel. Entonces los chicos mayores habían tomado brazas
del fuego y las habían envuelto con hojas. Llevando el montón
de hojas humeantes, y con sus hachas sobre los hombros, se había
trepado rápidamente al árbol.
Con sus hachas cortaron una abertura en el panal, y luego
todos juntos soplaron las hojas humeantes. ¡Grandes nubes
de humo blanco entraban en el panal forzando a las abejas a
dejar su miel! Disgustadas por el olor fuerte y agrio, las abejas
salían del panal y trazaban círculos encima de la copa del árbol,
zumbando enojadas.
 — ¡Encontramos algo! ¡Encontramos algo! – fue la alegre
exclamación.
Muy pronto arrojaron grandes trozos del panal repletos
de miel silvestre a los niños que esperaban al pie del árbol.
¡Qué apuro por agarrarlos! Y poco les importaba que había
abejitas recién nacidas caminando por el panal – ¡eso­era
parte de la diversión! Pronto hasta se habían masticado las
abejitas con la miel y el panal.
¡Qué especial era esto para ellos! Mangete, uno de los
muchachitos pigmeos que estaba comiendo alegremente,
pensaba que ¡no había nada en el mundo tan rico como la
miel! ¡Era seguro que no había nada más dulce!
Mangete vivía en la oscura selva de Ituro, en el Congo
Belga. Había nacido doce años antes en una choza de hojas
que su madre había construido. No había ropita blanca y

74
Más Dulce Que La Miel

suave ni frazaditas calentitas para el pequeñito, pero a él


no le importaba, mientras se acurrucaba junto a su mamá,
acostada en una esterilla de hojas junto al fuego.
Cada tres semanas todo el campamento se mudaba
a otra parte de la selva, y a medida que Mangete fue
creciendo, aprendió las distintas sendas, y podía recorrer
grandes distancias sin perderse.
Qué feliz y libre se sentía Mangete corriendo por la
selva, vestido únicamente de su pequeño taparrabos hecho
de la corteza de un árbol. Pronto aprendió a subir los árboles
más altos como lo hacían los monos que parloteaban casi
todos los días por encima de su campamento. No tenía una
bicicleta ni autitos para jugar, pero … ¿qué hubiera hecho
con ellos en la selva? Era muy feliz haciendo hamacas de
lianas, y jugaba con su arco y sus flechas. Sabía tirarlas muy
bien, ¡y qué orgulloso se sentía cuando podía traer a casa un
pájaro o un animalito para la cena!
A veces Mangete jugaba con pelotas hechas de gomero,
o con tapitas hechas de semillas chatas, oscuras, de un árbol
en la selva. ¡Los loros y monitos eran magníficos animalitos
domésticos!
Cierto día llegó un visitante al campamento de
Mangete. Era un misionero, y Mangete tuvo un poquito
de miedo y timidez, pero no huyó. En un pasado no muy
lejano ¡los misioneros casi nunca veían un campamento de
pigmeos! Cuando se corría la noticia que venía un hombre
extranjero, el campamento de pigmeos desaparecía en la
oscura selva, y cuando llegaba el misionero, ¡lo único que le
indicaba que allí habían estado los pigmeos eran las cenizas
de las fogatas!
Pero cierto día un misionero encontró a un hombre
pigmeo tirado al costado de una senda en la selva. El

75
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

misionero cuidó al hombre con ternura hasta que había


recobrado la salud. Se enteró que al hombre le gustaba
mucho la sal, así que cuando lo envió a buscar su propia
gente le dijo que les avisara que les daría a cada uno una
cucharadita de sal si escuchaban su mensaje, ¡y si no huían
para esconderse!
¡Cuánto querían los pigmeos esa sal! ¡Les gustaba casi
tanto como la miel! Entonces se quedaron, y se dieron
cuenta que no tenían que temer a los misioneros, sino que
podían confiar en ellos.
El misionero que llegó al campamento de Mangete, vino
con palabras extrañas. ¡Les contó de un Dios en el cielo que
ama a los pigmeos! Les explicó acerca del pecado y acerca
de Jesús, el Hijo de Dios que había venido al mundo para
morir a fin de que los pigmeos fueran salvos, y un día se
fueran al cielo donde estaba Dios … El visitante les enseñó
un cantito.
“¡Yesu ekundi ime!” ( Jesús me ama)
Más adelante volvió y les enseñó algunas palabras de
Dios: “Elefi la soloka endi kukwo,” que significa: “La paga
del pecado es muerte.” Y después aprendieron: “El Hijo del
Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido,”
que en el idioma de ellos era así: “Mikili ma gba apiki
kakaba na morokiso bunde babunoii.”
¡Qué buenas palabras les dijo este visitante acerca del
amor de este gran Dios! ¡Cierto día el papá de Mangete se
acercó al visitante y le dijo que quería creer en este Jesús,
el Hijo de Dios! Poco después, también su mamá aceptó a
este mismo Señor Jesucristo.
Al poco tiempo el misionero volvió para enseñarle al
grupo de pigmeos de Mangete cómo construir un pequeño
edificio de barro donde podrían reunirse para adorar al

76
Más Dulce Que La Miel

Señor. ¡Qué orgullosos estaban cuando lo terminaron! Un


maestro venía de la aldea casi todas las mañanas y golpeaba
la raíz hueca de un árbol para llamar a los niños pigmeos
a acercarse. ¡Entonces tenían su escuela en el edificio, y
Mangete y sus amigos pronto aprendieron a leer las vocales
y a juntar dos letras!
Un día el papá de Mangete dijo:
 — Alguien debería cuidar nuestra misión — pues así
llamaban ahora a la pequeña capilla, enclavada bajo los
grandes árboles de la selva.
 — Voy a construir mi choza cerca, así la puedo barrer
y cuidar. A veces iré a la selva a cazar elefantes y búfalos, y
otras veces pueden ir los pigmeos más jóvenes y dejarnos
aquí.
Así que Mangete pudo llegar a ser un alumno regular
de la capillita en la selva detrás de la aldea de Subi. Un día
Dios habló también a su corazón, y le mostró su necesidad
de aceptar al Señor Jesús como su Salvador. Ese día, cuando
llegó el maestro, Mangete se le acercó valientemente y le
dijo:
 — ¡Hoy quiero a Jesús! Él murió por mis pecados. Hoy
creo en Jesús. Y no quiero volver a pecar. ¡Quiero sólo a
Jesús!
Pasaron dos meses, y Mangete estaba muy contento
tratando de seguir a su nuevo Señor. Luego, hubo mucha
conmoción en el campamento. Venía el misionero, ¡pero no
venía solo! ¡Venía con otros misioneros, y niños, para pasar
con ellos una semana entera!
¡Cómo trabajaron y se apuraron, y cuando llegaron los
misioneros se encontraron con que los pigmeos les habían
construido una choza grande y cuadrada de hojas, y con un
piso de ramitas!

77
El Hombre Leopardo y Otras Historias Misioneras

¡Qué días maravillosos pasaron! Tenían reuniones cuatro


veces al día, y a Mangete ¡le hubiera gustado que fueran
más! Los misioneros les mostraron cuadros maravillosos
en un tablero de franela negra mientras les hablaban, y
aprendieron más cantos acerca de Jesús y más palabras
de su Libro. Mangete y sus amigos casi siempre eran los
primeros en aparecer cuando oían el tamboreo en la selva
que los llamaba.
¡Oh, no! A Mangete no se le hubiera ocurrido faltar a
ninguna reunión porque había encontrado algo más dulce
que la miel: ¡Las palabras maravillosas del Libro de Dios!
La visita ya casi había terminado. El último día, la
señora misionera llamó a Mangete y a uno de sus amigos
para que se acercaran, y dijo:
 — Mangete, ¿te gustaría volver al Centro Misionero
con nosotros, y aprender a leer la Palabra de Dios?
 — ¡Oh, sí, sí! — exclamó. ¡Qué contento estaba!
Así que Mangete se fue con ellos y asistió a la escuela.
Su corazoncito sediento parecía absorber todo lo que
aprendía de la Palabra de Dios. Después de clase trabajaba
en la quinta de la misionera. Ella le dio unas ropas blancas,
y ¡qué orgulloso estaba de ellas! ¡Cuando caminaba en el
sol, no podía menos que mirar su ropa blanca!
Pero cuando apareció al día siguiente, otra vez tenía
puesto sólo su taparrabos hecho de una corteza de árbol.
 — ¿Dónde está tu ropa, Mangete?  —  preguntó la
misionera.
 — La estoy guardando para el domingo, y después de
la escuela dominical, ¿me da permiso para caminar ligerito
a casa para ver a mamá y papá? Estaré de vuelta antes del
anochecer.

78
Más Dulce Que La Miel

Manguete vive ahora en el Centro Misionero en Lolwa.


Casi ha terminado de aprender a leer, y cuando lo haya
hecho, podrá llevar la Palabra de Dios a su propio pueblo.
Cuando se internen profundamente en la selva para buscar
nueces y miel, y elefantes para comer, les puede leer todas las
mañanas y las noches del Libro de Jesús que ha encontrado
ser más dulce que la miel.

79

También podría gustarte