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vida
El estigma de la ilegalidad del aborto hace que el
mal trago, ya de por sí amargo, lo sea aún más.
19 de enero 2020, 11:41 p. m.
Columnistas
Aún recuerdo a la enfermera que me dijo que sentiría los dolores de las
contracciones de un parto, el frío metálico clavado hasta los huesos. A
pesar de ello, mi versión de este oscuro episodio no pasa de ser una
historia más que podríamos catalogar como “problemas de blanquitas”.
En Colombia, uno de los países más desiguales del mundo, la ilegalidad
del aborto incrementa la brecha entre ricos y pobres.
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Solo mujeres privilegiadas podemos pagar un aborto seguro. Las
demás (la inmensa mayoría) están condenadas al riesgo de un
procedimiento clandestino, la cacería de brujas del sistema judicial y la
presión de las organizaciones mal llamadas ‘provida’.
Cuando aborté hace veinte años, la sala de espera estaba llena, tal
como seguramente lo está hoy. Porque una mujer que ha decidido
abortar no dejará de hacerlo así sea ilegal. Porque hay decisiones de
corte privado y no público. Intervenir legalmente sobre la procreación
me resulta fascista.
Ahora que soy la madre de dos niños pequeños, no concibo cómo hay
personas que insisten en que la maternidad siga siendo una suerte de
mandato divino, un decreto, una sentencia, una impostura de la
sociedad por encima del libre albedrío. Criar personas desde el afecto
pasa por haber tomado una decisión autónoma y consciente de
traerlas al mundo. Lo contrario es un acto de violencia hacia la mujer
que puede incluso comprometer su vida.
MELBA ESCOBAR
En Twitter: @melbaes
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