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Carlos Be
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Hay autores de teatro que escriben tras una ventana, viendo llover afuera...
Hay autores de teatro que escriben sobre los otros sin conocerse a sí
mismos...
Hay autores de teatro que llenan folios como quién hace la lista de la compra...
Hay autores de teatro que escriben historias porque las oyen en el autobús...
Hay autores de teatro que son fieles a las recetas del pasado...
Hay autores de teatro que esperan la inspiración leyendo libros de aventuras...
Hay autores de teatro que están convencidos de que su obra es genial y
transgresora...
Hay autores de teatro que escriben pensando que han reinventado la escena...
Hay autores de teatro que piensan en los premios y no en el público...
Hay autores de teatro que desearían escribir cine y escriben televisión...
Hay autores de teatro que esperan que el director de moda descubra su obra...
Hay autores de teatro que no saben qué le pasa en el pulso a un actor...
Hay autores de teatro que sueñan con un decorado bello en el estreno de su
obra...
Hay autores de teatro que escriben su obra en las fiestas de los estrenos...
Hay autores de teatro que no se por qué escriben teatro...
Pero son autores modelo.
Carlos Be escribe con el brazo en cabestrillo y el fémur en carne viva...
Escribe asfixiado por ideas y fantasmas...
Escribe en la oscuridad de rincones abyectos, con los dedos manchados de
semen...
Escribe en las paredes sudadas o en la nuca de desconocidos...
Versión cuarta.
Escribir la primera versión de esta obra le llevó al escritor tres meses, cinco
días y siete horas de su vida y el total del papel utilizado alcanzó un peso de
tres kilos con setecientos cincuenta gramos, el equivalente al peso de un bebé
de cinco meses de vida con el brazo roto y el rostro amoratado. El escritor no
vacía la papelera hasta que decide que aquel escrito no avanza como debiera y
el bebé, con los ojos muy abiertos y sin comprender qué sucede, se ve arroja
do al camión de la basura. Gime y patalea. Con el ruido de las máquinas nadie
le oye.
El escritor no se siente satisfecho de su obra y se deshace de ella. El bebé no
puede acusarle, todavía no ha tenido tiempo de aprender a hacerlo. El escritor
inicia una segunda versión.
Si fuera tan fácil con la vida. Si pudiera vaciarse como se vacía una papelera.
Si pudiéramos vaciarnos tanto y tantas veces como quisiéramos.
Pero no. Nosotros sólo podemos vaciarnos una vez. Y es para siempre. Con el
brazo roto. El rostro amoratado. Los ojos muy abiertos. Es para siempre.
Perdonadme si no os quiero pero es que nadie me ha enseñado a ello.
Soy el niño herido.
Yo soy como Teresa pero peso un poco más. Mi vida es más completa. No soy
un boceto anoréxico de mí misma. Poseemos la misma familia, no digo que la
compartimos, porque no la compartimos. Poseemos la misma familia aunque la
mía, a diferencia de la suya, también ha dejado de ser un boceto anoréxico.
Estamos todos sentados en un restaurante, almorzando, y no puedo evitar te
merlos porque sé lo que le han hecho a ella, a mi boceto anoréxico, antes de
vaciarla. Sé cómo le han hecho correr por las calles... Pero la mayor diferencia
entre nosotras es que yo he oído hablar de la esperanza.
He oído hablar de la esperanza.
Pero también del dolor, del miedo, de la muerte.
Una pareja se detiene en la calle y se separan. Él va a sacarle una foto a ella.
No lo saben pero saldremos nosotros en la foto, detrás, tras la vidriera del res
taurante. Un escalofrío.
Con mi boceto anoréxico comparto el placer por las cámaras. Es algo que no
se ha reescrito. Perdura. Mierda. Mi placer por las cámaras. Mierda.
No ha sido borrón y cuenta nueva. Mierda.
Tengo miedo. Los rasgos de ella que persisten en mí...
Tengo miedo. Quiero vaciar mi papelera.
Tengo miedo. No quiero vivir lo que me espera.
No quiero. ¡He oído hablar de la esperanza!
No es justo...
Ella se llamaba Teresa. Cincuenta kilos con trescientos veintiún gramos llama
dos Teresa. Su última escena comienza como casi todas las escenas anteriores
de la tercera versión, excepto la antepenúltima, la que sucede en el gimnasio. A
lo que iba, todas empiezan igual:
Arroja el bolso al suelo y sale corriendo del restaurante. Entra llorando en una
zapatería, se descalza y pide los zapatos con los tacones más altos y las
–¡No me toquen más las pelotas!, –que:– ¡tengo dinero, tengo dinero, pero no
me da la gana de ir demostrándolo continuamente, a cada paso que doy, de
jadme en paz, que me deje todo el mundo en paz! ¡Estoy harta, harta, harta!
–¿Le conozco?
El cerdo le dice que huele el estigma en su piel, que le acompañe a los servi
cios, que le chupe la polla, que la tiene muy gorda, y entonces Teresa cae en la
cuenta, es el cerdo del gimnasio del otro día, el cerdo de dos escenas atrás, el
que la vio discutir con su marido en los vestuarios de hombres... Teresa quiere
darle con el bolso y... ¡mierda! ¡Hasta qué punto dependemos del bolso! Tere
sa sale de la cafetería y el camarero le grita que no quiere volver a verla, ¡puta!
Teresa regresa al restaurante y encuentra a su marido y a sus dos hijas en la
puerta. Han estado esperándola un rato y al ver que no volvía, han decidido
irse. Teresa y su marido no se miran a los ojos. Con gafas de sol y aún así no
se miran. No se miran. Y en ese preciso instante el escritor deja de escribir,
arroja lo escrito a la papelera, coge la papelera y la vacía. Teresa muere y nadie
te llora.
Y no puedo evitar el pensar que he sido yo quien te ha retorcido el cuello.
Teresa Provisional.
El bolso al suelo y salgo corriendo del restaurante. Entro llorando en una zapa
tería, no sé por qué, me descalzo y quiero unos zapatos de tacón, muy altos,
con las puntas más estrechas que tengan.
–¡No me toquen más las pelotas!, ¡tengo dinero, tengo dinero, pero no me da
la gana de ir demostrándolo continuamente, a cada paso que doy, dejadme en
paz, que me deje todo el mundo en paz!
–¿Le conozco?
El cerdo dice que huele el estigma en mi piel, que le acompañe a los servicios,
que le chupe la polla, que la tiene muy gorda, y entonces caigo en la cuenta,
es el cerdo del gimnasio del otro día, el cerdo de dos escenas más atrás, el
mismo de la otra versión, el que me vio discutir con mi marido... Quiero darle
con el bolso... ¡mierda! Entro en el servicio y el cerdo me sigue. Cerramos el
pestillo, me arrodillo y le chupo la polla. Sin cámaras. Y lloro de felicidad por
que lo he hecho sin cámaras. Por fin lo he hecho sin cámaras. Estoy dejando
de amar. No sabía que la esperanza fuera blanca.
Regreso al restaurante y me encuentro a mi marido y a nuestras dos hijas en la
puerta. Han estado esperándome y al ver que no volvía, han decidido irse. Miro
a mi marido a los ojos. A los ojos.
Y el escritor sigue escribiendo.
Play.
Auparishtaka o unión sexual oral.
Existen dos clases de eunucos o hermafroditas: los que eligen el papel de
hombres y los que prefieren disfrazarse de mujeres. Los eunucos que visten
como las mujeres imitan al sexo débil en todas las formas: en su modo de ves
tir y de hablar, en sus modales, su bondad, su timidez, su delicadeza y su mo
destia. Y la suprema consagración de amor que las mujeres reciben en las sua
ves profundidades del yoni, los eunucos la reciben en la boca. Eso se llama
auparishtaka.
Estos eunucos hembras sienten un placer sensual con la unión sexual oral, y
ello al mismo tiempo les procura un lucrativo medio de ganarse la vida, permi
tiéndoles vivir como cortesanas.
Los eunucos que adoptan la vestimenta y el carácter de los hombres mantienes
sus prácticas sexuales en secreto, pero cuando eligen una profesión, se con
vierten generalmente en masajistas. Utilizando el masaje como pretexto, estos
eunucos acarician subrepticiamente los muslos de su cliente y después empie
zan a tocar con sus fuertes y experimentados dedos las áreas adyacentes de
su cuerpo. Si el lingam de su cliente está en erección, lo frota y lo oprime sua
vemente con las manos. Muestra sus intenciones sin ambages, y si el cliente
no se opone, el eunuco interpreta su silencio como aquiescencia e introduce el
miembro en su boca. Si, por el contrario, el cliente se excita con estas caricias
y ordena al eunuco que continúe, el masajista se niega y sólo termina consin
tiendo después de ser suplicado y sobornado.
El eunuco procede entonces a enseñar a su cliente los placeres de las ocho
diferentes etapas de la unión sexual oral. Después de cada etapa se detiene y
El cerdo me pregunta por qué lloro siempre cuando acabo de chuparle la polla.
Le respondo que es porque estoy dejando de amar a mi marido. Dejando de
amar a mis hijas. Dejando de amar a mis padres. Hasta quedarme sola. Y así
poder empezar de nuevo y queriendo de manera diferente. Queriéndome a mí.
–Luis.
Dice:
–El nombre es lo primero con lo que nos joden nuestros padres. Después, con
las historias sobre los monstruos que habitan bajo la cama. Mientras nos caga
mos de miedo por la noche e intentamos colocarnos en el centro exacto de la
cama, lo más alejado posible del borde, nuestros padres entran de puntillas,
por la espalda, y nos descuartizan. Pobre monstruo de debajo de la cama, él
nunca tuvo ninguna culpa de nada. Siempre fueron los padres.
Por eso Luis se sorprendió tanto cuando el cerdo lo llamó por su nombre.
–No escribas sobre mí –dice Luis–. Escribe sobre los niños heridos.
No soy Teresa, que acabó con la cabeza gacha y cincuenta kilos con trescien
tos veintiún gramos directos a la papelera. Soy Teresa Provisional. Provisional
como cualquiera de los niños heridos. Provisional porque lo único que quere
mos es una vida. Como la que tienen los que no fueron heridos. No podemos
deshacernos del estigma pero podemos acariciarlo como a un recuerdo y de
jarlo a un lado en la memoria para poder lucir la mejor de nuestras sonrisas,
aquella que creímos que nunca más podríamos lucir, la que nos mataron de ni
ños, pero a veces flaqueo y no tengo ánimo para sonreír. Por suerte o por des
gracia, la oscuridad me consuela. Tropezamos entre nosotros. Somos tantos
allí.
Me costó no repetir lo mismo con mis hijas. Veía a mis hijas tan frágiles. Tan frágiles
como mis padres nos veían a mi hermana y a mí. Tan frágiles como el cristal.
No quise repetir. Algo en mí me decía que aquello no estaba bien pero no supe
salir indemne de aquel laberinto, desarrollé un sentimiento de culpa enorme y
unas tremendas ganas de ser rota. Además de la cámara, claro está. Para en
tender el amor, necesitaba una cámara que me filmara.
Encontré un marido que era el calco exacto de mi padre. Para poder entender
el amor. Sabía hacer sentir culpable. Sabía romper. Entendía el amor como yo.
En lo que no estuvimos de acuerdo fue en las hijas. Yo no quería que él hiciera
lo mismo que hicieron mis padres con mi hermana y conmigo. Una noche des
pués del restaurante le sorprendí con la cámara, nuestra cámara, la cámara que
usábamos él y yo, al pie de las camas de nuestras hijas. Comencé a gritar. Él
me abrió los puntos del labio.
Se llama Juan...
–Juan, mira...
–De pequeño no tenía a nadie que me explicara el porqué de las cosas, así que
inventaba las respuestas. Todas las respuestas.
–¿Hacia abajo?
Luis tiene la mirada de un niño. Es esa mirada de niño, que aprendió a amar de
manera equivocada y que no ha sabido corregir su mirada, lo que tanto atrae a
los desconocidos. En ese niño muere cualquier esperanza. Dentro. Un niño
quieto. Enciendo el encendedor. Recojo mi corazón y veo que el niño no puede
apartar los ojos cerrados de él, que quiere apresarlo con sus brazos extendidos
quietos, con sus manos abiertas quietas. Tiro el encendedor. No quiero ver lo
que estoy a punto de hacer. Y le golpeo. Una patada. Luego otra. Cae al suelo
y otra. El niño quieto no grita. Sólo bufa como un saco de aire vaciándose.
Quiero que se rompa. Que libere todo lo que contiene. No puede. No hay nada.
Su voz en mi boca.
Blanca. Como la esperanza.
Levanto mi corazón.
En las manos.
Se ha desangrado.
Está hueco.
Frunzo los labios.
Y la esperanza fluye.
Blanca.
Por la vena seccionada.
Entra en la aurícula derecha.
Y el corazón se encoge.
Una sístole.
Vuelve a latir.
Sin sangre.
Con esperanza.
–¿Te llamas...?
Luis se lo dijo.
–Luis.
Fue la única vez que Luis no apartó la cabeza cuando el cerdo estaba a punto
de darle su esperanza. Fue la última vez que lo vio. Salieron del retrete y el cer
do le llamó por su nombre.
–Soy escritor.
El cerdo es escritor.
El cerdo se calla.
Le pregunto si va a escribir sobre mí.
El cerdo me dice que sí.
El cerdo me dice que sí pero que no quiere saber mi nombre. No quiere que yo
desaparezca como hizo Luis.
El cerdo entra en su casa y se detiene frente a la librería del salón. Coge todos
sus libros y los tira todos. Los tira. No piensa en donarlos. Los tira. No los
dona. No saben nada de la vida. Los libros no saben nada de la vida. La vida
de verdad se encuentra en los libros que jamás se escribieron. En las voces
perdidas. En las voces que jamás pudieron recuperarse. Los tira todos.
Excepto uno.
Uno que cae abierto entre sus piernas como una boca.
El cerdo se estira encima de él y se frota con las páginas hasta correrse.
El semen, entre las páginas de un libro, no es más que semen.
El cerdo cierra el libro. Se lo acerca a la cara. Lo mira como sólo saben hacer
las madres y los enamorados.
Y le da un beso en la portada.
–Luis –dice.
Y lo arroja.
Esa noche sueño con el niño quieto, sueño que me habla con su voz, que está
dentro de mí y me habla y se mueve. Un poco. Parpadea. Sólo parpadea pero
se mueve. Un poco. Me cuenta que el funámbulo sobre el horizonte le contaba
un cuento eterno y si quiero que me lo cuente. Despierto empapada en sudor.
Al cerdo le gustaría escribir sobre los niños quietos pero sabe que es imposi
ble, sólo puede escribir sobre niños heridos. Los niños quietos, un buen día,
qué digo, un mal día, cerraron sus ojos y quedaron presos tras sus párpados,
en un mundo girado, y emprendieron un camino a oscuras hacia el interior de
sus pupilas, a través de la espesa negrura. Perdieron el miedo a todo, como
perdieron todo lo demás, y eso les llevó a no enfrentarse a nada. Sin miedo,
nada les haría escapar. Sin escapatoria. Se quedaron con el dolor y el morir. Se
quedaron con la muerte, contemplando un funámbulo sobre el horizonte que
les cuenta el cuento eterno, quietos, atentos únicamente a su interior, sin per
mitir que entre en sus miradas ni un solo resquicio de realidad. Se reinventaron
tras sus miradas cerradas. Como un candado sobre los párpados, el velo
echado del último deseo. El deseo de despedida.
Siempre que regreso a la oscuridad y tropiezo con un niño quieto, me alegro
por haber tropezado con él: sé que yo todavía me muevo. Porque él permanece
quieto mientras lo pataleo hasta la muerte. Les hacemos un favor.
Ya hace mucho que frecuento la oscuridad.
He matado a muchos niños quietos.
Y aún así, mientras lo hago, no puedo dejar de llorar.
Me despierto un día y no soy Teresa Provisional. Sé que soy Tess y estoy pre
parada para amar. La almohada está mojada, he llorado mucho esta noche. A
mi lado duerme un marido. Su almohada, seca como el cartón. No sé si seguirá
llamándose Juan, lo sabré en cuanto despierte. Por el momento, decido no
amarle a él. Tengo la oportunidad de amarlo todo y decido no amarle a él. De
cido, primero de todo, amarme a mí misma. Incluso logro sobreponerme a la
ausencia de la cámara. Salgo del dormitorio y veo en el calendario de la cocina
que es sábado. Me encierro en el cuarto de baño –toda la casa sigue igual– y
me masturbo en la bañera vacía, sin agua, para que no se moje el cabestrillo.
Soy Tess y soy la primera en tomar posesión de mí misma. La primera en
amarme. Salgo de la bañera y decido que lo segundo que amaré será a mis hi
jas y de una manera diferente a la de amarme a mí misma. Tengo la oportuni
dad de amarlo todo y tengo la posibilidad de hacerlo de infinitas maneras.
Después de a mis hijas, ¿qué más puedo amar?
Personas. Hay personas. Hay personas que aman a seres de otras especies,
sean del mismo sexo o no. Hay personas que aman el detritus sólido de sus
parejas como si fueran una extensión efímera, y comestible, de sus genitales.
Hay personas que aman observar o ser observados. Hay personas que aman
levantarse por la mañana y abrir una ventana. Hay personas que aman a otras
personas más altas o más bajas que ellas, más gordas o más delgadas que
ellas, más viejas o más jóvenes que ellas. Hay personas que aman a sus ene
migos. Hay personas que aman un tobillo descubierto por el viento, una con
versación difusa en la infancia, el símbolo de un corazón garabateado en una
pared, una entrepierna abultada bajo el pantalón, una risa desconcertante en
mitad de una fiesta. Hay personas que aman ser como todos o ser como nadie.
Hay personas que aman amar. Hay personas que aman el ruido de la tiza al
chirriar contra la pizarra, el ruido de los dientes al fregarse entre sí, el ruido de
las tijeras al cortar el fieltro, el ruido del papel cuando se envuelve un regalo.
Hay personas que aman ser amados. Hay personas que aman un pedazo de
tierra que alguien, que nunca contó ni pensó en ellas, demarcó con un tiralíne
as rojo. Hay personas que aman sin saber lo que aman. Hay personas que
aman el cristal. Hay personas que aman los recuerdos o los difuntos. Hay per
sonas. Personas.
–¡Tess!
Juan levanta la cabeza. Sí, sigue llamándose Juan porque reacciona normal.
Mi amor.
Juan abre el grifo. Sonrío. No marcha con el agua.
Juan me pide que lo limpie. Yo lo recojo. Con cuidado. Primero con una cu
charilla. Lo deposito en un plato hondo. Mi amor... Su consistencia es extrema
damente viscosa, se deshilacha en baba. Nunca lo había tenido tan espeso.
Como moco, casi gelatina. Tengo que acabar de recogerlo con una espátula –
encuentro una pequeña en la caja de herramientas, tengo que limpiarla antes
de pintura blanca, de cuando pintamos el cuarto de las niñas, el verano pasa
do–. No se ha perdido ni una gota. Qué bien.
Me dirijo con el plato a la cocina.
Bajo la báscula de cocinar y peso un plato idéntico, y después el plato con el
coágulo blanquecino. Nueve gramos de diferencia. Mi amor recién nacido pesa
nueve gramos. El que a partir de hoy me permitirá amar. Mojo el dedo y me lo
llevo a la boca. Sabe a almendras amargas. Qué extraño. Como la esperanza
de los cerdos.
Soplo suavemente y el amor se desplaza por la superficie del plato como una
ola en miniatura y hace un par de burbujas. Sorpresa. Ha hecho un par de
burbujas.
Rosa me cuenta que ayer, mientras yo estaba fuera, papá las volvió a grabar.
Respiro hondo. Esta vez hay que hacerlo bien. No hay que coger más que lo
habitual. No volverá a partirme el labio. Visto a las niñas, mochilas del colegio a
la espalda, nos despedimos de papá con un beso en los labios y salimos a la
calle.
Subimos al coche. ¿Sé conducir? Sí. Las niñas suben atrás. Arranco y en el
primer cruce nos detenemos. Me giro. Rosa me observa con la cabeza apoyada
entre los asientos. Marga mira por la ventanilla. Con los ojos cerrados.
El funámbulo sobre el horizonte.
Freno de golpe. Le doy un tortazo. Marga abre los ojos y empieza a llorar muy
fuerte. Yo grito y me araño la cara. Rosa me dice:
Las cintas corren por el mercado negro. Como para todo, existe un mercado
negro para estas cintas. Mis padres lo hacían por hobby. Nunca he querido ver
las cintas que grabaron. Con mi hermana pequeña y conmigo. Mi marido sí las
vio. Cuando murieron, las encontramos. Yo no quise verlas. Juan me dijo que
ahora entendía porqué me excitaba tanto ante una cámara. No me excitaba,
traté de explicarle, es que no me han enseñado a hacerlo de otra manera, pero
no supe hacerlo. Hasta hace poco que no sabía. Hasta que me rompí la muñe
ca frente a él. Claro, entonces descubres, cuando tienes las palabras, que a la
persona a la que le darías la explicación es la menos indicada para escucharte.
Juan vendió las cintas. Sin mi permiso. Las de mis padres. Y las mías con él.
Sin mi permiso. Ahora corren por el mercado negro de PCTH. PCTH son las si
glas de Pre-Teen Hard-Core. Sexo entre preadolescentes. Niños. No quiero
verlas nunca.
Y ahora ha grabado a las niñas.
Play.
Imagínate a tu hija. A tus hijas. Si no tienes hijas. A tu hermana pequeña. O a tu
hermana cuando era pequeña. Si no tienes hermanas, a ti misma. O a ti mismo.
De niño. De niña. Con una polla entre las manos. Abriendo la boca. Sorbiendo.
Chupando. Cerrando los labios con fuerza y tirando de ella... ¿Te excita?
Stop.
–Transporte público.
No pilla la broma. Yo tampoco tengo el sentido del humor fino hoy. El cerdo no
sabe qué hacer cuando ve a las dos niñas en el asiento trasero. ¿Qué pasa,
cerdo? Somos los niños heridos.
–No escribo sobre libros –dice el cerdo–, escribo sobre ti, Tess.
El cerdo se llama Martín, como su hermano mayor. Durante la cena, nos mues
tra su estigma en la piel.
–El nombre es lo primero con lo que nos joden nuestros padres, esto lo decía
Luis –dice el cerdo–, tenía toda la razón del mundo. Mi padre se justificó di
ciendo que le gustaba el nombre. Mi madre no se opuso. Mi madre nunca se
opuso a nada. El último domingo de cada mes siempre acudo al cementerio.
Llevo flores para mi padre y para el hermano mayor que nunca conocí. Mi ma
dre todavía vive pero como si estuviera muerta. Vive en el pasado. Nunca se
opuso a su marido y, al faltar él, se quedó sin nada. Incluso sin ella misma.
Demasiado tarde para darse cuenta. Demasiado tarde. Cambio las flores del
mes anterior y pongo las nuevas, quito la broza de las lápidas y siempre me
Asiento. Esta noche cenamos caliente y las niñas podrán dormir bajo cubierto.
Mañana buscaremos un hotel o una pensión donde no me pidan la documenta
ción o dormiremos en el coche. Mañana. No sé.
El cerdo cambia las sábanas de su cama y dice que nosotras dormiremos ahí y
él en el salón, en el sofá-cama.
–No acepto un no por respuesta –dice y desaparece tras la puerta del salón.
Nos ha dejado solas. No quiere nada de mí. Esta noche no quiere nada de mí.
Vacío el bolso sobre la cama. No quiero conectar el teléfono pero lo conecto.
Treinta y ocho mensajes nuevos y cincuenta y tres llamadas perdidas. Y una
llamada entrante: Papá. El teléfono se estrella contra el suelo, la batería salta.
–Vamos al cuarto de baño sin hacer ruido –les digo a las niñas–, para no mo
lestar a Martín que ha sido muy bueno con nosotros y nos deja dormir en su
habitación, ¿de acuerdo? Sin hacer ruido.
En el cuarto de baño nos cepillamos los dientes con el dedo y les recojo el ca
bello en una trenza. Rosa aprovecha para hacer popo. La pequeña hace días
que no se sienta en la taza.
No responde.
Se duermen enseguida. Salgo de la cama y me dirijo al salón, quiero darle las
gracias a Martín por todo lo que nos está ayudando, por lo bien que se ha por
tado con mis hijas y conmigo. Llamo muy flojo con los nudillos a la puerta del
salón pero no me responde. No escucho el televisor, ni música. Abro la puerta
–Sí.
–Anda ya.
–De verdad.
–¿Antes?
–No lo sé. Hay cosas que no tienen explicación. Seguramente para que el
nombre tuviera cinco letras. Los nombres con cinco letras me parecen comple
tos. Un nombre con menos letras me parece incompleto.
–Como Luis.
Martín me mira.
Yo asiento en silencio.
–Cahín mata a sus padres al principio de la primera versión. Tardé mucho tiem
po en empezar y después apenas avancé. Quería ir del presente hacia atrás,
hacer un flashback... que nunca escribí. Pero su muerte sí que la detallé. Com
pleta. El arma, una escopeta. No me preguntes de dónde sale pero es con una
escopeta. Cahín...
–Ah, ¿sí?
–Juan se sacó la licencia. Le dije que con las niñas no quería ningún arma en
casa pero no me hizo caso. Simplemente la quitó de su alcance. Perdona, te
he interrumpido.
–Cahín tiene un hermano mayor al que nunca ha conocido. Murió antes de na
cer él. Se llamaba Cahín. Como es mi caso. Cahín, el primero, murió a los seis
años de edad. Como el primer Martín. El primer Martín lo hizo contra las rocas,
el primer Cahín también. A los dos años de la muerte nacería el segundo Cahín.
El mismo día en que nació el primero. El hijo vivo y el hijo muerto celebrarían
sus aniversarios juntos para siempre. En la realidad, mis padres también quisie
ron que yo naciera el mismo día que mi hermano pero gracias a una complica
ción ginecológica le avanzaron el parto a mi madre, una cesárea, a siete días
del aniversario de mi hermano. Pero volvamos a la ficción. Cahín nace con el
estigma del niño herido en la piel. Desde el primer día, sin saberlo, compite con
su hermano mayor muerto. A veces sus padres olvidan que se trataba de otro
Martín asiente.
–Mató a sus padres –me dice– y eso no puede ser. No es justo que deba ma
tarse para ser feliz. Debe haber otra manera.
–Por eso lo dejé y empecé una nueva versión. Los niños nunca ganan en nin
guna guerra.
Play.
Stop.
–¿Qué pasa...?
–Nada...
–Ven...
–No...
–Ven... Tu esperanza...
–Sí ...
–No...
–Sí...
–Gracias...
–Sí.
–¿Puede ayudarte?
–No lo sé.
–Nunca.
–No sé.
–¡Tess!
Cuelgo.
Quizás la esperanza nunca muera pero sí enferma, y cuando lo hace los deseos
se vuelven en contra de uno.
–Si no vuelvo a saber de ti –me dice Martín en la puerta–, que sepas que me in
ventaré todo lo que escriba sobre ti.
Él no viene con su escopeta de caza. Él no viene. Sabe que volveré. Por la cul
pa que siento. Por mi culpa.
–Tengo fiebre.
–¡Qué miras!
La noche siguiente dormimos en el coche. A las niñas les parece toda una
aventura. Creo que a Marga le está subiendo la fiebre. Se duerme enseguida. A
Rosa le cuesta un poco más.
No sé que responderle.
Me despierto a las cuatro y media y ya no puedo dormir más. Marga duerme
con la cabeza recostada en el flanco de su hermana. Los ojos de las dos titilan
bajo los párpados. Salgo del coche a estirar las piernas y entonces me doy
cuenta que he aparcado a dos manzanas de casa. Un perro callejero se acerca
y me olisquea los bajos del pantalón. Lo aparto de una patada. El perro cae al
suelo y gimotea. No se levanta de ahí. Sigue gimoteando. ¡Despertarás a las
niñas! Lo alejo del coche a puntapiés, lo dejo hundido entre bolsas de basura,
cerca de los contenedores. Queda echado panza arriba, no es un perro calleje
ro, es una perra. Por las tetillas dilatadas, acaba de parir. Le echo otra bolsa
encima para ahogar su chillido, se amortigua. Mejor. Llego al portal de casa.
Entro. Espero que no se trate de otra pesadilla. O sí. Depende de lo que me
encuentre. Sólo quiero coger un poco de ropa para las niñas, comer algo, me
apetecería tanto tomarme algo caliente, sentarme en el sofá del salón, los pies
arriba del sofá, y tomarme algo caliente mirando la tele, sin pensar, con las ni
ñas jugando en la habitación de al lado, con Juan echado en la cama con el
cuello cortado.
Subo las escaleras. Menos ruido que por el ascensor. Llego al rellano. La puer
ta. Parece más grande. Me impone. Las llaves del bolso, con cuidado, que no
Mientras Juan va a buscar a las niñas al coche giro sobre mis talones, nunca
he tenido la sensación tan vívida de que alguien me mira, giro sobre mis talo
nes y en el giro siento que me alejo de mí misma y siento que no soy más que
sesenta kilos con ochocientos cuarenta y un gramos que sin previo aviso se
vuelcan en la papelera.
Versión quinta.
–Mamá, mamá...
Su voz se confunde con los gemidos de un perro. La cojo en brazos, está ar
diendo, y volvemos al coche. Rosa está despierta. Las niñas siguen llamándose
igual y de repente me viene mi nombre a la cabeza, Tori, y arranco.
La ventana del salón se enciende. Me llamo Tori. ¿Adónde vamos? Tori de Vic
toria. Estoy llorando. Tori. Las niñas, detrás, no dicen nada. Adónde, decidme,
me giro, decidme, ya no veo la vida.
Un camión se nos lleva por delante.
Versión sexta.
–Estatura: uno con doce –dicen–. Qué más da, está a cuarenta de fiebre –di
cen–. ¿Qué edad ha dicho que...? –dicen.
Los médicos dicen que pronto podré ver a mamá, que espera afuera. Les digo
que me da igual. No paran de entrar y salir médicos. Me estiran en una camilla
y me dicen que me dé la vuelta. Como papá. Yo me doy la vuelta. Me dicen
que me esté quieta. Como papá. Yo me estoy quieta. Después me preguntan
qué hago. No sé qué responder.
La enfermera vieja intenta sonreír y se pasa las manos por las solapas de la
bata para secarla. El médico entra gritando.
Mi papá me quiere porque soy frágil como el cristal. Y transparente y pura. Dice
papá que no hay nada más expuesto que un niño. Mi papá es muy inteligente,
sabe de muchas cosas, por eso es jefe donde trabaja, pero a mí no me deja
que le haga muchas preguntas, dice que no es bueno para un niño –y menos
para una niña– saber demasiadas cosas, que no debemos comprenderlo todo,
que haya magia. Papá dice que después ya habrá tiempo de que no haya
magia.
–Sí.
–Traedme a ese asistente social dondequiera que esté, ni que tengáis que ir al
infierno a buscarlo.
Me explican que debo pasar unos días ingresada en el hospital, que primero
tiene que desaparecer la infección y luego me coserán las heridas, que papá y
mamá no podrán venir a visitarme pero que estaré con muchos niños y niñas
buenos. Les pregunto si después de coserme me quedará el culito como la bo
quita de un gusano y no saben qué responderme. Les digo que a papá le gusta
mi boquita de gusano. Le gusta mucho. Más que la de Rosita.
–¡Vendida!
–Mañana volverás a estar en casa –dice una médico que no he visto nunca.
Play.
–Ahora niñas, abrid la boca. Así, aaaah... Juntaos, juntaos más a mí, que se
nos vea bien a las tres. Muy bien. La lengua más afuera... Así... Aaaah...
Aaaah... Venga, papá... Aaaah...
Stop.
No quiero vaciar más papeleras. Escribo sin odio ni mentira. No quiero. Tampo
co me quedan fuerzas. Versiones existen tantas como se quieran. La escriba o
no... Julio está enamorado de su padrastro. Tiene nueve años. Julio espera im
paciente en la cama a que mamá se duerma y su padrastro venga a meterse
con él bajo las sábanas... Carmen se cubre la cabeza con los brazos cuando
su novio eyacula en ella por primera vez. Él, extrañado, le pregunta qué hace.
Carmen le dice que creía ahora le iba a pegar... Fernando tiene treinta años y lo
único que ha recibido de sus padres han sido insultos. Su piel está tan lastima
da que no sale de casa, no soportaría un insulto más... Es el cuento eterno.
Una pandemia.
Tantos niños que nunca alcanzarán a vivir.
Adónde.
Decidme adónde.
Si alguien sabe adónde
que lo diga, adónde debemos ir.
Decidme... Yo ya no veo la vida. Adónde.
Versión séptima.