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El niño herido

Carlos Be

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El niño herido de Carlos Be – Página 1


El niño herido de Carlos Be se estrenó bajo el título de
Steak tartare el miércoles 8 de julio de 2009 en la Sala Tis
de Madrid, con dirección de Adolfo Simón y con Arturo
Bernal, Juan Gómez, Guadalupe Marcote e Itziar Ortega
como intérpretes.

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Prepucio para El hijo bastardo
por Adolfo Simón

Hay autores de teatro que escriben tras una ventana, viendo llover afuera...
Hay autores de teatro que escriben sobre los otros sin conocerse a sí
mismos...
Hay autores de teatro que llenan folios como quién hace la lista de la compra...
Hay autores de teatro que escriben historias porque las oyen en el autobús...
Hay autores de teatro que son fieles a las recetas del pasado...
Hay autores de teatro que esperan la inspiración leyendo libros de aventuras...
Hay autores de teatro que están convencidos de que su obra es genial y
transgresora...
Hay autores de teatro que escriben pensando que han reinventado la escena...
Hay autores de teatro que piensan en los premios y no en el público...
Hay autores de teatro que desearían escribir cine y escriben televisión...
Hay autores de teatro que esperan que el director de moda descubra su obra...
Hay autores de teatro que no saben qué le pasa en el pulso a un actor...
Hay autores de teatro que sueñan con un decorado bello en el estreno de su
obra...
Hay autores de teatro que escriben su obra en las fiestas de los estrenos...
Hay autores de teatro que no se por qué escriben teatro...
Pero son autores modelo.
Carlos Be escribe con el brazo en cabestrillo y el fémur en carne viva...
Escribe asfixiado por ideas y fantasmas...
Escribe en la oscuridad de rincones abyectos, con los dedos manchados de
semen...
Escribe en las paredes sudadas o en la nuca de desconocidos...

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Cuando una nebulosa se instala en su cerebro, retumba hasta que se convierte
en imágenes y diálogos... El tiempo se queda estancado en una acotación im­
posible y su aliento se amarga y reseca...
No es fácil que un autor diga sí a un encargo hoy en día y menos que lo haga
propio; esa reacción sólo la tiene gente honesta, generosa y con la claridad de
que su tinta de sangre es solo el principio de un viaje tortuoso que otros han de
completar: los actores, el equipo artístico-técnico, el director, el público; esta
lección solo la sabe la gente de teatro y no los funcionarios de la creación.
Cuando uno pide con libertad y confianza, está pidiendo un trozo de infierno y
no sabe exactamente qué puertas se abrirán...Y menos que las cerraduras oxi­
dadas las selló uno mismo en algún recodo del pasado... Es, no obstante, un
vértigo fascinante.
Cuando le pedí a Carlos Be que escribiese El niño herido que más tarde sería
bautizado en las cloacas de la escena como Steak tartare, no sabía que le es­
taba pidiendo unos folios de mi infame diario vital, tampoco sabía que descu­
briría, en sus líneas escritas, todos los espejos que rompí de niño.
Meses de espera a que el correo electrónico vomitase nuevas situaciones que
me hicieran seguir soñando el laberinto donde no encontraría más salida que la
de saber que alguien en la distancia estaba dictándome el tema más esencial
en mi carrera como director, ese que uno va buscando sin saber que se lo en­
contrará de golpe, a la vuelta de una esquina, en un pueblo abandonado y al
que volverá de nuevo, como lo hace el asesino cuando regresa al lugar del
crimen.
Los malos tratos infantiles parece que están ahora de moda y, realmente, lo
que creo es que han sido silenciados siempre. Todo abuso en la infancia se
convierte en un tatuaje que por más que lo arañemos con ácido no desapare­
cerá nunca, nos acompañará en cada sonrisa o lágrima que agriete nuestro
rostro a lo largo de la vida.
Carlos trata este tema dejando suspendidos a los personajes y sus réplicas al
borde del precipicio, no los redime ni les acusa, les deja desnudos de ropa y
piel, los empuja frente a nuestra mirada para que seamos nosotros los voyeurs
de esos frágiles niños atrapados en cuerpos de adulto, los que decidamos si
sus brazos partidos o labios mordidos han sido el fruto de la mano de otros

El niño herido de Carlos Be – Página 4


niños muertos o que el mal es algo instalado ya en el corazón de nuestras pu­
pilas. Podría haber hecho una historia de buenos y malos, por suerte no ha sido
así.
Cuando decimos gracias se nos llena la boca y nos queda una tranquilidad ex­
traña frente al otro. Yo no sé si darle las gracias a Carlos por haber hecho esta
radiografía descarnada de mis cicatrices pero sí creo que le hace mucho bien,
este texto, a un panorama de escritura teatral en el que prima el divertimento y
la ausencia de compromiso ético.
Además, me hace especialmente feliz haber tenido un hijo bastardo a medias
con Carlos, un hijo bellamente deforme, nacido de un culo preñado y envuelto
en una placenta de flores, caricias y muerte.

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A Adolfo, a Fran y a Jan

«Damaged people are dangerous. They know they can survive.»


LOUIS MALLE, Damage

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0

Versión cuarta.

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1

Escribir la primera versión de esta obra le llevó al escritor tres meses, cinco
días y siete horas de su vida y el total del papel utilizado alcanzó un peso de
tres kilos con setecientos cincuenta gramos, el equivalente al peso de un bebé
de cinco meses de vida con el brazo roto y el rostro amoratado. El escritor no
vacía la papelera hasta que decide que aquel escrito no avanza como debiera y
el bebé, con los ojos muy abiertos y sin comprender qué sucede, se ve arroja­
do al camión de la basura. Gime y patalea. Con el ruido de las máquinas nadie
le oye.
El escritor no se siente satisfecho de su obra y se deshace de ella. El bebé no
puede acusarle, todavía no ha tenido tiempo de aprender a hacerlo. El escritor
inicia una segunda versión.
Si fuera tan fácil con la vida. Si pudiera vaciarse como se vacía una papelera.
Si pudiéramos vaciarnos tanto y tantas veces como quisiéramos.
Pero no. Nosotros sólo podemos vaciarnos una vez. Y es para siempre. Con el
brazo roto. El rostro amoratado. Los ojos muy abiertos. Es para siempre.
Perdonadme si no os quiero pero es que nadie me ha enseñado a ello.
Soy el niño herido.

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2

Ésta es la cuarta reescritura. Ya voy por la cuarta. La versión número cuatro. De


nuevo, los números. Mi manía por cuantificarlo todo. Antes que yo, ha habido
tres... Tres... No sé cómo llamarles. Nunca estuvieron vivos. ¿Cómo se llama lo
que no tiene ninguna esperanza?

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3

Al primero de los bebés lo arrojé al camión de la basura. Al segundo lo maté a


patadas. Al tercero le retorcí el cuello hasta que murió. A éste, aún no lo sé,
pero a éste más valdría no haberlo parido nunca.
Soy su asesino. Sin sus muertes, yo no existiría. Implícitamente, soy su asesi­
no. También soy mejor que ellos. Aunque no lo parezca, algo anida en mí que
ellos no tienen. Yo he oído hablar de la esperanza.
Sé que es difícil hablar de esperanza cuando te están rompiendo el brazo. Sé
que es difícil hablar de esperanza cuando te están linchando a patadas. Sé que
es difícil hablar de esperanza cuando te están retorciendo el cuello. Sé que es
difícil hablar de esperanza cuando te están diciendo que lo mejor que podrías
haber hecho es no haber nacido. ¿A qué podían aferrarse? A nada. No tenían
esperanza. Y si, en algún momento de locura, creyeron tenerla, fue una ilusión.

El niño herido de Carlos Be – Página 10


4

En la versión anterior, en la tercera versión, el bebé desplegaba una vida bas­


tante completa en la ficción. Cogió mucho peso, mucho más que la primera y
la segunda versión: cincuenta kilos con trescientos veintiún gramos, y alcanzó
una edad de treinta y cinco años. Dejé de distinguir entre quién era el escritor y
lo que escribía, lo escrito o, mejor dicho, la escrita: digo escrita porque tenía
nombre de mujer, Teresa, y, a grandes rasgos, confieso que se parecía un
poco a mí. Supongo que en ella ya empezaba a traslucirse lo que en esta ver­
sión, en la que nos ocupa, sería, soy, yo. Ella, y ahora, con la distancia, lo veo
muy claro, nunca fue más que un boceto anoréxico de lo que yo soy en reali­
dad. Ella nunca dejó de ser un bebé. ¿Por qué? Porque no tenía esperanza.
Sus cincuenta kilos con trescientos veintiún gramos fueron vaciados. Ella, con
los ojos muy abiertos... comprendiendo lo que sucedía... había oído hablar del
dolor, del miedo, de la muerte... Pero todavía no conocía de la esperanza.

El niño herido de Carlos Be – Página 11


5

Yo soy como Teresa pero peso un poco más. Mi vida es más completa. No soy
un boceto anoréxico de mí misma. Poseemos la misma familia, no digo que la
compartimos, porque no la compartimos. Poseemos la misma familia aunque la
mía, a diferencia de la suya, también ha dejado de ser un boceto anoréxico.
Estamos todos sentados en un restaurante, almorzando, y no puedo evitar te­
merlos porque sé lo que le han hecho a ella, a mi boceto anoréxico, antes de
vaciarla. Sé cómo le han hecho correr por las calles... Pero la mayor diferencia
entre nosotras es que yo he oído hablar de la esperanza.
He oído hablar de la esperanza.
Pero también del dolor, del miedo, de la muerte.
Una pareja se detiene en la calle y se separan. Él va a sacarle una foto a ella.
No lo saben pero saldremos nosotros en la foto, detrás, tras la vidriera del res­
taurante. Un escalofrío.
Con mi boceto anoréxico comparto el placer por las cámaras. Es algo que no
se ha reescrito. Perdura. Mierda. Mi placer por las cámaras. Mierda.
No ha sido borrón y cuenta nueva. Mierda.
Tengo miedo. Los rasgos de ella que persisten en mí...
Tengo miedo. Quiero vaciar mi papelera.
Tengo miedo. No quiero vivir lo que me espera.
No quiero. ¡He oído hablar de la esperanza!
No es justo...

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6

Ella se llamaba Teresa. Cincuenta kilos con trescientos veintiún gramos llama­
dos Teresa. Su última escena comienza como casi todas las escenas anteriores
de la tercera versión, excepto la antepenúltima, la que sucede en el gimnasio. A
lo que iba, todas empiezan igual:

Tras la cristalera de un restaurante, Teresa almuerza con su marido y sus dos


hijas.

Las acotaciones prescriben que en ningún momento se miren a la cara. Nunca


a los ojos. Si, por descuido, las miradas se cruzaran, deberán apartarse rápi­
damente, sin perder en ningún momento esa expresión tan desesperanzadora
que ocupa sus rostros.
¿Así era? ¿Así soy? No puede ser... ¿En qué me diferencio de ella?
He ganado más peso, sí, pero ellos, mi familia, siguen siendo los mismos. A
grandes rasgos, como yo. Eso me da un poco de miedo. Que ellos sigan sien­
do los mismos, a grandes rasgos. Mi marido, nuestras dos hijas. Un examen
más minucioso me revela que ellos también han ganado más peso.
A Teresa, en su última escena, le entran ganas de gritar. Se encuentran en el
restaurante, claro está, y las ganas de gritar le entran en el momento de pagar,
lo cual crea cierta confusión, incluso se levantan algunas risas.

–¡Estoy harta! –grita–. ¡No quiero seguir viviendo así! –grita.

Arroja el bolso al suelo y sale corriendo del restaurante. Entra llorando en una
zapatería, se descalza y pide los zapatos con los tacones más altos y las

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puntas más estrechas que tengan.

–¡Me sientan bien, me los quedo!

A la hora de pagar no encuentra el bolso. Cómico, ¿no? Lo arrojó al suelo del


restaurante... En la calle de nuevo, con sus zapatos viejos, sin ánimo para co­
rrer, entra en una cafetería, se apoya en la barra, pide un café, un cerdo senta­
do a su lado le mira y a la hora de pagar el café vuelve a pasarle lo mismo, ¡el
bolso! El camarero la mira mal, le pide que pague. El cerdo sentado a su lado
sigue mirándola. Ella les grita que:

–¡No me toquen más las pelotas!, –que:– ¡tengo dinero, tengo dinero, pero no
me da la gana de ir demostrándolo continuamente, a cada paso que doy, de­
jadme en paz, que me deje todo el mundo en paz! ¡Estoy harta, harta, harta!

El camarero se aparta para dejarla gritar en paz y el cerdo a su lado le pregunta


si quiere tomar algo más.

–¿Le conozco?

El cerdo le dice que huele el estigma en su piel, que le acompañe a los servi­
cios, que le chupe la polla, que la tiene muy gorda, y entonces Teresa cae en la
cuenta, es el cerdo del gimnasio del otro día, el cerdo de dos escenas atrás, el
que la vio discutir con su marido en los vestuarios de hombres... Teresa quiere
darle con el bolso y... ¡mierda! ¡Hasta qué punto dependemos del bolso! Tere­
sa sale de la cafetería y el camarero le grita que no quiere volver a verla, ¡puta!
Teresa regresa al restaurante y encuentra a su marido y a sus dos hijas en la
puerta. Han estado esperándola un rato y al ver que no volvía, han decidido
irse. Teresa y su marido no se miran a los ojos. Con gafas de sol y aún así no
se miran. No se miran. Y en ese preciso instante el escritor deja de escribir,
arroja lo escrito a la papelera, coge la papelera y la vacía. Teresa muere y nadie
te llora.
Y no puedo evitar el pensar que he sido yo quien te ha retorcido el cuello.

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Tengo miedo pero te he retorcido el cuello y no tengo miedo por eso, no, tengo
miedo porque ahora me toca a mí.
Es mi turno.

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7

Nazco y lo primero que se escribe sobre mí es mi nombre.

Teresa Provisional.

No ha sido borrón y cuenta nueva.


Su nombre persiste, Teresa, pero yo no quiero llamarme como ella. No me re­
conozco en ella pero sus rasgos persisten en mí. La órbita violeta en el ojo de­
recho tras las gafas de sol. El labio partido con ocho puntos, la mitad a la vista,
los otros dentro de la boca. No le molestan los puntos en las encías y le entre­
tiene pasar la punta de la lengua por la carne del labio, tantas veces herida, ya
encallecida.
Sus escenas también persisten. Me encuentro en el restaurante. La pareja en la
calle, la foto, el escalofrío. Frente a mí, mi marido, que no me mira a los ojos.
No hace falta mirarle para saberlo. Lo siento. A su lado, mi hija mayor, Rosa. Al
mío, Marga, la pequeña. Nos traen la cuenta y no puede contener el impulso,
quiero gritar que estoy harta y que todo cambie, no quiero andar más mirando
el suelo, sólo levantando la mirada cuando hay una cámara delante...

–¡Estoy harta! –grito–. ¡No quiero seguir viviendo así!

El bolso al suelo y salgo corriendo del restaurante. Entro llorando en una zapa­
tería, no sé por qué, me descalzo y quiero unos zapatos de tacón, muy altos,
con las puntas más estrechas que tengan.

–¡Éstos! ¡Me los quedo!

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¿Y el bolso? En la calle de nuevo, con mis zapatos viejos. Me voy sin pagar,
¿descalza?, no, con mis zapatos viejos, entro en una cafetería, pido un café,
un cerdo a mi lado me mira, quiero irme, pido pagar y vuelve a pasarme lo mis­
mo, ¡el bolso! El camarero me mira mal, que pague me dice.

–¡No me toquen más las pelotas!, ¡tengo dinero, tengo dinero, pero no me da
la gana de ir demostrándolo continuamente, a cada paso que doy, dejadme en
paz, que me deje todo el mundo en paz!

El camarero se aparta y el cerdo me pregunta si quiero tomar algo más.

–¿Le conozco?

El cerdo dice que huele el estigma en mi piel, que le acompañe a los servicios,
que le chupe la polla, que la tiene muy gorda, y entonces caigo en la cuenta,
es el cerdo del gimnasio del otro día, el cerdo de dos escenas más atrás, el
mismo de la otra versión, el que me vio discutir con mi marido... Quiero darle
con el bolso... ¡mierda! Entro en el servicio y el cerdo me sigue. Cerramos el
pestillo, me arrodillo y le chupo la polla. Sin cámaras. Y lloro de felicidad por­
que lo he hecho sin cámaras. Por fin lo he hecho sin cámaras. Estoy dejando
de amar. No sabía que la esperanza fuera blanca.
Regreso al restaurante y me encuentro a mi marido y a nuestras dos hijas en la
puerta. Han estado esperándome y al ver que no volvía, han decidido irse. Miro
a mi marido a los ojos. A los ojos.
Y el escritor sigue escribiendo.

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8

Play.
Auparishtaka o unión sexual oral.
Existen dos clases de eunucos o hermafroditas: los que eligen el papel de
hombres y los que prefieren disfrazarse de mujeres. Los eunucos que visten
como las mujeres imitan al sexo débil en todas las formas: en su modo de ves­
tir y de hablar, en sus modales, su bondad, su timidez, su delicadeza y su mo­
destia. Y la suprema consagración de amor que las mujeres reciben en las sua­
ves profundidades del yoni, los eunucos la reciben en la boca. Eso se llama
auparishtaka.
Estos eunucos hembras sienten un placer sensual con la unión sexual oral, y
ello al mismo tiempo les procura un lucrativo medio de ganarse la vida, permi­
tiéndoles vivir como cortesanas.
Los eunucos que adoptan la vestimenta y el carácter de los hombres mantienes
sus prácticas sexuales en secreto, pero cuando eligen una profesión, se con­
vierten generalmente en masajistas. Utilizando el masaje como pretexto, estos
eunucos acarician subrepticiamente los muslos de su cliente y después empie­
zan a tocar con sus fuertes y experimentados dedos las áreas adyacentes de
su cuerpo. Si el lingam de su cliente está en erección, lo frota y lo oprime sua­
vemente con las manos. Muestra sus intenciones sin ambages, y si el cliente
no se opone, el eunuco interpreta su silencio como aquiescencia e introduce el
miembro en su boca. Si, por el contrario, el cliente se excita con estas caricias
y ordena al eunuco que continúe, el masajista se niega y sólo termina consin­
tiendo después de ser suplicado y sobornado.
El eunuco procede entonces a enseñar a su cliente los placeres de las ocho
diferentes etapas de la unión sexual oral. Después de cada etapa se detiene y

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finge negarse a continuar, pero esta repentina y transitoria negativa sólo sirve
para excitar aún más a su cliente, que ruega al masajista que continúe y le
paga espléndidamente por sus esfuerzos.
La primera etapa se conoce como unión nominal. El eunuco toma el órgano de
su cliente en la mano y acaricia levemente el extremo con los labios.
Después coge el extremo del lingam con la mano, cerrando los dedos como si
fuese el capullo de una flor y besa y muerde la punta del órgano.
Si su cliente le insta a continuar, el eunuco toma el lingam, se lo introduce en la
boca, cierra los labios con fuerza y entonces tira de él como si quisiera arran­
car el órgano del cuerpo. Esto se llama presión exterior.
Animado por la reacción de su cliente, el eunuco inserta el lingam más profun­
damente en su boca, lo aprieta y después lo suelta de pronto. Eso se llama
presión interior.
Si el eunuco tiene el órgano en la mano y lo muerde suavemente, se llama el
beso.
En cambio, si acaricia el lingam con la lengua, en especial su extremo, se llama
el pulido.
La culminación del auparishtaka tiene lugar en las dos últimas etapas. El eunu­
co introduce en su boca la mitad del órgano, lo acaricia con la lengua y lo chu­
pa con gran fuerza. Esto se llama comer el mango.
La culminación llega cuando el eunuco se mete todo el órgano en la boca y lo
aprieta con gran fuerza hasta la raíz, como si quisiera tragárselo entero. Esto se
llama absorción.
La unión oral va acompañada del usual juego amoroso.
No sólo los eunucos practican el auparishtaka. Muchas mujeres disolutas,
prostitutas y criadas solteras –que también trabajan como masajistas– se dedi­
can voluntariamente a esta clase de unión sexual.
Los acharyas, autores antiguos y venerables, dicen que esta forma de unión es
más propia de perros que de hombres. El auparishtaka está prohibido por las
sagradas escrituras, según las cuales es muy perjudicial para un hombre intro­
ducir constantemente su órgano en las bocas de.1
Stop.
1
Fragmento inicial del capítulo IX de Kama Sutra de Mallanaga Vatsyayana.

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9

El cerdo me pregunta por qué lloro siempre cuando acabo de chuparle la polla.
Le respondo que es porque estoy dejando de amar a mi marido. Dejando de
amar a mis hijas. Dejando de amar a mis padres. Hasta quedarme sola. Y así
poder empezar de nuevo y queriendo de manera diferente. Queriéndome a mí.

El niño herido de Carlos Be – Página 20


10

La esperanza es el estado de ánimo por el cual se nos presenta como posible


aquello que deseamos. Desear es algo abstracto. La esperanza es abstracta. El
dolor, el miedo y la muerte, no. La esperanza no sirve para detener los golpes.
A la órbita derecha amoratada y a los ocho puntos en el labio –que se me han
infectado por la esperanza y supuran–, hay que sumarle una muñeca partida.
Una muñeca partida.

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11

Alimentarse de esperanza es esperar, con poco fundamento, que se conseguirá


lo deseado o pretendido.

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12

El cerdo se limpia con papel higiénico.


Salimos de los servicios públicos de la estación y por primera vez me llama por
mi nombre. No ha dicho Teresa. Tampoco Teresa Provisional. Ha dicho otro
nombre. Me llama por otro nombre. Me giro y le pregunto cómo me ha llamado.

–Luis.

Dice:

–Luis, me dijiste que te llamabas Luis.

Soy Luis y soy el niño herido.

El niño herido de Carlos Be – Página 23


13

Luis no logró suicidarse. Comoquiera que fuera, su papelera no se vació. Si­


guió viviendo pero la sensación de encontrarse siempre en el lugar equivocado
no pudo quitársela desde que fracasó en su intento de suicidio. Cuando le pre­
guntan cómo se llama, él pide que no le pregunten por el nombre:

–El nombre es lo primero con lo que nos joden nuestros padres. Después, con
las historias sobre los monstruos que habitan bajo la cama. Mientras nos caga­
mos de miedo por la noche e intentamos colocarnos en el centro exacto de la
cama, lo más alejado posible del borde, nuestros padres entran de puntillas,
por la espalda, y nos descuartizan. Pobre monstruo de debajo de la cama, él
nunca tuvo ninguna culpa de nada. Siempre fueron los padres.

Por eso Luis se sorprendió tanto cuando el cerdo lo llamó por su nombre.

–¿Cómo me has llamado? –le preguntó Luis al cerdo.

–Luis, me dijiste que te llamabas Luis –le responde el cerdo.

–¿Y para qué te sirve acordarte de mi nombre? –le pregunta Luis.

–Soy escritor –dice el cerdo.

–¿Vas a escribir sobre mí?

–Lo estoy haciendo.

El niño herido de Carlos Be – Página 24


14

–No escribas sobre mí –dice Luis–. Escribe sobre los niños heridos.

El niño herido de Carlos Be – Página 25


15

Los niños heridos entramos en los servicios públicos en busca de esperanza.


Allí nos encontramos con desconocidos, entre rollos húmedos de papel abier­
tos en el suelo y baldosas impregnadas con el sudor de tantas nalgas. A través
de los tabiques, reconocemos nuestras respiraciones sedientas de esperanza.
Uno se lava las manos y el otro pasa por detrás, se identifican rápidamente en
el espejo. El estigma en la piel nos delata. Somos la familia muerta, aquellos a
quienes nos enseñaron mal lo que significaba amar y ahora sólo queremos
desaprenderlo.
De repente uno de los desconocidos alza la mano y el golpe desciende en pi­
cado. Se oye un grito de protesta. Ha sido en el retrete de al lado. Es la espe­
ranza que habla por la boca. A los demás niños heridos, emocionados, se nos
llenan los ojos de lágrimas y chupamos con más ansia.

El niño herido de Carlos Be – Página 26


16

No soy Teresa, que acabó con la cabeza gacha y cincuenta kilos con trescien­
tos veintiún gramos directos a la papelera. Soy Teresa Provisional. Provisional
como cualquiera de los niños heridos. Provisional porque lo único que quere­
mos es una vida. Como la que tienen los que no fueron heridos. No podemos
deshacernos del estigma pero podemos acariciarlo como a un recuerdo y de­
jarlo a un lado en la memoria para poder lucir la mejor de nuestras sonrisas,
aquella que creímos que nunca más podríamos lucir, la que nos mataron de ni­
ños, pero a veces flaqueo y no tengo ánimo para sonreír. Por suerte o por des­
gracia, la oscuridad me consuela. Tropezamos entre nosotros. Somos tantos
allí.

El niño herido de Carlos Be – Página 27


17

Teresa Provisional ve como sus escenas en el restaurante se han borrado y


ante ella, o él, o cualquier otro niño herido, el cerdo se ha convertido en una
persona afable, sin llegar a ser simpática, simplemente afable, que se presta a
encuentros fortuitos una o dos veces semanalmente en los servicios públicos
de la estación. Teresa Provisional ha perdido su identidad y sonríe. ¿Qué más
da el nombre? Teresa Provisional o Luis o... ¿Qué más da cuando ya no siente
ese escalofrío de placer ante una cámara? Por fin puede pasar entre una pareja
que se hace fotos y no siente ese escalofrío de placer que sus padres le dije­
ron, cuando era ella muy niña, que buscara, que buscara muy dentro de ella,
que la estaban filmando, y la niña descubre entre las patas del trípode aquel
trozo de carne que le salía a papá de entre las piernas, y a su madre, desnuda
al lado de él, que soltaba la mano de su hermana pequeña y se sentaba en la
cama, se llevaba un dedo a la boca para empaparlo en saliva y después le ayu­
daba a buscar para que encontraba y sus padres aplaudían y le decían que ha­
bía conseguido el beso del Príncipe Azul, un beso como ninguno que se da
muy adentro y sabe mejor que ninguno y su padre le daba al stop de nuevo, la
pletina se abre, saca la cinta de la cámara y la deja sobre el tocador de la me ­
sita bajo el espejo y la cruz.

El niño herido de Carlos Be – Página 28


18

Me costó no repetir lo mismo con mis hijas. Veía a mis hijas tan frágiles. Tan frágiles
como mis padres nos veían a mi hermana y a mí. Tan frágiles como el cristal.
No quise repetir. Algo en mí me decía que aquello no estaba bien pero no supe
salir indemne de aquel laberinto, desarrollé un sentimiento de culpa enorme y
unas tremendas ganas de ser rota. Además de la cámara, claro está. Para en­
tender el amor, necesitaba una cámara que me filmara.
Encontré un marido que era el calco exacto de mi padre. Para poder entender
el amor. Sabía hacer sentir culpable. Sabía romper. Entendía el amor como yo.
En lo que no estuvimos de acuerdo fue en las hijas. Yo no quería que él hiciera
lo mismo que hicieron mis padres con mi hermana y conmigo. Una noche des­
pués del restaurante le sorprendí con la cámara, nuestra cámara, la cámara que
usábamos él y yo, al pie de las camas de nuestras hijas. Comencé a gritar. Él
me abrió los puntos del labio.

–Juan –le dije...

Se llama Juan...

–Juan, mira...

Me partí la muñeca. Él que se quedó muy parado. Si alguien iba a romperme,


sería yo misma. Él me amaba, sí, él me amaba, pero ahora entendía que yo me
amaba a mí misma por encima de él. Y no grito.
Quiero desaprender lo que me enseñaron mis padres. Por eso parto la muñeca.
Todo lo que aprendí, ahora lo entiendo, no era amor.

El niño herido de Carlos Be – Página 29


19

Desde el rincón de mi vida y con un brazo en cabestrillo pienso en cuántas


maneras de amar mal existen y sólo se me ocurre que todas.

El niño herido de Carlos Be – Página 30


20

Me cuesta ver en esta oscuridad. ¿Cuántos somos? ¿Cuántos estamos aquí?


¿Cuántos...? Me sorprendería. Tengo el encendedor de Juan en el bolsillo.
Siempre llevo algún encendedor de Juan en el bolsillo. Los olvida en todas par­
tes y yo voy detrás recogiéndoles. Meto la mano en el bolsillo. El encendedor
en el puño.
Una voz me dice que te sorprenderías de cuántos somos, de cuántos estamos
aquí, de cuántos.
Tengo miedo y no quiero enfrentarme a él... pero saco el encendedor y lo
prendo y grito de terror.
A mi lado, un niño quieto.
Le golpeo la cabeza, la luz se apaga, algo cruje contra el suelo,
el corazón me sale por la boca, tengo náuseas, quiero vomitar el corazón.
De cuclillas. Una, dos y tres arcadas, el corazón queda colgando de mi boca
por las
venas y las arterias, en realidad no parece tan bonito como lo dibujan los ni­
ños, por su piel húmeda hinchada de acumulaciones de grasa corren larvas y
cuervos y late, late como una polla y no puedo soportarlo... ¡Muerdo!

El niño herido de Carlos Be – Página 31


21

El niño quieto me cuenta que nunca se mueve. Hablamos a oscuras. No quiero


encender. Por el ruido, parece que recoge algo, vísceras que friegan el suelo,
pero no puede ser, el niño quieto no se mueve. Son las vísceras que se mue­
ven solas.
El niño quieto me cuenta que los niños heridos siempre tropiezan con él. Para
un niño herido, los niños quietos son lo más parecido a la muerte. Hay que
rehuirlos. No tocarlos. Bajo ningún concepto.
Mi corazón se retuerce en el suelo y el niño quieto me cuenta que de pequeño
no tenía a nadie que le explicara el porqué de las cosas. No sabe que sigue
siendo igual de pequeño. De aquel pasado a ahora, no se ha movido nada en
él.

–De pequeño no tenía a nadie que me explicara el porqué de las cosas, así que
inventaba las respuestas. Todas las respuestas.

–¿Cuándo fue la última vez que te moviste?

–Fue hacia abajo.

–¿Hacia abajo?

–Una vez al mes mi madre me cogía de la mano y me decía: Vamos abajo. Yo


sabía adónde íbamos pero era tan feliz que no podía hacer más que asegurar­
me que de verdad volvíamos abajo: Mamá, ¿vamos abajo? Sí, vamos abajo.
Entrábamos en el aparcamiento, yo me soltaba de su mano y corría hacia

El niño herido de Carlos Be – Página 32


nuestra plaza, subíamos en un coche sin color. Yo me sentaba en el asiento
delantero al lado de mamá y mamá encendía el coche y le daba al cambio de
marchas y decía que para que no se estropeara, para que no muriera, había
que moverlo un poco, y yo miraba a mamá que movía los ojos nerviosa sin
saber que ella nunca supo conducir y que aquello lo hacía única y
exclusivamente por mí, yo era su esperanza, y en los espejos retrovisores se
reflejaban los reflejos del pasado y mamá trazaba una ele con el coche, una ele
hacia atrás, hacia atrás y hacia la izquierda y recordaba el nombre de aquella
persona que se perdió en el tiempo, ele de Leandro, una ele hacia atrás y hacia
la izquierda, como si se borrara su escritura,
Leandro,
Leandr,
Leand,
Lean,
Lea,
Le,
L y stop, stop y hacia adelante, volvía a hacer la ele hacia adelante, hacia ade­
lante y hacia la derecha, una nueva ele del derecho, la ele con la que comen­
zaba el nombre de su hijo, Luis,
L,
Lu,
Lui,
Luis y el coche volvía a quedar en el mismo sitio de antes, quizás unos centí­
metros más allá, pero en el mismo sitio de antes, entre las tres líneas blancas
pintadas en el suelo, dos a los lados y otra detrás y, enfrente, el muro. Aquella
plaza era, creo, para mamá y para mí, nuestro gran momento familiar. Como
cuando se reúne toda la familia. En aquella plaza lo viví todo. Un día mamá me
olvidó en el asiento delantero y no volvió a buscarme nunca más. El color de mi
piel, como el del coche, se deslió con la ausencia. Y en aquel asiento delantero
me inventé el resto de mi vida. Allí, la imaginación se revertió en la oscuridad y
se transformó en realidad.
Mi vida aparcada.
En aquella plaza que

El niño herido de Carlos Be – Página 33


con el tiempo se convirtió en
un parque, se me acercan los perros
y orinan en las patas del banco en el que
permanezco sentado, muy quieto, con la mirada
fija en el oeste. En mi parque el sol se ha detenido en el
oeste, en la línea del crepúsculo. Parece un funámbulo sobre el
horizonte. Los perros me olisquean los bajos del pantalón y preguntan
en qué pienso. En todo, les digo, y me gustaría pensar en nada. Vaciar mi
papelera
de una vez por todas. Ya lo hice una vez. Fui la segunda versión. Me suicidé.
No sé qué hago aquí y ahora. Me siento en el lugar equivocado. ¿Qué hago
aquí? Lo último que recuerdo son las manos del cerdo retorciéndose sobre su
pecho velludo, y esta vez, la única, no aparto la cabeza pero se retira él y con
una convulsión su esperanza me roza la oreja y se estrella contra el tabique. Me
levanto y él pasa la mano por la pared y me pone una gota de su esperanza en
la comisura del labio. Yo dejo que gotee hasta el suelo. Después me paga.
Existe una transacción. Si hay dinero de por medio, la esperanza también se
diluye, otra mancha más en el suelo del retrete. Siempre que existe una tran­
sacción, la esperanza se deslía. Con dinero o con leyes de por medio, la espe­
ranza no sirve para nada. Sólo para permanecer quieto.
¿Te llamas...?, me preguntó.
Luis.
¡No, ese día no acepté su dinero! No recuerdo por qué no.

Luis tiene la mirada de un niño. Es esa mirada de niño, que aprendió a amar de
manera equivocada y que no ha sabido corregir su mirada, lo que tanto atrae a
los desconocidos. En ese niño muere cualquier esperanza. Dentro. Un niño
quieto. Enciendo el encendedor. Recojo mi corazón y veo que el niño no puede
apartar los ojos cerrados de él, que quiere apresarlo con sus brazos extendidos
quietos, con sus manos abiertas quietas. Tiro el encendedor. No quiero ver lo
que estoy a punto de hacer. Y le golpeo. Una patada. Luego otra. Cae al suelo
y otra. El niño quieto no grita. Sólo bufa como un saco de aire vaciándose.
Quiero que se rompa. Que libere todo lo que contiene. No puede. No hay nada.

El niño herido de Carlos Be – Página 34


Dentro. Sólo vacío. Y muere.

–Por fin –dice.

No sabremos nunca más de él. Porque ha muerto.


Espero que nadie se vanaglorie. Porque he rescatado su voz.
Soy Teresa Provisional y he rescatado su voz.

El niño herido de Carlos Be – Página 35


22

Su voz en mi boca.
Blanca. Como la esperanza.
Levanto mi corazón.
En las manos.
Se ha desangrado.
Está hueco.
Frunzo los labios.
Y la esperanza fluye.
Blanca.
Por la vena seccionada.
Entra en la aurícula derecha.
Y el corazón se encoge.
Una sístole.
Vuelve a latir.
Sin sangre.
Con esperanza.

El niño herido de Carlos Be – Página 36


23

Un cerdo me da su esperanza y yo la tomo toda, con avidez, y la escupo en mi


corazón. Unos pocos latidos más. También la voz de los niños quietos me da
para un par de latidos más. Es lo único aprovechable de ellos. Lo que quedó
fuera. Su escasa voz. De Luis me habla el cerdo. El cerdo habla mucho. Le
gusta mucho hablar. Yo escucho. Él me coge confianza. Me cuenta que cono­
ció a Luis hace tiempo, con él, como conmigo, también frecuentaba los servi­
cios públicos de la ciudad. Le dijo su nombre un día que él no aceptó el dinero
que le tendía.

–Es de regalo –le dijo Luis–, por comprar el bono mensual.

El cerdo se guardó el dinero y le preguntó su nombre.

–¿Te llamas...?

Luis se lo dijo.

–Luis.

Fue la única vez que Luis no apartó la cabeza cuando el cerdo estaba a punto
de darle su esperanza. Fue la última vez que lo vio. Salieron del retrete y el cer­
do le llamó por su nombre.

–¿Cómo me has llamado?

El niño herido de Carlos Be – Página 37


–Luis, me dijiste que te llamabas Luis.

–¿Y para qué te sirve acordarte de mi nombre?

–Soy escritor.

El cerdo es escritor.

–¿Vas a escribir sobre mí?

El cerdo no podía apartar la mirada de la gota de esperanza en la comisura de


su voz.

–Lo estoy haciendo.

El cerdo me pregunta si le conozco, si sé algo de él, si sé dónde está.

–No. No. No.

El cerdo se calla.
Le pregunto si va a escribir sobre mí.
El cerdo me dice que sí.

El niño herido de Carlos Be – Página 38


24

El cerdo me dice que sí pero que no quiere saber mi nombre. No quiere que yo
desaparezca como hizo Luis.

–No desapareceré –le aseguro–. Necesito tu esperanza y no te diré mi nombre.


¿Cómo me llamarás? –le pregunto.

No lo sabe. Dice que de momento sólo tiene un nombre provisional.

El niño herido de Carlos Be – Página 39


25

El cerdo entra en su casa y se detiene frente a la librería del salón. Coge todos
sus libros y los tira todos. Los tira. No piensa en donarlos. Los tira. No los
dona. No saben nada de la vida. Los libros no saben nada de la vida. La vida
de verdad se encuentra en los libros que jamás se escribieron. En las voces
perdidas. En las voces que jamás pudieron recuperarse. Los tira todos.
Excepto uno.
Uno que cae abierto entre sus piernas como una boca.
El cerdo se estira encima de él y se frota con las páginas hasta correrse.
El semen, entre las páginas de un libro, no es más que semen.
El cerdo cierra el libro. Se lo acerca a la cara. Lo mira como sólo saben hacer
las madres y los enamorados.
Y le da un beso en la portada.

–Luis –dice.

Y lo arroja.

El niño herido de Carlos Be – Página 40


26

Esa noche sueño con el niño quieto, sueño que me habla con su voz, que está
dentro de mí y me habla y se mueve. Un poco. Parpadea. Sólo parpadea pero
se mueve. Un poco. Me cuenta que el funámbulo sobre el horizonte le contaba
un cuento eterno y si quiero que me lo cuente. Despierto empapada en sudor.

El niño herido de Carlos Be – Página 41


27

Al cerdo le gustaría escribir sobre los niños quietos pero sabe que es imposi­
ble, sólo puede escribir sobre niños heridos. Los niños quietos, un buen día,
qué digo, un mal día, cerraron sus ojos y quedaron presos tras sus párpados,
en un mundo girado, y emprendieron un camino a oscuras hacia el interior de
sus pupilas, a través de la espesa negrura. Perdieron el miedo a todo, como
perdieron todo lo demás, y eso les llevó a no enfrentarse a nada. Sin miedo,
nada les haría escapar. Sin escapatoria. Se quedaron con el dolor y el morir. Se
quedaron con la muerte, contemplando un funámbulo sobre el horizonte que
les cuenta el cuento eterno, quietos, atentos únicamente a su interior, sin per­
mitir que entre en sus miradas ni un solo resquicio de realidad. Se reinventaron
tras sus miradas cerradas. Como un candado sobre los párpados, el velo
echado del último deseo. El deseo de despedida.
Siempre que regreso a la oscuridad y tropiezo con un niño quieto, me alegro
por haber tropezado con él: sé que yo todavía me muevo. Porque él permanece
quieto mientras lo pataleo hasta la muerte. Les hacemos un favor.
Ya hace mucho que frecuento la oscuridad.
He matado a muchos niños quietos.
Y aún así, mientras lo hago, no puedo dejar de llorar.

El niño herido de Carlos Be – Página 42


28

Las lágrimas son los residuos del metabolismo de la esperanza.

El niño herido de Carlos Be – Página 43


29

Me despierto un día y no soy Teresa Provisional. Sé que soy Tess y estoy pre­
parada para amar. La almohada está mojada, he llorado mucho esta noche. A
mi lado duerme un marido. Su almohada, seca como el cartón. No sé si seguirá
llamándose Juan, lo sabré en cuanto despierte. Por el momento, decido no
amarle a él. Tengo la oportunidad de amarlo todo y decido no amarle a él. De­
cido, primero de todo, amarme a mí misma. Incluso logro sobreponerme a la
ausencia de la cámara. Salgo del dormitorio y veo en el calendario de la cocina
que es sábado. Me encierro en el cuarto de baño –toda la casa sigue igual– y
me masturbo en la bañera vacía, sin agua, para que no se moje el cabestrillo.
Soy Tess y soy la primera en tomar posesión de mí misma. La primera en
amarme. Salgo de la bañera y decido que lo segundo que amaré será a mis hi­
jas y de una manera diferente a la de amarme a mí misma. Tengo la oportuni­
dad de amarlo todo y tengo la posibilidad de hacerlo de infinitas maneras.
Después de a mis hijas, ¿qué más puedo amar?

El niño herido de Carlos Be – Página 44


30

Personas. Hay personas. Hay personas que aman a seres de otras especies,
sean del mismo sexo o no. Hay personas que aman el detritus sólido de sus
parejas como si fueran una extensión efímera, y comestible, de sus genitales.
Hay personas que aman observar o ser observados. Hay personas que aman
levantarse por la mañana y abrir una ventana. Hay personas que aman a otras
personas más altas o más bajas que ellas, más gordas o más delgadas que
ellas, más viejas o más jóvenes que ellas. Hay personas que aman a sus ene­
migos. Hay personas que aman un tobillo descubierto por el viento, una con­
versación difusa en la infancia, el símbolo de un corazón garabateado en una
pared, una entrepierna abultada bajo el pantalón, una risa desconcertante en
mitad de una fiesta. Hay personas que aman ser como todos o ser como nadie.
Hay personas que aman amar. Hay personas que aman el ruido de la tiza al
chirriar contra la pizarra, el ruido de los dientes al fregarse entre sí, el ruido de
las tijeras al cortar el fieltro, el ruido del papel cuando se envuelve un regalo.
Hay personas que aman ser amados. Hay personas que aman un pedazo de
tierra que alguien, que nunca contó ni pensó en ellas, demarcó con un tiralíne­
as rojo. Hay personas que aman sin saber lo que aman. Hay personas que
aman el cristal. Hay personas que aman los recuerdos o los difuntos. Hay per­
sonas. Personas.

El niño herido de Carlos Be – Página 45


31

Estoy en la cocina preparando el desayuno para las niñas cuando Juan me


llama.

–¡Tess!

Acudo al cuarto de baño. Juan está de pie al lado de la bañera. En la mano, el


manguito de ducha.

–¿Qué sucede, Juan?

Juan levanta la cabeza. Sí, sigue llamándose Juan porque reacciona normal.

–¿Qué es eso? –me dice.

En el interior de la bañera sin agua, vacía, un coágulo viscoso, blanquecino.


Mi corrida.

–¿Qué es, Tess?

Mi amor.
Juan abre el grifo. Sonrío. No marcha con el agua.

El niño herido de Carlos Be – Página 46


32

Juan me pide que lo limpie. Yo lo recojo. Con cuidado. Primero con una cu­
charilla. Lo deposito en un plato hondo. Mi amor... Su consistencia es extrema­
damente viscosa, se deshilacha en baba. Nunca lo había tenido tan espeso.
Como moco, casi gelatina. Tengo que acabar de recogerlo con una espátula –
encuentro una pequeña en la caja de herramientas, tengo que limpiarla antes
de pintura blanca, de cuando pintamos el cuarto de las niñas, el verano pasa­
do–. No se ha perdido ni una gota. Qué bien.
Me dirijo con el plato a la cocina.
Bajo la báscula de cocinar y peso un plato idéntico, y después el plato con el
coágulo blanquecino. Nueve gramos de diferencia. Mi amor recién nacido pesa
nueve gramos. El que a partir de hoy me permitirá amar. Mojo el dedo y me lo
llevo a la boca. Sabe a almendras amargas. Qué extraño. Como la esperanza
de los cerdos.
Soplo suavemente y el amor se desplaza por la superficie del plato como una
ola en miniatura y hace un par de burbujas. Sorpresa. Ha hecho un par de
burbujas.

El niño herido de Carlos Be – Página 47


33

Lo bato un poco con la espumadera y aparece la primera cresta de ola blanca.


Esponjosa, firme. Le echo un pellizco de sal y sigo montándolo. Debes batir
hasta que te duela la muñeca, decía mi madre. Tres pellizcos más, esta vez de
azúcar, para quitarle el sabor amargo. Sigo hasta el punto de nieve y suelto la
espumadera, qué dolor de muñeca.
Saco dos flanes pequeños de la nevera y le coloco sobre el caramelo una di­
minuta nube de amor. Las niñas se despiertan y se lo comen todo sin pregun­
tar, estos flanes pequeños les gustan mucho, y parece que, con la nube de
hoy, aún más. La mayor se rechupetea los dedos y me pregunta:

–Mamá, ¿cuándo nos iremos de aquí?

El niño herido de Carlos Be – Página 48


34

Rosa me cuenta que ayer, mientras yo estaba fuera, papá las volvió a grabar.
Respiro hondo. Esta vez hay que hacerlo bien. No hay que coger más que lo
habitual. No volverá a partirme el labio. Visto a las niñas, mochilas del colegio a
la espalda, nos despedimos de papá con un beso en los labios y salimos a la
calle.

–Nuestro coche, mamá –me señala Rosa.

Subimos al coche. ¿Sé conducir? Sí. Las niñas suben atrás. Arranco y en el
primer cruce nos detenemos. Me giro. Rosa me observa con la cabeza apoyada
entre los asientos. Marga mira por la ventanilla. Con los ojos cerrados.
El funámbulo sobre el horizonte.
Freno de golpe. Le doy un tortazo. Marga abre los ojos y empieza a llorar muy
fuerte. Yo grito y me araño la cara. Rosa me dice:

–Papá la tocó mucho ayer –me dice Rosa.

Los coches pitan alrededor.


¿Adónde vamos?
¿Adónde vamos?
¿Adónde vamos?

El niño herido de Carlos Be – Página 49


35

Las cintas corren por el mercado negro. Como para todo, existe un mercado
negro para estas cintas. Mis padres lo hacían por hobby. Nunca he querido ver
las cintas que grabaron. Con mi hermana pequeña y conmigo. Mi marido sí las
vio. Cuando murieron, las encontramos. Yo no quise verlas. Juan me dijo que
ahora entendía porqué me excitaba tanto ante una cámara. No me excitaba,
traté de explicarle, es que no me han enseñado a hacerlo de otra manera, pero
no supe hacerlo. Hasta hace poco que no sabía. Hasta que me rompí la muñe­
ca frente a él. Claro, entonces descubres, cuando tienes las palabras, que a la
persona a la que le darías la explicación es la menos indicada para escucharte.
Juan vendió las cintas. Sin mi permiso. Las de mis padres. Y las mías con él.
Sin mi permiso. Ahora corren por el mercado negro de PCTH. PCTH son las si­
glas de Pre-Teen Hard-Core. Sexo entre preadolescentes. Niños. No quiero
verlas nunca.
Y ahora ha grabado a las niñas.

El niño herido de Carlos Be – Página 50


36

Play.
Imagínate a tu hija. A tus hijas. Si no tienes hijas. A tu hermana pequeña. O a tu
hermana cuando era pequeña. Si no tienes hermanas, a ti misma. O a ti mismo.
De niño. De niña. Con una polla entre las manos. Abriendo la boca. Sorbiendo.
Chupando. Cerrando los labios con fuerza y tirando de ella... ¿Te excita?
Stop.

El niño herido de Carlos Be – Página 51


37

El cerdo nota que no quiero abandonar el retrete y me pregunta si quiero ir a su


casa. Le digo que sí, pero que vamos en mi coche.

–Yo no tengo coche.

–¿Y cómo llegas hasta aquí?

–Transporte público.

–Todo en tu vida lo haces en público –le digo.

No pilla la broma. Yo tampoco tengo el sentido del humor fino hoy. El cerdo no
sabe qué hacer cuando ve a las dos niñas en el asiento trasero. ¿Qué pasa,
cerdo? Somos los niños heridos.

El niño herido de Carlos Be – Página 52


38

Rosa es la primera que se da cuenta:

–No hay ningún libro.

–Un poco raro para la casa de un escritor –comento.

–No escribo sobre libros –dice el cerdo–, escribo sobre ti, Tess.

–No sabía adónde ir.

–No tenías adónde ir.

El niño herido de Carlos Be – Página 53


39

El cerdo se llama Martín, como su hermano mayor. Durante la cena, nos mues­
tra su estigma en la piel.

–Yo también fui un niño herido –nos dice.

–¿Alguna vez se deja de ser? –le pregunto.

Martín no me responde con firmeza. Martín se llama Martín como su hermano


mayor Martín porque su hermano mayor Martín murió antes de nacer él, con
seis años de edad, jugando en la playa, entró en el agua y sus padres no lo
volvieron a ver nunca jamás. Su madre permaneció horas con la sandalia del
niño mecida en sus brazos. Encontraron el cuerpo horas después, abierto con­
tra las rocas y relleno de algas, no se lo dejaron ver. Había quedado destroza­
do. Tuvieron otro hijo y le pusieron el nombre del hermano mayor que nunca
conocería, el nombre de un fantasma.

–El nombre es lo primero con lo que nos joden nuestros padres, esto lo decía
Luis –dice el cerdo–, tenía toda la razón del mundo. Mi padre se justificó di­
ciendo que le gustaba el nombre. Mi madre no se opuso. Mi madre nunca se
opuso a nada. El último domingo de cada mes siempre acudo al cementerio.
Llevo flores para mi padre y para el hermano mayor que nunca conocí. Mi ma­
dre todavía vive pero como si estuviera muerta. Vive en el pasado. Nunca se
opuso a su marido y, al faltar él, se quedó sin nada. Incluso sin ella misma.
Demasiado tarde para darse cuenta. Demasiado tarde. Cambio las flores del
mes anterior y pongo las nuevas, quito la broza de las lápidas y siempre me

El niño herido de Carlos Be – Página 54


tiembla el pulso al pasar el cepillo sobre el nombre grabado de mi hermano.
Sobre mi mismo nombre. Causa impresión ver tu propio nombre escrito en una
tumba. Y además sabiendo que la tumba está llena. Es un instante de
distorsión. La realidad deja de entenderse tal como lo hacemos cotidianamente.
Tu propia tumba, ocupada. ¿Me entiendes?

Asiento. Esta noche cenamos caliente y las niñas podrán dormir bajo cubierto.
Mañana buscaremos un hotel o una pensión donde no me pidan la documenta­
ción o dormiremos en el coche. Mañana. No sé.

El niño herido de Carlos Be – Página 55


40

El cerdo cambia las sábanas de su cama y dice que nosotras dormiremos ahí y
él en el salón, en el sofá-cama.

–No acepto un no por respuesta –dice y desaparece tras la puerta del salón.

Nos ha dejado solas. No quiere nada de mí. Esta noche no quiere nada de mí.
Vacío el bolso sobre la cama. No quiero conectar el teléfono pero lo conecto.
Treinta y ocho mensajes nuevos y cincuenta y tres llamadas perdidas. Y una
llamada entrante: Papá. El teléfono se estrella contra el suelo, la batería salta.

–Vamos al cuarto de baño sin hacer ruido –les digo a las niñas–, para no mo­
lestar a Martín que ha sido muy bueno con nosotros y nos deja dormir en su
habitación, ¿de acuerdo? Sin hacer ruido.

En el cuarto de baño nos cepillamos los dientes con el dedo y les recojo el ca­
bello en una trenza. Rosa aprovecha para hacer popo. La pequeña hace días
que no se sienta en la taza.

–Marga –le pregunto–, ¿cuánto hace que no que haces popo?

No responde.
Se duermen enseguida. Salgo de la cama y me dirijo al salón, quiero darle las
gracias a Martín por todo lo que nos está ayudando, por lo bien que se ha por­
tado con mis hijas y conmigo. Llamo muy flojo con los nudillos a la puerta del
salón pero no me responde. No escucho el televisor, ni música. Abro la puerta

El niño herido de Carlos Be – Página 56


lentamente y lo veo tumbado en la penumbra boca arriba en el sofá-cama, las
manos cruzadas sobre el pecho. No respira. Me asusto. Me acerco. Dos pasos.
No respira. Dos pasos más. No... Sus ojos. Abiertos. Las cuencas. De los ojos.
Vacías. Su boca. Sin dientes. Grito.
Despierto empapada en sudor.
Marga está sentada en la cama. Con los ojos cerrados. Mirando el funámbulo
sobre el horizonte. Aprovecha la noche para quedarse quieta. Le cojo la mano
inmóvil y me la coloco en el pecho. Mi corazón late tan débil, apenas contiene
esperanza. Marga abre los ojos al calor de mi pecho. Y rompo a llorar. No voy a
hacerlo más, sólo esta vez, no puedo más: rompo a llorar.

El niño herido de Carlos Be – Página 57


41

Todavía no he decidido a quién más amar.


Martín nos ha preparado el desayuno.

–¿Existe la esperanza? –le pregunto.

–Sí –dice–, pero es un privilegio.


O el pan de los débiles.

El niño herido de Carlos Be – Página 58


42

–¿Escribes sobre mí?

–Sí.

–Anda ya.

–De verdad.

–Y antes sobre qué escribías.

–¿Antes?

–Antes de escribir sobre mí.

–Es que no sé cuándo empecé a escribir sobre ti.


He empezado tantas veces. Empiezo a escribir y... no acabo.
Vacío la papelera y vuelvo a empezar. Te he dado tantos nombres. Te he unido
a otras personas que conocí. Con Luis, por ejemplo. De hecho, intenté conver­
tirle en protagonista pero creo que lo que quiero escribir no conoce protago­
nistas. Antes de saber que te llamabas Tess te llamaba Teresa. Teresa Provi­
sional. La primera versión... La primera versión... Fue en la que me demoré más
tiempo... Tres meses, cinco días y siete horas. Tengo esa manía: cuantificarlo
todo. No sirve para nada, es una manía. La tiré a la basura con apenas cuatro
kilos de papel escritos, pero fue en la que más me demoré. La que más tardé
en escribir. El protagonista, bueno, por decirlo de alguna manera, el

El niño herido de Carlos Be – Página 59


protagonista era yo. Acababa sin acabar, ya te he dicho que la dejé sin acabar,
con la muerte de mis padres. Les mataba. Yo. Esto es lo único que difería de la
realidad. Su muerte y el nombre del protagonista. Me puse Cahín, Cahín con
hache intercalada, me gusta como suena, no la hache, claro, el nombre, me
gusta como suena. Cahín. Pero vacié la papelera.

–¿Y esa hache por qué?

–No lo sé. Hay cosas que no tienen explicación. Seguramente para que el
nombre tuviera cinco letras. Los nombres con cinco letras me parecen comple­
tos. Un nombre con menos letras me parece incompleto.

–Como Tess. Como Rosa.

–Como Luis.

El niño herido de Carlos Be – Página 60


43

–Cuéntame cómo mató Cahín a sus padres.

Esto no lo he dicho yo. Me giro hacia la puerta. Marga se ha levantado. Eso lo


ha dicho Marga. Mi hija pequeña. Sudor frío.

–Cuéntame cómo mató Cahín a sus padres.

Martín me mira.
Yo asiento en silencio.

El niño herido de Carlos Be – Página 61


44

–Cahín mata a sus padres al principio de la primera versión. Tardé mucho tiem­
po en empezar y después apenas avancé. Quería ir del presente hacia atrás,
hacer un flashback... que nunca escribí. Pero su muerte sí que la detallé. Com­
pleta. El arma, una escopeta. No me preguntes de dónde sale pero es con una
escopeta. Cahín...

–Mi marido tiene una, de caza.

–Ah, ¿sí?

–Juan se sacó la licencia. Le dije que con las niñas no quería ningún arma en
casa pero no me hizo caso. Simplemente la quitó de su alcance. Perdona, te
he interrumpido.

–Cahín tiene un hermano mayor al que nunca ha conocido. Murió antes de na­
cer él. Se llamaba Cahín. Como es mi caso. Cahín, el primero, murió a los seis
años de edad. Como el primer Martín. El primer Martín lo hizo contra las rocas,
el primer Cahín también. A los dos años de la muerte nacería el segundo Cahín.
El mismo día en que nació el primero. El hijo vivo y el hijo muerto celebrarían
sus aniversarios juntos para siempre. En la realidad, mis padres también quisie­
ron que yo naciera el mismo día que mi hermano pero gracias a una complica­
ción ginecológica le avanzaron el parto a mi madre, una cesárea, a siete días
del aniversario de mi hermano. Pero volvamos a la ficción. Cahín nace con el
estigma del niño herido en la piel. Desde el primer día, sin saberlo, compite con
su hermano mayor muerto. A veces sus padres olvidan que se trataba de otro

El niño herido de Carlos Be – Página 62


hijo y le dicen ¿No recuerdas que ya estuvimos aquí? o ¿No reconoces a Elvira,
tu tía segunda, si te regaló aquel caballo de madera...? El caballo de madera
era, en efecto, de su hermano mayor. Cahín adoptó todos los juguetes de su
hermano mayor. Y su indumentaria. Toda la ropa. Y el corte de pelo. Sus
fotografías se mezclaron. Cahín no sabía si realmente algo en él era original o
todo lo que vivía era una copia, hasta el más mínimo detalle. Se revolvió ante la
idea y comenzó a desobedecer a sus padres. Los primeros tortazos. Tu
hermano mayor no hacía eso, le decían. Tu hermano mayor era bueno, le
decían. Acércate a la tumba y ponle las flores, le decían, y el hermano
pequeño, cagado de miedo, dejaba las flores sobre su propio nombre. A los
trece años, Cahín se hartó de los tortazos. Su hermano mayor sólo vivió hasta
los seis años y podría haberse sentido libre a partir de esa edad pero la
presencia de su hermano ya estaba demasiado arraigada. Cahín, con trece
años, se encerró en el cuarto de baño, se agachó, miró hacia arriba, tenía que
bajar un poco más, se estiró en el suelo, mejor, y se levantó de un brinco. Se
abrió la cabeza contra el canto del lavabo.
Cuando recuperó el sentido, se levantó, abrió la puerta y se dirigió a la comi­
saría de policía. Todavía no sabía que el veinte por ciento de los niños mienten
en sus acusaciones. Denunció a sus padres. El veinte por ciento de los niños
mienten en sus acusaciones. Los agentes le preguntaron si era la primera vez.
El veinte por ciento de los niños mienten en sus acusaciones. Cahín dijo que
no: la vigésimo tercera. El veinte por ciento de los niños mienten en sus acusa­
ciones. ¿Veintitrés?, dijo el policía. Sí, dijo Cahín. El veinte por ciento de los ni­
ños mienten en sus acusaciones. ¿Cómo estás tan seguro?, le preguntaron los
agentes. El veinte por ciento de los niños mienten en sus acusaciones. A usted
no le vendrá de una pero a mí sí, les respondí.
La primera en acudir fue mi madre. Entró en la comisaría gritando dónde estaba
el bastardo. Había renunciado a mí. Yo ya no podía tratarla con familiaridad. No
pude llamarla mamá. Cuando una madre pierde el papel de madre, se convierte
en una completa desconocida y olvidé su nombre de pila. Su marido llegó al
cabo de pocos minutos, estaba aparcando. Los agentes le impidieron que me
pegara. Y, ¿entonces...? Miré a los policías. Ellos miraban a mis padres. Tienes
que volver a casa, me dijeron. Tienes trece años y ellos son tus padres. Subí en

El niño herido de Carlos Be – Página 63


la parte trasera del coche. Me consuela saber que no mentí en ningún momen­
to. Hasta el final fui un caballero. Declaré veintitrés episodios de violencia, que
eran todos los que en realidad había sufrido. El último, el que me había provo­
cado yo mismo, no lo conté. Con esa actitud bajé del coche cuando mi padre
abandonó la carretera principal y paró en un descampado entre la comisaría y
casa. Como un caballero. No me giré pero supe que estaba abriendo el male­
tero. Creo que fue con el gato hidráulico. Caí al suelo con el primer golpe. De
los siguientes, no me enteré. Cuatro días en coma.
No fui víctima de nada. Cuando siempre pierdes, no eres víctima de nada. Eres
un niño herido.
Después... Más de lo de siempre. Me levanto de la mesa después de cenar y
me dirijo a mi habitación. Desde que salí del hospital no mediamos palabra. Ni
ellos conmigo. Sé que mi padre me sigue por el pasillo. Escucho el cinto desli­
zarse por las trabillas del pantalón.
No voy a dejar de darte hasta que te arregle, dice.
Una noche mientras dormían cojo la escopeta. Disparo. Primero a él. Después
a ella. Sin dudar.
Mi padre era alcohólico. Será por eso que cuando sangro, la sangre me huele a
alcohol.
Nunca he sabido lo que era una familia. Es más, me da pánico formar una fa­
milia. Por eso soy un cerdo. Abrazar a alguien me hace sentir enfermo. Por eso
frecuento los servicios públicos. Porque tengo miedo de que alguien pueda...
familiarizarse conmigo. No yo, entiéndeme, el personaje. Cahín. No Martín. Tie­
ne miedo. Pero eso nunca llegué a escribirlo.

Las niñas le miran atentamente.


La mayor dice:

–Tienes una cicatriz en la cocorota.

Martín asiente.

–¿Y por qué no seguiste escribiendo? –le pregunto.

El niño herido de Carlos Be – Página 64


Me mira como si hubiera dicho un disparate.

–Mató a sus padres –me dice– y eso no puede ser. No es justo que deba ma­
tarse para ser feliz. Debe haber otra manera.

–Pero Cahín ya les ha matado...

–Por eso lo dejé y empecé una nueva versión. Los niños nunca ganan en nin­
guna guerra.

El niño herido de Carlos Be – Página 65


45

Play.

–Marga, hija, ven aquí, cariño.


Cómeme las tetillas.
Sí...
Date la vuelta.
No, así no.
Así.
Quieta.

Stop.

El niño herido de Carlos Be – Página 66


46

La infancia de Marga acabará antes que la de la mayor. Los niños mueren al


comprender. Le han arrancado sus alas de angelito y se las han regurgitado
encima. El tumor frío se extiende por su espalda. Nace donde acaba la espal­
da. Ahí tiene el estigma mi hija pequeña. No se queja pero sé que le duele. O le
pica. La he visto frotarse cuando cree que nadie la ve. Hace días que no hace
popó. No me he atrevido a mirarla. Ni cuando la baño y se aparta. Tengo páni­
co. Si ahora mismo se me plantara Juan delante, le estrangulo con mis propias
manos. Entiendo a Cahín, entiendo por qué mató... ¿Por qué no seguir la his­
toria? ¿Por la culpa? Qué mierda... Por mi culpa, mis hijas... ¿Por qué tuvo que
tocarme a mí? ¿Por qué mis padres...? Por la culpa... Si mis hijas pudieran ol­
vidar, si pudieran no saber... Mi culpa... Quiero morir...

–¿Qué pasa...?

–Nada...

–Ven...

–No...

–Ven... Tu esperanza...

–Martín, ahora no...

–Lo hago por ti...

El niño herido de Carlos Be – Página 67


–No...

–Sí ...

–No...

–Sí...

–Gracias...

–No me des las gracias. Y no me abraces. Nunca me abraces.

El niño herido de Carlos Be – Página 68


47

–¿Tienes una hermana?

–Sí.

–¿Puede ayudarte?

–No lo sé.

–¿Nunca habéis hablado sobre lo que os pasó?

–Nunca.

–¿Alguna amiga, algún amigo...?

–No tengo a nadie. Sólo a mis hijas.

–¿Quieres llamar a tu hermana?

–No sé.

Pero la llamo. Desde el teléfono de Martín. Descuelgan.

–¡Tess!

Cuelgo.

El niño herido de Carlos Be – Página 69


Era él. Juan.
Martín mira su teléfono. Suelto el auricular.
Martín comprende qué ha sucedido.
Cojo a las niñas y salgo corriendo.
Él vendrá con su escopeta de caza.

El niño herido de Carlos Be – Página 70


48

Quizás la esperanza nunca muera pero sí enferma, y cuando lo hace los deseos
se vuelven en contra de uno.

El niño herido de Carlos Be – Página 71


49

–Si no vuelvo a saber de ti –me dice Martín en la puerta–, que sepas que me in­
ventaré todo lo que escriba sobre ti.

Intenta bromear. Me cuesta un esfuerzo sobrehumano sonreír. Le abrazo. De


manera instintiva. Sin querer. Me aparto asustada. Empieza a vomitar. Apoyado
en el quicio de la puerta. Meto corriendo a las niñas en el ascensor. La luz
blanca del fluorescente se refleja en nuestras frentes. En el espejo, las tres. En
los ojos, una misma expresión.
Nuestras vidas se deshabitan.
Hacia abajo.

El niño herido de Carlos Be – Página 72


50

Él no viene con su escopeta de caza. Él no viene. Sabe que volveré. Por la cul­
pa que siento. Por mi culpa.

El niño herido de Carlos Be – Página 73


51

Me siento en el escritorio. Él no viene con su escopeta de caza. Toda esa gen­


te, en el fondo, son unos cobardes. Eso es lo que les hace más despreciables:
cuando les acusas, bajan la mirada. En el momento en que mis ojos estuvieron
a la misma altura que los suyos, mi padre no volvió a levantarme la mano.
Una simple cuestión de centímetros.
Cuantificarlo todo. Mi manía. Para conocer la ley. La ley del más fuerte.
Vuelvo al escritorio y escribo que ella regresa. Quiero escribir que ella regresa.
Que me vuelve a abrazar. Que no tengo la arcada. Que no vomito. Que me
cura. Que me cuida. Que nos cuidamos. Por eso es tan duro escribir cuando se
escribe de verdad. Nunca puedes escribir lo que te gustaría escribir. La espe­
ranza sobre el papel no es más que semen.
Las manos planas sobre el teclado.
Me arremango.
Escribo una sola frase.

El niño herido de Carlos Be – Página 74


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–Tantos niños que nunca alcanzarán a vivir.

El niño herido de Carlos Be – Página 75


53

–Marga, ¿qué te pasa?

–Tengo fiebre.

–Nuestro coche, mamá –me señala Rosa.

El niño herido de Carlos Be – Página 76


54

Martín y Juan se encuentran en los vestuarios de hombres del gimnasio. No me


acordaba que se conocen. Que se tienen vistos. A Martín lo vi por primera vez
en el gimnasio. Martín mira atentamente a Juan y Juan le pregunta:

–¡Qué miras!

Martín no le responde y Juan le pregunta:

–¡Te pasa algo!

Martín no responde y Juan se acerca más.


Quedan cara a cara.
Martín le mira fijamente a los ojos. A la misma altura.
Juan se aparta cabizbajo, farfulla algo, se viste y se va.

El niño herido de Carlos Be – Página 77


55

La noche siguiente dormimos en el coche. A las niñas les parece toda una
aventura. Creo que a Marga le está subiendo la fiebre. Se duerme enseguida. A
Rosa le cuesta un poco más.

–Mamá –me dice– cuando me duermo, ¿qué pasa contigo?

No sé que responderle.
Me despierto a las cuatro y media y ya no puedo dormir más. Marga duerme
con la cabeza recostada en el flanco de su hermana. Los ojos de las dos titilan
bajo los párpados. Salgo del coche a estirar las piernas y entonces me doy
cuenta que he aparcado a dos manzanas de casa. Un perro callejero se acerca
y me olisquea los bajos del pantalón. Lo aparto de una patada. El perro cae al
suelo y gimotea. No se levanta de ahí. Sigue gimoteando. ¡Despertarás a las
niñas! Lo alejo del coche a puntapiés, lo dejo hundido entre bolsas de basura,
cerca de los contenedores. Queda echado panza arriba, no es un perro calleje­
ro, es una perra. Por las tetillas dilatadas, acaba de parir. Le echo otra bolsa
encima para ahogar su chillido, se amortigua. Mejor. Llego al portal de casa.
Entro. Espero que no se trate de otra pesadilla. O sí. Depende de lo que me
encuentre. Sólo quiero coger un poco de ropa para las niñas, comer algo, me
apetecería tanto tomarme algo caliente, sentarme en el sofá del salón, los pies
arriba del sofá, y tomarme algo caliente mirando la tele, sin pensar, con las ni­
ñas jugando en la habitación de al lado, con Juan echado en la cama con el
cuello cortado.
Subo las escaleras. Menos ruido que por el ascensor. Llego al rellano. La puer­
ta. Parece más grande. Me impone. Las llaves del bolso, con cuidado, que no

El niño herido de Carlos Be – Página 78


tintineen. ¿Qué llave es? La verde. La giro una sola vuelta y se abre. Como
siempre, sin cerrar. Juan nunca deja puestas las llaves tras la puerta, ni siquiera
se preocupa de dar las dos vueltas cuando sabe que no va a salir más. Abro la
puerta. Por un momento, no sé si entro o salgo de donde estoy. Ante mí
aparece el recibidor a oscuras. No veo nada. Sólo niños quietos. El suelo está
plagado de niños quietos. No se mueven. No puedo avanzar. Voy con cuidado
pero les piso los dedos, las manos, las piernas. Oigo sus vísceras crujir. Los
niños quietos no protestan. Sólo cierran los párpados con más fuerza y bufan
como vejigas de aire vaciándose.
La puerta del salón. La abro. Lo primero que veo es la escopeta sobre la mesa.
Tiene miedo. Después lo veo a él. Duerme en el sofá. En mi sofá. La tele no
está encendida. Qué raro. Siempre se duerme con la tele encendida.
Un cuchillo o la escopeta. La escopeta. Colocármela en el brazo para no dislo­
carme el brazo y apuntar. No puedo fallar. Tan fácil acabar con todo. Los niños
quietos contienen la respiración. Permanecen en los brazos del sofá, sobre el
respaldo, entre nuestras piernas, a los pies de la mesa, alrededor del mueble,
detrás del televisor, tras las cortinas, dentro de los cajones y ninguno respira.
Un cuchillo o la escopeta. Me acerco a él y entonces deja de respirar. Conten­
go la respiración. De repente no hay aire en la casa. Y él abre los ojos. No
puedo reaccionar. Y dice:

–Por fin has vuelto.

El niño herido de Carlos Be – Página 79


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Sabe que volveré. Por la culpa. Lo sabía.


Y yo también lo sabía.

–Por fin has vuelto.

Sólo se me ocurre decirle:

–Marga está con fiebre.

Mientras Juan va a buscar a las niñas al coche giro sobre mis talones, nunca
he tenido la sensación tan vívida de que alguien me mira, giro sobre mis talo­
nes y en el giro siento que me alejo de mí misma y siento que no soy más que
sesenta kilos con ochocientos cuarenta y un gramos que sin previo aviso se
vuelcan en la papelera.

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Versión quinta.

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De momento no sé ni cómo me llamo pero los niños quietos han dejado de


respirar. Como Juan, en el sofá. Cojo la escopeta. Juan abre los ojos. Disparo.
Y salgo del piso, dejo la puerta abierta y bajo las escaleras a toda prisa. Ya no
soy Cahín ni Luis ni Teresa ni Tess y no sé cómo me llamo y en la calle empie­
za a llover, chispea. Marga ha salido del coche, está semidesnuda en mitad de
la calle. Me llama.

–Mamá, mamá...

Su voz se confunde con los gemidos de un perro. La cojo en brazos, está ar­
diendo, y volvemos al coche. Rosa está despierta. Las niñas siguen llamándose
igual y de repente me viene mi nombre a la cabeza, Tori, y arranco.
La ventana del salón se enciende. Me llamo Tori. ¿Adónde vamos? Tori de Vic­
toria. Estoy llorando. Tori. Las niñas, detrás, no dicen nada. Adónde, decidme,
me giro, decidme, ya no veo la vida.
Un camión se nos lleva por delante.

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Versión sexta.

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60

–Diecinueve kilos con setenta y tres gramos –dicen.

–Casi veinte –digo.

–Estatura: uno con doce –dicen–. Qué más da, está a cuarenta de fiebre –di­
cen–. ¿Qué edad ha dicho que...? –dicen.

Muestro seis dedos.

–Seis. ¿Y cómo te llamas?

–Marga. Como la flor. La margarita. Marga.

El niño herido de Carlos Be – Página 84


61

Los médicos dicen que pronto podré ver a mamá, que espera afuera. Les digo
que me da igual. No paran de entrar y salir médicos. Me estiran en una camilla
y me dicen que me dé la vuelta. Como papá. Yo me doy la vuelta. Me dicen
que me esté quieta. Como papá. Yo me estoy quieta. Después me preguntan
qué hago. No sé qué responder.

–¿Qué haces? Marga, por el amor de Dios...

–Papá me dice que me meta el...

El médico ya no me escucha. Ha salido de la cabina. Una enfermera vieja me


mira, está apoyada en la mesa. Ha dejado de mordisquear el extremo de un la­
picero. Podría ser mi abuela. Yo nunca he conocido a mi abuela en realidad,
sólo me la he imaginado, me la he imaginado contándome cuentos, pero ella
podría ser mi abuela en realidad, con las cejas muy espesas, los ojos pequeñi­
tos, las gafas de pasta, las mejillas muy arrugadas, las lágrimas por las mejillas
y porque tiene cara de buena.

–Abuelita, te estás mojando la bata.

La enfermera vieja intenta sonreír y se pasa las manos por las solapas de la
bata para secarla. El médico entra gritando.

–¡Dónde coño se ha metido el asistente social!

El niño herido de Carlos Be – Página 85


Le sigue otro médico que se queda en la puerta mirándome. La enfermera vieja
le pide que no diga palabrotas delante de mí. Le digo que me da igual, que ya
me las conozco todas.

El niño herido de Carlos Be – Página 86


62

Mi papá me quiere porque soy frágil como el cristal. Y transparente y pura. Dice
papá que no hay nada más expuesto que un niño. Mi papá es muy inteligente,
sabe de muchas cosas, por eso es jefe donde trabaja, pero a mí no me deja
que le haga muchas preguntas, dice que no es bueno para un niño –y menos
para una niña– saber demasiadas cosas, que no debemos comprenderlo todo,
que haya magia. Papá dice que después ya habrá tiempo de que no haya
magia.

–¿Mamá sabe que papá os toca?

–Sí.

–Traedme a ese asistente social dondequiera que esté, ni que tengáis que ir al
infierno a buscarlo.

Me explican que debo pasar unos días ingresada en el hospital, que primero
tiene que desaparecer la infección y luego me coserán las heridas, que papá y
mamá no podrán venir a visitarme pero que estaré con muchos niños y niñas
buenos. Les pregunto si después de coserme me quedará el culito como la bo­
quita de un gusano y no saben qué responderme. Les digo que a papá le gusta
mi boquita de gusano. Le gusta mucho. Más que la de Rosita.

El niño herido de Carlos Be – Página 87


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No sé qué quieren evitar con no dejar a papá y a mamá que vengan.


Para calmarse la conciencia, supongo.
Después, ¿adónde iré?

El niño herido de Carlos Be – Página 88


64

Cierro los ojos. El funámbulo sobre el horizonte sigue contándome el cuento


eterno. El funámbulo en el crepúsculo, la última luz del día. Y de repente, se
cae. La trampa. Dentro de la oscuridad. Y ya no hay marcha atrás.
Una hora antes de la operación, dejan pasar a mamá y me abraza. Abro los
ojos. La enfermera vieja está tras ella. Mamá me pide que no deje de quererla
nunca. Pienso en cuántas maneras de amar mal existen y sólo se me ocurre
que ésta es una más de todas ellas.
Me pesan antes de entrar en quirófano. ¿Significa eso que alguien vaciará en
breve mi papelera? Sonrío.

–Quince kilos con setecientos cincuenta gramos.

–Adiós –le digo a mamá.

Nuestras manos se separan y me meten en el quirófano.

El niño herido de Carlos Be – Página 89


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–Sonríes mucho hoy –me dice la anestesista.

Le sonrío y me explica que la anestesia ya está entrando en mi cuerpo, que


pronto me dormiré. Miro el líquido, me sorprende que no sea blanco: es trans­
parente. El funámbulo tiembla sobre el firmamento y de repente cae violenta­
mente un garfio del techo.
Los cirujanos me sostienen en alto y me clavan por la espalda. El garfio asoma
por mi ombligo. Antes de poder protestar, la cadena se desplaza por el techo y
veo ante mí a los otros niños heridos, colgando de garfios como yo. Las cade­
nas tintinean. Nos quitan la sangre, nos empapan con vapor de agua, nos
arrancan la piel y el cuero cabelludo y nos vacían de vísceras. Hay gente abajo
con mandiles blancos que nos miran y baldes y perros a sus pies.
Lo último que recuerdo es mi carne que se hunde un centímetro más en el gar­
fio. Me llevo las manos contraídas al vientre. Al final hay un mercado negro.
Para todo existe un mercado negro. Los niños heridos cuelgan de los garfios,
desprovistos de todos, nos han arrancado incluso los párpados, así jamás po­
dremos escapar. Abajo ya no hay gente con mandiles blancos: hay hombres y
mujeres dispuestos a amarnos mal y nosotros les diremos que sí. El estigma
desfila ante ellos y ellas, y ellos y ellas lo contemplan con admiración. Llegan
los que amaran sus deficiencias. No podemos huir: los pasillos están anegados
en sangre y los sumideros, embozados por historias ocultas. Nos venden a
peso y aceptan leyes o dinero. La transacción nunca debe ser gratuita, no hay
que dar oportunidad a la esperanza. Alguien canta mi nombre y:

–¡Vendida!

El niño herido de Carlos Be – Página 90


La cadena se sacude y me el garfio se hunde otro centímetro más. Grito de
dolor. ¡Sólo tengo seis años! ¡Sólo tengo seis años! ¡Sólo tengo seis años!
Nadie me oye. El garfio desciende. Hacia abajo. Miro hacia abajo. A mis pies,
un hombre y una mujer. Me van a devorar. Me van a devorar. Me van a devorar.
Me han arrancado las cuerdas vocales. Me van a devorar. Me van a devorar. Me
van a devorar.
Por favor...
Martín, por favor...
Por favor, Martín, por favor...
Vacía mi papelera, Martín, por favor...

El niño herido de Carlos Be – Página 91


66

El efecto de la anestesia se retira.

–Mañana volverás a estar en casa –dice una médico que no he visto nunca.

Los demás la miran en silencio. Tras sus mascarillas.


Me suben a la habitación. La enfermera vieja espera al pie de la cama. Me
abraza y empieza a llorar. Me llama su niña. Dice que ha visto lo que me han
hecho. Que ha visto un vídeo. No pudo acabarlo de ver. Me da un trozo de pa­
pel. Que si necesito cualquier cosa que la llame, es su número de teléfono, que
no lo dude y la llame, como si fuera mi abuelita de verdad.
No sé si lo he imaginado o es real. Mis padres vienen a recogerme al día si­
guiente y no reaccionan cuando les enseño el trozo de papel. Subimos al co­
che y volvemos a casa.

El niño herido de Carlos Be – Página 92


67

Play.

–Ahora niñas, abrid la boca. Así, aaaah... Juntaos, juntaos más a mí, que se
nos vea bien a las tres. Muy bien. La lengua más afuera... Así... Aaaah...
Aaaah... Venga, papá... Aaaah...

Stop.

El niño herido de Carlos Be – Página 93


68

No quiero vaciar más papeleras. Escribo sin odio ni mentira. No quiero. Tampo­
co me quedan fuerzas. Versiones existen tantas como se quieran. La escriba o
no... Julio está enamorado de su padrastro. Tiene nueve años. Julio espera im­
paciente en la cama a que mamá se duerma y su padrastro venga a meterse
con él bajo las sábanas... Carmen se cubre la cabeza con los brazos cuando
su novio eyacula en ella por primera vez. Él, extrañado, le pregunta qué hace.
Carmen le dice que creía ahora le iba a pegar... Fernando tiene treinta años y lo
único que ha recibido de sus padres han sido insultos. Su piel está tan lastima­
da que no sale de casa, no soportaría un insulto más... Es el cuento eterno.
Una pandemia.
Tantos niños que nunca alcanzarán a vivir.
Adónde.
Decidme adónde.
Si alguien sabe adónde
que lo diga, adónde debemos ir.
Decidme... Yo ya no veo la vida. Adónde.

El niño herido de Carlos Be – Página 94


69

Regreso a los servicios de las estaciones.


Quizás algún día encuentre a alguien que sepa adónde...
Aún estamos a tiempo
para los demás.

El niño herido de Carlos Be – Página 95


70

Versión séptima.

El niño herido de Carlos Be – Página 96

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