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Para tener una mejor comprensión de la intuición en Descartes, precisa, aunque sea
breve, una incursión en su gnoseología. En lo que al conocimiento se refiere, Descartes
tiene en cuenta a «...nosotros que conocemos y las cosas que deben ser conocidas
«.{5} En nosotros que conocemos, hay cuatro facultades apropiadas para ello: el
entendimiento, la imaginación, la memoria y los sentidos; pero la fuerza cognoscitiva es
puramente espiritual, por lo que debe llamarse pensamiento o espíritu, aunque según
sus diversas funciones reciba el nombre de entendimiento puro o imaginación o sentidos
o memoria. Ahora bien, destacando Descartes una jerarquía de las funciones espirituales
cognoscitivas, de esas cuatro facultades, y sin perjuicio de que utilice el auxilio de las
otras cuando sea necesario «...sólo el entendimiento es capaz de percibir la
verdad»,{6} ya que éste «...no puede jamás ser engañado por ninguna experiencia, si se
ciñe exclusivamente a la intuición precisa del objeto...» {7}
En cuanto a las cosas que por sí mismas deben ser conocidas, es sabido el giro
radical que plantea la filosofía cartesiana. Ya no se puede juzgar «...que la imaginación
reproduce fielmente los objetos de los sentidos, ni que los sentidos reciben las
verdaderas figuras de las cosas, ni finalmente que las cosas externas son siempre tales
como aparecen; pues en todas estas cosas estamos sujetos a error...»{8} Ahora las cosas
no son dadas en sí mismas, sino que se hallan presentes en el espíritu como ideas o
representaciones y creemos que a éstas corresponden realidades existentes fuera del
yo que las piensa. Las cosas se han convertido en ideas; por tanto, el material que
constituye el conocimiento, no son las cosas, sino las ideas.
Con esto se invierten los términos del criterio de la verdad. Hasta entonces, la
filosofía antigua y medieval, con un criterio trascendente, definía la verdad por la realidad:
es verdadera la idea que es adecuada o conforme con la cosa. Pero como ahora la
realidad existente está en crisis, no puede definirse la verdad por una incógnita, y, en
consecuencia, no puede invocarse la adecuación o conformidad. Desde este instante se
define la realidad por la verdad, y el criterio de ésta será la evidencia, que, según el
principio cartesiano, se encuentra al final de todo análisis. Postúlase un criterio
inmanente de la verdad, ya que ésta no se busca en la adecuación de las ideas con las
cosas, fuera de las ideas, por así decirlo, sino en las ideas mismas, en su interior. En
efecto, lo verdadero es lo evidente y lo evidente es lo que se presenta clara y
distintamente al espíritu; luego la verdad de las ideas está en su evidencia, o más
exactamente, en su claridad y distinción. Son éstas las ideas claras y distintas, a las
cuales llama Descartes naturae simplices –naturalezas simples–, ya que ellas «...son
todas conocidas por sí mismas y que nunca contienen falsedad alguna». {9} Siendo
también evidente «...que nos engañamos cuando alguna vez juzgamos que una de esas
naturalezas simples no es totalmente conocida por nosotros; [47] porque si de ella
llegamos a conocer algo por pequeño que sea –lo cual es necesario, puesto que se
supone que juzgamos algo de la misma–, por esto mismo se ha de concluir que la
conocemos toda entera; pues de otro modo no podría llamarse simple, sino compuesta
de lo que en ella conocemos y de aquello que creemos ignorar».{10}
Por la atención que pusieron los cartesianos a esa objeción, es fácil comprender la
extraordinaria importancia que tiene la misma. En efecto, si el Cogito, ergo sum forma
parte de un silogismo, no es una proposición intuida, sino una conclusión incierta que
exige la demostración de la premisa mayor; por tanto, esta cuña que introduce la crítica
derrumba todo el edificio filosófico que Descartes ha construido. El filósofo se da cuenta
de este peligro y se defiende ripostando a Gassendi: «El error más considerable en esto
es que este autor supone que el conocimiento de las proposiciones particulares debe
siempre ser deducido de las universales, siguiendo el orden de los silogismos de la
dialéctica, en lo que demuestra saber poco de cómo la verdad debe buscarse; porque lo
cierto es que para encontrarla se debe siempre empezar por las nociones particulares
para llegar después a las generales, bien que se pueda también, recíprocamente,
habiendo encontrado las generales, deducir otras particulares...« {13}; añadiendo
Descartes que Gassendi «...se ha equivocado en tantos falsos razonamientos, de los
cuales está lleno su libro; porque no ha hecho más que componer falsas mayores a su
capricho, como si yo hubiese deducido de ellas las verdades que he explicado».{14}
Otra posición relativa al Cogito, que, si bien no lo objeta, niega o disminuye más o
menos abiertamente el mérito de la originalidad del gran descubrimiento del filósofo, es
la que pretende asimilar la tesis cartesiana del Cogito, ergo sum a la tesis agustiniana
del Si fallor, sum.
Sin embargo, en San Agustín el Si fallor, sum sólo representa la expresión de una
empírica auto-certidumbre inmediata del yo. En diversas ocasiones hace Agustín
referencia a su tesis; veamos, para establecer distinciones, la que nos parece más
explícita: «Porque nosotros somos y conocemos que somos y amamos nuestro ser y
conocimiento. [49] Y en estas tres cosas que digo no hay falsedad que pueda turbar
nuestro entendimiento; porque estas cosas no las atinamos y tocamos con sentido
corporal como hacemos con las exteriores, como el color con ver, el sonido con oír, el
olor con oler, el sabor con gustar, las cosas duras y blandas con tocar; y también las
imágenes de estas mismas cosas sensibles, que son muy semejantes a ellas, aunque
no son corpóreas, las revolvemos en la imaginación, las conservamos en la memoria y
por ellas nos movemos a desearlas, sino que sin ninguna imaginación engañosa de la
fantasía, me consta ciertamente que soy, y por eso lo conozco y amo. Acerca de estas
verdades no hay motivo para temer argumento alguno de los académicos, aunque digan:
¿qué, si te engañas? Porque si me engaño ya soy; pues el que realmente no es, tampoco
puede engañarse, y, por consiguiente, ya soy si me engaño. Y si existo porque me
engaño ¿cómo me engaño que soy, siendo cierto que soy, si me engaño? Y pues existiría
si me engañase aun cuando me engañe, sin duda en lo que conozco que soy no me
engaño, siguiéndose, por consecuencia, que también en lo que conozco que me conozco
no me engaño; porque así como me conozco que soy, así conozco igualmente esto
mismo: que me conozco».{25}
La diferencia es bien clara y ha sido señalada con gran exactitud: «San Agustín no
comienza dudando real y universalmente, constata empíricamente tan solo, contra los
escépticos, que sería imposible dudar de todo sin la afirmación de la propia
existencia».{26}
Para que Descartes no escapara a lo que parece ser un sino de los grandes del
pensamiento, no ha faltado al Cogitola interpretación más arbitraria e inconsecuente que
concebirse pueda. Se trata, de una parte, mediante un examen del sentido que da al
vocablo «pensamiento» este filósofo, y apoyándose en algunas de sus afirmaciones, de
demostrar que para Descartes «pensar» es «querer» y como «querer» es «voluntad»,
sustituyendo términos idénticos en el principio cartesiano, resulta: Quiero, luego soy, o
bien, Tengo voluntad, luego existo. Y a esto sigue, de otra parte, esta demostración:
Descartes mantiene una teoría del juicio como un acto de la voluntad, por lo que sólo
teniendo ésta previamente se puede formar un juicio; de ahí que al decir Pienso, luego
existo, está presupuesta la voluntad. Concluyéndose de ahí también, que el principio que
Descartes buscaba y encontró en el Cogito, deja de ser tal principio ya que antes hay
otra cosa: la Voluntad; o sea: «El Pensamiento es mi esencia» es reemplazado por «La
Voluntad es mi esencia», proposición ésta que según se afirma es de mayor amplitud.
Antes de refutar los argumentos expuestos, vamos a aplicar igual modus operandi
que el utilizado para ver las conclusiones a que se llega en algunos extremos y a las que
tienen que atenerse necesariamente los que mantengan esta interpretación. Primera:
Descartes ha dicho que entender, querer, imaginar y sentir son la misma cosa que
pensar; e igualmente, que querer es desear, aborrecer, afirmar, negar y dudar.
Identificando términos y sustituyendo en el Cogito, pueden obtenerse unas cuantas
proposiciones a escoger con el fin que se desee. Segunda: En virtud de la identidad de
los términos pensar y querer, tenemos por sustitución la ecuación proposicional: «Quiero,
luego soy» igual a «Pienso, luego soy»; y en virtud de la teoría cartesiana del juicio,
tenemos que el «Pienso, luego soy» presupone la voluntad, luego ésta es anterior al
pensamiento. Pero sin escamoteos: el «Quiero, luego soy» es también un juicio y, por
tanto, supone también la voluntad, luego ésta es anterior a sí misma. Y si esto lo
expresamos en juicio, y así sucesivamente, por este camino caeríamos en un regreso al
infinito elaborando juicios de la voluntad de la voluntad de la voluntad, &c. Tercera: Por
identificación y sustitución, primero, igualamos «yo quiero» y «yo pienso»; por la teoría
del juicio, después, se obtiene el Quiero, luego existo como proposición básica más
amplia. Luego, o se ha transformado la igualdad en una desigualdad, o bien hay identidad
y desigualdad al mismo tiempo; en todo caso, en esta operatoria no rigen las leyes
lógicas y matemáticas. Cuarta: Como el Quiero, luego existo, pese a su mayor amplitud,
no fundamenta al Cogito,no da cuenta de él, resulta que el Cogito no sólo deja de ser
principio, sino que es un grave error de Descartes, ya que ni siquiera puede fundarse en
el verdadero principio de la Voluntad. [50] Quinta: El principio de la Voluntad como
esencia del espíritu, está en abierta y absoluta oposición a todo el contenido doctrinal de
la filosofía cartesiana. Y esto es culpa de Descartes que incurrió en la contradicción de
construir un sistema opuesto al principio que debió regirlo. Sexta: En definitiva, Descartes
se equivocó desde el inicio hasta el fin, haciendo algo así como construir en el aire un
castillo de naipes. Es decir, creyó encontrar un principio, que no lo es pues es otro, y lo
tomó como base de un sistema que se anula a sí mismo en su propio origen; de ahí que
ni el verdadero principio de la Voluntad puede servir de soporte al sistema cartesiano, ni
éste seguirse de aquél.
Por si lo anterior todavía pudiera ofrecer alguna duda, aclara más el filósofo:
«Cuando hablo aquí de maneras o modos, no quiero decir otra cosa que lo que nombro
en otra parte atributos o cualidades. Mas cuando considero que la sustancia es por
aquéllos afectada o variada, me sirvo particularmente del nombre de modos o maneras;
y cuando por esta variación puede ser denominada así, nombro cualidades a aquellas
diversas maneras, causa de que sea nombrada sustancia; en fin, cuando pienso más
generalmente, que estos modos o cualidades existen en la sustancia, sin considerarlos
de otro modo que como dependientes de esta sustancia, les llamo atributos». {33} Y al
clasificar la distinción en real, modal y de razón, dice respecto a las que nos interesa
destacar: [51] «La real se encuentra propiamente sólo entre dos o más sustancias; y
podemos concluir que dos sustancias son realmente distintas entre sí, si podemos
concebir una clara y distintamente, sin pensar en la otra»;{34} y de las distinciones
modales, la que existe entre el modo propiamente dicho y la sustancia de que el modo
depende, «...se manifiesta, por el hecho de que podemos percibir claramente la
sustancia sin el modo, que decimos difiere de ella, pero no podemos, recíprocamente,
tener una idea distinta del modo sin pensar en la sustancia»;{35} y la que existe entre dos
modos diferentes de una misma sustancia, se advierte «...en que podemos conocer uno
cualquiera de estos modos sin el otro, y viceversa, como la figura sin el movimiento y el
movimiento sin figura, pero no podemos pensar distintamente ni en el uno ni el otro sin
saber que dependen ambos de una misma sustancia».{36}
No hay que decir más: el mismo Descartes ha mostrado, a quien sabe leerlo, las
diferencias de sentido, lógico, gnoseológico y metafísico, entre querer y pensar, para
intentar el absurdo de identificarlos.
Probaremos en seguida que en los dos momentos, en que se echa mano del
«querer» para poder remplazar el Pensamiento por la Voluntad como principio, se
comete en cada uno de ellos una metábasis o tránsito a un orden de cosas diferentes.
En efecto, en primer lugar, del orden conceptual de las significaciones ideales en que se
identifican «querer» y «pensar», se pasa al orden natural de sus existencias en que se
diferencian como cosas diversas, retornándose a aquél y desplazándose al Pensamiento
por la Voluntad. Y, en segundo lugar, llevando la confusión al extremo, se transforma la
Voluntad en principio, al afirmarse que está antes que el Cogito, en virtud de la teoría del
juicio; así, lo anterior o primero en el orden temporal se convierte aquí en lo anterior o
primero en el orden lógico. De esta extraña manera, aunque Descartes se desenvuelve
en la esfera gnoseológica y ha diferenciado en todas sus obras y en sus cartas a
Mersenne el orden de las cosas en sí del orden de las cosas en el conocimiento, el
principio del Cogito que no es lo primero en el sentido temporal de antes o después, sino
en el sentido de fundamento, y que se establece como cuestión de derecho, pierde su
carácter de tal al plantearse una cuestión de prioridad en el tiempo que se decide a favor
de la Voluntad.
En el primer aspecto, para Descartes una de las nociones más generales, referible
a todas las cosas creadas, es la de sustancia; y reconociendo que el nombre de
sustancia, como decían los escolásticos, no es unívoco respecto a Dios y las criaturas,
«por sustancia, no podemos entender otra cosa que lo que existe de tal forma que no
tiene necesidad sino de sí mismo para existir».{37} Y cuando se trata de saber si el alma,
sustancia creada, existe o se encuentra en el mundo al presente, no basta percibirla en
esta forma ya que no excitaría conocimiento particular alguno, sino que es preciso que
tenga además algunos atributos observables. «Pero aunque un atributo cualquiera sea
suficiente para que la sustancia sea conocida, hay, sin embargo, una propiedad principal
en cada sustancia, que constituye su naturaleza y esencia, y de la cual dependen todas
las demás».{38} El atributo principal del alma es el pensamiento, al que podemos
considerar como constituyente de la naturaleza de la sustancia inteligente y concebirlo
como la sustancia misma pensante, o sea, como el alma; podemos, pues, tener una
noción distinta del pensamiento, en tanto que constituye la naturaleza del alma. Y siendo
el pensamiento el atributo principal del alma, todo lo demás que puede ser atribuido al
alma lo presupone, depende de él.
En el segundo aspecto, en primer término, hay que tener muy presente que la
facultad de conocer, en tanto que percibe clara y distintamente, no conoce jamás ningún
objeto que no sea verdadero; «pero, sucediendo que frecuentemente nos equivocamos,
aunque Dios no sea engañoso, si deseamos investigar la causa de nuestros errores, y el
manantial de ellos, a fin de corregirlos, es preciso que tengamos en cuenta que no
dependen tanto de nuestro entendimiento, como de nuestra voluntad».{39} Por eso,
«cuando percibimos alguna cosa, no estamos en peligro de equivocarnos, si nada
afirmamos ni negamos con respecto a la misma; mas aun afirmando o negando, con tal
que no demos nuestro consentimiento sino a lo que clara y distintamente conozcamos
que ha de estar comprendido en aquello de que afirmamos o negamos, no podremos
equivocarnos; pero lo que de ordinario hace que nos equivoquemos, es que, con
frecuencia, juzgamos, aunque no tengamos un conocimiento exacto de aquello que
juzgamos».{40} De suerte que afirmar o negar, como maneras o modos del querer, operan
en el juzgar, y, en este sentido, la voluntad es absolutamente necesaria para dar nuestro
asentimiento o para disentir; esto es, que todo juicio presupone un acto de la voluntad,
por tanto, a ésta misma. Cierto, mas, en realidad, afirma Descartes «...que no podríamos
juzgar de nada sin la intervención del entendimiento, puesto que nada podemos juzgar
de nada sin la intervención del entendimiento, puesto que nada podemos juzgar de lo
que en modo alguno hemos percibido».{41} [52] En otras palabras, la voluntad es
necesaria para juzgar lo que en alguna forma se ha conocido: percibimos y juzgamos; el
entendimiento propone y la voluntad dispone. Esto último con una limitación, a saber:
que al juzgar podemos caer en error: cuando se trata de percepciones oscuras y
confusas o de cosas mal conocidas, pero cuando percibimos clara y distintamente la
voluntad no se equivoca al juzgar; simplemente, la voluntad acata, se rinde a la evidencia
del conocimiento claro y distinto. Esto es lo que quiere decir Descartes cuando al referirse
a la libertad de la voluntad y relacionarla con la intuición del Cogito, dice: «...lo que
percibíamos distintamente, y de lo cual no podíamos dudar durante una suspensión tan
general, es más cierto que ninguna otra cosa que podamos conocer jamás».{42} Y
asimismo cuando en otra ocasión expresa: «Que no podríamos errar juzgando solamente
de las cosas que percibimos clara y distintamente. Es cierto, sin embargo, que no
tomaremos lo falso por lo verdadero, en tanto que no juzguemos sino de lo que
percibimos clara y distintamente; pues la facultad de conocer, que Dios, que no es
engañador, nos ha dado, no podría fallar; ni aún la facultad de querer, no extendiéndola
más allá de lo que conocemos. Y aunque esta verdad no hubiera sido demostrada,
estamos tan inclinados por naturaleza, a dar nuestro asentimiento a las cosas que
percibimos claramente, que sería imposible dudar, percibiéndolas así.»{43}
Por último, el Volo, ergo sum no necesita escamoteos, metábasis o sofismas, ya que
tiene por sí un puesto conquistado en la tradición filosófica que se inicia con Maine de
Biran y se continúa en el llamado realismo volitivo de Wilhelm Dilthey, de Max
Frischeisen-Köhler y de Max Scheler.
Kant sólo admite, pues, la intuición que jamás dejará de ser sensibilidad porque es
derivada –intuitus derivatus–; ésta proporciona el material empírico que elabora
conceptualmente el entendimiento. El conocimiento propiamente dicho queda encerrado
en los límites del mundo fenoménico. La intuición intelectual, en el sentido de una
intuición primitiva u originaria –intuitus originarius–, que por sí misma nos diera la
existencia real del objeto, la declara imposible y sólo admite la posibilidad de ella en el
Ser Supremo.
Eliminada toda intuición que no sea la sensible, ipso facto, corre la misma suerte el
Yo como cosa pensante de Descartes. En Kant, el Yo adquiere un sentido puramente
gnoseológico como unidad que acompaña a todas las representaciones: el yo
pienso, constituye la apercepción pura. El Yo kantiano es la unidad trascendental de la
apercepción, por medio de la cual todo lo diverso dado en una intuición se reúne en un
concepto del objeto. De ahí que «si la facultad de llegar a ser conscio de sí mismo debe
investigar (aprehender) lo que hay en el espíritu, es necesario que la conciencia sea
afectada, y solamente de esta manera puede producirse la intuición de sí mismo; [53]
pero la forma de esta intuición, existente ya antes en el espíritu, determina, en la
representación del Tiempo, la manera de componer la diversidad en el espíritu; éste se
percibe, en efecto, no como él se representaría a sí mismo inmediata y
espontáneamente, sino según la manera de ser afectado interiormente, y,
consiguientemente de aquí, como él se aparece a sí propio y no como es». {45} Como
explica Cassirer, no podemos «...separar el propio yo de todas las funciones del
conocimiento en general, y colocarle enfrente de ellas como objeto absoluto. Si
afirmamos de él que le conocemos como es en realidad, esta afirmación se mantiene
justamente; pero no se pone en él algún otro modo más alto y más cierto del ser que el
que corresponde también a las cosas empíricas exteriores».{46}
Aspirando Husserl, como Descartes muchos siglos antes, al ideal de una ciencia
filosófica exenta de supuestos, que le impone el intuitivismo como «principio de todos los
principios», crea la Fenomenología haciéndola descansar en la Wesenschau o intuición
esencial. Reconociendo en las «Meditaciones Metafísicas» el prototipo de la reflexión
filosófica, retoma las mismas en el Cogito y, mediante una reducción, transforma el ego
cogitans en ego trascendental.Por eso, aunque desecha la mayor parte del contenido
doctrinal de la filosofía de Descartes, sugiere y acepta que la Fenomenología se le podría
llamar un neo-cartesianismo, porque desarrolla radicalmente motivos cartesianos. [54]
Con lo expuesto, adquieren todo su valor nuestras palabras iniciales de que con el
padre de la filosofía moderna, la intuición adquiere el rango de medio autónomo de
conocimiento. Recordar esto en el presente momento histórico de la filosofía, mostrar la
fuerza autodefensiva que el cartesianismo posee todavía frente a ciertas impugnaciones
y pretensiones; y transcribir las frases con que el más ilustre filósofo alemán
contemporáneo reconoció su deuda a Descartes, es nuestro tributo al máximo pensador
francés en el tercer centenario de su muerte.