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La intuición del cógito

Con el padre de la filosofía moderna, la intuición adquiere el rango de medio


autónomo de conocimiento.

Descartes no se cansa de repetir, en diversas formas, su afirmación del valor de la


intuición en el conocimiento. Expone su firme y constante resolución de no dejar de
observar cuatro preceptos, de los cuales «fue el primero, no admitir como verdadera cosa
alguna, como no supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la
precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se
presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de
ponerlo en duda».{1} Más terminantemente, dice «...vamos a enumerar aquí todos los
actos de nuestro entendimiento por medio de los cuales podemos llegar al conocimiento
de las cosas, sin temor alguno de errar; no admitimos más que dos, a saber: la intuición
y la deducción».{2}

El gran filósofo, amante de la claridad y la distinción, no sólo especifica el sentido de


los vocablos intuición y deducción, sino que establece una jerarquía entre ambos actos
del espíritu. Así, dice de la deducción que es la simple inferencia de una cosa de otra;
que por deducción «...entendemos todo aquello que se sigue necesariamente de otras
cosas conocidas con certeza».{3} Y con referencia a la intuición y a su superioridad en el
orden cognoscitivo, explica: «Entiendo por intuición, no el testimonio fluctuante de los
sentidos, ni el juicio falaz de una imaginación incoherente, sino una concepción del puro
y atento espíritu, tan fácil y distinta, que no quede en absoluto duda alguna respecto de
aquello que entendemos, o, lo que es lo mismo: una concepción no dudosa de la mente
pura y atenta que nace de la sola luz de la razón, y que, por ser más simple, es más
cierta que la misma deducción, la cual, sin embargo, tampoco puede ser mal hecha por
el hombre...«{4}

Para tener una mejor comprensión de la intuición en Descartes, precisa, aunque sea
breve, una incursión en su gnoseología. En lo que al conocimiento se refiere, Descartes
tiene en cuenta a «...nosotros que conocemos y las cosas que deben ser conocidas
«.{5} En nosotros que conocemos, hay cuatro facultades apropiadas para ello: el
entendimiento, la imaginación, la memoria y los sentidos; pero la fuerza cognoscitiva es
puramente espiritual, por lo que debe llamarse pensamiento o espíritu, aunque según
sus diversas funciones reciba el nombre de entendimiento puro o imaginación o sentidos
o memoria. Ahora bien, destacando Descartes una jerarquía de las funciones espirituales
cognoscitivas, de esas cuatro facultades, y sin perjuicio de que utilice el auxilio de las
otras cuando sea necesario «...sólo el entendimiento es capaz de percibir la
verdad»,{6} ya que éste «...no puede jamás ser engañado por ninguna experiencia, si se
ciñe exclusivamente a la intuición precisa del objeto...» {7}
En cuanto a las cosas que por sí mismas deben ser conocidas, es sabido el giro
radical que plantea la filosofía cartesiana. Ya no se puede juzgar «...que la imaginación
reproduce fielmente los objetos de los sentidos, ni que los sentidos reciben las
verdaderas figuras de las cosas, ni finalmente que las cosas externas son siempre tales
como aparecen; pues en todas estas cosas estamos sujetos a error...»{8} Ahora las cosas
no son dadas en sí mismas, sino que se hallan presentes en el espíritu como ideas o
representaciones y creemos que a éstas corresponden realidades existentes fuera del
yo que las piensa. Las cosas se han convertido en ideas; por tanto, el material que
constituye el conocimiento, no son las cosas, sino las ideas.

Con esto se invierten los términos del criterio de la verdad. Hasta entonces, la
filosofía antigua y medieval, con un criterio trascendente, definía la verdad por la realidad:
es verdadera la idea que es adecuada o conforme con la cosa. Pero como ahora la
realidad existente está en crisis, no puede definirse la verdad por una incógnita, y, en
consecuencia, no puede invocarse la adecuación o conformidad. Desde este instante se
define la realidad por la verdad, y el criterio de ésta será la evidencia, que, según el
principio cartesiano, se encuentra al final de todo análisis. Postúlase un criterio
inmanente de la verdad, ya que ésta no se busca en la adecuación de las ideas con las
cosas, fuera de las ideas, por así decirlo, sino en las ideas mismas, en su interior. En
efecto, lo verdadero es lo evidente y lo evidente es lo que se presenta clara y
distintamente al espíritu; luego la verdad de las ideas está en su evidencia, o más
exactamente, en su claridad y distinción. Son éstas las ideas claras y distintas, a las
cuales llama Descartes naturae simplices –naturalezas simples–, ya que ellas «...son
todas conocidas por sí mismas y que nunca contienen falsedad alguna». {9} Siendo
también evidente «...que nos engañamos cuando alguna vez juzgamos que una de esas
naturalezas simples no es totalmente conocida por nosotros; [47] porque si de ella
llegamos a conocer algo por pequeño que sea –lo cual es necesario, puesto que se
supone que juzgamos algo de la misma–, por esto mismo se ha de concluir que la
conocemos toda entera; pues de otro modo no podría llamarse simple, sino compuesta
de lo que en ella conocemos y de aquello que creemos ignorar».{10}

En resumen, tenemos como elementos básicos del conocimiento: de parte de las


cosas, las ideas claras y distintas o naturalezas simples; de parte de nosotros, una fuerza
espiritual cognoscitiva con una superior función racional. Y, por último, aprehensión y
conocimiento de las naturalezas simples se realiza por una inspección del espíritu; lo que
expresa así Descartes: «. ..no hay que poner ningún trabajo en conocer estas
naturalezas simples, porque son suficientemente conocidas por sí mismas; sino
solamente en separarlas unas de otras, y con la atención fija contemplar intuitivamente
cada una por separado»,{11}agregando después, «...toda la ciencia humana consiste en
esto solamente: en ver distintamente cómo esas naturalezas simples concurren a la
composición de otras cosas».{12}

Con lo expuesto, podemos ya dirigir la atención hacia lo que constituye la clave de


bóveda del sistema filosófico cartesiano y nuestro tema: el Cogito, ergo sum.
Desde Pierre Gassendi, coetáneo de Descartes, hasta hoy, se ha refutado esta
proposición. La objeción ha sido la misma casi siempre: el Pienso, luego existo, desde el
punto de vista lógico, forma parte de un silogismo irregular cuya premisa mayor está
sobreentendida, o sea, es una forma entimemática de primer orden. El silogismo sería
entonces:

(Premisa mayor: Todo lo que piensa existe).


Premisa menor: Yo pienso,
Conclusión: luego existo.

Ya inmediatamente al filósofo, un gran sistemático, Baruch de Spinoza, aunque


discrepante del cartesianismo, unas veces con respecto al método y otras en cuanto a
problemas doctrinales, da a la intuición el mismo sentido que Descartes: forma superior
de conocer que fundamenta los ulteriores razonamientos. Spinoza, adepto a la teoría de
las ideas claras y distintas, no utiliza la duda universal ni adopta el Cogito como punto de
partida de su sistema, pero al explicar el método cartesiano rechaza categóricamente
que el Cogito, ergo sum sea un silogismo.

Por la atención que pusieron los cartesianos a esa objeción, es fácil comprender la
extraordinaria importancia que tiene la misma. En efecto, si el Cogito, ergo sum forma
parte de un silogismo, no es una proposición intuida, sino una conclusión incierta que
exige la demostración de la premisa mayor; por tanto, esta cuña que introduce la crítica
derrumba todo el edificio filosófico que Descartes ha construido. El filósofo se da cuenta
de este peligro y se defiende ripostando a Gassendi: «El error más considerable en esto
es que este autor supone que el conocimiento de las proposiciones particulares debe
siempre ser deducido de las universales, siguiendo el orden de los silogismos de la
dialéctica, en lo que demuestra saber poco de cómo la verdad debe buscarse; porque lo
cierto es que para encontrarla se debe siempre empezar por las nociones particulares
para llegar después a las generales, bien que se pueda también, recíprocamente,
habiendo encontrado las generales, deducir otras particulares...« {13}; añadiendo
Descartes que Gassendi «...se ha equivocado en tantos falsos razonamientos, de los
cuales está lleno su libro; porque no ha hecho más que componer falsas mayores a su
capricho, como si yo hubiese deducido de ellas las verdades que he explicado».{14}

La defensa de Descartes es enérgica y justa, no tolerando que su método sea


tergiversado o confundido, ni muchos menos que se afirme implícitamente que ha caído
en contradicción. Nuestra posición en esta tradicional polémica está definida desde que
calificamos como justa la respuesta de Descartes; importa que ahora sea sustanciada.

En las «Meditaciones Metafísicas», el solo título de la Meditación Primera, «De las


cosas que pueden ponerse en duda», determina claramente de dónde parte Descartes
al afrontar el problema gnoseológico. Efectivamente, la duda penetra e impregna, por así
expresarlo, esta Meditación Primera; duda que puede ser definida por dos notas
esenciales: metódica y universal. Metódica, porque sólo de la duda puede originarse la
certidumbre; y la duda, a fin de cuentas, es el método analítico aplicado al problema del
conocimiento. Universal, porque se duda de todo juicio; a tal extremo, que, para no
aceptar las verdades evidentes de las matemáticas, se apela a la famosa hipótesis
dialéctica del malin génie, con lo que la duda cartesiana adquiere un carácter hiperbólico.
La atenta lectura de esta Primera Meditación muestra que se trata exclusivamente de
una investigación por vía analítica, la que el filósofo, en sus «Rèponses aux secondes
objetions faites sur les Méditations métaphysiques», declara expresamente haber
seguido por parecerle ser la práctica intelectual más verdadera.

El objetivo de Descartes es francamente expuesto en la Meditación Segunda:


«Arquímedes, para levantar la tierra y transportarla a otro lugar, pedía solamente un
punto de apoyo firme e inmóvil; también tendré yo derecho a concebir grandes
esperanzas, si tengo la fortuna de hallar sólo una cosa que sea cierta e indudable». {15} En
esta misma Meditación, resúmese el resultado de la anterior y se llega a una radical
conclusión en las siguientes palabras: «Supongo, pues, que todas las cosas que veo son
falsas; estoy persuadido de que nada de lo que mi memoria, llena de mentiras, me
representa, ha existido jamás; [48] pienso que no tengo sentidos; creo que el cuerpo, la
figura, la extensión, el movimiento y el lugar son ficciones de mi espíritu. ¿Qué, pues,
podrá estimarse verdadero? Acaso nada más sino esto: que nada hay cierto en el
mundo».{16}

Descartes ha arribado al momento crucial y se pregunta si no habrá algún Dios o


alguna potencia que ponga esos pensamientos en su espíritu, respondiéndose
categóricamente: «No es necesario; pues quizá soy yo capaz de producirlos por mí
mismo».{17} En esta simple frase está virtualmente contenido el gran descubrimiento del
filósofo, pues de inmediato se dice: «Y yo, al menos, ¿no soy algo?»;{18} pero como todo
ha sido negado, incluso los sentidos y el cuerpo, como Descartes está persuadido de
que no hay nada en el mundo, ¿tendrá, entonces, que decir: yo no soy?, «ni mucho
menos; si he llegado a persuadirme de algo o solamente si he pensado alguna cosa, es
sin duda porque yo existía. Pero hay cierto burlador muy poderoso y astuto que dedica
su industria toda a engañarme siempre. No cabe, pues, duda alguna de que yo soy,
puesto que me engaña; y, por mucho que me engañe, nunca conseguirá hacer que yo
no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De suerte, que habiéndolo
pensado bien y habiendo examinado cuidadosamente todo, hay que concluir por último
y tener por constante que la proposición siguiente: yo soy, yo existo, es necesariamente
verdadera, mientras la estoy pronunciando o concibiendo en mi espíritu». {19} Mas esta
certeza no basta, porque si yo soy, ¿qué soy?; Descartes repasa todo lo que pertenece
a la naturaleza del cuerpo y no encuentra nada que pueda decir que está en él. Se dirige
entonces a los atributos del alma y halla ahí el pensamiento como un atributo que le
pertenece: «el pensamiento es lo único que no puede separarse de mí. Yo soy, existo,
esto es cierto; pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que dure mi pensar; pues acaso
podría suceder que, si cesase por completo de pensar, cesara al propio tiempo por
completo de existir. Ahora no admito nada que no sea necesariamente verdadero: yo no
soy, pues, hablando con precisión, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un
entendimiento o una razón, términos éstos cuya significación desconocía yo
anteriormente. Soy, pues, una cosa verdadera, verdaderamente existente. Mas ¿qué
cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa «.{20} En forma parecida, expone también:
«Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era
necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: yo
pienso, luego soy, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los
escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo,
como el primer principio de la filosofía que andaba buscando».{21}

El proceso dubitativo se ha detenido: si dudo, pienso; si pienso, existo. Tras la duda


universal permanece irreductible algo: yo, que soy una cosa pensante. Cogito, ergo
sum.Como bien dice Husserl, el meditador ha llevado a cabo «.. .un regreso hacia el yo
filosofante en un segundo y más hondo sentido, hacia el ego de las
puras cogitationes».{22}

No hay aquí, ciertamente, ningún silogismo irregular o entimema de primer orden.


El Cogito es la evidencia primaria, la idea clara y distinta, la naturaleza simple por
excelencia, aprehendida intuitivamente; es la verdad absolutamente indubitable, meta de
la duda y punto de partida y soporte de la filosofía cartesiana.

En verdad, estimamos con Höffding que Descartes «...ha provocado él mismo


indiscutiblemente esta equivocación al decir pues (ergo)».{23} En consecuencia,
consideramos que la atribución al Cogito del carácter de silogismo se debe
principalmente a una cuestión formal de expresión que suscita el propio filósofo al
emplear la palabra ergo, que, como es sabido, se utiliza siempre en el último juicio o
conclusión de los silogismos. Pasando eso por alto, como debe hacerse, sólo hay que
atender al hecho innegable de que Descartes analiza; y si en definitiva puede afirmar la
supuesta premisa mayor –Todo lo que piensa existe–, lo hace como conclusión y no
como inicio, es decir, al revés de como quería Gassendi y quieren los impugnadores
del Cogito que le dan esa significación silogística. Por eso, a la petición de que pruebe
la premisa mayor, Descartes responde: «...lo que prueba que todo lo que piensa existe,
es que apercibo en mi pensamiento mi existencia y en la idea del pensamiento la idea
de la existencia».{24}

Otra posición relativa al Cogito, que, si bien no lo objeta, niega o disminuye más o
menos abiertamente el mérito de la originalidad del gran descubrimiento del filósofo, es
la que pretende asimilar la tesis cartesiana del Cogito, ergo sum a la tesis agustiniana
del Si fallor, sum.

Sin embargo, en San Agustín el Si fallor, sum sólo representa la expresión de una
empírica auto-certidumbre inmediata del yo. En diversas ocasiones hace Agustín
referencia a su tesis; veamos, para establecer distinciones, la que nos parece más
explícita: «Porque nosotros somos y conocemos que somos y amamos nuestro ser y
conocimiento. [49] Y en estas tres cosas que digo no hay falsedad que pueda turbar
nuestro entendimiento; porque estas cosas no las atinamos y tocamos con sentido
corporal como hacemos con las exteriores, como el color con ver, el sonido con oír, el
olor con oler, el sabor con gustar, las cosas duras y blandas con tocar; y también las
imágenes de estas mismas cosas sensibles, que son muy semejantes a ellas, aunque
no son corpóreas, las revolvemos en la imaginación, las conservamos en la memoria y
por ellas nos movemos a desearlas, sino que sin ninguna imaginación engañosa de la
fantasía, me consta ciertamente que soy, y por eso lo conozco y amo. Acerca de estas
verdades no hay motivo para temer argumento alguno de los académicos, aunque digan:
¿qué, si te engañas? Porque si me engaño ya soy; pues el que realmente no es, tampoco
puede engañarse, y, por consiguiente, ya soy si me engaño. Y si existo porque me
engaño ¿cómo me engaño que soy, siendo cierto que soy, si me engaño? Y pues existiría
si me engañase aun cuando me engañe, sin duda en lo que conozco que soy no me
engaño, siguiéndose, por consecuencia, que también en lo que conozco que me conozco
no me engaño; porque así como me conozco que soy, así conozco igualmente esto
mismo: que me conozco».{25}

En breve comparación: el análisis cartesiano está precedido de una duda metódica


que lo conduce al encierro en la pura inmanencia de la conciencia; en ella encontrará la
verdad suprema de su existencia como cosa pensante. La tesis agustiniana no admite
previamente el método de la duda universal, ya que el hecho mismo de la dubitación
implica la existencia de un ser en concreto, del sujeto dubitante.

La diferencia es bien clara y ha sido señalada con gran exactitud: «San Agustín no
comienza dudando real y universalmente, constata empíricamente tan solo, contra los
escépticos, que sería imposible dudar de todo sin la afirmación de la propia
existencia».{26}

No obstante, agreguemos que la pretensión a que nos referimos cobra su mayor


fuerza y apariencia de verdad en el hecho de que al filósofo platónico-cristiano se le ha
considerado, con razón en muchos aspectos, el primer hombre moderno. Mas la
actualidad y proximidad de su pensamiento no autoriza, –teniendo en cuenta, entre otras
cosas, las características y consecuencias del Cogito, ergo sum y del Si fallor, sum–, a
hacer del Obispo de Hipona un idealista o a convertir a Descartes en un realista.

Para que Descartes no escapara a lo que parece ser un sino de los grandes del
pensamiento, no ha faltado al Cogitola interpretación más arbitraria e inconsecuente que
concebirse pueda. Se trata, de una parte, mediante un examen del sentido que da al
vocablo «pensamiento» este filósofo, y apoyándose en algunas de sus afirmaciones, de
demostrar que para Descartes «pensar» es «querer» y como «querer» es «voluntad»,
sustituyendo términos idénticos en el principio cartesiano, resulta: Quiero, luego soy, o
bien, Tengo voluntad, luego existo. Y a esto sigue, de otra parte, esta demostración:
Descartes mantiene una teoría del juicio como un acto de la voluntad, por lo que sólo
teniendo ésta previamente se puede formar un juicio; de ahí que al decir Pienso, luego
existo, está presupuesta la voluntad. Concluyéndose de ahí también, que el principio que
Descartes buscaba y encontró en el Cogito, deja de ser tal principio ya que antes hay
otra cosa: la Voluntad; o sea: «El Pensamiento es mi esencia» es reemplazado por «La
Voluntad es mi esencia», proposición ésta que según se afirma es de mayor amplitud.

Antes de refutar los argumentos expuestos, vamos a aplicar igual modus operandi
que el utilizado para ver las conclusiones a que se llega en algunos extremos y a las que
tienen que atenerse necesariamente los que mantengan esta interpretación. Primera:
Descartes ha dicho que entender, querer, imaginar y sentir son la misma cosa que
pensar; e igualmente, que querer es desear, aborrecer, afirmar, negar y dudar.
Identificando términos y sustituyendo en el Cogito, pueden obtenerse unas cuantas
proposiciones a escoger con el fin que se desee. Segunda: En virtud de la identidad de
los términos pensar y querer, tenemos por sustitución la ecuación proposicional: «Quiero,
luego soy» igual a «Pienso, luego soy»; y en virtud de la teoría cartesiana del juicio,
tenemos que el «Pienso, luego soy» presupone la voluntad, luego ésta es anterior al
pensamiento. Pero sin escamoteos: el «Quiero, luego soy» es también un juicio y, por
tanto, supone también la voluntad, luego ésta es anterior a sí misma. Y si esto lo
expresamos en juicio, y así sucesivamente, por este camino caeríamos en un regreso al
infinito elaborando juicios de la voluntad de la voluntad de la voluntad, &c. Tercera: Por
identificación y sustitución, primero, igualamos «yo quiero» y «yo pienso»; por la teoría
del juicio, después, se obtiene el Quiero, luego existo como proposición básica más
amplia. Luego, o se ha transformado la igualdad en una desigualdad, o bien hay identidad
y desigualdad al mismo tiempo; en todo caso, en esta operatoria no rigen las leyes
lógicas y matemáticas. Cuarta: Como el Quiero, luego existo, pese a su mayor amplitud,
no fundamenta al Cogito,no da cuenta de él, resulta que el Cogito no sólo deja de ser
principio, sino que es un grave error de Descartes, ya que ni siquiera puede fundarse en
el verdadero principio de la Voluntad. [50] Quinta: El principio de la Voluntad como
esencia del espíritu, está en abierta y absoluta oposición a todo el contenido doctrinal de
la filosofía cartesiana. Y esto es culpa de Descartes que incurrió en la contradicción de
construir un sistema opuesto al principio que debió regirlo. Sexta: En definitiva, Descartes
se equivocó desde el inicio hasta el fin, haciendo algo así como construir en el aire un
castillo de naipes. Es decir, creyó encontrar un principio, que no lo es pues es otro, y lo
tomó como base de un sistema que se anula a sí mismo en su propio origen; de ahí que
ni el verdadero principio de la Voluntad puede servir de soporte al sistema cartesiano, ni
éste seguirse de aquél.

Igualmente antes de entrar en la cuestión interpretativa, debemos anotar que la obra


de Descartes, «Principia Philosophiae», es la única que se esgrime y sirve de base a la
mencionada interpretación. Por ello, precisamente, es que nos ajustaremos
exclusivamente a dicha obra, no sin recordar que el propio Descartes, en su carta al
traductor francés de los «Principios de la Filosofía», advierte que la primera parte del
libro contiene los Principios del conocimiento y puede llamarse Primera Filosofía o
Metafísica, por lo que, para entenderla bien es conveniente leer de antemano las
Meditaciones. Y ya se sabe a lo que Descartes llamaba «leer».

Ahora demostraremos que el primer paso de esta interpretación es totalmente falso


y que en el mismo se da al argumento una apariencia de rigor empleando la operación
matemática de sustitución, la que no procedía, ya que con anterioridad se ha establecido
la identidad entre «pensar» y «querer», en forma tan caprichosa, que no es menester
siquiera apelar a la inexistencia de la identidad de conceptos o de la sinonimia absoluta.

Descartes, siempre que en un sentido general se refiere a lo opuesto al cuerpo o


sustancia extensa, emplea indistintamente los vocablos alma, espíritu (ingenio),
sustancia pensante, sustancia inteligente, pensamiento. Y esto tampoco puede
interpretarse como que los identifica, pues, en ese sentido general, todos esos vocablos
tienen una nota esencial significativa, en oposición a la de corporeidad, que permite su
uso. En cambio, cuando se refiere específicamente al pensar, explica en qué consiste:
«Por la palabra pensamiento entiendo, todo lo que conocido por nosotros se produce en
nosotros, en tanto que tenemos conciencia de ello. Así que no solamente entender,
querer, imaginar, sino también sentir es la misma cosa aquí que pensar».{27} Este último
párrafo se aduce para la pretensa identidad entre querer y pensar, haciéndose resaltar
la afirmación de que son la misma cosa. Tomando ese ejemplo concreto aisladamente,
puede prestarse a cualquier confusión; pero un examen del mismo, en relación con lo
que precede, no la permite. Debe tenerse en cuenta que, mediante una definición previa,
se han precisado las condiciones necesarias que permiten considerar como pensamiento
una diversidad de cosas; dándose a la palabra pensamiento un contenido significativo
que comprende el entender, querer, &c. Y esto es así, porque, para Descartes, todas
estas facultades, exclusivas del alma, son modos o maneras de pensamiento; lo que
queda entendido mejor cuando al final de ese epígrafe noveno agrega en cuanto al alma:
«...que tiene sola la facultad de sentir, o de pensar de cualquier otro modo». {28} Y más
adelante, vuelve a distinguir: «Indudablemente, todas las maneras de pensar que
observamos en nosotros, pueden referirse a dos, generales, una de las cuales consiste
en la percepción u operación del entendimiento, y la otra en la volición u operación de la
voluntad. De este modo, sentir, imaginar, y aun concebir las cosas puramente inteligibles,
no son sino diferentes maneras de percibir; en tanto que desear, aborrecer, afirmar,
negar, dudar, son formas diferentes de querer».{29}

Quedan delimitadas, pues, las diversas funciones cognoscitivas como diferentes


maneras de percibir y las diversas funciones volitivas como formas diferentes de querer.
Sentir, imaginar, &c., son maneras de percibir el entendimiento; desear, aborrecer, &c.,
son maneras de actuar la voluntad. Y percibir y querer, en sus diferentes formas, sólo
son especies de pensamiento, ya que, «...el entendimiento, la voluntad, y todas las
maneras de conocer y de querer, pertenecen a la sustancia que piensa». {30} De suerte
que conocer y querer son propiedades de la sustancia pensante, modos diferentes de
ella, pues «...todas las propiedades que encontramos en la sustancia que piensa, no son
sino maneras diferentes de pensar».{31} Y expresa, acentuando claramente diferencias:
«así, la imaginación, la sensación y la voluntad dependen de tal modo de una cosa que
piensa, que no podemos concebirla sin ella».{32}

Por si lo anterior todavía pudiera ofrecer alguna duda, aclara más el filósofo:
«Cuando hablo aquí de maneras o modos, no quiero decir otra cosa que lo que nombro
en otra parte atributos o cualidades. Mas cuando considero que la sustancia es por
aquéllos afectada o variada, me sirvo particularmente del nombre de modos o maneras;
y cuando por esta variación puede ser denominada así, nombro cualidades a aquellas
diversas maneras, causa de que sea nombrada sustancia; en fin, cuando pienso más
generalmente, que estos modos o cualidades existen en la sustancia, sin considerarlos
de otro modo que como dependientes de esta sustancia, les llamo atributos». {33} Y al
clasificar la distinción en real, modal y de razón, dice respecto a las que nos interesa
destacar: [51] «La real se encuentra propiamente sólo entre dos o más sustancias; y
podemos concluir que dos sustancias son realmente distintas entre sí, si podemos
concebir una clara y distintamente, sin pensar en la otra»;{34} y de las distinciones
modales, la que existe entre el modo propiamente dicho y la sustancia de que el modo
depende, «...se manifiesta, por el hecho de que podemos percibir claramente la
sustancia sin el modo, que decimos difiere de ella, pero no podemos, recíprocamente,
tener una idea distinta del modo sin pensar en la sustancia»;{35} y la que existe entre dos
modos diferentes de una misma sustancia, se advierte «...en que podemos conocer uno
cualquiera de estos modos sin el otro, y viceversa, como la figura sin el movimiento y el
movimiento sin figura, pero no podemos pensar distintamente ni en el uno ni el otro sin
saber que dependen ambos de una misma sustancia».{36}

No hay que decir más: el mismo Descartes ha mostrado, a quien sabe leerlo, las
diferencias de sentido, lógico, gnoseológico y metafísico, entre querer y pensar, para
intentar el absurdo de identificarlos.

Probaremos en seguida que en los dos momentos, en que se echa mano del
«querer» para poder remplazar el Pensamiento por la Voluntad como principio, se
comete en cada uno de ellos una metábasis o tránsito a un orden de cosas diferentes.
En efecto, en primer lugar, del orden conceptual de las significaciones ideales en que se
identifican «querer» y «pensar», se pasa al orden natural de sus existencias en que se
diferencian como cosas diversas, retornándose a aquél y desplazándose al Pensamiento
por la Voluntad. Y, en segundo lugar, llevando la confusión al extremo, se transforma la
Voluntad en principio, al afirmarse que está antes que el Cogito, en virtud de la teoría del
juicio; así, lo anterior o primero en el orden temporal se convierte aquí en lo anterior o
primero en el orden lógico. De esta extraña manera, aunque Descartes se desenvuelve
en la esfera gnoseológica y ha diferenciado en todas sus obras y en sus cartas a
Mersenne el orden de las cosas en sí del orden de las cosas en el conocimiento, el
principio del Cogito que no es lo primero en el sentido temporal de antes o después, sino
en el sentido de fundamento, y que se establece como cuestión de derecho, pierde su
carácter de tal al plantearse una cuestión de prioridad en el tiempo que se decide a favor
de la Voluntad.

Mostraremos, en fin, que la doctrina cartesiana es terminante y precisamente


opuesta a esa interpretación, y por qué de la teoría del juicio de Descartes no se sigue
que la Voluntad está antes que el Pensamiento, por lo que esta pretensión constituye un
sofisma de «non sequitur».

En el primer aspecto, para Descartes una de las nociones más generales, referible
a todas las cosas creadas, es la de sustancia; y reconociendo que el nombre de
sustancia, como decían los escolásticos, no es unívoco respecto a Dios y las criaturas,
«por sustancia, no podemos entender otra cosa que lo que existe de tal forma que no
tiene necesidad sino de sí mismo para existir».{37} Y cuando se trata de saber si el alma,
sustancia creada, existe o se encuentra en el mundo al presente, no basta percibirla en
esta forma ya que no excitaría conocimiento particular alguno, sino que es preciso que
tenga además algunos atributos observables. «Pero aunque un atributo cualquiera sea
suficiente para que la sustancia sea conocida, hay, sin embargo, una propiedad principal
en cada sustancia, que constituye su naturaleza y esencia, y de la cual dependen todas
las demás».{38} El atributo principal del alma es el pensamiento, al que podemos
considerar como constituyente de la naturaleza de la sustancia inteligente y concebirlo
como la sustancia misma pensante, o sea, como el alma; podemos, pues, tener una
noción distinta del pensamiento, en tanto que constituye la naturaleza del alma. Y siendo
el pensamiento el atributo principal del alma, todo lo demás que puede ser atribuido al
alma lo presupone, depende de él.

En el segundo aspecto, en primer término, hay que tener muy presente que la
facultad de conocer, en tanto que percibe clara y distintamente, no conoce jamás ningún
objeto que no sea verdadero; «pero, sucediendo que frecuentemente nos equivocamos,
aunque Dios no sea engañoso, si deseamos investigar la causa de nuestros errores, y el
manantial de ellos, a fin de corregirlos, es preciso que tengamos en cuenta que no
dependen tanto de nuestro entendimiento, como de nuestra voluntad».{39} Por eso,
«cuando percibimos alguna cosa, no estamos en peligro de equivocarnos, si nada
afirmamos ni negamos con respecto a la misma; mas aun afirmando o negando, con tal
que no demos nuestro consentimiento sino a lo que clara y distintamente conozcamos
que ha de estar comprendido en aquello de que afirmamos o negamos, no podremos
equivocarnos; pero lo que de ordinario hace que nos equivoquemos, es que, con
frecuencia, juzgamos, aunque no tengamos un conocimiento exacto de aquello que
juzgamos».{40} De suerte que afirmar o negar, como maneras o modos del querer, operan
en el juzgar, y, en este sentido, la voluntad es absolutamente necesaria para dar nuestro
asentimiento o para disentir; esto es, que todo juicio presupone un acto de la voluntad,
por tanto, a ésta misma. Cierto, mas, en realidad, afirma Descartes «...que no podríamos
juzgar de nada sin la intervención del entendimiento, puesto que nada podemos juzgar
de nada sin la intervención del entendimiento, puesto que nada podemos juzgar de lo
que en modo alguno hemos percibido».{41} [52] En otras palabras, la voluntad es
necesaria para juzgar lo que en alguna forma se ha conocido: percibimos y juzgamos; el
entendimiento propone y la voluntad dispone. Esto último con una limitación, a saber:
que al juzgar podemos caer en error: cuando se trata de percepciones oscuras y
confusas o de cosas mal conocidas, pero cuando percibimos clara y distintamente la
voluntad no se equivoca al juzgar; simplemente, la voluntad acata, se rinde a la evidencia
del conocimiento claro y distinto. Esto es lo que quiere decir Descartes cuando al referirse
a la libertad de la voluntad y relacionarla con la intuición del Cogito, dice: «...lo que
percibíamos distintamente, y de lo cual no podíamos dudar durante una suspensión tan
general, es más cierto que ninguna otra cosa que podamos conocer jamás».{42} Y
asimismo cuando en otra ocasión expresa: «Que no podríamos errar juzgando solamente
de las cosas que percibimos clara y distintamente. Es cierto, sin embargo, que no
tomaremos lo falso por lo verdadero, en tanto que no juzguemos sino de lo que
percibimos clara y distintamente; pues la facultad de conocer, que Dios, que no es
engañador, nos ha dado, no podría fallar; ni aún la facultad de querer, no extendiéndola
más allá de lo que conocemos. Y aunque esta verdad no hubiera sido demostrada,
estamos tan inclinados por naturaleza, a dar nuestro asentimiento a las cosas que
percibimos claramente, que sería imposible dudar, percibiéndolas así.»{43}

En segundo término, en un sentido estrictamente cartesiano, es la forma del juicio,


no su contenido, lo que presupone la voluntad. Aclaremos: la voluntad, en cuanto facultad
de juzgar, y en virtud de su absoluta libertad, se abstiene o afirma o niega, pero sólo en
tanto que el entendimiento le muestra aquello en que debe recaer su decisión; sin la
materia que proporciona el entendimiento, la facultad de juzgar es inoperante. Es así que
la voluntad es el presupuesto del Cogito como juicio, mas no de su contenido; mejor aun:
el Cogito es un conocimiento intuitivo, claro y distinto, cuya verdad es de tal evidencia,
que su expresión en forma judicativa implica que la voluntad lo ha acatado.

Por último, el Volo, ergo sum no necesita escamoteos, metábasis o sofismas, ya que
tiene por sí un puesto conquistado en la tradición filosófica que se inicia con Maine de
Biran y se continúa en el llamado realismo volitivo de Wilhelm Dilthey, de Max
Frischeisen-Köhler y de Max Scheler.

Hay, creemos, en el filosofar histórico, tres principios que pueden situarse


paralelamente con todo derecho: Si fallor, sum de San Agustín; Cogito, ergo sum de
Descartes; y Volo, ergo sum de Maine de Biran. Los tres principios, aunque coincidentes
en la idea básica que representan –autointuición del yo– no resultan de actitudes
comunes: en Maine de Biran, se parte de los procesos volitivos; en Descartes de los
procesos del pensamiento; y, en San Agustín, de la experiencia inmediata.

Correspondió históricamente a Kant, en quien precisamente culminó el idealismo


moderno iniciado con Descartes, la postura negativa más radical frente al Cogito.Para
Kant, la intuición –Anschauung– es el elemento básico del conocimiento por ser la
relación primera y más inmediata que puede tener éste con el objeto; ahora bien, «por la
índole de nuestra naturaleza, la intuición no puede ser más que sensible, de tal suerte
que sólo contiene la manera como somos afectados por los objetos. El Entendimiento, al
contrario, es la facultad de pensar el objeto de la intuición sensible. Ninguna de estas
propiedades es preferible a la otra. Sin sensibilidad no nos serían dados los objetos, y
sin el entendimiento, ninguno sería pensado. Pensamientos sin contenido, son vacíos;
intuiciones sin conceptos, son ciegas. De aquí que sea tan importante y necesario
sensibilizar los conceptos (es decir, darles un objeto en la intuición), como hacer
inteligibles las intuiciones (someterlas a conceptos)».{44}

Es evidente que si Descartes establece una jerarquía en las facultades


cognoscitivas, opone la intuición a la deducción y postula una intuición espiritual; Kant
no acepta preferencias entre la sensibilidad y el entendimiento, opone la intuición al
concepto y rechaza toda intuición que no sea sensible o empírica.

Kant sólo admite, pues, la intuición que jamás dejará de ser sensibilidad porque es
derivada –intuitus derivatus–; ésta proporciona el material empírico que elabora
conceptualmente el entendimiento. El conocimiento propiamente dicho queda encerrado
en los límites del mundo fenoménico. La intuición intelectual, en el sentido de una
intuición primitiva u originaria –intuitus originarius–, que por sí misma nos diera la
existencia real del objeto, la declara imposible y sólo admite la posibilidad de ella en el
Ser Supremo.

Eliminada toda intuición que no sea la sensible, ipso facto, corre la misma suerte el
Yo como cosa pensante de Descartes. En Kant, el Yo adquiere un sentido puramente
gnoseológico como unidad que acompaña a todas las representaciones: el yo
pienso, constituye la apercepción pura. El Yo kantiano es la unidad trascendental de la
apercepción, por medio de la cual todo lo diverso dado en una intuición se reúne en un
concepto del objeto. De ahí que «si la facultad de llegar a ser conscio de sí mismo debe
investigar (aprehender) lo que hay en el espíritu, es necesario que la conciencia sea
afectada, y solamente de esta manera puede producirse la intuición de sí mismo; [53]
pero la forma de esta intuición, existente ya antes en el espíritu, determina, en la
representación del Tiempo, la manera de componer la diversidad en el espíritu; éste se
percibe, en efecto, no como él se representaría a sí mismo inmediata y
espontáneamente, sino según la manera de ser afectado interiormente, y,
consiguientemente de aquí, como él se aparece a sí propio y no como es». {45} Como
explica Cassirer, no podemos «...separar el propio yo de todas las funciones del
conocimiento en general, y colocarle enfrente de ellas como objeto absoluto. Si
afirmamos de él que le conocemos como es en realidad, esta afirmación se mantiene
justamente; pero no se pone en él algún otro modo más alto y más cierto del ser que el
que corresponde también a las cosas empíricas exteriores».{46}

Con otros argumentos, en el «Paralogismo de la sustancialidad» en su obra citada,


rebate Kant el Cogitocomo verdadera realidad sustancial; en definitiva, no sólo elimina
toda intuición que no sea la sensible o empírica, sino que también transforma el Yo
existencial cartesiano en un Yo fenomenal.

Verdaderamente, el filósofo de Königsberg al impugnar el Cogito fue estrictamente


consecuente con su sistema; por ello, en lo que sigue podrá verse más una justificación
que una réplica.

Cuando Kant construye su sistema, la circunstancia filosófica era trágica: eran


discutibles, si no habían fracasado rotundamente, los intentos idealistas de evadir el
solipsismo franqueando el tránsito de la inmanencia a la trascendencia, para dar una
base objetiva a la Metafísica y a la Ciencia; y, pese a estos esfuerzos y sus consiguientes
fracasos, ahí estaban en contraposición inconcebible una Metafísica en crisis y una
Ciencia objetiva y válida. Entre un mundo exterior inexplicable en sí mismo y una
humanidad empeñada vanamente en explicarlo, se alzaba inconmovible, como si tal
problema no existiera, la ciencia de su tiempo. A ella se dirigió Kant indagando su pura
estructura lógica, las condiciones de su posibilidad. El resultado es sabido: un mundo
nouménico incognoscible, que, a riesgo de un rescate posterior por la razón pura
práctica, descartaba la Metafísica como ciencia; un mundo fenoménico, con realidad
empírica, campo de la Ciencia a la que proporciona la materia del conocimiento; un sujeto
lógicamente construido, con Espacio y Tiempo y Categorías como formas puras, a
priori, de la Sensibilidad y del Entendimiento; una intuición sensible, en tanto que es
afectada la capacidad receptiva o sensibilidad; y conceptos que elabora el entendimiento
con el material ofrecido.

Ahí la única forma de conocimiento es la conceptual; conocer es condicionar intuitiva


y categorialmente; conocimiento verdadero es solamente el de las Matemáticas y la
Física. Todo esto bajo el imperio absoluto y rígido de un análisis y de un racionalismo
que originó la violenta protesta de Hamann en su «Metacrítica sobre el purismo de la
Razón Pura». El dictum kantiano proclamó la inexistencia de intuiciones no sensibles,
tanto por faltar los órganos cognoscitivos adecuados, cuanto por no existir, o ser
incognoscibles en sí, sus posibles correlatos objetivos. Hablar de intuición del Cogito y
de sustancia pensante es un contrasentido, porque no hay intuición intelectual y porque
la sustancia misma no es más que una forma categorial.

Claro está que la impugnación kantiana del Cogitoobedecía a los fundamentos de


su propio sistema, era una consecuencia obligada de ellos. Empero, aun en pleno
apogeo criticista la intuición volvía por sus fueros en figuras tan doctrinalmente
discrepantes como Hamann, Herder, Jacobi, Biran, Fichte, Hegel, Schelling,
Schopenhauer y otros.

Después, el nacimiento de algunas ciencias y el progreso de otras, la crítica filosófica


y las investigaciones gnoseológicas y epistemológicas, han abierto brechas en la
fortaleza del criticismo; las murallas levantadas contra el Cogito cartesiano y contra todo
conocimiento que no sea puramente conceptual, han sido pulverizadas. Hoy se admiten
formas de conocimientos: el discursivo y el intuitivo. Fuera de discusión la intuición
misma como forma de conocimiento, le están planteadas en el plano teorético, entre
otras, estas interrogantes esenciales: su legitimidad o validez en las diversas esferas del
saber; su sometimiento, en última instancia, al examen de la razón; y la posibilidad de un
correlato estructural sujeto cognoscente-objeto del conocimiento.

La casi totalidad de la filosofía actual, exceptuando la supervivencia del neokantismo


de la Escuela de Marburgo fundada por Hermann Cohen, se encuentra bajo el signo de
la intuición, que ha devenido método por excelencia de la misma. Ello se debe en gran
parte a una de las figuras señeras del pensamiento de este siglo: Edmund Husserl.

Aspirando Husserl, como Descartes muchos siglos antes, al ideal de una ciencia
filosófica exenta de supuestos, que le impone el intuitivismo como «principio de todos los
principios», crea la Fenomenología haciéndola descansar en la Wesenschau o intuición
esencial. Reconociendo en las «Meditaciones Metafísicas» el prototipo de la reflexión
filosófica, retoma las mismas en el Cogito y, mediante una reducción, transforma el ego
cogitans en ego trascendental.Por eso, aunque desecha la mayor parte del contenido
doctrinal de la filosofía de Descartes, sugiere y acepta que la Fenomenología se le podría
llamar un neo-cartesianismo, porque desarrolla radicalmente motivos cartesianos. [54]

Con lo expuesto, adquieren todo su valor nuestras palabras iniciales de que con el
padre de la filosofía moderna, la intuición adquiere el rango de medio autónomo de
conocimiento. Recordar esto en el presente momento histórico de la filosofía, mostrar la
fuerza autodefensiva que el cartesianismo posee todavía frente a ciertas impugnaciones
y pretensiones; y transcribir las frases con que el más ilustre filósofo alemán
contemporáneo reconoció su deuda a Descartes, es nuestro tributo al máximo pensador
francés en el tercer centenario de su muerte.

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