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2.- Leer y subrayar las luces que te aportan las lecturas de Joan Chittister Y Adrian
Schenker.
La lucha moral estriba en el hecho de que no toda obediencia es óptima. Algunas formas
de obediencia están basadas en la sumisión, otras en la política y, finalmente, otras en el
patriarcado. Sólo alguna tiene sus raíces en la Escritura. Discernir unas formas de
obediencia de otras contribuye al dominio moral de la vida. En ello consiste también la
función de la vida religiosa. Hacer voto de obediencia en un mundo en el que la
obediencia incurre con tanta frecuencia en errores hace sospechoso el voto mismo. ¿Es el
compromiso religioso un sinónimo de inmadurez religiosa?
Pero si es fácil controlar a una persona, aún lo es más ser un niño perpetuo cuya seguridad
depende de ser controlado. Lo único necesario para ser un niño perpetuo es negarse a
crecer, negarse a asumir la responsabilidad respecto de uno mismo, negarse a convertirse
en una parte responsable del género humano, en el agente moral de la utilización del
propio yo. En este caso, la obediencia nos salva de nosotros mismos, nos exime de la
condición humana, exige de nosotros sólo la suficiente resistencia para soportar los enojos
inherentes a un sistema básicamente represivo. En tal situación, la adolescencia perpetua
se convierte en una virtud. El precio que pagamos por una orientación garantizada, por la
seguridad de que no se nos hará responsables de nuestras propias decisiones a lo largo de
la vida, es la madurez. Y la compensación que obtenemos es la seguridad.
«Guarda la Regla, y la Regla te guardará a ti», decía mi maestra del noviciado. El mensaje
estaba claro: la vida religiosa era una especie de trato moral. Entregabas tu vida al sistema
aquí, y el sistema te proporcionaba una vida eterna en otro lugar. Para ser parte del
proceso, lo único que la persona tenía que hacer era admitir órdenes. Era fácil: sólo era
necesario llegar a un acuerdo.
Si alguien conoce la verdad acerca de ambas situaciones —de la obediencia como control
y de la obediencia como liberación—, no cabe duda de que son los religiosos. Por un lado,
la vida religiosa floreció a la sombra de los mártires, que no sabían de ley alguna ni vivían
sometidos a ninguna, excepto la más alta, de manera que eran las personas más liberadas
de todas. Por otro, la vida religiosa santificó la aberración del infantilismo permanente y lo
llamó «Santa Obediencia» y se convirtió en el sistema más controlador de todos. ¿Cómo
fue posible que se cerraran los ojos ante la abismal diferencia entre ambos puntos de
vista, el que hacía inaceptable la inmadurez y el que hacia sospechosa la toma de
decisiones adulta?
Los argumentos en pro del control se convirtieron en lugares comunes, con unas
alegaciones indignas en el mejor de los casos. La noción de dependencia de Dios se
institucionalizó como dependencia de quienes «ocupaban el lugar de Dios respecto de
nosotros». El orden jerárquico entre Dios y los gobernados —una exageración del
concepto aristotélico de jerarquía— se hacía más patente cada vez: los obispos y los
sacerdotes los primeros, por supuesto; los superiores o sus delegados a continuación; y
después el resto de la humanidad, dependiente de cuantos estaban por encima, todos los
cuales, según se nos decía, gozaban de participación directa en la Voluntad de Dios. La
lógica intimidaba, pero también fascinaba. Esta filosofía del Derecho Divino de los Reyes
seguía vivita y coleando en la vida religiosa y todavía a años luz de su desaparición, pese a
tener todo el pensamiento democrático moderno en su contra.
Infalibilidad ex offtcio.
La teoría de la infalibilidad ex officio ha seguido siendo seductora hasta nuestros días. La
práctica, por otra parte, la contradice. La teoría afirma que, sin orden, la sociedad se
desintegra. Arguye que el orden humano dimana de Dios y reside fundamentalmente en
quienes ocupan puestos oficiales. El problema es que la práctica suele concentrar una
peligrosa cantidad de poder del modo más inhumano en la parte superior de la pirámide.
Más aún, disminuye el respeto hacia la responsabilidad personal, hacia la autoridad
personal de quienes se encuentran en la base de la pirámide. Y son precisamente quienes
se encuentran en la base —incluso allí donde el modelo de las relaciones sociales es una
pirámide y no un círculo— los que pretenden asegurarse de que la sociedad no se
pulverice a manos de los faltos de escrúpulos, los ineptos o los corruptos que están en la
cúspide. La obediencia tipo «derecho-divino-de-los reyes » se apodera de lo que de fuerte,
inteligente y vital tiene el ser humano, lacayos institucionales incluidos y lo convierte en
servidumbre.
La verdadera obediencia, esa clase de obediencia que obliga a optar y pone en cuestión la
virtud, encuentra pocos amigos en los lugares influyentes. Esta obediencia entraña peligro
tanto para uno mismo como para el sistema. La verdadera obediencia vive en la tierra con
la vista puesta siempre en el reino de Dios. La verdadera obediencia, irónicamente, está
siempre dispuesta a servir, pero es independiente y crítica con respecto a cualquier
estructura que reivindique un poder indiscriminado sobre ella.
Si hay algo realmente inquietante para los que ven a los religiosos como los hijos dóciles
de la Iglesia, es el fantasma de una vida religiosa llena de adultos. Al mismo tiempo, si hay
algo que puede socavar el papel de la vida religiosa en la sociedad contemporánea, es la
dependencia psicológica y la puerilidad eterna disfrazadas de virtud.
Los individuos, evolucionados al máximo, hacen del carisma del grupo una verdad viva. La
autoridad que se ejerce para mantener siempre el carisma y sus implicaciones
contemporáneas ante las mentes de los miembros permite al grupo permanecer fiel a sí
mismo, sean cuales sean los cambios que se produzcan a lo largo del tiempo. La autoridad
funciona mejor cuando proporciona dirección y unidad a un grupo, cuando plantea las
cuestiones que el grupo necesita afrontar. La autoridad no existe para dar órdenes, sino
para ayudar al grupo a desarrollar su capacidad de ayudarse a sí mismo.
La obediencia exige que tanto los líderes como los miembros de las congregaciones elijan;
pero no el orden ni la independencia ni el control, sino cualquier cosa que propicie la
realización del Evangelio en este mundo, en todo tiempo y lugar.
La autoridad debe ser respetada. Toda institución, toda forma de vida, necesita guía,
orden y liderazgo; necesita un modelo, un núcleo unificador que plantee problemas y
responda preguntas. Lo que no necesita nadie, lo que nadie puede permitirse, es anular
las obligaciones adultas del alma humana en interés de la organización.
Un arma poderosa
La obediencia brilla como un arma poderosa contra la opresión de los pobres, el abuso de
los vulnerables y la depravación de los que se aprovechan del poder para subvertir la
voluntad de Dios respecto de la humanidad.
La obediencia nos exige escuchar a todos para que, cuando soplen vientos de cambio,
podamos oír con nitidez a aquellos a través de los cuales el Espíritu habla con mayor
claridad. La obediencia nos exige escuchar a los pobres y oír a los ignorados e inclinarnos
ante los humildes igual que ante los poderosos. La obediencia escucha a todos y todo a
través del filtro de la Escritura, la voz de Dios y la llamada de Jesús a un mundo necesitado
de Eucaristía y en búsqueda de las bienaventuranzas.
En definitiva, pues, la obediencia verdadera hace que el alma se remonte sobre las
trivialidades organizativas y las instituciones humanas y vaya hacia un estado de mayor
humanidad que no sabe de falsas limitaciones, no tolera reglas que hagan imposible el
reino de Dios, no respeta leyes que interfieran con el Espíritu y no se inclina ante nadie
que no se incline previamente ante la Voluntad de Dios respecto de la humanidad y ante
los propios gobernados. Es una empresa de iguales en busca de la Voluntad de Dios, no un
ejercicio para niños que pretendan tener satisfechas y contentas a todas las figuras
paternas de la vida.
Cuando el voto de obediencia funciona bien, la conformidad y el cumplimiento, las
recompensas y los sistemas, no ocupan el lugar de Dios. Cuando la autoridad funciona
bien, el liderazgo significa más que coerción las preguntas son más importantes que las
respuestas y proporcionar ideas es más importante que recibir órdenes.
Cuando el voto de obediencia funciona bien, la vida religiosa emerge de los dos extremos
de libertad personal o dictadura benigna hacia la clara y suprema certeza de la inspiración
mutua, la levadura, el liderazgo y la llamada.
La ayuda que la obediencia necesita es, pues, un liderazgo que deje bien claras las
opciones, plantee las cuestiones y posibilite las respuestas. Sólo quienes carecen de
liderazgo recurren a la autoridad. Sólo quienes insisten en su propia autoridad destruyen
toda posibilidad de obediencia y toda esperanza de liderazgo. Lo que no elegimos
libremente en realidad no lo elegimos.
La fuerza quizá modifique la conducta, pero aún tiene que modelar un alma.
Las opciones que tomamos en un mundo en el que la opresión no se cuestiona, el sexismo
pasa desapercibido y el autoritarismo no se contesta dan valor a la obediencia religiosa. Es
la opción lo que nos da la oportunidad de elegir a Dios en todas las decisiones cotidianas
de la vida. El mundo no quiere ni tolerará a unos religiosos que cimienten sus vidas
espirituales en la aprobación institucional y definan su santidad por su incapacidad para
tomar decisiones, adoptar posturas y elegir por sí mismos entre lo moral, lo inmoral y lo
amoral. La obediencia se ha visto durante demasiado tiempo reducida al infantilismo
espiritual. Un mundo en caos necesita religiosos con la obstinación de Moisés y la
obediencia de Jesús. Se trata de una combinación santificadora.
Los padres del desierto quisieron obedecer a su maestro porque los discípulos de Jesús
habían obedecido a Jesús como a su Maestro y Señor. La renuncia a la voluntad propia
forma parte en efecto de la vida de los discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo […] y sígame”, les dice Jesús en el evangelio (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc
9,23).Renunciar o negarse a sí mismo significa abdicar el control de uno mismo y dejarse
hacer por otro que tomará el lugar del propio yo. Ya no soy yo quien gobierno. Ya no
tendré que querer o rechazar nada.
Es imposible leer el Nuevo Testamento sin asociar estas dos renuncias a la voluntad
propia, la que Jesús pide a cuantos quieren seguirle y la que él vive con respecto al Padre.
En ambos casos encontramos la misma exigencia radical, la misma superación de las
inclinaciones naturales. Y como Jesús reveló a sus discípulos que quería vivir en esa
dependencia con respecto a su Padre, ellos comprendieron que la razón de ser y el
fundamento de la renuncia a sí mismos que el Señor les pedía era la suya propia.
Juan Casiano (finales del siglo IVº y principios del Vº) propone en la conferencia 19,61 el
ejemplo del abate Juan, que pasó de una vida solitaria de anacoreta a la vida cenobítica.
Juan explica a su visitante por qué dio ese paso. Lo hizo por dos razones: “porque todas las
ventajas de la soledad pesan ciertamente menos que la de no tener ninguna preocupación
del mañana; y para poder, sometiéndome hasta el fin de mis días a la guía de un abad,
imitar de alguna manera a aquel de quien está escrito: ‘se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte’ (Fil 2,8) y repetir humildemente sus palabras: ‘No he venido
para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió’ (Jn 6, 38).”En efecto, un
ermitaño, por más que viva modestamente, ha de preocuparse por ganar el pan de cada
día, vender el fruto de su trabajo, ofrecer hospitalidad a los que pasan o vienen a verle;
mientras que el monje que vive en comunidad se encuentra liberado de esas
preocupaciones, y así puede cumplir el precepto evangélico de no preocuparse por el
mañana, según la palabra del Señor en el Sermón de la Montaña (Mt6, 34). La recompensa
que reporta el cumplimiento de este precepto de Jesús compensará por sí sola todos los
frutos que cabría esperar de una vida solitaria en el desierto.
Es evidente que el abate Juan se considera como uno de los discípulos sentados alrededor
del Maestro en la montaña y que pretende, en primer lugar y principalmente, poner en
práctica la enseñanza de Jesús. Por eso prefiere en definitiva a la vida eremítica la vida
cenobítica o comunitaria, que permite cumplir mejor la enseñanza de Jesús sobre el
abandono confiado a la providencia divina.
Y en segundo lugar, añade, “podrá imitar” así a Jesús obediente al Padre. El término
“imitar” corresponde al original latín aemulari: hacerse émulo del Señor Jesús, que quiso
vivir en la obediencia. El monje elige pues libremente el camino de la obediencia al abad
de su monasterio para poder hacer, con toda humildad, lo que hizo el propio Jesús. Quiere
aprender a hacer en el monasterio eso mismo que ve que Jesús pide a sus discípulos en el
evangelio.
El abad Juan, cuyas palabras relata Casiano, quiso vivir de alguna manera a finales del siglo
IVº la obediencia de Jesús. Estaba convencido por consiguiente de que era posible hacerlo
no sólo en la época de Jesús, cuando éste instruía personalmente a sus discípulos con la
palabra y el ejemplo, sino también cuatro siglos más tarde, mucho después del paso del
Señor por esta tierra. El sometimiento a un abad, gracias a la renuncia a la voluntad
personal, permite realmente al monje hacer lo mismo que los doce y los otros discípulos
con respecto al maestro Jesús. Así, el monje se encuentra en su monasterio bajo la guía
del abad en las mismas condiciones que los discípulos buscando ajustar su vida a la
enseñanza de Jesús. Y tendrá la misma “recompensa” que ellos: la alegría que nace en una
vida vivida con Jesús y según sus consejos.
Es decir que la vida de los monjes hace presente a Cristo Jesús en medio de sus discípulos.
Es como un sacramento en el sentido que, para personas que viven mucho después que
Jesús y los doce, se reproduce la misma realidad del maestro Jesús transmitiendo su
sabiduría a sus discípulos, en la persona de un abad introduciendo a los monjes de su
comunidad en la vida conforme a Jesucristo. Los monjes deciden libremente, como el
abate Juan de la conferencia de Casiano, renunciar a su voluntad propia y someterse a la
del abad, para cumplir lo que el propio Jesús vivió en su persona con respecto al Padre y
enseñó a los suyos. De esa manera, los monjes desean configurar su vida a la de Cristo y
sus discípulos, con el fin de participar de los frutos de una existencia así conducida.
En resumen: la obediencia profesada al abad se hace una única y misma cosa con la
obediencia de Jesús y de sus discípulos, que el Nuevo Testamento muestra y explica.
Pues bien, añade santo Tomás, “el hombre no puede dar a Dios nada más grande que el
sometimiento de su voluntad a la de otro por Dios mismo” (Suma teológica, II-II, cuestión
186 artículo 5, respuesta a la 5ª objeción). Y para fundamentar esta afirmación, cita la
conferencia 18,7 de Juan Casiano en la cual el abad Piamun habla de los monjes
decadentes, diciendo de ellos: “Su principal afán es permanecer libres del yugo de sus
mayores, para conservar la entera libertad de cumplir su voluntad propia (voluntates
suas)…, de hacer lo que les parezca. Sin embargo, se desgastan con las obras de piedad
que realizan día y noche más que los que viven en los monasterios”.
Este fragmento de Casiano tiene para Tomás de Aquino rango de “autoridad”, es decir de
prueba teológica. Opone las “obras” monásticas a la renuncia a la voluntad propia. Esas
obras tienen menos valor que la sumisión de la voluntad propia a la del abad. Se
comprende bien por qué. Las obras son actividades externas que la persona realiza,
mientras que la voluntad es la persona misma. Al entregar su voluntad, sometiéndose a la
de otro, para hacerlo que hizo Cristo con su Padre, la persona se entrega a sí misma a
Cristo y a Dios. Pero esto es algo que uno debe aprender y ejercitar, como toda pericia o
perfección necesita ser aprendida y después mantenida por el ejercicio, bajo la mirada de
un maestro experto al cual nos sometemos con confianza.
En conclusión, la obediencia está ciertamente expuesta a grandes abusos, pero sin ella no
aprenderíamos nada. Es indispensable para cualquier desarrollo y adquisición de
capacidades y competencias humanas. Entre ellas, el don de uno mismo a Cristo y a Dios
ocupa el primer lugar, porque corresponde al amor de Dios y de Cristo. Ésta es la
perfección más alta que los hombres pueden alcanzar, si consideramos la vida humana a
la luz de la fe.
5. Conclusión: finalidad y condiciones de la obediencia en la vida consagrada a la luz de
la Sagrada Escritura.
De la misma manera que los sacramentos hacen presente al Señor gracias a signos y
palabras que indican su presencia, la voluntad del abad, o de la comunidad que se expresa
por boca de sus guías o jefes (constituciones, superiores y capítulos), es el signo de la
voluntad del Maestro Jesús, a la cual los discípulos se someten voluntariamente para
renunciar a sí mismos, siguiendo así a Jesús que se sometió a su Padre.
La obediencia consagrada no puede ser sino libre y deseada con determinación. Porque
los discípulos siguieron a Jesús libremente. Decidieron hacerlo. En efecto, vieron que Jesús
era la verdadera autoridad, venida de Dios, y que perderían la mejor oportunidad de su
vida si desdeñaban su llamada a seguirle y a aprender de él. Ese fue el drama del hombre
rico, según los evangelios (Mt 19, 16-30; Mc 10, 17-22; Lc 18, 18-30). Por eso, los que
sienten la llamada de Jesús a seguirle en la vida consagrada eligen libre y deliberadamente
someterse a la voluntad de sus autoridades humanas concretas, para estar seguros de que
no esquivan someterse a más alta autoridad, la de Jesús.
Donde hay autoridad y obediencia los conflictos son inevitables. Pedro no quiso dejarse
lavar los pies por su maestro amado y venerado (Jn 13, 6-10). En estos conflictos, la
búsqueda de soluciones ecuánimes y justas supone también para ambas partes una forma
de humilde renuncia a la voluntad propia, ya que las soluciones serán muchas veces
acuerdos intermedios, implicando moderación y abandono de parte de los derechos que
legítimamente cabría reclamar.
Religiosas y rebeldes: historias de mujeres que lucharon por el empoderamiento
femenino dentro de la Iglesia.
Desde los claustros y fuera de ellos, pelearon contra los prejuicios y las jerarquías católicas
de cada época. Escribieron grandes obras, combatieron al racismo, la pobreza y las
injusticias y hasta crearon un sindicato. Las historias de Sor Juana Inés de la Cruz, María
Antonia de San José, Katherine Marie Drexel, Nazaria Ignacia March, la Hermana Dulce y
María Teresa Porcile Santiso.
Por Gerardo Di Fazio Lorenzo, 13 de septiembre de 2020
www.infobae.com/sociedad/2020/09/13.
Error, gravísimo error. En estos seis ejemplos de diferentes épocas veremos santas, beatas
y laicas comprometidas que han fundado sindicatos, que han luchado contra la trata de
blancas; que ha creado hospitales, y han puesto la intelectualidad teológica al servicio del
empoderamiento femenino.
AUTORIDAD Y PROFESIA.
Del OBSERVATORIO ROMANO, JULIO 2021.
Este mes presentamos a mujeres “terremoto”. Son mujeres que han provocado
“sacudidas” inesperadas y han desafiado los equilibrios de su tiempo, muchas veces
pagando caro tal atrevimiento. Hay ejemplos en todas las religiones y libros sagrados
como los Evangelios y el Corán nos hablan de ellas. Para la Iglesia, por la que hasta
llegaron a dar la vida, fueron unas rebeldes, incluso unas herejes.
Son mujeres protagonistas de su destino que han desafiado el poder y se han enfrentado
a las jerarquías (masculinas) para plantear cuestiones que resultaron proféticas. La buena
reputación de algunas de ellas solo fue restituida después de su muerte. Quizás el suyo
fue una suerte de “martirio eclesial”.
Estas historias no son simplemente otra batalla en la “guerra entre sexos”. Si bien el
chovinismo masculino indudablemente ha jugado un papel en el destino de todas ellas, no
se trata solo de eso. La cuestión de fondo es si la autoridad está abierta al reconocimiento
de la profecía, sobre todo, cuando se presenta, como sucedía en el caso de estas mujeres,
a través de canales ajenos al poder. La profecía rompe patrones y crea desorden. Es
incómoda. No tiene miedo de cuestionar hábitos y estructuras. Escuchar a un profeta es
siempre un riesgo, porque implica estar dispuesto a salir de la zona de confort y
convertirse personal e institucionalmente.
En base a lo anterior ¿Cómo has vivido hasta hoy la experiencia del voto de obediencia?,
¿Qué cuestionamientos te surgen? para compartir en clase.