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TAREA SESIÓN 9.

Visión teológica del voto de obediencia

Tarea para compartir en clase:


1.- Relee tus constituciones, ¿Qué dice respecto del servicio de autoridad? (qué le
compete a la Superiora-or, al Consejo General, provincial y superior/a local).

2.- Leer y subrayar las luces que te aportan las lecturas de Joan Chittister Y Adrian
Schenker.

Joan Chittister La hora de la elección.


La mera idea de profesar obediencia en una cultura en la que el individualismo está
sólidamente implantado y que se manifiesta decididamente a favor de la libertad
personal, resulta antagónica con respecto a la mentalidad occidental. Al mismo tiempo,
sin embargo, se trata de una filosofía más que liberal que propugna lo que muchos
consideran un flirteo de esta cultura con la anarquía. La verdad es que un estudioso del
siglo xx puede obtener fácilmente pruebas reales de los peligros de la obediencia: la
Inquisición de los cristianos, las quemas de «brujas», el holocausto de los judíos, el
apartheid de los negros, las violaciones masivas de mujeres por parte de militares, los
enterramientos de soldados enemigos vivos, el terrorismo desatado por los fanatismos
religiosos y la amenaza nuclear que se cierne sobre un planeta vulnerable. Puede que
todas estas cosas hayan tenido como origen el altruismo, pero todas se corrompieron
análogamente, todas se impusieron tanto por culpa de la obediencia como de la
autoridad.

Personas obedientes marchaban al son de todos los tambores, personas obedientes


saludaban a todas las banderas, el hecho de «cumplir órdenes» justificaba acríticamente
todas las ideas tiránicas, y personas buenas y dóciles causaban en todos los casos
incalculables daños a causa de la obediencia. De hecho, más que la autoridad, es la
obediencia la que ensombrece la cultura occidental y la priva de integridad. Sí, la
obediencia genera las mayores precauciones en los grandes pensadores. Porque la
obediencia, evidentemente, no siempre es una virtud.

La obediencia, en efecto, requiere nuestra desconfianza.


«Todas las religiones —escribió Alexander Herzen— han basado la moralidad en la
obediencia, es decir, en la esclavitud voluntaria. Ésta es la razón de que hayan sido
siempre más perniciosas que cualquier organización política. Porque estas últimas hacen
uso de la violencia, y las primeras de la corrupción de la voluntad ». Si, a la luz de la
historia, queremos hacer una contribución moral al siglo XXI, la «obediencia», tal como la
conocemos, debería hacernos escépticos a todos.

La lucha moral estriba en el hecho de que no toda obediencia es óptima. Algunas formas
de obediencia están basadas en la sumisión, otras en la política y, finalmente, otras en el
patriarcado. Sólo alguna tiene sus raíces en la Escritura. Discernir unas formas de
obediencia de otras contribuye al dominio moral de la vida. En ello consiste también la
función de la vida religiosa. Hacer voto de obediencia en un mundo en el que la
obediencia incurre con tanta frecuencia en errores hace sospechoso el voto mismo. ¿Es el
compromiso religioso un sinónimo de inmadurez religiosa?

La cuestión básica, naturalmente, es si la obediencia religiosa tiene por objeto controlar o


liberar a la persona.
No subestimemos la importancia de la pregunta, porque la respuesta es decisiva para la
integridad del propio voto.
El religioso hace voto de obediencia, no de infancia perpetua ni de dependencia ni de
irreflexión. Distinguir una cosa de las otras, marca la diferencia entre vivir una vida
religiosa y ser un robot religioso.

Si lo que pretende la obediencia es el control, el sistema raya en la inconsecuencia. La


verdad es que resulta muy sencillo controlar a los niños. Lo único que una persona
necesita para asegurar su control sobre otra es una autoridad capaz de respaldar sus
amenazas con la fuerza correspondiente. Hacer equivalente el voto de obediencia a la
promesa de vivir una vida controlada, haciendo cosas banales, imposibles o incluso
personalmente destructivas, ridiculiza su significado. La obediencia no puede reducirse a
un ejercicio consistente en saltar obstáculos cada vez más altos.

Pero si es fácil controlar a una persona, aún lo es más ser un niño perpetuo cuya seguridad
depende de ser controlado. Lo único necesario para ser un niño perpetuo es negarse a
crecer, negarse a asumir la responsabilidad respecto de uno mismo, negarse a convertirse
en una parte responsable del género humano, en el agente moral de la utilización del
propio yo. En este caso, la obediencia nos salva de nosotros mismos, nos exime de la
condición humana, exige de nosotros sólo la suficiente resistencia para soportar los enojos
inherentes a un sistema básicamente represivo. En tal situación, la adolescencia perpetua
se convierte en una virtud. El precio que pagamos por una orientación garantizada, por la
seguridad de que no se nos hará responsables de nuestras propias decisiones a lo largo de
la vida, es la madurez. Y la compensación que obtenemos es la seguridad.

«Guarda la Regla, y la Regla te guardará a ti», decía mi maestra del noviciado. El mensaje
estaba claro: la vida religiosa era una especie de trato moral. Entregabas tu vida al sistema
aquí, y el sistema te proporcionaba una vida eterna en otro lugar. Para ser parte del
proceso, lo único que la persona tenía que hacer era admitir órdenes. Era fácil: sólo era
necesario llegar a un acuerdo.

Si alguien conoce la verdad acerca de ambas situaciones —de la obediencia como control
y de la obediencia como liberación—, no cabe duda de que son los religiosos. Por un lado,
la vida religiosa floreció a la sombra de los mártires, que no sabían de ley alguna ni vivían
sometidos a ninguna, excepto la más alta, de manera que eran las personas más liberadas
de todas. Por otro, la vida religiosa santificó la aberración del infantilismo permanente y lo
llamó «Santa Obediencia» y se convirtió en el sistema más controlador de todos. ¿Cómo
fue posible que se cerraran los ojos ante la abismal diferencia entre ambos puntos de
vista, el que hacía inaceptable la inmadurez y el que hacia sospechosa la toma de
decisiones adulta?

Los argumentos en pro del control se convirtieron en lugares comunes, con unas
alegaciones indignas en el mejor de los casos. La noción de dependencia de Dios se
institucionalizó como dependencia de quienes «ocupaban el lugar de Dios respecto de
nosotros». El orden jerárquico entre Dios y los gobernados —una exageración del
concepto aristotélico de jerarquía— se hacía más patente cada vez: los obispos y los
sacerdotes los primeros, por supuesto; los superiores o sus delegados a continuación; y
después el resto de la humanidad, dependiente de cuantos estaban por encima, todos los
cuales, según se nos decía, gozaban de participación directa en la Voluntad de Dios. La
lógica intimidaba, pero también fascinaba. Esta filosofía del Derecho Divino de los Reyes
seguía vivita y coleando en la vida religiosa y todavía a años luz de su desaparición, pese a
tener todo el pensamiento democrático moderno en su contra.

La autoridad —enseñaba la teoría— provenía de Dios, que se la transmitía primero al


Papa, después a los reyes a través del Papa y, finalmente, a través de ellos, a todos los
señores de menor alcurnia. Mezclando a Dios en su lenguaje y protegiéndose con la
inexpugnable teología medieval, el sistema adoptó un aura atemporal y mística.

Infalibilidad ex offtcio.
La teoría de la infalibilidad ex officio ha seguido siendo seductora hasta nuestros días. La
práctica, por otra parte, la contradice. La teoría afirma que, sin orden, la sociedad se
desintegra. Arguye que el orden humano dimana de Dios y reside fundamentalmente en
quienes ocupan puestos oficiales. El problema es que la práctica suele concentrar una
peligrosa cantidad de poder del modo más inhumano en la parte superior de la pirámide.
Más aún, disminuye el respeto hacia la responsabilidad personal, hacia la autoridad
personal de quienes se encuentran en la base de la pirámide. Y son precisamente quienes
se encuentran en la base —incluso allí donde el modelo de las relaciones sociales es una
pirámide y no un círculo— los que pretenden asegurarse de que la sociedad no se
pulverice a manos de los faltos de escrúpulos, los ineptos o los corruptos que están en la
cúspide. La obediencia tipo «derecho-divino-de-los reyes » se apodera de lo que de fuerte,
inteligente y vital tiene el ser humano, lacayos institucionales incluidos y lo convierte en
servidumbre.

En lugar de permitir a toda la humanidad asumir la responsabilidad de la administración


del universo, nos hace a algunos intrínsecamente válidos e indudablemente poderosos, y
convierte al resto en siervos morales. Así es como el pueblo aprende sencillamente a
«recibir órdenes», a «hacer lo que se le dice» y a «obedecer a la autoridad» sin preguntar.
Así es como un pueblo puede ir a Nürenberg con la conciencia libre de culpa por las
mayores atrocidades. Así es como el sensus fidelium, la aquiescencia de la comunidad
cristiana a la validez moral de los cargos oficiales y al papel del Espíritu Santo en la Iglesia,
erosiona la integridad de la propia Iglesia. Una obediencia de este tipo corrompe el propio
concepto de liderazgo, deteriora la noción de madurez y corroe la dignidad de toda la raza
humana.

Ante la educación pública obligatoria, la alfabetización universal y la independencia


económica, las ideas que equiparan obediencia y servidumbre ética sencillamente no
podían perdurar. Los filósofos de la Ilustración, por otra parte, enseñaban que la autoridad
depende del consentimiento de los gobernados. En otras palabras, lo que la gente de la
base de la pirámide no permita no puede ocurrir.

Es evidente que una obediencia basada en la subordinación da una pobre apariencia a un


don tan valioso como la aptitud para la responsabilidad humana. En su lugar, la obediencia
verdadera, como sugieren las nuevas teorías, brilla esplendorosa en el Jesús que replica a
Pilato, discute con los fariseos y cura a paralíticos en sábado en nombre de unas leyes
superiores.

La verdadera obediencia, esa clase de obediencia que obliga a optar y pone en cuestión la
virtud, encuentra pocos amigos en los lugares influyentes. Esta obediencia entraña peligro
tanto para uno mismo como para el sistema. La verdadera obediencia vive en la tierra con
la vista puesta siempre en el reino de Dios. La verdadera obediencia, irónicamente, está
siempre dispuesta a servir, pero es independiente y crítica con respecto a cualquier
estructura que reivindique un poder indiscriminado sobre ella.

Si hay algo realmente inquietante para los que ven a los religiosos como los hijos dóciles
de la Iglesia, es el fantasma de una vida religiosa llena de adultos. Al mismo tiempo, si hay
algo que puede socavar el papel de la vida religiosa en la sociedad contemporánea, es la
dependencia psicológica y la puerilidad eterna disfrazadas de virtud.

La preocupación actual por la obediencia marca la abismal distancia entre el Concilio


Vaticano I y el Concilio Vaticano II. La vida religiosa debe dedicarse ahora a algo más que a
disputarse parcelitas de cielo jugando partidos de obediencia en la tierra. La teoría de la
«caja negra» sobre la obediencia —que todas las respuestas a nuestras preguntas vitales
están ya determinadas por Dios para nosotros, y que lo único que tenemos que hacer para
acertar es obedecer a quienes están por encima de nosotros y saben lo que nosotros no
sabemos— se vino abajo con Galileo y la ciencia moderna. La verdad es que tenemos
mucho más que escuchar en la vida que a las autoridades. O, mejor aún, la verdad es que
hay muchas más autoridades en la vida a las que hay que escuchar que los funcionarios de
cualquier institución, civil o eclesiástica. Debemos escuchar la tenue y serena voz del
Espíritu dentro de nosotros. Debemos escuchar la vida misma. Debemos ir de respuesta
en respuesta hasta encontrar la verdad completa. Debemos aprender a preguntar y
debemos aprender a buscar. La obediencia no consiste en una dependencia infantil, por
mucha confianza que ello manifieste, sino que consiste en una vida entusiasmada por la
consciencia de la propia responsabilidad.
Equilibrio entre el individuo y la autoridad
Un tema fundamental de la vida religiosa en este siglo es el delicado equilibrio que debe
establecerse entre el individuo y la autoridad, dado que ambos son bienes universales,
pero no los problemas que nacen de su corrupción. Tanto el individualismo como el
autoritarismo socavan el impacto y el significado de cualquier institución, por lo que hay
que evitarlos como a la peste. El individualismo dice que la institución existe para servicio
exclusivo de cada uno de sus miembros. El autoritarismo, por su parte, dice que ningún
individuo tiene derechos superiores a los dictados del dictador. Las comunidades
religiosas, aprisionadas entre dos postulados tan opuestos, van del caos a la coerción,
desgarradas entre ambos inútiles polos. El autoritarismo se confunde con el liderazgo, y la
colegialidad muchas veces degenera en falta de este último. Algunos grupos no permiten
la individualidad, y algunos individuos no aceptan liderazgo alguno. El resultado es una
vida religiosa en desorden, unas congregaciones incapaces de ejercer su considerable
peso en la sociedad, y unos individuos con talentos extraordinarios a los que se niega la
oportunidad de ofrecer, libres y sin trabas, esos dones al mundo.

Los individuos, evolucionados al máximo, hacen del carisma del grupo una verdad viva. La
autoridad que se ejerce para mantener siempre el carisma y sus implicaciones
contemporáneas ante las mentes de los miembros permite al grupo permanecer fiel a sí
mismo, sean cuales sean los cambios que se produzcan a lo largo del tiempo. La autoridad
funciona mejor cuando proporciona dirección y unidad a un grupo, cuando plantea las
cuestiones que el grupo necesita afrontar. La autoridad no existe para dar órdenes, sino
para ayudar al grupo a desarrollar su capacidad de ayudarse a sí mismo.

Cuando la respuesta de la vida religiosa a la tensión entre autoridad e individualismo es un


compromiso común, tanto del líder como de los miembros, con el carisma y con la vida
comunitaria del grupo, la obediencia de la vida religiosa a los mandatos evangélicos brilla
esplendorosamente.

La obediencia exige que tanto los líderes como los miembros de las congregaciones elijan;
pero no el orden ni la independencia ni el control, sino cualquier cosa que propicie la
realización del Evangelio en este mundo, en todo tiempo y lugar.

La autoridad debe ser respetada. Toda institución, toda forma de vida, necesita guía,
orden y liderazgo; necesita un modelo, un núcleo unificador que plantee problemas y
responda preguntas. Lo que no necesita nadie, lo que nadie puede permitirse, es anular
las obligaciones adultas del alma humana en interés de la organización.

La prostitución de la mente no es una virtud cristiana.


La obediencia, en otras palabras, se ha trivializado seriamente en nombre de la vida
religiosa cuando lo que se quería en realidad era una sumisión de tipo militar o una
docilidad infantil. Es triste decir que el voto de obediencia, tal como ha evolucionado a lo
largo del tiempo, distanciaba todo lo posible a la persona del Jesús que expulsó a los
mercaderes del templo y se enfrentó a las autoridades del estado. Entonces, con unas
almas obviamente entumecidas, llegan la Inquisición, el Holocausto, el «apartheid», el
terrorismo, la amenaza nuclear y la guerra. Llegan todos los demonios de la tierra
disfrazados por alguien, en algún lugar, de «la voluntad de Dios respecto de nosotros».

¿Y por qué continúa este menoscabo de la responsabilidad personal en nombre de


respetables compromisos tanto con el estado como con la Iglesia? Tomás de Kempis
mostró una profunda comprensión de la dinámica de la obediencia cuando dijo: «Es
mucho más seguro obedecer que gobernar». Es mucho más seguro cumplir que oponerse,
conformarse que desafiar, ir de la mano del sistema que luchar contra él. Mucho más
seguro, mucho más fácil y, en definitiva, mucho más habitual.

Y ésa es la razón de que la obediencia sea un voto.


La obediencia verdadera nunca es fácil, ni se deja trivializar mediante su reducción al nivel
de orden organizativo o sumisión militar. La obediencia es una cosa y sólo una: la opción
moral inspirada por las más altas leyes divinas en los más profundos recovecos del
corazón humano. Cualquier otra cosa apestará quizá a sumisión, pero no será obediencia.
Lo que concierne a la obediencia son únicamente las cosas que amenazan la calidad moral
del alma humana. Protestar por las injustificadas matanzas de inocentes en la guerra,
negarse a apoyar la opresión de una parte del género humano, desafiar a los gobiernos
que niegan los derechos a las personas a las que están obligados a servir, impedir la
destrucción del planeta, proteger a los indefensos de los abusos, cuestionar a las
autoridades que utilizan su autoridad sin tener en cuenta al pueblo que presiden...; todo
ello es objeto de la obediencia. Cualquier otra cosa de menor importancia tendrá que ver
con la intendencia de la organización, una tarea digna y necesaria, pero básicamente
amoral, que supone quizá respeto por el orden, pero no está a la altura del voto de
obediencia.

Un arma poderosa
La obediencia brilla como un arma poderosa contra la opresión de los pobres, el abuso de
los vulnerables y la depravación de los que se aprovechan del poder para subvertir la
voluntad de Dios respecto de la humanidad.

La obediencia verdadera es algo realmente temible.


La obediencia verdadera tiene en cuenta una única ley, mide todas las cosas según sus
criterios y responde en interés de la ley superior, no de la persona que la promulga. Lo
que le importa a Dios, lo que acerca el mundo al reino de Dios, distingue a las cosas dignas
de ser pesadas en la balanza de la obediencia. Ni el éxito público, ni el provecho propio, ni
la piedad personal, ni la aprobación social, ni siquiera el respaldo de la propia institución
pueden llevar al verdadero obediente a obedecer una ley inferior o a un legislador menor.
Nada que no sea la mismísima voluntad de Dios puede justificar en modo alguno la
entrega de una vida a la dirección de otro, por prestigioso que sea el director.
La función de la obediencia no consiste en menoscabar o manipular la voluntad humana.
La obediencia, por el contrario, libera al alma humana para cosas más grandes que las
banales exigencias cotidianas o el capricho espiritual de unos guías arbitrarios. La
obediencia libera, no reduce ni, mucho menos, esclaviza a la persona.

El objeto del voto no es lograr marionetas humanas.


Eso es algo que, sencillamente, no constituye el propósito espiritual que induce a los
adultos a entregar su vida para cumplir la voluntad de Dios en la vida religiosa en un
período en el que esa obediencia de marioneta pone en peligro a la población del planeta.
Al mismo tiempo, la obediencia ni minimiza ni exagera el valor de los conocimientos
personales. Lo que yo sé no es más que una parte de lo cognoscible. Mi palabra no es la
última palabra. Pero es una palabra y, aunque todos necesitamos escuchar todas las
demás palabras que se pronuncian a nuestro alrededor, también merece ser escuchada, o
puede que nunca se llegue a conocer la verdad completa. La obediencia supone
deferencia, una gran atención a la persona de autoridad. La obediencia genuina exige
considerable madurez, así como la suficiente independencia, autonomía y humildad como
para arriesgarse a la inquietud personal que puede conllevar la defensa ante la autoridad
de una postura impopular o contraria. Al mismo tiempo, la obediencia amplía el alcance
de la experiencia personal, a fin de tener en cuenta la experiencia, la sabiduría y la
perspicacia de los demás.

La obediencia religiosa no es una independencia temeraria, porque no soslaya el


liderazgo, sino que lo exige. El progreso de un grupo depende de su habilidad para
enfrentarse a los problemas que encuentra.
Y es función del liderazgo plantearlos, definirlos y proporcionar la información que el
grupo necesita para afrontarlos. Obstaculizar el liderazgo en nombre de la madurez
personal, de una obediencia superior, supone obstaculizar el progreso de todo el grupo. Si
algo es necesario hoy para el desarrollo de la vida religiosa, es un verdadero liderazgo, no
autoritarismo ni resistencia personal disfrazada de autonomía o «conciencia». El hecho es
que los líderes no pueden liderar cuando los grupos confunden la autonomía con la
madurez.

La obediencia nos exige escuchar a todos para que, cuando soplen vientos de cambio,
podamos oír con nitidez a aquellos a través de los cuales el Espíritu habla con mayor
claridad. La obediencia nos exige escuchar a los pobres y oír a los ignorados e inclinarnos
ante los humildes igual que ante los poderosos. La obediencia escucha a todos y todo a
través del filtro de la Escritura, la voz de Dios y la llamada de Jesús a un mundo necesitado
de Eucaristía y en búsqueda de las bienaventuranzas.

En definitiva, pues, la obediencia verdadera hace que el alma se remonte sobre las
trivialidades organizativas y las instituciones humanas y vaya hacia un estado de mayor
humanidad que no sabe de falsas limitaciones, no tolera reglas que hagan imposible el
reino de Dios, no respeta leyes que interfieran con el Espíritu y no se inclina ante nadie
que no se incline previamente ante la Voluntad de Dios respecto de la humanidad y ante
los propios gobernados. Es una empresa de iguales en busca de la Voluntad de Dios, no un
ejercicio para niños que pretendan tener satisfechas y contentas a todas las figuras
paternas de la vida.
Cuando el voto de obediencia funciona bien, la conformidad y el cumplimiento, las
recompensas y los sistemas, no ocupan el lugar de Dios. Cuando la autoridad funciona
bien, el liderazgo significa más que coerción las preguntas son más importantes que las
respuestas y proporcionar ideas es más importante que recibir órdenes.
Cuando el voto de obediencia funciona bien, la vida religiosa emerge de los dos extremos
de libertad personal o dictadura benigna hacia la clara y suprema certeza de la inspiración
mutua, la levadura, el liderazgo y la llamada.

La función de la vida religiosa consiste en hacer visible a toda la humanidad la obediencia


a la ley superior, la reverencia humana y la voluntad de Dios, y llamarnos a todos a
escuchar lo que realmente está reclamando nuestra suprema respuesta moral.

La obediencia, en otras palabras, depende de la opción.


La obediencia es un criterio a la hora de las decisiones personales, no un conjunto de
reglas para la vida ni una especie de inflexibilidad humana institucionalizada.
¿Quién puede admirar a unos robots religiosos cuando lo que el mundo necesita son
héroes religiosos cuya ley sea el amor y su única meta Dios?
Sólo la opción hace real el testimonio, verdadero el crecimiento y auténtica la virtud. Para
que la vida religiosa sea real, debemos guardarnos de cualquier cosa que haga sospechosa
la opción y falsee la madurez.

La ayuda que la obediencia necesita es, pues, un liderazgo que deje bien claras las
opciones, plantee las cuestiones y posibilite las respuestas. Sólo quienes carecen de
liderazgo recurren a la autoridad. Sólo quienes insisten en su propia autoridad destruyen
toda posibilidad de obediencia y toda esperanza de liderazgo. Lo que no elegimos
libremente en realidad no lo elegimos.
La fuerza quizá modifique la conducta, pero aún tiene que modelar un alma.
Las opciones que tomamos en un mundo en el que la opresión no se cuestiona, el sexismo
pasa desapercibido y el autoritarismo no se contesta dan valor a la obediencia religiosa. Es
la opción lo que nos da la oportunidad de elegir a Dios en todas las decisiones cotidianas
de la vida. El mundo no quiere ni tolerará a unos religiosos que cimienten sus vidas
espirituales en la aprobación institucional y definan su santidad por su incapacidad para
tomar decisiones, adoptar posturas y elegir por sí mismos entre lo moral, lo inmoral y lo
amoral. La obediencia se ha visto durante demasiado tiempo reducida al infantilismo
espiritual. Un mundo en caos necesita religiosos con la obstinación de Moisés y la
obediencia de Jesús. Se trata de una combinación santificadora.

Vienen aquí muy a propósito las palabras de Robert Frost:


«Esto diré suspirando dentro de muchísimo tiempo en algún lugar:
Dos caminos divergían en un bosque, y yo... yo elegí el menos transitado, y eso ha sido la
clave».
La obediencia religiosa que no opta, no influye en el mundo y no es en absoluto
obediencia, sino, en el mejor de los casos, un ejercicio de infantilismo en un mundo que
necesita santos atrevidos.

¿DEBEMOS OBEDECER A PERSONAS HUMANAS PARA OBEDECER AL SEÑOR JESÚS?


Pbro. Adrian Schenker, OP, nació en Zurich en 1939. Estudió en Francia, Bélgica, Suiza,
Jerusalén y Egipto. Ha sido profesor de Antiguo Testamento en la Universidad de Friburgo
(Suiza). Es miembro de la Comisión Bíblica Pontificia, presidente de la Comisión teológica
de la Conferencia episcopal suiza, y autor de numerosas publicaciones y artículos
traducidos en varios idiomas y publicados en revistas bíblicas y teológicas internacionales.

1.-La obediencia en la vida de los discípulos de Jesús y en la vida comunitaria de los


cenobitas del desierto.

Los padres del desierto quisieron obedecer a su maestro porque los discípulos de Jesús
habían obedecido a Jesús como a su Maestro y Señor. La renuncia a la voluntad propia
forma parte en efecto de la vida de los discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo […] y sígame”, les dice Jesús en el evangelio (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc
9,23).Renunciar o negarse a sí mismo significa abdicar el control de uno mismo y dejarse
hacer por otro que tomará el lugar del propio yo. Ya no soy yo quien gobierno. Ya no
tendré que querer o rechazar nada.

La radicalidad sobrehumana de esta exigencia refleja la obediencia del propio Jesús a su


Padre: “Abba, Padre, todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz; mas no lo que yo
quiero, sino lo que tú quieres.” (Mc 14,35 y paralelos en Mt y Lc). La primera generación
cristiana cantó de Jesús: “Se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2,9). Y
como “el discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor, y bástale al
discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor” (Mt 10,24-25), la obediencia
querida y practicada por el Señor Jesús se convierte en el deseo de su discípulo y siervo.
Desea vivir como su Maestro y hacer aquello que ha visto hacer a su Señor.

Es imposible leer el Nuevo Testamento sin asociar estas dos renuncias a la voluntad
propia, la que Jesús pide a cuantos quieren seguirle y la que él vive con respecto al Padre.
En ambos casos encontramos la misma exigencia radical, la misma superación de las
inclinaciones naturales. Y como Jesús reveló a sus discípulos que quería vivir en esa
dependencia con respecto a su Padre, ellos comprendieron que la razón de ser y el
fundamento de la renuncia a sí mismos que el Señor les pedía era la suya propia.

Juan Casiano (finales del siglo IVº y principios del Vº) propone en la conferencia 19,61 el
ejemplo del abate Juan, que pasó de una vida solitaria de anacoreta a la vida cenobítica.
Juan explica a su visitante por qué dio ese paso. Lo hizo por dos razones: “porque todas las
ventajas de la soledad pesan ciertamente menos que la de no tener ninguna preocupación
del mañana; y para poder, sometiéndome hasta el fin de mis días a la guía de un abad,
imitar de alguna manera a aquel de quien está escrito: ‘se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte’ (Fil 2,8) y repetir humildemente sus palabras: ‘No he venido
para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió’ (Jn 6, 38).”En efecto, un
ermitaño, por más que viva modestamente, ha de preocuparse por ganar el pan de cada
día, vender el fruto de su trabajo, ofrecer hospitalidad a los que pasan o vienen a verle;
mientras que el monje que vive en comunidad se encuentra liberado de esas
preocupaciones, y así puede cumplir el precepto evangélico de no preocuparse por el
mañana, según la palabra del Señor en el Sermón de la Montaña (Mt6, 34). La recompensa
que reporta el cumplimiento de este precepto de Jesús compensará por sí sola todos los
frutos que cabría esperar de una vida solitaria en el desierto.

Es evidente que el abate Juan se considera como uno de los discípulos sentados alrededor
del Maestro en la montaña y que pretende, en primer lugar y principalmente, poner en
práctica la enseñanza de Jesús. Por eso prefiere en definitiva a la vida eremítica la vida
cenobítica o comunitaria, que permite cumplir mejor la enseñanza de Jesús sobre el
abandono confiado a la providencia divina.
Y en segundo lugar, añade, “podrá imitar” así a Jesús obediente al Padre. El término
“imitar” corresponde al original latín aemulari: hacerse émulo del Señor Jesús, que quiso
vivir en la obediencia. El monje elige pues libremente el camino de la obediencia al abad
de su monasterio para poder hacer, con toda humildad, lo que hizo el propio Jesús. Quiere
aprender a hacer en el monasterio eso mismo que ve que Jesús pide a sus discípulos en el
evangelio.

2. Las implicaciones teológicas de la emulación de Jesús y de sus discípulos por los


monjes del desierto.

El abad Juan, cuyas palabras relata Casiano, quiso vivir de alguna manera a finales del siglo
IVº la obediencia de Jesús. Estaba convencido por consiguiente de que era posible hacerlo
no sólo en la época de Jesús, cuando éste instruía personalmente a sus discípulos con la
palabra y el ejemplo, sino también cuatro siglos más tarde, mucho después del paso del
Señor por esta tierra. El sometimiento a un abad, gracias a la renuncia a la voluntad
personal, permite realmente al monje hacer lo mismo que los doce y los otros discípulos
con respecto al maestro Jesús. Así, el monje se encuentra en su monasterio bajo la guía
del abad en las mismas condiciones que los discípulos buscando ajustar su vida a la
enseñanza de Jesús. Y tendrá la misma “recompensa” que ellos: la alegría que nace en una
vida vivida con Jesús y según sus consejos.

Es decir que la vida de los monjes hace presente a Cristo Jesús en medio de sus discípulos.
Es como un sacramento en el sentido que, para personas que viven mucho después que
Jesús y los doce, se reproduce la misma realidad del maestro Jesús transmitiendo su
sabiduría a sus discípulos, en la persona de un abad introduciendo a los monjes de su
comunidad en la vida conforme a Jesucristo. Los monjes deciden libremente, como el
abate Juan de la conferencia de Casiano, renunciar a su voluntad propia y someterse a la
del abad, para cumplir lo que el propio Jesús vivió en su persona con respecto al Padre y
enseñó a los suyos. De esa manera, los monjes desean configurar su vida a la de Cristo y
sus discípulos, con el fin de participar de los frutos de una existencia así conducida.

En resumen: la obediencia profesada al abad se hace una única y misma cosa con la
obediencia de Jesús y de sus discípulos, que el Nuevo Testamento muestra y explica.

3. ¿Cómo puede uno hoy hacerse discípulo de Jesús?


Casiano aprueba la experiencia del abate Juan con convencimiento y admiración. ¿Hace
bien en proponerla a sus numerosos lectores a través de los siglos como un ejemplo a
seguir? La fuerza de convicción viene de la fe en la actualidad siempre viva de la palabra
de Dios. La obediencia de Jesús a su Padre del cielo y la exigencia de obediencia que
impuso a los que querían seguirle mantienen toda su verdad. No han pasado. Por eso, los
que leen la Sagrada Escritura con una fe despierta buscan instintivamente qué medios y
ocasiones les permitirán poner en práctica también ellos el ejemplo de Jesús y vivir con
forme a sus directivas de Maestro y Señor.
La Regla de san Benito muestra la atracción profunda que ejercía sobre él una vida
marcada por la obediencia a Dios. El prólogo de la Regla es luminoso al respecto:
“Escucha, hijo mío, los preceptos de un maestro y aguza el oído de tu corazón. Acoge con
gusto la exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica enérgicamente, para que
por tu obediencia laboriosa retornes a Dios, de quien te habías alejado por negligencia y
desobediencia. A ti pues dirijo ahora estas palabras, quienquiera que seas, si es que has
decidido renunciar a tu voluntad propia y esgrimir las potentísimas y gloriosas armas de la
obediencia profesada a Cristo el Señor. Él es en efecto el verdadero rey por quien quieres
combatir como soldado.”

La enseñanza dispensada a un hijo – es decir a un joven aún inexperto en la vida – por un


padre entrañable, abre la perspectiva del aprendizaje; el trabajo de la obediencia para
reparar los daños causados por la búsqueda de falsas libertades, evoca el difícil retorno
del hijo pródigo; la lucha del soldado bajo las armas del verdadero rey, Cristo, ilustra la
necesidad y el beneficio de la obediencia para conseguir la victoria final. Estas líneas del
prólogo de la Regla de san Benito rezumen la Sagrada Escritura e implican una fe viva en la
actualidad de sus palabras: incluso ahora puede uno vivir conforme a ellas y, según san
Benito, la Regla que él escribe no es sino un medio de poner por obra el ejemplo y las
palabras que el Señor Jesús propuso a quienes creían en él y en su enseñanza.

4. ¿Es legítimo ponerse en manos de personas humanas en nombre de la obediencia


profesada al Señor Jesús?

Actualmente, una dificultad importante relacionada con la renuncia a la voluntad propia


es el peligro de ser manipulado y utilizado. Es un peligro considerable y los daños del
abuso de poder en ese ámbito son sumamente graves. La historia da muestras
innumerables de ello. La obediencia impuesta con menosprecio de las personas puede
conducir a las peores alienaciones. Y como semejantes alienaciones han afectado o
afectan aún a personas reales, hay que hablar de ese peligro de alienación, y del gran
sufrimiento que causa, con gran seriedad y con plena conciencia de su gravedad.

Ante los peligros del posible abuso, ¿vacilará la fe en la verdad de la palabra de la


Escritura, que nos invita a emprender confiadamente el camino de la renuncia a nosotros
mismos? No, sigue siendo pertinente, porque la existencia humana es imposible sin
obediencia. Santo Tomás de Aquino fundamenta la obediencia específica de la vida
consagrada en la necesidad omnipresente y universal de aprender y ejercitar
continuamente las capacidades humanas. Es una necesidad que se impone con evidencia
a todos los hombres. Porque, por su propia naturaleza, el ser humano necesita adquirir su
pericia en todos los ámbitos. La adquisición del amor a Dios y al prójimo no es una
excepción. Al contrario, hay que aprenderlo y ejercitarse en él con asiduidad. Ahora bien,
para aprender necesitamos maestros que nos enseñen lo que queremos aprender. En
ellos vemos cómo proceder. Pero el maestro no podrá hacernos progresar si no
reconocemos su autoridad. Debe poder darnos directivas que aceptemos con
sometimiento y confianza. Aprender y obedecer van juntos.

Pues bien, añade santo Tomás, “el hombre no puede dar a Dios nada más grande que el
sometimiento de su voluntad a la de otro por Dios mismo” (Suma teológica, II-II, cuestión
186 artículo 5, respuesta a la 5ª objeción). Y para fundamentar esta afirmación, cita la
conferencia 18,7 de Juan Casiano en la cual el abad Piamun habla de los monjes
decadentes, diciendo de ellos: “Su principal afán es permanecer libres del yugo de sus
mayores, para conservar la entera libertad de cumplir su voluntad propia (voluntates
suas)…, de hacer lo que les parezca. Sin embargo, se desgastan con las obras de piedad
que realizan día y noche más que los que viven en los monasterios”.

Este fragmento de Casiano tiene para Tomás de Aquino rango de “autoridad”, es decir de
prueba teológica. Opone las “obras” monásticas a la renuncia a la voluntad propia. Esas
obras tienen menos valor que la sumisión de la voluntad propia a la del abad. Se
comprende bien por qué. Las obras son actividades externas que la persona realiza,
mientras que la voluntad es la persona misma. Al entregar su voluntad, sometiéndose a la
de otro, para hacerlo que hizo Cristo con su Padre, la persona se entrega a sí misma a
Cristo y a Dios. Pero esto es algo que uno debe aprender y ejercitar, como toda pericia o
perfección necesita ser aprendida y después mantenida por el ejercicio, bajo la mirada de
un maestro experto al cual nos sometemos con confianza.

En conclusión, la obediencia está ciertamente expuesta a grandes abusos, pero sin ella no
aprenderíamos nada. Es indispensable para cualquier desarrollo y adquisición de
capacidades y competencias humanas. Entre ellas, el don de uno mismo a Cristo y a Dios
ocupa el primer lugar, porque corresponde al amor de Dios y de Cristo. Ésta es la
perfección más alta que los hombres pueden alcanzar, si consideramos la vida humana a
la luz de la fe.
5. Conclusión: finalidad y condiciones de la obediencia en la vida consagrada a la luz de
la Sagrada Escritura.

La obediencia religiosa es la misma que la obediencia de los discípulos a Jesús. Ellos lo


siguieron como a su Maestro, sometiendo su voluntad a la de él. La vida consagrada hace
presente al Señor Jesús para quienes desean seguirlo hoy. El Señor se da a ellos como
Maestro. Guiados por él aprenden a amar a Dios y al prójimo. Es una presencia similar o
análoga a la que realizan los sacramentos, en los que Jesús está presente por el Espíritu
Santo y en los que realiza en este momento lo que hacía antaño, durante su vida humana
sobre la tierra. En la vida consagrada, Jesús enseña a sus discípulos la conformidad con la
voluntad de Dios mediante la renuncia a la voluntad propia.

De la misma manera que los sacramentos hacen presente al Señor gracias a signos y
palabras que indican su presencia, la voluntad del abad, o de la comunidad que se expresa
por boca de sus guías o jefes (constituciones, superiores y capítulos), es el signo de la
voluntad del Maestro Jesús, a la cual los discípulos se someten voluntariamente para
renunciar a sí mismos, siguiendo así a Jesús que se sometió a su Padre.

La obediencia consagrada no puede ser sino libre y deseada con determinación. Porque
los discípulos siguieron a Jesús libremente. Decidieron hacerlo. En efecto, vieron que Jesús
era la verdadera autoridad, venida de Dios, y que perderían la mejor oportunidad de su
vida si desdeñaban su llamada a seguirle y a aprender de él. Ese fue el drama del hombre
rico, según los evangelios (Mt 19, 16-30; Mc 10, 17-22; Lc 18, 18-30). Por eso, los que
sienten la llamada de Jesús a seguirle en la vida consagrada eligen libre y deliberadamente
someterse a la voluntad de sus autoridades humanas concretas, para estar seguros de que
no esquivan someterse a más alta autoridad, la de Jesús.

En las comunidades de vida consagrada, el ejercicio de la autoridad es una grave cuestión


de conciencia para quienes están encargados de él. Porque la autoridad que ejercen es
signo casi sacramental de la autoridad del Maestro Jesús. Así pues, ¡cómo habrán de
ejercerla para no injuriar al Señor que pretenden– y deben pretender – representar, bajo
la forma de una autoridad humana concreta! Quien ejerce la autoridad en la vida
consagrada no está menos obligado que quien decide libremente someterse a ella. Porque
su autoridad ha de asemejarse, por poco que sea, a la del Señor Jesús, que significa y
representa.

Donde hay autoridad y obediencia los conflictos son inevitables. Pedro no quiso dejarse
lavar los pies por su maestro amado y venerado (Jn 13, 6-10). En estos conflictos, la
búsqueda de soluciones ecuánimes y justas supone también para ambas partes una forma
de humilde renuncia a la voluntad propia, ya que las soluciones serán muchas veces
acuerdos intermedios, implicando moderación y abandono de parte de los derechos que
legítimamente cabría reclamar.
Religiosas y rebeldes: historias de mujeres que lucharon por el empoderamiento
femenino dentro de la Iglesia.

Desde los claustros y fuera de ellos, pelearon contra los prejuicios y las jerarquías católicas
de cada época. Escribieron grandes obras, combatieron al racismo, la pobreza y las
injusticias y hasta crearon un sindicato. Las historias de Sor Juana Inés de la Cruz, María
Antonia de San José, Katherine Marie Drexel, Nazaria Ignacia March, la Hermana Dulce y
María Teresa Porcile Santiso.
Por Gerardo Di Fazio Lorenzo, 13 de septiembre de 2020
www.infobae.com/sociedad/2020/09/13.

Cuando escuchamos la palabra “Santa”, “Beata” o “Laica Comprometida”


automáticamente, nuestro inconsciente (católicos o no) vuela hacia mujeres con luengos
hábitos, con sus ojos mirando al cielo, que no caminan, sino que se deslizan a 10 cm del
piso, sumisas a la Jerarquía católica y a los mandatos sociales de su época, silenciosas, casi
imperceptibles, alejadas de las cuestiones cotidianas y mucho más de la política y de los
problemas del mundo. Cumpliendo con los versos de Fray de León: “¡Qué descansada
vida/la del que huye del mundanal ruido,y sigue la escondida senda, por donde han
ido/los pocos sabios que en el mundo han sido”.

Error, gravísimo error. En estos seis ejemplos de diferentes épocas veremos santas, beatas
y laicas comprometidas que han fundado sindicatos, que han luchado contra la trata de
blancas; que ha creado hospitales, y han puesto la intelectualidad teológica al servicio del
empoderamiento femenino.

AUTORIDAD Y PROFESIA.
Del OBSERVATORIO ROMANO, JULIO 2021.

Este mes presentamos a mujeres “terremoto”. Son mujeres que han provocado
“sacudidas” inesperadas y han desafiado los equilibrios de su tiempo, muchas veces
pagando caro tal atrevimiento. Hay ejemplos en todas las religiones y libros sagrados
como los Evangelios y el Corán nos hablan de ellas. Para la Iglesia, por la que hasta
llegaron a dar la vida, fueron unas rebeldes, incluso unas herejes.

Son mujeres protagonistas de su destino que han desafiado el poder y se han enfrentado
a las jerarquías (masculinas) para plantear cuestiones que resultaron proféticas. La buena
reputación de algunas de ellas solo fue restituida después de su muerte. Quizás el suyo
fue una suerte de “martirio eclesial”.

Estas historias no son simplemente otra batalla en la “guerra entre sexos”. Si bien el
chovinismo masculino indudablemente ha jugado un papel en el destino de todas ellas, no
se trata solo de eso. La cuestión de fondo es si la autoridad está abierta al reconocimiento
de la profecía, sobre todo, cuando se presenta, como sucedía en el caso de estas mujeres,
a través de canales ajenos al poder. La profecía rompe patrones y crea desorden. Es
incómoda. No tiene miedo de cuestionar hábitos y estructuras. Escuchar a un profeta es
siempre un riesgo, porque implica estar dispuesto a salir de la zona de confort y
convertirse personal e institucionalmente.

La profecía no se opone a la ley, simplemente la precede. Profecía y autoridad tampoco se


oponen, todo lo contrario. Para los cristianos, ambas son dones del Espíritu que invitan a
todos a ponerse en camino. Sin embargo, la autoridad debe aprender a acoger y a
discernir. En el contexto de la Iglesia Católica, debe distinguir entre la Tradición, derivada
de la Revelación, y las tradiciones nacidas de esquemas culturales superables. La
autoridad no debe tener miedo de abandonar costumbres o certezas y, aceptando la
novedad que trae Jesús, debe reconocer la voz del Pastor, también en los pequeños y
marginados muchas veces portadores de un sensus fidei que es un camino de vida nueva
para la Iglesia. Por otro lado, los profetas deben superar la tentación de la
autorreferencialidad. El don que recibieron es para la comunión y el servicio al Pueblo de
Dios y esto se convierte en una guía para el proceso de discernimiento.

¿Necesitamos respuestas proféticas a las muchas preguntas de hoy? La pregunta es si


estamos dispuestos a reconocerlas y a descubrir en las preguntas planteadas por las
mujeres un horizonte y una perspectiva para el bien de todos. (Marta Rodríguez)

En base a lo anterior ¿Cómo has vivido hasta hoy la experiencia del voto de obediencia?,
¿Qué cuestionamientos te surgen? para compartir en clase.

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