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Este debate con un pasado siempre vivo abre en el corazón de cada obra trágica una primera
distancia que el intérprete debe tener en cuenta. Se expresa, dentro de la forma misma del
drama, por la tensión entre los dos elementos que ocupan la escena trágica: por un lado, el
coro, personaje colectivo y anónimo encarnado por un colegio oficial de ciudadanos y cuyo
papel es expresar en sus temores y esperanzas, en sus rejuntas y juicios los sentimientos de los
espectadores que componen la comunidad cívica; por otro, representado por un actor
profesional, el personaje individualizado cuya acción forma el centro del drama y que llene el
aspecto de un héroe de otra edad, siempre más o menos extraño ft In condición ordinaria del
ciudadano. A este desdoblamiento del coro y del héroe trágico corresponde, en la lengua de la
tragedia, una dualidad. Pero aquí se nota ya el aspecto de ambigüedad que en nuestra opinión
caracteriza al género trágico. Es la lengua del coro, en sus partes cantadas, la que prolonga la
tradición lírica de una poesía que celebra las virtudes ejemplares del héroe de los tiempos
antiguos. Entre los protagonistas del drama, la métrica de las partes dialogadas está cerca, por
el contrario, de la prosa. En el momento mismo en el que, por el juego escénico y la máscara,
el personaje trágico se ve engrandecido a las dimensiones de uno de esos seres excepcionales
a los que la ciudad rinde culto, es acercado por el lenguaje del hombre ordinario.5 Y este
acercamiento lo hace, en su aventura legendaria, contemporáneo del público. De tal suerte
que en el interior de cada protagonista volvemos a encontrar la tensión que hemos observado
entre el pasado y el presente, entre el universo del mito y el de la ciudad. El mismo personaje
trágico aparece proyectado unas veces en un lejano pasado mítico, como héroe de otra edad,
cargado de un poder religioso temible, encarnación de toda la desmesura de los antiguos reyes
de la leyenda, pero otras veces hablando, pensando, viviendo en la época misma de la ciudad,
como un «burgués» de Atenas, en medio de sus conciudadanos
En el marco de una ciudad en la que todos los ciudadanos dirigen por medio de discusiones
públicas de carácter profano los asuntos del Estado, el hombre comienza a experimentarse a sí
mismo como agente más o menos autónomo respecto a las fuerzas religiosas que dominan el
universo, más o menos dueño de sus actos, con más o menos dominio, por su gnómé («juicio»)
y por su phrónesis («prudencia»), de su destino político y personal. Esta experiencia todavía
fluctuante e indecisa de lo que será en la historia psicológica del hombre occidental la
categoría de la voluntad (es cosa sabida que en la Grecia antigua no hay auténtico vocabulario
de la voluntad) se expresa en la tragedia bajo la forma de una ansiosa interrogación que
concierne a las relaciones del agente con sus actos; ¿en qué medida es el hombre realmente la
fuente de sus acciones? Incluso aunque delibere en su fuero interno, aunque tome la iniciativa
y asuma la responsabilidad de ellas, ¿no tienen su verdadero origen en algo distinto a él? ¿No
permanece opaca su significación para quien las comete, pues los actos toman su realidad no
de las intenciones del agente, sino del orden general del mundo que sólo los dioses presiden?