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El Libro de la Semana: "Los


mejores días", de Magalí
Etchebarne
Por Alan Pauls
6-7 minutos

En uno de esos cruces ardientes que abundan en el libro


debut de Magalí Etchebarne, Ana, la protagonista del cuento
“Cosita preciosa”, aprovecha la indiscreción de una puerta
que no debió quedar abierta y ve a Maxi y Loli (que son
primos) acostados. “Trenzados”, precisa el cuento, y va más
allá: “No estaban durmiendo. Maxi estaba metido entre sus
piernas, como un hombre arreglando un auto, buscando
algo”. La descripción -estamos hablando, por si hace falta
aclarar, de una sesión de cunnilingus- es de una justeza
feroz, y a la vez no delata ninguna opinión, ningún juicio de
valor, nada de la desilusionada protesta con que “una mujer”
compararía los afanes orales de su chico con los husmeos
laboriosos de un mecánico en cuatro patas con las rodillas

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llenas de grasa. Para mejor, un par de renglones más tarde,


el relato cuenta que cuando le llega su turno, Ana descubre
“por primera vez un orgasmo así, y le pareció una artesanía
de la paciencia y de la entrega embobada que ni el amor ni la
locura podían conseguir”. Chapeau para la bestia en la fosa y
sus fauces. Esta escena de éxtasis no se limita a ilustrar una
prosa que sabe muy bien qué hacer con el sexo. Es una
firma, algo así como la huella digital de una manera
extremadamente personal de narrar esa cosa imposible,
llena de ilusión, entusiasmo y tristeza, que hay, que sigue
habiendo -creer o reventar- entre hombres y mujeres.

Como Maxi, el minucioso mecánico sexual, los varones de


Etchebarne están muy lejos de la urbanidad metrosexual:
usan camperas de cuero, sudan demasiado, toman cocaína,
desaparecen sin avisar. Las chicas, por su lado, son de
apasionarse y esperar, a la vez sedientas y observadoras,
como salidas de otras prosas y otros siglos. Unos y otras,
como trayectorias de estrellas, se rozan, se chocan, se
amalgaman, se alejan, mientras a su alrededor algún mundo,
por lo general el familiar, con sus padres sin empleo, sus
madres que deliran y sus apagadas casas de veraneo, se
desmorona sin sonido, en una catástrofe no del todo exenta
de lirismo. ¿Libro de amor? Sin duda, a condición de
entender amor como lo entendía la hermana Brontë de
"Cumbres borrascosas": como una forma fuerte, combustible,
de articulación entre el deseo y lo social. (La forma más
acabada de esa articulación, la más Brontë, por supuesto, es
el incesto, como queda claro en el relato “Como animales”).

En ese sentido, "Los mejores días" no es un libro


políticamente correcto; no comulga ni con la desexualización

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-como fórmula para neutralizar la agresividad- ni con el


consenso como condición del bien desear. Felizmente
tampoco es incorrecto, porque es insobornablemente frío al
belicismo de amazonas y machos emasculables. Lo que
protege a Etchebarne de ambas trampas es -joya maldita- el
anacronismo, fuerza que deja resonar -sin énfasis, pero con
una fe absoluta en el estilo- en la energía un poco
descabellada de sus personajes, el culto de todo lo que no
es ciudad -campo, sierras, delta, playas de medio pelo- y
todo lo que puede ser locura -lunáticas, extraviados, seniles,
deprimidos-, cierto aire a western que envuelve a sus
hombres, cowboys fisurados que se hacen humo pero
-ángeles del desastre- siguen enviando sabias señales
románticas desde el más allá. “Pienso que nos amábamos
como amaba la gente en el pasado”, dice la protagonista de
“Cosita preciosa”: “con todo el amor y el odio juntos”.

Incluso el trío -la figura erótica que más reaparece en el libro-


huele a otra época, más febril, menos alarmada por el yo, la
identidad o el valor que por la lógica tirana del deseo. Son
tríos siempre desiguales, en los que la pobreza, el origen
incierto, la edad, la tara o cualquier otro handicap se cargan
de un peso social instantáneo y añaden dosis parejas de
intensidad y misterio.

Es en ese sentido, por paradójico que suene, que todos en


"Los mejores días" son un poco animales (empezando por
los animales mismos, que andan dando vueltas por todos los
relatos). Como dice Ana, ese orgasmo cocinado a lo largo de
cuarenta deliciosos minutos “sólo podía salir de un animal
como ese” (Maxi). Y como dice Maxi: “Ustedes [por Loli y
Ana] son mis yeguas, yo vengo y las amanso. Las trato

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suave, con cariñito, y cuando se retoban avanzo”.

La compañera del Capitán, que sale a remar y tarda en


volver (“Capitán”); la narradora de “Cosita preciosa”, a la que
Ramón, otro lumpen drogón, deja colgada diecisiete horas so
pretexto de ir a comprar la carne para el asado... Mujeres
que esperan a hombres: el tópico penelopeano, en "Los
mejores días", es lo contrario de un conformismo o una
claudicación. Es un acecho, algo que las narradoras de
Etchebarne parecen conocer muy bien. Empiezan esperando
al hombre, pero qué rápido se distraen con todo lo que no es
él, con todo lo que puede habérselo tragado, paisaje,
atmósfera, horizonte, y se convierten en puros centros
nerviosos, radares hipersensibles a los acontecimientos que
fabrican mundo. “Algo más grande se apodera de mí en las
horas que espero que algo pase”, dice la narradora de “Que
no pase más”. Bella forma de decir que esperar puede ser
una potencia: no lo contrario sino lo que lo hace posible un
suceder, y lo que puede darle al suceder esa dimensión otra,
incalculable (“algo más grande”), que va más allá de lo que
cada uno es o hace. La que espera es la que acecha, y la
que acecha es por definición la que tiene la “mente siempre
en presente”, abocada a congelar el día, "el momento en que
las cosas cambian”. Este es el secreto del tempo de estos
relatos complejos, a la vez melancólicos y vitales, capaces
de darlo todo por un pequeño cristal de pasado: todos
parecen orbitar alrededor de un presente continuo, plagado
de inminencias, del que brotan como ramas volutas
voluptuosas de un pasado perdido, que no se supo cómo
leer mientras sucedía, y que sólo puede volver si la que
acecha y escribe, que casi nunca inventa, le agrega sus

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cositas.

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