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Colección Psicoanálisis outdoor

dirigida por Luciano Lutereau


1. Luciano Lutereau, La subjetivación patriarcal
2. Valérie Arrault y Alain Troyas, El narcisismo del arte contemporáneo
3. Laurent de Su er, Indignación total. Lo que nuestra adicción al
escándalo dice de nosotros
4. Patrick Avrane, Casas. Cuando el inconsciente habita los lugares
Patrick Avrane

Casas
Cuando el inconsciente habita los lugares

Traducción: Víctor Goldstein


Avrane, Patrick.
Casas. Cuando el inconsciente habita los lugares- 1a ed. - Adrogué : Ediciones La Cebra
2021.
192 p. ; 21,5x14 cm.
Título original: Maisons. Quand l’inconscient habite les lieux
Traducción de: Víctor Goldstein
ISBN 978-987-3621-86-4
1. Interpretación psicoanalítica 2. Ensayo literario. I. Víctor Goldstein, trad. II. Título.
CDD 150.195

© Presses Universitaires de France/Humensis,


Maisons. Quand l’insconsient habite les lieux, 2020
© Ediciones La Cebra, 2021
Traducción
Víctor Goldstein
Foto de tapa
Javier Bendersky
Editorxs
Ana Asprea y Cristóbal Thayer
edicioneslacebra@gmail.com
www.edicioneslacebra.com.ar
Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723
PREFACIO

NOS QUEDAMOS EN CASA

En 1348 la peste se propagó por Florencia, la más bella de todas las ciudades de Italia.
Algunos años antes, este agelo se había hecho sentir en diversas comarcas de Oriente,
donde quitó la vida a una cantidad prodigiosa de gente. Sus estragos se extendieron
hasta una parte del Occidente, de donde nuestras acciones inicuas, sin dudas, la
atrajeron a nuestra ciudad. Allí, en muy pocos días, hizo progresos rápidos pese a la
vigilancia de los magistrados.1

Lo hemos olvidado.
Para nosotros, esa peste ya no es más que el pretexto del que se
sirvieron algunos jóvenes, mujeres y hombres, para encerrarse diez
días en un espléndido castillo donde narrar, cada uno por turno, las
historias, a veces subidas de tono, que nos re ere Bocaccio en su
Decamerón. Del mismo modo, la epidemia que se desploma sobre
Londres en 1665 es lo que le permite a Daniel Defoe, tras las
aventuras de Robinson Crusoe, publicar una nueva obra exitosa: el
Diario del año de la peste.
Sin embargo, el contenido de este Diario resuena hoy
extrañamente. Fuga de la ciudad o con namiento en su casa
pre guran nuestras conductas del año 2020, al igual que el
almacenamiento de provisiones y la inquietud del contagio por
enfermos que no saben que han sido infectados. Del mismo modo, el
recuento de las personas enfermas, la vigilancia y la progresión de la
epidemia barrio por barrio y de su transmisión en todo el país por
aquellos que abandonaron la ciudad, así como las órdenes que
dieron las autoridades —para clausurar las casas, requisar a los
cirujanos, secuestrar a los enfermos, sostener la economía e impedir
que se disparen los precios—, parecen muy actuales.
Ya no creemos, como Bocaccio, que fueron nuestros pecados los
que atrajeron la enfermedad o, como Daniel Defoe, que si bien el
origen y la propagación de la peste son naturales, sin embargo
dependen de la potencia divina, que se “complace en actuar
sirviéndose de las causas naturales”.2 No obstante, tal vez habíamos
tenido demasiadas esperanzas de que la ciencia y la técnica habían
acabado con esas amenazas. La epidemia ya no se contenta con ser el
decorado de las aventuras del héroe esbozado por Jean Giono o la
admirable metáfora utilizada por Albert Camus.3 En adelante, entre
la peste y el cólera hay un coronavirus.
Como medida de protección se dio la orden de quedarse en casa. Y
como siempre ocurre, como en el cuento, el relato, las aventuras o la
novela, la casa es un refugio. Entonces ocupa plenamente su función
primaria, aquella que descubre el recién nacido al pasar de los
brazos maternos a la cuna, luego al descubrir las paredes que se le
vuelven familiares, aquellas reales o soñadas, de una casa natal. Más
tarde es una casa de la que sabrá entrar y salir. Se va acostumbrando
a los diferentes espacios, íntimos o compartidos; allí encuentra su
imagen del cuerpo, su estilo de relación con el otro. Es la casa que
llevamos en nosotros, y se conjuga con la que habitamos, la mayoría
de las veces en compañía de nuestros allegados. Con ellos vivimos
entre las paredes que narran su historia, compartimos el mobiliario
traído por unos y otros, el decorado que a veces contiene la huella de
ocupantes de antaño, todo cuanto forja el alma de una casa, el
inconsciente del inmueble en el que vivimos. Nueva peripecia para
las construcciones más antiguas, experiencia inédita para las
construcciones jóvenes, el con namiento casi no perturba la
estructura de la casa; pero la pone a prueba.
La casa es un refugio. Sin embargo, este no tiene la misma
coloración, no se inscribe en la misma relación transferencial —para
hablar como psicoanalista—, según sea elegido u obligado. Cuando
un niño es enviado a su habitación, no es la misma cosa que cuando
él decide ir. Prohibirle salir es un castigo. Durante el con namiento
de 2020 en Francia, el certi cado de desplazamiento excepcional que
se debe llenar antes de cualquier salida se parece a una nota de
disculpa. Franquear la puerta, habitualmente bajo el control de los
habitantes, que pueden salir según su voluntad y escoger a quien
dejan entrar en su hogar, está sometido a una regla que ellos no
controlan, aunque la acepten y comprendan. La puerta está cerrada.
El refugio está clausurado. Reina una prohibición. Lo que se
transforma es la economía de la casa.
Salvo que se viva en un monasterio o se padezca la coerción de la
prisión o del hospital, habitar en un lugar no implica la reclusión. La
casa está abierta; y para una gran mayoría de individuos, la
existencia cotidiana transcurre en el exterior. A los gatos domésticos
en ocasiones les disgusta una presencia constante de humanos en su
espacio. Ellos, como los hombres y las mujeres que los rodean,
necesitan aprender a compartir su residencia. Así, los ocupantes
establecen toda una estrategia de ocupación de la casa. Esta atañe al
reparto en el tiempo del goce de los diferentes espacios, como el de
las tareas que deben efectuar —el aprovisionamiento y la
constitución de reservas de provisiones, de los productos necesarios
para el mantenimiento de la vivienda y de las personas, la
preparación inédita de comidas que hasta entonces se hacían en
restaurantes o bares diversos—, las innumerables elecciones y
decisiones que se deben operar para limitar los con ictos aceptando
la parte narcisista del otro, las cosas a las cuales les parece imposible
renunciar.
Se develan entonces las cualidades inadvertidas de la casa: lo que
torna fácil o difícil la cohabitación permanente; pero también aquello
que, para un sujeto, representa la casa, la manera en que la habita y
en que es habitado por ella. Este entrecruzamiento entre la
arquitectura real de un inmueble y su construcción imaginaria
constituye lo que yo llamaría el inconsciente de la casa, que es propio
de cada uno y compartido por todos; y se comprende que, cuanto
mejor es compartido, tanto más fácil es vivir en la casa. Es así como
pueden parecer necesarios ciertos acondicionamientos, que atañen
tanto a la utilización de las piezas, la disposición de los muebles
como a la representación en sí de la habitación. Los gatos aprenden a
compartir el sofá durante la jornada.
La reclusión es un aislamiento, mientras que el con namiento es
un encierro: si bien la casa está cerrada, no por ello están proscritas
las relaciones con el mundo exterior. En este comienzo del siglo ,
es principalmente mediante las conexiones informáticas como el
mundo es invitado al interior. Las pantallas ya no se contentan con
ser ventanas, puesto que aquel o aquellos a quienes veo me ven. Es
la o cina, la escuela la que ocupan un lugar en mi casa. Y yo puedo
compartir un aperitivo con amigos, discutir con mis padres o mis
hijos en su propio hogar mientras que ellos visitan el mío, mostrarles
el último plato que cociné, así como ellos me hacen partícipe de sus
hazañas culinarias, e incluso tener más intercambios cómplices con
aquel o aquella cuya presencia a mi lado me hubiera gustado.
El psicoanalista, por su parte, sigue siendo discreto. Si bien no
todas las sesiones fueron suspendidas, como ocurre en las
vacaciones, el intercambio se limita a la voz para aquellas que
prosiguen. La exploración del mundo fantasmático es trabada por
aquella de la realidad. Tal psicoanalista que le propone a un niño
continuar su cura utilizando una aplicación de video rápidamente
renuncia después de que el varoncito, Edipo triunfante, ¡le muestra
el baño donde se encuentra su madre!
En todos los casos se trata de precaverse de la confusión de los
espacios. Por regla general, las viviendas contemporáneas
comprenden una parte dedicada a la recepción de los visitantes,
mientras que otra es más íntima. Entrada, salón, comedor o sala de
estar se distinguen del dormitorio, aunque esto sea menos visible en
los lugares donde los tabiques fueron suprimidos. Y si bien la
distinción es difícil en el espacio medido de una pequeña vivienda,
esta se hace en el tiempo. Visitar al ocupante de un monoambiente a
la tarde no constituye una intrusión, como podría serlo en la mitad
de la noche; durante el con namiento, los cursos del colegio o del
secundario no transcurren fuera de los horarios escolares habituales,
incluso por internet. Así, el inconsciente de la casa es respetado.
“Cada uno en su casa se acondiciona un espacio de trabajo. Una
redactora requisa los pupitres de sus dos hijitas para hacerse una
o cina en la sala. Una editora pone cables y monta una tienda en su
jardín”, explica un periodista al informar acerca de las conferencias
de redacción en video de su periódico, durante las cuales “la
aparición imprevista de un niño o de un gato en la pantalla, un
intercambio un poco intenso con un cónyuge cuando el micro quedó
abierto”, desencadenan una risa colectiva.4 Si los avatares de las
videoconferencias, a imagen de los lapsus y actos fallidos, pueden
provocar hilaridad o molestia, la seriedad está a la orden del día.
“Durante las clases virtuales se han señalado comentarios y
comportamientos desplazados, que serán tratados y sancionados
como corresponde”, previene el director de un gran colegio
secundario parisino en un mensaje a los padres de los alumnos.
Todo lugar lleva consigo sus costumbres, con un perfume
superyoico. Aquellas de los espacios de trabajo, como aquellas del
placer, no se confunden con los principios que reinan en la casa.
Quedarse en su casa implica transportar, durante un tiempo, usos
que no pertenecen al hogar: nada de niños en una reunión
profesional, y en clase hay que comportarse. Hasta lo que
preconizan algunos psicoanalistas de instalar la computadora del
profesional en la parte alta del diván, con la cámara vuelta hacia el
panorama que ve el paciente acostado, contemplando entonces el
analista el dorso de su computadora. No se especi ca, a tal punto
esto parece evidente, que el analizante debe entonces aislarse. Los
aperitivos virtuales se toman al atardecer, cada uno sentado en su
sofá, a veces un balcón reemplaza la terraza del bar; las maratones
por etapas se corren el n de semana en una sala transformada en
pista.
No obstante, romper durante un instante con los principios de la
casa no conduce a suprimirlos. El inconsciente de la casa, que
permite la vida en común, puede soportar un tiempo esa intrusión
del mundo exterior. Sin embargo, no podría soportar, a riesgo de
provocar una rotura del grupo, que la clausura de la casa se borre
de nitivamente, que sus paredes se vuelvan permeables. La casa
protege a cada uno de la enfermedad, pero también protege a los
que viven en ella5*.
Abril de 2020
PRÓLOGO

Él se acuerda de su primera casa. Se trata de una suerte de estudio


acondicionado en una casa antigua de la ciudad, para él el más bello
de los palacios. Un cartón apoyado en un taburete constituye una
espléndida biblioteca, una manta llamativa traída de un viaje lejano
transforma la cama, y un póster psicodélico alegra la pared un poco
apagada. Abandonaron sus habitaciones de estudiante para vivir
juntos. Basta de reglamento de la ciudad universitaria; las coerciones
del alquiler compartido, las miradas de sus padres desaparecen. En
adelante, cada uno de ellos puede decir “estoy en mi casa”, y juntos
les anuncian a sus amigos: “Estamos en nuestra casa”. Pueden
entrar, salir, comer, trabajar, dormir, amarse cuando quieren.
La casa es un envoltorio. Protege; permite los intercambios.
Podemos escoger quién entra en ella, y los allanamientos son
violaciones. En los sueños a menudo representa nuestro cuerpo.
“Las que tienen paredes enteramente lisas son hombres; las
provistas de salientes y balcones en los que uno puede sostenerse
son mujeres”6, observa Sigmund Freud. Esto es con rmado, añade,
por la lengua popular alemana: de una mujer con pechos generosos
se dice que tiene lo que hace falta para que uno se quede. El francés
es todavía más explícito con la expresión, hoy totalmente incorrecta,
“Il y a du monde au balcon”7*.
Sin embargo, la casa se comparte. Acomat, ese analizante que
re ere el recuerdo de su instalación, evoca al mismo tiempo a la
joven con la cual fundó un hogar. Salvo que uno viva como un
ermitaño, nunca está solo en su casa. Esta contiene una familia8**, así
no fuera sino por los recuerdos que dejaron quienes allí vivieron; así
se crea su alma. Los deseos, expresados o silenciosos, de quienes allí
habitan se cruzan, se encuentran, se oponen; así se fabrica el
inconsciente de la casa.
La casa es un refugio, pero conserva una parte de misterio. Un piso
que cruje es quizá un fantasma que pasa; un objeto largo tiempo
perdido y encontrado es todo un pasado que resurge. Y Pulgarcito,
que espera haber encontrado un asilo, se da cuenta de que está en la
casa de un ogro; y Caperucita Roja que hizo mal al abrir la puerta de
su abuelita.
Nosotros habitamos una casa como habitamos nuestro cuerpo y
vivimos en el mundo, con nuestras creencias, nuestros temores,
nuestras alegrías y también toda nuestra historia pasada y nuestras
esperanzas venideras. Si la casa tiene un alma y un inconsciente es
porque hombres y mujeres no dejan de construirla.

1. Bocaccio, Décaméron, París, Prodifu, 1979. [El decamerón, varias versiones en castellano.
Salvo indicación en contrario, todas las traducciones de las citas textuales son del traductor
de la presente obra.]
2. Daniel Defoe, Journal de l’année de la peste, París, Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”,
1959, p. 1082. [Diario del año de la peste, varias versiones en castellano.]
3. Jean Giono, Le Hussard sur le toit, París, Gallimard, “Folio”, 1995; Albert Camus, La Peste,
París, Gallimard, “Folio”, 1990. [Hay versiones en castellano: El húsar en el tejado, trad. de
Francesc Roca, Barcelona, Anagrama, 1998; La peste, varias ediciones en castellano.]
4. Gilles van Kote, “Le Monde au temps du coronavirus”, Le Monde, 27 de marzo de 2020.
5. * En el original maisonnée, véase N. del T. número 14 [N. del T.].
6. Sigmund Freud, Leçons d’introduction à la psychanalyse, OCF. P XIV, p. 157 (en esta forma
anotaremos las referencias a las Œuvres complètes de Freud. Psychanalyse, París, PUF, 1991-
2015, 20 vol.). [Hay versión en castellano: “Conferencias de introducción al psicoanálisis”.
Todas las obras citadas de Freud (con excepción de algunas que reúnen sus cartas)
corresponden a las Obras completas de Sigmund Freud, trad. de J. L. Etcheverri, Buenos
Aires, Editorial Amorrortu. Solo agregaremos ––además del título— el volumen y el año
correspondiente a su edición (y su paginación, en caso de que transcribamos una cita
textual); en este caso, vol. 15, 1991, p. 139.]
7. * Hay gente en el balcón, literalmente, que puede traducirse como “tener una buena
delantera”. [N. del T.]
8. ** En el original maisonnée, véase N. del T. número 14 [N. del T.].
1. HISTORIAS DE CASAS
“¡Su apartamento se parece mucho al de Freud!”, me dice Hiltrude,
una joven analizante al volver de un corto viaje a Viena. La
a rmación solo es muy lejanamente justa, y yo mido toda su
ambivalencia. Signi ca que no seré más que un doble al vestirme con
los oropeles de un maestro, casi un impostor; o mucho mejor, una
suerte de cangrejo que se desliza en un caparazón abandonado. “Sí,
en realidad, sobre todo es la escalera del edi cio la que es casi igual,
porque en su casa no hay una colección de antigüedades y su sala de
espera está llena de luz; en casa de Freud era más bien siniestro”,
corrige. Hiltrude vivió mucho tiempo en países soleados; el
horizonte de su casa natal es el océano Pací co. De tanto en tanto se
queja de la grisura parisina. También comprendo que no se contentó
con visitar Berggasse 19 en Viena —el apartamento está ahora casi
vacío—, también conoce las fotos del consultorio de Freud, repleto
de estatuillas egipcias, griegas o romanas que son hoy el orgullo de
la última casa del padre del psicoanálisis, en Londres, Mares eld
Gardens 20.

U
La casa, el apartamento donde reside el analista, o bien el
consultorio reservado al uso profesional, a veces compartido con
otros, constituyen el encuadre silencioso del psicoanálisis.
Habitualmente, a la persona que viene a consultar se le anuncia la
duración y la frecuencia de las sesiones y la tarifa. Pero el color de
las paredes, la orientación del diván o la comodidad del sillón no
forman parte de la prescripción. Otro tanto ocurre cuando visitamos
a una persona, a unos amigos. Sabemos que vamos a tomar un café,
a cenar, a discurrir con un objetivo especí co o no. Sin embargo,
salvo que se trate del estreno de una casa, el plano del lugar, la
calidad de la iluminación y de las cortinas, el orden o el desbarajuste
no forman parte de los intercambios. A veces el decorado se venga.
Tropezamos con un juguete; el polvo provoca los estornudos de un
invitado; Marie Cardinal interpela así a su analista: “No tendría que
dejar esa gárgola en su o cina, es espantosa. Ya hay bastante horror
y miedo en la cabeza de la gente que viene aquí, no vale la pena
cargar las tintas”.9 En ocasiones son buenas sorpresas. Una persona
a cionada se siente atraída por un pequeño jarrón de Gallé perdido
en medio de chucherías sin interés. Una anticuaria, que había venido
a exponer las di cultades de su hijo, al entrar en mi consultorio no
puede dejar de prestar atención a los sillones destinados a los
pacientes (cuando se atiende a niños se necesitan por lo menos dos
para los padres), que están conmigo desde hace décadas y
aparentemente se han convertido en butacas difíciles de encontrar.
No obstante, más allá de los objetos, es el conjunto de la casa en la
cual penetramos la que da cuenta, sin que lo percibamos
explícitamente, de la calidad, del estilo de sus ocupantes. La frialdad
de un azulejado brillante puede dejarnos helados; la acumulación de
muebles dispares no nos deja mucho lugar; en el seno de una
disposición impecable, obra cuidada de un decorador, nos sentimos
intrusos. Un poco de desorden muestra que los an triones no
rezongan por recibir en cierta intimidad; del mismo modo, los
psicoanalistas desconfían de los discursos construidos y saben
esperar balbuceos y saltos de un asunto a otro antes de decidirse a
recibir a un analizante.

L
Para percibir las di cultades en el habla de un sujeto es necesario
comprender el lenguaje en el cual se expresa. La evidencia de la
lengua permite captar sus fallidos, así como la certeza de lo que
constituye una casa hace posible comprender las particularidades de
cada una. Hoy, en Francia, por regla general una casa comprende:
una puerta de entrada, ventanas, un techo, un cuarto para la ducha y
un baño, un espacio para la cocina y uno para dormir. El interior y el
exterior son muy distintos; de noche, la iluminación es arti cial. La
habita una familia más o menos ampliada; más raramente, la
comparten personas que se eligieron mutuamente. Así eran el
apartamento de Freud en Viena y su casa en Londres. Esta
estructura, habitual desde hace más de dos siglos, nos parece común
y corriente.
La historia de la vivienda a través de los siglos puede aparecer
como un lento movimiento hacia su con guración actual.
Conocimiento de las reglas de construcción, dominio de los
elementos encontrados en el entorno —madera, piedra, tierra— o
invención de nuevos materiales —alfarería, cemento, hormigón,
acero— marcan a partir de entonces sus diferentes etapas,
concebidas como otros tantos progresos.
Así, el hombre sabe fabricar vidrio desde hace milenios; sin
embargo, el vidrio para ventanas, del que se conocen escasos
ejemplos en las termas romanas, no hace su verdadera aparición en
arquitectura sino hacia el siglo : los vitrales de las catedrales. Las
residencias ricas lo utilizan a partir del siglo ; reemplaza la vejiga
de puerco, el pergamino o la tela de lino aceitadas, e incluso, en los
palacios antiguos más prestigiosos, las delgadas hojas de obsidiana o
de alabastro. El vidrio transparente de Murano se propaga, vidrios y
ventanas se agrandan, los culos de botella —discos de vidrio
traslúcido— desaparecen. Lorenzo Lo o, en el siglo , debe abrir
una brecha en la pared de la casa de María para iluminar su
Anunciación, porque los redondeles verduzcos de un tragaluz casi no
iluminan la escena. En el siglo siguiente, la luz que pone en valor
Una dama escribe una carta con su sirvienta de Johannes Vermeer
atraviesa una ventana con vidrios compartimentados; en los años
veinte, la que ilumina los modelos de Matisse atraviesa una
puertaventana. En 1952, el Sol de la mañana baña a esa mujer solitaria
pintada por Edward Hopper; ella está frente a un ventanal, no hay
ninguna abrazadera, ningún chasis: un agujero en la pared, ahora
protegido por un vidrio.10

E
Una docena de seres con miembros pesados, con la piel de un amarillo lívido, el cráneo
cubierto de pelos escasos y negros que caen sobre sus ojos, de uñas ganchudas, están
agrupados, apretados unos contra otros, bajo un árbol frondoso cuyas ramas bajas
llegan al suelo y son retenidas con ayuda de terrones de légamo. […] Todos, enlazados
como un nido de culebras, están durmiendo, salvo uno de ellos, que está despierto y
lanza en la oscuridad gritos lastimeros y prolongados para alejar a los animales
perjudiciales. Cuando lo gana el sueño, va a despertar a uno de sus compañeros, que
toma su lugar.11

¿Son hombres esos seres que no tienen un techo para protegerse, un


hogar para calentarse, una casa?, se interroga Eugène-Emmanuel
Viollet-le-Duc, en 1875, al comenzar su Historia de la habitación
humana. Con seguridad, responde Freud algunas décadas más tarde,
porque, ¿cómo no ver en ese grupo enlazado una expresión de la
horda primitiva que el inventor del psicoanálisis pone en el origen
de la humanidad? Una horda sin fe, ni techo, ni ley,12* bajo la férula
de un padre feroz y omnipotente, que pronto es muerto por sus
hijos, los hermanos coaligados que se reparten las mujeres y
prohíben el incesto, fundando así la civilización, la familia, el
hogar.13 En la descripción imaginaria del arquitecto del Segundo
Imperio, tal vez acaba de producirse el asesinato original. En efecto,
la banda de uñas ganchudas y pelos negros no está bajo la vigilancia
de un solo amo; cada uno a su vez, los compañeros comparten la
guardia. La familia14* —el grupo de los emparentados— precede a la
casa —la construcción que los circunda.
En esta perspectiva darwiniana, compartida por Viollet-le-Duc y
Freud, el alma de las casas, lo que podemos llamar el inconsciente de
las casas15 —lo que una vivienda soporta de los deseos inconscientes
de sus ocupantes, como lo que toda casa inscribe inconscientemente
en cada uno—, surge de la evolución razonada de estas, del
recuerdo, en ocasiones perdido, de su historia, de sus formas
pasadas. A imagen de los rebaños salvajes de bovinos y de caballos,
citados por Freud, que regularmente matan al animal-padre16, la
horda original no parece tener una vivienda. Vaga, encontrando un
abrigo providencial en una gruta, bajo un árbol, o una
anfractuosidad rocosa. Es el grupo, no ya la horda o el rebaño, el que
aprende a confeccionar, con ramas, cañas y follaje, una choza.
Primera casa, alberga a una primera familia. Luego, tras el dominio
del fuego, es el primer hogar. Se deja bajo la vigilancia de una mujer,
porque si un hombre debe obligarse a renunciar al placer de sofocar
las llamas orinando encima, la mujer es “guardiana del hogar
porque su conformación anatómica no le permitía ceder a esa
tentación de placer”.17

U
Parafraseando a Napoleón, que asegura a Goethe que el destino es la
política, pues, Freud enuncia: “La anatomía es el destino”.18 Y ¿qué
más racional y darwiniano que la anatomía? El racionalismo de la
teoría psicoanalítica es como el de Darwin. Lo encontramos en una
concepción, igualmente razonada en apariencia, de la historia del
hábitat, la que leemos en Viollet-le-Duc, o incluso en la Guía histórica
a través de la exposición de las viviendas humanas, destinada a los
visitantes de la exposición de París, en 1889.19 Para esta exposición,
en la que también se inaugura la torre Ei el, el famoso arquitecto de
la ópera de París, Charles Garnier, concibe una treintena de chalés
que representan las casas del mundo a través de los siglos. El
caminante descubre una cabaña de la edad de piedra, una choza
gala, una casa etrusca, etc. Con el historiador Auguste Ammann,
Garnier redacta una guía para esta visita. Enriquecido, publicado
por Hache e, se convierte en un libro de referencia tres años más
tarde. Allí, el hombre conquistador del siglo a rma la
supremacía de su raza. En esta perspectiva, más allá de los siglos y
las comarcas, la estructura de la vivienda humana sigue siendo
semejante: los airyas (los arios), de quienes descienden los pueblos
europeos civilizados, supieron, en su gran sabiduría y su
inteligencia, adaptarse a los climas y a la geografía, así como a los
materiales disponibles. Es exactamente el mismo análisis que hacen
los hermanos Grimm de las diferentes versiones de los cuentos del
folklore europeo: salieron de los mitos inmemoriales del pueblo ario
y se aclimataron a cada cultura.
Por consiguiente, de la choza paleolítica a la cabaña gala, de los
castillos medievales a las casas de madera escandinavas, se
encuentra un mismo plano. Un espacio de asamblea y de encuentros
—la sala, el vestíbulo— se distingue del espacio reservado a la vida
familiar, lugar inviolable. El gineceo de los griegos, la nursery de los
ingleses o el cuarto matrimonial son fundamentalmente idénticos: es
el espacio sagrado de la familia. Vida pública y vida interior están
separadas; esto constituye la residencia de los humanos. Todo el
resto es acondicionamiento en función de las comarcas y los avances
técnicos.
A medida que los vidrieros fabrican vidrios más grandes, más
sólidos, más económicos, que las ventanas se agrandan, el sol
ilumina la casa. En cada uno de los cuadros que elegí citar para
mostrar esta evolución gura una mujer: María está un poco
asustada en la Anunciación de Lo o; la dama está muy ocupada
escribiendo su carta en Vermeer; las de Matisse están perdidas en
sus pensamientos; y, como ocurre a menudo en los cuadros de
Hopper, no captamos muy bien lo que esa joven sentada en su cama,
con el vestido levantado hasta arriba de los muslos, espera frente al
Sol de la mañana. A todas las sorprendemos. El pintor introduce al
espectador en la intimidad de la vivienda, el espacio sagrado. Eso lo
adivinamos, cualesquiera que sean la época y la nacionalidad de la
obra, ya sea que provenga de Italia, de Holanda, de Francia o de los
Estados Unidos. Sabemos diferenciar los sectores de una casa sin que
sea necesario que nos los expliquen. Hayamos leído o no a Charles
Garnier o a Viollet-le-Duc, cuando nos invitan a cenar no entramos
en el cuarto de huéspedes, salvo que hayamos sido invitados de
manera excepcional. Es un lugar abierto, menos privado, el que
recibe a los comensales.

L
La última cena de Leonardo da Vinci, en el primer piso de esa
construcción cercana al huerto de Getsemaní, como la comida de los
Peregrinos de Emaús del Tiziano, transcurren en el espacio accesible
de una vivienda, el de los encuentros y las asambleas. Allí no se
podría admirar la Venus de Urbino en compañía de su perro; desnuda
en su lecho, ella está en el secreto de la habitación conyugal.20 Para
ver la Venus del espejo de Diego Velázquez, en el siglo siguiente,
probablemente habría sido necesario franquear la puertita en el
fondo de la sala donde se encuentran Las Meninas y perderse en los
laberintos prohibidos del castillo, antes de encontrar el lugar donde
descansa. Ciento cincuenta años más tarde, Francisco de Goya
parece convidarnos a la misma curiosidad cuando, desviando
nuestros ojos de la tela que representa La familia de Carlos IV,
miramos La maja vestida, luego La maja desnuda, que conducirá al
pintor ante el tribunal de la Inquisición.21 Más cerca de nosotros,
Eugène Delacroix no habría sentado a sus Odaliscas en el patio que
recibe a la Boda judía en Marruecos, ni Renoir instalado a sus Gabrielle
en camisón sobre el sofá donde se exhiben La señora de Georges
Charpentier y sus hijos.22 Estos pintores distinguen los
emplazamientos de las diferentes funciones de la casa, y esa
separación nos parece evidente.
El superyó del niño no se edi ca […] según el modelo de sus progenitores, sino
según el superyó de ellos; se llena con el mismo contenido, deviene portador de la
tradición, de todas las valoraciones perdurables que se han reproducido por este
camino a lo largo de las generaciones. […] La humanidad nunca vive por completo
en el presente; en las ideologías del superyó perviven el pasado, la tradición […]
solo poco a poco ceden a los in ujos del presente, a los nuevos cambios.23

El superyó freudiano no es únicamente la instancia que prohíbe o el


juez cruel a los cuales a menudo se lo reduce. También es portador
de los ideales, de las tradiciones, de lo que se transmite a través de
las generaciones sin que ello requiera un aprendizaje. No son las
leyes fundadoras de la humanidad, como la prohibición del incesto
que los psicoanalistas convirtieron en su emblema —con el complejo
de Edipo—, son las múltiples reglas que parecen inmemoriales,
porque su evolución es lenta. Sin embargo, los historiadores saben
datar el momento en que aparecen, a imagen de la familia patriarcal,
que no existió en toda la eternidad, pero que se impone en Francia
con lo que algunos llaman la revolución gregoriana, en el siglo .
El pasado que sigue viviendo, el de los valores a prueba del
tiempo, es lo que se nos lega sin que lo sepamos conscientemente.
Algunos usos de la casa, aquellos que los pintores ilustran
separando las escenas, son de ese orden. La distinción entre el
vestíbulo y el gineceo, entre la sala y el dormitorio, perdura;
Velázquez, Goya, Renoir o Delacroix dan cuenta de ello.

E
Cuando no está clara la separación de los espacios, un sentimiento
de extrañeza, incluso una sorda ansiedad, oprime al espectador. El
cuadro de René Magri e La giganta ilustra el poema epónimo de
Charles Baudelaire. No es únicamente insólito porque una mujer de
tamaño desmesurado se codea con un hombre minúsculo en una
habitación cuyos muebles están en la escala correcta, sino también
porque esa giganta, que no se extiende a través del campo como lo
sueña el poeta, está totalmente desnuda en una sala de una
banalidad a ictiva, con paredes de un color insulso y con boiseries
comunes y corrientes; una desnudez que ni siquiera tiene el pretexto
de un Almuerzo campestre. Encontramos la misma extravagancia en
La tentativa de lo imposible. Allí el pintor se representa fabricando a su
esposa con su pincel, igualmente desnuda, en el ambiente donde se
recibe a los visitantes. Probablemente también es eso la tentativa de
lo imposible: ¡la maja desnuda en la sala de recepción de Carlos IV,
una Venus entre las Meninas! Una fotografía de la misma fecha
muestra a René Magri e imitando la escena con George e, su
esposa. Ella se puso un maillot24, pudor, por cierto, pero que no
conviene a la extrañeza surrealista, su desafío a las fronteras.
En Hopper, como en Sol de la mañana, las odaliscas están en su
lugar en la intimidad de su pieza, desocupadas, aparentando estar
ausentes a sí mismas. Si un poco o mucho de desnudez se ofrece a la
mirada del espectador, no hay ninguna promesa: Eros no está en la
cita.25 Otras telas nos las muestran afuera, solas o acompañadas, en el
umbral; o las descubrimos en lugares públicos: bar, restaurante,
vestíbulo de un hotel, sala de teatro o de cine, vagón de ferrocarril; y
por último, ahí están, entre un conjunto de personas, alineadas,
sentadas frente al sol en una terraza.26 Todos reconocen que los
cuadros de Edward Hopper difunden un sentimiento de extrañeza,
una sorda ansiedad. La ausencia de comunicación entre los
personajes, la soledad trivial, la aparente carencia de sentido de
ciertos paisajes pueden dar cuenta de eso. A menudo, las escenas
están como suspendidas en el tiempo, en espera de un
acontecimiento, de un suceso.27
L
Pero Edward Hopper es un pintor de casas. Una gran cantidad de
sus obras, probablemente la mayoría de ellas, las representan.
Hopper diseña su interior o son vistas del exterior, en su totalidad o
en parte, aisladas o entre otros edi cios. Algunas son famosas, a
imagen de la que sirve de modelo a Alfred Hitchcock en Psicosis.
Otras se reconocen: un circuito de visita permite descubrir los chalés
pintados por Hopper en Gloucester (Massachuse s), donde pasó
varios veranos, y por cierto podríamos encontrar en París la escalera
del 48 rue de Lille que representa en 1906.28 Sus cuadros están
construidos, sus estudios preliminares son cuantiosos y precisos. El
espectador está afuera o adentro. A veces, algunas ventanas
permiten mirar en el interior de la habitación o, por el contrario, ver
una casa a partir de una pieza. Interior y exterior, adentro y afuera,
íntimo y público parecen constantemente en juego; así se mantiene
un sentimiento de extrañeza.
No obstante, cuando yo recorro el conjunto de la obra de Hopper
—que es importante pero no pletórica— para tratar de comprender
un poco mejor el origen de esa extrañeza, descubro que a todas esas
casas, a todos esos personajes, les falta un espacio. Salvo una
excepción, me parece que los hombres y las mujeres de Hopper
nunca se codean en una sala, un comedor, incluso una recámara, el
espacio de los encuentros, el de la cena de los Peregrinos de Emaús, la
pieza donde están Las Meninas o La familia de Carlos IV o aquella de
La señora de Georges Charpentier, y donde, sacrilegio, Magri e instala
una mujer desnuda; aquel donde el espectador no es ya un mirón
sino un invitado. Cuando nos parece que divisamos uno de esos
lugares, el autor nos desengaña: es una o cina, el vestíbulo de un
hotel. En otras partes reconocemos un salón de peinados, un cine o
un teatro, un bar, múltiples salones de restaurantes. La única
excepción que detecté es la de una pareja, cada uno de los cuales
ignora al otro, sentada en lo que parece ser un salón, y que muy
acertadamente se podría describir como una sala de espera.29 En
cambio, frecuentemente es afuera, en la entrada o justo al lado de su
habitación, donde se encuentran esos hombres y esas mujeres. Están
en el umbral, la escalera de entrada, una terraza, el jardín de su casa.
¿Esperan a alguien? No necesariamente.
La pintura de Hopper, se puede observar, da cuenta de una
ausencia de comunicación entre los seres representados. Tomados en
su inactividad o su banal actividad, no se interesan en aquellos que
comparten la escena de los cuadros, así como tampoco buscan
suscitar el deseo del espectador. En términos freudianos, diría que
está en funcionamiento la libido del yo mientras que la libido de
objeto se empobrece.30 Nos encontramos frente a esas telas,
desamparados, como frente a esos niños a menudo cali cados de
autistas con quienes el contacto es complicado, incluso imposible; un
acercamiento sin precauciones corre el riesgo de convertirse en una
violenta intrusión. Tanto en las casas como entre los hombres se
distinguen espacios diferentes. Con Hopper comprendemos que la
ausencia del lugar correspondiente a los encuentros provoca nuestra
perplejidad; falta una escena, aquella donde yo puedo recibir a mi
prójimo al tiempo que estoy a resguardo.

S
En la actualidad, una mujer acomodada que se desviste frente a su
criado sin dudas sería tratada de Mesalina. Y es cierto que la
conducta de la marquesa de Châtelet, la amante de Voltaire,
perturba a su valet cuando la descubre desnuda en su bañadera o
bien al levantarse. En el corazón del siglo , la marquesa conserva
costumbres del siglo precedente, la ausencia de pudor doméstico.31
Del mismo modo, un an trión que le proponga a un invitado de
paso que comparta su cama, de noche, con su esposa y sus hijos,
sería mirado con algo más que sospechas. No obstante, durante toda
la Edad Media, y hasta nes del siglo , la promiscuidad nocturna
era normal en el pueblo del campo y de las ciudades. Todos los de la
casa, o más o menos, servidores inclusive, pueden dormir en la
misma cama. A menudo, esta constituye lo esencial del valor de los
bienes poseídos. La ausencia de un espacio de encuentro que detecto
en Hopper, la molestia provocada por las telas de Magri e son
fenómenos contemporáneos. A la inversa de lo que sostiene el
hombre triunfante del siglo , las casas tienen una historia, su
estructura cambia, e incluso si podemos vivir en un edi cio antiguo
—las casas francesas ocupadas más antiguas datan del siglo —,
nuestras maneras de habitarlas no son ya las mismas.
Según las épocas y las culturas, la composición de los que viven en
la casa varía. Hoy en día, la mayoría de las veces, la vivienda alberga
a una familia restringida: los padres y los hijos, cualesquiera que
sean los lazos de liación cuando se trata de familias llamadas
recompuestas. Actualmente, los criados ya no comparten la vida de
un hogar. La separación de estos —cocina al fondo del corredor y
cuartos de criados en el último piso de los edi cios
haussmannianos32* en París— se produjo a comienzos del siglo .
Los innumerables criados y doncellas de las moradas aristocráticas
del Antiguo Régimen, a imagen de aquellos puestos en escena por
Molière, Marivaux o Beaumarchais, no eran relegados en espacios
lejanos. Recordemos la apertura de Las bodas de Fígaro:
Suzanne: ¿Qué estás midiendo […]?
Figaro: Mi pequeña Suzanne, miro si este bello lecho que nos da Monseñor quedará
bien aquí.
Suzanne: ¿En esta habitación?
Figaro: Él nos la cede.
Suzanne: Y yo no quiero.
[…]
Figaro: Te pones de mal talante contra la habitación más cómoda del castillo, y que
ocupa la mitad de los dos apartamentos. De noche, si Madame está incómoda,
llamará y ¡shu! en dos pasos estarás a su lado. ¿El Señor quiere algo? No tiene más
que hacer sonar su campana y ¡crac!, en un salto estoy ahí.
Suzanne: ¡Muy bien! Pero cuando haya “tintineado” a la mañana para darte alguna
buena y larga comisión, ¡shu!, en dos pasos estará ante mi puerta, y ¡crac!, en tres
saltos…33

Los esclavos de la domus del Imperio romano ya experimentaban el


“shu” y el “crac”. Se complacen en escuchar los retozos de una
pareja, se imaginan a un poeta satírico, y si un amante es
sorprendido en compañía de la dama, puede pretender que vino por
la pequeña criada que, también, se acuesta en la pieza.34

S
Sin embargo, el castillo del conde Almaviva —que Beaumarchais
sitúa en Andalucía para tratar con cuidado la susceptibilidad del
reino de Francia— no es el heredero directo de la ciudad patricia
romana. La historia de las viviendas está marcada por rupturas y
continuidades. Es diferente según el destino de la casa —lugar de
poder o de vida—, sus ocupantes —señores o plebeyos—, más que
según el espacio donde está construida —ciudad o campiña— y los
materiales que la constituyen —tierra, madera, piedra. También está
ligada a lo que se puede llamar, de manera genérica, el cambio de las
costumbres. Las paredes de las casas antiguas nos informan sobre las
costumbres de nuestros ancestros.
Tras la decadencia del Imperio romano y su caída en el siglo , las
mansiones ricas son abandonadas en Galia. La ciudad y sus
infraestructuras colectivas (termas, letrinas), cuyos palacios daban el
tono a toda la arquitectura, son abandonados; el mundo rural
domina. Las construcciones galo-romanas son olvidadas; durante
toda la Alta Edad Media sirven eventualmente de canteras, pero no
son reutilizadas. El retroceso técnico hace que su comodidad
(circulación del agua, baños turcos, calefacción) sea inaccesible.35 Las
residencias lujosas, antiguos lugares de poder económico y político,
desaparecen. En la historia de las casas, aquí se consuma una
ruptura; merovingios y carolingios reservan las construcciones
prestigiosas y sólidas a Dios. Si bien hoy podemos vivir en una
construcción del siglo , podemos orar en un edi cio alguna de
cuyas partes datan del siglo . La capilla palatina de Carlomagno
(año 800) sigue en pie en Aix-la-Chapelle, mientras que arqueólogos
e historiadores no pueden sino reconstituir la parte residencial del
palacio, construida en madera. Así, Figaro y Suzanne no siguen los
pasos de algún esclavo o liberado de un patricio. El castillo de su
amo no está construido en fundaciones romanas. Puede haber
reemplazado uno de esos torreones erigidos en una altura natural o
arti cial, que se multiplican a mediados del siglo antes de ser
transformados en fortalezas, luego reacondicionadas en el
Renacimiento.
En cambio, no hay solución de continuidad para el hábitat rural.
Algunos sitios están ocupados desde el neolítico y la arquitectura
general de las casas es estable. La estructura está formada por postes
de madera, las paredes por adobe —tierra mezclada con paja—
sobre un encañado de ramas. Según las regiones, paja, cañas u otros
vegetales cubren el techo. La mayoría de las veces, la casa también
hace las veces de establo; los animales, separados por un tabique,
calientan la vivienda durante las estaciones frías. Esas casas no son
obligatoriamente perennes. Una vez que están demasiado
deterioradas se las abandona para reconstruir una nueva en las
proximidades. El pesebre es utilitario. Casi no se ve que esas chozas
sean objeto de una actitud sensiblera, incluso de un fetichismo,
acerca de la casa natal. Tampoco son el soporte de un nombre, el
lugar sagrado de un poder. De las casas largas —longa domus— que
tienen hasta treinta metros de largo sobre siete de ancho, o bien de
las viviendas más pequeñas, en ocasiones circulares, no quedan más
que huellas apenas visibles, huecos en el suelo, emplazamientos de
los postes.
El inconsciente de las casas es también la memoria de su pasado.
Aquí, la amnesia hizo su obra, allá, algunas siguen llevando el
nombre de la nca donde vivieron sus ancestros. El señor del castillo
se de ne como depositario, durante el tiempo de una generación, de
su residencia; el plebeyo lucha contra lo efímero. Probablemente
conservemos —el superyó es su guardián— el recuerdo lejano de los
hábitats antiguos, precarios o sólidos.

P
En Roma, no todos habitan los palacios cuyas ruinas aún podemos
visitar. En la campiña, algunas chozas costean los chalés; las
ciudades contienen suntuosas residencias, casuchas e insulae.
Construidas a partir del siglo a. de J.-C., son bloques de viviendas
que a veces tienen una altura de siete pisos. En la parte inferior se
instalaban tiendas, los comerciantes en el entresuelo, y los plebeyos
más pobres habitan los pisos elevados, e incluso sobre los techos.36
Debilidades de la construcción, rajaduras, incendios y derrumbes
amenazan incesantemente estos edi cios, cuyos vestigios también
fueron borrados en la actualidad.
Tras el desinterés de las ciudades durante la Alta Edad Media, el
crecimiento urbano —principalmente con las casas de una sola
planta— se recupera a nes del siglo ; luego, la densi cación de los
siglos y favorece la construcción de edi cios con pisos. Para
las mismas causas, las mismas soluciones: al lado de las mansiones
nobles, inmuebles a imagen de las insulae romanas. En la planta baja
los obradores (talleres y tiendas); el primero es el piso rico; luego, a
medida que se trepa, hasta el ático, el hábitat se densi ca y los
habitantes se pauperizan. Y, para las mismas soluciones, los mismos
inconvenientes: el riesgo de derrumbe y de incendio, la ausencia de
higiene debida al amontonamiento. Ruan arde seis veces entre 1200
y 1225; Bourges, tres veces entre 1252 y 1338; Limoges, Estrasburgo,
Toulouse también son presa de las llamas en el siglo , y a menudo
contabilizan más de mil casas destruidas. En las calles, los animales
circulan y se tiran las inmundicias; los que recolectan la basura son
los puercos. No hay segregación social de los barrios a la ciudad; a
Felipe II de Francia, llamado “El Augusto” (que reina de 1179 a
1223), el abuelo de San Luis, lo atacan las náuseas cuando se asoma a
la ventana de su palacio de la Île de la Cité, a causa de los olores
infectos. Él ordena pavimentar las calles para eliminar el fango
fétido; su nieto logra imponerlo.
La evolución es lenta. Tras el repliegue de la guerra de los Cien
Años, materiales más sólidos, piedra, ladrillo, reemplazan el
entramado y el adobe; la evacuación de los desperdicios, el
suministro de agua son objeto de reglamentaciones. En el siglo ,
al nal de aquello que los historiadores llaman los tiempos
modernos, la casa pesada y sólida se convierte en un bien que se
transmite. Ya no es tan susceptible de que se convierta en humo, de
que sus paredes se desmoronen, que desaparezca y no deje más que
ín mas huellas, legibles únicamente por los arqueólogos. En
adelante, su recuerdo puede inscribirse en todos.

E “ ”37*
Alrededor de Combray había dos “lados” para ir de paseo […]: el lado de Méséglise la
Vineuse, que llamábamos también el camino de Swann, porque yendo por allí se
pasaba por delante de la posesión del señor Swann, y el lado de Guermantes. […]
Guermantes sólo se me aparecía como el término, mucho más ideal que real, de su
propio “lado”.38

En consecuencia, está El lado de Guermantes y Del lado de Swann. El


primero perpetúa la casa en el sentido pleno de la palabra, vivienda
y linaje están confundidos. No es “del lado de los Guermantes”. La
casa Guermantes es la familia, el torreón y el castillo, la mansión;
mientras que, si uno pasea por el camino de los Swann, no hace más
que bordear la propiedad de este hombre. Que se vaya, que la venda,
deja de ser su casa, y el apelativo cambia, aunque los más antiguos
conserven todavía por algún tiempo su uso. Yo encuentro en esto la
vieja distinción entre construcción robusta y vivienda precaria.
Probablemente, esta distinción está en funcionamiento en nuestra
percepción inconsciente de las casas. De una casa esperamos que nos
proteja. Su solidez no es solamente la de la piedra o de las vigas de
roble, es la de una familia que mantiene poder y riqueza
concediendo a sus integrantes la garantía de sus altos muros. Los
reyes, que no dejaron de arrasar los castillos de los nobles felones39*
para aniquilar su poder, lo saben. Tal vez sea también en esto como
el lado de Guermantes se distingue del lado de los Swann. Aquí, el
prestigio se alimenta de lo duradero.
Lo que se me había aparecido en torno a la señora de Guermantes como su morada
había sido su hotel de París, el hotel de Guermantes, límpido como su nombre, ya
que ningún elemento material y opaco venía a interrumpir y cegar su
transparencia. Como la iglesia no signi ca solamente el templo, sino también la
reunión de los eles, aquel hotel de Guermantes comprendía todas las personas
que compartían la vida de la duquesa.40

La casa es los que viven en ella; y a la coherencia del grupo, a la


limpidez del nombre que lo designa, corresponde la transparencia
de la morada. El lado de los Guermantes conserva las tradiciones del
viejo mundo, aquel donde la marquesa podía desnudarse delante de
un criado, donde la cama podía ser colectiva, donde no había ni
vestíbulo, ni corredor, ni piezas que tuvieran un uso especí co.
La historia de las casas descansa en múltiples criterios, de la
evolución de las técnicas de construcción a los avatares políticos y
guerreros. Así, en los siglos y , hay un tiempo en que, para
protegerse de los asaltantes, las puertas a nivel del suelo
desaparecen en bene cio de aberturas elevadas a las que se puede
acceder mediante una escala portátil. La densidad de la población,
relacionada sobre todo con las grandes pestes y las hambrunas, tiene
un rol destacado, así como la voluntad de a rmar su prestigio: las
torres medievales de San Gimignano, en Toscana, siguen en pie. La
urbanización o la ruralización, la utilización de materiales robustos o
frágiles también forman parte de los numerosos factores que dan su
estilo a la construcción. Aquí no hay nada que no sea consciente.
Todo es visible, está a rmado; esa es incluso una de sus funciones. El
espesor de los muros, el cierre o la abertura de las salidas, la altura
de los torreones y la calidad del conjunto explican el uso y la función
de la construcción, y la calidad de sus habitantes. Es el cuerpo de la
casa, la a rmación de un yo.

E
Por paradójico que pueda parecer, es la transparencia del hotel de
Guermantes, la ausencia de todo elemento opaco, lo que depende de
un registro inconsciente. La limpidez da cuenta de un modo de estar
en el mundo olvidado, aquejado de amnesia, y donde, tal vez, la
logénesis encuentra la ontogénesis, si la historia del individuo
repite aquella de la humanidad. Del mismo modo que, durante largo
tiempo, el niño pequeño se imagina transparente a los otros, muy
particularmente a sus padres, a quienes cree capaces de adivinar sus
pensamientos, el reconocimiento de la vida íntima no está presente
de entrada en el seno de aquellos que comparten la misma morada.
Lo que consideramos como promiscuidad, con cierta repugnancia,
es una regla habitual y necesaria en la época medieval. La soledad,
salvo que dependa de un voto religioso, es sospechosa. Ya sea en la
vivienda o en el exterior, la vida se desarrolla en comunidad. Es el
tiempo de las solidaridades colectivas, sin una verdadera separación
entre privado y público. Los castillos albergan grandes salones
donde no hay tabiques. Los hombres de armas, la reserva, los
an triones, sus huéspedes, sus niños, se reparten en los diferentes
pisos. El mobiliario es restringido, simple y desmontable, los cofres
sirven de trastero y, para los festines, se pone una tabla sobre
caballetes. Las casas campesinas, que no di eren mucho de las
chozas protohistóricas, no comprenden más que una sola habitación;
la cocina, como lo esencial de la vida social, se hace en el exterior de
la casa. A partir de la segunda parte de la Edad Media se constituye
una vida de familia. Sobre el modelo de la realeza que se instala,
cada hogar se organiza alrededor de su jefe; cada casa es una suerte
de principado soberano. Si bien la cantidad de piezas aumenta, no
tienen funciones especí cas. Las calefaccionadas se reservan a los
amos, y solo las camas se cierran con cortinas.
No obstante, a nes del siglo se produce un cambio: aparece lo
que llamamos “intimidad”.41 Se trata del nacimiento de la vida
privada. Se acepta la soledad; el individuo intenta sustraerse a las
coerciones del grupo; alcobas de nicho, espacios entre cama y cama
se convierten en lugares donde uno puede atrincherarse. Pero las
piezas siguen estando en hilera; en las mansiones ricas hay un
vaivén de los habitantes, de los domésticos, de los invitados. En el
seno de los edi cios parisinos, estrechos y altos, la distribución
vertical prevalece; las habitaciones de una familia están distribuidas
en varios pisos, cuando no hay un entrelazamiento de piezas
repartidas en los diferentes niveles de la misma construcción. La
noción de confort no existe. La cocina se hace agachado, en el nivel
del atrio. La calle, el patio son lugares de vida. Los innumerables
vendedores de agua, de madera, los poceros, las lavanderas, ofrecen
los servicios que no se hacen en la casa. Más tarde, en el siglo ,
cuando la familia nuclear se instaura como el refugio de lo privado,
la vivienda es de una sola pieza. A partir de los años 1720 la
distribución horizontal se convierte en la regla. Una pareja y sus
hijos viven en una casa donde cada miembro de la familia conserva
su propia intimidad. Es el n de la promiscuidad obligada, de los
lugares indistintos. En las residencias aparecen los espacios libres,
pasillos, recibidores, corredores. Cada uno posee su cama, que ya no
tiene cortinas: es el dormitorio lo que constituye una clausura, y está
separado de los salones de recepción y los boudoirs femeninos.
Pronto se impone el salón comedor. El agua, considerada peligrosa
desde nes de la Edad Media, vuelve a ser utilizada. El cuarto de
aseo aparece en los años 1750, pero el baño sigue siendo un placer de
ricos, y uno se hace afeitar en la tienda del barbero. En el siglo la
cocina, aseptizada, alejada de los espacios consagrados a las
mundanidades, ocupa su lugar en la vivienda; se crean las
habitaciones para los niños; a comienzos del siglo se crean los
cuartos de baño; los varones y las niñas dejan de dormir en las
mismas habitaciones, y su proximidad con los domésticos es
desterrada.
La promiscuidad y la transparencia han desaparecido; la represión
está en marcha, y se inscribe en las paredes. Los pacientes de Freud
pueden empezar a consultar.

9. Marie Cardinal, Les Mots pour le dire, París, Le Livre de poche, 1978, p. 129. [Hay versión
en castellano: Las palabras para decirlo, trad. de Marta Pessarrodona, Barcelona, Noguer y
Caralt, 2000.]
10. Lorenzo Lo o, Anunciación (alrededor de 1530), Recanati, Villa Colloredo Mels; Johannes
Vermeer, Una dama escribe una carta con su sirvienta (1670-1671), Dublín, Galería Nacional de
Irlanda; Henri Matisse realiza varias Mujeres sentadas en los años veinte; Edward Hopper,
Sol de la mañana (1952), Columbus Museum of Art. Véase Béatrice Fontanel, Nos maisons, du
Moyen Âge au e siècle, París, Seuil, 2010.
11. Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, Histoire de l’habitation humaine depuis les temps
préhistoriques jusqu’à nos jours, París, He el, 1875, reimpresión Hache e-BNF, pp. 4-5. [Hay
versión en castellano: Historia de la habitación humana, sin indicación de traductor, Buenos
Aires, Editorial Víctor Lerú, 1945.]
12. * En el original sans foi, ni toit, ni loi. El autor juega con una locución francesa que dice:
n’avoir ni foi ni loi [no tener ni fe ni ley], que se traduce como “vivir al margen de la ley”
(entre otras cosas). [N. del T.]
13. Véase Sigmund Freud, Totem et tabou, OCF. P XI. [“Tótem y tabú. Algunas
concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos”, vol. 13, 1991.]
14. * En el original maisonnée. Esta palabra no tiene traducción en nuestra lengua; viene de
maison, “casa”, y el autor juega con la “casa” que viene a continuación (La maisonnée […]
précède la maison). Estrictamente signi ca “el conjunto de personas, generalmente de la
misma familia, que habitan la misma casa”. La traduciremos por “familia” o, según el
contexto, por distintas perífrasis, como “los de la casa”. [N. del T.]
15. Véase Alberto Eiguer, L’Inconscient de la maison, París, Dunod, 2013.
16. Sigmund Freud, Totem et tabou, op. cit., p. 361, n. 1.
17. Sigmund Freud, Le Malaise dans la culture, OCF. P XVIII, p. 277, n. 1. [“El malestar en la
cultura”, vol. 21, 1992, p. 89.]
18. Sigmund Freud, La Disparition du complexe d’Œdipe, OCF. P XVII, p. 31. Es Freud quien
compara su frase con la de Napoleón, referida por Goethe. Véase Johann Wolfgang von
Goethe, Mélanges, París, Hache e, 1863, p. 309. [“El sepultamiento del complejo de Edipo”,
vol. 19, 1992, p. 185.]
19. Véanse Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, Histoire de l’habitation humaine…, op. cit., cap.
; Auguste Ammann, Charles Garnier, Guide historique à travers l’exposition des habitations
humaines, París, Librairie Hache e, 1889, citado en Simone Roux, La Maison dans l’histoire,
París, Albin Michel, 1976, pp. 7-9; Béatrice Bouvier, “Charles Garnier (1825-1898), architecte
historien de L’Habitation humaine”, Livraisons d’histoire de l’architecture, 2005, n° 9, pp. 43-51.
20. Leonardo da Vinci, La última cena (1495-1498), Milán, Santa Maria delle Grazie; Tiziano,
Peregrinos de Emaús (1530), París, Museo del Louvre, y Venus de Urbino (1538), Florencia,
Galeria degli U zi.
21. Diego Vélasquez, Venus del espejo (alrededor de 1647), Londres, National Gallery y Las
Meninas (1656), Madrid, Museo del Prado; Francisco Goya, La familia de Carlos IV (1801), La
maja vestida (alrededor de 1802-1805), La maja desnuda (alrededor de 1790-1800), Madrid,
Museo del Prado.
22. Eugène Delacroix, Odalisca (alrededor de 1825), Cambridge, Fi william Museum, La
mujer con medias blancas (alrededor de 1825-1830), Boda judía en Marruecos (alrededor de
1839), París, Museo del Louvre; Auguste Renoir, Gabrielle con rosa (1911), París, Museo de
Orsay, Gabrielle con joyas (1910), Ginebra, colección Skira, y La Señora de Georges Charpentier y
sus hijos (1878), Nueva York, Metropolitan Museum of Art.
23. Sigmund Freud, Nouvelles conférences d’introduction à la psychanalyse, París, Gallimard,
1984, p. 93-94. [“Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis”, vol. 22, 1991, pp. 62-
63.]
24. René Magri e, La giganta (1929), Colonia, Museum Ludwig, La tentativa de lo imposible
(1928), Toyota Municipal Museum of Art; fotografía de George e y René Magri e en
Perreux-sur-Marne en 1928, reproducida en Marcel Paquet, Magri e, Colonia, Taschen, 2005,
p. 60. Édouard Manet, Almuerzo campestre (1863), París, Museo de Orsay.
25. Véase también Edward Hopper, Interior en verano (1909), Nueva York, Whitney Museum
of American Art.
26. Citemos sus cuadros más conocidos: Verano (1943), Wilmington, Delaware Art Museum;
Atardecer en cap Cod (1939), Washington, National Gallery of Art; Noctámbulos (1942),
Chicago, Art Institute of Chicago; y Gente al sol (1960), Washington, National Museum of
American Art.
27. Véase Patrick Avrane, Les Faits divers. Une psychanalyse, París, PUF, 2018, cap. 3.
28. Para Psicosis: Casa al borde de las vías (1925), Nueva York, Museum of Modern Art y
Escalera del 48 rue de Lille en París (1906), Nueva York, Whitney Museum of American Art.
Los cuadros que representan casas en Gloucester son numerosos.
29. Habitación en Nueva York (1932), Lincoln, Sheldon Museum of Art.
30. Véase Sigmund Freud, Pour introduire le narcissisme, OCF. P XII. [“Introducción del
narcisismo”, vol. 14, 1992.]
31. Véase Sébastien Longchamp, Anecdotes sur la vie privée de Monsieur de Voltaire, París,
Honoré Champion, 2009; y para todo esto, véase Jean-Louis Flandrin, Famille. Parenté,
maison, sexualité dans l’ancienne société, París, Seuil, “Points Histoire”, 1995. [Hay versión en
castellano de: Jean-Louis Flandrin, Orígenes de la familia moderna. La familia, el parentesco y la
sexualidad en la sociedad tradicional, sin indicación de traductor, Crítica Biblioteca Digital de
Aranjuez 1979, Material de archivo descargable.]
32. * Así se llamaron los numerosos edi cios que mandó construir el barón Haussmann, a
mediados del siglo , a lo largo de las anchas avenidas que transformaron el aspecto de
París. [N. del T.]
33. Beaumarchais, Le Mariage de Figaro, acto I, escena , París, Gallimard “Bibliothèque de la
Pléiade”, 1988, p. 383. [Las bodas de Fígaro, varias versiones en castellano.]
34. Véase Paul Veyne, “L’Empire romain”, en Philippe Ariès, Georges Duby (dir.), Histoire
de la vie privée, vol. 1, París, Seuil, “Points Histoire”, 1999. [Hay versión en castellano:
Historia de la vida privada, trad. de Francisco Pérez Gutiérrez, Tres Cantos (Madrid), Taurus,
2001.]
35. Para esto y lo que sigue, véanse Cécile Guibert Brussel, Lise Herzog, Où vivent les
hommes ? Une histoire de l’habitat, París, Éditions du Patrimoine, 2017; Simone Roux, La
Maison dans l’histoire, op. cit.; y los catorce volúmenes de Joël Corne e (dir.), Histoire de
France, París, Belin, 2009.
36. Véase Paul Veyne, “L’Empire romain”, loc. cit.; y Patrice Faure, Nicolas Tran, Catherine
Virlouvet, Rome. Cité universelle, París, Belin, 2018.
37. * En el original Le côté n’est pas “du côté”, que traducimos literalmente para mantener el
juego de palabras, pero el autor juega aquí con los títulos originales de los volúmenes uno y
tres de En busca del tiempo perdido: Du Côté de chez Swann y Le Côté de Guermantes, cuyas
traducciones al castellano son, respectivamente, Por el camino de Swann y El mundo de
Guermantes. Téngase esto en cuenta porque en este apartado mantendremos ese juego,
transformando la verdadera traducción de sus títulos por su literalidad. Por otra parte,
todas las citas de ambos libros son transcripciones textuales de sus versiones en castellano,
trad. de Pedro Salinas el primero, y de este último y José María Quiroga Plá el segundo. [N.
del T.]
38. Marcel Proust, Du côté de chez Swann, en À la recherche du temps perdu, París, Gallimard,
“Bibliothèque de la Pléiade”, 4 tomos, 1987-1989, tomo 1, pp. 132-133. [Hay versión en
castellano: Por el camino de Swann, trad. de Pedro Salinas, Madrid, Alianza Editorial, 1997.]
39. * Aquellos que rompían el contrato de vasallaje con su señor. [N. del T.]
40. Marcel Proust, Le Côté de Guermantes, en À la recherche du temps perdu, op. cit., tomo 2, p.
315. [Hay versión en castellano: El mundo de Guermantes, trad. de Pedro Salinas y José María
Quiroga Plà, Madrid, Alianza Editorial, 2011.]
41. Véanse Annick Pardailhé-Galabrun, La Naissance de l’intime, París, PUF, 1988; Perla
Serfaty-Garzon, Chez soi. Les territoires de l’intimité, París, Armand Colin, 2003.
2. REFUGIO
Cuando Hiltrude, esa joven analizante nacida en las antípodas,
asegura que mi apartamento se parece al de Freud, en realidad no
sabe nada de eso, porque ella no conoce más que las piezas donde es
recibida: la entrada, la sala de espera, el consultorio. Por supuesto,
esto se debe comprender en la dinámica de la cura; proyección —ver
en el consultorio del analista todo tipo de lugares— y metonimia —
tomar la parte por el todo— son sus motores esenciales. Este
comentario no debe entenderse en una perspectiva de arquitecto, de
agente inmobiliario o de historiador del psicoanálisis.

L
No obstante, una necesidad reúne todos esos puntos de vista. El
constructor, el vendedor, el comprador, el inquilino, así como el
profesional y sus pacientes, lo saben: el lugar donde ejerce el analista
no puede estar constituido de piezas en hilera. ¡Ni pensar que el
compañero o la compañera, los niños o cualquiera que atraviese el
consultorio para dirigirse a sus piezas o a la cocina, así como
tampoco un analizante, esté obligado a saludar a una familia que
está almorzando o cenando para acceder al diván! Es tan obvio y
trivial que nunca hizo falta aclararlo. Así, salvo un
reacondicionamiento, las construcciones anteriores al siglo no
son muy utilizables para este ejercicio que apareció a nes del siglo
, una época donde corredores y pasillos se dan por descontado.
“Todo esto me parece extremadamente singular: […] mi gran
apartamento en la casa más bella de todo Viena, toda la insolencia
que tengo de casarme y hacerme pasar por un hombre que se puede
permitir todo eso”.42 Todo el tiempo de su largo noviazgo —cuatro
años— con Martha Bernays, Sigmund Freud se confía a Minna, la
hermana menor de esta. En consecuencia, ante ella se jacta de
insolencia en esta carta de agosto de 1886, respuesta indirecta a la
reprimenda que le dirigió algunas semanas antes su futura suegra: la
señora Bernays acusa a su querido Sigi —diminutivo habitual de
Sigmund— de increíble ligereza, hasta de sinrazón, de encarar una
mudanza para casarse cuando no tiene fortuna, pocos ingresos y
cuando debe partir por un mes para un período militar. “Alquilar un
apartamento en el mes de agosto, justo en el momento en que va a
ausentarse por cinco o seis semanas, es literalmente tirar la plata por
la ventana. […] Querer asegurar la dirección de un matrimonio sin
tener los medios es calamitoso”43, insiste.

L
Aquí no hay nada que no sea muy clásico. Una madre —el padre de
Minna y Martha ha fallecido— se inquieta por ver que su hija
abandona el refugio familiar por un nido de cuya solidez duda. El
futuro jefe de familia apuesta que él estará a la altura. El amor
compartido y la complicidad de la nueva pareja aseguran la calidad
de la nueva casa, a menos que las promesas no sean cumplidas. Ese
es el argumento de tantas novelas. Y también el de La casa del gato que
pelotea. Primera de las Escenas de la vida privada de los Estudios de
costumbres, Balzac pone este breve relato al comienzo de La comedia
humana. Su título es un emblema: un animal que se comporta como
un ser humano; Balzac compara su obra con la de Bu on. Su
argumento evoca la corta existencia de su joven hermana, Laurence,
que murió a los 23 años en la miseria y la pena tras haber desposado
a un noble depravado y jugador. Pero ante todo el escritor pone en
escena el destino de dos hermanas, la historia de dos vidas,
describiendo los lugares donde habitan. Sus hogares dan cuenta de
su ser.
“Los artistas en general son unos muertos de hambre. Son
demasiado despilfarradores para no ser siempre malas personas”44
enuncia, en el tono que se le podría adjudicar a la señora Bernays,
Monsieur Guillaume, honorable comerciante de telas cuya hija
menor, Augustine, quiere desposar a un pintor de moda, Gran
Premio de Roma y barón. El artista noble seduce a los padres con
una tela digna de los mejores cuadros de la escuela amenca.
Representa la construcción del siglo , al atardecer, en cuyo fondo
—transparencia de otros tiempos— una lámpara, detrás del stand de
la tienda, ilumina el salón comedor, su platería y a sus comensales
en su modesta y tranquila vida familiar.
—Esos paños desplegados […], se los podría tomar con la mano.
—Los tapices siempre quedan muy bien —responde el pintor […].
—Así que le gusta la tapicería —exclama el tío Guillaume—. Y bien, ¡repámpanos!,
estamos de acuerdo, mi joven amigo.45

Por consiguiente, el pintor se puede casar. Se lleva a su conquista a


un apartamento embellecido por todas las artes mientras que, el
mismo día, Virginie, la hija mayor del pañero desposa al primer
auxiliar de la venerable tienda, futuro par de Francia en un esbozo
no publicado de La comedia humana.46 Después de algún tiempo, el
artista se cansa de la ausencia de fantasía, de la trivialidad, de la
ingenuidad de Augustine que solo sabe decir: “Es muy bonito”, para
comentar una obra. En lo más profundo de ella misma conserva el
alma de su casa natal, su tranquilidad, su decorado inmemorial, las
necesidades del comercio inscritas en el mobiliario. Al darse cuenta
de que su marido tiene una amante intenta pedir consejo a su
hermana, pero no encuentra más que indiferencia en la casa del gato
que pelotea, apenas lo bastante modernizada para el bien de los
negocios. Donde viven sus padres, ahora ricos negociantes retirados,
descubre una casa sin gusto, repleta de adornos de oro y de plata, en
los que parecen disputarse el ahorro y la prodigalidad. Por último,
en su candor y su inocencia, se decide a conocer a su rival, duquesa
y famosa coqueta que atravesará tanto El tío Goriot como Las ilusiones
perdidas.47* En el suntuoso hotel del Faubourg Saint-Germain, es el
golpe de gracia para Augustine, reducida a admirar el lujo adornado
con el desdén, la voluptuosa disposición de los muebles, la elegancia
en el desorden de los salones oridos, el buen gusto de los bronces
dorados y de los jarrones de Sèvres, todo cuanto le es inaccesible
porque no puede ni pensarlo. Augustine reconoce su derrota. Y
muere a los 27 años.
A pesar de las inquietudes de su madre, Martha Bernays escapa a
ese destino. Se casa en septiembre de 1886, a los 25 años, con
Sigmund Freud, de 30, y se mudan al bello inmueble vienés.

L
A su regreso de París, donde pasa una temporada con Charcot en la
Salpêtrière, Freud decide abrir un consultorio de neurólogo. En abril
de 1886 se instala en un apartamento, detrás del ayuntamiento de
Viena, que comprende dos piezas, una de las cuales, dividida en dos
por una cortina, sirve de dormitorio.48 La vivienda no sirve para una
pareja, ya que vida de familia y vida profesional deben estar
separadas. Por eso, antes de sus bodas, el joven médico poco
razonable busca una nueva casa. Haciendo caso omiso de la
reticencia de muchos, alquila un apartamento en la Stiftunghaus (casa
de la fundación del emperador), inmueble reciente de la Maria
Theresienstrasse cuya fachada inmensa evoca a la vez un palacio
veneciano y una catedral gótica.
Llamada por los vieneses Sühnhaus (casa de la expiación), este
edi cio está construido en el emplazamiento del Ringtheater, que
desaparece en terribles circunstancias: en el curso de la última
representación de los Cuentos de Ho mann de O enbach, en
diciembre de 1881, un incendio dramático destruye el teatro.
Brutalmente, la alegría se transforma en tragedia, las sonrisas dan
paso a gritos de horror; el refugio del placer se convierte en un
brasero funesto. Para nosotros, esa catástrofe resuena con el incendio
del Bazar de la Caridad, en París, dieciséis años más tarde, de la que
todavía en los años cincuenta podíamos oír hablar a testigos.49 En
ambos casos, no se conoce el número exacto de víctimas —alrededor
de quinientas en Viena—, muchas son difícilmente identi cables,
algunas forman parte de la alta sociedad del imperio: un hermano de
la baronesa Vetsera, amante del príncipe Rodolfo, en Viena, una
hermana de Sissi, la emperatriz de Austria, en París. Las causas son
similares: explosión de gas de las lámparas en el teatro austríaco, del
éter del proyector del cinematógrafo en la venta de caridad parisina.
Se toman medidas para evitar la renovación de tal drama —
instalación de cortinas no in amables entre la escena y la sala,
apertura hacia el exterior de las puertas de salida—, y cada vez se
erige una capilla conmemorativa. La de la calle Jean-Goujon está
siempre presente en París, la de Viena se encontraba en la Sühnhaus,
pero el edi cio no resistió los daños de la Segunda Guerra Mundial
y fue demolido en 1951.
Después de la catástrofe, el emperador Francisco José crea una
fundación cuya tarea es construir en el lugar de las ruinas del teatro
un inmueble en alquiler cuyos ingresos serán destinados a las
víctimas y a sus familias. Sin embargo, el drama es demasiado
cercano, el lugar está atormentado por el recuerdo de los
desaparecidos; la Stiftunghaus (casa de la fundación) se convierte en
la Sühnhaus (casa de la expiación); la superstición aleja a los
candidatos a tal vivienda. Sigmund Freud le pregunta a Martha si
ella está dispuesta a superar esos prejuicios, y en septiembre de 1886
forman parte de los primeros locatarios. En octubre de 1887 su hija
mayor, Mathilde, ve allí la luz del día. La leyenda familiar re ere
que el emperador dirigió una carta de felicitaciones a la joven pareja
por esa nueva vida surgida en un lugar donde hubo tantas muertes.
Las alabanzas de Francisco José son tanto más merecidas cuanto que,
después de Mathilde, el lugar asiste al nacimiento, en diciembre de
1889, de Martin, y luego, en febrero de 1891, de Olivier. Pero
entonces las cuatro piezas de Maria Theresienstrasse 8 ya no bastan;
en septiembre, la familia Freud se muda al primer piso de Berggasse
19.

B
En este edi cio de cuatro pisos, de construcción maciza, de factura
clásica, sin el estilo rimbombante de la Stiftunghaus y muy lejos del
moderno Jugendstil que aparece en esa época, los Freud no residen
en el apartamento más prestigioso. El segundo piso, cuya altura bajo
el techo es probablemente más importante, con sus cornisas que
dominan las ventanas, sus columnas y su balcón, aplasta un poco al
que está debajo. Encontramos un estilo semejante al impuesto en
París por el barón Haussmann. El primer piso, por encima de las
tiendas, como ocurre en la Berggasse, sigue siendo del trabajo; el
piso noble es el segundo. Es el que será ocupado a partir de 1928 por
la gran amiga de Anna Freud, Dorothy Burlingham; la
norteamericana, heredera de Ti any, que llega a Viena en 1925 por
el psicoanálisis, reside allí con sus hijos hasta el exilio de 1938.
El apartamento alquilado por Freud en 1891 comprende seis
piezas; no hay corredor, se abren desde un vestíbulo de entrada. Esta
disposición impone que algunas no sean accesibles sino atravesando
otras piezas, como en los tiempos antiguos. Es lo que ocurre sobre
todo con el consultorio de Freud, entonces médico especializado en
neuropatología, que da a la calle. Mientras tanto, nuevos niños
llegan al hogar, Ernst en abril de 1892, Sophie exactamente un año
más tarde y por último Anna en diciembre de 1895. Por eso el doctor
Freud, a nes de 1896, desplaza su consultorio. Lo instala en un
apartamento de tres ambientes, en el entrepiso del edi cio. “Martha
ha vuelto a tener un brillante desempeño, de manera que no eché de
menos ninguna hora de consultorio. Ahora el desorden es de los de
arriba”50, escribe a su amigo Wilhelm Fliess.

U
Tuve el siguiente sueño: Con una toile e muy incompleta salgo de una vivienda de la
planta baja y trepo por la escalera hasta el piso superior. […] De pronto veo que una mujer
de servicio baja por la escalera y entonces viene a mi encuentro. Me avergüenzo […]. La
situación del sueño está tomada de la realidad cotidiana. En una casa de Viena
tengo dos viviendas que se comunican sólo exteriormente, por la escalera. En el
entrepiso están mi consultorio médico y mi escritorio, y un piso más arriba las
habitaciones. Cuando he terminado mi trabajo, a hora tardía, subo por la escalera
hasta mi dormitorio. La tarde anterior al sueño había recorrido ese breve camino
con una toile e realmente algo desarreglada, es decir, llevaba desprendidos el
cuello, la corbata y los puños.51

En la serie de asociaciones de ideas que hace a partir de las imágenes


del sueño, Freud explica que, aunque está vestido a medias, la
vergüenza no es únicamente sexual. La criada, de edad avanzada,
“gruñona y nada atractiva”, le evoca la conserje de una casa donde
va cotidianamente para darle inyecciones a una anciana. Al subir la
escalera habitualmente siente la necesidad de aclararse la garganta,
pero no hay escupidera. “Sostengo el punto de vista de que la
limpieza de la escalera no puede mantenerse a mi costa, sino que
tiene que ser posibilitada colocando una salivadera”52, explica. Por
eso el producto de sus expectoraciones desemboca en los escalones,
para el mayor perjuicio de la conserje, que desde entonces se niega a
saludarlo. Escupir en el suelo está en el orden de las cosas, caminar
sin corbata ni cuello es una indecencia. ¡Otros tiempos, otras
costumbres!
E
Pero aquí, el escritorio entra en los sueños de Freud, y la
interpretación de los sueños entra en su escritorio. Los niños nacen y
viven en el apartamento familiar del primer piso; el psicoanálisis ve
la luz del día en esas tres piezas de un entrepiso sobre el jardín. Más
precisamente, lo que gura en el sueño es lo que une el consultorio y
la alcoba, la actividad profesional y la vida afectiva, una relación que
está en el corazón de la práctica psicoanalítica. La interpretación de los
sueños se publica en 1900, la “Psicopatología de la vida cotidiana” en
1901; son los sueños de Sigmund, pero también de Anna, de Martin
y de Mathilde, los que son interpretados; y todos, tanto Martha
como los niños, están presentes en las asociaciones de los sueños,
como en los motivos de los actos fallidos, de los lapsus o de los
olvidos de nombres. La escalera que une los dos espacios es una
metáfora de la invención psicoanalítica: descubrir los lazos que unen
lo que parece no tener ninguna relación, una imagen absurda de
sueño con un deseo del sujeto, un síntoma con un acontecimiento
olvidado de su historia, un lapsus con lo que no se con esa. El
consultorio médico se transforma en escritorio de los sueños y los
recuerdos.
En el primer piso, una joven hermana de Sigmund, Rosa, vive con
su marido Heinrich Graf, abogado, y sus dos hijos, en el mismo
palier que la familia de su hermano. En marzo de 1908, Heinrich
Graf fallece brutalmente de lo que entonces se llama un ataque
cerebral, un ACV. Di cultades nancieras obligan a Rose y a sus
hijos a mudarse53, y la familia Freud toma su apartamento. En
adelante, y hasta su partida obligada en 1938, Sigmund Freud y los
suyos ocupan todo el piso. Freud instala allí su escritorio. Abandona
las tres piezas del entresuelo: allí había instalado un consultorio de
neurólogo; vuelve al primer piso con la práctica psicoanalítica que él
inventó. El accesorio esencial de su actividad ya no es más un
maletín de médico, ahora es un diván. Su escritorio, insertado en la
vivienda familiar, poco a poco adquiere el aspecto que se le conoce
gracias a las fotografías tomadas justo antes del exilio londinense;54
se llena de estatuillas y de objetos antiguos, se cubre de cuadros y de
tapices.
Si bien el decorado de las habitaciones profesionales se enriquece,
hasta volverse muy congestionado, su instalación no cambia. De la
entrada se pasa a una sala de espera —donde, hasta 1910, cada
miércoles se reúnen los miembros de la Sociedad psicoanalítica de
Viena—55, y una puerta acolchada da paso al consultorio del
psicoanalista. Se puede salir de este por un corredor que rodea la
sala de espera; los analizantes no se cruzan. El espacio de trabajo de
Sigmund Freud comprende dos piezas: el consultorio, con su sillón y
el diván, y un estudio donde escribe, recibe para las primeras
entrevistas y las consultas y conversa con los numerosos visitantes,
psicoanalistas o no, que lo visitan. Todas esas piezas dan al jardín
del inmueble.

T
En la otra parte del apartamento, que cuenta con unas diez
habitaciones, no hay la misma estabilidad. Está la infraestructura, la
modernización, el confort. “El departamento marcha bien, de a poco
comienza a enderezarse y levantar cabeza. Vamos a tener un
hermoso baño con estufa de gas, y la cocina ha sido ampliada”56,
explica en 1910 la joven Anna a su padre, entonces de viaje en Italia.
No obstante, ante todo, está la partida de los hijos. Las chicas
primero: Mathilde se casa en 1909, y se instala en las cercanías;
Sophie se casa con un hamburgués en 1913 pero ella, para
desesperación de su padre, fallece en 1920. Luego vienen los
varones. Después de la Gran Guerra, mientras combaten, se quedan
poco tiempo en Berggasse 19. Martin se casa en 1919; Ernst y Oliver
parten a Alemania, el primero justo después del matrimonio de su
hermano, el segundo en 1920. “¿Cómo hago para rendir el próximo
invierno que viene por 6 hermanos?”57, se inquieta Anna en julio de
1915.
De hecho, a partir de los años veinte, quedan en el apartamento
familiar con Sigmund Freud tres mujeres: su esposa, Martha; su hija
más joven, Anna; su cuñada, Minna. El novio de esta fallece en 1886;
sabiendo que estaba enfermo había roto su noviazgo; sin embargo,
Minna no utiliza esa libertad para anudar nuevos lazos. De tanto en
tanto ocupa un empleo de dama de compañía, pasa algunos meses
en casa de su hermana en 1895, luego se instala allí de nitivamente
el siguiente año. La habitación de la tía Minna es contigua a aquella
de la pareja Freud; no tiene entrada independiente y para acceder a
la suya debe atravesar la de Martha y Sigmund. Esto, asociado con el
buen entendimiento entre Freud y su cuñada, las excursiones que
hacen juntos y las pocas noches compartidas en el mismo hotel —de
las que nada sabemos—, después de la muerte de Freud no deja de
alimentar el rumor malintencionado según el cual él se comporta a
imagen de ese padre de la horda primitiva que posee a todas las
mujeres, y cuyo abuso denuncia. Al arcaísmo de la casa respondería
el arcaísmo del comportamiento. Maravillosa acumulación de
so smas propio de los rumores. Incluso si se considera que ese mito
del padre primitivo tiene una onza de realidad, ¡el plano de
Berggasse 19 no fue dibujado por Freud! Por otra parte, y esto es lo
esencial, las construcciones antiguas, sin espacios libres, no son el
antro de algún ogro legendario. Los corredores y las diversas zonas
de tránsito no introducen nuevas prohibiciones fundamentales, sino
que permiten el aislamiento, autorizan la intimidad, aquella que
encuentra todo su lugar en el consultorio del psicoanalista. Es la
invención de la vida privada la que clausura los cuartos, y no la
prohibición de una sexualidad desenfrenada, el n de las bacanales
probablemente soñadas por aquellos que lanzan esos anatemas. “El
de pasar por una serie de habitaciones es un sueño de burdel o de
harén”.58 La interpretación de los sueños con rma el origen del
contenido del rumor: la expresión de deseos reprimidos.
Una serie de cuartos, con seguridad —en la vivienda vienesa varias
piezas contiguas se comunican así—, pero burdel o harén, por cierto
que no. No es el estilo de la casa. La parte privada del apartamento
de la familia Freud, tal como podemos descubrirla en las fotografías
de 1938 o en las diversas evocaciones de la correspondencia, de los
recuerdos publicados59, parece de una desahogada trivialidad.
Sillones, sillas y mesas, papel pintado, tapetes y chucherías no
alterarían el salón donde Magri e pone a La giganta y pinta La
tentación de lo imposible. Mujeres seductoras, Venus en el espejo, Maja
desnuda o incluso vestida no tienen allí su lugar. No estamos en un
cuadro surrealista.60 Por lo que respecta a los sueños y a los
fantasmas, eso ocurre en otro lado.

B
“¿Crees tú por ventura que en la casa alguna vez se podrá leer sobre una placa de
mármol: Aquí se reveló el 24 de julio de 1895 al Dr. Sigm. Freud el secreto del
sueño?”.61

Fue en junio de 1900, tras la publicación de La interpretación de los


sueños, cuando el doctor Freud confía sus esperanzas al doctor Fliess,
su amigo. La placa será puesta en mayo de 1977.
Sin embargo, la casa en cuestión no es el apartamento vienés sino
el castillo Bellevue, una suerte de muy pequeña, muy modesta y
muy lejana evocación del castillo del Belvedere de Viena, construido
en una colina al norte de la ciudad. “Antiguamente se la había
destinado a local de estas, de ahí que sus habitaciones fuesen
inusualmente vastas, como vestíbulos”62, subraya Freud, que durante
varios veranos toma posesión de ella con su familia. El misterio que
allí se devela es el del sueño prínceps de La interpretación de los
sueños: el sueño de la inyección a Irma. El gesto médico del pinchazo
—y en las asociaciones de Freud se encuentran las inyecciones
cotidianas a la anciana cuya escalera sube escupiendo— está
desviado de su función, ocupa un lugar simbólico. La inyección
conduce en particular a lo que puede satisfacer a la joven viuda
Irma, luego al embarazo de Martha “Aunque debe comprenderse
que no he informado acerca de todo lo que se me ocurrió”63, aclara
Freud algunos años más tarde.
A veces, los descubrimientos no pueden hacerse en un entorno
demasiado habitual. En 1895 el escritorio del doctor Freud está
todavía en el apartamento familiar. Bellevue es una casa diferente,
“antiguamente destinada a la organización de estas y
64
recepciones”. Sueños y fantasmas son aquí recibidos como se
puede imaginar que podían serlo los bailes de máscaras, las veladas
con sus conversaciones brillantes o engañosas, sus encuentros
inesperados; ellos no corren el riesgo de deslucir ni el edi cio ni su
reputación. Aquí se pueden imaginar múltiples funciones a la
jeringa, desviarla de su uso, sin que eso arruine la medicina.
Probablemente, para pasar del consultorio del neurólogo al del
psicoanalista, se necesita una etapa que desvíe, que transite por un
no-lugar, allí donde ya no se habita, donde no se tiene un anclaje.65
Más tarde, cuando la revelación de los misterios del sueño se erige
en ciencia, el escritorio del psicoanalista se convierte en un espacio
de nido; hasta es útil que lo sea para que se entable una cura. No
conozco una representación del escritorio de Freud en 1908, y no
estoy seguro de que exista una descripción precisa de él. No
obstante, sabemos que su colección de objetos antiguos comenzó
muy pronto, hasta volverse esa acumulación transportada a su
vivienda londinense. Las múltiples estatuillas, copas y jarrones
habitan el lugar, le dan un alma particular que zanja con el decorado
convencional del resto del apartamento. Allí es toda la aventura
humana la que se exhibe con esos objetos, algunos de los cuales
datan del Paleolítico o de Sumeria, de Egipto, de Grecia, de Roma;66
aquí, es la existencia de una familia, con sus recuerdos en una
vitrina, sus fotografías en un marco, sus ores en jarrones. Es
necesario que los espacios sean distintos. El discurso de un
analizante, su vida, sus sueños, sus deseos, su historia, ocupan un
lugar en la historia de la humanidad, no en la de una familia que no
es la suya. El inconsciente de todas las casas debe poder oírse en el
consultorio del psicoanalista.

D G
Hiltrude está decepcionada de su visita a Berggasse 19, pero tal vez
es esa decepción lo que allí busca. En la fecha en que la realiza es
apenas un museo, solo un apartamento vacío y deteriorado en el
cual uno circula, con algunas fotos en la pared y, aquí y allá, unos
muebles que quieren evocar la presencia del antiguo dueño del
lugar, un espacio abandonado que le recuerda las numerosas
mudanzas de su juventud cuando, siguiendo a su padre al azar de
sus puestos de ingeniero en una sociedad internacional, deja una
casa que habitó durante un tiempo demasiado corto.
Ahora que la escalera de mi inmueble le evoca el de Freud67,
descubre mi escritorio. Hace algunos meses que se tiende en el
diván, pero hasta entonces el decorado no existía. Observa la
biblioteca, los objetos que están diseminados en ella, particularmente
dos Garuda balineses de madera oscura que le recuerdan una época
en que residía con su familia en Indonesia. “¡Vaya, se movieron!”,
subraya cuando las estatuillas son desplazadas. La pieza donde
tienen lugar sus sesiones está habitada, ya no es el consultorio
médico del dispensario donde consultaba antes de conocerme;
probablemente tuvo que pasar por la vacuidad del apartamento de
la Berggasse para descubrirlo. Tanto en las curas analíticas como en
la vida, las etapas a menudo son necesarias: Viena para Hiltrude,
Bellevue para Freud, el Hôtel des Réservoirs para Proust antes de
que comience la redacción de En busca del tiempo perdido, en el
bulevar Haussmann. Otros lugares, otras paredes, otras moradas
vivi can la mirada. El inconsciente de las casas se entiende
difícilmente en la rutina. “Puse el cuadro en la pared para olvidar
que había una pared, pero al olvidar la pared también me olvido del
cuadro”68 observa Georges Perec.
No obstante, es una segunda visita freudiana la que permite a
Hiltrude —esta analizante imaginada a partir de diferentes guras
remodeladas para salvaguardar la con dencialidad— poner de
mani esto los lazos particulares, a veces teñidos de angustia, que
ella anuda con sus viviendas. En ocasión de una estadía en Londres
se dirige a Mares eld Gardens 20, el último domicilio de Freud,
transformado en museo. Allí, el escritorio del padre del psicoanálisis
fue conservado; se reconoce la silla, el sillón, el tapiz sobre el diván,
fotogra ados antes de la huida de Viena; aunque la pieza esté menos
repleta, buena cantidad de las antigüedades están alineadas en
mesas, consolas, vitrinas. No es una puesta en escena, ni una
reconstitución, el museo Grévin o Madame Tussauds, es el auténtico
consultorio de Freud con sus verdaderas colecciones, insiste
Hiltrude al referir hasta qué punto se sintió impactada por esa visita.
Lo que la perturba es la permanencia y la fragilidad, explica, porque
esas estatuillas, que atravesaron los siglos, estuvieron a punto de
desaparecer, espoliadas por los nazis, ¡y siguen allí! Y luego añade:
“¡Es como sus Garuda!”. El apartamento, la escalera, y ahora el
decorado del escritorio, ¡así que estoy alojado en casa de Freud!
No obstante, parece que lo esencial no está tanto en esa
identi cación como en la permanencia del encuadre del análisis. Los
objetos presentes en el escritorio son su marca; mejor que la persona
del analista, dan cuenta de la inmortalidad. Las casas atraviesan el
tiempo; en nuestra civilización, siempre constituyen el primer bien
transmitido por herencia; su desaparición repentina provoca
espanto, desamparo.

R C
Mientras trabajaba […] detrás de mi tienda y justo en la entrada de mi cueva, algo
verdaderamente aterrador me dejó espantado y fue que, de repente, comenzó a
desprenderse sobre mi cabeza la tierra del techo de mi cueva […] Sentí verdadero
pánico porque no tenía idea de qué podía estar ocurriendo […] escalé el muro por
miedo a que los trozos que se desprendían de la roca me cayeran encima. No bien había
pisado tierra rme cuando vi claramente que se trataba de un terrible terremoto porque
el suelo sobre el que pisaba se movió tres veces en menos de ocho minutos, con tres
sacudidas que habrían derribado el edi cio más resistente que se hubiese construido
sobre la faz de la tierra. […] Como nunca había experimentado algo así, ni había
hablado con nadie que lo hubiese hecho, estaba como muerto o pasmado […] y ya no
podía pensar en otra cosa que en la colina que caía sobre mi tienda y sobre todas mis
provisiones domésticas, cubriéndolas totalmente, lo cual me sumió en una profunda
tristeza.69

Apenas Robinson Crusoe deja el hogar familiar, pese a las


exhortaciones de sus padres, que ya lo lamenta. Hasta su encalladura
en la isla desierta, tempestades, naufragios, rapto y esclavitud,
vagabundeo en busca de comida, amenazas de caníbales y de
animales salvajes alternan con los encuentros con seres benévolos y
caritativos, emisarios de buena fortuna. El relato de sus veintiocho
años de vida solitaria, luego en compañía de Viernes, no es más que
una parte de la novela de Daniel Defoe, incluso si esta transforma a
su héroe en personaje de leyenda.
El terremoto sobreviene poco después de su instalación. El
náufrago comienza a conocer su isla, sus animales salvajes pero no
feroces, su naturaleza virgen pero no hostil. Recupera en los restos
de la nave su cientes fusiles, pólvora y herramientas para
procurarse alimento y construir su morada; una cueva rodeada de
una empalizada se convierte en el refugio donde vive en total
seguridad. Robinson ha reconstituido el hogar perdido de su
infancia, pero hete aquí que un sismo lo pone en peligro. Más tarde,
tranquilizado por la ausencia de nuevas sacudidas, el héroe de
Daniel Defoe se reconforta con un poco de ron encontrado en las
provisiones salvadas del barco, “cosa que hice en ese momento y
siempre con mucha prudencia porque sabía que, cuando se
terminara, ya no habría más”70, aclara Robinson. Él prevé el
porvenir, supera la tristeza y la devastación y vuelve a entrar en la
vida. Recuperar así no fuese más que una brizna de lo que contenía
la casa destruida reconforta; la historia no se detiene.
La descripción de lo que experimenta Robinson, sus reacciones, las
palabras mismas que emplea, las oigo en el transcurso de una sesión
de Hiltrude que, de joven, vivió una experiencia similar. La
incomprensión, el terror y la huida, luego el estupor frente a la
devastación son relatadas por la mayoría de las personas que
padecieron un terremoto, incluso si algunos están preparados para
eso. En toda catástrofe inevitable —deslizamiento de tierra,
terremoto, inundación, huracán—, cuando la casa se viene abajo, lo
que se derrumba es el mundo, un desamparo que parece
insuperable.

D
La existencia intrauterina del hombre se presenta abreviada con relación a la de la
mayoría de los animales; es dado a luz más inacabado que estos. […] eleva la
signi catividad de los peligros del mundo exterior e incrementa enormemente el valor
del único objeto que puede proteger de estos peligros y sustituir la vida intrauterina
perdida.71

“Impotencia”, “desamparo”, “tribulación”, hasta el extraño


neologismo “desayuda” numerosas son las palabras utilizadas para
traducir “Hil osigkeit”, el término empleado por Freud con el objeto
de describir el estado del lactante indefenso cuando viene al mundo.
Los psicoanalistas, amantes de las controversias, están encantados de
batallar acerca de un concepto que cada uno puede comprender al
ver a un recién nacido incapaz de vivir sin cuidados. Estos,
aportados por el entorno, crean la necesidad de ser amado inherente
al ser humano; el valor inconmensurable del objeto que protege
queda inscrito para siempre en cada uno.
Por supuesto, el objeto en cuestión no es una cosa, es la madre.
Pero tampoco es necesariamente una sola persona. Aunque la
mayoría de las veces existen lazos privilegiados con aquella que se
hace cargo del bebé después de su nacimiento, es todo el entorno
humano el que abriga del mundo exterior. Son los brazos que llevan,
el biberón o el pecho que alimenta, la cuna, pero también el nombre
que da una identidad, la ley que prohíbe el asesinato y el incesto, la
casa, clausura simbólica que separa del extranjero, paredes que
protegen del calor, del frío, de la intemperie. La morada garantiza la
permanencia de la vida porque envuelve a aquellos y aquellas que
cuidan al lactante; ella alberga a los protectores. “La casa resguarda
la ensoñación, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar
en paz”72, subraya Gaston Bachelard. Cuando se derrumba, es una
madre que suelta a su lactante, el biberón que se rompe, el pecho
que se seca, el desamparo que se realiza. Robinson deja de estar en
una isla acogedora y caritativa, está aterrado, siente un verdadero
pánico, en lo más profundo de su ser. Nunca conoció nada semejante
porque, como la mayoría de los recién nacidos, fue mimado al llegar
al mundo. El desamparo no era más que una amenaza; el terremoto
lo llevó a cabo.
Entonces, el trago de ron de una botella salvada de un naufragio,
un jarrón antiguo que resistió a los siglos, dos Garuda que se
mueven pero que siempre están ahí son otros tantos signos de que
no todo fue destruido a pesar de los sismos, los saqueos, las
catástrofes reales o soñadas. Las pocas gotas de alcohol revigorizan a
Robinson Crusoe, efecto consciente pero, por el lado inconsciente,
también dan testimonio de la permanencia de la vida. Así como no
desapareció en el naufragio, el brandy tampoco desapareció en el
terremoto; ese objeto es el salvavidas sobre el cual puede agarrarse el
deseo, el que permite no dejarse ahogar por el desamparo.
E
“El pecho es un pedazo mío, yo soy el pecho. Luego, sólo: Yo lo
tengo, es decir, yo no lo soy…”.73 El lactante no distingue el objeto
caritativo de sí mismo. No es únicamente el pecho, es el cuidado, la
lactancia, el transporte, la cuna, la habitación, el mundo que lo
rodea, su casa, que no son todavía objetos exteriores, aquellos que
uno puede poseer. “El tener es posterior, vuelve de contrachoque al
ser tras la pérdida del objeto”.74 La pérdida del objeto no es su
aniquilamiento, es su espera, la posibilidad de recuperar el pezón o
la tetina que no están constantemente a su disposición, la madre que
se ausenta; no es la casa destruida, sino una puerta que se abre o se
cierra.
El objeto es el garante de la casa, porque si la habitación del bebé es
su refugio, ella es también un abrigo que corre el riesgo de
desaparecer por la misma razón que el vientre materno. Los barcos
naufragan, las ciudades se derrumban, las tiendas se vuelan, los
niños nacen. Todo esto, probablemente, es una fantasía de
psicoanalista, pero nos permite comprender que una dimensión
inconsciente de la casa descansa en su fragilidad, no importa cuán
sólidamente haya sido construida, cuán insumergible fuese el
Titanic. No es la casa la que protege de los peligros al lactante echado
al mundo, es el amor que contiene, y su marca son los objetos.
Reliquias rescatadas del paquebote que descansa en el fondo del
océano, trago de ron, jarrones y estatuillas del escritorio de Freud,
Garudas identi cados por Hiltrude son otros tantos signos de que,
más allá de los avatares de la vivienda, lo que hace del recién nacido
un hombre, lo que lo inscribe para siempre en un linaje de seres
humanos, permanece.
Ni madriguera ni guarida, la casa no es únicamente una protección
contra los predadores, una reserva de alimento, ella envuelve los
objetos de amor del hombre, aquellos que son necesarios para su
vida.

42. Carta a Minna Bernays del 25 de agosto de 1886, en Sigmund Freud, Minna Bernays,
Correspondance, 1882-1938, París, Seuil, 2015, p. 210.
43. Carta de de Emmeline Bernays a Sigmund Freud del 17 de junio de 1886, en Ernest
Jones, La Vie et l’Œuvre de Sigmund Freud, París, PUF, 1958, vol. 1, pp. 162-163, subrayado en
el texto. [Hay versión en castellano: Vida y obra de Sigmund Freud, trad. de Mario Carlisky,
Buenos Aires, Horme, 1996.]
44. Honoré de Balzac, La Maison du chat-qui-pelote, París, LGF, 1970, p. 60. El editor aclara
que en el siglo , en esta grafía, “meure-de- n” [deformación (pero con la misma
homofonía) de meure-de-faim, “muerto de hambre”. (N. del T.)] tiene un sentido injurioso.
[Hay versión en castellano: La casa del gato que pelotea y otros relatos, sin indicación de
traductor, Buenos Aires, Centro Editor, 1971.]
45. Ibid., p. 64.
46. Honoré de Balzac, La Femme artiste, en La Comédie humaine, París, Gallimard,
“Bibliothèque de la Pléiade”, 12 tomos, 1976-1981, tomo XII, p. 613.
47. * Solo a título indicativo, el hecho de citar un libro en castellano signi ca que tiene
traducción en nuestra lengua. Únicamente se darán sus referencias completas (editorial,
etc.) cuando sean citados con dichas referencias en el texto o las notas al pie.
48. Para esto y lo que sigue, véanse Ernest Jones, La Vie et l’Œuvre de Sigmund Freud, op. cit.;
Ernst Freud, Lucie Freud, Ilse Grubrich-Simitis, Sigmund Freud. Lieux, visages, objets, París,
Gallimard, 2006; La Maison de Freud, Bergasse 19, Vienne, fotografías de Edmund Engelman,
París, Seuil, 1979.
49. Soyez témoin, 13 de abril de 1956, Radio France (archivos Ina); y véase Michel Winock,
“L’incendie du Bazar de la Charité”, L’Histoire, junio de 1978, n° 2.
50. Carta a Wilhelm Fliess del 22 de noviembre de 1896, en Le res à Wilhelm Fliess, 1887-
1904, París, PUF, 2006, p. 261. [Hay versión en castellano: Cartas a Wilhelm Fliess, 1887-1904,
trad. de José Luis Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1994. [La cita es
transcripción textual de la versión en castellano de este libro, así como también la siguiente
de la p. 60.] En ambas daremos su paginación. Para esta, p. 216.]
51. Sigmund Freud, L’Interprétation du rêve, OCF. P IV, pp. 277-278. [La interpretación de los
sueños; vol. 4, 1991, pp. 249-250.]
52. Id.
53. Véanse cartas de Sigmund Freud a su hija Mathilde del 15 y 19 de marzo de 1908, en
Sigmund Freud, Le res à ses enfants, París, Aubier, 2012, pp. 47-49. [Hay versión en
castellano: Cartas a sus hijos, trad. de Florencia Martín y Alejandra Obermeier, Buenos Aires,
Barcelona, México, Paidós, 2012.]
54. La maison de Freud, Bergasse 19, Vienne, op. cit.
55. Véase Les Premiers Psychanalystes. Minutes de la Société psychanalytique de Vienne, vol. 1 y
2, París, Gallimard, 1976.
56. Carta de Anna Freud del 13 de septiembre de 1910, en Sigmund Freud, Anna Freud,
Correspondance, 1904-1938, París, Fayard, 2012, p. 55. [Hay versión en castellano: Sigmund y
Anna Freud. Correspondencia 1904-1938, trad. de Martina Fernández Polcuch y Silvia Villegas,
Buenos Aires, Paidós, 2014. (La cita es transcripción textual de la versión en castellano de
este libro, p. 49).]
57. Carta de Anna Freud del 27 de julio de 1915, en ibid., p. 140 [p. 115].
58. Sigmund Freud, L’Interprétation du rêve, op. cit., p. 400. [“La interpretación de los sueños
(continuación)”, vol. 5, 1991, p. 360.]
59. Véanse La maison de Freud, Bergasse 19, Vienne, op. cit.; y, por ejemplo, Detlef Berthelsen,
La Famille Freud au jour le jour. Souvenirs de Paula Fichtl, París, PUF, 1991. [Hay versión en
castellano de Detlef Berthelsen: La vida cotidiana de Sigmund Freud y su familia. Rrecuerdos de
Paula Fichtl, trad. de Pilar Esterlich, Barcelona, Península, 1995.]
60. Véase supra cap. 1.
61. Sigmund Freud, Le res à Wilhelm Fliess, 1887-1904, carta del 12 de junio de 1900, op. cit.,
p. 527 [p. 457].
62. Sigmund Freud, L’Interprétation du rêve, op. cit., p. 143. [La interpretación de los sueños, vol.
4, p. 129.]
63. Ibid., p. 153, n. 1 (nota añadida en 1909). [“La interpretación de los sueños (primera
parte)”, vol. 4, 1991, p. 138.]
64. L’Interpretation du rêve, pero aquí, París, Seuil, 2010, p. 146.
65. Véase Isée Bernateau, Vue sur mer, París, PUF, 2018.
66. Véase Rodin et Freud collectionneurs, París, Ediciones del Museo Rodin, 2008.
67. Véase supra, cap. 1.
68. Georges Perec, Espèces d’espaces, en Œuvres, tomo I, París, Gallimard, “Bibliothèque de la
Pléiade”, 2017, p. 588. [Hay versión en castellano: Especies de espacios, trad. de Jesús
Camarero, Barcelona, Montesinos, 2007.]
69. Daniel Defoe, Vie et aventures de Robinson Crusoé, París, Gallimard, “Bibliothèque de la
Pléiade”, 1959, pp. 81-82. [Robinson Crusoe, varias ediciones en castellano. Esta cita, y las
siguientes, son transcripciones textuales de este libro.]
70. Ibid., p. 83.
71. Sigmund Freud, Inhibition, symptôme et angoisse, París, PUF, 1981, p. 82. [“Inhibición,
síntoma y angustia”, vol. 20, 1992, p. 145.]
72. Gaston Bachelard, La Poétique de l’espace, París, PUF, “Quadrige”, 2011, p. 26. [Hay
versión en castellano: La poética del espacio, trad. de Ernestina de Champourcin, Buenos
Aires, Fondo de Cultura Económica, 1992.]
73. Sigmund Freud, Résultats, idées, problèmes, OCF. P XX, p. 319. [“Conclusiones, ideas,
problemas”, vol. 23, 301.]
74. Id.
3. CUERPO
La casa es una imagen del cuerpo, esa representación tan personal
que tenemos de nuestro cuerpo en función de nuestra historia,
nuestros deseos conocidos y desconocidos, el inconsciente de
nuestro ser.75 Los niños, que dibujan su puerta como una boca y sus
ventanas como ojos, lo saben. Los párpados y las persianas se cierran
de noche, a veces de día, para dormir o bien para ganar tranquilidad.
Bajo el techo reside el pensamiento o el alma, y cuando la casa está
viva, habitada, la chimenea echa humo. A menudo se representa un
sendero para llegar a ella.

I
La imagen del cuerpo encarna la manera en que lo habitamos,
siempre demasiado grueso para una persona anoréxica que ve
formas adiposas allí donde nosotros estamos inquietos por su
delgadez, nunca lo bastante musculoso para algunos cuyos
pectorales hinchan su camisa. Es la manera en que vivimos con
nuestro cuerpo, el modo en que es nuestra morada. La imagen del
cuerpo no es el esquema corporal. Este se apoya en nuestra
anatomía, que compartimos con todos los hombres, y cada
civilización, en cada época, compone una imagen ideal de él. Así, la
Venus de Bo icelli o la Afrodita de Delos, el Poseidón del cabo Artemisio
o El hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci76 están en el horizonte
de nuestro yo ideal. Esas pinturas, esos bronces, esos mármoles
representan otros tantos físicos maravillosos y magní cos que no
habitamos, mientras que podemos reconocernos en esos hombres y
esas mujeres dibujados por Goya, Delacroix, Renoir o Hopper.77
Estos tienen que ver con la imagen del cuerpo, viven en este mundo
terrenal; aquellos dan testimonio del esquema corporal, más allá de
la fugacidad de una existencia.
Una casa es una imagen del cuerpo cuando no solo está ocupada
sino habitada, con sus cualidades y sus defectos, su belleza y su
fealdad, cosa que puede desagradar a un ajeno y seducir a quienes
viven en ella. Al dedicarse a construir una residencia ideal, un
esquema corporal perfecto, promotores y arquitectos corren el riesgo
de padecer decepciones. El plano y el proyecto, por admirablemente
concebidos que estén, no siempre son habitables; omiten las
preferencias estéticas de sus residentes, sus tradiciones, sus
caprichos, a veces irracionales, el inconsciente de la casa.

M
En 1923, Henri Frugès, un industrial azucarero amante del arte,
compra un aserradero en Lège, Gironda, que fabrica cajas para el
azúcar. Entusiasmado por la lectura del artículo de un joven
arquitecto78, le propone la creación de una pequeña ciudad obrera
donde estarán alojados los empleados del aserradero. Se trata de la
primera urbanización concebida por Le Corbusier. Rápidamente se
da a este conjunto de casas de hormigón, provistas de un techo
terraza, el nombre de “barrio marroquí”. Poco después, Henri
Frugès decide con Le Corbusier la construcción de un conjunto más
importante, siempre destinado a los obreros; se prevén ciento treinta
casas, cincuenta de las cuales en Pessac, en el suburbio de Burdeos.
A pesar de las reticencias de la administración frente a este proyecto,
el lugar se inaugura en 1926, en presencia del ministro de la
Vivienda.
Frugès da carta blanca a Le Corbusier. El arquitecto proyecta una
urbanización moderna en la que tanto el chalé suizo como la casita
bordelesa son registrados en el museo. Según la de nición que se ha
vuelto famosa, lo que se construye son máquinas de habitar. Ellas
permiten transformar el hombre y la sociedad, porque proponen
soluciones racionales en un entorno donde nada fue dejado al azar
para el bienestar de los residentes. Las técnicas de construcción son
de vanguardia; las casas son notables. Colores de las paredes,
ventanas alargadas con marcos metálicos, persianas corredizas,
cuartos de baño y aseos en Pessac (Lège no posee agua corriente),
volúmenes diseñados con cuidado, garaje para un automóvil, con la
terraza en el techo, ofrecen un aspecto aún muy moderno en la
actualidad. En adelante están clasi cadas, y del mundo entero
vienen a admirar aquellas que vuelven a su estado inicial, porque
rápidamente fueron alteradas.
En efecto, el barrio de Pessac acondicionado por Le Corbusier no
tiene mucho éxito, e incluso es más bien rechazado. Los obreros
esperados no se instalan, y los que vienen transforman su casa. Se
ponen carpinterías y techo, se agrandan las ventanas, otras se tapian,
se cierran los patios para convertirlos en piezas, se añaden anexos, se
clausuran los jardincitos, y todo eso muy pronto. Un habitante se
acuerda de una visita de Le Corbusier que, al comprobar una
modi cación, inscribe en su plano: “ejemplo de mal gusto”. El
hombre nuevo no hace acto de presencia. Lo que se propone es un
plano ideal, un esquema corporal que apunta a la perfección, y los
que vienen a vivir en esas construcciones son hombres y mujeres que
tienen su propia imagen del cuerpo. Algunos reacondicionamientos
son racionales. Las terrazas tienen fugas, se necesita un techo; las
casas son demasiado pequeñas, se añade una pieza. Otros son más
personales: a las ventanas abiertas, a la transparencia obligada, se
oponen con cortinas y persianas. “No puedo esconder la escoba”, se
queja una mujer; “no se puede vivir sin alacenas”, con rma otra. Se
necesita un poco de pudor, de represión. Y cada uno viene con su
historia, sus chucherías, sus muebles. Un reloj de pie, una colección
de jarroncitos, sillones de estilo inde nible ocupan su lugar en ese
interior depurado. El inconsciente de la casa ganó la partida.
El barrio Frugès en Pessac estuvo a punto de desaparecer, a tal
punto las casas estaban des guradas, pero también degradadas a
causa de las de ciencias del hormigón, cuya técnica no había sido
controlada en el momento de la construcción. No obstante, Le
Corbusier se convirtió en una gura mundial de la arquitectura; sus
construcciones fueron salvadas y clasi cadas, son obras de arte. No
todas recuperaron aún su estado inicial, algunos trabajos están en
curso, sin embargo, hasta los más puristas de los restauradores que
las habitan reconocen que se necesitan acondicionamientos. Aquí se
hizo una abertura, allá se desplazó una chimenea. Algunos lo
proclaman: este barrio, estas casas son un patrimonio, por la misma
razón que Notre-Dame de París o el castillo de Versalles; hay que
saberlo cuando se vive en ellas. Pero Notre-Dame es la casa de Dios,
y Versalles la de los fantasmas de los Borbones. Una casa habitada
no puede ser una obra de arte; imagen del cuerpo, no es Venus o
Poseidón.

L
“Le asombraba que los gatos tuvieran abiertos dos agujeros en la piel
justo donde están sus ojos”.79 El chiste de Lichtenberg puede parecer
como el desafío que tienen que aceptar los constructores. En esta
perspectiva, se trata de fabricar el estuche que mejor conviene para
albergar a los seres humanos; aquel en el cual todo hombre y toda
mujer pueda deslizarse al venir al mundo, sin que sea necesario
remodelar su forma, cambiar sus aberturas o acondicionar el
interior. “A veces les parecería que podría transcurrir
armoniosamente una vida entera entre aquellos muros cubiertos de
libros, entre aquellos objetos tan perfectamente domesticados que
habrían acabado por creerlos hechos desde siempre para que los
usaran ellos únicamente”80, se ilusionan Jérôme y Sylvie, los
personajes de Las cosas de Perec. Aquí, la casa aparece como en busca
de armonía entre sus ocupantes y sus paredes, entre su forma y la
del cuerpo humano, su plano y el esquema corporal.
A nes del siglo Leonardo da Vinci dibuja El hombre de Vitruvio,
inscrito en un círculo y un cuadrado. Corrigiendo las proposiciones
que dio el arquitecto romano del siglo a. de J.-C. utilizando el
número de oro, esta representación establece un nuevo ideal. En
1945, a partir de una silueta humana y, una vez más, el número de
oro, Le Corbusier crea el Modulor, en adelante escala de referencia
para toda construcción armoniosa. No me caben dudas de que
algunos volúmenes son preferibles para la vivienda humana; ellos
representan la dimensión consciente, el esquema corporal regular
tan admirado por la estatuaria antigua clásica. No obstante, la piel
de los gatos, como la del hombre, no es de bronce. Ellas envuelven
un cuerpo que cambia, que crece, que envejece; arrugas o calvicies
son los signos de los años que pasan, cuando los héroes de la novela
de Georges Perec sueñan con un tiempo detenido en la somnolencia,
donde estarán poseídos por las cosas que creen necesarias para su
felicidad. El mismo Le Corbusier, al revisitar algunas de sus
construcciones, reconoce que una casa no está destinada a ser
perenne; algunos acondicionamientos son bienvenidos. No es él
quien hizo de sus realizaciones obras museísticas congeladas, salidas
de la vida, ofrecidas a la contemplación.
La casa en que habitamos es tanto nuestra obra como la de su
constructor, y encarna aquello que los psicoanalistas, desde Donald
D. Winnico , conciben como un espacio transicional o potencial.81
Un recién nacido no se distingue de su madre —como de toda
persona que ocupa esta función—, no concibe mamar un seno
exterior a él; la realidad externa del mundo no está aún constituida.
Sobre todo, esa es la experiencia de tomar el pecho, su
discontinuidad, que poco a poco distingue al bebé de su madre.
Cuando en las primeras semanas tiene lugar tomar el pecho, el
lactante no lo integra de entrada como procedente de un objeto
independiente de él. La madre se adapta a lo que ella reconoce como
demanda del bebé, y también sabe apartarse cuando es preciso; así,
el lactante cree que él crea un mundo exterior —y nosotros
conservamos esa fascinación por la magia. Luego, por la ausencia de
una respuesta inmediata a sus expectativas, esa ilusión cae, sin que
el bebé sea por ello abandonado; la realidad exterior se corporiza,
enlazada con los cuidados aportados al infante. Ese es el origen del
espacio transicional: una zona intermediaria, no disputada, donde
realidad interior y vida exterior se conjugan, un primer entorno
virtual, una de cuyas representaciones son los brazos que sostienen,
la cuna, la habitación. La casa lo hereda. Y no es el único legado que
soporta.

M
“Anoche soñé que había vuelto a Manderley”.82 La primera frase de
Rebeca, de Daphne du Maurier, es famosa. De inmediato Manderley,
la nca, es puesta en el corazón de la intriga. Más aún, la autora la
hace existir. Al hacer de la casa el objeto de un sueño, la transporta a
la realidad. Un sueño, ya sea escrito en un libro, representado en el
cine —su narración también abre la Rebeca de Hitchcock—83 o
contado a su compañera, su compañero, su psicoanalista, es un
hecho. Para cada uno, el sueño es la parte novelada de su vivencia.
Nuestros sueños son nuestras cciones, aquellas que vivimos. Sus
relatos les dan cuerpo, hacen entrar su objeto en el mundo. Por
paradójico que pueda parecer, el sueño de las primeras páginas de
Rebeca puede así suscitar la creencia del lector en la realidad del
argumento. Ese sueño capta su atención, lo arrastra en la lectura.
En 1936, con La posada de Jamaica —que es adaptada y un poco
des gurada por Hitchcock en una película estrenada en 193984*—,
Daphne du Maurier conoce su primer gran éxito.85 No obstante,
desde su publicación en 1938, Rebeca es un superventas; el libro se
vende en varios centenares de miles de ejemplares en Gran Bretaña y
en los Estados Unidos. Las traducciones se multiplican (en Francia,
en 1939, pero en un texto en parte truncado). En 1940, el lm de
Hitchcock que, esta vez, gracias al productor David O. Selznick, es
el a la novela, es nominado a los Oscar en once categorías; recibe el
de la producción y es uno de los mayores éxitos de taquilla del año, lo
que aumenta todavía más la notoriedad de la obra y produce una
revolución en la vida de Daphne du Maurier; este libro, considerado
como su obra maestra, le aporta gloria y reconocimiento, así como
una gran independencia material.
Primera novela gótica del siglo para algunos, siempre clasi cada
entre las diez mejores novelas policiales, Rebeca es también la historia
de una casa. El título de la novela es el nombre de pila de una mujer
fallecida que el lector jamás conocerá; en un primer argumento,
rechazado, Hitchcock quiere hacerla aparecer en un ashback. No
conocemos el apellido de la heroína, el “yo” que narra la historia
comenzando por su sueño; “[Tiene usted] un nombre poco corriente
y encantador”86, se contenta con recalcar Maxim de Winter, su futuro
esposo. De los protagonistas principales, solo este último y
Manderley, la propiedad de la que es indisociable, son a la vez
llamados y están presentes; la narradora es anónima, Rebeca ha
muerto.

U
Una joven de 21 años, la narradora, tímida dama de compañía de
una esnob y ridícula norteamericana, la señora Van Hopper, que se
cree una mujer de mundo, reside con ella en un hotel de Montecarlo.
Llega un nuevo veraneante, el propietario de Manderley, que no se
repone de la muerte de su esposa, Rebeca, ahogada en una bahía
cerca de la nca, explica la señora Van Hopper. Ávida de
mundanidades, esta hace de manera de presentarse al prestigioso
cuadragenario, pero el hombre experimenta simpatía para con su
acompañante. De comidas compartidas en paseos en automóvil, de
diálogos convencionales en con dencias, lazos de complicidad, de
afecto y luego de amor no confesado se anudan entre el aristócrata y
la modesta señorita un poco torpe. Todo esto sigue siendo virtual
hasta la decisión brusca de la señora Van Hopper de partir. La joven,
desolada, informa de esto a Maxim de Winter. “De manera que la
señora Van Hopper se cansó de Montecarlo y quiere volver a casita.
Pues mira, yo también. Ella, a Nueva York; yo, a Manderley. ¿Cuál
pre eres? Puedes elegir”.87 Ella elige, y él le informa a la
norteamericana de su decisión de casarse con su dama de compañía.
Fin del cuento de hadas, pero no sin una amenaza que emana de la
presuntuosa mundana despechada. Para ella, esa decisión es un
error, la joven no tiene ninguna experiencia para ser ama de una casa
como Manderley, cuyas recepciones son famosas; ella no forma parte
de ese medio, no conoce ni los usos ni los códigos. Maledicente,
lanza una última pica:
Claro que comprenderás por qué se casa contigo, ¿no? ¿No te habrás hecho la
ilusión de que se ha enamorado de ti? La verdad es que aquella casa vacía le ataca
los nervios y casi lo ha vuelto loco. Eso fue lo que me dijo antes de que entraras en
el cuarto. No puede seguir viviendo solo…88

Comienzo de la historia bajo el signo del desastre anunciado. Desde


su llegada a Manderley, la profecía se realiza. La joven casada, con
vestidos pobres y gestos torpes, atemorizada por una numerosa
domesticidad que es incapaz de dirigir, no comprende nada de los
rituales de las comidas y se pierde en la gigantesca casa.
Incompetente, en cada visita, constantemente está inquieta por los
pasos en falso que va a dar y teme la compasión o las burlas que
estos suscitan. El ama de llaves de Manderley, la señora Danvers,
que consagra un culto a Rebeca y desprecia a la nueva señora de
Winter, la espanta. Maxim es de poca ayuda; perfectamente cómodo
en su castillo, ni se imagina la desolación de su esposa.

E
La narradora no se apropia de la casa, los agujeros en la piel no están
frente a los ojos, en vano la vida intenta ser armoniosa. Manderley
está habitada por la antigua señora de Winter. La casa gobierna a la
joven, mientras que Rebeca dirigía la mansión. Grandes pasajes del
relato están redactados en condicional; el fantasma prevalece sobre
la realidad. La joven casada se imagina lo que sería su vida, simple y
tranquila, si vivieran en un chalé anónimo; ella se conduce en
función de lo que pensarían los domésticos, los invitados, si no
actuara como Rebeca. Está segura de que Maxim no deja de
compararla con su antigua esposa. Un sentimiento de impostura se
apodera de ella, mantenido por la señora Danvers, hasta el apogeo
de un baile donde, siguiendo los pér dos consejos del ama de llaves,
ante un Maxim horrorizado, se pone un vestido idéntico al que
llevaba Rebeca. Es el colapso y, casi hipnotizada por la señora
Danvers, un tiempo después está a punto de arrojarse por una
ventana de Manderley cuando, acontecimiento imprevisto, el relato
se transforma en novela policial.
El acontecimiento imprevisto89* es un cañonazo que anuncia un
naufragio en la costa que bordea a Manderley. En el curso del
salvataje se descubre en el fondo del mar el pequeño velero de
Rebeca. Se la creía ahogada —y Maxim de Winter había reconocido
su cuerpo—, la encuentran muerta, encerrada en la cabina de su
barco voluntariamente hundido. Maxim le con esa todo a su nueva
esposa: es a ella a quien ama, mientras que odiaba a Rebeca.
Inmediatamente después de su matrimonio, esta le muestra su
verdadera cara. Mujer perversa y depravada, le propone a su marido
dar a Manderley ese aspecto maravilloso a cambio de su libertad de
costumbres y de una discreción absoluta. El acuerdo se mantiene
hasta el día en que, haciéndole creer que está encinta de uno de sus
amantes, se burla de su marido: ese niño ilegítimo heredará
Manderley. Exasperado, Maxim mata a Rebeca, lleva su cadáver al
velero y lo hunde. Luego de peripecias que son parte del suspense
del lm de Hitchcock —que solo involucran cinco capítulos de los
veintisiete de la novela—, la investigación concluye en el suicidio de
Rebeca de Winter. Tras el feliz desenlace del caso, en la ruta de
regreso, antes de llegar a la nca, Maxim y su mujer divisan un
resplandor en la noche: Manderley está en llamas.
El espectador de la película sabe que la señora Danvers prendió el
fuego, la ve desaparecer en el incendio, mientras que el lector solo
puede suponerlo; más tarde, la misma narradora se pregunta qué
ocurrió con el ama de llaves desde el drama. Con la muerte
accidental, y no el homicidio, de Rebeca en el curso de su disputa
con Maxim —el código Hays en vigor en Hollywood no puede
aceptar que un criminal no sea castigado—, y algunos
acondicionamientos debidos al pasaje por la puesta en escena, es el
único cambio notable, en el seno de la intriga, entre la obra original y
su adaptación cinematográ ca. Mucho tiempo después, evocando su
carrera en una entrevista con el cineasta François Tru aut, Alfred
Hitchcock toma alguna distancia con su trabajo. Sostiene que Rebeca
¡no es un lm de Hitchcock! Es cierto que, en ese primer rodaje
norteamericano, el productor Selznick no le dejó total libertad; por
otra parte, este último fue el recompensado con el Oscar al mejor
lm. Así, asegura Hitchcock, Rebeca no es más que una suerte de
cuento, uno de cuyos personajes es Manderley.
Porque la diferencia fundamental es esa. Incluso considerado como
un personaje, en el lm, Manderley sigue siendo el decorado de un
cuento, de una aventura sentimental y psicológica que se transforma
en intriga policial. Está fabricado por el realizador para estar al
servicio de la película, a imagen de Joan Fontaine, a quien Hitchcock
mantuvo en un clima de inseguridad para que encarnara de la
manera más cercana posible a la tímida heroína de la obra. En
cambio, en la novela, la nca está en el centro de la historia.
Manderley es el tema del libro de Daphne du Maurier y un objeto en
el lm de Hitchcock. Sin lugar a duda, los dos creadores no tienen el
mismo lazo con las casas: la primera las vive, el segundo las utiliza.
L
“Si paso frente a un lugar donde viví […], a menudo pienso en
entrar como si siguiera siendo mi casa, sacarme el abrigo, instalarme,
e intento imaginar la sorpresa del nuevo propietario. […] Siempre
pienso que la casa […] sigue estando de tu lado, pero por supuesto
los muebles de la otra persona te serían hostiles, […] sin embargo, la
atmósfera volaría en tu ayuda”90, confía Daphne du Maurier a su
amiga Oriel Malet.
Nieta de George du Maurier (1834-1896), dibujante y escritor
británico que nació en Francia, amigo de Henry James; hija de Sir
Gerald du Maurier (1873-1934), actor inglés lisonjeado por el
público, la novelista, nacida en 1907 en Londres, conoce la buena
sociedad y frecuenta las buenas residencias desde su infancia. Con
Rebeca, formidable éxito literario que, según se dice hoy, tuvo una
difusión de varias decenas de millones de ejemplares, no se contenta
con hacernos entrar en una de esas casas, sino que —y esto
seguramente no deja de tener lazos con la celebridad de la obra—
capta su viva dimensión, porque Manderley forma parte de la vida
de Daphne du Maurier. La historia corre a lo largo de varias
décadas, donde se habla de reminiscencias y de sueños infantiles, de
deseos realizados y de casas habitadas o abandonadas.
A nes de la Primera Guerra Mundial Daphne, su madre y sus
hermanas pasan una temporada en Milton Hall, inmensa residencia
de la familia Fi william desde hace cuatrocientos años. La niña
conserva un recuerdo fascinante de esa nca, y más tarde confía a
lord Fi william que la descripción del interior de Manderley
descansa en sus recuerdos de Milton Hall.
Unos diez años más tarde, Gerald du Maurier, su padre, compra
una casa al borde del mar, junto a Fowey, en Cornualles, esa punta
extrema sudoeste de Inglaterra. La muchacha y luego joven mujer
aprecia el lugar, donde pasa el mayor tiempo posible. En las
cercanías, invisible de la costa y bien oculta, se sitúa otra propiedad
señorial: Menabilly. Este es el principal modelo de Manderley.
Menos imponente que Milton Hall, la nca pertenece desde el siglo
a la familia Rashleigh; es un mayorazgo, inalienable y
deshabitado, porque su poseedor del momento pre ere una
residencia más confortable; una parte está en ruinas. Daphne,
fascinada por la casa, hace incursiones subrepticias y luego, después
de un pedido por carta al propietario, se le concede un permiso para
pasear por el parque. Es posible que una novela corta de tono
onírico, La Vallée heureuse [valle feliz]91, publicada en 1932, dé cuenta
de eso; incluso parece premonitoria. Entre sueño, fantasma y
realidad, una joven visita una propiedad abandonada y allí descubre
una casa desierta que se convertirá en la suya… valle feliz es el
nombre que la novelista da a una parte del parque de Manderley.
A comienzos de la Segunda Guerra Mundial, todo el mobiliario de
Menabilly es vendido, y la casa abandonada. Cuando Daphne la
vuelve a ver en 1943, “ya no tenía persianas, y los vidrios estaban
rotos. La estaban dejando morir”92, comprueba la que se había vuelto
una joven madre —sus tres hijos nacieron entre 1933 y 1940.
Luego, por fuerza de la escritora, el imaginario y la realidad se
mezclan; la casa y la autora se encuentran. Más precisamente, el
relato imaginado y escrito en primera persona se vuelve realidad.
Después de algunas negociaciones, Daphne du Maurier recibe el
acuerdo inesperado de alquilar Menabilly para habitarla si acepta
volver a ponerla en condiciones. Es el argumento de La Vallée
heureuse que se hace realidad. Y son los derechos de autor de Rebeca,
publicada cuatro años antes, los que permiten emprender los
trabajos necesarios. La novelista reside allí treinta y cinco años, hasta
1969, cuando el nuevo heredero de la nca, tras muchas vacilaciones,
decide volver a su casa. A su locataria le propone Kilmarth, la dower
house de la nca, la casa donde vive la viuda del señor tras haber
dejado su lugar en la casa madre. Daphne du Maurier, que había
enviudado hacía poco tiempo, sigue ese camino. Veinte años
después, es en Kilmarth donde se apaga.

Y ,
“Sí, el yo de Rebeca era yo […]. Nunca fui Rebeca desde entonces,
pero creo que lo seré cuando venga el príncipe Felipe y yo tropiece al
estrecharle la mano”93, con esa en 1952 la autora a su amiga Oriel,
recuperando en su carta el tono de su heroína. Daphne du Maurier
está casada con un brillante o cial del ejército británico que, después
de la guerra, es nombrado en un puesto prestigioso ante el príncipe
Felipe, esposo de la futura reina Isabel II. Precisamente por eso un
miembro de la casa de Windsor pasa una noche en Menabilly —
algunos años más tarde la misma reina viene a tomar el té, una taza,
sin tocar los scones—, y también por eso Daphne se ve como la
narradora de Rebeca.
Al arrendar Menabilly, la novelista la convirtió en su casa, la de su
familia. Probablemente, el edi cio fue su cientemente abandonado
por los Rashleigh para que esta morada se convierta, para cada uno
de sus nuevos habitantes, en un espacio donde se sienten en su casa,
sin demasiados con ictos con su imagen del cuerpo.
Es también lo que espera la heroína de Rebeca al llegar a
Manderley. En el hotel de lujo de Montecarlo, excolegiala tímida con
los codos enrojecidos y el pelo caído, ella solo es tolerada,
desconsiderada por el personal, que no responde a sus llamados, o le
sirven platos que rechazan los otros clientes. En adelante, en
Manderley, le ofrecen comidas de primera calidad, pero ella no las
elige; todos los domésticos están a su servicio, pero no la estiman
demasiado. Pasó de ser un cero a la izquierda a ser una impostora.
Ni el hotel de lujo ni el palacio la reconocen. Su imagen del cuerpo
no les conviene.
Cuando el príncipe Felipe llega a Menabilly, son las casas
principescas y nobles, los Fi william, los Rashleigh o los de Winter
los que recuperan su nca. Un miembro de una casa, en el sentido de
“familia”, va a la casa de otro linaje. En esas mundanidades, la
descendiente de un oscuro francés que se disfrazó con el nombre de
un pueblo no está en su lugar, aunque su padre sea el ídolo de las
salas de teatro, y aunque su abuelo, tras haber deleitado a los
lectores de Punch, el famoso diario satírico, haya conocido un
inmenso éxito con Trilby, una novela publicada en 1894. Esos du
Maurier, acróbatas y artistas, no pueden rivalizar con familias que
desde hace cuatro o cinco siglos ocupan la misma nca. Es lo que,
con ironía, Daphne podría explicar a lady Auriel Rosemary Malet
Vaugham, hija del conde de Lisburne, cuyo seudónimo es Oriel
Malet.
Sin embargo, el “yo” de Rebeca no es la novelista sino un instante,
el tiempo de percibir el lazo entre el libro y la realidad, entre la
heroína y su autora; el tiempo, diría un psicoanalista, de percibir la
dimensión del fantasma. Al día siguiente, las contingencias
materiales toman la delantera; Daphne prosigue su carta. No hay un
criado que abra la reja a la llegada del Daimler real, no hay más que
cuatro cuchillos con un mango entero, y un candelero de plata
necesita ser pegado otra vez… “El príncipe Felipe debe aprender
cómo vive el común de los mortales, y si no está dispuesto a
conducirse como un hombre común, no tendría que venir aquí, y
nosotros no tendríamos que invitarlo”94, concluye. Menabilly es su
morada, su espacio, el re ejo de su imagen del cuerpo.

A
“Es un error, me digo, amar ese bloque de piedra como se ama a una
persona”95, escribe Daphne du Maurier. Error seguramente no,
porque ese amor le hace escribir Rebeca, cuyo proyecto se le aparece
en el momento en que, acompañando a su esposo en un puesto en
Alejandría, está lo más lejos posible de Cornualles. Esas idas y
vueltas entre imaginario y realidad permiten comprender lo que yo
llamo el inconsciente de las casas, porque, reconozcámoslo, una cosa
no puede tener un alma, salvo aquella que se le presta; una casa no
puede tener la pretensión de poseer una imagen del cuerpo, sino de
aquella que se le fabrica.
No obstante, esa fabricación se inscribe en las paredes. Manderley
representa la imagen del cuerpo de Rebeca, no solo porque la señora
Danvers, el ama de llaves, eterna enamorada de esa mujer, sigue
reinando allí, sino también porque cada lugar, cada objeto llevan la
marca de la primera señora de Winter. El prestigio y el tamaño de los
salones son la manifestación de su mundanidad; las chucherías
preciosas, el lugar de los jarrones oridos dan testimonio de su
gusto; los platos servidos en la mesa, de sus preferencias culinarias;
las sábanas del lecho, de su sensualidad; hasta el empleo del tiempo,
siempre regulado por el horario del té y el encendido de las
chimeneas en las diferentes piezas como ella lo ordenó. “Rebeca,
siempre Rebeca. Fuera donde fuera, en Manderley, me sentase
donde me sentase, incluso en mis pensamientos y sueños, allí me
encontraba con Rebeca”.96
En sus pensamientos, en sus sueños. Para vivir en Manderley sería
necesario que la narradora habitase el cuerpo de Rebeca, a la manera
en que el hombre moderno es esperado en los chalés de Le
Corbusier. Así como los primeros ocupantes de la urbanización de
Pessac no están cómodos en las casas con techo terraza y con
ventanas oblongas del arquitecto innovador, la modesta joven
tampoco lo está en los muros varias veces centenarios del castillo. Es
aquí donde el inconsciente de la casa adquiere sentido. Rebeca está
en su lugar en Manderley como los admiradores de Le Corbusier se
complacen hoy en las viviendas que él construyó. Rebeca se casa con
Maxim de Winter, pero desposa a su nca. No dice “sí” a la delidad
y a la vida común con un hombre —eso es inmediatamente ultrajado
—, sino que acepta velar por el hecho de que la buena marcha y el
prestigio de un patrimonio se perpetúen. Ella forma un bloque con la
casa, pero solamente con la casa. No comparte su amor con su
esposo, sino que desempeña el papel de su mujer, aquella que no
desluce el linaje.
Daphne describe la historia del linaje de los amos de Menabilly.
A todos los evocaba en imaginación, hasta al actual propietario, que no podía amar
su vivienda; y cuando pensaba en él […], yo veía […] un niño que quedó huérfano
a los 2 años, que venía de vacaciones, en su traje de Eton, de chaqueta negra
ajustada y gran cuello, observando a su anciano abuelo con una mirada nerviosa y
vacilante.97

Algunos no se dejan intimidar. Daphne comprende por qué fue


despedazada la casa, vendidos sus muebles, abandonado el edi cio.
Cuando las paredes son portadoras de tantos recuerdos
desesperantes —los de un huérfano en chaqueta negra—, su
propietario puede odiarla. Como no puede separarse de la casa —su
venta está prohibida—, la mata. La novelista no tiene esa memoria,
así que la resucita. Con su amor, vuelve a dar vida a la nca, hace de
manera que los recuerdos nefastos dejen de frecuentar los salones y
las piezas, y permite que los descendientes recuperen su vivienda,
en la que siguen residiendo en la actualidad. Daphne du Maurier,
que conoce la fuerza del inconsciente de las casas, fue la terapeuta de
Menabilly.

L N
Con Manderley, la escritora no tiene la misma benevolencia. Maxim
de Winter no puede separarse de Rebeca —imposible divorciarse sin
provocar un escándalo—, así que la mata. Pero al suprimirla,
condena la nca.
En un primer bosquejo de la obra98, la heroína, la nueva esposa de
Maxim (que entonces se llama Henry) intenta poner n a sus días
consumiendo somníferos. Al despertar, Maxim le asegura su amor y
le con esa su odio por Rebeca, y su crimen. El epílogo de este
argumento sentimental probablemente le habría convenido a
Hollywood: al volver a Manderley, una vez admitido el suicidio de
Rebeca, la pareja tiene un accidente de auto. Maxim, homicida
culpable declarado inocente, es castigado, se vuelve inválido.
Manderley, que en esta versión no es más que un decorado, se
transforma en club deportivo… una muerte dulce.
La potencia del texto publicado radica en el papel de la nca. A lo
largo de toda la novela es un ser vivo. Manderley, joya admirable y
sin defectos, cuya atmósfera puede ser solemne, alegre o apacible,
vive y respira. Su rutina es inexorable, porque la construcción es
narcisista.
Manderley, apacible, callado, gracioso. No importaba que quien viviera entre sus
muros penara y sufriera y derramara lágrimas amargas; no importaba que entre
ellos naciera el dolor; la paz de Manderley no podía alterarse ni ser destruida su
belleza.99

Esta casa es a imagen de todos esos seres impregnados de narcisismo


que nos encantan porque parecen bastarse a sí mismos: hombres y
mujeres amantes de la belleza, dandis, gatos o grandes eras
salvajes.100 Rebeca misma es narcisista. “No estaba enamorada de
nadie. Estaba por encima de esas cosas. Despreciaba a todos los
hombres”101, a rma la señora Danvers. En una atrevida novela corta,
La Poupée102, publicada en 1937 pero escrita en 1928, una Rebeca
testimonia su narcisismo satisfaciendo su libido con una muñeca.
Por eso esta mujer comprende la casa, la adorna, la magni ca, le
ofrece ores y objetos costosos, organiza recepciones donde, en
espejo una de otra, todo su esplendor es admirado.
Cosa que no hace aquella que le sucede. La narradora de la novela
sueña con una vida sencilla, un desorden ocasionado por niños, unas
comidas sin ceremonias. Esta segunda señora de Winter, que llegó
tímida, torpe y desmañada, sabe, cuando es necesario, sentir
seguridad y jugar a las amas de casa. No obstante, si bien admira la
nca, está enamorada de su esposo. Se interesa en él, no hay
narcisismo en ella. Más que atraerla, el Manderley de Rebeca la
espanta; teme las garras de la era.

L
Narciso rechaza la decrepitud. Rebeca, aquejada por un tumor
incurable, anhela una muerte rápida y sin dolor. En el primer
bosquejo de la obra y en el texto publicado, pues, el lector puede
interpretar el gesto mortífero de Maxim como un suicidio de Rebeca:
deliberadamente, ella provocó a su marido para que la mate, un
enigma policial que se resuelve con la comprensión psicológica de
las relaciones entre los personajes.
A su regreso de Egipto, Daphne du Maurier se instala con su
familia en una casa solariega antigua, de la época de los Tudor, en
Hampshire, el condado de Jane Austen, al sur de Inglaterra. Allí
redacta Rebeca. No sé si las paredes del siglo la inspiran, pero no
obstante Manderley entra en la obra. La autora entiende el
inconsciente de la casa, sus amores y sus odios; su pasión gobierna el
epílogo. Por primera y única vez oímos la voz de Rebeca, su
comentario es referido con exactitud. Deja suponer a su esposo que
está encinta de uno de sus amantes y proyecta el porvenir de ese
niño. “Crecería aquí, en Manderley […]. Y cuando tú te murieras,
heredaría Manderley”.103 Ella describe el coche bajo los castaños, el
ilegítimo futuro propietario jugando en el parque. En este punto, su
per dia va demasiado lejos; Maxim le tira una bala en el corazón. Él
puede tolerar las in delidades de su mujer, su conducta disoluta y
su libertinaje; pero Manderley no padece la traición.
La casa comprende que el único amor de Rebeca es ella misma, que
no la halagó y embelleció sino para su interés. La nca y su
propietario son indisociables. La nca inalienable debe permanecer
en el mismo linaje (fee tail en la ley inglesa), y la nca es el ama, sus
propietarios no hacen sino sucederse de una generación a otra.
Manderley no puede aceptar que un ajeno la ocupe, y mucho menos
por la astucia de un engaño. La casa arma a su propietario del
momento. Maxim mata a Rebeca. “El yo no es el amo en su propia
casa”104, escribe Freud, tomemos la metáfora al pie de la letra.
El n habría podido convenir a los censores de Hollywood de
haber comprendido que el verdadero asesino es la casa. Cuando se
descubre que el desafío de Rebeca era un último ardid para
suicidarse por persona interpuesta, Manderley desaparece en las
llamas sin que, en la novela, se sepan las causas del incendio. La casa
está en llamas; el culpable es castigado. En Daphne du Maurier las
casas tienen pasiones, pero también valores morales; su inconsciente,
como el nuestro, se teje con eso.

75. Véanse Françoise Dolto, L’Image inconsciente du corps, París, Seuil, 1984; Paul Schilder,
L’Image du corps, París, Gallimard, 1968; Patrice Cuynet, La Maison de rêve. Image du corps
familial et habitat, París, In Press, 2017. [Hay versión en castellano de: Françoise Dolto, La
imagen inconsciente del cuerpo, trad. de Irene Ago , Barcelona, Paidós, 1990.]
76. Bo icelli, El nacimiento de Venus (1485), Florencia, Galeria degli U zi; Leonardo da Vinci,
Estudio de las proporciones ideales del cuerpo humano (1490), Venecia, Galería de la Academia;
Afrodita, Pan y Eros, mármol (alrededor de 100 a. de J.-C.), y Poseidón del cabo Artemisio,
bronce (alrededor de 450 a. de J.-C.), Atenas, Museo Nacional Arqueológico.
77. Véase supra, cap. 1.
78. Véase Le Corbusier, Vers une architecture, París, Flammarion, 2008; y, para lo que sigue,
Le Corbusier de Pessac, lm de Jean-Marie Bertineau, France-Télévision/Vie des Hauts
Production, 2013; Philippe Boudon, Pessac de Le Corbusier, París, Dunod, 1985; Alain de
Bo on, L’Architecture du bonheur, París, LGF, 2007. [Hay versiones en castellano de: Le
Corbusier, Hacia una arquitectura, trad. de Jose na Martínez Alinari, Buenos Aires, In nito,
2017; Alain de Bo on, La arquitectura de la felicidad, trad. de Mercedes Cebrián, Barcelona,
Lumen, 2016.]
79. Chiste de Georg Gustav Lichtenberg citado por Sigmund Freud, en Le Mot d’esprit et sa
relation à l’inconscient, París, Gallimard, 1988, p. 127, subrayado en el texto. [“El chiste y su
relación con lo inconciente”, vol. 8, 1991, p. 57.]
80. Georges Perec, Les Choses, en Œuvres, tomo I, op. cit., p. 9. [Hay versión en castellano: Las
cosas. Una historia de los años sesenta, trad. de Jesús López Pacheco, Barcelona, Editorial Seix
Barral, 1967. La cita es transcripción textual de este libro y esta edición, p. 17.]
81. Véanse Donald W. Winnico , “Objets transitionnels et phénomènes transitionnels”, “La
localisation de l’expérience culturelle”, en Jeu et réalité. L’espace potentiel, París, Gallimard,
1975; y “La préoccupation maternelle primaire”, en De la pédiatrie à la psychanalyse, París,
Payot, 1971. [Hay versiones en castellano: Realidad y juego, trad. de Floreal Mazía, Barcelona,
Gedisa, 2013; Escritos de pediatría y psicoanálisis, trad. de Jordi Beltrán, Barcelona, Paidós,
2015.]
82. Daphne du Maurier, Rebecca, París, Albin Michel, 2015. [Hay versión en castellano:
Rebeca, trad. de Fernando Calleja, México, Debolsillo, 2019. La cita, al igual que las
siguientes, es transcripción textual de este libro y este traductor.]
83. Rebeca (1940), lm de Alfred Hitchcock, con Laurence Olivier y Joan Fontaine.
84. * La posada maldita. [N. del T.]
85. Daphne du Maurier, L’Auberge de la Jamaïque, París, Le Livre de poche, 1975; La Taverne
de la Jamaïque (1939), lm de Alfred Hitchcock, con Maureen O’Hara y Charles Laughton.
Para Daphne du Maurier, véase Tatiana de Rosnay, Manderley for ever, París, Albin
Michel/Héloïse d’Ormesson, 2015; para Alfred Hitchcock, véanse Patrick McGilligan, Alfred
Hitchcock, une vie d’ombres et de lumière, Arles, Institut Lumière/Actes Sud, 2011; François
Tru aut, Hitchcock, París, Gallimard, 1993; Bill Krohn, Hitchcock, París, Cahiers du cinéma,
2007. [Hay versiones en castellano de: Daphne du Maurier, La posada de Jamaica, sin
indicación de traductor, Barcelona, Plaza & Janés, 1993; Patrick McGilligan, Alfred Hitchcock.
Una vida de luces y sombras, trad. de Josep Escarré, Madrid, T & B Editores, 2005; François
Tru aut, El cine según Hitchcock, trad. de Ramón G. Redondo et al., Madrid, Alianza
Editorial, 2016.]
86. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., p. 38.
87. Ibid., p. 78.
88. Ibid., p. 91.
89. * En el original coup de tonnerre, cuyo signi cado primario es “trueno”, de ahí lo que
sigue. [N. del T.]
90. Carta del 5 de agosto de 1963 a Oriel Malet, en Daphne du Maurier, Le res de Menabilly,
París, Albin Michel, 1993, pp. 216-217, subrayado en el texto.
91. Daphné du Maurier, La Vallée heureuse, en La Poupée, París, Albin Michel, 2013.
92. Daphne du Maurier, La Maison des secrets, en Le Rendez-vous, suivi du Journal de Rebecca,
París, Sylvie Messinger, 1981, p. 256.
93. Carta del sábado 25 de octubre [1952], en Le res de Menabilly, op. cit., p. 54.
94. Ibid., p. 56.
95. Daphne du Maurier, La Maison des secrets, op. cit., p. 259.
96. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., pp. 331-332.
97. Daphne du Maurier, La Maison des secrets, op. cit., p. 256.
98. Daphne du Maurier, Le Journal de Rebecca, y L’Épilogue de Rebecca, op. cit., pp. 217-249.
99. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., p. 502.
100. Véase Sigmund Freud, Pour introduire le narcissisme, OCF. P XII. [“Introducción del
narcisismo”, vol. 14, 1992.]
101. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., p. 480.
102. Daphne du Maurier, La Poupée, op. cit.
103. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., pp. 395-366.
104. Sigmund Freud, “Une di culté de la psychanalyse”, OCF. P XV, p. 50; véase también
Leçons d’introduction à la psychanalyse, OCF. P XIV, p. 295. [“Una di cultad del psicoanálisis”,
vol. 17, 1992, p. 135; “Conferencias de introducción al psicoanálisis”, vol. 15, 1991.]
4. FAMILIARIDAD
Pasillos que volvían sobre sus pasos y cuyas idas y venidas sin nalidad cruzaba uno a
cada momento; vestíbulos largos como corredores y decorados como salones […], a
modo de vecinos ociosos, pero callados […] y que cada vez que me los encontraba en
mi camino daban muestras de una silenciosa deferencia para conmigo.105

Esos espacios amueblan la soledad inquieta del narrador de En busca


del tiempo perdido, que acaba en ese palacio del siglo
transformado en hotel para viajeros. Curioso, hace huir en desorden
las pequeñas piezas que corren a su alrededor, o sorprende un
pequeño gabinete, detenido por la muralla, que lo mira con espanto
desde su ojo de buey.

F
Los escalones de una escalera secreta, hábilmente dispuestos uno
tras otro, le permiten descubrir la sensualidad, la voluptuosidad que
hay en subir y bajar, como en respirar, esos actos habitualmente no
percibidos:
Recibí la exención de esfuerzo que solo nos conceden aquellas cosas de que hemos
hecho un largo uso, cuando puse por vez primera los pies en aquellos peldaños,
familiares antes de ser conocidos, como si poseyesen […] la anticipada blandura de
costumbres que aún no había contraído yo.106

En la anticipada blandura de costumbres que aún no se han


contraído, y en esos peldaños familiares antes de ser conocidos, yo
encuentro lo que conocemos de los primerísimos tiempos de la vida
de un bebé, aquellos de las relaciones con su madre nutricia.107 Dar el
pecho o el biberón no es engullir el pezón o la tetina; alimentar no es
atiborrar, es responder al llamado de un niño, y también saber
suspender la satisfacción. “¡Ya va, bebé, la leche está un poco
caliente!”, “Ahora va mamá a darte el pecho”; las palabras, los gestos
llenan la espera. Así se crea la blandura de las costumbres, las de los
tiempos del amamantamiento que el bebé aprende a prever. Tetina y
pezón son a imagen de esos peldaños puestos tan hábilmente, uno
tras otro. La escalera cuidadosamente ejecutada permite subir y bajar
sin un esfuerzo excesivo, con la misma voluptuosidad que aquella
que experimenta el recién nacido alimentado con amor. La casa
puede ser una buena madre.
Cuidar a un lactante es también cambiarlo, lavarlo, vestirlo,
cubrirlo y descubrirlo, manipularlo: otros tantos gestos prodigados a
su manera por cada una de las personas que se ocupan de él. Es
incluso ser acunado, llevado por brazos que, a imagen de los
escalones por los que avanza nuestro viajero proustiano, se
convierten en familiares antes de ser conocidos. Los brazos que
sostienen al pequeñito rápidamente se le vuelven familiares, mucho
antes de que conozca a la persona a la que pertenecen, e incluso
antes de que la distinga radicalmente de él.

U
Esas primeras semanas, las de la familiaridad antes del
conocimiento, de la blandura que anticipa las costumbres, lo
sabemos, son las de la separación del cuerpo del bebé de aquel de su
madre. Se crea un primer espacio fuera de él: el espacio potencial, el
del objeto transicional, el peluche que cada uno conoce, vivo e
inanimado a la vez —que pertenece al niño, pero parece tener su
propia existencia—, aquel que sigue los pasos del pezón perdido y
participa en su permanencia. En este espacio los objetos son cosas
que uno puede manipular, pero tienen su vida personal, aquella de
lo imaginario. Allí, los corredores se pasean, las pequeñas piezas
corren y los vestíbulos son serviciales. Es el nacimiento de la
familiaridad, esa relación particular que distingue nuestra casa,
nuestro “hogar”, el home, de cualquier otra habitación, así fuera de
idéntica construcción.
La familiaridad protege de la angustia; tranquiliza, permite
superar el desamparo y se elabora en el curso de los primeros meses
de la vida. Es hija de la costumbre. “¡Costumbre, celestina mañosa,
sí, pero que trabaja muy despacio y que empieza por dejar padecer a
nuestro ánimo durante semanas enteras en una instalación
precaria!”108, comenta Marcel Proust, nunca alejado de la inquietud
infantil con la cual comienza el relato de En busca del tiempo perdido.

S
Desde el primer capítulo conocemos los tormentos del narrador
cuando, siendo niño, se encuentra solo, al anochecer, en el momento
de acostarse. Él detesta la escalera que conduce a su cuarto, sus
peldaños son los de la pena; el pijama se convierte en un sudario, el
lecho en un ataúd; la pieza misma es una tumba. Una astucia —unas
palabras en un papel que lleva Francisca, la cocinera, que con un
pretexto falaz le pide a su madre que venga— es un hilo que lo
reúne con su madre, pero la negativa a responderle aviva el
sentimiento de ser apartado. El niño se siente más desguarnecido
que el hombre de las cavernas, como un enfermo que intenta dormir
en un hotel desconocido, feliz de ver la luz del día bajo la puerta de
su pieza, creyendo que llega la mañana, pero adivinando, cuando la
luz desaparece, que es medianoche y que el último empleado parte y
cierra el pico de gas. La soledad se convierte en abandono.
“Acerca de la soledad, el silencio y la oscuridad, todo lo que
podemos decir es que son efectivamente los factores a los que se
anudó la angustia infantil, en la mayoría de los hombres aún no
extinguida por completo”109, escribe Freud como conclusión de su
ensayo sobre “Lo ominoso”, al tiempo que remite a sus trabajos
anteriores donde la angustia de los niños no es otra cosa que la
expresión de la ausencia de la persona amada. Así, Proust no va en
contra de los tormentos de la multitud, solo que los convierte en una
obra cuando los psicoanalistas hacen de ellos una teoría.
La capacidad para soportar la soledad en calma no está dada desde
el inicio, sino que se adquiere a partir de la experiencia del infante de
estar solo en presencia de su madre, de la persona de cuyo amor está
seguro, sin que en ese momento estén en interacción. Cada uno tiene
sus propias ocupaciones; el bebé hace gorgoritos, juega con sus pies
o sus pantu as; la madre se dedica a sus asuntos. Los pintores casi
no representan esa situación, cuyo género no está de nido; no es una
madre que amamanta, que mima, que acuna o que educa; se adivina
un eco de esto en Chardin: su Lavandera110 está delante de una tina;
junto a ella, un niño juega a hacer pompas de jabón con una paja.

M
No obstante, es en la pintura holandesa del siglo donde vuelvo a
encontrar esta escena. Por cierto, existen telas que la guran, pero en
Vermeer el espectador, al identi carse con el infante, puede
percibirlo. El decorado es familiar. Una habitación de una casa
burguesa acomodada, pero sin ostentación. Incluso si no hay más
que una mujer presente —la joven madre—, presumo la huella del
padre.111 Contemplemos la Mujer de pie en un virginal. Sus manos
están posadas en el teclado del clavicordio, su cabeza gira hacia
nosotros; nos mira. El cuadro está pintado en ligero contrapicado,
por eso estamos más abajo que ella, somos más pequeños. En esta
tela, detrás de la mujer, colgado en la pared en un marco, hay un
Cupido. Como en un espejo, es una imagen del espectador de niño.
Este esgrime un cartón, que signi ca que el amor no tiene más que
un solo objeto, aseguran los comentadores eruditos… ¡lo cual me
con rma en mi lectura de la obra! Una de las razones del interés que
suscita el arte de Vermeer, de la familiaridad, más allá de los siglos,
de las casas donde nos hace penetrar, es probablemente permitir que
el espectador recupere el recuerdo perdido de su capacidad para
estar solo en presencia de su madre. Es un Cupido seguro del amor
que tienen por él. Mujer de pie en un virginal es ejemplar, pero su
réplica, Mujer sentada tocando la espineta, como Mujer con una jarra de
agua o Una dama escribe una carta con su sirvienta112, tienen la misma
dinámica inconsciente. Solo frente al cuadro, el espectador está
sereno.
Puede suponerse que inconscientemente revive esos momentos
olvidados donde, muy joven, está separado de aquel o aquella que lo
cuida, al tiempo que se siente en seguridad. El niño descubre
entonces el mundo que lo rodea sin temor ni angustia. Está a la vez
aislado y acompañado, solo y en presencia de su madre. Esta, como
en las telas de Vermeer, puede estar cerca, pero no necesariamente
en el lugar mismo donde él se encuentra; entonces la cuna, los
muebles, las paredes decoradas de la habitación la representan.113 La
atmósfera de la morada expresa la benevolencia materna, y su
perfume es su ambiente. El inconsciente de las casas se arraiga en
esta experiencia de los primeros meses de la vida.
Volvamos a ponernos frente a los cuadros del pintor holandés,
imaginemos que la mujer sentada o de pie tocando el clavicordio
haya partido, que aquella que escribe haya dejado su pluma y su
tinta, o que aquella que abre la ventana sosteniendo una jarra de
cobre haya dejado la pieza. El instrumento de música sigue allí,
Cupido sigue esgrimiendo su cartoncito, la ventana quedó
entreabierta; sillas, mesas, escritorio, palangana y cántaro dan
testimonio de la presencia de esas damas. La edad de oro de la
pintura amenca da cuenta de la familiaridad de las casas. Ellas
están habitadas. No hay ningún personaje en Vista de interior de van
Hoogstraten114, zuecos en un umbral, un conjunto de llaves colgado
de una cerradura, una vela a medio consumir, rubrican una
presencia habitual. Es el espectáculo de una casa apacible donde los
niños no deben inquietarse por la ausencia de una madre, un
decorado a imagen de aquel que, en la novela de Balzac, seduce al
comerciante pañero de La casa del gato que pelotea. El artista
enamorado de Augustine, su hija, bosquejó una tela que
representaba su tienda de manera su cientemente viva y plácida
para que el comerciante acepte las bodas.115 La familiaridad de la
obra lo puso en con anza; ella ilustra la tranquilidad de la casa,
nunca en falta, la serenidad en la cual creció su hija. Nada ansiógeno
en ese pintorzuelo, no hay riesgo, piensa. Más tarde, Augustine
descubre que no todas las casas son tan tranquilas.

P V
Marcel Proust, en su correspondencia y en su obra, no deja de
aclamar el genio de Vermeer, ese maestro inaudito, redescubierto
desde hace poco en su época, y cuyos cuadros pudo admirar en
ocasión de sus viajes a los Países Bajos en 1898 y 1902, luego en 1921
en París en una exposición en el Museo del Jeu de Paume. Ver Meer,
como él lo llama (cuando en los catálogos su patronímico era escrito
habitualmente Vermeer), es objeto, en En busca del tiempo perdido, de
un estudio erudito de Charles Swann, seguro de que Diana y sus
compañeras comprado por el Mauritshuis de La Haya es una pintura
falsamente atribuida a otro artista, cosa que es con rmada más
tarde. No obstante, es la Vista de Delft, “el cuadro más bello del
mundo”116, el que da el pasaje famoso donde la muerte brutal del
escritor Bergo e en su visita a la exposición parisina da paso, en dos
páginas espléndidas, a todo un campo de re exión sobre el estilo de
un autor, la esencia de la literatura, de la vida misma. La pequeña
sección de pared amarilla con un alero, ese minúsculo fragmento de
la tela de Vermeer apenas localizable, se convierte, tras la
publicación de La prisionera, en una referencia insoslayable de todos
los estudios sobre el arte del pintor y el del escritor.
Es notable que la Vista de Delft, única veduta de Vermeer entre todas
sus telas que representan interiores de casas con sus ocupantes, sea
la única obra de este artista presente en el seno del texto de Proust.
En sus cartas, el escritor menciona La encajera, exquisita; una calle de
Delft (La callejuela), encantadora; o incluso un retrato de mujer
observado en La Haya (probablemente La joven de la perla)117; sin
embargo, solo la Vista de Delft provoca su entusiasmo, una
admiración que se empeña en compartir con sus corresponsales.
Delante de las otras telas, las que pueden detener al espectador
sintiéndose niño solo con su madre, parece pasar con rapidez. “Ver
Meer”, escribe Marcel Proust. Pero las obras de este pintor no las
contempla con una mirada de hijo “hacia una madre”118*… ¡juego de
palabras de psicoanalista, por cierto!
En efecto, Marcel Proust no pudo ver el conjunto de los cuadros del
artista; en su época, una gran cantidad gura en colecciones
privadas, a veces bajo una falsa atribución. En el seno de la
exposición de 1921 no son presentados más que tres Vermeer (La
lechera, La joven de la perla y Vista de Delft), en medio de los Franz
Hals, Ruisdael, de Hoogh, y de unos sesenta dibujos y cuadros de
Rembrandt. Proust los conoce. Ya los vio con algunos otros en
Holanda. Pero también conoce las telas conservadas en Alemania y
en Austria. Así, a su amigo Walter Berry, diplomático
norteamericano, en 1919 le pide, en forma de humorada, ¡que
intervenga para que, en concepto de reparaciones de daños de
guerra, sean traídos a Francia los Vermeer de Dresde (La alcahueta y
La lectora) y de Viena (probablemente El arte de la pintura)! Por
último, a Jean-Louis Vaudoyer, el crítico de arte que lo acompaña a
la exposición del Jeu de Paume —y donde Marcel Proust
experimenta un malestar, como Bergo e—, le confía haber
conseguido una obra belga que contiene las reproducciones de los
cuadros de Vermeer.119

U ,
Las reproducciones tal vez no sean de excelente calidad, el escritor
no vio el conjunto de las obras del pintor; cuidémonos de todo
psicoanálisis salvaje para explicar su falta de interés por las
numerosas telas donde encontramos la familiaridad de la casa, la
que permite que un niño esté solo sin experimentar inquietudes. No
obstante, esa capacidad para soportar la soledad, si bien no la
percibe en Vermeer, Marcel Proust no deja de hacérnosla percibir, a
tal punto, en él, es azarosa.
Aquí tenemos a Jean Santeuil, ese primer héroe de Proust, más
autobiográ co todavía que el narrador de En busca del tiempo perdido;
llega al hotel de Roches-Noires en Trouville, bien conocido por el
escritor.
Cuando abrió la puerta de lo que se había llamado, como para profanar el pasado
[…], “su cuarto”, divisó, en un orden en apariencia desconocido, dos sillas que no
le decían nada pero parecían responderse, un espejo en cuya dureza reía
irónicamente el mármol de un lavabo […], [se] sintió a su pesar disminuido,
endurecido, falto de lo para poder […] labrarse un camino en ese mundo
compacto, duro y helado.120

Sale apurado, quiere partir, pero no hay tren. Sin embargo, está el
teléfono, un solo cable en el inicio de ese siglo . La comunicación
es difícil de obtener —como la que pasaba por Francisca, la cocinera,
cuando de niño el narrador se acostaba, a la noche—, luego oye la
voz de su madre, su dulzura que se quiebra y funde suavemente en
el oído, la única ternura que fuera totalmente suya, viático para la
noche en una habitación desconocida. En una casa ajena, cuyas
paredes no resuenan con la presencia materna, estar solo, para él, es
también ser abandonado, excluido.
Para experimentar familiaridad en una pieza que uno no conoce,
con muebles misteriosos, y poder percibir en la pintura holandesa
del siglo un elogio de lo cotidiano121 liberado de toda inquietud,
sin lugar a duda es útil haber adquirido la capacidad de estar solo,
no ya en presencia de una madre ausente, representada por aquello
que lo rodea y que conserva su huella, sino de estar solo consigo
mismo. Entonces, el inconsciente de la casa, los vestigios que
conserva de sus anteriores habitantes, el decorado plantado por otro
que no es la madre, todo eso deja de ser persecutorio, es decir, ya no
es como una gura extraña de la que uno tiene que defenderse.
Mientras la pieza es la prolongación de la envoltura materna
protectora —la que permite superar el desamparo del recién nacido
—, el niño, incluso ya grande, no puede estar solo. La novedad es
peligrosa, lo desconocido arriesgado; el hábitat no puede ser sino
habitual. Soportar la soledad se aprende, o se gana; esto implica una
ruptura. Marcel Proust hace dar ese paso a su héroe.

“E ”
“Jean se quedó a dormir una vez en el hotel de Inglaterra. Por
primera vez en su vida en un cuarto nuevo no estuvo angustiado, ni
triste”122, re ere el escritor, recordando probablemente la estadía que
hizo en Fontainebleau, en el hotel de Francia e Inglaterra, en 1896.
“No tuve tiempo de estar triste, porque ni un instante estuve solo”123,
con rma el narrador de En busca del tiempo perdido.
Por solitario que esté, si el joven no está ni angustiado ni triste en
esa casa desconocida, no es únicamente porque ve en los pasillos, los
corredores y las pequeñas habitaciones a vecinos acogedores sino
porque hace de esa pieza una morada agradable y tranquilizadora
donde puede estar solo sin inquietudes, sin experimentar la
necesidad de llamar en ayuda a su madre. Son los apoyabrazos de
madera blanca de un sillón los que guardan amablemente sus cosas,
una mesa y un tintero los que lo esperan, la doble puerta que exhorta
a guardar silencio, una pequeña chimenea dispuesta a calentarlo, y
otro asiento listo para acogerlo, pero sin obligación. “No te
preocupes, siempre me encontrarás allí si tú quieres. Haz lo que te
plazca, estás en tu casa”124, parece decirle.
“‘Yo estoy solo’ constituye una evolución del ‘yo estoy’”, subraya
Donald W. Winnico . Se lo comprende al leer a Proust. Al narrador,
niño solo, triste, que aguarda la llegada de su madre, a Jean Santeuil,
asustado al penetrar en su cuarto de hotel en Trouville, se opone el
joven viajero solitario, feliz de entrar en una casa desconocida. Al
“yo estoy” del muchacho en la incapacidad de estar solo,
preocupado por su búsqueda de una presencia maternal, frenado en
una existencia donde lo que reina no es más que esta espera, se
opone el “estoy solo” del joven en su cálida morada, que descubre la
voluptuosidad de caminar, de subir y de bajar, de respirar, de vivir
su cuerpo, de estar en su hogar, y de hacer allí lo que le place.
“Haz lo que te plazca, estás en tu casa”. Las dos proposiciones
parecen ligadas. ¿Dónde hacer lo que nos place, de no ser en nuestro
hogar? Y ¿por qué no haríamos lo que nos place cuando estamos en
nuestro hogar? Son incluso los factores que permiten distinguir su
habitación personal de cualquier otro lugar. Aquí, mi intimidad está
preservada. Si soy arrendatario, el propietario de la vivienda no está
autorizado a entrar. Puedo pasearme en paños menores sin que eso
sea exhibicionismo, comer con los dedos sin ser maleducado, cantar
desentonado bajo la ducha sin que me pidan que haga silencio. Jean
Santeuil experimenta un sentimiento exaltado en comprender que
puede abrir y cerrar las puertas como quiere, aislarse si lo desea e
imaginar que en total seguridad puede ocultar secretos o cometer
crímenes. Ninguna mirada que lo juzgue. El yo es amo en su casa…
cree.

E C
Volvamos a ponernos frente a la Mujer de pie en un virginal, la tela de
Vermeer. Podemos imaginarnos como un niño ante su madre. Detrás
de ella, un espejo devolvería nuestra imagen idealizada como Amor.
Ese Cupido regordete, aunque muy joven, está de pie solo, a menos
que se apoye en su arco, en parte oculto por la cabeza de la mujer.
No es, o ya no es, el niño que, entre 9 y 18 meses, se descubre,
llevado por su madre —o cualquiera que se ocupe de él— a un
espejo. En ese tiempo de la fase del espejo125, el infante distingue su
cuerpo de aquel del adulto que lo sostiene, y adivina el futuro
control de su motricidad, que aún no adquirió neurológicamente. Se
diferencia absolutamente de los brazos familiares que lo sostienen.
El arco, tal vez utilizado por Cupido como un bastón, sería su huella
simbólica. Pero el arco no es un peluche, un objeto transicional, es un
apoyo real que sucede a los brazos que rodean, a la cuna que
protege, funciones, más tarde, de las paredes de la casa.
A la familiaridad de aquel que lleva, que nutre, que lava, que
cambia, que presta atención al calor, sucede la familiaridad de la
vivienda. En efecto, si el bebé inventa un espacio transicional
imaginario, sus padres construyen su habitación real. El inconsciente
de la casa depende de esas dos dimensiones, la del juego y la de la
realidad, en ocasiones fuentes de con icto. “Haz lo que te plazca, en
el límite de lo aceptable. Tú estás en tu casa, nosotros también”. Esto
no requiere ser enunciado, salvo cuando lo implícito de la vida en
común es puesto en entredicho, cuando una pareja se desgarra,
cuando un varón, una muchacha entran en la adolescencia, en los
momentos de con icto. No obstante, por regla general, lo esencial de
las maneras de habitar la casa, de utilizar los muebles y las piezas,
permanece. Por sus cuidados más que por la educación, a tal punto
esto ocurre sin que haya muchos aprendizajes explícitos, los padres
transmiten lo que constituye un hogar.
El ideal del yo, esa parte del superyó heredado de los padres, es
una gura mensajera de los ideales transmitidos por la familia, el
entorno, los ancestros, a la cual cada uno, en mayor o menor grado,
trata de identi carse.126 Ese modelo soporta las costumbres, las
tradiciones, las maneras de conducirse en la existencia, como la
manera de vivir en una casa, los usos domésticos y la disposición de
las paredes de la vivienda. El inconsciente de la casa participa del
ideal del yo.

U
“¡Hizo caca en el bidet, y se limpió con el pompón de su hermana!”
Bajazet re ere ese recuerdo, esa frase cuyo contenido recuerda con
exactitud, en el curso de una sesión en la que está sumido en su
primera infancia, entre 4 y 6 años, antes de los 7, está seguro, porque
sabe que a esa edad dejó el inmueble donde eso ocurre. No es él
quien comete esa tontería sino su gran compañero de esa época. Un
día que, como hace casi todos los días, va a buscarlo para jugar con
él, le dicen que no es posible porque su amigo está castigado. Un
poco más tarde le revelan, como un secreto vergonzoso, la
naturaleza de la fechoría de su compañero. Esas palabras se graban
en él, se convierten en un recuerdo encubridor, el recuerdo de un
acontecimiento real que reúne varios elementos reprimidos de la
vida infantil.127 Así, al recordar las preguntas que hace en ese
momento sobre qué es el pompón de una chica —él, que no tiene
más que un hermano—, recupera su descubrimiento de la diferencia
de los sexos.
No obstante, es también todo un mundo lo que surge entonces en
los relatos de Bajazet, el de su casa natal. No solo él y su compañero
—tienen la misma edad, con algunas semanas de diferencia— viven
en el mismo inmueble —una construcción suntuosa de los años
treinta—, sino que sus apartamentos, en pisos distintos, son
idénticos. En esos años, en la segunda parte del siglo , una
mayoría de viviendas en París eran arrendadas. Los ocupantes no
tenían que hacer trabajos importantes, desplazar una cocina o
demoler un tabique. Bajazet y su amigo corren por los mismos
corredores, se lavan en el mismo cuarto de baño, donde ven un
lavabo, una bañadera y un bidet idénticos. No obstante, si bien son
inseparables, incluso en el jardín de infantes, donde son
acompañados alternativamente por una u otra de las criadas de cada
familia, sus padres apenas se conocen, y no mantienen más que
relaciones distantes de buena vecindad, no se frecuentan, como se
dice entonces; no son del mismo mundo.
Bajazet es el último descendiente de una familia judía emigrada de
Europa central alrededor de 1910, que logró atravesar la Ocupación
nazi. Más tarde se entera de que el apartamento, que había quedado
vacío después de la partida del dignatario alemán que lo ocupaba
durante la guerra, les fue propuesto, en la Liberación, por no sabe
qué comisión de distribución. En cambio, la familia de su amigo,
parisina desde tiempos inmemoriales, cree que se instaló allí desde
la construcción del inmueble. Los primeros ejercen profesiones
liberales o mercantiles, los segundos dirigen y poseen una empresa
de trabajos públicos que se transmite de padres a hijos. Unos
conducen automóviles extranjeros un poco ostentosos, los otros son
eles a los Peugeot negros. Estos van a misa, aquellos a ninguna
parte. Se alojan en espacios similares, pero en ellos viven de manera
totalmente distinta.
En el curso de las sesiones en que aparecen esos recuerdos, Bajazet
descubre que nunca comprendió el acto de su compañero. Es esa
parte misteriosa la que hizo del acontecimiento un recuerdo
encubridor; este da testimonio de los enigmas que están en el
nacimiento de los niños, la distinción entre las chicas y los varones,
pero nada dice de las causas de esa extraña tontería.

U
El joven, durante varias semanas, se acuerda de ese tiempo de su
temprana juventud, revisita esos lugares donde pasa sus primeros
años. Él mismo es un muchachito más bien juicioso, y su compañero
es más atrevido. Juegan mucho en las partes comunes del inmueble,
un gran patio, aunque no esté totalmente autorizado. También van a
veces a casa de uno, otras a casa del otro; sin embargo, las reglas a
las cuales están sometidos son mucho más coercitivas en casa de su
amigo. Se acuerda del sentimiento mezclado de familiaridad —una
vivienda tan parecida a la suya— y de extrañeza —un modo de vida
tan distinto— que siente cuando va a su casa. Niño dócil, sigue las
consignas que no existen en su propia casa. No tienen derecho a
jugar sino en la habitación del muchacho y los regañan cuando
lanzan sus autitos por el corredor o se meten en la cocina en busca
de alguna golosina. El resto de las habitaciones les están
estrictamente prohibidas, y tal vez van al salón cuando son
invitados, en ciertas ocasiones excepcionales. Hasta los aseos: están
en el cuarto de baño, al que no entran y deben utilizar los que usan
los domésticos en el palier de la escalera de servicio. Bajazet pre ere
entonces subir muy rápido a su casa, tres pisos más arriba, lo cual,
una o dos veces, no se hace sin accidentes; pero un poco de pipí en el
calzoncillo de un niño de 4 años no es un drama en su familia,
aunque guarde de eso un leve recuerdo vergonzoso, mientras que a
su amigo sin dudas lo habrían reprendido con fuerza.
En efecto, en casa de Bajazet, el estilo de vida y la atmósfera de la
casa son muy diferentes. No existen ni lugares prohibidos ni lugares
reservados, tal vez no los su cientes, porque no se acuerda de haber
tenido una habitación propia, apenas una cama en una habitación
que comparte con su hermano mayor, pero también a veces con
otros miembros de la familia, un tío, una tía, primos de sus padres
que siempre encuentran asilo en esta casa. Los niños están en su
lugar en todas partes, pero no tienen verdaderamente un lugar. Las
paredes son acogedoras, pero no pertenecen a nadie. Bajazet
comprende entonces un comentario infantil que hizo reír mucho a
sus padres. En el apartamento de su amigo —“es un secreto”, explica
— se encuentra un mueble muy valioso donde están encerrados
todos los tipos de tierra que el padre de su amigo transporta en sus
camiones… ¡el escritorio encierra todos los secretos de la tierra! Las
palabras del niño, como los lapsus, dan cuenta de los deseos
inconscientes. Lo que con seguridad hubiera sido valioso para él en
esa época habría sido tener un lugar un poco secreto, una puerta
cerrada, poder estar solo consigo mismo.
Eso es lo que encuentra en la casa de su compañero. A imagen de
Jean Santeuil al instalarse en el hotel de Inglaterra, cuando entra en
esa casa de costumbres tan distintas de la suya, no se siente ajeno.
Los sillones le tienden los brazos y, si aquello que lo calienta no es
una chimenea, es un radiador, si los que se ofrecen a él no es una
mesa y un tintero, es un baúl de juguetes, soldados, automóviles,
una granja en miniatura. En una ocasión u otra, cuando se encuentra
solo en la habitación de su amigo, no experimenta ningún
desamparo, por el contrario, aprecia su silencio, tan raro en su casa.
No es únicamente el apartamento donde llegó justo después de su
nacimiento lo que le es familiar, sino toda una parte del inmueble: la
habitación de sus padres, la de su amigo, y las escaleras, los
corredores, los laberintos del edi cio que no dejan de recorrer. En
todos esos lugares él oye: “estás en tu casa”, pero sin embargo no es
cada vez el mismo “haz lo que te plazca”.
C
Es aquí donde su hogar se distingue de los lugares conocidos; para
Bajazet, el apartamento de su familia, su casa natal, del resto del
inmueble. Cuando el visitante del museo, en la sala de los maestros
amencos del siglo , se considera en terreno conocido, no cree
estar viviendo en esa pieza donde una mujer, cubierta con un
vestido de formas olvidadas desde hace largo tiempo, da golpecitos
a un instrumento de música cuyo nombre ni siquiera es ya utilizado.
No obstante, frente a la tela que representa un decorado familiar,
puede revivir la experiencia infantil de estar solo sin angustia; habría
podido estar en su hogar. Sin embargo, el condicional es importante:
no está en su hogar, así como tampoco lo está Jean Santeuil en el
hotel de Inglaterra, o Bajazet en casa de su amigo. Para habitar en un
lugar familiar no es necesario estar en su casa, pero se necesita haber
podido vivir solo en su hogar para poder recuperar la familiaridad
en otra parte.
La incitación para formar el ideal del yo […] partió […] de la in uencia crítica de
los padres, ahora agenciada por las voces, y a la que en el curso del tiempo se
sumaron los educadores, los maestros y, como enjambre indeterminado e
inabarcable, todas las otras personas del medio (los prójimos, la opinión
pública).128

No todo el mundo tiene una casa natal, a imagen de Bajazet, pero, la


mayoría de las veces, los primeros tiempos de un pequeño humano
transcurren en un lugar especí co, el de la primera familiaridad,
aquel donde vive con sus padres o aquellos que ocupan esa función.
Es en ese lugar donde se oye sus voces, fuente del ideal del yo que
guía la conducta del niño. Las paredes de la casa resuenan de ellas;
el estilo de vida, el amueblamiento, las puertas abiertas o cerradas, el
orden o el desorden de los objetos, de los horarios, forman parte de
los múltiples signos que dan cuenta de eso. La casa natal, el hogar,
sustenta el ideal del yo, y este da su contenido a la proposición “haz
lo que te plazca”.
Porque, se lo reconozca o no, de manera consciente o inconsciente,
el ideal del yo, esa parte del superyó freudiano orienta los deseos. Yo
deseo lo que él me autoriza, o bien lo que él me prohíbe. Por mis
actos, mis realizaciones, yo muestro mi acuerdo o bien mi oposición,
pero para que eso sea audible es preciso que mis actos sean
reconocidos como tales, que se les pueda atribuir un sentido.

A
Bajazet adivina por qué la tontería de su compañero sigue siendo un
enigma: es incomprensible en él. Está dirigida a los padres de este
niño; se produce en su casa. Ellos pueden darle un sentido a partir
de las prohibiciones que hacen reinar, y contra las cuales su hijo, que
ese día está furioso, se rebela. De esa manera, al defecar en el bidet,
les está diciendo: “Yo hago donde quiero”. Ese gesto, para el padre y
la madre de Bajazet, es absolutamente insensato. No puede tener
signi cación en su vivienda, donde tal segregación entre los lugares
reservados a los adultos y aquellos autorizados a los niños no existe
y ni siquiera es imaginable. Pueden concebir una puerta que restalle,
un cerrojo echado, en su apartamento donde todo está un poco
demasiado abierto, pero tal acto, para ellos, tiene que ver con la
locura, no con la ira.
Cada casa natal impone más o menos rmemente su huella, su
modo de vida instituido sobre todo por la voz de los padres, de los
ancestros. A menudo los niños descubren tardíamente que existen
otras reglas, que algunos niños pueden salir de su cuarto, tener cinco
minutos de retraso, o desplazar algunos centímetros un vaso sin que
eso sea objeto de reproches virulentos. Con el correr del tiempo, el
grupo innumerable de las personas del entorno modera la in uencia
crítica de los padres, aporta exibilidad en las exhortaciones del
superyó… cuando eso no ocurre en el consultorio del psicoanalista,
porque la cuestión es que este último lugar sea lo su ciente familiar
para que la regla de la asociación libre encarne la proposición: “Haz
lo que te plazca, estás en tu casa”.

105. Marcel Proust, Le Côté de Guermantes, op. cit., p. 381.


106. Ibid., p. 382.
107. Véase supra, cap. 3.
108. Marcel Proust, Du côté de chez Swann, op. cit., p. 8.
109. Sigmund Freud, “L’inquiétant”, OCF. P XV, p. 188. El título original “Das Unheimliche”
es considerado intraducible; el psicoanalista François Roustang propuso: “L’étrange
familier”. Para lo que sigue véase: Trois essais sur la théorie sexuelle, OCF. P VI, p. 162. [“Lo
ominoso”, vol. 17, 1992, p. 251; “Tres ensayos de teoría sexual”, vol. 7, 1992.]
110. Jean Siméon Chardin, La lavandera (alrededor de 1730), San Petersburgo, Museo del
Hermitage.
111. Véase Patrick Avrane, Les Pères encombrants, París, PUF, 2013, cap. 3.
112. Johannes Vermeer, Mujer de pie en un virginal y Mujer sentada tocando la espineta
(alrededor de 1670), Londres, National Gallery; Mujer con una jarra de agua (alrededor de
1662-1665), Nueva York, Metropolitan Museum of Art; Una dama escribe una carta con su
sirvienta (alrededor de 1665), Washington, National Gallery of Art.
113. Véase Donald W. Winnico , “La capacité d’être seul”, en De la pédiatrie à la psychanalyse,
op. cit.; Sándor Ferenczi, “Supporter la solitude”, en Journal clinique, París, Payot, 1985. [Hay
versión en castellano de Sándor Ferenczi: Diario clínico, trad. de Beatriz Castillo, Buenos
Aires, Conjetural, 1988.]
114. Samuel van Hoogstraten, Vista de interior (658), París, Museo del Louvre.
115. Véase supra, cap. 2.
116. Marcel Proust, carta a Jean-Louis Vaudoyer del 2 de mayo de 1921, citada en La
Prisonnière, en À la recherche du temps perdu, op. cit., tomo 3, p. 1740. Para lo que precede,
véase Du côté de chez Swann, op. cit., p. 348; y para lo que sigue, La Prisonnière, op. cit., pp.
692-693. Johannes Vermeer, Diana y sus compañeras (título actual de La Toile e de Diane,
alrededor de 1653) y Vista de Delft (alrededor de 1661), La Haya, Mauritshuis.
117. Johannes Vermeer, La encajera (alrededor de 1669), París, Museo del Louvre, La callejuela
(alrededor de 1659), Ámsterdam, Rijksmuseum y probablemente La joven de la perla
(alrededor de 1665), La Haya, Mauritshuis. Véanse Marcel Proust, carta a Hélène de
Caraman-Chimay, de junio de 1907, y a Walter Berry, de julio de 1919, citadas en Pierre
Assouline, Proust par lui-même, París, Tallandier, 2019, pp. 611-612 y pp. 599-600.
118. * En el original vers une mère, casi homófono del apellido Vermeer y juego de palabras
semánticamente imposible de traducir. [N. del T.]
119. Para ello, véanse cartas de Marcel Proust a Walter Berry y a Jean-Louis Vaudoyer
citadas más arriba; George D. Painter, Marcel Proust, París, Mercure de France, 1965, vol. 2,
pp. 397-399; Exposition hollandaise. Tableaux aquarelles et dessins, avril-mai 1921, La Haya,
Mouton & Cie, 1921; Walter Liedtke, Vermeer, Amberes, Ludion, 2008. [Hay versión en
castellano de: George D. Painter, Marcel Proust. Biografía, trad. de Andrés Bosch, Barcelona,
Lumen, 1992.]
120. Marcel Proust, Jean Santeuil, París, Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”, 1971, pp.
357-358. [Hay versión en castellano: Jean Santeuil, trad. de Consuelo Berges, Madrid,
Alianza Editorial, 1971.]
121. Véase Tzvetan Todorov, Éloge du quotidien. Essais sur la peinture hollandaise du e
siècle,
París, Points Essais, 2009. [Hay versión en castellano: Elogio de lo cotidiano, trad. de Noemí
Sobregués, Barcelona, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2013.]
122. Marcel Proust, Jean Santeuil, op. cit., p. 551.
123. Marcel Proust, Le Côté de Guermantes, op. cit., p. 381.
124. Marcel Proust, Jean Santeuil, op. cit.
125. Jacques Lacan, “Le stade du miroir comme formateur de la fonction du Je”, en Écrits,
París, Seuil, 1966. [Hay versión en castellano: Escritos 1 y 2, trad. de Tomás Segovia, Buenos
Aires, Siglo XXI Editores Argentina, 2007.]
126. Véase supra, cap. 1.
127. Véase Sigmund Freud, “Sur les souvenirs-écrans”, en Névrose, psychose et perversion,
París, PUF, 1973. [“Sobre los recuerdos encubridores”, vol. 3, 1991.]
128. Sigmund Freud, Pour introduire le narcissisme, OCF. P XII, pp. 238-239 [“Introducción
del narcisismo”, vol. 14, 1992, p. 92.]; para esto, véase también Alberto Eiguer, Une maison
natale. Psychanalyse de l’intimité, París, Dunod, 2016.
5. COMPARTIR
La escena es ejemplar. Escrita en el corazón del siglo , cuando
reina el pudor, narra una aventura de la tormenta revolucionaria.
Un atardecer, una tropa republicana de Bleus rodea la casa donde
se oculta un caballero chuan. Se encuentra en compañía de la joven
señorita noble, pura como un lirio, que allí reside. La noche cae, ella
entreabre las cortinas para que los soldados la vean. Es hora de
acostarse, ella se desviste, va dejando sus velos uno a uno, como si
no estuviera sino bajo la mirada de Dios. Se desnuda. Ante ese
cuadro, a los Bleus no les cabe la menor duda: la joven solo puede
estar sola. Parten. El caballero está salvado. Probablemente no había
tenido la fuerza de cerrar los ojos ante tanta belleza, y su recuerdo
queda grabado para siempre en él. Cuando se evoca su nombre
frente a la señorita, que se había convertido en una solterona, el
rubor tiñe de rojo su cuerpo.

E
Es así como Jules Barbey d’Aurevilly concluye El caballero Des
Touches129, en un último capítulo donde revela el secreto de los
accesos de rubor de Aimée de Spens. La escena es narrada dos veces,
por el mismo caballero, en un momento de lucidez en el seno del
hospicio que lo recibe, porque se volvió loco, y por el narrador que
reconstituye el espectáculo. Adivinamos su dimensión fantasmática,
el arte del novelista. Es poco probable que la vivienda de la joven
señorita —aunque pasillos y corredores estén ausentes de ella— no
esté constituida más que de una sola pieza, su cuarto, y que el
caballero no haya podido deslizarse a algún otro lugar, fuera de su
vista.
La casa es el santuario del pudor. El desprecio de esta es de tal
violencia que los protagonistas quedan marcados para siempre.
Aimée de Spens siempre se ruboriza al evocar esto; en su extravío, es
el único recuerdo que emerge de la memoria gastada del caballero
Des Touches; tampoco caben dudas de que los soldados anónimos
recuerden la escena, terminado su combate. Ellos no pueden dar
crédito a sus ojos. No pueden imaginar que una virgen se preste a tal
ofensa. El tabú es el mismo, como quiera que fuese el campo de los
combatientes, o sus clases sociales. Barbey d’Aurevilly, por
monárquico que sea, reconoce que en este caso hasta los
republicanos aceptan esos valores, los que organizan la casa. El lugar
cerrado de la vivienda no lo autoriza todo. Compartir una vivienda
implica usos, dichos o no dichos. El pudor forma parte de ellos.
Nosotros, a menudo sin saberlo conscientemente, integramos esas
reglas que moldean la vida en común en una casa.

B D
El escritor lo aclara, Aimée se desnuda como si no estuviera sino
bajo la mirada de Dios. Ciertamente, la mirada de Dios atraviesa las
paredes, lo sabemos. El hombre desgreñado, lívido, que huye ante
Jehová, por mucho que construya paredes de bronce, de granito,
gruesas como montañas, o cave una fosa profunda, no puede
escapar. Victor Hugo lo comprueba: “El ojo estaba en la tumba y
miraba a Caín”.130 Sin embargo, Aimée no es culpable de nada. No es
la conciencia moral del poeta, el superyó cruel de Freud quienes la
escrutan. Esa mirada de Dios está en la casa, como la de un dios del
hogar. Lleva el tesoro de las tradiciones, de los usos y costumbres, de
las conductas que se deben tener para que cada uno, no solo
encuentre un lugar en la vivienda, sino que pueda garantizar que
está en su casa. “Con todas sus prohibiciones, aquí no estoy en mi
casa”, enuncia el compañero de Bajazet burlándose de manera tan
asombrosa de una regla evidente;131 evidente pero no intangible.
La joven noble está en su casa. No obstante, de haberse encontrado
un espejo en la habitación, sabemos que se habría cuidado mucho de
no mirarse; contemplar su desnudez tiene que ver entonces con el
pecado. Dios no aborrece tanto la desnudez como lo que ella
provoca: el deseo. En esta escena escrita por Jules Barbey
d’Aurevilly, en ese fantasma, todo es cuestión de mirada. Las
paredes de las casas no hablan. Re ejos de los cuerpos, muestran,
transportan silenciosamente las prohibiciones. Aimée de Spens
entreabre las cortinas, como haría con sus párpados, para que los
soldados vean lo que no pueden imaginar que les está destinado. La
astucia tiene éxito. El lector piensa que, si la desnudez de la señorita
hubiese sido ofrecida a un hombre, ella habría cerrado
cuidadosamente esas cortinas. Sin embargo, en los siglos y ,
en el tiempo de la escritura —El caballero Des Touches es publicado en
1863—, como en el de los acontecimientos narrados — nes de los
años 1790—, la desnudez siempre es inconveniente, licenciosa y
marcada de oprobio, inclusive en el seno de las parejas, incluso
legítimas. Desvestirse es para rápidamente volver a vestirse. Aimée
—ni la Venus de Velázquez ni la Maja de Goya, y mucho menos la
Gigante de Magri e—132 no puede estar sino absolutamente sola. Su
develamiento no es concebible de otra manera. La casa solariega no
es ni el Olimpo ni una casa cerrada, y a fortiori tampoco un refugio
surrealista, que las cortinas estén abiertas o cerradas en nada cambia
la cosa. El Creador reina sobre las paredes.
Hoy, para la mayoría de nosotros, el deseo del amante o de la
amante es el más bello ornamento de la desnudez; ella no ofende el
pudor de una pareja. Basta con que no sea impuesta a las miradas
exteriores, y esa es la función habitual del dormitorio. Así están
organizadas nuestras casas, en lugares que pueden cerrarse cuando
otros permanecen abiertos. Son laicos, por lo menos de construcción,
Dios no es su arquitecto.

E N
Desde el vestíbulo se aspiraba un olor a violetas en medio del aire tibio encerrado entre
espesos cortinajes. […] Cuatro mujeres de mármol blanco, los senos desnudos,
levantaban lámparas, […] los divanes recubiertos de antiguos tapices persas, y los
sillones con viejas tapicerías amueblaban el vestíbulo, adornaban los descansillos y
formaban en el primer piso como una antesala en donde siempre se veían abrigos y
sombreros de hombres. Las telas ahogaban los ruidos y el recogimiento era total. Se
hubiese creído entrar en una capilla inundada de un estremecimiento devoto.133

Penetramos en el hotel de Nana, atravesamos el gran salón Luis XVI,


demasiado rico, el salón comedor decorado con Gobelinos y platería
antigua, luego un exquisito saloncito rosa pálido con dos estatuillas
de porcelana sin esmaltar: una mujer en camisón buscando sus
piojos y otra, totalmente desnuda, caminando sobre las manos, con
las piernas al aire, ensucian el decorado; entramos en el cuarto con el
lecho acolchado, bajo como un sofá. “Por una puerta, casi siempre
abierta, se veía el cuarto de baño, de mármol y de espejos, con el
ribete blanco de su bañera, sus tarros y sus palanganas de plata, sus
adornos de cristal y de mar l”.134
Si la desnudez disuade la entrada en la casa noble, invita a visitar
aquella de la cortesana. La ancestral casa solariega aristocrática y el
hotel estilo Renacimiento, con escayolas recién hechas, da cuenta de
la imagen del cuerpo de las dos jóvenes.135 Las heroínas de Barbey y
de Zola, como sus viviendas, se oponen una a otra; sus capillas no
son atravesadas por los mismos estremecimientos, sus autores
tampoco. Entre Jules Barbey d’Aurevilly y Émile Zola reina el más
profundo desprecio mutuo. Para el primero, Zola, ese enemigo del
catolicismo, es un jactancioso amante de las basuras que reduce el
amor a la siología animal y cuya fortuna está asegurada por su
obscena crudeza. Fortuna que, lo sabemos, permite que el escritor,
con los derechos de La taberna, compre en Médan, en el oeste de
París, una casita que da al Sena y a una vía férrea. Al edi cio se
añade una primera torre: Nana; luego otra gracias a los ingresos de
Germinal; y con Miseria humana, un invernadero para las ores
raras.136 No deja de agrandar la propiedad, que pasa de 400 m2 a 4
hectáreas, incluyendo una isla sobre el Sena donde hace instalar un
chalé noruego procedente de la Exposición Universal. Lo nombra
como el edén de La culpa del abate Mouret, obra vilipendiada por
Barbey: “Le Paradou”.

U
Émile Zola, por su parte, incrimina al hombre: Barbey tiene la
originalidad cticia de un mosquetero que lleva una existencia de
pequeño rentista, y abriga sus reumatismos al atardecer en su
pequeña vivienda de un barrio perdido de París. Jules Barbey,
efectivamente, nunca ganó mucha plata con sus obras; en ciertos
momentos se queja de sus nanzas poco orecientes. El escritor pone
su pluma al servicio de múltiples diarios que pagan con di cultad.
Solo al nal de su vida le llega la fama. Su “apeadero” de la calle
Rousselet —en un barrio no tan perdido, el de los grandes almacenes
Bon Marché, el modelo de El paraíso de las damas— se convierte
entonces en un lugar de encuentro literario; sin embargo, allí el
espacio está medido. Es en la muy aristocrática ciudad de su
infancia, Valognes, en Cotentin, donde el autor se siente cómodo, en
el seno del apartamento de un hotel noble donde transcurre
regularmente una parte del año. Pero cuando un diario propone sus
columnas a Jules Barbey d’Aurevilly para responder a los ataques de
Zola, aquel pre ere exclamar: “¡Ser ridículo a los ojos de Zola es mi
propia honra!”.137
¡Estos dos no podrían compartir la misma habitación! Sus casas
dan cuenta de sus historias, la manera de amueblarlas de sus
combates. En eso leemos su profunda diferencia.

U
El salón, que acababan de instalar, estaba repleto de viejos muebles, de viejas tapicerías,
de chucherías de todos los pueblos y de todos los siglos, una oleada que subía, que a
esa hora desbordaba […]. Tenían un furor dichoso de comprar; y él contenía allí
antiguos deseos de juventud, ambiciones románticas […]; a tal punto que ese escritor,
tan salvajemente moderno, se alojaba en la rancia Edad Media en la que soñaba vivir a
los quince años.138

En La obra, uno de los Rougon-Macquart más autobiográ cos, bajo los


rasgos de Jules Sandoz —un escritor que se lamenta de estar en la
con uencia de Hugo y de Balzac—, Zola cuenta su amistad con
Cézanne, Claude Lantier en la novela, aunque pinta un Almuerzo
campestre. El acondicionamiento del apartamento de Sandoz describe
el que Émile Zola, en compañía de su esposa Alexandrine, realiza
para sus habitaciones parisinas y luego, sobre todo, para la casa de
Médan.
Entre Balzac, cuyo furor por comprar, a veces muy caro, objetos o
muebles históricos, y Hugo, cuyas casas en París y en Guernesey
conservan el sorprendente decorado fabricado a partir de paneles
esculpidos, cofres viejos, piezas antiguas de todo tipo y todo
material, Zola confecciona el interior de su vivienda como escribe
sus libros, no retrocediendo ante la acumulación de detalles —
sórdidos para Barbey—, buscando gangas al igual que busca
documentación en las estaciones, las minas, los mercados de abastos
de París, los grandes almacenes.
Su casa no es la de un coleccionista, aclara. Lo que él espera de las
viejas lámparas de Delft, de los gabinetes italianos, de las vitrinas
holandesas descritas en La obra, o de los vitrales del siglo , de la
chimenea Renacimiento, de las tapicerías y las armaduras
medievales que se ven en Médan, es un gran efecto de conjunto. El
novelista narra un instante de la humanidad. Émile Zola reúne e
instala sus hallazgos en su casa del mismo modo que escribe la
Historia natural y social de la familia bajo el Segundo Imperio: nada está
oculto. Sus libros muestran los efectos de la pulsión sin maquillaje;
su vivienda y las de sus personajes proclaman la evidencia tanto del
pasado como del presente. Las mujeres desnudas, los accesorios
onerosos, la sala de baño abierta, el olor a violeta, todo eso indica el
refugio de la rica cortesana; y cada apartamento del inmueble
haussmanniano de Miseria humana permite adivinar la condición de
sus ocupantes. “Quien dice psicólogo, dice traidor a la verdad”139,
pro ere Jules Sandoz en una página de La obra, mani esto del
naturalismo. El alma de la casa no puede ser inconsciente. Su
decorado es real, describe a quien la habita.

B
Así, puesto que Jules Barbey d’Aurevilly vive en medio de muebles
de los más comunes fabricados en la Rue du Faubourg Saint
Antoine140*, no puede ser más que un pequeño burgués. “Un día,
mostrándole el espejo, le habría dicho a un visitante: ‘Este espejo me
parece un gran lago’. Él se encuentra por completo en esa frase”.141
Barbey mismo se engaña, comenta Zola. La casa re eja la realidad. El
sueño es una mentira para el naturalista.
Habíamos nacido para ser ricos; no tenemos más que el trozo de pan que da la
independencia al orgullo […]. De las tres casas que teníamos en Saint-Sauveur y en
las cuales transcurrió el sueño turbulento de nuestras infancias, ya no hay ni una
viga que sea de nosotros.142

Jules Barbey d’Aurevilly procede de una familia recientemente


ennoblecida (en 1756) cuyo apego a la corona no es recompensado
en el momento de la Restauración: hijo mayor, no obtiene la entrada
a la escuela militar real solicitada por su padre. En adelante, su
destino ya no está trazado. A los 12 años deja su casa natal de Saint-
Sauveur-le-Vicomte para vivir en casa de su tío, médico en Valognes
—marco de varias novelas cortas de Las diabólicas—, durante el
tiempo del colegio; luego, después de dos años de liceo en París,
emprende estudios de derecho en Caen antes de volver a París.
Dandi luego convertido, siempre monárquico, vive allí de su pluma
y se muda varias veces hasta su instalación en 1860, cuando tiene
más de 50 años, en su vivienda de la calle Rousselet de la que se
burla Zola. Más tarde, a partir de agosto de 1872, alquila en Valognes
un apartamento en el hotel Grandval-Coligny, donde pasa varios
meses todos los años en primavera, mientras su estado de salud le
permite viajar. Es una espléndida vivienda Luis XIV. Bajo un techo
de catorce pies de alto —más de cuatro metros, porque, incluso para
las unidades de medida, Barbey d’Aurevilly quiere mantener el
Antiguo Régimen—, un salón comedor, un dormitorio y un boudoir
dan a un magní co jardín estilo Le Nôtre. Cocina y habitación del
criado completan la vivienda. “El carácter de todo esto es la grandeza.
[…] Amueblaré esto con sobriedad, pero con grandeza […], sin que
haya ahí una sola cosa vulgar”.143

U
Entre las cosas que no carecen de grandeza, la más valiosa para él es
el Busto amarillo que puso en la chimenea monumental del salón.
Siempre conoció en la casa familiar ese retrato esculpido de su tía
abuela materna, madame de Chavincour, famosa en la corte de Luis
XV, que falleció a los 27 años. Ese busto, al que él llama el primer
amor de su corazón solitario y declara haber idolatrado en su
infancia, es el único objeto que tuvo una importancia absoluta para
Jules Barbey en la sucesión paterna, a riesgo de provocar un con icto
con sus hermanos. Barbey lo describe como una escultura de arcilla
rubia que representa una mujer con rasgos aguileños y nos,
peinada y vestida como la reina María Antonieta, pero sin nudos ni
cintas, con una blusa cuyo escote desciende hasta la abertura entre
los senos.144
Sin embargo, ese busto se confunde con el de Níobe —“que tanto
miraba en mi infancia mientras me chupaba el pulgar hasta que
sangraba”145—, cuyos senos se escapan orgullosamente de la túnica.
¡Los gustos del hombre maduro coinciden con los sueños del niño!
La mitología entra en la historia del sujeto, en la de su casa. Al igual
que Freud y los hombres cultivados de su tiempo, Barbey
d’Aurevilly conoce la vida de los dioses antiguos, adivina la
aventura que brota detrás de cada estatua, cada bajorrelieve. Aquí se
trata de mujer y de madre: Níobe, reina de Tebas, hija de Tántalo,
estaba tan orgullosa de sus siete hijos y sus siete hijas que su orgullo
le hizo pedir a su pueblo que la honraran a ella, más que a la diosa
Leto, que solo tenía dos hijos, Apolo y Artemisa. Los dioses se
vengaron. Artemisa y Apolo mataron a todos los hijos de Níobe. Al
descubrir ese horror, esta quedó petri cada. Transformada en roca,
sus llantos crearon una fuente inagotable. Níobe es una gura
recurrente en la obra y la vida de Jules Barbey d’Aurevilly. Es citada
en sus novelas, sus diarios íntimos (los Memoranda), su
correspondencia. Orgullo de madre, imagen de desesperación, cara
congelada, belleza de la mujer, cantidad de sus heroínas y algunas
de sus conocidas están adornadas con los rasgos de la antigua
tebana. Hasta el cuarto de La cortina carmesí, una de las novelas
cortas más famosas de Las diabólicas —donde una joven, a espaldas
de sus padres, se ofrece al joven o cial acuartelado en su casa—,
contiene un busto de Níobe, sorprendente entre esos burgueses
vulgares, cosa que, sobreentiende el autor, no lo es en una casa
aristocrática como la suya.
El escritor nos ofrece notables retratos de la madre, más mujer que
madre, aquella cuyos hijos, a imagen de Níobe, son objetos de
orgullo narcisista o representantes de un padre idolatrado antes que
sujetos amados, como la madre de Lasthénie de Ferjol, “tan esposa,
esa mujer más esposa que madre”.146 La literatura precede a la
clínica. El profesor Jean Bernard, famoso hematólogo, describe en
1967 un “síndrome de Lasthénie de Ferjol”, por el nombre de la
heroína de Una historia sin nombre, que apareció en 1882. Esa
nosología da cuenta de una anemia que resiste a todas las
explicaciones clínicas hasta que se descubre que el enfermo se extrae
regularmente pequeñas cantidades de sangre, a veces hasta la
extinción, a imagen de lo que hace la joven en la novela de Barbey
d’Aurevilly. Una vez muerta, adquiere su estatus de ídolo.

E
Morir al nacer es el riesgo que corrió Jules Barbey, según él mismo se
complace en contar. Su madre, al negarse a interrumpir una partida
de whist que se jugaba en casa de su tío, dio a luz en su casa. El
recién nacido habría sido salvado por una mujer que se dio cuenta
de que el cordón umbilical estaba mal atado. Si bien su casa natal en
Saint-Sauveur-le-Vicomte no es efectivamente la casa de sus padres,
nada viene a con rmar el supuesto salvataje. Probablemente, Le
Dessous de cartes d’une partie de whist, otra novela corta de Las
diabólicas, es un lejano eco de eso. La escena se juega en un salón
semejante al del hotel Grandval-Coligny, donde reinan una condesa
y su hija. Furiosas partidas de whist, últimas pasiones de la nobleza
en los años 1820, se entablan mientras está presente un seductor
aristócrata escocés, famoso jugador. Una vez que este parte, después
de varios meses, el juego sigue con menos interés, y vemos a la
condesa que mastica pensativamente los tallos de reseda de una
magní ca jardinera de su salón. Su hija fallece rápidamente de una
enfermedad de languidez; poco después muere la condesa. Entonces
quieren enterrar las espléndidas resedas y encuentran en el cajón el
cadáver de un niño, del bello escocés, por cierto; no se sabe si de la
madre o de la hija…
Al instalarse en Valognes en una morada aristocrática llena de la
grandeza del siglo de Luis XIV, el escritor se siente por n en el
decorado que le corresponde, aquel al que los Barbey habrían
accedido si la Revolución, triunfo de lo vulgar, no hubiese
decapitado la ambición de la joven nobleza. No obstante, las piezas
majestuosas del hotel Grandval-Coligny no son únicamente el marco
nostálgico de una existencia desaparecida, también son el de los
argumentos imaginarios del autor, aquellos con que hace novelas,
cortas o largas, los que alimentan sus ensoñaciones, su vida
fantasmática, allí donde las madres no pueden dejar de ser mujeres
seducidas o seductoras, donde sus hijos no son más que objetos con
que ellas se adornan o bien de los que se liberan. Al poner el Busto
amarillo en la chimenea de su salón, no solo honra a su antepasada
de la corte de Luis XV, sino que evoca sus recuerdos de infancia,
exhibe sus deseos conscientes e inconscientes. El busto es un trozo
de sueño; las piezas de catorce pies de altura son el espacio del
fantasma.

D
Zola edi ca su casa de la misma manera que construye su obra,
extrayendo los materiales que se encuentran a su disposición.
Flanquea el edi cio original de Médan con una torre redonda y una
torre cuadrada, extraña construcción; cuando busca gangas, nada es
sagrado, en su comedor hay un frontal de altar. Barbey, por su parte,
se desliza en la piel de una sociedad desaparecida. No se arriesgaría
a cometer una blasfemia. El carácter de grandeza es tanto el de los
lugares como el de las personas que allí vivieron. La calidad de la
arquitectura importa menos que la de sus habitantes pasados. El
acondicionamiento de la vivienda está en la obligación de respetar
las costumbres y creencias del n del reino de Luis XIV, cuando es
erigido el hotel Grandval-Coligny.
No obstante, entre Barbey y Zola, entre la casa solariega de Aimée
de Spens y el hotel de Nana, la habitación de Valognes y el chalé de
Médan, no es simplemente un asunto de decorado que re eja los
puntos de vista y los compromisos de sus ocupantes, lo que está en
juego es la constitución misma de la casa. Las de Jules Barbey
d’Aurevilly y de sus héroes —la mayoría de las veces de sus
heroínas— toman sus elementos de lo imaginario; las de Émile Zola
y de todos los Rougon-Macquart se arraigan en lo real. Por cierto, ¡él
habría explicado con muchos detalles cómo podía desvestirse Aimée
de Spens ante una ventana sin que el caballero Des Touches fuera
capaz de escapar a ese espectáculo! Si bien difícilmente se puede
concebir la manera en que estos dos escritores compartirían la
misma vivienda, no es únicamente porque proyectan continuos
altercados, sino porque paredes y muebles no tienen la misma
función. Cuando Barbey supone un lago en un espejo, Zola no
percibe más que el re ejo, en un espejo de mala calidad, de la
banalidad de la pieza, y en el Busto amarillo probablemente no vería
más que la imagen pasada de moda de una dama de otro tiempo. La
habitación de uno da paso a la dimensión fantasmática, la del otro
explica la realidad social.
Por regla general, el alma de la casa une esas dos funciones. Aquí,
para estos escritores, las veo repartidas en dos viviendas. Sabemos
que, para Émile Zola, el deseo anida en otra parte, a poca distancia
de Médan, en Verneuil-sur-Seine, donde vive Jeanne Rozerot, la
antigua lavandera de la pareja, con la que él tiene dos hijos. En
cuanto a Barbey, es en su domicilio parisino donde se encuentran
cada domingo cierta cantidad de escritores, entre ellos Paul Bourget,
Léon Bloy, François Coppée u Octave Mirbeau, para hablar de
literatura, del o cio de hombre de letras. Los sueños en Valognes y
Verneuil, la realidad prosaica en París y Médan.

P
Sin embargo, no es necesario ser nostálgico de un pasado
aristocrático desaparecido o bien tener una doble vida para
implicarse así en dos viviendas; aquí el principio de realidad, allá el
principio de placer. Un gran número de nosotros lo hace —es incluso
una particularidad francesa—, cuando se dispone de una residencia
secundaria. Durante los períodos de actividad profesional, la
vivienda está en el apartamento de una gran ciudad, la residencia
principal. Esta es habitualmente la residencia scal, porque es el
lugar donde cada uno “se gana la vida”, entra en la circulación
simbólica de la moneda que permite el intercambio de los bienes y
servicios sin que se conozca íntimamente al proveedor. Los períodos
de descanso transcurren en una propiedad balnearia, o en la
montaña, en una casa de campo, a menudo situadas en una
comunidad restringida donde se puede pensar en el imaginario del
trueque, puesto que los intercambios no son anónimos. Esta escisión
tiene consecuencias sociales y políticas. Fuera del incremento del
valor de las viviendas en ciertas regiones apreciadas, lo cual impide
que los habitantes permanentes, en general‚ menos acomodados que
los urbanos, compren sus viviendas, las expectativas de las personas
que están de vacaciones di eren de aquellas que están en actividad.
Claro que a uno le gusta el campo, pero no con un gallo que cante
y mucho menos con estiércol que huela o tractores que contaminen;
¡casi tratan de convencer a los últimos agricultores que quedan de
que críen a sus cerdos como perros domésticos y que siembren
amapolas! Entonces se quejan de que uno quiera que sus campos y
sus prados sean decorados para ciudadanos con nostalgia de
vegetación, que su actividad sea un conservatorio de los siglos
pasados, olvidando que también era el tiempo de las hambrunas
recurrentes. Como Barbey magni cando el reino de Luis XV frente a
Zola denunciando las injusticias del Segundo Imperio.
Compartir una casa es compartir un territorio. Existen lugares de
reunión: la sala y el living room son el lugar del pueblo; y de las vías
de paso: corredores y escaleras representan calles y rutas. Algunas
piezas están reservadas a tareas particulares, cocina, comedor o
salón se convierten en lugares públicos a imagen de las tiendas, de la
iglesia o del café; algunas son privadas, el cuarto es la pequeña casa
de cada uno; otras están estrictamente prohibidas cuando están
ocupadas: los baños, ya sean de médicos, de psicoanalistas o water
closet, son de uso privativo. Pero compartir una casa es también
hacer de manera que cada uno de sus habitantes, hombre de la casa
o mujer de negocios, un niño escolar o una estudiante avanzada,
pueda decir: “Estoy en casa”. Es el acondicionamiento del uso de la
casa el que lo posibilita. Del mismo modo que es muy necesario que
aquellos que ejercen una actividad y aquellos que están de
vacaciones, residentes de siempre y ocasionales, puedan vivir en el
mismo espacio, la casa soñada de cada uno debe poder encontrar su
lugar en la construcción ocupada por varios.

A
“¡Ah, no! ¡Esa ocupa todo el lugar con su perfume!” Néféret, al
entrar en mi escritorio, se queja del olor embriagador que dejó la
persona recibida antes que ella para una primera entrevista. En una
sesión anterior, Néféret había observado que el consultorio del
psicoanalista le resultaba su cientemente familiar para que se sienta
como en la casa, pero también bastante alejado para sentirse
autorizada a decir, e incluso a pensar, lo que le parecería
inconveniente en otra parte. Es en el curso de sus sesiones cuando
descubre la importancia de las diferentes casas donde vivió, así
como el sentimiento difuso de no haber estado jamás en la suya
propia.
Mujer joven de unos treinta años, que vino a consultar para
comprender por qué no llega a fundar un hogar, pese a la demanda
insistente del hombre con quien tiene una relación amorosa
profunda, Néféret no tiene recuerdos de su casa natal, el hogar
donde vivió con sus dos padres juntos. Un trauma, un grave
accidente de auto de sus progenitores donde su padre encontró la
muerte y su madre se salvó casi por milagro, al parecer le produjo
una amnesia.
Después del fallecimiento accidental de su padre cuando ella tiene
5 años, es con ada, con su hermano de 3, a sus abuelos paternos. Su
madre, gravemente herida, no puede ocuparse de los niños. A
medida que mejora su estado de salud y que progresa la reeducación
motriz, esta sale cada vez más del centro de cuidados que la alberga
y se instala en casa de sus propios padres. Las dos familias viven en
las cercanías, en una rica región de viñedos; los niños pasan tiempo
con su madre durante los nes de semana y las vacaciones, en el
modo de los padres divorciados, comprende ahora Néféret.
En el momento de su entrada en el colegio, a los 10 años, su madre
—que ya está curada y ha recuperado su actividad profesional en la
administración en un puesto elevado— vuelve a hacerse cargo de los
niños. Se van a vivir a un apartamento en la gran ciudad regional. Es
el tiempo del trabajo, de la escolaridad, de las exigencias. Néféret
experimenta una ruptura en su existencia, que se ha vuelto un poco
austera. Felizmente una niñera, ya presente en casa de sus abuelos
paternos, los sigue y vive con ellos. Después de algún tiempo —no
puede fecharlo con precisión—, su madre, cada vez más ausente,
vuelve a menudo muy tarde y confía a los niños a sus padres todos
los nes de semana, cosa que es más bien apreciada por Néféret y su
hermano. Sin embargo, durante una sesión la joven adivina que su
madre escondía una relación amorosa. Néféret se queda estupefacta
de que hasta entonces esa evidencia se le haya escapado.
A partir de esta revelación —no tanto anulación de una represión,
porque ella no olvidó los hechos, como autorización para darle un
sentido—, la joven percibe que la gura paterna planea sobre el
destino de su familia. Su madre no podía reemplazar abiertamente a
su esposo desaparecido. Néféret descubre hasta qué punto la imagen
de este está presente en la casa de sus antepasados paternos, donde
ella habita después del accidente. No es un busto sobre la chimenea,
ni un retrato en el salón, sino apenas una fotografía en la mesita de
luz y más bien una atmósfera general. En el momento del accidente,
los abuelos viven desde hace poco en esa vivienda familiar. El
abuelo de Néféret había abandonado la región en su juventud para
proseguir sus estudios en la capital, donde se instala, antes de volver
—después del éxito y la jubilación que tomó siendo joven— a su casa
natal, donde conserva las costumbres de rigor que tenía en su
trabajo. La vida está regulada, las comidas se hacen a una hora ja;
los niños, hasta los 7 años, edad de la razón, no están en la mesa
familiar. La cortesía y el respeto son exigidos con suavidad pero
rmeza. Néféret y su hermano aceptan plenamente estas coerciones,
más pruebas de amor que una conducta dictatorial. Su padre había
seguido el camino de su propio padre, y probablemente las
condiciones materiales, fuera del cambio de vivienda, casi no
cambiaron para los niños. La casa de los abuelos sigue siendo la del
padre. Néféret no está bajo la mirada de Dios, como Aimée de Spens,
la heroína de Barbey, sino bajo la de una gura ideal. Esta rige tanto
más la existencia cuanto que la madre de los niños está
hospitalizada; en un primer tiempo incluso se teme por su vida.

D
Entre esos abuelos —no demasiado mayores— y esos niños —muy
jóvenes—, la que establece el lazo es una niñera. Ellos exigen, ella
explica. También percibe la pena de aquellos que perdieron a su hijo
mayor detrás de una fachada a veces un poco demasiado
intransigente. De esos años Néféret conserva una actitud tímida en el
seno de las casas a las cuales se dirige. Siempre vacila frente a una
puerta cerrada, y en ocasiones se siente molesta cuando entra en una
pieza ya ocupada. Otras tantas conductas de las que toma conciencia
en el curso de sus sesiones, recordando entonces el asombro de sus
abuelos maternos frente a eso.
En efecto, el ambiente es muy distinto en su vivienda. Su familia
materna permaneció atada a su terruño, y prosigue la explotación de
la misma nca desde hace varias generaciones. Su tío, un hermano
de su madre, y su familia están presentes en la gran construcción
donde reina un alegre alboroto. Aquí, nada de hora ja de comidas,
todo se rige en función de los trabajos que se deben efectuar en los
viñedos, nada de puertas cerradas, bastante poca intimidad, sino un
respeto que no se apoya en reglas explícitas. Se trata de un saber
vivir en común que a veces a Néféret le cuesta captar. Cuando se
habla de su padre se evoca a un desaparecido, no una presencia
tutelar. Lo que rige esta casa no es un ideal sino la coacción —a veces
imprevisible por estar ligada a los cambios climáticos— del cultivo o
de la elaboración del vino.
Dos casas, la de un padre, la de una madre, dos estilos de vida,
reunidos en una pareja, pero nadie que las reúna; precisamente a eso
se enfrenta Néféret. Sus padres ya no están presentes para mantener
el hogar que ella conoció durante sus primeros años y cuya
estructura ha olvidado. Amnesia infantil, probablemente, amnesia
traumática tal vez; como quiera que fuese, una manera de evitar la
nostalgia.
Las casas donde luego habita no participan en ese mismo esfuerzo.
Pocos recuerdos tiene del apartamento que ocupa con su madre y su
hermano en la gran ciudad. Los hechos sobresalientes de su vida
juvenil transcurren en el colegio, el liceo, afuera, en casa de amigos o
bien en estadías en casa de sus abuelos. Allí descubre la vida, las
penas, las dichas, el amor. Más tarde, su madre se decide a presentar
a su nuevo compañero; se casan. Néféret, que se entiende bien con
su padrastro, vive poco tiempo con ellos. Es una existencia de
estudiante y luego de mujer joven que debuta en una actividad
profesional, piezas, estudios, nunca arrendamientos compartidos,
ahora un pequeño apartamento que no comparte con su amante.

U
Mi escritorio siempre estuvo en el apartamento donde resido. Es una
elección decidida en común. Se trata de encontrar el lugar
conveniente para que dos espacios se confundan y se distingan. En
París, los edi cios haussmannianos que separan las piezas de
recepción de las piezas privadas comunicadas por un corredor más o
menos largo, que remite los espacios domésticos bien al fondo, no
convienen únicamente a los psicoanalistas. Cada inmueble de mi
calle contiene uno o dos consultorios médicos donde viven los
especialistas, reumatólogos y cardiólogos en la planta baja, los otros
en los pisos, raramente más allá del tercero; en cuanto al último piso,
un poco retirado con una terraza, sin dudas es demasiado
residencial para ser profesional. No obstante, semejante plano no
conviene mucho hoy salvo para ese uso cali cado de “mixto” por la
administración. En cantidad de estos apartamentos, cuando no son
utilizados así, las piezas cambian de destino, muy particularmente la
cocina, que está cerca de los lugares donde se hacen las comidas.
De ahí a pensar que los psicoanalistas son los guardianes de una
arquitectura del siglo , seguro que no. Sin embargo, a pesar del
cienti cismo a veces ostentado, no se practica en un lugar
aseptizado, así no fuera sino porque el psicoanalista ejerce como
sujeto, con sus gustos y sus aversiones, su inscripción en las
costumbres de su época. En la actualidad, estaría mal visto que, a
ejemplo de Freud en los años 1890, escupa en la escalera, pero recibir
sin corbata no es prohibitivo, y si uno se pusiera un cuello postizo
sería ridículo.147 Su escritorio está fuera del tiempo, porque allí no es
cuestión de actualidad, pero tampoco es intemporal. Las
acumulaciones de aquel de Berggasse 19 en Viena evocan ahora más
un gabinete de curiosidades que el de un especialista de la psiquis;
en los años setenta, el sillón Charles Eames y el diván Le Corbusier
son la punta del progreso, pero en el siglo son objetos de
anticuarios.
Recibir en su casa no es estar ni en una clínica médica ni en un
museo; no es tampoco invitar a los pacientes a compartir una vida de
familia. Como dijimos, la invención de los corredores y los pasillos lo
permite. Sin embargo, puertas que se abren y se cierran, timbres de
teléfono, voces lejanas o bien llantos de bebés, disputas de niños,
incluso olores de cocina, señalan la vida y la presencia de un
entorno. Los que viven con el psicoanalista conocen las reglas. La
menor cantidad de palabras posible ante la puerta del escritorio, que
no debe ser franqueada durante las consultas; el respeto de cierta
con dencialidad, nada de “¿cómo le va?” dirigido a una persona a la
que se cruza por azar en la entrada. Se trata tanto de proteger a los
habitantes de la casa de un imaginario que no les atañe como de
evitar a quienes consulten que compartan una realidad que no es la
suya; y hacer de manera que esto sea posible en el mismo lugar.

“¡S ¡E ”
Durante esta sesión de Néféret la puerta de entrada del apartamento
se abre y oímos, pasando por la entrada y luego tomando el corredor
que rodea el escritorio, a unos niños que susurran claramente:
“¡Silencio! ¡El abuelo está trabajando!”. Para mis hijos, esto forma
parte de su vida en casa de ellos, no es necesario que recuerden las
consignas; para mis nietos ese día es un descubrimiento, y esos
gemelos de 2 años están felices de mostrar que comprendieron.
Néféret oye, se ríe, hace una observación divertida y no dice nada
más. Cierto tiempo después re ere haber cruzado a esos niños con
su madre en la escalera del inmueble. “Es gracioso, pero tal vez
bueno, poder trabajar donde uno vive”, enuncia. Es un poco como
reunir dos casas, la de su padre y la de su madre. Más tarde me hace
saber que decidió vivir con el hombre que desde hace tiempo le pide
que comparta su vida y su casa.

129. Jules Barbey d’Aurevilly, Le Chevalier Des Touches, en Œuvres romanesques complètes,
París, Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”, 1964, vol. 1, pp. 869-870. [Hay versión en
castellano: El caballero Des Touches, trad. de Juan José Llovet, Buenos Aires, México, Espasa-
Calpe Argentina, 1950.]
130. Victor Hugo, La Conscience, La Légende des siècles, París, LGF, 1968, p. 42. [Hay versión
en castellano de: La leyenda de los siglos, trad. de José Manuel Losada, Madrid, Cátedra,
1994.]
131. Véase supra, cap. 4.
132. Véase supra, cap. 1.
133. Émile Zola, Nana, en Les Rougon-Macquart, París, Gallimard, “Bibliothèque de la
Pléiade”, 1960-1967, 5 tomos, tomo 2, pp. 1347-1348. [Nana, varias ediciones en castellano.
Las citas entrecomilladas son transcripción textual de este libro.]
134. Ibid., pp. 1348-1349.
135. Véase supra, cap. 3.
136. Véanse Évelyne Bloch-Dano, Madame Zola, París, LGF, 2007, y Mes maisons d’écrivain.
D’Aragon à Zola, París, Stock, 2019.
e
137. Jules Barbey d’Aurevilly, “Le re à propos de Zola”, en Le siècle, Des œuvres et des
hommes, París, Mercure de France, 1966, vol. 2, p. 319, véanse los otros artículos sobre Zola
en el mismo volumen.
138. Émile Zola, L’Œuvre, en Les Rougon-Macquart, op. cit., tomo 4, p. 323. [Hay versión en
castellano: La obra, trad. de José Ramón Monreal, Barcelona, Debolsillo, 2008.]
139. Ibid., p. 161.
140. * En la Rue du Faubourg Saint Antoine, de París, se encuentra una gran cantidad de
mueblerías convencionales. [N. del T.]
141. Émile Zola, Documents li éraires. Études et portraits, París, Hache e-BNF, 2018, p. 353.
142. Jules Barbey d’Aurevilly, Disjecta membra, en Œuvres romanesques complètes, op. cit., vol.
2, p. 1569.
143. Jules Barbey d’Aurevilly, carta a Madame de Bouglon del 22 de agosto de 1872, en
Correspondance générale, París, Les Belles Le res, 1987, vol. VII, pp. 122-123, subrayado en el
texto.
144. Véanse Jules Barbey d’Aurevilly, Le Buste jaune y Niobé, en Œuvres romanesques
complètes, op. cit., vol. 2, p. 1187 y p. 1203. El busto, efectivamente muy escotado, fue
destruido durante los bombardeos de 1944; la casa natal de Jules Barbey d’Aurevilly, que se
puede visitar en Saint-Sauveur-le-Vicomte, posee una copia.
145. Jules Barbey d’Aurevilly, carta a Trébutien del 22 de marzo de 1853, en Correspondance
générale, op. cit., vol. III, p. 197.
146. Jules Barbey d’Aurevilly, Une histoire sans nom, en Œuvres romanesques complètes, op. cit.,
vol. 2, p. 322. [Hay versión en castellano: Una historia sin nombre, trad. de Nicole Vaïsse,
México, Gobierno del Estado de Guanajuato, 1995.]
147. Véase cap. 2.
6. CONJUNTO
“¡Vaya! ¿Los psicoanalistas encierran a los gatos en sus armarios?”
Hace algunas semanas que un gatito vive en el apartamento. Es
juguetón, temerario y un poco torpe. En mi escritorio, contra el
tabique que lo separa de la pieza principal, hay un armario.
Grimoald, el analizante que hace esta observación irónica, no se
equivoca. Se tiene la impresión de que maullidos quejumbrosos
salen del mueble. Como estos continúan, Grimoald, que es instruido,
prosigue en el mismo tono. “¡Atención! Puede estar denunciando un
crimen, como en el cuento de Edgar Poe cuyo título no recuerdo”. Yo
sí, es El gato negro, el segundo texto de las Nuevas historias
extraordinarias. Un hombre que mató a su esposa empareda el
cadáver detrás de un tabique de su bodega. No se da cuenta de que
al mismo tiempo encierra al gato. En el curso de la visita de unos
policías, este lanza un maullido horrible; derriban la pared y
descubren el cuerpo. Así que, aquí estoy yo, ¡tratado de asesino por
Grimoald!

O
Los maullidos desesperados persisten. Sé que en ese momento
ninguna otra persona de la familia está presente en la casa. Estoy en
la obligación de preservar mi inocencia, y de comprender la causa de
ese llamado. Prevengo a Grimoald y salgo del escritorio. El
desdichado y audaz gatito presumió de sus fuerzas y de su
habilidad. En la pieza de al lado, trepó a la barra de una cortina de la
que es incapaz de bajar. Busco un taburete y lo saco de su peligrosa
posición, y él corre a guarecerse bajo el sillón que adoptó como
refugio. Cuando vuelvo al escritorio es la hora del n de la sesión.
Grimoald está de pie; me espera.
— ¿Salvado? —me interroga.
— Sí.
¿Soy yo el que estoy salvado, porque no hay un cadáver en el clóset,
o bien el bebé gatuno? Es un asunto que podrá ser comprendido más
tarde en el curso de la cura.
Por el momento, ese acontecimiento me recuerda una experiencia
vivida poco tiempo antes en una consulta de psiquiatría infantil
donde ejerzo. Acomat, un niño de 4 años, incapaz de estar solo, que
no logra separarse de su madre, sobre todo para ir a la escuela, entra
por primera vez en el escritorio sin estar acompañado. Se ha
convenido con su madre que se quede en el dispensario para que su
hijo la encuentre al nal de la cita. Terminada esta, Acomat se dirige
a la sala de espera donde —cosa que probablemente habría debido
prever— ¡ella no está! Sus llantos y aullidos conmocionan a todo el
personal, con excepción de un consultante, en apariencia sordo al
desamparo e instalado en una neutralidad con un aspecto poco
indulgente, que me habla de un problema material. Lo dejo para ver
lo que ocurre; el niño encontró un refugio provisorio en los brazos
acogedores de una secretaria. No asisto al retorno de su madre pero,
por su alejamiento, demostró la imposibilidad de la separación. Se
necesitará mucho más tiempo y escucha de este niño y de su familia
para que el espanto de la soledad y el miedo a la desaparición de sus
padres se borren.
Acomat no es mi hijo, no vivimos juntos. Sin embargo, mientras él
se encuentra en el dispensario, permanece bajo la responsabilidad de
quienes allí trabajan, que no pueden sustraerse a sus gritos de
desamparo. La consulta se convierte en nuestra casa común.
Compartir una casa no se hace en el silencio; es oír y responder, de
múltiples maneras, a las demandas, las exigencias, los rechazos, los
llamados. Esto es tanto más cierto aquí donde no se enseña, no se
cuidan los cuerpos; se intenta comprender las di cultades que tienen
algunos niños en sus relaciones consigo mismos y con otros. Esta
perspectiva se encuentra, de manera más radical, en las casas verdes,
inventadas por la psicoanalista Françoise Dolto, la primera de las
cuales abre en 1979. Destinadas a recibir a pequeños hasta los 3 años
(pero también van algunos de mayor edad), no son lugares de
cuidados, ni parvularios o guarderías148 —el adulto responsable del
niño permanece en la casa—, es un lugar donde se descubre el
compartir y se aprende a socializar, donde la palabra es central: se
habla de lo que ocurre, se dice lo que uno hace, se explican las reglas.
Desgraciadamente, Acomat no frecuentó una casa verde, en cuyo
caso mucho antes se hubieran puesto algunas palabras sobre lo que
lo asusta en la partida de su madre, antes de que se vuelvan
inaudibles, recubiertas por llantos de terror.

E
Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, como el sollozar de un niño, que luego
creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, por
completo anormal e inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror,
mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el in erno.149

Ese grito, lanzado por el gato negro de Edgar Poe, es el que tememos
oír en nuestra casa. Ese grito rubrica la catástrofe, aquella de la que
nuestro hogar debería preservarnos, el desamparo de un ser vivo, el
que atravesó el lactante, el que rozó Robinson Crusoe150, aquel del
que debe protegernos el amor. Cuando una casa es un hogar
contiene esas pruebas de amor, lo que hace admisible el llamado del
otro para cada uno. Vivir juntos no es únicamente renunciar a una
parte de su espacio en bene cio de aquellos y aquellas que habitan el
mismo lugar, es también compartir ese espacio, ponerlo en común
como el aire que transporta el sonido de la voz.
A veces, cuando el desacuerdo toma la delantera, ya no se
pronuncia ninguna palabra, no se oye ningún llamado; las paredes
de la casa delimitan super cies, los muebles son las propiedades de
cada uno. El hogar ha perdido su alma.
Terminó por escribir con mayúsculas:
“EL GATO”.
Luego se volvió a quedar un tiempo inmóvil antes de poner otra vez en el bolsillo
la libreta de donde había arrancado una tira de papel.
Finalmente la plegó varias veces […]. En ese juego se había vuelto de una habilidad
sorprendente, casi maquiavélica.
El papel se acomodaba entre su pulgar y su dedo mayor. El pulgar se replegaba
como un percutor y, soltándose de pronto, enviaba el mensaje al regazo de
Marguerite.151

Lo que es más notable en El gato, novela de Georges Simenon


adaptada al cine por Pierre Granier-Deferre152, es quizá su fuente
autobiográ ca. Autor prolí co, cuyas cualidades literarias son ahora
reconocidas, aunque a menudo sean todavía reducidas a las
aventuras policiales de Maigret, Simenon publica El gato en 1967, en
la última parte de su carrera, pero antes de la desaparición en 1970
de su madre. En 1974, en Carta a mi madre, describe los últimos días
que pasó en su compañía, a su cabecera, en el hospital. Allí, algunas
líneas mencionan lo que está en el centro de la intriga de El gato.153
Después de algunos años, su madre y su segundo esposo —dos
viudos que se volvieron a casar— dejan de hablarse, pero se
intercambian pedazos de papel escritos; se rozan, pero hacen como
que se ignoran en su casa, donde ya no comparten nada salvo una
descon anza recíproca.

U
Marguerite Doise, la heroína de El gato, última descendiente de una
familia arruinada, viuda de un distinguido violinista de la Ópera,
posee la hilera de la derecha de las casas de una calle parisina sin
salida en un barrio tranquilo de París, y ella habita la del fondo, la
más tranquila. La hilera del frente se vendió para pagar las deudas
familiares. En una de esas casas, en una habitación alquilada, se
instala un inspector retirado de la administración de vialidad de
París: Émile Bouin, viudo, exalbañil que vive solo con un gato que
encontró un día en una obra. En la vivienda de Marguerite aparece
una fuga de agua. Desamparada, apela al primero que encuentra.
Émile repara la plomería; ella le agradece con un vaso de licor, él
solo toma vino tinto barato. Se vuelven a ver, pasan el tiempo juntos,
se casan por conveniencia, porque Marguerite es piadosa y se
preocupa por los buenos modales, aunque nada inmoral ocurre entre
ellos. Émile se instala en la casa con su gato llamado Joseph, al que
Marguerite, que guarda en una jaula un loro en recuerdo de su
esposo, detesta. De tanto en tanto previene a su nuevo marido:
“Sería mejor que nos dejes un momento…”.154 Émile sale con su gato;
Marguerite abre la jaula, el pájaro se encarama a su hombro, frota el
pico contra la mejilla y la piel suave detrás de la oreja. Gestos de
ternura ausentes en la pareja. Aunque Marguerite dice estar
dispuesta a padecer los ardores de Émile, así como soporta sus
cigarros italianos, sus maneras toscas y a su gato Joseph, este no
insiste. Viven juntos. Él corta madera para la estufa, saca la basura,
da vueltas por el barrio; ella encera, plancha, va a misa. Está el piano
que nadie toca, los muebles heredados del esplendor de la familia
Doise, el sillón y la televisión que aportó Bouin, con su cama. El alma
monótona de la casa rige su existencia. Sin embargo, Marguerite
sigue sin aceptar que el gato duerma sobre las piernas de su dueño.

S
Una noche de invierno Émile Bouin, engripado y con ebre, se
sorprende de que Joseph no se trepe a su cama. Sale a la nieve a
pesar de las exhortaciones de su esposa, lo busca en el callejón,
todavía más lejos; lo descubre muerto, muy en el fondo del sótano.
Aquí Simenon no se olvida del detective; una caja de raticida a base
de arsénico fue desplazada: se ve el círculo viejo que dibujó sobre el
estante polvoriento. Marguerite envenenó al gato.
La casa tranquila se llena de ira. Émile esgrime el cadáver del
animal, se lo frota en el rostro a Marguerite, que se desvanece sin
que él le dedique una mirada; luego la ebre hace que se derrumbe
en su cama. A la madrugada pone el cuerpo del gato en el basurero,
toma algunos vasos de vino y, sin haberlo premeditado, abre la jaula
del loro y le arranca las plumas. Tiene sangre en las manos, su mujer
lanza un grito. Un veterinario se lleva al animal, que volverá…
disecado. Algún tiempo después Marguerite le da a Émile un papel
con estas palabras: “Dios nos hizo marido y mujer y debemos vivir
bajo el mismo techo. Sin embargo, nada me obliga a dirigirle la
palabra y le ruego encarecidamente que usted haga lo mismo”.155 La
casa cae en el silencio, el silencio de las palabras.
Porque la casa está sumida en el ruido. Simenon nos lo hace oír
desde el primer capítulo; el libro está construido por una serie de
retrospectivas. El estrépito ensordecedor de la demolición de las
casas de enfrente, premonición de la desaparición de un mundo;
vueltas a vender, deben dejar sitio a un inmueble moderno. Cuando
la obra concluye, el péndulo del reloj de mármol negro y el
desgranar de los golpes de su repique, el tintineo de las agujas de
tejer de Marguerite, el crujido de los leños que arden, el murmullo
de la lluvia y el de la fuente instalada en el fondo del callejón, luego
la manteca que se funde en la sartén y las cebollas que se doran,
Émile que mastica ruidosamente y, más tarde, que se suena cuando
un cantante inicia una canción de amor en la televisión. El gato ya no
está allí para maullar o ronronear —roncar, decía Marguerite—, el
loro con ojos de vidrio está de nitivamente mudo. Ya no hay
palabras, es decir, que ya no hay llamados, ni preguntas, ni
respuestas. Los leños arden, pero el hogar está apagado; el alma de
la casa hizo silencio al morir los animales domésticos.
En adelante, cada quien por su lado. Hacen su parte de las tareas
domésticas ignorándose, van a las mismas tiendas, pero uno después
del otro, para comprar alimentos diferentes que guardan en sus
alacenas cerradas con llave antes de cocinarlos por separado y
comerlos cada cual en una punta de la mesa. Luego, una noche,
cuando vuelve Émile, el silencio es completo. Descubre a Marguerite
muerta al lado de su cama. “¿Había llamado? ¿Había pronunciado
su nombre en el vacío de la casa sin ecos?”156, se pregunta.

M ,C H
Para muchos, Émile Bouin tiene la silueta de Jean Gabin y
Marguerite la de Simone Signoret, los dos intérpretes del lm de
Pierre Granier-Deferre. El cineasta conserva la trama de la novela,
pero suprime el loro. La casa, que debe desaparecer en la
construcción del barrio de la Défense, a las puertas de París, fue
comprada, varias décadas antes, por Julien y Clémence (Émile y
Marguerite), una joven pareja seducida por una vista fabulosa al
campo. Porque ellos no son viudos vueltos a casar; se conocieron de
jóvenes. Él es tipógrafo, ahora jubilado, ella es una extrapecista que
se hirió en una caída, bebedora de ron. Hoy, él pre ere a su gato.
Borracha, ella mata al animal a tiros; él es el que luego se niega a
hablar y el que comienza los intercambios con papelitos. La puesta
en escena conserva por lo tanto lo esencial: la pareja, el asesinato del
gato, el silencio en la casa. Lo que forma parte de la historia personal
de Georges Simenon (por lo menos la que él reconstruye)
desaparece.
El destino de Marguerite, la hija más joven de una familia
arruinada, es el de Henrie e, la madre del escritor. Última hija de
una importante fratría, tiene 5 años cuando muere su padre, dejando
deudas, sumiendo a su viuda en una indigencia vivida como
humillante. Dejan una gran casa solariega por la modesta vivienda
de un barrio popular de Lieja, y Simenon, una vez hecha su fortuna,
durante un largo tiempo no deja de adquirir casas grandes y lujosas.
El miedo a que algo le falte, el temor a estar en aprietos, organizan la
vida de Henrie e. Habiendo enviudado a su vez, se casa, cuando
Georges tiene 26 años y hace mucho ha partido, con un jubilado del
ferrocarril belga, cuya pensión puede cobrar si él fallece.
Precisamente con ese hombre decide dejar de hablar, pero
intercambiar mensajes garabateados cuando sea necesario, y él es
quien retira una a una las plumas del loro de Henrie e. Se llama
Joseph André; tiene el nombre de pila que Simenon le da al gato de
Émile, el personaje de su novela.157
Así, en El gato de Georges Simenon, que de ninguna manera
pretende ser un texto autobiográ co, todo surge de lo que el escritor
re ere de la historia de su madre: su origen, su segundo casamiento,
el silencio en la casa, el rechazo de las palabras y el intercambio de
palabras escritas, hasta el loro… ¡salvo el gato!

A
Existen múltiples maneras de cohabitar. La práctica de algunos
alquileres compartidos donde cada ocupante se reserva un lugar en
la heladera, donde los medios de cocción son utilizados
alternativamente y la distribución de las tareas domésticas se exhibe
en la pared de la cocina, y donde los animales de compañía no
siempre son bienvenidos, no deja de recordar el modo de existencia
en la casa de Marguerite. La indiferencia, el odio, no impiden la vida
bajo el mismo techo. Sin embargo, vivir juntos en una casa no es
simplemente cohabitar; compartir un lugar es aceptar el gato del
otro.
La esposa de Max Eitingon es como los gatos, y yo no amo los gatos. Ella posee el
encanto y la gracia de un gato […], pero no tiene la menor simpatía por los ideales
de su marido. […] De hecho, está celosa, el psicoanálisis molesta y distrae su poder
sobre su marido,158

confía Freud a Arnold Zweig. Max Eitingon, probablemente el


menos conocido de los discípulos de la primera hora, no deja de
desempeñar un papel importante en la fundación y la organización
del movimiento psicoanalítico. Hete aquí que Freud le reprocha a
esa esposa de actitudes felinas que le impida a su esposo vivir en la
casa común de los psicoanalistas. Ve en ella a una de esas mujeres
narcisistas cuya seducción denuncia, que solo se aman a sí mismas y
que parecen bastarse a sí mismas; solo quieren ser amadas, sin
ninguna contrapartida, y se muestran inaccesibles y enigmáticas.
Poseen “el [atractivo] de ciertos animales que no parecen hacer caso
de nosotros, como los gatos”159, añade Freud en su estudio sobre el
narcisismo.
Al introducir un gato en su novela redactada a partir de la historia
reconstruida de su madre, Simenon pone de mani esto lo que
provoca la ira de Marguerite: el gato encarna el narcisismo.
Marguerite, mujer narcisista, únicamente preocupada por sí misma,
por su pasado, por su presente, por su porvenir, no puede tolerar un
rival. No hay lugar para dos Narcisos; ni siquiera hay lugar para el
narcisismo del otro. Porque nosotros construimos sobre nuestro
propio narcisismo. Aunque no nos veamos por dentro, esa imagen
idealizada que nos forjamos de nosotros mismos en nuestra primera
infancia está en el origen de los ideales conscientes e inconscientes
que organizan en mayor o menor grado nuestra existencia, y a veces
nos precipitan en el encuentro amoroso. El gato de Émile Bouin no
está separado de él; Simenon lo subraya en su texto, el animal no
deja de seguir a su dueño. No es un ser amado distinto, competidor
de Marguerite: representa la parte narcisista del hombre. Aceptar el
gato del otro es aceptar sus ideales, aunque di eran de los nuestros,
cosa que no hace Marguerite. La sexualidad dichosa, la existencia sin
miedo por el qué dirán ni temor por el mañana que Émile vivía con
su primera esposa no están en su horizonte.

C
El hogar es el lugar donde se pone a prueba la puesta en común de
los ideales. Sin embargo, no se trata aquí de extender ese ideal como
un absoluto perfecto inalcanzable. Lo que está en juego, en términos
freudianos, es el ideal del yo.160 Es lo que cada uno integró en sí, lo
que fue transmitido por sus padres, sustentado por su educación,
enriquecido por los modelos encontrados a lo largo de toda su vida.
Dicta la conducta que se debe tener en tal o cual circunstancia. Es la
in nidad de los pequeños gestos de la existencia, la mayoría de las
veces inadvertidos. Cuando algún otro actúa de diferente manera,
eso provoca asombro, hasta reprobación. Los europeos que viajaban
a China hace algunas décadas estaban sorprendidos, y un poco
asqueados, por oír constantemente carraspeos seguidos por
expectoraciones que aterrizaban en el suelo o en una escupidera;
pero eso probablemente no hubiera intrigado a Freud.161 En la
actualidad, algunos japoneses se quejan de que los disuadan de
tomar la sopa haciendo ruido, porque eso molesta a los extranjeros
que cenan en sus restaurantes; gargarismos que, hace uno o dos
siglos, no habrían ofendido a ningún comensal francés.
En el interior de la casa encontramos lo que ocurre en el interior del
mundo, y es sabido hasta qué punto el pasaje a la vida en común a
menudo es difícil para una pareja joven. La mudanza a la misma
casa en ocasiones conduce a la ruptura. Vivir juntos implica cambiar
o bien aceptar. Émile adopta la costumbre de su mujer, que enciende
y luego apaga la luz cuando entra y sale de una pieza; y ella acepta
el humo de sus cigarros. En cambio, él no puede entrar en una
bañera sin sentirse oprimido y pre ere la ducha; no soporta el
colchón de plumas y el enorme edredón, y aporta su cama; pero ella
se niega a dormir con la ventana abierta. Sacar la basura y cortar leña
para el fuego, sin discusión, son un trabajo de hombre, pero sin
embargo tanto uno como otro pasan la aspiradora, lavan los azulejos
y enceran el parqué. La vida juntos se va instalando. Vino para él, un
vasito de licor para ella, el piano cerrado en recuerdo del marido
difunto, y un reparto exacto de los gastos, porque Marguerite se
empeña en eso. Simenon describe la rutina de una pareja, es decir, lo
que cada uno acepta o no del modo de vida de su compañero.
V
Algunos se niegan, a veces en nombre de la libertad, a imagen de sus
predecesores del siglo pasado, Simone de Beauvoir y Jean-Paul
Sartre, o porque se niegan a dejar sus empleos alejados uno de
otro.162 Esos LAT, acrónimo por “living appart together”, “vivir juntos
pero separados”, parecen multiplicarse en estos tiempos marcados
para algunos por el individualismo, cuando la pequeña batalla por la
elección de los canales de televisión a la que se entregan Émile y
Marguerite se resuelve mirando cada uno su pantalla.
Otro modo de vivienda, pero que en general atañe a personas que
viven solas, compartir el alquiler en adelante se declina en coliving.
No es ya una casa, un apartamento alquilado por varias personas
que hicieron esa elección en común, sino un inmueble, un chalé
organizado para este tipo de residencia. Ambientes privados y
ambientes en común son previstos en la construcción o la
remodelación. Dirigidos habitualmente a personas jóvenes, para un
período nunca muy largo, es notable que los promotores de estas
viviendas prevén distribuir, gracias a un algoritmo, a los diferentes
ocupantes en función de sus gustos, sus costumbres, sus
características con el objeto de poner juntos a quienes se parecen, y el
deseo de evitar de ese modo los con ictos. Triunfo del narcisismo…
en el papel, porque no dudo que se anuden relaciones que no
respondan exactamente al proyecto. Es en el seno de las casas que
albergan a los héroes de Simenon, particularmente en la parte más
conocida de su obra —aquella de las investigaciones del comisario
Maigret—, donde el tiempo está detenido, una necesidad de la
novela policial. El móvil del homicidio, así como el descubrimiento
de su autor, se deducen de la revelación de las relaciones silenciosas,
no tan inconscientes como ocultas, entre los protagonistas de la
intriga. El alma de la casa está jada por las necesidades del libro, así
como la del coliving parece que puede ser regida por un algoritmo
por las necesidades de la promoción de esos nuevos hábitats.
No obstante, las casas cambian con el correr del tiempo. Solo unos
habitantes que están emparedados en su narcisismo esperan que no
varíen; ellos intentan negar el paso de los años. Pero, para
iluminarse, el gas reemplaza a las velas, y luego la electricidad al
gas. Aparece el teléfono, luego las conexiones informáticas. Se
adoptan nuevos hábitos, los niños nacen y crecen, los padres
envejecen. La casa conserva la huella de sus ocupantes. La moqueta
cubre el parqué antes de que este vuelva a ponerse de moda,
siempre y cuando no lo hayan quitado; los interruptores
antiguamente de cerámica se hacen de material plástico; los recién
llegados lamentan que sus predecesores hayan destruido las
chimeneas de mármol. Vivir juntos es aceptar compartir sus ideales
con el otro, renunciar a veces a los suyos, transmitir otros. Los niños
precisamente heredan eso, y a su vez lo acondicionan.

L
Sin embargo, vivir juntos en una casa es también vivir con la casa.
Retomemos los preceptos freudianos. Por un lado, el ideal del yo,
que aceptamos exibilizar para compartir nuestra existencia con el
otro, proviene, así como lo recalcamos más arriba, de la in uencia de
los padres a la que sucede la de una multitud, educadores,
profesores, y tantos otros entre nuestros semejantes. Por otra parte,
el superyó no se construye a partir del modelo de los padres sino
según el superyó parental. Es portador de valores a prueba del
tiempo que se perpetúan de generación en generación y que solo
lentamente dejan el sitio a las in uencias del presente y a las
modi caciones.163 El ideal del yo depende de los habitantes, el
superyó se encarna en la casa. Vivir juntos en una casa es permitir
que el ideal del yo de los ocupantes del hogar encuentre su sitio en
una construcción que sostenga los valores del superyó.
Es lo que leemos en la novela de Simenon y, más aún, lo que vemos
en el lm de Granier-Deferre. El gato no narra únicamente el n de
una pareja, sino también el n de una casa, la desaparición de toda
una tradición. Las imágenes y el estrépito de la destrucción
acompasan la obra. El cineasta, en varias oportunidades, nos
muestra las máquinas, los obreros y la bola al cabo de un cable
sostenido por la echa de una grúa que en una nube de polvo hace
trizas las construcciones vecinas de la casa, que a su vez comparte
ese mismo futuro. Las escenas son tanto más realistas cuanto que
son verdaderas. No es ni un decorado ni una reconstitución, sino las
obras en curso del barrio de negocios de la Défense próximo a París.
Tanto la calle sin salida como la casa son destruidas después del
rodaje. Como tantas otras, una pareja modesta se había mudado a un
chalé del suburbio cercano y ve que su vivienda es atrapada por la
extensión de la ciudad. Es la desaparición de un estilo de vida, el de
los chalés del suburbio, de las calles tranquilas, humildes y
familiares, a dos pasos de la capital.
La ruptura de la pareja de Marguerite y de Émile se hace sobre el
fondo de la demolición de un mundo, cosa que, en la novela y el
lm, refuerza la vivencia de n. No obstante, uno hubiera podido
producirse sin el otro. Una pareja puede desgarrarse en la más bella
de las moradas eternas y permanecer unida cuando a su alrededor el
mundo se derrumba. Ideal del yo y superyó no se inscriben en la
misma temporalidad. Aquí, el cambio es brusco, a la ejecución del
gato corresponde el derrumbe de la casa.
No obstante, por regla general, las modi caciones del marco de la
vivienda, a imagen de aquellas del superyó freudiano, se hacen
progresivamente. Hemos visto que la brutalidad, la de Le Corbusier
en Pessac, puede provocar un rechazo; y, en La casa del gato que
pelotea, la heroína sucumbe al pasar de la venerable casucha, donde
su hermana prospera, a la vivienda acorde con el gusto de la época
de su marido el artista. En cambio, los pequeños salones y
corredores del hotel para viajeros donde reside el narrador de En
busca del tiempo perdido conservan sus hábitos de la época en que, en
el siglo , formaban parte de un hotel noble. Zola agranda su casa
de Médan, y poco a poco el confort moderno entra en el apartamento
de Freud. Cuando la con guración de la vivienda cambia, no es
únicamente el decorado lo que se renueva; lo que adopta otra forma
es la manera en que los habitantes viven juntos, en que se dirigen la
palabra entre ellos.

H
En París, pero también en otras grandes ciudades francesas, en todos
los barrios, porque la renovación es general, los inmuebles
haussmannianos, cuya construcción con el mismo plano se perpetuó
hasta la Gran Guerra, están muy presentes, y son apreciados por la
burguesía. En buena parte dan su estilo a la capital de Francia con
sus techos de cinc que cubren las piezas del sexto piso. Ese plano es a
la vez variado e inmutable. Los ambientes de recepción (o el único
comedor) dan a la calle, o al patio para los inmuebles dobles; los
ambientes familiares (dormitorios más o menos numerosos) se
comunican por uno o varios corredores que pueden funcionar como
vías secundarias; los de la vida íntima (gabinetes de tocador, cuartos
de baño, water closet) están más o menos desarrollados y equipados
según la fecha de construcción; los de la vida doméstica (cocina,
lavadero, trasteros) son relegados bien al fondo del apartamento.
Dan a una escalera de servicio por donde suben las provisiones, el
carbón, la madera, y que permite el ascenso, sin ascensor, hacia las
habitaciones “de las criadas” en el último piso, cuyo laberinto de
corredores reproduce el de las cavas, con piso de tierra apisonada,
para el vino y los combustibles. En esas habitaciones no hay ni
calefacción ni agua, un surtidor en el pasillo y aseos comunes en el
palier; chimeneas en el apartamento, gas, electricidad, calefacción
central a veces, a medida que van apareciendo.
Julio Verne aplica ese plano incluso en su famoso Nautilus. Si la
construcción del submarino de Veinte mil leguas de viaje submarino
fuera hoy realizable, su concepción interior sería totalmente
obsoleta. Un gran salón y una habitación para el capitán, los
marineros relegados al fondo, es el inmueble haussmanniano, ¡salvo
la escalera! El escritor, gran conocedor de las técnicas de su época,
que sabe llevar hasta los últimos límites, no anticipó la evolución de
la sociedad.

E
Venían a llamarme muy suavemente a la escalera: era una vocecita dulce que me
gritaba: “La buena164*, buena Zingue e, buena amiga, ven, mamá te llama…”. ¡Oh! Eso
se entiende, es humano; son voces que hablan a orejas y a las que se puede
responder.165

Zingue e, la doméstica retratada por Pierre-Louis Roederer, un


político y periodista bajo el Consulado y el Primer Imperio, echa de
menos el tiempo en que el timbre que la gobierna aún no se había
inventado. Sin embargo, la novedad bajo el Primer Imperio se
convierte en regla bajo el Segundo. La distribución de los ambientes
a lo largo de todos los corredores, el alejamiento, hasta la barrera
entre espacios domésticos y vida familiar y social, hacen que las
palabras sean ine caces. Campanillas y timbres, mecánicos y luego
eléctricos, permiten llamar a los servidores. Lo que se instala es toda
una economía de la manera de vivir juntos, de la manera de
responder a los llamados. En esas casas del siglo , aquellas donde
vive tanto Freud como sus pacientes, escisiones y puertas cerradas,
represiones y lugares cerrados van a la par con la especialización
extrema de los espacios y los roles de cada uno en la vida burguesa.
Sería aberrante que el dueño de casa se desplace para responder al
llamado de un gato, y si un niño llora, ocuparse a la niñera le
corresponde, cuando no a la madre.
Sin embargo, el mundo cambia. En Europa, la domesticidad servil
desaparece. Los timbres solo previenen la llegada de un visitante a la
casa, única situación en la cual aún son aceptados, pero diversas
campanillas de carillón a menudo atenúan su carácter imperativo.
Sin embargo, contrariamente a lo que se produce en la novela de
Simenon, las habitaciones haussmannianas no son destruidas; su
evolución se hace lentamente. Cocinas desplazadas, baños
modernizados, cuartos de servicio agrupados o transformados en
alojamientos precarios son los acondicionamientos en curso. Si bien
en ocasiones es difícil suprimir pasillos y corredores, estos
desaparecen en las construcciones modernas. Si la gente no se
entiende por fuerza mejor en las casas contemporáneas, se oyen más
fácilmente las palabras y los llamados de aquellos con quienes se
comparte la vivienda. De la especialización de los ambientes la
mayoría de las veces no subsiste más que la distribución entre
cuidados del cuerpo en los cuartos de baño, usos de la cama en las
piezas y el resto, comida y cocina, recepción y vida común, más o
menos reunidos según el tamaño de las habitaciones y los deseos de
sus ocupantes.
El ideal del yo de cada uno hace de manera que el arnés del
superyó no sea demasiado coercitivo. Vivir juntos es también decidir
acerca de las paredes de su casa. Reunir el sitio donde se come y
aquel donde se cocina, o bien abrir la cocina sobre el espacio donde
se hacen las comidas, o incluso separarla de este, más allá de las
modas, no es una elección anodina, sino que rubrica lo que juntos
aceptamos como legítima coacción del superyó. Cambiar las paredes
es hacer evolucionar la tradición, la que también regula la manera en
que podemos compartir entre varios una vivienda o constituir un
hogar, nuestra casa.

L
Algún tiempo después de la sesión del gato que voy a salvar,
Grimoald re ere un recuerdo de infancia. Tiene 12 años y una
hermana mayor de 15. Sus padres están separados y en esa época
ellos viven con su padre, quien se volvió a casar desde hace algún
tiempo con una mujer cuya primera preocupación al llegar al
apartamento de su nuevo esposo fue hacer instalar campanillas en
todas las piezas con un cuadro en la cocina, cosa que a los niños les
pareció totalmente ridícula y que por otra parte nunca fue utilizada.
Apoyándose en preceptos de otro tiempo que, se burla Grimoald,
ella debía haber leído en alguna obra que tratara de los principios
del saber vivir, no deja de querer inculcar lo que llama los buenos
modales: prohibición de correr en la casa, de hablar fuerte, de
levantarse de la mesa antes que las personas mayores…
Rápidamente, entre la hermana de Grimoald y su madrastra las
cosas se ponen mal. Con ictos y desobediencia esmerilan su
relación.
Sin embargo, valga lo que valga, la casa mantiene una apariencia
de familia. Cada uno conserva su habitación, en la cual la madrastra
acepta dejar de entrar para velar por su buen orden, y todo el mundo
se encuentra para la cena ritual de la noche, hasta que la joven
decide no ir más a la mesa y comer en su cuarto. Ira de la madrastra,
tentativa de negociación del padre; no hay caso. Ultimátum de esta
mujer, que no acepta que se coma en otra parte que no sea allí donde
está prescrito, negativa del padre, que no acepta matar de hambre a
su hija. La madrastra se va. Grimoald no re ere nada más en ese
momento. Yo sé que el hermano y la hermana irán más tarde a vivir
con su madre. Pero comprendo que, al levantarme antes del n de la
sesión, lo que salvé fue probablemente la continuidad del análisis.
No me sometí a las exigencias que prohíben levantarse antes del n
de la comida, no me adapté a las reglas tiránicas del superyó de otro
tiempo.
E
E
Una Virgen María muy grande, con un largo vestido y una capa;
separa los brazos y su manto forma una suerte de dosel que recibe a
personajes de tamaño reducido. Esta gura de la Virgen de la
Misericordia aparece en el siglo : preserva a monjes y monjas que
se consagraron a ella. Después de 1400 son hombres y mujeres,
religiosos o laicos, los que son abrigados por el manto de María. La
Virgen del manto garantiza de las echas divinas, o de la peste
enviada para castigar a los pecadores. Piero della Francesca o Lippo
Memmi la representan; La Virgen con el manto de armiño es uno de los
lienzos pintados franceses más antiguos.166

L V
Esas Vírgenes del manto son abrigos, suertes de chozas, de casas.
María constituye su pilar, solo su cabeza aureolada sale de la
cumbrera; su capa sostenida por sus brazos, a imagen de una tienda
de tela, envuelve a aquellos a quienes protege. Bajo su vestimenta se
vuelven hacia ella, bien ordenados como niños obedientes: clero de
un lado, instalado en orden jerárquico, seculares del otro; o bien,
cuando se trata del pueblo laico, hombres a su derecha, mujeres a su
izquierda. Imagen maternal, la madre de Cristo es misericordia, ella
salvaguarda de las pestes y agelos divinos; preserva de lo extraño
aterrador porque nos es familiar. Nos guarda de lo ominoso
freudiano, el Unheimliche: lo que no pertenece a la casa, pero sin
embargo está allí.167
La casa nos representa, y las representaciones de casas son como
nuestros espejos inconscientes. En los cuadros de la Virgen del
manto veo una guración de esa choza original imaginada por
Viollet-le-Duc.168 Pero el arquitecto de un siglo cienti cista
garantiza a los hombres de los animales feroces, de la naturaleza
salvaje, cuando los pintores del siglo muestran una María que nos
preserva de nosotros mismos, porque, como buen freudiano, ¿acaso
puedo pensar la ira de Dios de otra manera que como la que yo me
destino, el fruto de un superyó cruel? Así es como concibo todos
esos pequeños personajes ordenados juiciosamente bajo la capa de la
Virgen como otros tantos habitantes de una casa que integraron los
juiciosos preceptos de la vida en comunidad, y olvidaron los deseos
impetuosos que harían imposible esa vida. La vivienda está
tranquila, lo ominoso no tiene allí su lugar, no hay ningún misterio
en la casa. En ocasiones, los diques de la prohibición ceden. La casa
se convierte en el lugar del crimen, la atormentan los fantasmas,
surge el enigma.

N
La escena es extraña. Tres o cuatro fortachones, algunos con una
pistola en el cinturón, todos con un vaso o una lata de gaseosa en la
mano, giran alrededor de una casa de muñecas. Entre dos tragos
hablan de huellas de sangre, de ventana abierta o cerrada, de sillas
caídas, de un cuchillo plantado en un cuerpo, de un fusil
abandonado. Estamos en Baltimore, Maryland, en los Estados
Unidos, en el cuarto piso de la morgue.169 Estos inspectores de
policía siguen el seminario de investigación criminal creado en 1945
en Harvard por Frances Glessner Lee. Lo que comentan con atención
son escenas de muerte sospechosa. Crímenes, suicidios o accidentes,
no se sabe, son puestos en escena a escala 1/12a en viviendas muy
elmente reproducidas. Después de un examen profundo deben
proponer una explicación de la muerte violenta de la muñeca. Se
puede considerar que esos Nutshell studies, estudios en cáscara de
nuez (término inglés utilizado cuando se trata de maquetas), toman
el relevo de Study in Scarle (Estudio en escarlata), la aventura
prínceps de Sherlock Holmes.
Sin embargo, Arthur Conan Doyle, por médico que sea, no inventa
esas historias sino para divertir, mientras que Frances Glessner Lee,
primera mujer especialista de medicina legal —aunque no médica—
y primera mujer o cial de policía en los Estados Unidos, fabrica esas
viviendas en miniatura con sus cadáveres con un objetivo didáctico.
A esto consagra toda la segunda parte de su existencia, y una buena
parte de su inmensa fortuna. Con ella, las investigaciones dejan de
ser desordenadas; los indicios son estudiados con la misma atención
que aquella que le dedica Sherlock Holmes, cuya celebridad nace en
los años de juventud de Frances Glessner. Las realizaciones de esta
mujer no pretenden ser literarias. Ella reconstituye escenas
inspiradas en noticias policiales, que representan lo más elmente
posible la realidad, la que ella imagina. El enigma que inventa está
cubierto en esas casas de muñecas; son los observadores los que
deben escribir la novela y encontrar la solución ya redactada,
encerrada en la caja fuerte de la morgue. El arte de Frances Glessner,
porque al ver sus obras eso se percibe, no reside en la invención de
argumentos, sino en la fabricación de casas en miniatura. Otros
tantos hogares que encubren otras tantas muertes violentas y
extrañas. Otras tantas viviendas que parecen estar en oposición a
aquellas que conoce esta rica norteamericana, y cuya vida está
acompasada por los cambios de casa.

L C
1887, Prairie Avenue, Chicago, la dirección más encopetada de la
ciudad, una casa de granito, maciza y austera, ventanas con barrotes
de piedra o siempre ocultas por cortinas, es terminada después de
dos años de construcción. Su aspecto poco atractivo zanja con las
ricas mansiones victorianas de la avenida donde, cuenta un
periodista de la época, residen setenta y siete millonarios. George
Pullman —el de los trenes y los vagones—, un vecino, se pregunta
de qué es culpable para encontrarse frente a semejante fortaleza
cuando sale de su casa.170
John J. Glessner (1843-1936), riquísimo hombre de negocios,
copropietario de International Harvester —uno de los más
importantes fabricantes de máquinas agrícolas en los Estados
Unidos—, mandó construir esa vivienda para vivir en ella con su
esposa Frances y sus dos hijos, un varón, luego una chica, Frances,
que lleva el mismo nombre de pila que su madre. La casa, construida
en base a sus indicaciones por un arquitecto famoso, es de estilo
“romanesco”: recupera ciertos códigos del arte románico europeo.
No obstante, su plano parece emparentarse con el de un castillo
forti cado. Un largo corredor detrás de la fachada que da a la calle, y
paralelo a ella, a la manera de un camino de ronda, refuerza la
protección de los habitantes; en la fachada interior, unas redondeces
como si fueran una torre que encierra una escalera evocan los
torreones; estos edi cios ocultan un patio totalmente cerrado e
invisible desde la calle. No es el manto de la Virgen sino más bien la
ciudadela de Tubal-Caïn.171
Acondicionamiento y decoración son dejados en manos de Frances
Macbeth Glessner, que no se contenta con ser una madre de familia
prudente. Pilar de la alta sociedad de Chicago, comprometida con su
esposo en el mecenazgo cultural, pianista consumada, es una
ferviente a cionada al movimiento Arts & Crafts (Artes y
artesanados), precursor inglés del Modern Style. Mobiliario, vajilla,
múltiples objetos de la casa provienen de artesanos escogidos o son
realizados por la misma Frances M. Glessner. Ella confecciona los
uniformes de los empleados, los manteles y los cubrecamas, se inicia
en la carpintería y la orfebrería, y fabrica recipientes de plata y joyas
en un taller instalado en el subsuelo.
Es la casa ideal que esta pareja muy unida nunca abandonará,
incluso cuando, veinte años más tarde, la alta sociedad abandona
Prairie Avenue. Y cuando después de la Primera Guerra Mundial ese
barrio pierda de nitivamente su carácter atractivo, John J. Glessner
redacta The Story of a House.172 Allí explica la importancia, en su
hogar, de la presencia de muebles y objetos que tengan una historia.
Provienen de herencias familiares, de regalos escogidos por amigos;
fueron modelados por artesanos o por su esposa, no son fabricados
de manera industrial por manos anónimas. Así la casa se vuelve
familiar, no hay ajenidad ni extrañeza, no hay Unheimliche. Posee un
alma, pero allí el inconsciente no encuentra su sitio.
Frances Glessner, la hija (1878-1962), no tiene diez años cuando se
muda con sus padres a esa vivienda donde todo está
minuciosamente concebido. Hijos de la muy alta burguesía, ni ella ni
su hermano van a la escuela, sino que los preceptores se encargan de
su educación. Aprende de su madre la decoración, la pintura, el
trabajo del metal y los trabajos de aguja, como las reglas de la vida
social y la manera de mantener una casa. Siendo mujer, no va a la
universidad cuando su hermano entra en Harvard; ella forma parte
de “la categoría de las mujeres ricas que no tienen nada que
hacer”173, enuncia más tarde; otro elemento Arts & Crafts.
L
Nada que hacer… salvo casarse. En 1898, a los 20 años, se convierte
en Frances Glessner Lee; su esposo es un austero profesor de
derecho en la universidad. La pareja vive en Mirror House, siempre
en Prairie Avenue, una de las dos casas gemelas, cuyas fachadas
están en espejo, que John J. Glessner hizo construir para su hijo y su
hija. No deja de apoyar nancieramente a su yerno para que la
pareja conserve el mismo tren de vida. Rápidamente tienen dos
hijos, el primogénito es llamado John, ¡la segunda Frances! Después
de cuatro años de matrimonio se separan, pero el marido vive en las
cercanías; tienen un tercer hijo; luego, en 1906, su ruptura se vuelve
de nitiva; se divorcian en 1914. El extraño sale de la casa.
Después de una estadía en un lugar de veraneo de renombre en la
costa del Pací co para limitar el escándalo, Frances Glessner Lee,
que en adelante depende totalmente de la fortuna paterna, se instala
con sus hijos en otra propiedad familiar. No es ya una fortaleza, sino
una nca en el modelo de las propiedades aristocráticas británicas.
En el norte de New Hampshire, un estado de la Nueva Inglaterra,
entre el océano Atlántico y Canadá, John Glessner, a partir de 1882,
constituye una nca de 800 hectáreas, The Rocks, cuya casa principal
de diecinueve piezas, The Big House, se convierte en la residencia
estival de la familia.174 Se erigen muchos otros edi cios, algunos por
arquitectos de renombre, para las diferentes actividades de la
propiedad, porque esta se convierte en una granja próspera, que
gana premios en la cría de aves de corral y suministra todos los
productos de consumo para la residencia de Chicago. También sirve
de terreno de experiencia para las nuevas máquinas agrícolas de la
empresa de John Glessner. Sin embargo, es siempre el espíritu Arts
& Crafts el que rige el acondicionamiento tanto del paisaje como de
las construcciones. En el seno de ese principado donde reina el
espíritu de la familia, Frances Glessner Lee, sus dos hijas y su hijo,
residen en el Co age, la vivienda prevista para el guardián, por lo
tanto, lo más alejado de la casa principal.

L
En 1912, y durante numerosas semanas, ella emprende la fabricación
de su primera maqueta: la de la orquesta sinfónica de Chicago en su
totalidad, con todos sus músicos y sus instrumentos dirigidos por un
director de orquesta, noventa personajes de unos doce centímetros,
cada uno con sus rasgos distintivos, los gestos precisos y la partitura
adaptada; un regalo de aniversario para su madre, ferviente
seguidora y principal mecenas de esta formación musical. Dos años
más tarde reedita la hazaña con un cuarteto. Trompeta, violonchelo,
violín y auta, que pueden producir notas, están en las manos de
músicos en miniatura cuya cara y actitud son el exacto retrato de
aquellos a quienes representan.175 ¡Aquí tenemos a los pequeños
personajes que vemos bajo el manto de la Virgen María! Están bien
en orden, cada uno en su lugar, dispuestos a agradecer a su
benefactora. Frances, a imagen de un artista de nes de la Edad
Media, ofrece a su madre un cuadro que rinde homenaje a aquella
que permite la armonía de la casa, de la música, de su mundo.
No obstante, la joven no deja de conocer la falta de armonía del
mundo, los asesinatos, las muertes enigmáticas, aunque eso no
organiza su vida de rica heredera. En el momento en que su
hermano estudia en Harvard, ella conoce a uno de sus condiscípulos,
George Burgess Magrath; entre ellos se anudan lazos de amistad que
no se interrumpen. Magrath se convierte en un médico legista de
renombre, llamado como experto en todos los Estados Unidos, y
suscita el interés de Frances por su actividad. Por primera vez a rma
poder encontrar la posibilidad “de hacer algo con mi vida que tenga
un sentido para la comunidad”.176 Algunos a rman que su interés
por la medicina legal se debe a su interés por George Burgess
Magrath, pero probablemente es también una manera de rozar la
extrañeza en una existencia protegida, como bajo la capa de María.
En algunos años, su vida da un vuelco. Su hermano muere en 1929,
su madre en 1932, su padre en 1936. El doctor Magrath desaparece
en 1938. Frances Glessner Lee hereda la fortuna familiar, y The
Rocks, compartida con la familia de su hermano. Es libre de sus
elecciones. Después de la Segunda Guerra Mundial, en la nca, hace
demoler la Big House, la casa de sus padres, y después la de su
hermano; ella se queda en la suya. La gran casa es destruida, las
minúsculas son construidas…

R
Mientras que las viviendas construidas para la serenidad de sus
habitantes son pronto derribadas, en los años cuarenta Frances
Glessner comienza la construcción de esas extrañas casas de
muñecas del crimen y de la violencia. Sus medios considerables le
permiten no escatimar tiempo ni dinero. Emplea a un carpintero,
notable maquetista, pero ella también participa en la fabricación, así
como impone detalles de una precisión que supera de lejos el
objetivo ostentado de formación de los policías. Los cubiertos en
miniatura pueden ser de auténtica platería, las cerraduras de las
puertas funcionan, los cajones de los muebles se abren. A su orden,
el carpintero confecciona un rocking-chair cuyo balanceo cesa
después de cinco idas y vueltas, pero debe cambiar un apoyabrazos
porque el modelo reducido no posee el nudo en la madera del
original. Una in nidad de pequeños accesorios son recolectados o
bien realizados, a veces por una manufactura de juguetes. Se dice
que se necesita tanto tiempo para construir la maqueta como para
erigir una casa real. Los cadáveres, muñecas que Frances Glessner
Lee concibe ella misma, llevan ropa interior, y el color de su cuerpo
indica desde hace cuánto tiempo el personaje supuestamente está
muerto.
Una casa de tres habitaciones. Frente a la puerta, en el porche, tres
botellas de leche y un juguete. En la cocina, que también sirve de sala
común, todo está impecablemente ordenado, cajas y recipientes en
un estante, trapo plegado, tostadora y cafetera a la derecha de la
pileta, el hervidor en la cocina y la mesa dispuesta para el desayuno,
pero en el suelo un fusil. Dos puertas abiertas, una conduce al
dormitorio de los padres, la otra a la del hijo. Se ven huellas rojas en
el suelo. Cuando se entra en la primera pieza se ve primero la gran
mancha de sangre sobre las sábanas antes de descubrir a la madre
muerta, todavía acostada, en camisón, como si hubiese sido muerta
en su sueño. Su marido, en pijama, cubierto de sangre, está
tumbado, muerto, de cara al suelo, sobre un edredón al pie de la
cama. En la pieza del niño: una silla dada vuelta al lado de un osito
de peluche, y dos sillitas de juguete (casa de muñecas en la casa de
muñecas) también dadas vuelta, apoyadas en una cómoda.
Salpicaduras de sangre en la pared y los barrotes de la cama bastan
para adivinar la masacre.
La acumulación de accesorios en miniatura reproducidos hasta en
los menores detalles —mecedora con un cojín, espejos y cuadros en
las paredes, tapetes en las cómodas cuyos cajones sabemos que se
pueden abrir, rueditas en la cama del bebé, latas de conserva con
etiquetas legibles, guía bajo un teléfono del que uno se pregunta si
no va a sonar— provoca un sentimiento de extrañeza. Pero más allá
de la precisión, en los nutshells, el tiempo está detenido. Todas las
casas de muñecas representan nuestras viviendas, no obstante lo
cual los personajes que pueden poner en ellas hijos o coleccionistas,
por eles que sean a sus modelos, siguen siendo maniquíes estáticos.
No tienen el movimiento de la vida, a imagen de la inquietante
Olympia, el autómata imaginado por Ho mann en El hombre de
arena, pretexto para el estudio de Freud.177 Aquí, en esta escena del
crimen, los muñecos son cadáveres tanto más realistas cuanto que no
se mueven. Al gurar la muerte, ¿Frances Glessner remeda la vida,
su vida?

E
El motivo del doble está en el corazón del efecto de extrañeza,
subraya Freud. Él remite a ese tiempo originario de la vida psíquica
en que el niño aún no experimentó el “yo soy”, cuando el mundo
exterior no es distinto de él, y cuando el otro amigable es un doble
de sí mismo. Más tarde, en el momento en que él puede sostener su
soledad, cuando el límite del cuerpo es semejante a las paredes de la
casa, “el doble ha devenido una gura terrorí ca del mismo modo
como los dioses, tras la ruina de su religión, se convierten en
demonios”178, porque hace resurgir ese período olvidado, su
recuerdo reprimido. Freud, que como Sherlock Holmes en general
comienza por experimentar sobre sí mismo, re ere haber vivido ese
espanto en un compartimento de wagon-lit: la puerta del baño se
abre bruscamente y ve que entra un hombre mayor en bata. Se
precipita para pedirle que salga y entonces se da cuenta de que se
trata de él mismo que se re eja en el espejo de la puerta.
Las casas en miniatura de Frances Glessner son en espejo de
aquellas donde vivió. Las víctimas, esencialmente femeninas,
pueden ser comprendidas como dobles invertidos de ella misma.
Viviendas comunes y corrientes, a veces bien cuidadas, a veces en
desorden, nunca ricas y elegantes, con un mobiliario barato,
residencias impensables en Prairie Avenue; personas de condición
modesta, en ocasiones descuidadas, otras bien vestidas; un mundo
que no entra en Glessner House. Sin embargo, Frances desliza en los
nutshells indicios que signi can su presencia, como esos peces, su
emblema fetiche, dibujados en un papel pintado o sobre el vidrio de
una puerta.
Luego, en su biblioteca en miniatura, entre la literatura inglesa al
lado del Who’s Who, de Los tres mosqueteros y de Nuestra Señora de
París, un título, también en francés, pero este muy olvidado hoy: En
la rama, de Pierre de Coulevain.179 Al descubrir este libro, me
imagino que estoy asistiendo a la escena donde Sigmund Freud es
sorprendido por la intrusión de su doble en el wagon-lit. La obra y
su autor se me aparecen inmediatamente en espejo a la existencia de
Frances Glessner.

E
Pierre de Coulevain es una mujer, Jeanne Philomène Laperche (1853-
1927), que, a ejemplo de las hermanas Brontë, adopta un seudónimo
masculino para sus publicaciones. Su primer libro, Nobleza americana,
que aparece en 1896 y es recompensado por la Academia Francesa,
concierne ya a la situación de la familia Glessner: allí asegura que la
casta de los fundadores puritanos de los Estados Unidos es
suplantada por la nueva elite de los multimillonarios que saben
gastar para hacerse reconocer. Sus obras siguientes dependen de la
autobiografía novelada. En la rama, aparecido en 1904 y traducido al
norteamericano en 1909, adopta la forma del diario íntimo de una
escritora. Esta, a los 57 años —la edad en la cual, tras haber perdido
a su hermano y a su madre, fallece el padre de Frances Glessner—,
se encuentra sola, sin marido, sin familia, pero, también ella, con
cierta fortuna. Asume su independencia, viaja. Alaba a los
norteamericanos ricos e independientes; estos le explican que en
“Chicago, ahora, se cultiva la música con pasión”180, ¡frase casi
soplada por Frances Glessner! Se la supone feminista; sin embargo, a
imagen de aquella que se convierte en la primera capitana de policía
en su país, no reclama para las mujeres más que su participación en
los asuntos del mundo. Frances Glessner Lee desentona en las
fotografías, rodeada de policías, necesariamente varones. Jeanne
Laperche redacta su obra bajo un nombre masculino, y debe su
primer reconocimiento a cuarenta inmortales que no habían
contemplado tener a ninguna mujer bajo la cúpula de su casa
común, pero ella forma parte de las fundadoras del premio Femina.
Jeanne Laperche escribe En la rama poco después del deceso, en
1903, de su esposo, de su madre y la partida de su hijo. No conozco
la parte exactamente autobiográ ca de la obra. No sé si, como su
heroína, ella descubre la relación que mantenía su marido con una
de sus allegadas, y el hijo ilegítimo que surge de esa relación, del que
ella se hace cargo al morir su madre. No obstante, la narradora se
describe “como un pájaro en la rama” porque, como su creadora, su
hogar ha desaparecido. Decide no reconstruir un nido, no tener ya
una casa, hacer de los hoteles su vivienda y el escritorio donde
escribe. Las ramas son lujosas, son palacios: Ri y Castiglione en
París, Grand Hôtel o Palace Hôtel en Bagnoles-de-l’Orne y Aix-les-
Bains, Ambassadeur en Vichy. Ella está en el mismo mundo que el
de los Glessner. Allí hace conocidos, anuda amistades, es invitada
por estadías más o menos largas en casas solariegas, castillos, ncas.
Cada vez es una nueva historia, con encuentros azarosos, que debe
referir, otras tantas páginas de su diario íntimo.
La extrañeza de los nutshells desaparece cuando se los considera
como relatos para leer. Frances Glessner Lee narra aventuras que
hay que descifrar. Ella no remeda su vida; como la novelista, realiza
su deseo. No necesita un seudónimo masculino, se pone el traje de
o cial de policía. No se encierra en un rol de mujer del hogar, lo
destruye simbólicamente al divorciarse, luego demuele las casas de
The Rocks; sin dudas, la fortaleza de Chicago es demasiado sólida.
Nos muestra que al ser la casa, como el manto de María, demasiado
benevolente, amarra la existencia de quienes la habitan.

L
Nosotros construimos y decoramos nuestras viviendas para
preservarnos de la extrañeza. Múltiples rúbricas de diarios y de
programas televisados, numerosas revistas dan sus recetas, y las
innumerables tiendas de muebles o de bricolaje suministran sus
ingredientes. Nada está nunca terminado. A medida que nuestra
manera de domesticar el mundo evoluciona, nuestras viviendas
cambian. En función de los períodos de nuestra existencia, pero
también de aquellos y aquellas con quienes compartimos la
vivienda, elegimos nuestros muros y lo que hacemos entrar en el
interior. Pero la extrañeza en la casa es el Arenero o el fantasma,
papá Noel o san Nicolás, el sueño o la pesadilla, nuestros propios
misterios. Ninguna pared los detiene. Entonces, si la extrañeza no
tiene ningún lugar en la vivienda, a la manera en que Frances
Glessner imagina sus sorprendentes casas de muñecas, debemos
encontrar otros lugares para conjurarla. Las iglesias, los templos, los
castillos embrujados, los trenes fantasmas y los consultorios de los
psicoanalistas zumban de las palabras inquietas o de los gritos de
espanto que suscita.
Las paredes de las casas construidas por los albañiles y los
arquitectos aíslan el espacio donde vivimos. Las paredes de la casa
inconsciente, aquella que nos abriga tanto como nosotros a ella, son a
imagen de una banda de Moebius; el interior y el exterior no se
distinguen.

148. Véase Françoise Dolto, “Nous irons à la maison verte”, en La Cause des enfants, París,
Robert La ont, 1985. [Hay versión en castellano: La causa de los niños, trad. de Irene Ago ,
Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 1994.]
149. Edgar Allan Poe, Le Chat noir, en Nouvelles histoires extraordinaires, París, Gallimard,
“Bibliothèque de la Pléiade”, 1951, pp. 287-288. [El gato negro, varias ediciones en castellano.
La cita es transcripción textual de la traducción de Julio Cortázar para las ediciones de la
Revista de Occidente, San Juan, Puerto Rico, Obras en prosa, tomo I, p. 60, 1956.]
150. Véase supra, cap. 2.
151. Georges Simenon, Le Chat, en Romans, tomo 2, París, Gallimard, “Bibliothèque de la
Pléiade”, 2003, pp. 1377-1378. [Hay versión en castellano: El gato, trad. de Mercedes Abad,
Barcelona, Tusquets, 2004.]
152. Le Chat, lm de Pierre Granier-Deferre (1971) con Jean Gabin y Simone Signoret.
153. Véase Georges Simenon, Le re à ma mère, en Pedigree et autres romans, París, Gallimard,
“Bibliothèque de la Pléiade”, 2009, pp. 1474-1475. [Hay versión en castellano: Carta a mi
madre, trad. de Carlos Manzano, Barcelona, Tusquets, 1993.]
154. Georges Simenon, Le Chat, op. cit., p. 1381.
155. Ibid., p. 1438.
156. Ibid., p. 1498.
157. Para esto, véase Georges Simenon, Pedigree et Le re à ma mère, op. cit.; Pierre Assouline,
Simenon, París, Gallimard, “Folio”, 1996. [Hay versión en castellano de: Georges Simenon,
Pedigrí, trad. de Núria Petit Fontseré, Barcelona, Acantilado, 2015.]
158. Sigmund Freud, carta a Arnold Zweig del 10 de febrero de 1937, en André Bolzinger,
Portrait de Sigmund Freud. Trésor d’une correspondance, París, Campagne Première, 2012, p. 86.
Esta carta no gura en la edición francesa de la correspondencia entre Freud y Arnold
Zweig. [Hay versión en castellano: Sigmund Freud y Stefan Zweig. La invisible lucha por el
alma. Epistolario completo, 1908-1939, trad. de Agostina Salvaggio y Marcelo Burello, Madrid,
Miño y Dávila Editores, 2016.]
159. Sigmund Freud, Pour introduire le narcissisme, OCF. P XII, p. 232. [“Introducción del
narcisismo”, vol. 14, 1992, p. 86.]
160. Véase supra, cap. 4.
161. Véase supra, cap. 2.
162. Véase Christophe Imbert, Eva Lelièvre, David Lessault (dir.), La Famille à distance, París,
Ined Éditions, 2018.
163. Véase supra, cap. 3.
164. * En el original bonne, que signi ca “buena” pero también “criada”, o “doméstica”. En
esta oración mantenemos en sus tres apariciones “buena”, porque ese signi cado está
implícito. [N. del T.]
165. Pierre-Louis Roederer, Opuscules, tomo I, año X (1801-1802), citado por Michelle Perrot,
en “Les premières sonne es à domestiques”, L’Histoire, octubre de 1982, n° 49, p. 98.
166. Piero della Francesca, Madonna della Misericordia (1445), Sanselpocro, Museo civico di
Sanselpocro; Lippo Memmi, Madonna dei Racommandati (1350), Orvieto; anónimo, La Virgen
con el manto de armiño (alrededor de 1410), Le Puy-en-Velay, Museo Crozatier. Véase
Dominique Donadieu-Rigaut, “Les ordres religieux et le manteau de Marie”, Cahiers de
recherches médiévales et humanistes, 2001/8, pp. 107-134.
167. Véase Sigmund Freud, L’Inquiétante Étrangeté, París, Gallimard, 1985, y aquí cap. 4. [“Lo
ominoso”, vol. 17, 1992.]
168. Véase supra, cap. 1.
169. La Mort en minuscule, documental de Florent Muller, Frédéric Capron, Ghislain Delaval,
Mathieu Parmentier, France Télévision, 2018; y véase también Corinne May Bo , The
Nutshell Studies of Unexplained Death, Nueva York, Monacelli Press, 2004.
170. Glessner House, inscrita en el Registro Nacional de sitios históricos, se sigue visitando
en Chicago.
171. Victor Hugo, La Légende des siècles, op. cit.
172. John Jacob Glessner, The Story of a House (1923), Chicago Architecture Foundation, 1992.
173. Carta de junio de 1951, citada en Corinne May Bo , The Nutshell Studies of Unexplained
Death, op. cit., p. 22 (en todos los casos, la traducción es mía).
174. La nca The Rocks está inscrita en el Registro Nacional de lugares históricos, pero casi
todas sus casas originales desaparecieron.
175. Las maquetas, largo tiempo olvidadas, fueron encontradas y expuestas en Glessner
House.
176. Citado en Corinne May Bo , The Nutshell Studies of Unexplained Death, op. cit., p. 27.
177. Véase Sigmund Freud, L’Inquiétante Étrangeté, op. cit.
178. Ibid., p. 239 [“Lo ominoso”,vol. 17, 1992, p. 236.]; y para lo que sigue, nota 1, p. 257.
179. Pierre de Coulevain, Sur la branche (1901), París, Calmann-Lévy, 1940 (primera
traducción norteamericana, 1904). Identi cado por Florent Muller, La Mort en minuscule,
documental citado. [Hay versión en castellano de Pierre de Coulevain: Ave sin nido. En la
rama, trad. de Pedro Simón Pineda, Madrid, Ediciones Literarias, 1925.]
180. Pierre de Coulevain, Sur la branche, op. cit., p. 151.

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