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Y NOS LLAMAN CIUDADANOS…

DEBATE ABIERTO SOBRE EL ESTADO, LOS CONFLICTOS Y LAS TAREAS PENDIENTES


DE LA CONSTRUCCIÓN DE CIUDADANÍA EN BOLIVIA

Autores:
Fernando Molina
Andrés Gómez Vela
Waldo Albarracín Sánchez
Fernando Mayorga U.
Isabel Mercado

Edición:
Isabel Mercado Heredia

Diseño:
Arturo Rosales

Fotografias:
Harold Wolff

Este libro se imprimió con el apoyo técnico y financiero de la Agencia Suiza para el Desarrollo y la
Cooperación COSUDE

Esta publicación es propiedad de PADEM, se autoriza su reproducción, total o parcial, a condición de


citar la fuente y la propiedad.

Impreso en Bolivia
2012
Presentación 5

Fernando Molina
Capítulo I 7
El proyecto de ciudadanización

Andrés Gómez Vela


Capítulo II 19
Mestizo, ¿concepto que une a Bolivia?

Waldo Albarracín Sánchez


Capítulo III 49
La ciudadanía en el nuevo proceso socio político

Fernando Mayorga U.
Capítulo IV 79
Ciudadanía en tiempos de transición estatal

Isabel Mercado
Capítulo V 101
¿Y nos llaman ciudadanos?
PB
Presentación

Desde hace 30 años se está construyendo en Bolivia un sistema democrático. Un


primer balance es en general positivo, si consideramos que este periodo permitió
la convivencia pacífica y civilizada de la sociedad, aún en los momentos de mayor
discordia política, y posibilitó una amplia participación ciudadana en los asuntos
públicos.

Como todo proceso político, la democracia boliviana es un proceso inacabado, cuyo


destino está íntimamente ligado al curso de las reformas estatales y a la
construcción de la institucionalidad del Estado. No obstante, la solidez de la
democracia involucra, también, la participación de la sociedad civil. A diferencia
de otros países donde esta participación de los ciudadanos casi se circunscribe al
ejercicio del voto, en Bolivia es la fuerza vital y energía del sistema democrático.

La participación ciudadanía es también un proceso en construcción. Implicó, por


una parte, una serie de conquistas producto de las luchas sociales a lo largo de la
historia republicana que se fueron incorporando en el ámbito público, y por otra,
un conjunto de normas jurídicas, de derechos y obligaciones, que vienen
delineando la relación entre el Estado y la sociedad.

Desde el Programa de Apoyo a la Democracia Municipal (PADEM), nos parece


necesario alentar un debate plural para aportar, desde distintas visiones, a
identificar y analizar aquellos factores que permiten que la ciudadanía deje de ser
un ideal y se constituya en una condición real y una práctica cotidiana. Analistas y
periodistas como Isabel Mercado, Fernando Mayorga, Waldo Albarracín, Andrés
Gómez y Fernando Molina, entregan en esta obra sus puntos de vista y reflexiones,
que convergen en una idea central: la calidad de la democracia resulta del ejercicio
de una ciudadanía plena.

Nuestro agradecimiento a estos aportes y a la Agencia Suiza de Cooperación al


Desarrollo – COSUDE, que hace posible esta publicación.

Martín Pérez
Coordinador AOS PADEM
PB
Fernando Molina
Periodista y escritor. Autor de numerosos ensayos,
entre ellos tres folletos de la serie Pensadores
bolivianos: Guillermo Francovich, René Zavaleta y
Vicente Pazos Kanki (Gente Común, 2011), y El
pensamiento boliviano sobre los recursos naturales
(dos ediciones: 2009 y 2011). Ha publicado
numerosos artículos en obras colectivas, revistas,
periódicos y sitios web de La Paz, Santiago de Chile,
México y Madrid.

Capítulo I

El proyecto de
ciudadanización
Dos siglos de construcción de la democracia boliviana
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Fernando Molina
Una ciudadanía irresuelta, permanentemente en ciernes, es
la que advierte Fernando Molina en este ensayo que recorre
la historia republicana del país para fundamentar su
hipótesis. Una ciudadanía integral, “real”, que trascienda la
visión minimalista de un ejercicio de la misma en tanto
poseedora de derechos exclusivamente políticos, es lo que
plantea para alcanzar una participación plena en todos los
aspectos de la vida pública y del cumplimiento de derechos
civiles y socioeconómicos, de los ciudadanos.

“Ciudadanos” son, ya desde Grecia, al menos quienes poseen


derechos políticos, quienes pueden elegir y ser elegidos. La cursiva se debe
a que los griegos pensaban que las personas formaban parte orgánica de la
polis y, por tanto, los ciudadanos, además de tener derechos y obligaciones
políticas, también tenían que cumplir un determinado papel económico y
social (que era el dominante, como se sabe). Esta concepción antigua se
ha replanteado una y otra vez hasta el presente, en enconada lucha contra
la visión “minimalista” de la ciudadanía, que la considera una categoría
exclusivamente política.

Como veremos, la historia política de Bolivia no ha sido ajena a este


debate.

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Una implicación de la concepción organicista de los griegos era la
siguiente: los derechos y las obligaciones políticas estaban relacionados
con determinadas cualidades de riqueza, proveniencia, etc. Sólo podían
ejercer este privilegio los griegos ricos, si se trataba de una oligarquía, y los
griegos de cierta prosperidad, si se trataba de una democracia. La
ciudadanía, entonces, era una condición rara.

La sociedad moderna ofrece ciudadanía política a todos los adultos


de un país y esto tiene serios efectos sobre la naturaleza del poder: lo
descentra, lo limita, lo torna plural. El resultado es un sistema de iguales
–en la base– e instituciones poliárquicas –en la cúpula–: la democracia.

Llamamos aquí, entonces, “proyecto de ciudadanización” al proceso


que va desde una situación de extraordinaria restricción de la ciudadanía
política, reservada para castas que, por tradición o por fuerza, estaban
destinadas al mando, y llega al punto de su extensión a todos los miembros
de una sociedad. También refiere la construcción institucional que
sustenta y asegura esta expansión de la ciudadanía, este salto del “poder
como tutela” al poder como “res publica”.

En este ensayo veremos cómo este proyecto se despliega a lo largo


de la historia de Bolivia. Seguiremos su trayectoria, que es la de la
democracia (si entendemos ésta, de forma restringida, como equivalente
a ciudadanía política). Veremos en acción, también, la crítica “interna” a
este proyecto, que es la que denuncia la diferencia entre las promesas y las
realidades de la democracia, y observaremos su asedio por parte de una
crítica “externa”, que considera la “ciudadanía política”, la igualdad ante la
ley, no como un fin sino como un medio para avanzar más allá de la
democracia (profundizarla o intensificarla), hasta llegar a la ciudadanía
“real” (socioeconómicamente igualitaria).

La crítica externa a la democracia apunta a la llamada “ciudadanía


real” y, por tanto, a la “post-democracia”, o democracia orientada a objetivos
socioeconómicos, que lleva diversos “apellidos”, como “democracia como
redistribución” y “democracia de alta intensidad”.

El punto de partida

La posibilidad de pasar de la condición de “súbditos” a “ciudadanos”


se abrió en Charcas con la llegada los ejércitos extranjeros que ayudaron

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al país a independizarse de la Corona española. Los “argentinos”, primero,
y los “colombianos”, después, predicaron la liberación de España para
seguir el camino de otras metrópolis europeas, a fin de obtener también,
en estas tierras, la modernidad capitalista y un gobierno de tipo
republicano.

Estas ideas se expresaron en la primera Constitución boliviana,


redactada por Simón Bolívar y aplicada por el presidente José Antonio de
Sucre. Dicha Constitución separa al Estado de la Iglesia e intenta
incorporar a los indígenas a la sociedad mediante la eliminación de las
medidas de protección y sometimiento que se les aplicaba durante la
Colonia, tales como la preservación de los aborígenes en comunidades
agrarias y, simultáneamente, en guetos políticos organizados de acuerdo a
sus propios usos y costumbres. El símbolo de tal propósito fue la
suspensión del tributo indígena.

La sociedad boliviana temprana no estaba preparada para este tipo


de reformas. Sucre fue resistido y echado del país, con el apoyo de otras
élites sudamericanas igualmente preocupadas por su liberalismo; pero
también para alivio de los indígenas, que de buen grado volvieron a pagar
el tributo indígena que les garantizaba la seguridad de su vida tradicional.

En las leyes quedaron el gobierno republicano, la democracia y la


ciudadanía política, pero en gran parte como una hipocresía, como dice
Octavio Paz, es decir, un arreglo de conveniencia que, dada la
imposibilidad de adoptar otras formas de gobierno como la monárquica o
la aristocrática, permitía cierta movilidad de las élites y, además,
desarmaba la contestación de los incipientes grupos liberales.

Pero en los hechos no había posibilidad para la democracia política,


la separación de poderes, etc., puesto que durante el siglo XIX: a) faltaba
el espíritu republicano: la elite no creía más que en el tutelaje de una
oligarquía ilustrada (que cada facción creía encarnar), y consideraba que
los demás ciudadanos no estaban capacitados para gobernar; b) el único
actor político era el Estado, conformado por los empleados públicos y un
abultado ejército que se desarrolló a partir de las tropas nacionales
empleadas en la guerra de Independencia; c) la mayoría de la población se
hallaba fuera del circuito económico, anclada en la agricultura de
supervivencia, y perduraban los privilegios de nacimiento, con lo que una
parte de la población debía servir al grupo dominante. (El caso boliviano
prueba que un requisito necesario para el funcionamiento de un régimen

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republicano, basado en ciudadanos, es una mínima difusión de la
propiedad privada y por tanto de la idea de igualdad).

Como resultado de todo esto, hasta fines del siglo XIX, lo


predominante fue el cesarismo militar, por medio del cual cada uno de los
grupos dominantes imponía su tutelaje sobre la sociedad.

Nacimiento del proyecto de ciudadanización

En este contexto, el proyecto de ciudadanización (a partir de la


superación del caudillismo militar, de la crítica del concepto del tutelaje –
es decir, del gobierno de “los mejores” que anula la participación de los
demás ciudadanos–, del respeto del voto, de la representación y división
de poderes), se convirtió, desde 1880 hasta la tercera década del siglo XX,
en el gran objetivo de la modernización boliviana. Tanto el Partido
Conservador, clerical, y el Partido Liberal, positivista, que buscaban una
ciudadanización aristocratizante, como, después, el Partido Republicano,
que la quería más popular; cada uno a su manera, intentaron sentar las
bases políticas e institucionales de la democracia nacional.

Estas parcialidades compartían un mismo núcleo de creencias: que


la sociedad blanca y mestiza (pero no los indígenas) tenía derechos iguales
para gobernar al país y que, por tanto, debía establecerse una competencia
periódica entre las visiones y los líderes existentes. Que, puesto que había
que prescindir de los indígenas, la democracia debía ser censitaria y la
ciudadanía política limitada.

Que la participación política tenía que realizarse a través de


representantes. Que el triunfo de una determinada corriente no debía
implicar la aniquilación de las otras, y que por tanto debía garantizarse su
libertad de pensamiento y acción.

Además, en economía eran librecambistas.

La democracia que construyeron, sin embargo, fue una imperfecta


realización de estos ideales. Aunque arrebataron a los césares del siglo XIX
la exclusividad del derecho de gobernar que, aprovechando su dominio
sobre el ejército, se habían atribuido, no lograron erradicar del todo las
revoluciones (las hubo en 1899 y 1920, para permitir el ascenso de los
liberales, primero, y de los republicanos, después); ni tampoco garantizar

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el sufragio libre de los pocos –o los algo más numerosos– que consideraban
ciudadanos.

No sólo porque siempre hay una distancia entre los deseos y los hechos.
También porque, debido al escaso desarrollo del país, la élite dependía en
exceso del Estado en la obtención de sus rentas como para aceptar fácilmente
la pérdida de su control. Y porque la exclusión indígena ralentizaba la aparición
de una clase media urbana y rural que presionara sobre los límites dentro de
los que se había encerrado a la ciudanía política (reservada para los blancos)
y, como suele decirse, se pusiera la democracia (el debate ideológico, el
funcionamiento de las instituciones) sobre los hombros.

El proyecto de ciudadanización se desplegó, entonces, impulsado y


atascado por una incesante crítica interna: cada partido y aun cada facción
acusaba a sus predecesores y adversarios de tergiversarlo o, lo que era más
frecuente, de aprovecharse de él con propósitos subalternos. La gran
consigna de esta época fue “voto limpio”.

La crítica externa a la ciudadanización oligárquica

La crítica externa al proyecto oligárquico de ciudadanización


comenzó en los años 20 del siglo XX y se agudizó durante las dos décadas
siguientes a causa de eventos como el triunfo del comunismo y el fascismo
en Europa, la Gran Depresión, el keynesianismo y, en Bolivia, por la
organización de los primeros partidos marxistas y el desarrollo del
nacionalismo, que adquirió cuerpo dentro o cerca del Partido Republicano.

Nacionalistas y marxistas portaron esta crítica, que pese a su


carácter “externo”, también se hizo en nombre de valores liberales (el
carácter limitado de la ciudadanización, que no reconocía la igualdad
política de los indígenas), así como en nombre de valores no liberales (la
necesidad de una ciudadanización socioeconómica de los bolivianos).

En el primer ámbito, el liberal, la crítica externa combatió las


restricciones del régimen electoral, cerrado para los indígenas y,
parcialmente, para las mujeres; así como la corrupción de este régimen.
La consigna que articuló esta lucha fue la de “voto universal”.

En el segundo ámbito, que podríamos llamar “estructural”, la crítica


externa dictaminó que el proyecto de ciudadanización había fracasado,

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pues sus resultados económicos y sociales habían sido magros: el país vivía
de la minería, pero las ganancias de esta industria salían al extranjero o
enriquecían a la clase propietaria, sin favorecer al Estado ni impulsar un
proceso de diversificación económica. Al mismo tiempo, el erario carecía
de casi todo y sus servicios educativos, de salubridad e infraestructura se
hallaban en condiciones paupérrimas; el escaso dinero disponible se
destinaba por íntegro a pagar salarios al ejército y a la burocracia de La Paz.

La causa de este fracaso, decía el nacionalismo, se debía a la traición


por parte de la oligarquía gobernante a la causa nacional. El empresariado
minero, la incipiente intelectualidad que surgía en torno a las actividades
mineras, los políticos del orden, todos ellos servían a los intereses
extranjeros y defendían los suyos propios, por encima y en contra de los
intereses del país.

Esta crítica “mixta” concluía en que la democracia construida por el


proyecto oligárquico de ciudadanización había sido hasta entonces una
“democracia imperialista”, “yanqui” e incluso, se decía, “judía”.

Como puede verse, la crítica “externa” (Robert Dahl la llamaría


“adversaria”) a la democracia, desde los años 30 y 40, se caracteriza por tres
elementos que siguen vigentes hasta nuestros días: a) exige una ampliación
del “demos”, es decir, de los ciudadanos con derechos políticos; b) demanda
una ciudadanización socioeconómica; y c) por esto se articula, aunque con
diferencias y contradicciones, con la crítica antiliberal o anticapitalista.1

La crítica del MNR

El partido que encarnó exitosamente este tipo de crítica combinada


al proyecto de ciudadanización precedente fue el Movimiento Nacionalista
Revolucionario (MNR), que triunfó en la Revolución Nacional de 1952 y
dio origen a un régimen igualmente combinado, a la vez liberal (eliminó
los restos de servidumbre, incluyó a los indígenas en el voto, difundió una
educación igualitaria, estableció una nueva y más extensa
institucionalidad democrática) y antiliberal (estatizó la minería, acabó con
las haciendas, incorporó a los sindicatos al poder).

1 Por eso puede darse coincidencias y “alianzas” entre la crítica a la democracia de un


Guillermo O’Donell, que postula la ciudadanización socioeconómica pero no es
anticapitalista, y la de un Luis Tapia, que sí lo es.

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Nótese que, pese a las oportunidades que tuvo para ello, no hizo una
obra puramente antiliberal, es decir, fascista o socialista; no quiso eliminar
la democracia ni achicar la ciudadanía política. Sin embargo, en los hechos
entorpeció la evolución de ésta al subordinarla a un proceso de
ciudadanización socio-económica. En efecto, garantizar un orden
democrático nunca fue lo más importante para la Revolución Nacional, y
frecuentemente se vio esta tarea como un obstáculo para avanzar en lo que
de verdad importaba, esto es, la emancipación socioeconómica del país.

Después de la Revolución

En los años 60, la debacle del poder del MNR dio lugar a dos
corrientes opuestas, cada una de las cuales se basaba en determinados
aspectos de la Revolución Nacional.

Por un lado, el nacionalismo de derecha, desarrollista, que


encarnaron los gobiernos militares de los 60 y 70, se apoyó en los aspectos
antiliberales del proceso de 1952 (inclusive en la utilización de los
sindicatos), mientras rechazaba disimuladamente su aspecto liberal. Así,
aunque organizando algunas elecciones y manteniendo una retórica
supuestamente democrática, en los hechos quiso “eliminar” la ciudadanía
política y resucitar el cesarismo del siglo anterior. Con el apoyo de los
Estados Unidos, estableció un poder fuerte que, siguiendo las recetas
industrialistas intentó desarrollar al país. La expresión más cruda de esta
tendencia la constituyó el gobierno dictatorial del General Hugo Banzer
(1971-1978).

La segunda línea fue el nacionalismo de izquierda, llamado también


“izquierda nacional”, que contó con el apoyo de las diferentes alas (menos
la cubana) del Partido Comunista. Su deseo era rescatar las banderas
antiimperialistas (en concreto, antiestadounidenses) que había arriado el
nacionalismo de los 40. Para esta corriente, que se basaba en la “teoría de
la dependencia”, el subdesarrollo de Bolivia no era la suma de las carencias
que diferenciaban al país de las metrópolis, sino el resultado directo de la
existencia y el éxito económico de las metrópolis, las cuales explotaban al
país. Las formas que adquiría esta explotación eran: a) el comercio injusto,
b) una división del trabajo dentro de la cual las metrópolis se reservaban
el papel más sostenible y rentable, y c) la succión de capitales por medio
de la deuda y de la repatriación de las utilidades de las empresas
extranjeras. La burguesía era funcional en este mecanismo de explotación,

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pues tendía a globalizarse y por tanto a subordinarse al capital trasnacional.
Su contribución específica a mantener el estado de las cosas era política:
empleaba el nacionalismo militar para evitar el control social sobre sus
privilegios y capitulaciones.

Ergo, una parte de la lucha antiimperialista exigía apartar a la


oligarquía local, apoyar a los sectores burgueses auténticamente nacionales
(algo en lo que había fallado la Revolución, que en lugar de constituir una
burguesía capitalista autónoma había restituido la oligarquía dependiente
del extranjero de antes de 1952) y restaurar la democracia.

Sólo esto aseguraría un desarrollo endógeno, libre de la interferencia


imperialista y, en esa medida, exitoso. Puesto que el causante del
subdesarrollo era el imperialismo, sacando al imperialismo de en medio
(realizando la “liberación nacional”) se podía superar el subdesarrollo.
Puesto que el imperialismo prohijaba al nacionalismo militar (o “gorilis-
mo”), que era cesarista como el del siglo XIX, entonces la lucha
revolucionaria y antiimperialista, en Latinoamérica, revestía simultánea-
mente un carácter democrático.

En una palabra, la izquierda nacional intentaba devolverle un


carácter democrático y endógeno al capitalismo de Estado heredado de la
Revolución Nacional: laboraba por la reaparición de una sociedad “mixta”,
en la que existiera una mayor ciudadanía política, aunque subordinada en
última instancia a la ciudadanización socioeconómica.

Sus sectores más marxistas suponían que así se acercaba de forma


progresiva, y por tanto realista, a una futura sociedad socialista.

A fines de los 60, sin embargo, una facción de la izquierda procuró


zafarse de la ideología nacionalista, de la visión de la revolución como una
sucesión de dos etapas y romper, entonces, con la ya mencionada “sociedad
mixta”. Esta facción, constituida por el comunismo guevarista (fuerte luego
de que el Che Guevara muriera en 1967 en un bosque del sur del país, en
lucha contra el nacionalismo de derecha), se sumó al trotskismo en la
formulación de la línea abiertamente revolucionaria y antidemocrática del
pensamiento boliviano, con un apoyo político mayor, aunque igualmente
circunscrito a los sectores medios radicalizados.

Paradójicamente, el guevarismo y el trotskismo combatieron a la


“moderada” izquierda nacional, que en esa época había logrado colocar en

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el gobierno a dos militares que le eran favorables: los generales Alfredo
Ovando y Juan José Torres, que gobernaron, sucesivamente, de 1969 a 1971.
Con ello la extrema izquierda contribuyó al triunfo de Hugo Banzer, la
expresión más conspicua del nacionalismo de derecha.

Este yerro anuló a la izquierda radical hasta hoy. En 1982, en cambio,


la izquierda moderada o “nacional”, organizada en la Unión Democrática
Popular (UDP), reconquistó la democracia y cortó 11 años de nacionalismo
militar. Al mismo tiempo, intentó continuar con el capitalismo de Estado,
pero éste ya hacía aguas desde hacía mucho (los motivos son múltiples;
aquí no los mencionaremos). Se produjo entonces una crisis económica
sin precedentes, en la que tampoco abundaremos, pero que hundió a la
izquierda nacional y, con ella, al nacionalismo en general.

En 1985, una nueva opción apareció en el escenario. Desde la


Revolución Nacional, el proyecto de ciudadanización política sólo había
perdurado, y de forma conflictiva, en el nacionalismo de izquierda. A lo
largo de los años había adquirido un sentido acusadamente popular. En
1985 cambia de signo y, después de medio siglo, vuelve a aparecer en su
versión aristocratizante. Su nombre ahora es “gonismo” (por “Goni”
Sánchez de Lozada, su impulsor, que curiosamente se había convertido en
el candidato del MNR). En correspondencia con ello, los siguientes 15 años
se usaron para echar abajo el capitalismo de Estado y establecer reglas
liberales para la economía. Todos los aspectos antiliberales de la “sociedad
mixta” que postulaba el nacionalismo de izquierda fueron combatidos y
cuidadosamente erradicados. Por primera vez se decidió que la
ciudadanización política “completa”, es decir, sin exclusiones censitarias,
tendría la primacía, es decir, ya no debería subordinarse al propósito de
ciudadanización socioeconómica.

¿Era el “fin de la historia” (es decir, de esta historia)? No, no lo era.

El proyecto neoliberal, por razones que tampoco corresponde


señalar aquí, no alcanzó su propósito de extender el capitalismo y
desarrollar al país. Así, junto con este siglo, comenzó una etapa de
confrontación entre las clases trabajadoras y los gobiernos democráticos,
alimentada por el descubrimiento de grandes reservas de gas natural.

Esto avivó la tendencia a reconstruir un Estado concentrado


predominantemente en la redistribución de las rentas de los recursos
naturales. Junto con el levantamiento popular antiliberal surgió la “nueva

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izquierda” boliviana, que, en esencia, hizo una reformulación de las
principales ideas del nacionalismo revolucionario.

Nuevamente estamos ante un intento de apropiación de los


excedentes modernos del país para su uso, desde el Estado, en un sentido
desarrollista, y, simultáneamente, ante un proceso de sustitución del
proyecto de ciudadanización aristocratizante por un proceso más radical
de participación popular y de ampliación del demos (a favor de los
indígenas). Es decir, nuevamente se trata de construir una sociedad
“mixta”, en la que la ciudadanización política esté subordinada y, aún más,
a expensas de las necesidades de la ciudadanización socioeconómica (“vivir
bien”), que para algunos sólo llega hasta la construcción de un capitalismo
de Estado firmemente controlado por el partido oficial, pero para otros
debería proyectarse hacia el “socialismo comunitario”.

Una vez más, gracias a ello, la ciudadanización política ha quedado


truncada y sometida a diversos riesgos. Entre 2006 y el presente, la nueva
izquierda desmanteló la mayor parte de los controles y frenos que se había
construido en el pasado para evitar el retorno al “trono” de un personaje
frecuente de la historia nacional, el caudillo autoritario. En contra de su
propia promesa de conceder una mayor participación política a los sectores
populares, y a su autodefinición como un “gobierno de los movimientos
sociales”, lo que ocurrió en verdad fue un incremento enorme y peligroso
del poder del Presidente y sus colaboradores más directos, y un intento de
disciplinar en torno a ese poder a los disidentes (a muchos de los cuales se
enjuicia o amenaza con enjuiciar), a las organizaciones sociales (que son
combatidas con energía cuando se movilizan en contra del Gobierno) y a
la prensa (presionada y, en consecuencia, autocensurada).

Con ello, la lucha por la ciudadanización política continúa siendo


una tarea pendiente para los demócratas. Al mismo tiempo, las relaciones
entre ésta y la ciudadanización socioeconómica siguen siendo una cuestión
abierta, que es necesario dilucidar por medio del debate teórico.

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Andrés Gómez Vela
Periodista y abogado. Director Ejecutivo Nacional de
Educación Radiofónica de Bolivia (ERBOL), docente
de Periodismo de Opinión de la Carrera de
Comunicación de la UMSA. Autor de MedioPoder,
Derecho a la Información; No levantarás falsos
testimonios; Los periodistas y su ley.

Capítulo II

Mestizo,
¿concepto que une a Bolivia?
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Andrés Gómez Vela
Lo mestizo define el ser boliviano. Como con la cultura
humana a lo largo de la historia, los procesos de mestizaje
–político, social, religioso, cultural, migrante y hasta
tecnológico- han ido configurando al ciudadano boliviano
y con él a un Estado que, también con sus transformaciones,
está pariendo “un nuevo ser boliviano”. Este es el trayecto –
que encarna a la vez un desafío y una hipótesis- que esboza
el autor de este texto.

Cuando Dios echó al mundo a Caín, en realidad lo condenó al


mestizaje, a mezclarse con sus semejantes de su misma especie, pero de
otra cultura. Y cuando los tres hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet, se
repartieron por la tierra, tras el diluvio, en realidad tomaron el destino del
mestizaje, que terminó de materializarse en la Torre de Babel, cimentada
sobre la base de la soberbia del hombre, destruida a su vez por el soberbio
poder de Dios, quien para mestizarlos aún más hizo que hablaran lenguas
diferentes, sin dejar de ser iguales, hijos de un solo Creador, pero con
idiomas distintos para interpretar el mundo, crear cultura, pelearse y
volverse a mezclar.

Y si fuera insuficiente el origen bíblico del mestizaje, la ciencia


estableció que la cuna de la humanidad es África y la madre de todos los
seres humanos, una mujer negra, cuyos hijos se lanzaron a conquistar el
mundo, a producir culturas, lenguas, a diferenciarse. Aquellos que se
asentaron en el extremo norte de Europa, debido a su poca exposición al

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sol, evolucionaron de un cutis negro a un cutis blanco, debido a la escasez
melanina en su piel, mientras que los que se quedaron en América y África
evolucionaron con bastante melanina para defenderse de los intensos rayos
del sol. Siglos después, los descendientes de estos seres que habían salido
de una misma casa inventaron medios de comunicación, transporte y se
volvieron a encontrar, ya sea en el comercio o la guerra, dos espacios
esenciales del mestizaje. A través del comercio viajaron la moda -en las telas
de vestir (la seda china) como sigue sucediendo hoy- las armas, los
utensilios de trabajo y de hogar (las alfombras persas); y mediante la guerra
se sustanció la violencia destinada a imponer por la fuerza un sistema de
gobierno, una lengua, unas costumbres, una cultura sobre la otra derrotada.

Cásese con la teoría que usted quiera, el ser humano que habita
estas tierras (Abya Yala, América, Amérrika, llámelo también como quiera)
es resultado de ese origen mestizo, ya sea divino o científico. Es producto
de ese movimiento permanente de oriente a occidente, de occidente a
oriente, de sur a norte, de norte a sur.

En tal sentido, el primer imperio de la humanidad, erigido por


Alejandro El Magno, conquistó a casi todos los pueblos del mundo
conocido de entonces, por tanto, los sometió al mestizaje político,
económico, social y cultural.

La historia, que narra las guerras y las transacciones comerciales


entre persas, lidios, egipcios, sumerios, griegos, aztecas, mayas, aymaras,
quechuas, cuenta, en realidad, la mezcla que hubo en las formas de
entender el mundo, el principio del tiempo, la filosofía de vida, las
producciones intelectuales y materiales.

Roma sucedió al imperio alejandrino y conquistó casi toda la Europa


continental, donde está Iberia, hoy España, a donde premió a sus soldados
destacados con tierras fértiles. Ahí está Mérida, una ciudad con amplia
herencia romana, de donde partieron los conquistadores, entre ellos
Francisco Pizarro, quien nació en Trujillo, Extremadura, donde además
de musulmanes y romanos se asentaron muchos años antes los visigodos.
Los musulmanes se quedaron en esas tierras casi 800 años (711-1492), hasta
que los expulsaron los reyes católicos, Isabel y Fernando, quienes luego
financiaron el viaje del italiano Cristóbal Colón hacia el nuevo continente.

El latín, lengua romana, dio origen al castellano y el árabe legó


muchos vocablos que comienzan con “al” (albañil, alcantarillado,

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albahaca) y denominó Al-Ándaluz a la península y llamó Isbiliya a Sevilla
y, Garnata a Granada y la exclamación ¡Oh Alá! derivó en ojalá.

Por lo visto, Pizarro y sus amigos ya vinieron a América mestizos y


se encontraron con los incas, quienes por entonces habían sometido a casi
todos los pueblos de esta parte del mundo, entre ellos a los aymaras y a
otras culturas. Por ello, los indígenas ecuatorianos hablan una lengua
impuesta, el quichua, y no sienten ninguna simpatía por sus
conquistadores, los incas. La similitud de creencias entre las hoy llamadas
naciones andinas revela esta mezcla. Lo propio pasó con Hernán Cortez,
otro extremeño que sometió a los aztecas, quienes a su vez habían
sometido a los toltecas, chichimecas y otros pueblos de la zona. Los
imperios, sean incas, aztecas, romanos, españoles o británicos, han tenido
el mismo espíritu: expandirse, imponer su forma de deletrear el mundo,
imponer una cultura sobre otra y generar una tercera cultura; en resumen,
generar procesos de mestizaje.

Los mestizos españoles llegaron a mezclarse con los mestizos


americanos o abya yaleños, quienes además, según la ciencia, tienen
herencia asiática, basta ver los rasgos, no por nada mi apodo es “Chino”,
mi lengua madre es el quechua y mis apellidos son ibéricos.

¿Dónde está lo originario original (valga la tautología)? ¿En las


polleras sevillanas de las paceñas o en las trompetas que alegran a los
morenos o en los abrigos de vaquero estadounidense del grupo paceño Los
Intocables? ¿O en alguna de las tres caras del Señor del Gran Poder?
¿Dónde? ¿En los hijos de los aymaras, quechuas, guaraníes, mojeños que
engendraron hijos en Argentina o España y quienes muy pronto volverán
como hijos de otra cultura?

El sujeto indígena originario campesino no fue ni es un concepto


acuñado para nominar una raza o cultura pura, sino una categoría
sociopolítica formulada por la filosofía y el pensamiento políticos a fin de
incluir a las mayorías nacionales en la construcción de la bolivianidad y
superar así su marginamiento de la administración del Estado, aunque no
de la historia de la humanidad, en la cual tuvieron una presencia
imborrable.

Y en este tiempo de la opulencia comunicacional, de la sociedad


punto com, con Internet de por medio, estamos destinados, como Caín, a
mezclarnos más. ¿Una pruebita? “Feisbuqueamuay” (en quechua,

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“háblame por facebook”), le dice la madre a su hija que vive en España. Y
ella responde: “Ya mamay, chateamusqayqui, qjaya” (“está bien madre, te
chateó mañana”).

Mestizaje político

Bolivia no está al margen del devenir de la humanidad. Este hecho


se refleja en la nueva Constitución Política del Estado, aprobada por una
Asamblea Constituyente con amplia presencia indígena y respaldada por
un gobierno comandado por un indígena, Evo Morales Ayma.

Cualquier repaso del texto constitucional refleja que está nutrido


de instituciones europeas de la democracia liberal, partiendo del mismo
concepto demos (pueblo) cracia (gobierno), que en lengua griega significa
el gobierno del pueblo. Obviamente que a este sustantivo se han agregado
algunos adjetivos, entre ellos comunitario, que por cierto deriva del
término francés comuna, y que hoy designa a una organización que une
diferentes intereses nacionales en un histórico proyecto político: la
Comunidad Económica Europea.

De hecho que las instituciones de la democracia directa, plebiscito


y referéndum también tienen origen foráneo. El primero se acuñó en Roma
a partir de una acción política de consulta a la plebe (clase social que
carecía de los privilegios de los patricios) respecto a un tema de interés de
ese grupo. El segundo también nació en Roma, del latín referre, referir, a
partir de una decisión del poder de consultar al pueblo romano respecto a
una norma específica.

Obviamente que en la nueva Constitución figuran nuevos términos,


por ejemplo, el bien vivir o el vivir bien, que coincide mucho con la Teoría
de la Suficiencia propuesta por Hans Kung1, comprendida como la forma
de vivir con bienes espirituales y materiales básicamente necesarios para
desarrollarse como ser humano sin restar al otro ni acaparar bienes en
desmedro de la humanidad.

Bajo la lógica de rescatar lo mejor de cada sistema o etapa histórica


de la humanidad y fusionarlo en el documento más importante de un país,
la Constitución registra la trilogía inca: ama sua (no seas ladrón), ama llulla
1 Kung, Hans; Proyecto de una ética mundial, Editorial Trotta, Sevilla, España, 1991.

24
(no seas mentiroso) y ama kjella (no seas flojo); además del imperativo
filosófico indígena de conservar la armonía entre el ser humano, los otros
seres vivos y la Madre Tierra.

Sin embargo, gran parte de la estructura organizativa del Estado


Plurinacional tiene origen europeo comenzando del mismo Estado, que
termina de gestarse en Roma como la máxima expresión jurídica de una
sociedad sobre la base primigenia de concertación de un grupo de personas
llamado “patricios”.

Desde aquel momento, la estructura organizativa del Estado


evolucionó hasta el ente actual cimentado sobre la separación institucional
de poderes, inspirada, en un principio, por el historiador griego Polibio,
cristalizada en Inglaterra desde antes de 1600 y teorizada ampliamente por
Montesquieu2 en la antesala de la Revolución Francesa, que luego acabó
con el gobierno de los hombres y engendró el gobierno de las leyes.

Fue tal la expansión de ese pensamiento político que las sociedades


democráticas de esta parte del mundo institucionalizaron los poderes
Legislativo, Judicial y Ejecutivo, y algunos estados como el boliviano,
incluyeron el Electoral, al que encargaron la administración del sistema
un ciudadano un voto para la elección libre de autoridades y para la
constitución de aquellos poderes. En pocas palabras, la filosofía política
propuesta por el liberalismo, en su lucha contra la casta dominante de la
edad medieval europea, se materializó en el hecho y el derecho también
en Bolivia.

El mismo liberalismo reprodujo en la teoría del pensamiento y la


práctica política los valores esenciales de la humanidad que figuran en el
constitucionalismo boliviano desde 1825 hasta la fecha: libertad, igualdad,
justicia, fraternidad, tolerancia, defendidos hoy a ultranza por los llamados
movimientos sociales.

Los derechos universalmente defendidos son resultado de ese


proceso de mestizaje de la humanidad, como el caso de la libertad de
expresión, que germinó en Inglaterra con la Areopagítica de Miltón3; se
2 Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu en el libro XI del
“Espíritu de las leyes”, atribuye la libertad de que gozaba Inglaterra a la separación de los
poderes legislativo, ejecutivo y judicial y a la existencia de frenos y contrapresos entre esos
poderes sobre los que estableció esas doctrinas como dogmas del constitucionalismo liberal.
3 Areopagítica: Discurso de John Milton al Parlamento de Inglaterra sobre la libertad de
impresión sin censura; es un tratado polémico en prosa de 1644, se encuentra entre las
defensas filosóficas más influyentes del derecho a la libertad de expresión, el cual fue
escrito para oponerse a la censura y a la necesidad de licencia de impresión y está
considerado una de las defensas más elocuentes de la libertad de prensa.

25
constitucionalizó luego en Estados Unidos con el famoso artículo
redactado en 1776 por George Mason4 y hoy figura en casi todas las
constituciones de los países democráticos.

Este largo proceso se expandió aún más tras la Segunda Guerra


Mundial, a partir del 10 de diciembre de 1948, con la declaración Universal
de los Derechos Humanos, suscrita por los estados aglutinados en
Naciones Unidas y por la que se autoimponen la obligación de garantizar
una treintena de derechos esenciales del ser humano para que pueda
desarrollarse como persona.

La evidencia de este mestizaje político está en el constitucionalismo


boliviano, que si bien en la Constitución de 2009 rescata algunos principios
de los pueblos precolombinos que habitaban esta parte de América,
sustenta su arquitectura jurídica en principios mundiales como la elección
libre de las autoridades por voto popular, la división de poderes, la máxima
de que todos somos iguales ante la ley, el amparo constitucional y la acción
de libertad.

El pensamiento político se construyó en siglos, desde los


presocráticos, pasando por los clásicos, Platón, Aristóteles, Cicerón,
Séneca, Marsilio de Padua, Maquiavelo, Hobbes, Locke, Rousseau hasta
los contemporáneos Popper y Bordieu. Y las ideologías se fueron
enganchando y mezclando a tal punto que el liberalismo dio nacimiento
al socialismo y al comunismo y éste hizo que volviera el liberalismo, esta
vez vestido de globalización.

Obviamente que cada sociedad, cada nación, cada Estado, cada


pueblo puso su sello al sistema político que adoptó. Impuso su
particularidad a los principios e instituciones establecidos por la
democracia, lo que significa que las democracias no fueron ni son iguales
en todas partes: unas son presidencialistas, otras parlamentaristas, pero
tienen una matriz común que data de hace siglos y ha ido experimentando
una evolución colectiva. En el caso boliviano, apenas desde hace 30 años
que experimenta avances sorprendentes.

Es probable que hasta el momento la historia de la teoría política


haya bebido muy poco de la fuente del pensamiento de los pueblos
4 Primera enmienda: El Congreso no aprobará ley alguna por la que adopte una religión
oficial del Estado o prohíba el libre ejercicio de la misma, o que restrinja la libertad de
expresión o de prensa, o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y a pedir al gobierno
la reparación de agravios.

26
indígenas de América, pero también es probable que beba más en el
proceso de cambio y en esta etapa descolonizadora que recién comienza.

Sin embargo, la Constitución Política del Estado, la


institucionalidad democrática de Bolivia, no dejará de ser la máxima
expresión del mestizaje jurídico-político, lo más seguro es que se acentúe
la mezcla por la propia naturaleza de la evolución de la filosofía política,
que se reproduce a partir de otras fuentes universales de conocimientos y
sirve, a su vez, como cantera para que otras culturas sigan produciendo
saberes.

Mestizaje religioso - cultural

Los pueblos precolombinos eran panteístas y politeístas, tenían


dioses como los griegos o los romanos para cada fenómeno o circunstancia,
por ejemplo, Tunupa era el dios andino del rayo, Zeus el Griego y Thor
representaba lo mismo en la mitología nórdica y germánica. Además, cada
familia tiene hasta ahora una deidad a la que “tributa ofrendas” para recibir
su protección (la llaman Esquina en el Norte de Potosí) al igual que la
tenían las familias romanas5. Otros pueblos americanos creían y creen
todavía que las montañas, los ríos, los árboles, la selva tienen vida propia
y a todo lo inexplicable lo representan con una deidad, al igual que otras
culturas de África y de Asia.

Cuando llegaron los españoles a esta parte del mundo, trajeron


consigo, como ya es sabido, la espada de acero de la conquista, la cruz, y
con ella, un dios y una religión. El carácter monoteísta de su religión
intentó desbaratar en un primer momento la cosmovisión de los pueblos
indígenas, cuyos componentes no comprendían la dualidad o el
maniqueísmo del mundo cristiano entre el bien y el mal, dios y el diablo,
sino como un proceso de complementariedad dialéctica del mundo donde
el bien y el mal podían convivir.

5 De las “numinas” primitivas surgieron las primeras diosas o dioses, casi todos ellos
relacionados con la vida agraria (ejemplo: Saturno). Los romanos invocaban y daban culto
a estas divinidades, no para honrarlas, sino para que no les perjudicasen y protegiesen sus
cosechas. Como conviene a la vida sencilla de entonces, las deidades se reparten en dos
grupos generales, las agrícolas y las domésticas. Las agrícolas se relacionaban en con un
lugar dado o con una determinada actividad de labranza, y el jefe de la familia tiene la
obligación de cumplir las ceremonias que estimulan los favores de los “menemes” o dioses
de la casa, representada por el jefe militar, son las “ penates”, guardianes de la despensa;
los “lares”, dioses del hogar, velaban por la buena suerte de la familia
(http://www.deguate.com/infocentros/educacion/recursos/historia/religionromana.htm)

27
Como en toda conquista comandada por la fuerza, en este caso la
espada española impuso la cruz a toda esta parte del mundo. Sin embargo,
si bien los indígenas aparentemente aceptaron en silencio la religión
foránea, pintaron con lo suyo la nueva creencia, de ese modo,
quechuizaron, aymarizaron, guaranizaron o chiquitanizaron el catolicismo
y dieron nacimiento a una nueva religión sobre la base del sincretismo.

Entonces el dios Tunupa se fundió con el Tata Santiago y la


Pachamama con la Virgen María y Dios con Viracocha; y en el curso de
siglos se fue construyendo toda la nomenclatura religiosa que se tradujo,
en parte, en el calendario de fiestas que hoy marca el tiempo de los
bolivianos.

De esta manera, hay decenas de poblaciones altiplánicas con el


nombre del Apóstol Santiago, entre las más conocidas están: Santiago de
Guaqui, Santiago de Huari, Santiago de Machaca, Santiago de Bombori,
Santiago de Huata. En ese mismo sentido, decenas poblaciones del oriente
boliviano fueron bautizadas por los conquistadores con nombres de santos
de la religión invasora: San José de Chiquitos, San Miguel de Chiquitos,
San Javier de Chiquitos, San Rafael de Chiquitos, San Joaquín, San Ramón,
Santa Ana del Yacuma, San Ignacio de Moxos, Magdalena, San Lorenzo. Y
para redondear la mezcla, la Virgen María se reprodujo, según las
características y cultura de cada región del país: Virgen de Copacabana (La
Paz), Virgen de Urkupiña (Cochabamba), Virgen de Chaguaya (Tarija),
Virgen de Cotoca (Santa Cruz).

Posiblemente por cálculo político de los primeros españoles, el


calendario santoral cristiano coincide con las fiestas y ritos de los pueblos
indígenas. Por ejemplo, la fiesta de la Cruz, que se celebra cada 3 de mayo,
choca con el Tinku que se realiza en las poblaciones del Norte de Potosí,
Pocoata, Macha, donde se sostienen feroces peleas a puño limpio en honor
a la Pachamama. Se trata de una ancestral administración anual de la
violencia que da como resultado una catarsis colectiva que desinfla la
violencia acumulada en los ayllus durante 12 meses.

En este proceso de indigenización de la religión católica, las fiestas


más expresivas como el Señor del Gran Poder en La Paz, que representa la
Santísima Trinidad, Dios, Padre e Hijo, se constituye en una de las más
ricas fuentes de expresión artística y folklórica de la cultura aymara
españolizada, donde se exponen bailes emblemáticos del altiplano con la
fe de recibir una merecida retribución del Dios de los invasores.

28
Lo propio sucede con el Carnaval, una celebración importada de
Europa, que coincide con la Anata Andina, fiesta ancestral para celebrar la
primera cosecha brindada generosamente por la Pachamama. En esta
fecha se realiza una las entradas más famosas a nivel mundial, el Carnaval
de Oruro, para venerar a la madre de Jesús, María, representada en esta
ocasión por la Mamita del Socavón.

En estas y otras suntuosas festividades se exponen los bailes más


representativos del país, entre ellos la Morenada, que representa el
sufrimiento de los negros que llegaron desde África a las minas de Potosí,
donde no pudieron aguantar el frío que se produce a más de 4.000 metros.
La crudeza del clima los obligó a recluirse en regiones calidas como los
Yungas, donde algunos de ellos se dedicaron, desde hace siglos, a la
siembra de la hoja de coca y muchas de ellas hoy visten de cholas con
diminutas trenzas encrespadas debido a su cabello ensortijado.

Según estudiosos, el traje de la Morenada simboliza los toneles de


vino donde los antepasados de los afrobolivianos se escondían de los
explotadores españoles y la matraca grafica el sonido de las cadenas de los
esclavos que arrastraban al caminar lentamente por el peso de los grilletes.
Los hijos y las hijas de la comunidad afroboliviana son hoy producto de la
mezcla de tres culturas que se generaron en tres continentes: África,
América y Europa.

Al igual que la anterior, la danza de los Waqatokjoris tiene un origen


y una explicación. Es una parodia de la carrera de toros que habían traído
los españoles como una forma de diversión; los nativos incluyeron en la
coreografía a las lecheras, quienes mueven frenéticamente sus caderas que
sostienen una decena o más polleras abultadas.

Y ¿qué se puede decir de la danza de los caporales? Es la


representación de los capataces que controlaban el trabajo de los esclavos
negros, cuya coreografía y vestimenta han sido hábilmente estilizadas en
los últimos años, a tal punto que se ha convertido en el baile favorito de
jóvenes de todas las clases sociales.

En cambio la Diablada, la danza emblemática del Carnaval de


Oruro, refleja la rendición y pleitesía de la deidad del mal a la Virgen del
Socavón. En tanto, la diabólica figura que representa al diablo encarnó en
el llamado Tío de la mina, adorado hasta hoy por los trabajadores mineros,
pese a que sus antepasados incas no tenían ni la más remota idea del supay

29
español (diablo en idioma quechua). El Tío de la mina, ubicado
generalmente a la entrada al socavón, es una estatua de yeso con largos
cuernos de toro, quijada afilada de conquistador, ojos vidriosos, mirada
satánica y un inmenso falo que sobresale entre sus piernas y llega hasta sus
rodillas. Los mineros consumen en su honor, alcohol y coca para recibir su
protección.

Los instrumentos utilizados para bailar las danzas sincréticas, antes


descritas, tienen su origen en otros países. Las trompetas, sacabuches,
trombones y tubas fueron inventados en otras naciones, no en Bolivia, mas
son los que mejor sintonizan con la alegría del alma quechua o aymara.
Ejemplo palpable del mestizaje musical.

La fusión de la música es mayor en las ciudades bolivianas de los


valles. Por ejemplo, en Cochabamba y el Norte de Potosí, el instrumento
que prima en las fiestas del calendario señalado es el charango, que no es
más que el resultado del achicamiento de la guitarra española, que derivó
a su vez de la baglama egipcia popularizada por los árabes. A éste se suman
el saxofón y el acordeón, que en Carnaval desgranan sus armónicos sonidos
hasta activar el espíritu creativo de los famosos taquipayanacus (coplas
picantes), que tienen sus raíces en el contrapunteo de las tunas españolas.

De hecho que la cueca, baile preferido y practicado con elegancia


en los valles tarijeños y el Chaco tiene su origen en las danzas sevillanas.
Lo mismo se puede decir de la chacarera, desarrollada con matices criollos
en la geografía de la cultura guaraní y bailada al son de melódicos violines
y guitarras.

Tal es el mestizaje cultural que la fiesta europea de Todos Santos ha


sido dotada de elementos andino-amazónicos, particularmente en lo que
toca a la resurrección de los muertos y su retorno a la vida convertidos en
espíritus por algunas horas, como un preludio de la resurrección definitiva
de los cristianos, tal y como proclama la Biblia.

Redondean este largo camino de la mezcla a todo nivel las religiones


occidentales adoptadas por la población boliviana: católica, cristiana,
mormona, evangélica, Testigos de Jehová, etc. Se apropiaron del Dios de
los invasores y lo dotaron de sus particularidades como la challa y lo
feminizaron al sobreponérsele la Madre Tierra. Muy pocas personas
practican en el siglo XXI una religión estrictamente nativa, la mayoría
practica el sincretismo religioso.

30
Mestizaje social

Es cierto que muchas comunidades indígenas mantienen sus trajes


típicos, pero la mayoría de la población boliviana ha adoptado la
vestimenta occidental o la ha adaptado a su cultura; verbigracia, la chola
ha tomado como base el vestido de las sevillanas, al que ha convertido en
una falda larga acampanada llamada pollera.

Del mismo modo, desaparecieron las ropas típicas que vestían los
hombres en la era precolombina, entre ellas los uncus, y fueron
reemplazadas por las ropas universalizadas por Europa y Asia, entre ellas
los pantalones. Hoy, la mayoría de la población boliviana viste al ritmo de
la moda universal, creada en los centros comerciales estadounidenses y
europeos. En esta inevitable globalización se copian peinados, colores y
símbolos usados en otras latitudes del mundo.

Esta mezcla se reproduce en los nombres y apellidos de las


personas, la mayoría de origen ibérico, Gonzáles, Pérez, Sánchez, López,
Santander, y nombres de la misma cuna, Gonzalo, Jesús, Pedro, María,
Martha, Susana, aunque en el último tiempo han sido copiados nombres
anglosajones, Jonatan, Windsor, Steve, Wilson, debido a la influencia de
la cultura de masas difundida a través de la televisión y el cine. Otro
considerable porcentaje tiene apellidos nativos y españoles: Chávez
Aruquipa, Pérez Mamani; Morales Ayma, Noza Villarroel y
recientemente, en buena hora, ha resurgido el aprecio por los nombres
de las culturas originarias: Inti, Wáskar, Iyambae, Túpac, Tuma, Kory
Sonkjo, Tika.

La cocina de los bolivianos está llena de platos ibérico-americanos:


Sajta, Chicharrón, Pique, Charkekan, Majadito, Saice. Se preparan con
ingredientes nativos y traídos de otros países como la salchicha o la
hamburguesa.

Los muebles y su disposición en los hogares han sido pensados entre


artesanos del país y extranjeros, desde el living, la mesa con diseños
tiwanakotas o europeos, hasta las sillas con características orientales y las
camas elaboradas con madera de las selvas bolivianas, pero diseñadas en
otras latitudes del mundo.

No se salva el tiempo de ocio, donde se destaca la práctica del


deporte, entre ellos, el fútbol, que es la actividad favorita, ya sea en tierras

31
bajas o altas; y, como todos sabemos, el juego de la pelota es un deporte
que tiene sus orígenes en tierras mayas y asiáticas, pero las reglas del
football han sido otorgadas por Inglaterra, desde donde se expandió al
resto del mundo.

Con el fútbol sufren collas, cambas, chapacos, vallunos, y se genera


una especie de cohesión nacional cuando juega la Selección Boliviana, sea
en un torneo sudamericano o en las eliminatorias a la Copa Mundial. Tal
ha sido la influencia, que los equipos bolivianos tienen nombres
extranjeros, The Strongest, que en lengua inglesa quiere decir, el más
fuerte; Blooming, que se traduce como floreciendo; o Wilstermann, un
apellido extranjero convertido en símbolo del fútbol de tierras quechuas
(”La Wilster”). A estos se suman los emblemáticos Oruro Royal (Oruro),
Stormers (Sucre), Destroyers (Santa Cruz), Always Ready (La Paz) o el
Achacachi Football Club, equipo que representa a una emblemática ciudad
aymara, ubicada en el altiplano paceño.

A esta realidad se suman las transmisiones televisivas en vivo de


partidos de las ligas más famosas del mundo, española, italiana, inglesa,
además de la argentina o la brasileña, lo que crea una cultura deportiva
mestiza e incide mucho entre niños, adolescentes y jóvenes, quienes lucen
en sus encuentros camisetas de los equipos de esos países con los nombres
de Leonel Messi, Cristiano Ronaldo o Neymar.

Otros deportes como el básquetbol o el voleibol, también de origen


extranjero, en ambos casos, estadounidense, son muy practicados en las
escuelas y colegios del área rural, donde se organizan pequeñas olimpiadas,
como solían hacerlo los griegos, salvando las distancias, 500 años antes de
Cristo, para poner en vitrina a sus mejores atletas en carreras de fondo,
velocidad, lanzamiento de disco. Y por si faltara algún deporte se cultiva
el ajedrez, cuya cuna está en Asia.

A este proceso de aculturación, si usted quiere ponerle un nombre


más diplomático, se debe la reproducción de modismos que viajan entre
los países a través de los medios de comunicación. Por ello, es muy común
escuchar reproducir en Bolivia términos muy mexicanos como cuate,
chavo, chapulineada, cantinflada o dar nacimiento a una especie de
dialecto como el quechuañol (quechua español), similar al spanglish que
nació en algunas regiones de Estados Unidos donde vive un gran número
de migrantes latinoamericanos.

32
Mestizaje migrante

Según una encuesta de la Fundación Unir, realizada en 2006, más


del 42% de la población boliviana6 ya no vive en el lugar donde nació, de
ese total, más del 66% está constituido por jóvenes que oscilan entre los
18 y 24 años. De acuerdo con el estudio, las urbes que reciben mayor
migración de otras ciudades o de localidades del mismo departamento son
Santa Cruz, Tarija, El Alto, Oruro y Cobija.

Miles de los migrantes dejaron las poblaciones donde nacieron por


razones de estudio, de trabajo, familiares o en búsqueda de mejores
oportunidades de vida. Algunos de ellos volvieron a sus terruños llevando
consigo nuevas costumbres o formas de ver la vida, mientras que otras,
definitivamente han echado raíces en su nuevo destino.

Las personas que han decidido cambiar de ciudad o salir de una


provincia a una urbe han llevado consigo, además de su bolsa o mochila
de viaje, su cultura, la que practican en la región donde se encuentren, ya
sea mediante la comida, el baile, la música, el arte, las costumbres, pero
también han ido adquiriendo rasgos culturales de los habitantes de su
nueva residencia. Por eso bailan con soltura envidiable una morenada o
un taquirari, cantan con insuperable “originalidad” una cueca, un huayño
o un huayño-cumbia. Y contagian la challa (tributo a la Pachamama) en
Cobija, el Chaco o Tarija.

Aquellas personas que han marchado solas, por razones de estudio


o trabajo, han tejido nuevas relaciones sociales con jóvenes de la ciudad
donde ahora viven, y muchas de ellas y ellos se han casado o han
constituido pareja con una mujer u hombre del lugar, conformando una
especie de matrimonios interculturales, en los cuales la vida está llena de
diversidades culinarias, musicales, lingüísticas, en definitiva, culturales,
que terminan por materializarse en carne y hueso en los hijos y las hijas,
quienes casi de forma automática crean una tercera cultura.

Dicho de otro modo, los niños y las niñas de padres y madres de


diferentes ciudades y culturas que nacieron en poblaciones distintas a la
de sus progenitores interactúan en las instituciones de su ciudad natal y
crecen como progenitores de una nueva cultura.

6 Fundación Unir. Encuesta nacional: Diversidad cultura, hoy 206


(http://www.unirbolivia.org/nueva3/index.php?option=com_content&view=category&l
ayout=blog&id=7&Itemid=16)

33
A la migración interna se agrega la externa. De acuerdo con datos
de 2008 del Servicio Nacional de Migración (Senamig)7, los connacionales
residen en 44 países del mundo. Se calculó aquella vez que 1.797.495
millones de bolivianos son inmigrantes regulares legales y 400.000,
irregulares. También se estableció, a través de las legaciones diplomáticas,
que la cifra real de connacionales en el exterior ronda las 2.274.925
personas, si se toma en cuenta a los bolivianos no radicados de forma
regular. De ese total, se concentra en Sudamérica el mayor número de
emigrantes: 1.269.183; le sigue Europa, donde hay 366.566; en
Norteamérica viven 148.094; entre África, Asia y Oceanía, 6.932; y en
Centroamérica, 6.720. Gran parte de los migrantes prefieren destinos como
Argentina, Brasil, España, Italia y Estados Unidos.

Los migrantes al exterior, casi en su totalidad, no llevan consigo


bienes materiales, por el contrario, van en busca de ellos; sin embargo,
cargan, como ya dijimos líneas arriba, las narraciones culturales que
heredaron para interactuar en su nuevo mundo.

En ese sentido, los compatriotas que ahora viven en Estados Unidos


aprendieron una lengua que, en términos sociolingüísticos, significa
conocer un nuevo código de interpretación de la realidad para desarrollarse
como persona. En términos psicosociales, significa ser parte de un proceso
de aculturación.

Imagine por un momento a una pareja de bolivianos que ha tenido


hijos en España, de donde hace 520 años llegó una parte de sus
ascendientes, a cuya cuna volvieron ellos y ellas como quechuas, aymaras,
mojeños o simplemente cruceños, potosinos y cochabambinos y se
reprodujeron biológica y culturalmente. La mezcla es más interesante
todavía si la pareja es binacional, padre español y madre boliviana o
viceversa. Se repite la mezcla de la conquista, cinco siglos después, pero
en otras condiciones, aunque en todo caso sería un re-mestizaje.

Es probable que muchos de ellos y ellas retornen y se reestablezcan


en alguna ciudad boliviana; es muy probable que sólo traigan unos euros
y en algunos casos ni un solo dólar; pero de seguro que habrán traído una
o dos mochilas cargadas de nuevas costumbres, usos y formas de ver del
mundo. Y si retornan sus hijos e hijas, por supuesto, llegarán con una valija
repleta de elementos culturales diferentes dispuestos a impregnarse de la
7 Informe del Servicio Nacional de Migración (Senamig) de 2008,
(http://cedla.org/obess/node/1306)

34
bolivianidad. Y si volvieran con esposo europeo o esposa americana o
asiática, la interculturalidad será aún más marcada.

Mestizaje tecnológico

En medio del mestizaje social, político, económico, llegaron las


nuevas tecnologías de información y comunicación (TIC), que
dinamizaron más este proceso porque son vehículos de la cultura de masas
y espacios de aculturación. En un primer momento, la radio puso en
circulación rápida entre los países del orbe nuevas realidades e ideologías,
encapsuladas en información.

Luego el cine no sólo mostró imágenes de otras latitudes, sino se


convirtió en un exportador de modelos de vida y de entender un mundo
que ya había comenzado a achicarse.

Con más poder llegó la televisión, que expandió como reguero de


pólvora la cultura de los países dominantes por lo que fue acusada de
pretender homogeneizar el mundo en desmedro de las denominadas
civilizaciones débiles, debido a que había saltado de vehículo a productor
de la cultura de masas.

Esta realidad quería decir que la nueva tecnología no sólo había


sumado la imagen al lenguaje de la información, sino que se convertía en
la generadora de nuevas escalas axiológicas, patrones sociales, filosofías
de vida a través del código de la distracción, traducido en telenovelas, series
o programas de humor como el Chavo del Ocho o el Chapulín Colorado.

Bolivia se metió de lleno en ese mundo imaginario, pero sin compartir


casi nada, sino dejándose subsumir por los productores de la cultura universal.

Con la televisión por cable las posibilidades se multiplicaron y los


débiles diques nacionales se rindieron. La cultura avasallante llegó en
exclusiva desde todas las esquinas del mundo a cada hogar que así lo solicitó.

Las nuevas Tecnologías de Información y Comunicación


constituyen, en este mismo momento, la máquina infinita de la
globalización, que a decir de Zygmunt Bauman8, pone en serio

8 Bauman, Zygmunt, La Globalización, consecuencias humanas, Editorial Fondo de


Cultura Económica, Argentina, 1999.

35
cuestionamiento el Estado Nacional porque se comprime el
espacio/tiempo en el viaje de la economía a tal punto que mantiene un
paso de ventaja sobre cualquier gobierno que intente limitar los
movimientos de las transnacionales.

La red Internet es la dinamizadora de la globalización. “En la


actualidad, todos vivimos en movimiento. Muchos cambiamos de lugar:
nos mudamos de casa o viajamos entre lugares que no son nuestro hogar.
Algunos no necesitamos viajar: podemos disparar, correr o revolotear por
la Web, recibir y mezclar en la pantalla los mensajes que vienen de rincones
opuestos del globo”, dice Bauman y agrega, “pero la mayoría estamos en
movimiento aunque físicamente permanezcamos en reposo. Es el caso del
que permanece sentado y recorre los canales de televisión satelital o por
cable, entra y sale de espacios extranjeros con una velocidad muy superior
a la de los jets supersónicos y los cohetes cósmicos, pero jamás permanece
en un lugar el tiempo suficiente para ser algo más que un transeúnte, para
sentirse chez soi”.

Ante la inevitabilidad de este fenómeno, el premio Nóbel Joseph


Stiglitz se preocupa de hacer funcionar la globalización9 y el sociólogo
español Javier Castell asegura que vivimos en una sociedad red que está
cambiando toda nuestra liturgia de vida, desde el trabajo, pasando por la
economía, hasta el tiempo de ocio.

Por las redes sociales, Facebook, Twitter, circula la vida, la economía,


la cultura, la revolución, como en el caso de la llamada Primavera Árabe.
Bolivia ingresa cada vez más a este mundo, y los bolivianos van asumiendo
el reto de comprender Internet como el nuevo canal de integración al
mundo en todos los ámbitos. Prueba de ello es que en algo más de seis años
el acceso de la población nacional a Internet creció casi en un mil por
ciento. En 2004, se calculaba que apenas 100 mil personas tenían acceso a
la red; en 2011, la Autoridad de Regulación y Fiscalización de
Telecomunicaciones y Transportes (ATT) informó que 800.000 bolivianos
están conectados a Internet, al margen de las personas que
esporádicamente usan el servicio.

Una de las repercusiones de este proceso de crecimiento se constata


en el lenguaje que creativamente va inventando nuevos verbos:
feisbuquear, tuitear, chatear. Y si tomamos en cuenta que la base del
9 Joseph E. Stiglitz, Cómo hacer que funcione la globalización, editorial Taurus, Argentina,
2006.

36
mestizaje cultural es la lengua, pues, inequívocamente ingresamos en un
terreno de simbiosis permanente entre cosmovisiones distintas.

La cereza sobre la torta tecnológica la representa el teléfono móvil,


conocido en Bolivia como celular, que facilitó en tiempo real el viaje de la
mezcla cultural a través de los servicios que presta desde un simple teléfono
hasta un reproductor de música, video o soporte de Internet. Según informes
de la ATT, más del 80% de los habitantes del país usa el celular. Naciones
Unidas recientemente reportó que de los siete mil millones de personas que
viven en la tierra, seis mil millones cuentan con acceso a telefonía.

Estos datos demuestran que, como nunca antes en la historia de la


humanidad, estamos interconectados entre los seres humanos, lo que
significa que vivimos una etapa de irreversible conexión de realidades,
historias de vida, pensamientos, sentimientos y recorremos un camino sin
retorno a la constitución de un ser global con rasgos muy particulares de
cada país o continente, pero con muchos elementos universales. Y Bolivia
no está aislada de este proceso.

Del Estado criollo al proyecto de Estado mestizo

El historiador Charles Arnade plantea en su libro “La dramática


insurgencia de Bolivia” que el país es el resultado de la voluntad de un
grupo de criollos que, tras ver cómo eran derrotadas las tropas realistas, se
pasó al bando de los independentistas y decidió quebrar el sueño de la
Patria Latinoamericana, pero más que todo la posibilidad de unidad con
el Bajo Perú, y constituir un nuevo Estado con un único objetivo: preservar
sus privilegios en desmedro de la mayoría indígena del país.

Ese grupo oportunista, según otros historiadores, estuvo constituido


también por mestizos, definido en aquel momento a partir de la genética
como hijo o hija de un padre o una madre española con una madre o un
padre indígena. En otras palabras, determinado a partir de la “sangre” y no
tanto de la cultura. En este marco, la historia cuenta que los llamados
“doctorcitos”, entre ellos Casimiro Olañeta y José María Serrano, tramaron
de manera truculenta el nacimiento de Bolivia excluyendo a la mayoría
indígena.

Bolivia nació como feudo de un pequeño grupo de hijos de


españoles que no pelearon por la libertad ni por la justicia, sino que usaron

37
su formación académica y política para preservar sus privilegios de sangre,
de casta, en el nuevo Estado.

El sujeto indio había sufrido tal derrota en 333 años que no tenía
capacidad ni siquiera para cuestionar la constitución del nuevo país, pese
a que había combatido obligado en ambas filas, tanto entre los
independentistas como entre los realistas, aunque algunos historiadores
dicen que, en realidad, los indios permanecieron alejados de esta contienda
que se definió entre españoles, criollos y mestizos.

Recién en la Guerra del Pacífico el indio asoma como sujeto con


existencia republicana en las filas del Ejército Boliviano, pero sin
comprender claramente el valor mismo de la Patria, sino como un sujeto
impelido a defender algo que no consideraba suyo por la traición que había
sufrido en su nacimiento por parte de los parteros de la República.

Desde entonces y hasta la Guerra Federal el indio estuvo ausente en


la construcción del destino de Bolivia. Recién a finales de siglo XIX, el
indígena emerge como aliado de las filas federalistas, con Zarate Willca,
para derrotar a los republicanos. La traición de los federalistas terminó con
la vida de Willca y se ratificó la predominancia criollo-mestiza en la
conducción de los destinos de la República.

El episodio de la Guerra del Chaco (1932-1935) demostró que la


columna vertebral del Ejército Boliviano eran los indígenas, pues, fueron
ellos, quienes al final defendieron a la Patria que no fundaron, pero por la
que pelearon desde sus mismos inicios, con héroes como el “Tambor
Vargas” y los guerrilleros de Ayopaya o los quechuas como Alejo Calatayud,
entre otros.

La contienda del Chaco no sólo desnudó el uso instrumental de


los indígenas sino que incubó una conciencia política en el sujeto nativo,
pero particularmente, en los mestizos, quienes comprendieron, en este
episodio, que Bolivia no era un Estado, sino un simple conglomerado de
seres humanos que vivían sin un sentido de Patria, sin un ideal de
hombre, como unos desheredados que el destino había puesto en unos
límites territoriales a los que no consideraban como propios ni
comprendían la razón de vida de una república llamada Bolivia. Es decir,
no sabían el significado de Bolivia, ni por qué ellos y ellas tenían que ser
bolivianos.

38
Este estado de la conciencia social fue leído con acierto por
intelectuales de la talla de Augusto Céspedes, Carlos Montenegro, Hernán
Siles Suazo, Víctor Paz, Wálter Guevara Arce, Juan Lechín Oquendo, entre
otros, quienes, luego, como resultado de esa interpretación propusieron
la inclusión de los indígenas con el objetivo de preparar el nacimiento del
nuevo ser boliviano a través de medidas ineludibles y muy necesarias en
ese momento:

1. Nacionalización de las minas, para producir riqueza desde el


Estado y redistribuirla con el fin de acondicionar un país con
igualdad.

2. Devolución de la tierra a los hijos legítimos de Bolivia, los indios,


para restar poder económico a la rosca minero feudal y erigir una
burguesía nacional.

3. Educación para todos y todas con el fin de crear, en las aulas, al


nuevo ser boliviano libre.

4. Participación política de los indígenas a través del voto universal


para incluirlos en la responsabilidad de la conducción del
Estado, pero sólo con el deber de elegir y no con el derecho de
ser elegidos.

El 9 de abril de 1952 comenzó a nacer el nuevo Estado y el nuevo


ideal del hombre boliviano: el mestizo. La historia dice que la Revolución
fracasó en el fin, pero no en el medio: la inclusión de los indígenas en la
vida política nacional. Los críticos señalan el proceso de mestizaje
propuesto desde el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) como
algo inducido y homogeneizante, por tanto impuesto, entonces destinado
al fracaso.

Sin embargo, es innegable el ascenso que experimenta el


movimiento indígena y popular desde el momento en que sus
componentes comenzaron a cumplir su deber de elegir al gobierno de la
República con el objetivo histórico de ejercer el derecho de ser elegidos
ellos dentro de un tiempo.

En ese devenir, el indio se convirtió en proletario, ingresando como


trabajador a las minas, a las fábricas, y sus hijos comenzaron a formarse
en las escuelas y colegios bajo el espíritu del nuevo código de educación,

39
desde donde repensó la historia y empezó a cuestionar en tono dialéctico
al Estado que le había dado alas políticas, pero paradójicamente seguía
preservando estructuras coloniales y de exclusión.

Se constituyó en sujeto económico en su condición de propietario


de una parcela de tierra y productor de sembradíos para el mercado
interno, pero ante todo se convirtió en un sujeto político, en un primer
momento, con capacidad de elegir, y, en un segundo momento, con
capacidad de ser elegido para administrar el Estado.

Pero no sólo para elegir y ser elegido, sino también producir o elegir
ideología política y no solamente praxis. Resultado de este proceso “cada
2 y 6 de agosto, Fausto Reinaga marchaba solo cargado de una pancarta
que decía “la tierra no es de quien la trabaja, sino del indio”10. De este modo,
el intelectual indianista cuestionó uno de los principios de la Revolución
Nacional (“la tierra es de quien la trabaja”) y por lo cual propuso una
revolución india en lugar de la revolución nacional, que había reducido las
posibilidades de reproducción de sus formas de organización ancestral a
cambio de la sindicalización.

“A mi regreso de Europa, rompo con toda mi tradición intelectual y


con toda mi producción cholista. Hubiese querido que no existiese…Es
otra etapa, otro camino que he encontrado; y tengo otra meta en el
horizonte. En mis obras de 1940 a 1960 yo buscaba la asimilación del indio
por el cholaje blanco-mestizo. Y en las que he públicado de 1964 a 1970 yo
busco la liberación del indio, previa destrucción del cholaje blanco-
mestizo… y yo planteo la Revolución India”, escribe Reinaga en su obra
cumbre “La Revolución India”.

Hágase todas las críticas posibles, pero es ineludible reconocer que


la Revolución del 52 dio nacimiento al indio proletario, intelectual, liberal,
sindicalista, que recién en la primera década del siglo XXI saltó de ser un
simple elector a ejercer su derecho de ser elegido por las reglas de la
democracia burguesa.

Aunque el movimiento indígena sufrió un retroceso en sus


propósitos durante las dictaduras, no implica que haya dejado de ser sujeto
histórico. Prueba de ello es el pacto militar campesino y el nacimiento de
10 Esta historia fue contada por el periodista Carlos Salazar, exiliado por la dictadura de
Hugo Bánzer en 1971, y corresponsal de la agencia de noticias alemana, DPA, durante más
de tres décadas.

40
la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia
(CSUTCB). La construcción de estos espacios políticos demuestra que el
sector indígena campesino comenzó en ese tiempo a organizarse, en una
primera etapa, para seguir resistiendo, pero haciendo política; y, en una
segunda etapa, para aspirar a la toma del poder.

Con el advenimiento de la democracia y ya a finales del siglo XX se


fortaleció el sujeto político indígena y se extendió al oriente boliviano con
el nacimiento de organizaciones como la Central Indígena del Oriente
Boliviano (CIDOB), que ha tenido mucho que ver con la construcción del
Estado Plurinacional, las autonomías y la defensa del medio ambiente,
para la cual ha utilizado como instrumento de lucha las marchas11.

Hasta esta parte, queda probado el proceso de mestizaje que sufrió


el indígena, campesino, obrero y popular y que sus gestas son resultado de
métodos políticos originarios y occidentales, tales como la marcha y el
ejercicio de la democracia comunitaria y la democracia representativa, cuya
máxima forma de participación es, precisamente, la ecuación un
ciudadano un voto.

El Estado Plurinacional

En los últimos 20 años del siglo pasado, el movimiento indígena


originario campesino reivindica su historia, su cultura, su cosmovisión con
más intensidad que en la segunda mitad del siglo XX, pero en un escenario
más mestizo porque mide sus fuerzas en un sistema político occidental,
cuyas armas, como el voto y la organización de instrumentos políticos
llamados partidos, le son útiles en el logro de sus objetivos.

Sin embargo, si bien se desarrolla en el ámbito descrito, se encarrila


en un propósito de desmestización, de descriollización y se radicaliza en
un proceso de indigenización de la sociedad boliviana como respuesta a
los 520 años de colonización.

En este contexto surgen movimientos con el propósito de impregnar


con el alma originario indígena toda la actividad humana, desde la política,

11 Hasta esa fecha, la Cidob realizó ocho marchas, la última fue en defensa del Territorio
Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure, que puso en jaque al gobierno del Movimiento
Nacionalista Revolucionario.

41
pasando por la economía hasta llegar a la cotidianidad cultural, pero sin
desprenderse de los instrumentos que le otorgó el sistema político
occidental, asentados, tal y como señalamos en la primera parte, sobre un
Estado democrático con tres poderes separados y con instituciones
europeas como el Defensor del Pueblo y el Tribunal Constitucional.

Así se explica el nacimiento de la categoría sociopolítica indígena


originario campesino, como un intento por indigenizar a la Bolivia que se
propuso mestizar el MNR, pero sucedió todo lo contrario. Se produjo el
doble mestizaje del sistema político boliviano. Justicia occidental, justicia
originaria; elección de autoridades por voto ciudadano, pero también por
usos y costumbres; democracia representativa y participativa, pero
también democracia comunitaria; veneración a Dios, pero también a la
Pachamama, igual Estado laico.

Finalmente, la historia da nacimiento entre 2006 y 2009 a la nueva


Bolivia, a través de una Asamblea Constituyente, pero esta vez con la
presencia de los excluidos de la Asamblea Constituyente de 1825, cuando
se redactó una Constitución que no fue nada revolucionaria, sino una
simple certificación del cambio de dueño de Bolivia, que no cambió en
nada la vida del indígena originario.

Han tenido que pasar 185 años para que aquel sujeto histórico
construido en el ámbito político y no en el terreno genético (sino sería
fascismo) defina el destino de la tierra que siempre fue suya, constituyendo
lo que hoy se conoce como Estado Plurinacional de Bolivia.

La definición sociopolítica de lo indígena originario campesino no


se sustenta en la pureza de sangre, ni tiene mucho que ver con la
biopolítica; es más bien un concepto construido para superar la exclusión
y hacer justicia con la toma del poder. No refleja pureza de raza ni una
cultura inmaculada, sino la virginidad política de un sector social en la
administración de un Estado que comenzó a sentir casi suyo tras la Guerra
Federal; suyo a medias después de la Revolución del 52; y enteramente suyo
con el Proceso de Cambio.

El resultado más esperado del Estado Plurinacional radicaba en el


epitafio que iba a poner fin a ellos/nosotros; los kjaras/los taras; los
blancos/los indios, quechuas/aymaras y comenzar a construir un
NOSOTROS sobre el ideal de hombre que quiere parir el Proceso de
Cambio.

42
El concepto indígena originario campesino maduró en luchas
sociales como la Guerra del Agua, la Guerra del Gas, y en las instituciones
democráticas como las elecciones nacionales que condujeron a sus
representantes hasta la administración del Estado. Y se podría decir que
ya cumplió su cometido de incluir al excluido de los designios del país, lo
que significa que agotó su función política.

Ahora está obligado a recorrer hacia su nuevo destino si desea la


realización total del Estado Plurinacional, en el marco de la revolución
cultural.

Por ahora, se comprende el concepto Plurinacional como la


coexistencia de culturas, sobre la base de la tolerancia; pero no como la
convivencia de culturas, sobre la base del respeto, destinadas a seguir
creando más culturas con un ideal de hombre, que supere el monismo
moral y asuma mínimos acuerdos sobre los criterios de justicia y sea
flexible sobre los criterios de felicidad (el bien vivir o el vivir bien), pero
sin perder de vista que los seres humanos son fines en sí mismos, antes
que simples medios, sin importar su cuna cultural.

El nuevo ser boliviano

La persona que vive en Bolivia, un Estado que tiene menos de 200


años, a diferencia de otros países europeos, es producto de los antecedentes
señalados, vale decir, de la simbiosis producida en el ámbito de la religión,
la política, el lenguaje, la tecnología.

Es un ser que cuando nació la República ya era resultado de una


mezcla marcada por la Colonia, donde se produjo el proceso de mestizaje
inevitable (así se lo denomine colonialismo cultural) por la preeminencia
o el avasallamiento de una cultura sobre otra. Aquella, sin embargo, en 500
años no pudo borrar las profundas huellas de la cultura que pretendió
anular; por ello, coexistieron y, sin proponérselo, constituyeron una tercera
cultura.

Durante gran parte de la Colonia, el mestizaje fue una mala palabra


y los mestizos unas malas personas. Así lo confirma el sociólogo
ecuatoriano Hernán Ibarra, que lo define “como el proceso biológico de
miscigenación que ocurre donde hay el contacto entre distintos grupos
raciales y étnicos”.

43
En criterio de este estudioso, “el mestizaje, como producto colonial,
fue un proceso de mezcla de razas, que se tradujo en las castas racialmente
mestizas. Esto se refiere a que quienes no eran blancos, indios o negros
tenían una condición social de castas con denominaciones que abarcaban
los diversos tipos de mestizos resultantes de la situación colonial”. Ese tufo
despectivo sobre el cholo, el mestizo, también lo refleja magistralmente
Ximena Soruco Sologuren, en su libro “La ciudad de los Cholos”12.

Para Ibarra, en un sentido cultural, el mestizaje es el proceso de


aculturación que se desarrolla en diversos momentos y circunstancias
históricas. El sentido ideal de los procesos de mestizaje, su “deber ser”, es
el del intercambio cultural con el enriquecimiento de las partes, pero el
mayor obstáculo para que esto ocurra, según ha demostrado Róger Bastide,
es que las barreras de los prejuicios raciales y la discriminación son tan
poderosas que impiden los contactos entre vertientes culturales13.

Con el fin de superar este prejuicio y la concepción homogeneizante


de la Revolución Nacional sobre el término mestizo, el Estado boliviano
optó por comprenderse como un espacio de naciones, pero donde,
paradójicamente, no cabe la nación mestiza.

Para entender mejor, concertemos el concepto de nación que,


formalmente, aparece en 1789 en la declaración de los Derechos del
Hombre en los siguientes términos: “el principio de soberanía reside
esencialmente en la nación”. Los revolucionarios franceses habían
presupuesto este término antes de desarrollarlo y lo identificaban con el
pueblo. En otros lados las “naciones” eran entidades dudosas. En tal
sentido, para Hegel la lucha entre naciones era el motor de la historia, lo
que para Marx era la lucha de clases; y para Nietzsche, la lucha de razas.

En ese devenir coincidieron cuatro criterios para definir la nación14:


1) Una entidad política definida por los límites del Estado. Bajo esta
definición las naciones se reúnen en las Naciones Unidas. En la otra vereda
está el Estado Plurinacional, que traducido sería un Estado con muchas
naciones. 2) Una unidad geográfica definida por las fronteras naturales o
por alguna identidad territorial histórica. Podría ser la nación inglesa, que
es una entidad definida por la geografía. 3) Un pueblo autoconsciente de
12 Soruco, Ximena; La ciudad de los cholos, mestizaje y colonialidad en Bolivia siglos XIX
y XX, Editorial Tarea Asociación Gráfica Educativa, Lima, Perú, 2011.
13 Ibarra, Hernán; La otra cultura, imaginarios, mestizaje y modernización, Editorial
Marka, Quito, Ecuador, 1998.
14 Jay, Richard; Ideologías Políticas, Editorial Tecnos, Madrid, España, 2004

44
su identidad y unidad comunes, que se manifiesta en una acción política
colectiva o una cultura nacional distinta. 4) Un pueblo definido por alguna
característica “objetiva” de su vida social; por ejemplo, el lenguaje común,
los orígenes étnicos o raciales, la religión o una existencia económica
compartida. Este criterio engloba a las naciones del Estado Plurinacional.

Según Richard Jay, “juntando estos cuatro elementos obtenemos


una nacionalidad ideal: un pueblo con su propio Estado y con su propia
patria, con una cultura y una conciencia nacional desarrolladas, y
socialmente homogéneo”.

El cuarto criterio da nacimiento a la nación mestiza, pues al igual


que la aymara, chiquitana o mojeña tiene un lenguaje común, un origen
que data de hace más de 500 años, una existencia económica, un alma
colectiva.

Ahora retornemos al concepto mestizo, que nace en la Colonia, y


que según el Diccionario de Relaciones Interculturales es una construcción
que sólo adquiere sentido cuando se considera en su relación con su par.
Este constructor encuentra su mayor expresión en el sentido ideológico y
se presenta en dimensiones culturales, biológicas, lingüísticas e incluso
epistemológicas. El mestizaje ha pasado desde la imagen racial a la
metáfora cultural. Otros autores, entre ellos el investigador boliviano
Rafael Archondo, plantean que los mestizos son quienes se sitúan en los
espacios próximos a culturas sin pertenecer plenamente a ellas; mientras
que la socióloga e historiadora boliviana Rossana Barragán, indica que es
una variante urbana de la cultura indígena, una especie de vanguardia
citadina que, sin dejar de ser lo que fue, adquiere nuevos recursos y una
nueva lógica para preservar sus valores.

Es decir, el mestizo o la mestiza dejó de ser producto genético de la


mezcla de razas, a tono con la ciencia, que ya demostró que no hay razas.
Mantener aquella definición sería reproducir un pensamiento colonial en
plena era descolonizadora. Por tanto, podemos y debemos definir el
mestizaje como la mezcla de dos o más culturas que da nacimiento a una
tercera cultura; es decir, a una nueva nación con un lenguaje común, un
origen común, una historia común, pero sin subsumir particularidades o
rasgos específicos de sus subcomponentes.

En esa onda, Ibarra subraya: “el mestizaje ha variado


históricamente, al pasar de la estigmatización y la definición negativa hacia

45
una identidad positiva con la formación de la conciencia nacional en el
siglo XX. En esto fue esencial la revolución mexicana de 1910 y la revolución
boliviana de 1952 que consolidaron los fundamentos de una conciencia
nacional mestiza”. Sobre esta historia se reproduce la ideología del
nacionalismo, doctrina universal inventada en Europa en el siglo XIX, que
“sostiene que la humanidad se divide naturalmente en naciones, que las
naciones poseen ciertas características que pueden determinarse, y que el
único tipo de gobierno legítimo es el autogobierno nacional”.

Entonces, es incoherente discriminar un concepto, como sucedía


durante la Colonia, cuando ha construido una identidad en más de medio
milenio y tiene las características señaladas en la primera parte de este
trabajo. No se puede negar 520 años, tiempo en el cual la palabra mestizo
cambió su base epistemológica.

El origen negativo del mestizaje asume, en este nuevo tiempo, un


destino positivo e inevitable gracias al proceso vivido y a la presencia física
de las tecnologías de información y comunicación que han vehiculizado
la globalización.

El término que nació para despreciar a un segmento de la población


y que por ello mismo era despreciado, hoy se ha convertido en un término
muy apreciado, al menos en Bolivia, porque tiende a convertirse en la palabra
bisagra que puede unir al país y cohesionar lo boliviano con lo quechua, lo
boliviano con lo aymara, lo boliviano con lo camba, lo boliviano con lo
guaraní. Así lo demostró, la encuesta de la Fundación Unir, realizada en
200815, que revela que el 73.3% de la población encuestada se identificó como
mestiza, pero a la vez el 67% se declaró perteneciente a un pueblo indígena.

El estudio señalado demuestra que el concepto mestizo no mata a


otras identidades (tsiman, surcaré, chiquitano), sino que fusiona
identidades mestizo/quechua; mestizo/aymara; mestizo/mojeño; por
tanto, proyecta la estructuración de una nación con un ideal de hombre
en los términos planteados por Adela Cortina16.

El concepto indígena originario campesino se ha convertido en una


categoría política que ha logrado su propósito: derribar al Estado
15 Fundación Unir; Segunda Encuesta Nacional, diversidad cultural 2008;
(http://www.unirbolivia.org/nueva3/index.php?option=com_content&view=category&l
ayout=blog&id=7&Itemid=16)
16 Cortina, Adela; Ética mínima, introducción a la filosofía práctica; editorial Tecnos,
Madrid, España, 2010.

46
colonizador y excluyente y erigir un Estado Plurinacional, cuyo propósito
debe ser el de redistribuir en términos equitativos el poder, la riqueza y la
palabra. Por tanto, ya es un concepto superado por el propio Estado
Plurinacional, que debe ser comprendido como el espacio de convivencia
entre naciones que tienen muchos elementos en común, entre ellos el
mestizaje, pero a la vez sus identidades particulares.

Dicho de otro modo, el Estado Plurinacional es el resultado de un


largo proceso de mestizaje en los campos señalados siendo que aceptarlo
como tal será caminar hacia la descolonización, y rechazarlo significará
que muchos bolivianos todavía no han superado la colonización mental
que abatió al país durante centurias.

Es antihistórico reciclar el concepto indígena originario campesino


sólo para reproducirse en el poder en nombre de pueblos que,
evidentemente, preservan sus particularidades, pero a la vez reconocen
sus mezclas.

Sobre este cimiento se debe erigir al nuevo ideal de hombre


boliviano, al nuevo ser boliviano, que en lo biológico, así no nos guste, es
resultado de las mezcla de europeos e indígenas originarios campesinos
(es muy probable que haya excepciones, pero ya hemos demostrado
abundantemente la mezcla) y en lo cultural es el producto de una inmensa
mezcla de pensamientos, prácticas y realidades.

Ese nuevo ser boliviano conserva sus raíces indoeuropeas en todos


los ámbitos y tiene su esqueleto y genes culturales en el mestizo, que no es
un término apabullante o excluyente de lo indígena originario, si no, el
reconocimiento de que cada uno de nosotros es un ser que ha producido
una tercera cultura, lo que no quiere decir, necesariamente, que se haya
homogeneizado.

El ser boliviano es resultado de dos o más culturas y su tránsito es


un devenir infinito de ir creando terceras culturas. El ser boliviano tiene
una identidad de origen o procedencia, quechua, guaraní o chiquitano, y
un destino único: Bolivia. Vale decir que es un ser con identidad
originaria, pero sin ser arrancado de sus contextos mestizos evidentes. Un
ser que no se aferre a sus intereses empíricos, diría Adela Cortina, sino a
sus intereses morales que conduzcan a construir una comunidad de
intereses, un sistema de cooperación, en el que puede negociar las
concepciones del vivir bien (felicidad), pero no los mínimos criterios de

47
justicia social17 que hacen a su dignidad humana, así proceda de diferentes
culturas.

Un ser sin complejos frente a su historia ni resentimientos frente a


sus iguales mestizos, aunque diferentes identitariamente; un ser boliviano
con alta reflexión moral para no quedarse estacionado en su pasado, con
capacidad dialogante y consensual para sentar el presente de un futuro
exento de la tentación de imponerse sobre el otro igual; un ser con espíritu
autónomo, con sensatez rebelde para auto legislarse y para acordar una
legislación y comprometerse moralmente a cumplirla sacrificando incluso
sus intereses sectarios con la convicción de que el bienestar de cada uno
se asegura sobre el bienestar de todos. Un ser libre y capaz de
autogobernarse y construir desde el hogar un sistema de cooperación y
proyectarlo a una comunidad de sólida institucionalidad democrática
alejada del liderazgo que cree que encarna por designio divino las
aspiraciones de la sociedad. Un ser que entiende que el poder se negocia
en función del bien común y que la autoridad rota entre los componentes
de una sociedad para crear el espíritu de la corresponsabilidad del nosotros
en la administración de la cosa pública.

17 “Modo en que las instituciones sociales más importantes distribuyen los derechos y
deberes fundamentales y determinen las ventajas provenientes de la cooperación social”,
Adela Cortina, Ética mínima, introducción a la filosofía práctica.

48
Waldo Albarracín Sánchez
Waldo Albarracín es abogado, con maestría en
Derecho Constitucional. Fue Presidente de la
Asamblea Permanente de Derechos Humanos de
Bolivia (1992-2003), miembro del Consejo Ciudadano
para la Reforma a la Constitución Política del Estado
y Defensor del Pueblo entre 2003 y 2008. Es
columnista de La Prensa, docente universitario y
autor de varios textos sobre leyes y Derechos
Humanos.

Capítulo III

La ciudadanía en el nuevo
proceso socio político
50
Waldo Albarracín Sánchez
Reinventar la política para construir una nueva ciudadanía;
ejercer derechos y obligaciones en base a una revolución de
conducta que implique responsabilidad con el bien común,
es la oportunidad que advierte y alienta el autor de este
ensayo. Un repaso histórico de la forma en que se han ido
manejado los conceptos de ciudadanía desde el poder y
desde el pueblo, es el marco sobre el que sustenta la
necesidad de adoptar medidas inmediatas para recomponer
la relación entre la política y la sociedad civil, y aportar a la
re construcción de un legítimo ejercicio ciudadano.

Supuestamente, al haberse extinguido la última dictadura militar


en Bolivia, en octubre de 1982, las experiencias de los regímenes de facto
ya no deberían ser parte del análisis político: ahora imperan otras
coyunturas y diferentes formas de relacionamiento entre el Estado y la
sociedad civil, de manera que el antecedente dictatorial no sirve para un
análisis y evaluación exacta de la realidad nacional y del ejercicio de los
derechos ciudadanos. Sin embargo, resulta muy riesgoso prescindir de este
antecedente en un país donde los protagonistas políticos se convirtieron
en fieles herederos de las lógicas autoritarias que nos legaron los
dictadores, extendiéndose esta forma de relacionamiento social hacia
importantes estamentos de la sociedad civil.

Las experiencias políticas del pasado han sido recicladas en el


tiempo y en el espacio y tienen una marcada influencia en la subsistencia,
hasta nuestros días, de diferentes prácticas “humanas” autoritarias que

51
permiten, por ejemplo, la discriminación por diversas razones (género,
generacional, racial, religioso, sexual, opción sexual, etc.), la violencia (en
muchos casos política), la intolerancia y otras formas de atropellar los
derechos de los demás.

Los diferentes dictadores militares dejaron toda una escuela de


comportamiento político que aún no fue extinguida, a pesar de las tres
décadas de regímenes democráticos liberales que estamos prontos a
cumplir.

La Doctrina de la Seguridad Nacional mutiló el


ejercicio de los derechos ciudadanos

Los regímenes de René Barrientos, Hugo Bánzer, Luis García Meza,


entre otros, ideológicamente identificados como gobiernos enemigos de
cualquier tendencia izquierdista, encontraron el instrumento perfecto para
combatir a sus opositores y destruir cualquier acción contestataria de parte
de la sociedad civil. Bajo la influencia de la Doctrina de la Seguridad
Nacional, diseñada en el Pentágono para ser aplicada en Latinoamérica,
especialmente en el Cono Sur, los gobiernos afines de estos países la
instalaron y reprodujeron entusiastamente.

Miles de efectivos militares recibieron formación en la “Escuela de


Las Américas”, para terminar convencidos de la necesidad de destruir a los
dos enemigos, el externo y el interno. El primero identificado con el
Comunismo Internacional y, el segundo estereotipado en los sectores más
contestatarios de la sociedad (dirigentes sindicales, maestros, artistas,
curas, partidos de izquierda, intelectuales, periodistas, etc.).

La dureza de estos regímenes impidió obviamente la libertad de


expresión, el derecho a disentir, a reclamar. Los saldos de perseguidos,
exiliados, encarcelados, confinados, torturados y desaparecidos cuyos
paraderos hasta hoy se desconoce, mostraban un profundo desprecio por
la vida e integridad de la persona, y constituyen fieles testimonios de los
niveles de degradación al que puede llegar el ser humano en su afán de
aniquilar al adversario político.

Treinta y más años después, y no obstante la consolidación de la


democracia, estas víctimas y desaparecidos siguen siendo una deuda
pendiente del Estado con la sociedad que aún no fue allanada por la

52
democracia debido a los preocupantes niveles de impunidad que
caracterizan a los crímenes de lesa humanidad. Es, también, parte de la
herencia recibida por los gobernantes constitucionales de ese oscuro
periodo de nuestra historia.

En ese contexto, la institución de la “ciudadanía” como forma de


existencia y convivencia humana y ejercicio de derechos fue absolutamente
mutilada sin posibilidades reales de ser ejercida. Por el contrario, los
dictadores encontraron formas “inteligentes” de camuflar jurídicamente
sus actos de represión política, creando normas que les permita
criminalizar la protesta social, como es el caso del Código Penal aprobado
durante la dictadura del Gral. Bánzer, a través del cual se crearon figuras
delictivas que penalizaban las acciones contestatarias de la sociedad (los
tipos penales de “instigación pública a delinquir”, “apología pública de un
delito” y el “desacato”, esta última daba lugar al enjuiciamiento penal de
toda persona que emitiera criterios negativos o se refiera en forma
irrespetuosa hacia las autoridades públicas). Lo irónico del caso es que en
democracia, los diferentes gobiernos, incluido el actual, continúan usando
estos recursos legales para reprimir políticamente a sus adversarios.

La dictadura, por consiguiente, es un ausente bien presente en la


política boliviana, a partir de la continuidad de ciertas mentalidades
heredadas del pasado, de la subsistencia de lógicas autoritarias y de la
impunidad de varios de sus protagonistas, generando una sistemática
violación de los derechos humanos y por ende mutilando el ejercicio de la
ciudadanía.

La Doctrina de la Seguridad Nacional no se fue con los dictadores,


persistió en las posteriores coyunturas y marcó profundas huellas que aún
se advirtieron en las reacciones y formas de administrar el Estado de los
subsecuentes conductores del país. Forma, por tanto, parte de la realidad
actual; es por ello que no se puede prescindir de este antecedente en el
análisis.

Las democracias de orientación neoliberal

El 10 de octubre de 1982 fue posesionado como Presidente


Constitucional de la República el Dr. Hernán Siles Zuazo, líder del Frente
Unidad Democrática Popular (UDP). Fue el momento en que llega al poder
el primer gobierno constitucional después del alejamiento de los militares.

53
El pueblo tenía la esperanza de que al ingresar en un nuevo
escenario político, el Estado mostraría un rostro diferente: la relación con
la sociedad civil se materializaría en base a nuevos parámetros, se
allanarían muchas asignaturas pendientes y los derechos humanos -muy
conculcados en la dictadura- serían esta vez respetados. Si bien se
caracterizó por respetar las garantías constitucionales, el régimen de la
UDP tuvo que acortar un año su mandato ante el clima de desestabilización
política que vivía el país, la inflación galopante y la crisis económica.

A partir del 6 de agosto de 1985, y por más de dos décadas, se


instalaron consecutivos gobiernos de inspiración neoliberal en la
aplicación de políticas económicas y de marcada tendencia autoritaria en
su relacionamiento con el conjunto social. La explicación es lógica y
coherente: quienes usufructuaron del poder durante los gobiernos de facto,
se mantuvieron vigentes en los regímenes constitucionales. No olvidemos
que la mayoría de los gobiernos militares fueron respaldados por
organizaciones políticas de tendencia conservadora o derechista, que
configuraron diversas alianzas para permitir el surgimiento de gobiernos
cívico militares. En democracia, los ex dictadores también fueron
protagonistas, continuaron en el poder y esa es la razón fundamental para
que subsistan los comportamientos autoritarios, mecanismos de exclusión,
procedimientos violatorios de derechos básicos y por consiguiente una
ciudadanía que, como institución, se vio reiteradamente restringida.

A pesar que durante este prolongado período se suscitaron dos


modificaciones parciales a la Constitución Política del Estado, ello resultó
insuficiente para generar procesos de transformación profunda en las
instituciones más emblemáticas de la estructura estatal. Es el caso de los
órganos coercitivos del Estado como las Fuerzas Armadas y la Policía,
instituciones que tanto en su relación interna como en el contacto con la
sociedad civil, exponen preocupantes formas de comportamiento
autoritario y violatorios de derechos, como la persistencia de la tortura en
los cuarteles militares y en las celdas policiales en casos de interrogatorios
investigativos, o la utilización con fines políticos de ambas entidades por
los diferentes gobiernos.

Esta herencia del pasado también se extiende a otras entidades como


el Ministerio Público (Fiscalía) o los tribunales de justicia, ambas, en pleno
siglo XXI, deberían militantemente constituirse en espacios de garantía de
derechos ciudadanos; sin embargo, los niveles de subordinación política y
elevado grado de corrupción minimizan sus potencialidades democráticas

54
y las convierte en simples entidades paragubernamentales, dando lugar a
una peligrosa situación de indefensión ciudadana.

La ciudadanía como legítima aspiración democrática

¿Quién es el ciudadano? Existe una diferencia cualitativa entre los


conceptos de persona y ciudadano. La primera se refiere a todo sujeto capaz
de adquirir derechos y contraer obligaciones en su relación con el Estado
y la sociedad. El ciudadano es el individuo que goza del estatus de
ciudadanía, titular pleno de los derechos públicos subjetivos, civiles,
políticos, económicos, sociales y culturales, otorgados por el sistema
jurídico político. En este caso, es la democracia la que permite el ejercicio
de la ciudadanía plena a las personas.

En Bolivia, el estatus de ciudadanía lo poseen todos los bolivianos


y bolivianas mayores de 18 años, cualquiera sea su nivel de instrucción,
ocupación o renta.

Pero, el ejercicio de la ciudadanía puede materializarse de diversas


formas, dependiendo de las circunstancias y la situación de la persona en
su relación con el Estado.

Tenemos a la ciudadanía pasiva, caracterizada por el reconoci-


miento de una serie de derechos (pueden ser de orden civil, político,
social…) desde el Estado hacia el ciudadano o ciudadana. Este
reconocimiento no incluye pautas de acción, quiere decir que el Estado los
otorga sin pedir nada a cambio, sin exigir reciprocidad ni el cumplimiento
de obligaciones previas. Los reconoce en favor de las personas por propia
convicción. Generalmente, estos derechos están consagrados de oficio en
el texto constitucional, sin ningún condicionamiento para su realización.
Los artículos 21 y 26 de la Constitución en vigencia, referidos a los derechos
civiles y políticos respectivamente, consagrados por la norma supra legal,
son prueba fehaciente de lo que significa la ciudadanía pasiva.

Por otro lado, encontramos a la ciudadanía activa, que expone un


conjunto de deberes u obligaciones de la persona hacia la comunidad
política de la cual forma parte.

La participación activa y efectiva de los ciudadanos y ciudadanas en


los asuntos públicos se ha identificado como una de las obligaciones

55
centrales de la persona. Esas obligaciones, como el sufragio, forman parte
de un abanico de acciones que se materializan en la gente, contribuyendo
al logro de los objetivos trazados por el Estado. El artículo 108 de la
Constitución Política del Estado, describe claramente los deberes de las
personas y es a través del cumplimiento de éstos que se consolida la
ciudadanía activa.

Asimismo, todo Estado mediante su ordenamiento jurídico interno


y especialmente a través de su norma principal (Constitución Política),
enuncia en forma clara y concreta los derechos y deberes ciudadanos. A
esta enunciación se denomina ciudadanía formal, que no supone
necesariamente el ejercicio pleno de los derechos o el cumplimiento de
una obligación determinada, es decir, el establecimiento formal de un
conjunto de derechos puede llegar a marcar distancia de la realidad fáctica;
sin embargo, independientemente de que se cumpla o no lo que está
previsto en la norma como derechos y/o deberes ciudadanos, la
arquitectura jurídica garantista continúa vigente.

Finalmente, la ciudadanía sustancial se materializa a través de la


participación efectiva de la persona a partir de una aprehensión de la
ciudadanía y de la implementación de políticas estatales para que los
ciudadanos y ciudadanas ejerzan de manera real y efectiva sus derechos.
Este tipo de ciudadanía, que requiere de ciertas motivaciones incluso
afectivas, está integrada fundamentalmente por tres elementos
constitutivos: la conciencia ciudadana, la práctica ciudadana y el
sentimiento ciudadano. La primera implica que los miembros de una
sociedad sepan que tienen derechos y obligaciones, de índole política,
social, económica, civil y cultural y que actúen en función a ello; o sea, que
ejerzan esos derechos y también cumplan efectivamente esas obligaciones
formales.

La práctica ciudadana hace referencia a un derecho y una obligación


altamente relevante en un escenario democrático. Nos referimos al
empoderamiento de los derechos formales de manera conciencial,
asumiendo la responsabilidad ciudadana a través de lo que se conoce como
el res ponsos (del latín res o cosa y ponsos o peso). En ese sentido, nos
estamos refiriendo a la participación activa en la vida política de un país.

Con referencia al sentimiento ciudadano, los teóricos que debaten


sobre el concepto de ciudadanía, coinciden en afirmar que se trata de un
elemento de suprema importancia. Según Kymlicka (Kymlica, Wayne,

56
1996: 15), “la ciudadanía no es simplemente un estatus legal, definido por
un conjunto de derechos y responsabilidades. Es también una identidad,
la expresión de la pertenencia a una comunidad política”.

Todo ello implica que para asegurar un efectivo involucramiento de


los miembros de una sociedad con la comunidad política a la que
pertenecen, es decir al Estado, es necesario que los mismos se sientan parte
de él. Es trascendental que se sientan ciudadanos.

Habermas decía que “una norma es legítima cuando los


destinatarios de ella se sienten (o son) los hacedores de la misma”.

La ciudadanía en el marco de la Constitución Política


del Estado

El Título V de la Constitución Política del Estado, incursiona en los


conceptos de nacionalidad y ciudadanía, específicamente el Capítulo II,
artículo 144 establece que “ I. Son ciudadanas y ciudadanos todas las
bolivianas y todos los bolivianos y ejercerán su ciudadanía a partir de los
18 años de edad, cualesquiera sean sus niveles de instrucción, ocupación o
renta. II. La ciudadanía consiste: 1. En concurrir como elector o elegible a
la formación y al ejercicio de funciones en los órganos del poder público y
2. En el derecho a ejercer funciones públicas sin otro requisito que la
idoneidad, salvo las excepciones establecidas por Ley. III. Los derechos de
ciudadanía se suspenden por las causales y en la forma prevista en el
artículo 28 de esta Constitución”. Al respecto, conviene enfatizar que dicho
artículo al referirse a los derechos políticos, establece las causales de
suspensión de los mismos, señalando tres: 1. Tomar armas y prestar servicio
en fuerzas armadas enemigas en tiempos de guerra, 2. Defraudación de
recursos públicos, y 3. Traición a la Patria.

Analizando rigurosamente el referido artículo, concluiremos que la


principal norma jurídica boliviana parte del principio de que todas las
personas son ciudadanas, y en el caso específico de Bolivia, todos los
bolivianos y bolivianas tienen esa condición que les es innata. Sin embargo,
hay una etapa de la persona que tiene que ver expresamente con el ejercicio
de sus derechos políticos, la misma comienza con la mayoría de edad, pues
a partir de ella se cuenta con la aptitud legal para votar o sufragar y también
para ser elegido o elegida, además para ejercer cargos públicos sin otro
requisito que la idoneidad. En ese sentido y en la práctica, se puede colegir

57
que la ciudadanía como concepto y práctica, tiene una profunda
connotación política, porque tiene que ver con la cosa pública, con el interés
colectivo, con el bienestar de una comunidad, con el destino de todo un
colectivo humano. Por este motivo, el ejercicio ciudadano ha dado un salto
cualitativo desde el punto de vista de ser considerado inicialmente como
un derecho liberal e individual en aras de la construcción de la democracia
representativa, para terminar vinculándose con el derecho comunitario a
través de la acción mancomunada de las personas, consolidando con el
tiempo lo que hoy conocemos como democracia participativa, pues más
allá de lo que jurídicamente esté establecido, lo evidente es que, con el paso
de los años, la sociedad boliviana, con fuertes tendencias a agruparse,
organizarse entre afines, ha construido formas de participación y/o
actuación conjunta a través de una serie de mecanismos como la asamblea,
el cabildo y las iniciativas ciudadanas sobre diversos temas. Algunas son de
índole legislativa como el referéndum, la fiscalización a la autoridad pública
o la revocatoria del mandato; incluso las movilizaciones acompañadas por
ciertas medidas de presión al Estado. Todos estos procedimientos, unos
legales otros fácticos, forman parte de un nuevo protagonismo ciudadano
del cual el Estado ya no se podrá desentender. Por el contrario, precisamente
en la idea de cualificar el sistema democrático, a estas alturas resulta
necesario establecer puentes de coordinación con la sociedad civil.

La democracia como escenario ideal de la acción y


práctica ciudadana

Atrás quedó el concepto estrictamente liberal de lo que significa un


sistema democrático, pero para ello tuvieron que transcurrir muchos años.
Es así que, en 1982, luego del alejamiento de los gobiernos de facto y la
llegada de los regímenes constitucionales, durante casi dos décadas se
continuó negando a la democracia su propio desarrollo, restringiendo su
beneficio hacia las minorías. La sociedad política boliviana permaneció
siendo un espacio en cuyas instancias de poder (el Parlamento, por
ejemplo), las mayorías nacionales terminaban siendo minorías políticas y
las minorías sociales se constituyeron en mayorías políticas. Este poder
tuvo la perspicacia de establecer los límites necesarios que circunscribían
la democracia al mero acto electoral, de cuyos resultados salían elegidas
autoridades con una mayoría relativa o simple, un déficit ostensible de
legitimidad frente al pueblo y un objetivo claro de preservar el interés de
sectores privilegiados bajo el falaz argumento de la alianza de clases -
aliados, pero unos arriba con derechos y otros por debajo y excluidos-.

58
Los partidos denominados tradicionales enarbolaron un estereotipo
de ciudadanía, focalizada en el ejercicio del voto, interpretado en sus
resultados como una especie de firma de cheque en blanco a favor de los
candidatos con mayor votación. En el marco de una mayoría simple y
relativa, de un sufragio disperso entre las diferentes opciones partidarias -
escenario en el cual el pueblo votaba pero no elegía-, este privilegio lo tenía
el Congreso Nacional, respaldado en la previsión constitucional que
establecía la alternativa de que el Parlamento elija al Presidente y
Vicepresidente de la República, ante la eventualidad de que ninguna
fórmula obtenga la mayoría absoluta en las elecciones generales. Su opción
original contemplaba a las tres fórmulas más votadas, habiendo sido
restringida esta posibilidad congresal a las dos primeras, a partir de la
penúltima modificación parcial al texto constitucional en 1994 (Art. 90).

Era tan mezquina la democracia bajo los fundamentos del sistema


meramente representativo que el artículo cuarto de la norma supra legal
definía que el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus
representantes, los mismos que en el ejercicio del poder nunca tuvieron la
capacidad o sensibilidad humana de restituirle, por lo menos en parte, al
pueblo su condición de verdadero soberano. A tal extremo llegó este
usufructo del poder, que después del proceso electoral, conocidos los
resultados, la ciudadanía en su conjunto terminaba viendo por televisión
cómo sus “representantes” elegían a quienes iban a ser Presidente y
Vicepresidente de todo un país, sobre la base de la distribución de cuotas
u espacios de poder, emergente de los pactos o acuerdos suscitados entre
las organizaciones políticas con presencia parlamentaria.

Pero, el tiempo no transcurrió en vano: el distanciamiento entre


Estado y sociedad civil se tornó cada vez más elocuente, los partidos
políticos fueron perdiendo legitimidad, dejando de ser los interlocutores
válidos entre ambas partes. Los diferentes sectores, al verse huérfanos de
representación y sentirse excluidos por el Estado, empezaron a tomar
mayor conciencia de sus derechos democráticos y expusieron su legítima
aspiración de obtener mayor participación y protagonismo en la toma de
decisiones sobre los destinos del país. Fue evidente la insuficiencia de la
democracia representativa y es así que empezó a emerger de manera
contundente la consigna de la democracia participativa. El pueblo no sólo
quería que lo convoquen a votar cada cuatro o cinco años, como si fuera
ese acto democrático la única manera de ejercer ciudadanía; exigió, cada
vez con mayor énfasis, intervenir en las decisiones más importantes del
Estado. Veremos cómo esta exigencia, que al mismo tiempo constituye un

59
derecho, fue materializándose gracias a la interpelación permanente de la
ciudadanía hacia el Estado.

Esa marcada distancia entre los diferentes estamentos que


conforman el pueblo boliviano con las instancias de poder estatal, afectó
ostensiblemente al avance democrático y al ejercicio de los derechos
ciudadanos. La visión que tenía y aún tiene la ciudadanía en relación al
conjunto de instituciones que integran la estructura del Estado, es
preocupantemente negativa. Un simple sondeo de opinión acerca de lo
que se piensa en relación a los parlamentarios, actualmente denominados
asambleístas, arroja un resultado esperado: nadie cree en los políticos. Esta
visión negativa no es el caso exclusivo de esta parte del Estado, se extiende
hacia jueces, magistrados, fiscales, gobernantes nacionales y
departamentales, policías, militares, autoridades municipales y
administrativas, los que en la función que les corresponde desempeñar
ignoraron su condición de servidores públicos y asumieron sólo el rol de
autoridades, soslayando los derechos de la ciudadanía, para subordinar su
actuación al interés personal o político partidario, pero en ningún
momento en función del verdadero soberano, el pueblo.

Fue tan contundente la demanda de la ciudadanía, que la


incorporación en el texto constitucional del sistema de la democracia
participativa, no sólo es una realidad, sino que viabilizar su materialización
constituye en un imperativo categórico para el Estado. Lograr que el
ejercicio de la soberanía se amplíe de manera efectiva al pueblo a través de
este nuevo sistema, superando los límites naturales de la democracia
representativa, constituye un avance cualitativo dentro de esta consigna
de “democratizar la democracia”, máxime si la norma supra legal también
habla de la democracia comunitaria, como un justo reconocimiento a los
derechos de los pueblos indígenas.

Sin embargo, es justo reconocer que dentro el escenario del clivaje


tradicional pueblo-Estado, en determinado momento, esa separación fue
atenuada con la experiencia política vivida en el país a partir de las
elecciones generales realizadas en el año 2005, cuyo resultado expuso la
victoria por mayoría absoluta en las urnas de Evo Morales y Alvaro García
Linera (hecho inédito en Bolivia desde que se reinstaló la democracia),
apoyo popular que se incrementó posteriormente de manera contundente,
como se demostró a través de los resultados obtenidos en el referéndum
revocatorio realizado para Presidente, Vicepresidente y Gobernadores
Departamentales y mediante las elecciones de 2009. En ambos casos, el

60
respaldo ciudadano superó el 60’%. Sin embargo, este idilio entre Gobierno
e importantes sectores de la población boliviana empezó a deteriorarse
muy pronto, más allá de los cálculos cronológicos previstos. El desgaste
gubernamental que se traduce en la pérdida paulatina de apoyo popular
empieza a evidenciarse en las elecciones municipales y departamentales
de abril de 2010 (a pocos meses de la importante victoria obtenida por el
MAS en las elecciones nacionales), cuando el voto a los candidatos
oficialistas se vio reducido, dando lugar a una derrota electoral en varias
regiones del país.

Hacia adelante advertiremos que, de manera irreversible, lo que en


un momento constituyó un franco y contundente apoyo, se fue reduciendo
prácticamente a la mitad del punto máximo alcanzado, con serias
posibilidades de continuar bajo esa tendencia.

A pesar de las experiencias políticas vividas, las efímeras relaciones


románticas entre sectores populares y una determinada opción política,
los apoyos contundentes al partido de gobierno y el posterior desencanto,
subsiste la legítima aspiración ciudadana en sentido de que el sistema
democrático supere sus limitaciones y contradicciones internas. Queda
demostrado que en este siglo XXI no existe otra forma más idónea de
convivencia política, social y humana, que no sea la democracia, ésta por
tanto sigue siendo la opción exclusiva a la que apunta la gente no sólo para
consolidar sus derechos individuales, libertades y garantías
constitucionales, sino también para materializar la vigencia plena de
derechos colectivos, comunitarios y extinguir un conjunto de mecanismos
que generan desigualdades y discriminación por diversas causas.

En ese sentido, la democracia deberá dejar de ser un instrumento


meramente político para convertirse en un sistema de convivencia fraterna,
pacífica, solidaria, que permita emerger una visión más ética de la vida o,
si se quiere, la bioética colectiva, consigna a la cual deberán subordinarse
las diferentes opciones políticas. A estas alturas, ya no es posible o ya no
debe pensarse, en alternativas de búsqueda del poder sobre la base de la
confrontación y la destrucción del otro. Asimismo, la democracia deberá
salir de los parámetros meramente electorales o el sistema representativo
como se la vio en el pasado, para permitir la materialización de un conjunto
de derechos, sean éstos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales,
comunitarias, en el contexto de una visión de país diferente, de un Estado
integrador e inclusivo que no aliente desde sus propias esferas de poder la
eliminación del supuesto enemigo interno.

61
Recuérdese que fueron las dictaduras militares las que aplicaron
diligentemente la tan mentada Doctrina de la Seguridad Nacional, que
precisamente apuntalaba a la eliminación del enemigo interno,
estereotipado éste en los sectores más contestatarios de la sociedad. Hoy,
ante la emergencia de la democracia participativa, resulta natural y hasta
necesario que diversos sectores de la ciudadanía se pronuncien ante el
Estado, reclamándole por sus derechos y por mayor participación en las
decisiones que se asumen en temas de interés nacional. Ese protagonismo
no puede ser criminalizado por el Estado a través del Gobierno, por el
contrario deberá merecer el respeto correspondiente, en el entendido de
que el verdadero soberano es el pueblo y no los gobernantes. Ahí radica el
mérito y la virtud de un sistema democrático moderno.

Sistemas democráticos y participación ciudadana en la


Constitución Política del Estado

La implementación del proceso de cambio promovido por el actual


Gobierno encontró en la Asamblea Constituyente uno de los escenarios más
emblemáticos. A partir del debate suscitado al interior de dicha instancia de
poder sobre la visión de Estado, se identificaron claramente las tendencias y
posiciones confrontadas entre los que querían mantener las estructuras casi
intactas (en coherencia con las tendencias políticas que habían sido
desplazadas o reducidas a su mínima expresión) y los que apuntaban hacia la
desaparición del viejo Estado. El texto constitucional, si bien es el resultado del
debate acalorado suscitado en la Asamblea Constituyente, fue modificado
irregularmente con posterioridad, a la conclusión de las sesiones de dicha
instancia de poder, a través de una comisión que negoció la vigencia y/o
anulación de determinados artículos, en la idea de eliminar toda acción política
que cuestione el texto constitucional y viabilizar la subsecuente aprobación de
parte de la ciudadanía en el referéndum convocado para el efecto.

El Capítulo Tercero de la Constitución en vigencia, al definir el


sistema de gobierno que rige en Bolivia, señala que ésta adopta la forma
democrática participativa, representativa y comunitaria, con equivalencia
de condiciones entre hombres y mujeres. En ese sentido, el artículo 11 de
la mencionada norma, en su segundo parágrafo, especifica las formas de
ejercicio de dicho sistema y se la concentra en tres expresiones:

1.- Democracia directa y participativa.- Este sistema emergió


como una postura contestataria de la población boliviana ante el

62
viejo Estado liberal, cuyos representantes políticos asumían que
el sólo resultado de un proceso electoral y la victoria por mayoría
relativa obtenida, les otorgaba la legitimidad suficiente para actuar
discrecionalmente en el manejo de la cosa pública, impidiendo la
participación protagónica del verdadero soberano en las
decisiones trascendentales de interés nacional que se asumían.
Ante esa circunstancia y ante la creciente demanda de mayor
protagonismo, se fue consolidando esta aspiración legítima del
pueblo para plasmarse en el texto constitucional. Se puede
afirmar, sin temor a equívocos, que si en octubre de 2003 el
Gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada anunciaba y viabilizaba
la realización de un Referéndum Nacional para que el país decida
sobre los destinos del gas boliviano, se hubiesen evitado los
hechos de violencia y muertes inútiles en la ciudad de El Alto, que
acarrearon su posterior renuncia a la Presidencia de la República.
Una decisión de esta naturaleza hubiese otorgado a la ciudadanía
la posibilidad legal de decidir sobre el tema.

El referido artículo 11 de la CPE señala que la democracia


(participativa), se la ejerce a través de varias formas como el
referéndum, la iniciativa legislativa ciudadana, la revocatoria del
mandato, la consulta previa, la asamblea y el cabildo. Se aclara
que las dos últimas figuras tienen carácter deliberativo. Ello
implica que las demás, en cuanto a sus resultados, son de efecto
vinculante.

El mecanismo que más se aplicó en el país hasta el momento fue


el referéndum, incluso antes de la vigencia de la actual
Constitución. Un ejemplo es la convocatoria a referéndum sobre
los destinos del gas durante el Gobierno de Carlos Mesa. La
puesta en vigor del actual texto constitucional también permitió
al pueblo decidir a través de este mecanismo, además de la
realización del referéndum revocatorio, convocado para decidir
la vigencia o no de autoridades nacionales y departamentales,
cuyo resultado al tiempo de ratificar a la mayoría, cesó el ejercicio
del mandato de José Luís Paredes en el departamento de La Paz
y Manfred Reyes Villa en Cochabamba.

Pero no todas las figuras previstas para la práctica efectiva de la


democracia participativa están materializándose con
rigurosidad y voluntad política necesaria, es el caso de la

63
Iniciativa Legislativa Ciudadana que, si bien traduce la
posibilidad concreta de que sectores de la sociedad civil en forma
colectiva o individual puedan elaborar proyectos de ley y
proponerlos ante el Órgano Legislativo para su obligatorio
tratamiento, en la práctica continúa ejerciéndose una especie de
monopolio de las organizaciones políticas con presencia
parlamentaria, para viabilizar el tratamiento estricto y exclusivo
de los proyectos promovidos por éstas, especialmente las que
provienen de la tendencia progubernamental, soslayando el
derecho de la ciudadanía.

Una figura ante la cual el Estado se muestra renuente en su


estricta aplicación (conforme a lo que prevé tanto la normativa
internacional, como la propia Constitución), es la consulta
previa. Este mecanismo democrático está muy relacionado con
los derechos de los Pueblos Indígenas, a quienes se les debe
consultar en la eventualidad de que el Estado pretenda adoptar
medidas legales, administrativas o emprender obras que afecten
o tiendan a afectar el territorio donde tradicionalmente habitan.
Al respecto, tanto la Declaración de las Naciones Unidas sobre
los Derechos de los Pueblos Indígenas, el Convenio 169 de la
Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas
y Tribales (instrumentos de efecto vinculante en Bolivia), así
como la propia Constitución Política del Estado (Art. 30.
numeral 15), establecen el carácter previo y obligatorio de dicha
consulta. Ello significa que antes de adoptar cualquier decisión
y realizar gestión gubernamental alguna, se debe proceder a
consultar su posición y opinión.

La experiencia vivida demuestra que el Estado boliviano, a través


del Gobierno, actuó precisamente en sentido contrario,
ocasionando que los Pueblos Indígenas afectados realicen una
marcha entre agosto y septiembre de 2011 que, no obstante la
represión inhumana aplicada contra de ellos, llegó hasta la sede
de gobierno para lograr un acuerdo escrito con el Presidente del
Estado Plurinacional. Este acuerdo subsanó el problema y fue
respaldado por una ley dictada por la Asamblea Legislativa
Plurinacional; a pesar de ello, el Gobierno procedió a revertir los
efectos de este acuerdo, en una clara muestra de falta de voluntad
política para respetar lo que en el texto constitucional está
consagrado como un derecho insoslayable.

64
No obstante, los avatares que tiene que experimentar la
democracia participativa debido a la mezquindad de la sociedad
política, que demostró que no quiere competencia en el ejercicio
del poder y pretende mantener en los hechos el anterior sistema,
subyace la aspiración y el legítimo derecho de un pueblo de ser
protagonista activo, con potestad de decisión, en lo que se refiere
a las atribuciones que la propia Constitución le otorga. Cabe
recordar que ante la insuficiencia de los alcances del sistema
meramente representativo, emergió la demanda de actuar y
decidir por parte del pueblo, de dejar de ser un simple espectador
que tenga que enterarse por los medios de difusión sobre lo que
la clase política hace, decide y dispone en su nombre. Es ante
esta especie de impotencia de ver a quienes en las urnas
recibieron un mandato del pueblo y luego actúan discrecional e
inconsultamente, que fue emergiendo con fuerza la noción de
la democracia participativa, hasta lograr su consolidación
jurídica. No fue una concesión de la sociedad política, sino una
conquista lograda en base a una lucha permanente.

2.- Democracia representativa.- Se manifiesta a través de la


elección de autoridades, las mismas que reciben un mandato del
pueblo para realizar una gestión gubernamental. A través del
voto, que tiene carácter universal, directo, secreto, libre y
obligatorio, la ciudadanía deposita su confianza en determinadas
personas para que éstas administren la cosa pública.

Es importante interpretar en su verdadera dimensión, lo que


significa este mandato que el pueblo otorga a uno de sus iguales
para que lo gobierne. Para ello, vale la pena remitirnos al concepto
genérico de democracia, cuyo origen etimológico proviene de las
voces griegas demos que significa pueblo; y kratos, que quiere
decir gobierno; en otras palabras “gobierno del pueblo”. Empero,
el conjunto de personas que son dueñas de la soberanía no
podrán realizar por sí mismas las diversas gestiones inherentes a
la administración de la cosa pública, por lo que tienen la
necesidad de otorgar un mandato para gobernar; es así que quien
recibe o se beneficia con el respaldo ciudadano a través del voto,
se denomina mandatario, no porque debe ejercer el mando, sino
por el poder que le otorga el pueblo para gobernar. En la práctica
política, este concepto suele ser distorsionado por el gobernante
que, voluntaria o involuntariamente, confunde el concepto y

65
asume el rol de mandón, presumiendo que la soberanía reside en
él y no en el pueblo. Sobre este punto, corresponde enfatizar que
el reconocimiento de la soberanía a favor del pueblo no es
reciente, viene de la escuela liberal. Como antecedente es
pertinente recordar que, ya en 1776, cuando se proclamó la
“Declaración de Virginia”, en la ciudad de Williamsburg, dicho
texto establecía que el gobernante es un simple mandatario ya
que la soberanía corresponde al pueblo, el cual incluso puede
revocarlo cuando éste gobierna en contra de los intereses de su
mandante. Este concepto tiene en la actualidad absoluta validez,
aunque a lo largo de nuestra historia republicana, en dictadura y
en democracia, se pretendió y se pretende soslayar.

Recuperando su sentido altruista, el sistema de la democracia


representativa constituye una necesidad y un instrumento
imprescindible para la práctica democrática; no es posible
desarrollar un conjunto de actividades gubernamentales a través
del accionar directo del pueblo, por consiguiente se necesita
delegar, conferir el mandato para que alguien gobierne en
nombre del colectivo de ciudadanos, ya sea en el ámbito
municipal, departamental o nacional. También se requiere
delegar representación para que se ejerza la labor fiscalizadora
del gobierno desde la instancia parlamentaria y, por tanto, se
debe acudir a las urnas para que alguien cumpla ese trabajo y
legisle a nombre del pueblo.

Es importante hacer notar que el sistema de administración de


justicia, que constituye un servicio del Estado hacia la ciudadanía,
también funciona bajo la inspiración principista de que los jueces
emiten sus fallos precisamente a nombre del pueblo, así lo
especifican literalmente en la parte resolutiva de sus sentencias
judiciales. En la actualidad, este precepto adquiere mayor fuerza
y respaldo, con el antecedente de que en octubre de 2011 el pueblo
acudió a las urnas para elegir magistrados del Órgano Judicial.

Queda claro entonces que la democracia representativa es una


institución valiosa y necesaria para la convivencia fraterna y el
ejercicio eficaz del derecho ciudadano al sufragio. Esta figura
está prevista en el artículo 26 de la Constitución Política del
Estado, el cual señala que: “I. Todas las ciudadanas y los
ciudadanos tienen derecho a participar libremente en la

66
formación, ejercicio y control del poder político, directamente o
por medio de sus representantes, y de manera individual o
colectiva. La participación será equitativa y en igualdad de
condiciones entre hombres y mujeres…”. El parágrafo II del citado
artículo explica que el derecho a la participación comprende la
organización con fines de participación política; el sufragio
mediante voto igual, universal, directo, individual, secreto, libre
y obligatorio, escrutado públicamente.

Es pertinente hacer notar que esta potestad ciudadana de elegir


autoridades públicas a través de las urnas como práctica de la
democracia representativa, a la luz del texto constitucional
vigente, permite a los compatriotas bolivianos residentes en el
exterior del país ejercer el voto en las elecciones nacionales a
través del registro y empadronamiento respectivos. Asimismo,
los ciudadanos extranjeros residentes en Bolivia, tienen derecho
a sufragar en las elecciones municipales, ejerciendo de esta
manera su derecho político. Todo ello demuestra la importancia
y necesidad de este sistema que, en rigor de verdad, el pueblo no
cuestiona, no obstante advierte sus insuficiencias a partir de la
distorsión en que incurren las organizaciones políticas y sus
militantes, especialmente cuando ejercen el Gobierno.

Se trata por consiguiente, de readecuar la práctica política a las


necesidades e inquietudes del pueblo y no de someterla a los
requerimientos arbitrarios de los protagonistas políticos. Dicho
de otra manera, lo que se busca es reinventar la política para
restituirle su carácter altruista, que permita cumplir una
adecuada labor de intermediaria entre Estado y sociedad civil.
En ese sentido, la democracia representativa seguirá siendo
necesaria para todos los Estados.

3. Democracia comunitaria.- De acuerdo al punto 3 del


parágrafo II del Art. 11 de la Constitución Política del Estado,
este tipo de democracia se ejercita por medio de la elección,
designación o nominación de autoridades y representantes,
por normas y procedimientos de las naciones y pueblos
indígena originario campesinos. Si bien este sistema es
antiguo en cuanto a su práctica consuetudinaria, como
derecho constitucional es reciente y se encuadra dentro el
concepto de ciudadanía diferenciada, al permitir por mandato

67
que dichos pueblos puedan o continúen eligiendo a sus
representantes a través de sus usos, costumbres y prácticas
ancestrales.

En un Estado que pretende consolidarse como pluricultural, no


se puede dejar de reconocer la importante riqueza cultural con
la que los Pueblos Indígenas contribuyen al conjunto de la
sociedad. La elección de representantes a través de sus
procedimientos propios, ha demostrado mayor transparencia
que el procedimiento estatal, en atención a la relación directa de
la persona elegida con el colectivo humano.

Sobre el tema se abrió un interesante debate entre la


intelectualidad del país. La producción teórica principal que
acompañó la evolución del proceso constituyente identificó a
indígenas y campesinos como el agente revolucionario propio y
particular del proceso boliviano en este momento histórico. A
partir de esa noción, lo indígena-originario-campesino (IOC) se
consagra como un trípode inseparable, sujeto y esencia de la
revolución democrática cultural, según la definición que se tiene
en la CPE sobre el carácter plurinacional del Estado.

Si bien es cierto que en términos demográficos los indígenas


representan una minoría neta del total de la población
“campesina” (incluyendo a la totalidad de comunidades de tierras
altas y bajas) y su peso económico es indetectable en la actual
composición del PIB, no es menos evidente que en los territorios
ocupados ancestralmente por éstos se encuentra la totalidad de
reservas hidrocarburíferas nacionales, probadas y probables.

El estándar mínimo de los derechos específicos de los Pueblos


Indígenas se encuentra sintetizado en el Convenio 169 sobre
Pueblos Indígenas y Tribales de la OIT, aprobado en 1989, y en
la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los
Pueblos Indígenas, aprobado por el Consejo de Derechos
Humanos en su primer período de sesiones de junio de 2006. La
citada Declaración establece, en su artículo tercero: “Los Pueblos
Indígenas tienen derecho a la libre determinación. En virtud de
ese derecho determinan libremente su condición política y
persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural”.
A partir de este principio de iuscogens de derechos humanos,

68
se reconoce un conjunto de derechos colectivos específicos de
los Pueblos Indígenas.

Por otro lado, el artículo 5 de la Declaración de marras, consagra


que, “los Pueblos Indígenas tienen derecho a conservar y reforzar
sus propias instituciones políticas, jurídicas, económicas,
sociales y culturales, manteniendo a la vez su derecho a
participar plenamente, si lo desean, en la vida política,
económica, social y cultural del Estado”.

La democracia comunitaria, como sistema político específico,


permite a los Pueblos Indígenas elegir a sus representantes,
manteniendo o preservando sus procedimientos propios. En este
contexto, se está dando lugar a la convivencia simultánea de
diversos sistemas electorales: uno sostenido por el Estado a
través del ordenamiento jurídico de alcance nacional, y el otro
que se manifiesta en el abanico de mecanismos propios que
caracterizan a los diversos pueblos.

A estas alturas, constituye un avance importante la vigencia de


los tres sistemas democráticos (democracia directa y
participativa, representativa y comunitaria), toda vez que en cada
uno de ellos el ejercicio de la ciudadanía se manifiesta con sus
propias peculiaridades. En el primero, interviniendo el pueblo y
decidiendo protagónicamente en las resoluciones de mayor
trascendencia nacional; en el segundo, eligiendo autoridades y
otorgando el mandato respectivo sin perder la soberanía; y en el
tercero, permitiendo que las comunidades construyan su
estructura política a través de sus métodos tradicionales.

Construcción de una nueva visión y práctica ciudadana

La experiencia de práctica ciudadana acumulada desde octubre de


1982 hasta nuestros días, dio lugar a un aprendizaje imposible de ignorar:
el pueblo boliviano -que supo lidiar con las arbitrariedades de los
regímenes de facto y confrontó los resabios dejados por éstos que se
mantuvieron en los gobiernos constitucionales de inspiración neoliberal-
advirtió que la democracia representativa era insuficiente para la
consolidación de sus legítimas aspiraciones en un escenario de
preocupante distanciamiento entre Estado y sociedad. Ante ello, apostó

69
por la democracia participativa, exigió a través de diversas luchas su
incorporación en la CPE y la practicó a través de determinados mecanismos
en el marco de un interesante proceso de empoderamiento. Sin embargo,
no obstante los avances logrados, subsisten asignaturas pendientes.

Se advierte a estas alturas, que la práctica ciudadana no sólo implica


el ejercicio de derechos frente a un Estado que si bien formalmente los
reconoce y traduce en la normativa vigente, también los vulnera dependiendo
de las circunstancias y de las decisiones que asuman los gobiernos. La
contraparte de los derechos ciudadanos se llama deberes ciudadanos, y surge
la interrogante: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a cumplir con nuestras
obligaciones ciudadanas? Esta pregunta puede ser complementada con otras:
¿estamos en condiciones de hacer una autocrítica individual y colectiva
respecto a nuestra participación en la construcción del edificio democrático?,
¿garantizamos un equilibrio en la concurrencia de derechos y deberes
ciudadanos?, ¿abusamos de nuestros derechos?, ¿existe la posibilidad de
renunciar a nuestras ambiciones personales a cambio del interés colectivo?,
¿asumimos un comportamiento ético y altruista durante el ejercicio de
nuestros derechos ciudadanos?, ¿respetamos el derecho del otro?

El ejercicio de derechos ciudadanos y los


comportamientos autoritarios

Entre las grandes omisiones incurridas, tanto a nivel de las


entidades educativas estatales como de las organizaciones encargadas de
la defensa y difusión de los derechos humanos, está la ausencia de tareas
y políticas de concienciación ciudadana respecto al cumplimiento de
deberes y obligaciones. La llegada de la democracia incentivó el discurso
de los derechos, relativizando el equilibrio que debe existir con los deberes.
A ello obedece la consuetudinaria actitud de las personas y las
organizaciones que las aglutinan -sindicales, cívicas o de otra naturaleza,
concentrada en velar por lo que creen que les corresponde como beneficio,
no con lo que les toca como obligación. A lo largo de estos años, hemos
presenciado una sociedad organizada, gregaria, que analiza el país
tratando de ubicar a su sector u organización en el centro de la atención,
pretendiendo que los demás actúen en torno a los intereses o
circunstanciales demandas planteadas por ellos. Este egocentrismo causó
y está ocasionando un tremendo daño a la democracia, toda vez que a
nombre de derechos o reivindicaciones propias, se incurre en diversas
inconductas que terminan atropellando a los demás.

70
Son variados los ejemplos de este proceder autoritario, materializado
en acciones de presión que, sin importar las consecuencias funestas para el
conjunto del colectivo humano, se llevan adelante. El caso de los bloqueos
de carreteras que afectan la libertad de tránsito, la implementación de
acciones violentas y agresivas durante las movilizaciones contra la
propiedad privada, la toma de instituciones públicas para exigir el cambio
de autoridades, la toma de aeropuertos para impedir la llegada de
determinada autoridad, el cierre de válvulas para evitar el transporte de
recursos energéticos, la invasión de campamentos mineros a nombre de
supuestos derechos originarios, la presión y amedrentamiento de sindicatos
cocaleros contra ciudadanos que optan por actividades económicas
diferentes a la producción de coca, la invasión masiva a tierras ajenas sin
ningún respaldo legal ni documental, son claras muestras de ello.

Hemos ingresado en un peligroso escenario de comportamientos


autoritarios que irónicamente se practican a nombre de la defensa de
derechos. Muchas organizaciones sociales, especialmente las de naturaleza
sindical, han incursionados en procesos de empoderamiento irreflexivo,
al extremo de ejercer cierta soberanía fáctica similar a la de la autoridad
pública o la de la parte empleadora, llevando a los hechos una especie de
cogobierno no para los defender derechos sociales de sus afiliados, sino
para preservar intereses personales o políticos de los dirigentes sindicales.

En otro escenario, los Comités Cívicos ejercen el poder fáctico con


similar efectividad que la autoridad regional. Entre los años 2004 y 2010,
se advirtió con contundencia el poder de convocatoria de dichos comités,
los que a nombre de la defensa de la autonomía departamental, generaron
un conjunto de acciones de violencia y atropello de derechos
constitucionales de los sectores más vulnerables del país. Fue el momento
en que los discursos racistas, pensamientos e ideas autoritarias, además
de intolerantes, sustituyeron a las posiciones democráticas. Los grupos de
choque financiados por dichos comités e integrados por jóvenes, se
sumaron a esta cadena de inconductas, tal es el caso de la Unión Juvenil
Cruceñista, que tuvo réplicas en Sucre, Cochabamba, Beni, Pando y Tarija.

Los hechos suscitados en mayo de 2008 en Sucre, donde se perpetraron


actos de vejación y humillación de compatriotas indígenas; o los sucesos del
11 de septiembre del mismo año en Pando, con un saldo de varias personas
asesinadas y un grupo de 15 ciudadanos de rasgos indígenas llevados por la
fuerza a las oficinas del Comité Cívico para ser torturados ante la actitud pasiva
de la Policía y el entonces Prefecto departamental, son muestras de ello.

71
Si en la región denominada “media luna” emergió con tanta fuerza
esta tendencia destructiva, la parte occidental no quedó rezagada. Los grupos
identificados como movimientos sociales, afines al Gobierno de Evo Morales,
cumplieron su parte de amedrentando a los medios de difusión que no se
subordinaban a la línea gubernamental, destruyendo sus instalaciones,
atropellando a cuanto ciudadano o grupo de personas se manifestaban contra
el régimen. Similar conducta podemos identificar en grupos de campesinos
denominados “Ponchos Rojos”, quienes con mensajes autoritarios e
intolerantes, llevaron a cabo más de un atropello de los derechos de las
personas. Todo ello en el contexto de una equivocada concepción de lo que
significa el ejercicio de los derechos ciudadanos, sin posibilidad de autocrítica
y reflexión serena sobre los exabruptos en que incurrieron.

El problema es y sigue siendo, la ausencia de un concepto claro de


lo que es la ciudadanía. Independientemente de lo que está consagrado en
la norma jurídica, la cultura de la intolerancia y el autoritarismo son
predominantes, y deconstruir estos conceptos no es tarea fácil; los
protagonistas (especialmente la clase política) asumen que están en lo
correcto, y se respaldan en un discurso sólido sobre los derechos humanos
que soslaya la importancia del cumplimiento de deberes.

Necesidad de distinguir el concepto de ciudadanía y de


empoderamiento

No se trata de escoger cuál de los dos conceptos es más o menos


válido. Ambos existen y forman parte del proceso de consolidación
democrática. Con todo, cabe enfatizar que la ciudadanía es el estatus que
define la relación política entre un individuo y una comunidad política.
Esta condición permite a las personas tomar parte en la vida política de su
comunidad, mediante todo un abanico de derechos, sean éstos públicos,
subjetivos, civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, que les son
otorgados por el sistema jurídico imperante en esa comunidad política.

El ejercicio de los derechos ciudadanos implica esencialmente la


posibilidad de la participación política de las personas, ya sea como elector
o sujeto elegible, o participando en el funcionamiento de las entidades
públicas, sin otro requisito que la idoneidad.

En ese entendido, la ciudadanía es fundamentalmente participación


política sobre la base de una condición y respaldo jurídico, siendo el
escenario ideal para la práctica ciudadana el sistema democrático.

72
Por su parte, el empoderamiento constituye un proceso progresivo
de aproximación hacia las instancias de poder. Partiendo de los escenarios
naturales que brinda el quehacer de lo público, la sociedad civil va
recorriendo una ruta ascendente, caracterizada por el alcance de mayor
protagonismo de sectores de la población o las organizaciones sociales en
los espacios públicos, en base a determinados procedimientos de
fiscalización ciudadana para controlar el comportamiento de las
autoridades, hasta llegar a un determinado estatus que permite establecer
una relación con los sectores de poder en igualdad de condiciones.

Las potestades fácticas de decisión que adquieren determinadas


entidades de la sociedad civil evidencian un real empoderamiento. Es el
caso de aquellas organizaciones sindicales afines al Gobierno que tienen
la posibilidad real de definir la continuidad o cesación de funciones de
autoridades en la administración pública, especialmente en aquellas
entidades estatales que forman parte de la estructura del Órgano Ejecutivo,
como ministros y viceministros.

Al margen de la diferencia establecida entre lo que significa el


ejercicio de la ciudadanía y los procesos de empoderamiento, cabe aclarar
que el problema no radica en la materialización de estos dos fenómenos
que, al final de cuentas, se tornan necesarios para una efectiva experiencia
democrática; la preocupación está en las distorsiones, en los excesos, en
el abuso del derecho o mala aplicación de éste.

Tanto la ciudadanía mal ejercida como el empoderamiento


dolosamente aplicado, se tornan antidemocráticos y terminan vulnerando
los derechos de los demás. Cuando ambos pierden los referentes altruistas
y se alejan de la bioética (Ética de la Vida), se convierten en simples actitudes
que tienden a preservar intereses mezquinos, lindando muchas veces con la
delincuencia y el autoritarismo. Estos extremos son los que se deben evitar.

¿Derechos individuales versus derechos comunitarios?

Corresponde preguntarse si los derechos individuales, como la


libertad de las personas, terminan donde comienzan los derechos de la Madre
Tierra. En el marco de quienes sostienen y enarbolan la supremacía del
derecho comunitario sobre el individual, incluso sobre los de carácter
colectivo, podríamos asimilar que en un país conformado por mayorías
indígenas y bajo una visión andinocéntrica, este postulado tiene razón de ser.

73
Sin embargo, no podemos olvidar que la democracia y los principios
que ésta sustenta, constituyen valores universales. Estos valores no pueden
ser negados a la mayoría de bolivianos y bolivianas porque así lo planteen
quienes eventualmente ejerzan el poder, máxime si sobre esta concepción
crítica de la intelectualidad moderna, no existe una posición homogénea
en el mismo régimen gubernamental y se corre el riesgo de convertirse en
una postura coyuntural sujeta a omisiones deliberadas por conveniencia
política. El caso de la negativa al efecto vinculante del derecho de consulta
de los pueblos indígenas y la propia omisión del Gobierno a cumplir con su
obligación con carácter previo, antes de suscribir contratos otras empresas,
constituye un ejemplo elocuente de lo deleznable que son las posturas de
esta naturaleza. Es decir que en el fondo, es más un discurso político que
una genuina convicción. No es posible aceptar que quienes defendieron una
idea en un momento dado, la ignoren en otro, al calor de las circunstancias.

Es falsa la supuesta confrontación entre derechos comunitarios y


derechos individuales. Tanto los derechos individuales como los colectivos
y los comunitarios, son complementarios, no antagónicos, y forman parte
de la integralidad que determina y valida los derechos humanos, que son
interdependientes. En ese entendido, la Constitución Política del Estado,
erróneamente interpretada por los defensores de derechos comunitarios,
al consagrar derechos fundamentales, precisamente lo que hace es
demostrar la integralidad de los mismos.

La comunidad no es una entelequia y por tanto los derechos


comunitarios tampoco; éstos se materializan a través del concurso individual
de cada miembro de la misma. Por ello no se puede hablar de subordinación
de derechos sino de complementariedad. Cada individuo asume por
voluntad propia su condición de miembro de una comunidad, se identifica
culturalmente con la misma, cree en la Madre Tierra y está consciente de sus
obligaciones con los demás, sin que ello importe la renuncia a sus derechos
individuales, como el derecho a la vida, la libertad o su seguridad.

La supervaloración de los derechos comunitarios afecta la


representación del ciudadano y puede derivar en decisiones que si bien se
asumen en conjunto dentro de la comunidad, no siempre son de beneficio
para ese colectivo humano. Se debe entender que la vulneración de
derechos de un miembro de la comunidad, incluso muchas veces a través
de la comisión de delitos de lesa humanidad, termina afectando no sólo
los derechos de la persona individual, sino distorsiona los fines altruistas
y valores que consagra el colectivo humano.

74
Hacia una nueva cultura ciudadana

En este siglo XXI, a casi treinta años de la instalación de los


regímenes democráticos, estamos frente a un Estado viejo que no termina
de extinguirse y uno nuevo que encuentra dificultades para su real
surgimiento y vigencia. El pueblo se encuentra en una especie de limbo
entre ambas indefiniciones y resulta trascendental reconducir el accionar
ciudadano. Estas tres décadas no se vivieron en vano, proporcionaron
grandes lecciones y contribuyeron, con todos sus defectos y virtudes, a un
importante aprendizaje, tanto individual como colectivo. En ese contexto,
el país requiere de nuevos modelos y formas de comportamientos, así como
de nuevos referentes. Tanto en el Estado como en la sociedad civil se
advierte un imperativo categórico e ineludible: el cambio de
comportamientos, partiendo de una posición autocrítica y de una firme
decisión de cambiar los parámetros y motivaciones de actuación.

1.- Reinventar la política.-En el ámbito estatal es necesario


recuperar los fines altruistas que impulsaron la creación de
diversas instituciones. Estas no pueden seguir siendo meros
espacios de hegemonía política, enriquecimiento ilícito y abuso
de poder. Es importante entender que cada entidad estatal fue
creada con fines de servicio a la sociedad, no como instrumento
de poder político, de modo que las personas que ocupan cargos
en ellas, antes de considerarse autoridades deberían asumir el rol
de servidores públicos, porque están al servicio de la sociedad, es
ésta la que les paga, la que les otorgó un mandato a través de las
urnas y la que les puede revocar dicho mandato en el marco de la
democracia participativa. Por consiguiente, se trata de extinguir
el viejo modelo del funcionario o autoridad que con su accionar
sólo acentúa el distanciamiento entre Estado y la sociedad civil,
incluso causando la confrontación entre ambos.

Aquel intermediario o interlocutor válido que en algún momento


cumplía ese rol de conexión entre ambas partes, el partido
político, y que durante estas tres décadas perdió toda legitimidad
y respeto frente a la ciudadanía, debe ser recuperado. Así como
se requiere un cambio en el sentido de existencia y
funcionamiento de las instituciones del Estado, también se torna
necesario inventarnos una nueva forma de hacer política, para
que su práctica deje de ser considerada como una actividad u
oficio negativo. Debemos dar surgimiento al nuevo modelo de

75
activistas políticos. Hoy todavía muchos de ellos disfrutan del
poder en instancias gubernamentales, parlamentarias, edilicias,
sin percatarse de la trascendencia e importancia del rol que el
pueblo les encomendó, no están a la altura de los desafíos
históricos y se están quedando estancados, consciente o
inconscientemente, en la mediocridad de sus actos y disputas. Se
conforman con vegetar donde están, simplemente están para
levantar la mano, obedecer los instructivos emanados desde la
cúpula partidaria sin posibilidad de cuestionamiento alguno,
desmerecen el orgullo de representar a un pueblo y prefieren
optar por decisiones pragmáticas, preservando lo suyo (su cargo,
su curul, su pequeño espacio o cuota de poder), esperando la
oportunidad de enriquecerse ilícitamente bajo el supuesto que
si no lo hace es probable que en el futuro ya no tenga esa
oportunidad. Ese personaje típico de la política boliviana aún está
vigente, independientemente de la ideología que sustente su
organización; la corrupción no distingue opciones ideológicas.

Hay que deconstruir el viejo modelo de activista político para un


nuevo escenario democrático. No es tarea fácil, pero su inmediato
emprendimiento es esencial. En algún momento surgió la
esperanza de que con los nuevos gobernantes podía consolidarse
este objetivo, sin embargo sus protagonistas se adecuaron más
temprano que tarde al sistema antiguo y hoy pretenden servirnos
el pasado en copa nueva. No obstante, queda firme la aspiración
legítima de impulsar esta iniciativa necesaria de reinventarnos la
política bajo parámetros distintos, en función de contribuir al
surgimiento de verdaderos apóstoles de la democracia.

2.- Nueva ciudadanía.- Si es necesario impulsar un cambio en la


práctica política, también se torna trascendental promover una
nueva visión de la participación ciudadana. Los políticos no son
marcianos, forman parte de nuestro colectivo humano y, por tanto,
llevan al escenario de poder todas las miserias que los
caracterizaron cuando no eran autoridad pública y formaban parte
de la sociedad civil. Si ello es así, el problema es más grande: hay
una cuestión cultural que atañe a la sociedad en su conjunto, cada
individuo, al margen de dónde se encuentre, en cuanto tenga la
oportunidad de actuar con intolerancia, autoritarismo o
discriminación, lo hará. Por ello, es que en la vida cotidiana se
continúan advirtiendo bolsones importantes de vulneración de

76
derechos que no siempre tienen como protagonistas a las
autoridades públicas. Es justo reconocer en forma autocrítica que
cada uno de nosotros desarrolla sus actividades ante la permanente
opción de respetar o atropellar: tenemos, en nuestro interior, a dos
personajes, un dictador y un demócrata, ambos con las mismas
posibilidades de manifestarse en diversas circunstancias de la vida.

Partiendo del reconocimiento de esta realidad, se impone la tarea


de impulsar el surgimiento de un nuevo ciudadano o ciudadana,
capaz de asumir sus responsabilidades democráticas, de ejercer
sus derechos compatibilizando los mismos con sus deberes.

Con todo, la inquietud va más allá de la simple relación entre


derechos y obligaciones. No es una relación dialéctica, no tiene
por qué entenderse a los derechos como antagonistas de los
deberes, ambos forman parte de una concepción integral del
ejercicio ciudadano. Podríamos decir que tanto derechos como
deberes son interdependientes en función de garantizar el
bienestar colectivo. Ese es el objetivo altruista que debe
materializarse a través de una nueva práctica ciudadana.
Requerimos reconducir el proceso, establecer nuevos
parámetros de comportamiento y comprometer a la persona con
la aspiración legítima de construir una sociedad de iguales. Esta
tarea se torna muy difícil para un país tan asimétrico como el
nuestro, con tremendas desigualdades y formas directas e
indirectas de discriminación aún muy vigentes. Además, lo que
es más grave, con un Estado integrado por viejas mentalidades,
que no están dispuestas a perder privilegios ni espacios de poder.

La participación ciudadana en este escenario aún no existente,


debe superar la visión mezquina de exigir solamente respeto a
sus derechos, soslayando los deberes. Asimismo, el nuevo
ciudadano, debe estar comprometido con las aspiraciones de
todo el pueblo. Resultaría mediocre el actuar de una persona si
solamente se ocupa de preservar lo suyo, ignorando la necesidad
de construir un nuevo Estado donde las inaceptables diferencias
deben ser extinguidas. Una nueva persona, miembro de esta
colectividad, debe tener la suficiente motivación y el valor
necesario para interpelar cuanta injusticia se materialice, sea por
acción del Estado, por omisión de éste o por alguna inconducta
de personas particulares.

77
La nueva ciudadanía y su ejercicio pleno tiene necesariamente
que partir de una autocrítica individual y colectiva sobre los
errores del pasado: las responsabilidades humanas no se
suspenden en ninguna circunstancia. Esta nueva ciudadanía
tiene que estar vinculada a principios éticos, si es posible
bioéticos; debe ser capaz de insertarse en cada individuo y
reproducirse en el conjunto de la sociedad.

A mayor abundamiento, vale la pena enfatizar que una sociedad


sin compromisos éticos, jamás podrá impulsar el surgimiento de
una ciudadanía comprometida, donde las actitudes pilatunas
están por demás. ¡Basta con echarle la culpa al otro de los males
que nos incumben! En algún momento tenemos que asumirlos
para enmendarlos, ignorarlos o soslayarlos sólo ayuda a que se
sigan reproduciendo.

Queda hacia adelante la oportunidad de hacer lo que hasta el


momento no se hizo: ejercer una nueva ciudadanía constructiva
y progresista; humana y tierna; audaz frente a los retos del
presente en aras de un futuro diferente. Esta oportunidad no
puede ser desperdiciada, hacerlo significaría postergar
injustamente las aspiraciones de un pueblo que espera mucho
de cada uno de nosotros. En eso estamos.

“Los inventores de fábulas creemos que no es tarde para


emprender la construcción de una utopía contraria, una
nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda
decir por nosotros hasta la forma de vivir y de morir, donde
de veras sean ciertos el amor y la felicidad, y donde las
estirpes condenadas a cien años de soledad, tengan por fin
y para siempre, una segunda oportunidad sobre la tierra”
(Gabriel García Márquez.)

78
Fernando Mayorga U.
Sociólogo y doctor en Ciencia Política (FLACSO). Director del
Centro de Estudios Superiores Universitarios (CESU) de la
Universidad Mayor de San Simón y coordinador del programa
de investigación Acción de gobernar. Autor de El movimiento
antiglobalización en Bolivia. Campañas internacionales y
dinámica local en tiempos de crisis y cambio (2008),
Antinomias. El azaroso camino de la reforma política (2009),
Grita la hinchada, grita la hinchada (2010) y Dilemas. Ensayos
sobre democracia intercultural y Estado Plurinacional (2011).

Capítulo IV

Ciudadanía en tiempos de
transición estatal
Fernando Mayorga U.
Como un proceso de dos caras: un estatus legal definido por
un conjunto de derechos y responsabilidades y la expresión
de la pertenencia a una comunidad política. Así concibe
Fernando Mayorga la complejidad de la concepción y
evaluación del estado de la ciudadanía en una democracia
como la nuestra. En este proceso advierte tareas pendientes:
la concentración del proceso decisional en un solo actor
político favorece la eficacia en el cumplimiento de medidas
y en el logro de objetivos, pero debilita la calidad
representativa de las instituciones y, a la larga, la calidad
del ejercicio de ciudadanía, señala.

La ciudadanía tiene múltiples sentidos y es un campo de disputa


discursiva y normativa en, por lo menos, dos aspectos: como conjunto de
derechos y como sentido de pertenencia. Estas dos facetas son
constitutivas de la ciudadanía en la sociedad moderna y se cristalizaron
en el Estado y en la nación. Desde la añeja revolución francesa hasta la
actual “primavera árabe” mucha agua –y sangre– ha pasado por debajo de
los puentes de la historia, y también las concepciones se han matizado,
complejizado y adecuado a los tiempos, a las geografías y a las sociedades,
a los territorios y a las culturas.

La ciudadanía ya no se limita a la declaración de un conjunto de


derechos naturales, universales e inalienables, afincados en los individuos
que deben ser reconocidos y resueltos por el Estado, no obstante la hipótesis

81
lógica del contractualismo sigue vigente puesto que no se concibe a la
sociedad sin el Estado, porque sin contrato social sólo quedaría el imperio
del estado de naturaleza, la ley del más fuerte. Pero es una hipótesis lógica,
no un dato histórico. Tampoco es pertinente insistir en una idea de
ciudadanía que la imagina como un sistema integral de derechos –civiles,
políticos, económico, sociales y culturales–, que se articulan de manera
equilibrada por su mero reconocimiento formal en un corpus legal puesto
que, fácticamente, no es posible un ejercicio integral de los derechos. Pero
esto es una constatación empírica que no impide que la igualdad ciudadana
siga siendo el ideal de la sociedad democrática.

Asimismo, la ciudadanía como pertenencia a una comunidad política


–que desde fines del siglo XVII empieza a adoptar la figura y el nombre de
nación, ligada al pueblo y bajo criterios de racionalidad jurídica– siempre
estuvo y está sometida a contradicciones y re significaciones debido a las
transformaciones en las relaciones intersubjetivas en el seno de cada sociedad,
en el ámbito de las relaciones internacionales y en el papel del Estado como
bisagra frente al mundo, empero, la nación sigue siendo el referente ineludible
de identidad compartida en las sociedades a pesar de la globalización
financiera y cultural, pese al estallido de los particularismos identitarios, a la
búsqueda de nuevos formatos institucionales y a la proclamación de una
ciudadanía cosmopolita (David Held 2001). Adicionalmente, con el “retorno
del Estado” al centro de la escena política y situado, también, en el ojo de la
tormenta de la crisis financiera global, se replantean los debates en torno a la
soberanía nacional y la capacidad representativa del Estado y su aptitud para
resolver las demandas de ciudadanía.

Las respuestas son variadas. En algunos lares de Europa, por ejemplo,


la apelación al Estado viene con los fantasmas del chauvinismo y se traduce
en una negación de derechos ciudadanos de los “otros”, los extranjeros, los
migrantes. En el caso de América Latina, el “retorno del Estado” se nutre con
interpelaciones de soberanía nacional y ausculta otra manera de insertarse
en la globalización; también se sostiene en otro modo de comprender la
comunidad política partiendo del reconocimiento de la diversidad social y
cultural y reconociendo que la cohesión social (un efecto, entre otros, de la
igualdad ciudadana) es viable solamente si se asienta en el reconocimiento
de la heterogeneidad cultural de nuestras sociedades.

Estos elementos forman parte del debate contemporáneo acerca de


la noción de ciudadanía (PNUD, La democracia en América Latina. Hacia
una democracia de ciudadanos y ciudadanas, Buenos Aires, PNUD-

82
TAURUS, 2004. Caetano Gerardo, “Pobreza y derechos humanos, cambios
en la ciudadanía y nuevas democracias en América Latina”, documento
IIDH, 2010). En nuestro país adquirieron relativa importancia durante la
realización de la Asamblea Constituyente (2006-2008) porque varios
elementos polémicos de la noción de ciudadanía se cristalizaron en la
nueva Constitución Política del Estado, aprobada en enero de 2009
mediante referéndum constitucional, con la instauración del Estado
Plurinacional y, posteriormente, con la definición de modelo boliviano de
democracia como una democracia intercultural, esbozada en esos términos
recién en la Ley del Régimen Electoral, Ley 026 del 30 de junio de 2010.
Estas innovaciones institucionales tienen una evidente incidencia en la
concepción y la comprensión de la ciudadanía puesto que las nociones de
Estado Plurinacional y democracia intercultural no se pueden cristalizar
institucionalmente de manera adecuada sino en lazo con una ciudadanía
pensada con criterios multiculturales o, como dice la Constitución, basada
en el pluralismo –político, lingüístico, económico, jurídico y cultural–.

En este ensayo realizamos un balance de las reflexiones sobre la


noción de ciudadanía para establecer ciertos parámetros que permitan
discutir los cambios acontecidos en Bolivia respecto a la visión y ejercicio
de ciudadanía en los últimos años. Un ejercicio vinculado, obviamente, a
una nueva fase en el ciclo democrático inaugurado en 1982 y a las
vicisitudes del proceso de cambio conducido por el MAS desde el año 2006.

Construcción social y geometría variable

Para realizar esta reflexión partimos del criterio de que la ciudadanía


es una “construcción social”, en la medida en que “en cada sociedad, los
sujetos políticos se constituyen y se enfrentan, elaboran estrategias y hacen
elecciones, y así construyen diferentes formatos para la ciudadanía” (Sonia
Fleury, “Ciudadanía y desarrollo humano en Brasil”, en Ciudadanía y
desarrollo humano, Cuadernos de Gobernabilidad Democrática, PNUD,
Siglo XXI, Argentina, 2007). Obviamente, los diversas hechuras de
ciudadanía comportan elementos formales comunes que se distinguen,
convencionalmente, como derechos civiles, políticos y sociales; por razones
didácticas incluimos en los derechos sociales a los DESC, los derechos
económicos sociales y culturales que, adicionalmente, se derivan de
tratados internacionales como el Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales de la Organización de las Naciones
Unidas (ONU), que data de 1966, así como algunas normas de la

83
Organización Internacional del Trabajo OIT, y la Organización de las
Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, UNESCO.

En el debate contemporáneo, siguiendo las ideas de Marshall


Berman, se utiliza como punto de partida una distinción entre derechos
de primera, segunda y tercera generación (civiles, políticos y sociales),
empero, ya no se concibe la construcción de la ciudadanía como resultado
de una secuencia progresiva y lineal de adquisición de derechos de
generaciones sucesivas; tampoco es dable adoptar como herramienta de
análisis un criterio normativo sobre el carácter integral de la vigencia de la
ciudadanía porque presupone un ejercicio armónico y completo de los
derechos civiles, políticos y sociales por parte de todas las personas. Estos
recaudos metodológicos permiten evitar el uso de la falacia de la idea de
“déficit” de ciudadanía para dar cuenta del estado de la democracia en una
sociedad, una visión normativa de ciudadanización que se refuerza con los
criterios igualmente normativos de “debilidad” institucional y “ausencia”
de Estado de derecho. Con estos recaudos se evita el riesgo de evaluar la
condición y calidad ciudadana por carencia o por defecto y no como un
resultado de procesos políticos sometidos a vaivenes políticos internos e
influencias del contexto internacional.

En el caso de América Latina resulta pertinente adoptar una visión


que permita observar las diversas combinaciones de los tipos de derechos
a partir del concepto de “geometría variable” porque, como señala
Benjamín Arditi, “hay distintas maneras de acceder a la ciudadanía, una
mediante la política, otra a través del mercado, y que por lo mismo, en un
mismo espacio comunitario coexisten distintas combinaciones
ciudadanas” (“Ciudadanía de geometría variable y empoderamiento social”
en Ciudadanía y desarrollo humano, Cuadernos de Gobernabilidad
Democrática, PNUD, Siglo XXI, Argentina, 2007:139). Así, el concepto de
geometría variable “revela distintas combinatorias de la ciudadanía,
incluso para un mismo grupo” puesto que “está compuesta por tres posibles
competencias (civil, política y social) y dos posibles ámbitos de resolución
(el político-estatal y el mercado)”. En general, no existe coincidencia entre
ámbitos y competencias, por lo tanto, el ejercicio de ciudadanía implica
diversas combinaciones de acceso a derechos y variadas posibilidades de
realización; por ejemplo, la vigencia plena de derechos políticos fortalece
la ciudadanía electoral pero no resuelve las demandas de ciudadanía social
porque su atención (en acceso a salud, educación, empleo, vivienda, por
ejemplo) no depende solamente de la eficacia representativa o de la
legitimidad de las instituciones democráticas, implica otras acciones

84
referidas a la acción gubernamental y/o a las relaciones en el mercado. Con
mayor razón, si existen pautas culturales que afirman y reproducen
simbólicamente la desigualdad social a partir de diferencias por identidad
étnica, pertenencia clasista, relaciones entre géneros, adscripción religiosa
o condición generacional, entre otras.

Esta perspectiva de geometría variable es sugerente porque permite


reforzar la idea de ciudadanía como “construcción social” puesto que “la
comunidad deja de ser percibida como cuerpo objetivo al cual se ingresa o
se sale y pasa a ser algo disputado y por consiguiente siempre en proceso
de formación” (:140).

Estos criterios son útiles para reflexionar sobre las transformaciones


que vive la sociedad boliviana en los últimos años. Por ejemplo, para dar
cuenta de la ampliación de la democracia con el reconocimiento de nuevas
instituciones de representación y participación política como –por citar
algunas– las asambleas legislativas departamentales, las circunscripciones
especiales indígenas, la consulta previa y la iniciativa legislativa ciudadana.
También para dar cuenta de la correlativa ampliación de la ciudadanía como
sistema de derechos con el reconocimiento de derechos colectivos y derechos
a minorías con la finalidad de impulsar la igualdad ciudadana. Asimismo,
son útiles para evaluar otros cambios ligados a la dinámica política más que
al diseño normativo constitucional y que tienen que ver con el incremento
de la participación de mujeres, campesinos e indígenas en los asuntos del
poder que buscan similar objetivo pero desde rutas distintas; en el caso de
las mujeres a través de disposiciones normativas o decisiones legislativas, en
una suerte de acción reformista “desde arriba”, y en el caso de los campesinos
e indígenas mediante su irrupción en la arena electoral mediante sus propias
entidades políticas o sus organizaciones sindicales o comunitarias, es decir,
“desde abajo”. Finalmente, esos criterios resultan válidos para analizar la
ejecución de políticas públicas y programas sociales de carácter distributivo
orientados a mejorar el acceso a servicios de salud y educación de grupos
vulnerables, puesto que los beneficiarios se distinguen a partir de sus
carencias en disponibilidad de condiciones para su ejercicio ciudadano.

Dos caras de la ciudadanía

La ciudadanía es un sistema de derechos y, también, implica un


sentido de pertenencia a una comunidad política. Es una noción básica de
ciudadanía que se forjó al influjo de la revolución francesa y se enriqueció

85
desde mediados del siglo XX con la descolonización y la formación de la
Organización de Naciones Unidas. Posteriormente, en las últimas décadas,
se fortaleció con la transición y consolidación de la democracia en varias
regiones del planeta, asimismo por los efectos culturales y políticos de la
migración transnacional y por el reconocimiento creciente de diversas
identidades en las sociedades como parte de la complejización de la
concepción de los derechos humanos.

A pesar de las mutaciones provocadas por las transformaciones


políticas, económicas y socioculturales, la ciudadanía mantiene su núcleo
básico como sistema de derechos que, además, está enlazado a la pertenencia
a una comunidad política nacional. Como señalan Kymllicka y Wayne: “La
ciudadanía no es simplemente un estatus legal definido por un conjunto de
derechos y responsabilidades. Es también una identidad, la expresión de la
pertenencia a una comunidad política” (1997:5), una comunidad imaginaria
puesto que la sociedad está sometida a múltiples tensiones internas debido
a que se dan casos de exclusión de personas y grupos por motivos socio-
económicos y, también, por razones culturales. Esta realidad pone
manifiesto el carácter (de geometría) variable y contingente del ejercicio de
ciudadanía. De todas maneras, como manifiesta David Miller, la ciudadanía
proporciona certidumbre y racionalidad puesto que los “individuos y grupos
con identidades fragmentadas necesitan convivir políticamente, y esto
significa hallar alguna base o punto de referencia común a partir de cual
juzgar sus pretensiones frente al Estado. Se supone que la ciudadanía provee
este punto de referencia” (Miller David 1997:69).

Existan varias concepciones de ciudadanía para dar cuenta del vínculo


entre el individuo y el Estado, entre lo público y lo privado, entre las normas
jurídicas y los valores cívicos. Por una parte, el liberalismo concibe la
ciudadanía como un conjunto de derechos cuyo pleno desarrollo involucra
una noción de justicia porque todos los individuos se beneficiarían de igual
manera; sin embargo, se trata de una visión de carácter normativo porque
no incorpora pautas de acción para el ejercicio pleno e igualitario de los
derechos y supone la neutralidad del Estado. La concepción republicana,
por su parte, se sustenta en el reconocimiento de los derechos individuales,
pero hace énfasis en la identificación de las personas con la comunidad a
partir de su compromiso con “la promoción del bien común por medio de la
participación activa en su vida política” (Miller 1997:84). Finalmente, la
concepción comunitarista enfatiza en la idea de bien común en
contradicción con el liberalismo, que supone que el bien común es un
resultado de la combinación de las preferencias individuales, en cambio para

86
el comunitarismo, el bien común es definido por la comunidad y las
preferencias individuales deben adecuarse a él (Kymlicka Will 1995:228).

Ahora bien, aparte del reconocimiento formal de los derechos por


parte del Estado, la ciudadanía se forja también mediante la politización
de las personas a través de su participación en la esfera pública y su
capacidad de acción y demanda, puesto que la esfera pública es “un espacio
social en el que los ciudadanos procesan opiniones, emiten juicios,
plantean demandas al Estado, y reciben e interpretan información a través
de los medios masivos de comunicación” (Olvera 1999:33). En esa medida,
la ciudadanía comporta aspectos jurídicos y políticos, y también elementos
vinculados a la cultura política, empero estos no son motivo de análisis por
razones metodológicas.

Con estos recaudos abordamos el estado del tema en nuestra


realidad enmarcado la problemática en el proceso político.

Cambios políticos y transformaciones normativas

Bolivia vive profundas transformaciones desde el arribo de Evo


Morales al poder en enero de 2006, con el voto mayoritario de la ciudadanía
por el Movimiento al Socialismo (MAS) en dos elecciones consecutivas, y
el respaldo de organizaciones populares, en particular campesinos e
indígenas. Estos cambios se resumen en la adopción de un modelo de
Estado Plurinacional después de la aprobación de una nueva Constitución
Política, mediante referéndum realizado en enero de 2009. Este modelo
estatal se sustenta en tres pilares: recuperación del papel del Estado en la
generación y control del excedente económico y su distribución mediante
políticas sociales de apoyo a sectores populares; el reconocimiento de
derechos colectivos a los pueblos indígenas y otras normas que promueven
el pluralismo político, económico, lingüístico, jurídico y cultural; y,
finalmente, el establecimiento de un modelo de descentralización política
que reconoce autonomías departamentales, municipales e indígenas para
ampliar la participación ciudadana y mejorar la gestión pública.

Estos elementos constituyen la base institucional de un modelo de


desarrollo en ciernes que busca un punto de equilibrio entre una concepción
extractivista e industrialista en la explotación de materias primas, y una
visión ecologista bajo los criterios del Vivir Bien, como principio que
reconoce la importancia de las cosmovisiones indígenas para un desarrollo

87
que implica vivir en “armonía con la naturaleza” (ONU, Resolución 63/278,
de 22 de abril 2009). Después del fracaso de las políticas de ajuste estructural
de los años 90 y de las políticas estatistas de las décadas anteriores, Bolivia
está en la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo. Es un requisito para
superar los rezagos históricos de un país que se caracteriza por la existencia
de profundas brechas de desigualdad económica y social, débil integración
territorial, déficit de institucionalidad y economía extractivista con escaso
desarrollo productivo. Como respuesta a estas rémoras, la sociedad boliviana
ha optado por fortalecer la democracia y encarar transformaciones políticas
que se traducen en mayor equidad e inclusión social, que son el sustrato de
la igualdad ciudadana. Otro sustrato es de tipo institucional y tiene que ver
con los contornos de la democracia.

Características de la democracia en tiempos de


transición

Para evaluar las transformaciones en la ciudadanía como sistema de


derechos para acceder a la justicia y como elemento de pertenencia
comunitaria, el punto de partida es considerar que, en los últimos años, se
ha producido una ampliación de la democracia, aunque persisten rezagos
históricos de pobreza, desigualdad y exclusión que impiden un ejercicio
pleno de ciudadanía en vastos sectores de la sociedad denotando el carácter
variable y heterogéneo de la ciudadanía.

La democracia se ha ampliado porque se incorporaron nuevas reglas


e instituciones políticas, y se incluyeron nuevos sujetos y demandas
sociales en respuesta a los límites de la democracia electoral. La
democracia electoral se ha consolidado como única fuente de legitimidad
del poder político con reglas mínimas que garantizan la eficacia del voto
ciudadano para elegir autoridades y con procedimientos que garantizan
su libre ejercicio. La elección directa de autoridades políticas nacionales y
subnacionales, la posibilidad de revocatoria de su mandato mediante voto
popular y la elección de magistrados del flamante Órgano Judicial por voto
universal, dan cuenta de la mayor incidencia de voto ciudadano.
Adicionalmente, el derecho a voto se ha extendido a los residentes en el
extranjero, una respuesta a los dilemas que plantea la migración
transnacional para el ejercicio de ciudadanía.

La democracia representativa se ha consolidado porque se mantiene


el sistema de representación mediante organizaciones políticas, con claro

88
predominio de los partidos políticos al margen de que su formato
organizativo difiere de los parámetros convencionales e incluye, en el caso
del MAS, un peculiar lazo con las organizaciones sociales que lo conforman
y respaldan. Además, la democracia representativa se ha fortalecido con
la incorporación de instituciones de democracia participativa y directa, la
mayoría de las cuales reposan en el voto ciudadano o en la iniciativa
legislativa sin mediación partidista. La democracia participativa se
manifiesta en instituciones vinculadas a la gestión pública definidas como
mecanismos de control social, democracia participativa y directa. La
democracia directa tiene una variedad de nuevas reglas entre las que
sobresale la revocatoria o revocación de mandatos. La revocatoria o
ratificación de leyes también puede darse por referéndum, y en el caso
boliviano incluye la reforma parcial o total de la carta constitucional. La
iniciativa legislativa ciudadana es otro mecanismo de participación que,
en algunos casos, incluye la convocatoria a asamblea constituyente. Es
decir, muchas decisiones políticas que antes estaban circunscritas a las
relaciones convencionales entre los poderes ejecutivo y legislativo, con el
poder judicial dirimente en muchos casos, han sido transferidas a la
sociedad en tanto cuerpo electoral.

Adicionalmente, se incluye a la democracia comunitaria como un


conjunto de normas y procedimientos de los pueblos indígenas que
expresan nuevas pautas de participación política, provocando una
ampliación de ciudadanía sin que ese reconocimiento implique un
dualismo en el sistema de representación ni una ciudadanía diferenciada,
porque no existe una subordinación de unos derechos respecto a otros,
sino una combinación.

La democracia comunitaria implica la elección de autoridades y


representantes de pueblos indígenas mediante usos y costumbres, aunque
en el caso de diputados se refrenda con voto universal y se limita al 5% de
representantes de los pueblos indígenas minoritarios. En suma, la
democracia no se limita a la democracia representativa como acontecía en
el pasado, cuando los partidos eran los agentes exclusivos de participación
política. Si bien los nuevos arreglos institucionales evidencian una
ampliación de la democracia con la incorporación de participación
ciudadana en la gestión pública y el voto ciudadano para remover
autoridades y aprobar reformas, la eficacia del funcionamiento de las
instituciones para el cumplimiento de metas de igualdad depende de su
ejercicio, en particular, del ejercicio del poder político.

89
Ampliación democrática y expansión de la ciudadanía

Los cambios políticos, el renovado rol económico y social del Estado


y también la descentralización -generando más espacios de participación-
tuvieron consecuencias en la concepción y ejercicio de ciudadanía. La
ciudadanía está vinculada “a exigencias de justicia y de pertenencia, de
posesión y ejercicio de derechos y de dimensión personal-comunitaria”
(Caetano 2010, pág. 4). En el primer caso, los sectores más beneficiados
han sido los indígenas y las mujeres, sectores que son víctimas de la
pobreza. En el segundo caso, la pautas de pertenencia comunitaria se han
complejizado con el reconocimiento de la diversidad étnica que cuestiona
el modelo de nación homogénea como modelo de integración social.

El ejercicio de ciudadanía se ha ampliado a aquellos sectores excluidos


de la política institucional. Respecto a las mujeres, en el pasado se
establecieron cuotas de participación política como resultado de decisiones
normativas aprobadas merced a acciones de cabildeo de grupos feministas,
campañas de Organizaciones No Gubernamentales y presiones de organismos
internacionales, en esa medida se trata de de reformas “desde arriba”,
impulsadas por criterios de justicia para remediar situaciones de exclusión
provocadas por la vigencia de pautas patriarcales en las sociedades. De las
cuotas se transitó a la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres.

Una ruta distinta tuvo el reconocimiento de derechos indígenas y sus


avances presentan un carácter más amplio en términos de ciudadanía. El
movimiento indígena se movilizó con mayor fuerza desde los años 90,
motivado por la conmemoración de los “500 años”, con marchas y protestas
e incursiones electorales. Sus efectos fueron importantes porque las
demandas indígenas incidieron en los procesos constituyentes y sus
derechos fueron reconocidos en los cinco países. En todos los casos se
superaron las visiones homogenizantes acerca de la sociedad y se reconoció
constitucionalmente su carácter pluriétnico y multicultural y, a partir de la
aceptación de la diversidad social, se incorporaron derechos colectivos de
los pueblos indígenas en diversos tópicos. El reconocimiento de la
diversidad social y su formalización constitucional implica plantear nuevas
pautas de pertenencia a la comunidad nacional a partir de la “diferencia”
identitaria. El reconocimiento de derechos a estas colectividades trasciende
la noción de “democracia de ciudadanos y ciudadanas” planteada por el
PNUD (2004), que enfatiza el ejercicio de derechos civiles, políticos y
sociales resaltando la diferencia de género, empero presta escasa atención
a los derechos culturales o colectivos que incumben a los pueblos indígenas.

90
Esta no es una peculiaridad boliviana porque, desde los años 90, las
cinco constituciones andinas reconocen la diversidad étnico cultural, y eso
se traduce en la inclusión del derecho consuetudinario en los sistemas de
justicia; el reconocimiento del carácter oficial de las lenguas indígenas; el
reconocimiento de propiedad colectiva o territorios, jurisdicción y
autonomías indígenas. Otro importante avance es el reconocimiento de
derechos de la población afrodescendiente con derechos similares a los
indígenas. Sin embargo, el caso boliviano es el más sugerente porque el
MAS es un partido concebido como “instrumento político” de las
organizaciones campesinas e indígenas, y la presencia de Evo Morales en
la presidencia desde 2006 tiene una importancia simbólica y política que
trasciende las fronteras. Este protagonismo político tuvo consecuencias en
el ámbito internacional porque impulsó la aprobación de la Declaración
de la Organización de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos
Indígenas, que es una ampliación de los derechos promovidos bajo el
cobijo del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo,
referido a los “Derechos de los pueblos indígenas y tribales en países
independientes”, aprobado en 1989. El liderazgo de Evo Morales también
provocó la adopción del modelo de Estado Plurinacional como propuesta
política del movimiento indígena latinoamericano.

Es importante evaluar el modelo de Estado Plurinacional porque es


una respuesta a las dos facetas de la ciudadanía: como sistema de derechos y
como pertenencia comunitaria. El nuevo texto constitucional define al Estado
como Estado Plurinacional que se sustenta en el reconocimiento de derechos
colectivos para las “naciones y pueblos indígena originario y campesinos”, una
respuesta a las demandas de ampliación de la ciudadanía como sistema de
derechos que, también, modifica la noción de comunidad política al
cuestionar la figura de Estado-nación y reconocer el pluralismo en múltiples
dimensiones: político, cultural, jurídico, lingüístico y económico.

Por una parte, se reconoce derechos a un nuevo sujeto colectivo


definido por criterios de identidad étnico cultural, que coexisten con los
derechos individuales de tipo liberal y carácter universal, en esa medida
amplía la noción de “democracia de ciudadanos y ciudadanas” que se
circunscribe a los derechos individuales. El sujeto colectivo reconocido por
el Estado Plurinacional son “las naciones y pueblos indígena originario
campesinos”, que tienen derechos a participación política, a presencia en
los órganos de Estado, territorios, autogobierno, autonomía territorial, a
consulta previa para inversiones productivas, también se reconocen sus
lenguas como idiomas oficiales y sus normas de justicia consuetudinarias

91
con el mismo rango que el derecho positivo. En el diseño del sistema de
gobierno, se incorpora la democracia comunitaria, junto con la democracia
representativa, participativa y directa. A diferencia de otros casos
nacionales, en Bolivia se ha producido una profunda renovación de elites
en la política por lo tanto se ha modificado el acceso a recursos de poder
materiales y simbólicos por parte de sectores sociales excluidos
secularmente y que han adquirido protagonismo político.

Por otra parte, la idea de nación, vinculada a procesos de


modernización y modernidad bajo criterios de igualdad ciudadana y
homogeneización cultural, está en crisis debido a los cuestionamientos
que provienen del reconocimiento de la diversidad social, la “diferencia”,
tanto como de los efectos de la globalización. Una respuesta a la crisis del
paradigma del Estado Nación es el reconocimiento del pluralismo en sus
diversas facetas, entre ellos la diversidad cultural, a través del
reconocimiento de derechos colectivos que promueven la integración
social de los grupos beneficiados y la ampliación de la capacidad
representativa del Estado. La nación ya no es solamente una comunidad
de ciudadanos individuales, también reconoce colectividades, formadas
por grupos marginados y excluidos con derechos colectivos que pueden
impulsar condiciones de igualdad ciudadana. Sin embargo, existe el riesgo
de exacerbar los particularismos étnicos y subordinar los derechos
individuales a los colectivos, en menoscabo de la justicia y los derechos
humanos. Un ejemplo de ello es el asesinato mediante linchamientos
justificados con el argumento de justicia comunitaria, un tema que
muestra la complejidad de la articulación de valores culturales y normas
de justicia de rasgos diversos.

El sujeto plurinacional: tensiones discursivas en el


proyecto del MAS

En el pasado, el populismo del 52 convocaba al “pueblo”, un sujeto


interpelado por el discurso del nacionalismo revolucionario que
congregaba a obreros, campesinos y clases medias. El pueblo sublevado
representaba a la nación en combate contra la antinación (el colonialismo,
el imperialismo y sus agentes internos) cuyo destino se materializaba en
el Estado como ente soberano y estructura de poder ajena a la dominación
foránea. Este sujeto revolucionario, el “pueblo” del 52, fue deconstruido
por el discurso indigenista desde la década de los 70 con la crítica al
reduccionismo clasista del marxismo y del nacionalismo revolucionario,

92
que privilegiaban lo campesino y concebían la realidad indígena como un
resabio histórico. El proyecto del 52 postulaba la construcción de la
“bolivianidad”, un “ser nacional” que se forjaría en el proceso de
modernización y homogenización. El centralismo fue su manifestación
institucional y el mestizaje su expresión cultural, así como la construcción
del mercado interno y una base productiva industrial constituían el
proyecto de modernización económica para lograr la soberanía estatal.

El “pueblo” del nacionalismo revolucionario ha sido desplazado por


una noción que no rechaza la vertiente clasista campesina, pero privilegia
las identidades étnicas. Si el sujeto “pueblo” era una construcción
ideológica, este nuevo sujeto político es una ficción jurídica definida en la
CPE como: “naciones y pueblos indígena originario campesinos”, un sujeto
portador de derechos colectivos y que constituye el rasgo distintivo del
nuevo Estado, el Estado Plurinacional.

Entre los elementos que definen al Estado Plurinacional, sobresale


el reconocimiento del pluralismo en diversas facetas: “pluralismo político,
económico, jurídico, cultural y lingüístico”, lo que supone, sin duda, una
ampliación de la capacidad representativa del Estado. Sin embargo, pese
a que no es mencionado en el Art. 1, el rasgo que define el carácter
“plurinacional” del Estado y se constituye en el eje del diseño del sistema
político es el pluralismo nacional que implica el reconocimiento de varios
pueblos y naciones, precisamente las “naciones y pueblos indígena
originario campesinos”, un conglomerado que definimos en este texto
como “sujeto plurinacional”.

El reconocimiento de este sujeto se define en el Art. 2 del texto


constitucional: “Dada la existencia precolonial de las naciones y pueblos
indígena originario campesinos y su dominio ancestral sobre sus territorios,
se garantiza su libre determinación en el marco de la unidad del Estado,
que consiste en su derecho a la autonomía, al autogobierno, a su cultura,
al reconocimiento de sus instituciones y a la consolidación de sus entidades
territoriales…”. Otro artículo describe sus rasgos: “Es nación y pueblo
indígena originario campesino toda la colectividad humana que comparta
identidad cultural, idioma, tradición histórica, instituciones, territorialidad
y cosmovisión, cuya existencia es anterior a la invasión colonial española”
(Art. 30). Algunas interpretaciones se apoyan en el Art. 5, que reconoce 36
lenguas nativas como idiomas oficiales aparte del castellano, para
mencionar la existencia de similar cantidad de “naciones y pueblos
indígena originario campesinos”.

93
Esa original denominación del “sujeto plurinacional” es resultado de
la combinación de tres códigos: naciones originarias, que es utilizado por
las organizaciones de los grupos étnicos de tierras altas; pueblos indígenas,
nombre que utilizan los grupos étnicos de tierras bajas; y campesinos, que
es la denominación de los trabajadores del campo –hombres y mujeres-
organizados en sindicatos desde los años 50 del siglo pasado, como parte
del proceso de la revolución nacionalista. Es decir, es una construcción
jurídica y una realidad sociológica porque no existe actor social alguno que
integre esos cinco ingredientes, por lo tanto, el “sujeto plurinacional” existe
solamente en términos jurídicos y solamente puede ser representado por
el Estado… Plurinacional. Un pueblo indígena en particular no puede
reclamar sus derechos colectivos si están en contra de los intereses generales
representados por el Estado. De esta manera, el Estado Plurinacional
condensa, sintetiza y unifica esa diversidad étnica y la somete a sus
designios porque, a la usanza del nacionalismo revolucionario: el pueblo y
la nación –aunque sea en plural– se condensan en el Estado.

El Estado Plurinacional: innovaciones y recurrencias

Existen varios elementos que refuerzan la idea de persistencia del


nacionalismo revolucionario pese a que en el Preámbulo de la nueva
Constitución Política de Estado no se menciona a la Revolución Nacional
del siglo pasado. La centralidad estatal en el proyecto revolucionario de 1952
fue definida por Carlos Montenegro, el ideólogo de esta corriente de
pensamiento, de la siguiente manera: “el pueblo se subleva en tanto nación
y la nación se materializa en el Estado soberano e independiente frente al
colonialismo y la antinación”. En la actualidad se reedita ese orden
discursivo a pesar de la renovación de las élites políticas y las
transformaciones en curso. Por ejemplo, la dicotomía nación/antinación se
manifesta bajo otros códigos, pero reproduce su lógica. Si antes la
antinación se manifestaba en el imperialismo y la rosca minero-feudal que
se contraponían al “pueblo”, ahora la retórica gubernamental contrapone
“nación e Imperio” para designar la relación con Estados Unidos, y “pueblo
vs. oligarquía” para cuestionar las demandas autonomistas departamentales
definidas como “separatistas”, antinacionales, respecto al Estado.

Las tareas del Estado Plurinacional son convencionales y no se


diferencian del Estado Nacional cuestionado por el discurso oficialista. Se
refieren a soberanía y gestación de mercado interno, a inclusión y cohesión
social, a integración territorial, aunque con nuevas modalidades.

94
La soberanía estatal sobre los recursos naturales se completa con la
nacionalización de las empresas capitalizadas para generar excedentes
destinados a la inversión pública en el sector productivo con énfasis en la
industrialización de hierro, litio e hidrocarburos. Una orientación que
contradice la perspectiva indigenista que evoca a la Pachamama como
visión ecologista y que se subordina a la expansión de una lógica productiva
basada en pequeños productores.

Otra motivación para expandir el rol del Estado en la economía es


la aplicación de políticas distributivas mediante la transferencia de
excedente económico a sectores populares marginados y excluidos, cuya
sostenibilidad exige un incremento de las ganancias del Estado a través del
impulso a la inversión extranjera. Estas políticas distributivas benefician
a millones de personas pobres y constituyen mecanismos de inclusión
social que fortalecen la ciudadanía como sentido de pertenencia a la
comunidad política en vastos sectores populares.

La integración social es concebida como interculturalidad a partir del


reconocimiento de la diversidad étnico-cultural del “sujeto plurinacional”,
sin embargo, las políticas estatales en algunos temas, como la ley contra el
racismo, promueve más el multiculturalismo centrífugo que la convivencia
intercultural. La necesidad de integración territorial es respondida con la
ratificación del carácter unitario del Estado y la introducción de un régimen
de descentralización mediante autonomía en el nivel subnacional.

En síntesis, analizando el liderazgo carismático de Evo Morales y su


lazo con su base popular de apoyo político se perciben más rupturas que
continuidades respecto al populismo del siglo pasado vinculado a la
revolución de 1952. No obstante, el discurso masista y el modelo estatal en
ciernes muestran la persistencia de elementos convencionales del
nacionalismo revolucionario, a pesar de la apelación a un sujeto y a un
Estado “plurinacionales”, porque predomina un proyecto político matizado
por una concepción que se sustenta en una matriz estado-céntrica.

Los retos de la democracia en la construcción de


ciudadanía

En términos formales existen tres aspectos que caracterizan el


modelo boliviano de democracia y que se encuentran imbricados: Estado
plurinacional, democracia intercultural y ciudadanía con rasgos

95
multiculturales. Es preciso esbozar las características de este nuevo marco
institucional y normativo para evaluar los avances y retrocesos en la
consecución de los fines de la democracia, a partir de evaluar las
contradicciones existentes entre las normas constitucionales y su
concreción institucional, entre las metas que plantean las reglas jurídicas
y los resultados de las políticas públicas, entre la dimensión simbólica de
la inclusión política y social, y la capacidad de agencia ciudadana, entre la
imagen pluralista del nuevo Estado y las prácticas concretas de la
burocracia estatal en el ejercicio del poder.

El Estado Plurinacional se sostiene en el reconocimiento de los


derechos colectivos de las “naciones y pueblos indígena originario
campesinos”, que expresan el carácter pluralista del Estado en diversos
ámbitos: pluralismo económico, político, cultural, lingüístico y jurídico.
Este reconocimiento de derechos se combina con el derecho a la autonomía
indígena que forma parte del régimen de autonomías territoriales
(departamentales, regionales, municipales e indígenas) que caracterizan el
modelo de descentralización política del Estado; también con el
reconocimiento de la jurisdicción ordinaria y la jurisdicción indígena en la
justicia y la participación de representantes indígenas en diversas instancias
estatales. En la concepción de Estado Plurinacional se manifiesta una
brecha o contradicción entre el ejercicio de la soberanía estatal y la vigencia
de los derechos colectivos, un hecho que se puso de manifiesto en el
conflicto por el TIPNIS y tiende a ser un factor de conflictividad permanente
en la relación entre los pueblos indígenas y el gobierno, mientras no se
defina los alcances del derecho a la consulta previa.

La democracia intercultural implica el reconocimiento de tres


modalidades de democracia: representativa, participativa y directa, y
comunitaria, que implica la incorporación de nuevas instituciones
políticas. La democracia representativa mantiene la centralidad de las
organizaciones políticas (partidos, agrupaciones ciudadanas y
organizaciones de las naciones y pueblos indígena originario campesinos)
para la postulación a cargos de representación y de gobierno, e incluye
representación de pueblos indígenas mediante (7) circunscripciones
especiales uninominales en la cámara de Diputados. También establece la
igualdad de oportunidades de participación política de hombres y mujeres.
Se reconoce similar capacidad legislativa a las asambleas departamentales
y concejos municipales en el régimen de autonomías, fortaleciendo el
papel de las instancias legislativas en los niveles subnacionales, sobre todo
en los gobiernos departamentales.

96
La democracia participativa y directa reconoce el referéndum para
la aprobación de “normas, políticas y asuntos de interés público”, también
para reformas constitucionales y para la conformación de autonomías
indígenas y regionales; asimismo la revocatoria de mandato por votación
para las autoridades electas en todos los niveles de gobierno. También
reconoce al cabildo, la asamblea y la consulta previa; no obstante, sus
decisiones no tienen carácter vinculante para el Estado.

La democracia comunitaria es definida de manera ambigua en la


Ley de Régimen Electoral porque “se ejerce mediante el autogobierno, la
deliberación, la representación cualitativa y el ejercicio de derechos
colectivos, según normas y procedimientos propios de las naciones y
pueblos indígena originario campesinos” (Art. 10). Por ahora, se expresa
en la elección del 5% de escaños en la cámara de Diputados, la elección de
representantes indígenas en las asambleas departamentales de acuerdo a
cuotas, y la conversión de 11 municipios en autonomías indígenas,
alrededor del 3%. Es decir, la construcción institucional de la democracia
intercultural enfrenta desafíos de equilibro y armonía entre las tres
modalidades de democracia para evitar dualismo en el sistema de
representación política y en el proceso decisional.

Al margen de estas tensiones conceptuales, disyunciones


normativas y desafíos institucionales, existen brechas y contradicciones
entre el pluralismo político reconocido por la CPE y la concentración de
poder en el partido de gobierno como resultado de la distribución de
preferencias electorales. También existe una brecha entre el incremento
de la presencia de indígenas y mujeres en los espacios de poder y la
debilidad de las políticas públicas con enfoque de equidad de género y de
empoderamiento indígena. Otra contradicción y/o brecha se manifiesta
en la débil implementación de las autonomías departamentales porque
hasta la fecha no se han aprobado estatutos autonómicos y las asambleas
departamentales tienen tareas pendientes de institucionalización para
funcionar como instancias de legislación y fiscalización.

Como mencionamos, la relación armónica y complementaria entre


democracia representativa, democracia directa y participativa, y democracia
comunitaria es una tarea pendiente porque surgen contradicciones en su
ejercicio en situaciones específicas, provocando conflictos en torno a las
decisiones de gobierno. Con el tema del TIPNIS como ejemplo, se percibe
esta situación puesto que el derecho a la consulta previa como mecanismo
de democracia directa y participativa no es vinculante (según la Ley de

97
Régimen Electoral), pero forma parte de los derechos colectivos en tanto
“se respetará y garantizará el derecho a la consulta previa obligatoria,
realizada por el Estado, de buena fe y concertada, respecto a la explotación
de los recursos naturales no renovables en el territorio que habitan” (CPE,
Art. 30, inciso 15). Este derecho se combina con el derecho “a la libre
determinación y territorialidad” (Art. 30, inciso 4). Ese conjunto de derechos
es reconocido, además, por el Convenio 169 de la OIT y la Declaración
Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU. A esta
contradicción entre democracia participativa y comunitaria se suma la
tensión con la democracia representativa, porque la Asamblea Legislativa
debe definir las reglas al respecto con una ley sobre consulta previa.

La ciudadanía como sistema de derechos es más compleja y tiene


rasgos multiculturales porque, aparte de ampliar los derechos individuales,
la CPE reconoce derechos colectivos a las “naciones y pueblos indígena
originario campesinos” que se constituyen en un nuevo sujeto portador de
derechos que constituyen el sustrato del Estado Plurinacional. Existe una
brecha entre el reconocimiento de derechos colectivos y su pleno ejercicio.
Por ejemplo, el uso y explotación de recursos naturales pone en tensión los
derechos territoriales de los pueblos indígenas y las prerrogativas estatales
para planificar el desarrollo en representación del “interés general”.

Estos son algunos ejemplos de los problemas y desafíos derivados de


un proceso de transición estatal. La idea de transición es central porque
implica que la construcción de la democracia es un proceso en el cual se
combinan innovaciones institucionales, transformaciones políticas y socio-
culturales con elementos atávicos de cultura política autoritaria y débil
institucionalidad. Estos aspectos se relacionan con la calidad de la democracia
para que la inclusión social sea efectiva como construcción de ciudadanía.

La integración social es un desafío pendiente y requiere de


instituciones democráticas sólidas y legítimas. La transición estatal en
Bolivia sigue en curso y el perfil de las instituciones estatales está definido
de manera preliminar por las leyes orgánicas, sin embargo, la eficacia de
su rol integrador depende de su aplicación práctica y de la legitimidad de
su funcionamiento.

La tensión entre centralismo y autonomías debe ser resuelta en


términos colaborativos porque las políticas redistributivas dependen del
gobierno central y su aplicación en el futuro debe contemplar el principio
de subsidiariedad entre los distintos niveles de gobierno. Es decir, la

98
inclusión social debe potenciarse en la escala local para proporcionar mayor
eficacia a las iniciativas de carácter nacional. La elaboración de los estatutos
autonómicos departamentales y de las cartas orgánicas municipales debe
contemplar las necesidades de inclusión social desde una perspectiva
integradora, adicionalmente, este armazón institucional debe resolver el
problema de disponibilidad de recursos bajo criterios de equidad regional
mediante un pacto fiscal que permita una distribución racional de recursos.

Otro aspecto crucial para que las políticas de inclusión social sean
eficaces y sostenibles tiene que ver con la justicia. La respuesta normativa
a los rezagos y debilidades en la impartición de justicia con el
reconocimiento de dos jurisdicciones, es un paso importante porque acerca
el Estado a la sociedad e integra a vastos sectores sociales, sobre todo de
las áreas rurales, a la racionalidad estatal. Sin embargo, existe el riesgo de
que la dualidad jurídica se convierta en dualismo competitivo, debilitando
más bien las tareas del Órgano Judicial, en esa medida, el reconocimiento
de la jurisdicción indígena originaria campesina es una oportunidad pero
también un riesgo. La reproducción de una lógica centralista en el poder
judicial es una realidad negativa que debe superarse para mejorar el
derecho administrativo y enfrentar la creciente cantidad de casos que
vinculan y enfrentan a los ciudadanos con el Estado.

Un aspecto pendiente que puede tener mucha importancia en el


funcionamiento de las instituciones democráticas es el control social, una
modalidad participativa reconocida constitucionalmente, pero pendiente
de reglamentación mediante una ley. De manera similar al ámbito judicial,
el control social puede ser un factor de fortalecimiento de la gestión
pública como también un elemento promotor de inestabilidad en los
distintos niveles de gobierno. Tanto la implementación de las autonomías
como la aplicación de las leyes con sentido de justicia dependen
relativamente del proceso político decisional y, en función de su diseño,
de las pautas que definan la participación ciudadana mediante el control
social. Por ahora, las novedades no son positivas porque el gobierno ha
manifestado su interés en otorgar esta tarea a una supraorganización que
tiene lazos directos con el partido de gobierno. Este tema implica
considerar el funcionamiento de las instituciones democráticas, que se
caracteriza por la debilidad del pluralismo político y el control
gubernamental del proceso legislativo y la toma de decisiones en la
mayoría de las instancias de poder político. La concentración del proceso
decisional en un solo actor político favorece la eficacia en el cumplimiento
de medidas y en el logro de objetivos, pero debilita la calidad representativa

99
de las instituciones y, a la larga, la calidad del ejercicio de ciudadanía. La
ampliación de la democracia es un buen síntoma del estado de sus
instituciones, no obstante, su representatividad depende de su capacidad
para representar la diversidad de intereses y demandas de la sociedad, en
suma, del pluralismo que consagra la Constitución Política del Estado, un
principio intangible que debe materializarse en todas las esferas para que
la integración social produzca una comunidad de ciudadanos y
ciudadanas.

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Rabotnikof Nora, “Hegelianos, a sabiendas”, en Reforma del Estado y coordinación social,
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100
Isabel Mercado
Periodista y columnista. Comunicadora del Programa
de Apoyo a la Democracia Municipal (PADEM).
Autora de “Comunicadores con arte y oficio”, “25 años
de democracia en Bolivia: ni tan diablos ni tan
santos”, “Sala de Redacción; manual de periodismo y
derechos humanos”.

Capítulo V

¿Y nos llaman ciudadanos?


Isabel Mercado H.
La ciudadanía es un proceso evolutivo, siempre en ciernes,
siempre inconcluso. No obstante, la historia y las coyunturas
políticas y sociales imponen el norte del camino. En Bolivia, la
construcción de ciudadanía ha estado siempre a la sombra de
los procesos políticos: desde el momento en que la Revolución
del 52 incluyó a mujeres e indígenas en el escenario de la
participación en democracia, hasta 1994, cuando la
Participación Popular trasladó la democracia a todos los
rincones del país. Ahora es el momento de la inclusión y la
integración, de lograr que el ejercicio de la ciudadanía sea
posible junto al ejercicio de derechos y la igualdad de
oportunidades; para, en verdad, ser llamados "ciudadanos".

El día de su boda, Daniel Valdés Choquetarqui acababa de cumplir


19 años. A esa temprana edad tenía la seguridad de sentirse ciudadano. Había
cumplido con el primer requisito indispensable para ello: el servicio militar;
había ejercido, prematuramente incluso para su comunidad, como autoridad
originaria; había votado en dos elecciones democráticas y finalmente, el
vientre de su esposa rebelaba su incipiente condición de padre.

A contramano, había culminado por milagro la escuela, sumando a


cuentagotas los días de largo viaje para llegar a la escuela secundaria que
nunca se instaló en su pueblo; las secuelas de la tuberculosis que aquejó
su pubertad y la mala nutrición consuetudinaria se adivinaban en su piel
curtida. Nacido en el altiplano paceño, lo que conocía de la vida podía

103
resumirse, geográficamente, en las tres horas de viaje que separaban su
comunidad de El Alto.

En otro lado del mundo, Lucas Sporss, ciudadano norteamericano


de 50 años, discute con su hijo. Acaba de terminar el debate electoral entre
Romney y Obama, los candidatos que pugnan por la Presidencia del que
sigue siendo el país más poderoso del mundo. Obama busca la reelección
y se esfuerza por demostrar que sus logros -después de haber superado lo
que denomina la peor crisis de su país desde la Recesión de los años 30-
empezarán a cosecharse a partir de su segundo mandato. Su contrincante,
republicano conservador, ofrece a los norteamericanos el bálsamo de la
solución a sus grandes problemas: volver a contar con dinero en el bolsillo.
Doce millones de empleos es la base de su apuesta electoralista. En Texas
padre hijo no consiguen ponerse de acuerdo. “Hay que proteger al país de
los migrantes y de la musulmanización”, enfatiza el padre. El hijo esboza
una sonrisa irónica: “Qué clase de ciudadanos somos si creemos en la
demagogia barata”, sentencia, finalizando la charla familiar.

Doscientos años antes de Cristo, el historiador Polibio había


esgrimido el concepto de oclocracia, para aludir la supuesta ignorancia de
la ciudadanía acerca de los aspectos políticos, económicos y sociales
fundamentales en una sociedad, que según este griego conocido como el
padre de la historia, la inhabilitaría para elegir entre las diversas propuestas
que presenta la historia y el sistema social. A más de una década del siglo
XXI, con la democracia reconocida como la única forma aceptable de
gobierno, “el único ideal político universal, sin competencia explicita”1, la
sola mención de este postulado puede considerarse como autócrata y
discriminatoria, sin embargo, son también estos los tiempos en que la
validez de un concepto depende más de sus evidencias empíricas que de
su capacidad discursiva, y el debate sobre la construcción de ciudadanía
ha superado ya la dimensión de la teoría política, incluso de los postulados
jurídicos, para demandar respuestas que contrasten lo que se dice con
cómo se la vive y, aún más, con las tareas pendientes para alcanzar su pleno
ejercicio.

Si los fundamentos que encontró Polibo en la sociedad griega de su


época para mantener la tesis de una ciudadanía “ignorante” (y por tanto
no apta para ejercer sus derechos fundamentales) resultan inaceptables
hoy en día, es más por una cuestión de corrección política que por la
1 Molina, Fernando “Conversión sin fe: el MAS y la democracia”. Edición Molina y
Asociados. La Paz, Bolivia, 2007. Pag. 21.

104
constatación empírica de que los ciudadanos -especialmente en países con
una democracia en construcción como Bolivia- gozan y ejercen sus
derechos y obligaciones ciudadanas con plenitud.

Desde el altiplano boliviano hasta las llanuras texanas podemos


apreciar las brechas que subsisten entre la “condición” de ciudadano y el
pleno ejercicio de los derechos de tal condición, entendidos éstos en su
acepción más amplia: el acceso a buenos servicios y oportunidades, la
corresponsabilidad con el cuidado del bien común (lo público), el respeto
por el otro, el cumplimiento de deberes, la exigibilidad de los derechos
propios y una participación ciudadana que trascienda lo episódico y los
particularismos.

Ergo, no es necesario discriminar entre ignorantes y letrados, entre


ciudadanos de primera y de segunda… más allá de las posiciones
ideológicas nos enfrentamos a una ciudadanía incompleta, incipiente, que
no alcanza a definirse, a cristalizarse en todo el conjunto social tanto en
estas tierras como en el primer mundo.

Ciudadanía, democracia y derechos: una trilogía


necesaria

Por encima de las coyunturas políticas e históricas, la ciudadanía es,


más que un concepto abstracto, una condición para la vida democrática.
Su ejercicio – intrínseco al desarrollo del individuo- no sólo implica el goce
de derechos civiles y políticos (igualdad ante la ley), sino una serie de
condiciones que guardan relación con la calidad de vida y la convivencia
entre pares (igualdad de oportunidades).

En otras palabras se trata de un derecho que se ejerce de forma


espontánea a partir de la pertenencia a una sociedad normada por leyes e
instituciones, donde rige un estado de derecho asentado en el principio de
la igualdad de todos sus integrantes ante la ley, al mismo tiempo que en la
necesidad del cumplimiento de ciertos requisitos que habilitan a cada uno
de ellos -de acuerdo a su desempeño- para pertenecer a ella.

Esta concepción que se sustenta en el derecho positivista, no sólo


alimenta una corriente democrática liberal, sino que ha sido y es el insumo
prioritario de la visión universalista que se expresa en el conjunto de
tratados y declaraciones aceptados por la humanidad en su conjunto como

105
una suerte de contrato social; especialmente la Declaración Universal de
los Derechos Humanos (1948), columna vertebral de la legislación e
incluso la constitucionalidad de buena parte de las naciones.

Pero, este precepto de igualdad ante la ley ha venido a ser cuestionado


como insuficiente en muchos contextos; especialmente en aquellos en los que
el conjunto de ciudadanos no goza de forma igualitaria de todos los servicios
y beneficios que precisa para su desarrollo. Para este segmento del planeta, la
“condición de ciudadano con los mismos derechos y obligaciones” que sus
pares, es absolutamente discursiva y precisa de otro tipo de acciones y garantías
de parte del Estado para vivir, en la práctica, la condición de ciudadano.

Es aquí que el concepto de “igualdad de oportunidades” –que viene


a ser más complementario que sustitutivo-, adquiere relevancia. Los
ciudadanos, incluso en los países más desarrollados, no se conforman
únicamente con el respeto de sus derechos y la exigencia del cumplimiento
de sus obligaciones, demandan acceso a buenos servicios (educación y
salud de calidad, servicios básicos, vivienda, ingresos dignos y otros) y una
participación ciudadana que se exprese en representatividad para la toma
de decisiones y competitividad para insertarse al mercado.

Esta lectura, que es casi una postura ideológica en los tiempos


actuales, no solamente ha venido a cuestionar la insuficiencia de la
primera, sino a dejar constancia de que la ciudadanía es un proceso
evolutivo, que acompaña a las transformaciones sociales y políticas y que
requiere, permanentemente, de nuevos ingredientes para ceñirse a las
exigencias de los individuos y las colectividades.

Según Martín Hopenhayn2, en la actualidad, la relación ciudadanía-


democracia mantiene, por un lado, aspectos históricos que definen al
sujeto-ciudadano, a la vez que se cuestionan aspectos sustanciales del
ejercicio de la ciudadanía, vinculados a la reformulación del rol del Estado
y a la calidad del régimen democrático en el marco del proceso de
globalización. En su opinión, en los nuevos escenarios de democratización
latinoamericana, el concepto de ciudadanía recupera contenidos
tradicionales vinculados a tres enfoques:

1. Liberal-democrático, asociado a los derechos de primera 1.


Liberal-democrático, asociado a los derechos de primera y
segunda generación: civiles y políticos.
2 Hopenhayn, Martin. “Viejas y nuevas formas de la ciudadanía”. Revista de la CEPAL.
Santiago de Chile. 2001. Pag. 117.

106
2. Social democrático, que se extiende a los derechos de tercera
generación: económicos, sociales y culturales.
3. Republicano, vinculado a mecanismos de pertenencia del
individuo a una comunidad o nación, a la participación y en la
definición del proyecto de sociedad.

De acuerdo a Hopenhayn, esta noción de ciudadanía se reformula


en un contexto de debilitamiento del rol del Estado, que precisamente fue
el que le dio origen y razón de ser en su configuración clásica. Aún cuando
para la visión republicana el requisito formal para ser ciudadano se
sustenta en la pertenencia a un Estado – nación, ésta no es actualmente la
vía exclusiva para definir la condición de ciudadanía en términos
sustantivos: ser titular de derechos y gozar de la capacidad para ejercerlos.

Las dos dimensiones que incluye el concepto de ciudadanía -


titularidad de los derechos y capacidad real para ejercerlos- muchas veces
se contraponen: al mismo tiempo que se afirma la titularidad de derechos
para grupos que antes estaban excluidos de la misma, otros sectores de la
población se ven impedidos de ejercer sus derechos ciudadanos.

La experiencia ha demostrado que el ejercicio de los derechos no es


una práctica acumulativa, sino que existen situaciones donde, por ejemplo,
el ejercicio de los derechos políticos no implica necesariamente lo mismo
en relación con derechos civiles o sociales. El argentino Guillermo
O´Donnell3 caracteriza este tipo de situaciones como una ciudadanía de
baja intensidad: “en muchas de las democracias que están surgiendo, la
efectividad de un orden nacional encarnado en la ley y en la autoridad del
Estado se desvanece...”. Respecto a la agudización de la conflictividad social
en las ciudades, agrega que esto “...no sólo refleja un grave proceso de
decadencia urbana, sino también la creciente incapacidad del Estado para
hacer efectivas sus propias normas”.

3 El politólogo Guillermo O’Donnell ha desarrollado el concepto de democracia


delegativa para distinguirla de la democracia representativa. Según O’Donnell (1997) los
procesos democráticos que se produjeron en América Latina resultan en democracias
institucionalmente débiles, con poderes ejecutivos muy centralizados que presentan una
combinación de elementos democráticos y autoritarios. La crisis del Estado, en tanto
representación de legalidad y la consecuente incapacidad para hacerla cumplir en forma
efectiva, lleva a la construcción de una democracia con una “ciudadanía de baja
intensidad”: donde se respetan los derechos participativos y democráticos de la poliarquía,
pero se viola el componente liberal de la democracia. Una situación en la que se vota con
libertad y hay transparencia en el recuento de votos, pero en la que no existe un trato
correcto de la policía o la justicia, sería un caso en el cual se pone en tela de juicio el
componente liberal de esa democracia y se cercena severamente la ciudadanía.

107
Como se advierte en la crisis del modelo democrático que enfrentan
los países europeos por el desbalance de su economía, la ciudadanía puede
fácilmente pasar de un estado aparente de consolidación a un proceso de
transformación, incluso de revolución, cuando aquello del acceso integral
a oportunidades se diluye. Lo propio -puede decirse- sucede en contextos
como el nuestro, donde a la concreción del goce elemental de los derechos
civiles y políticos corresponde la satisfacción de necesidades económicas,
sociales y culturales.

Visto de esta forma, se advierte que el sistema democrático requiere


en iguales proporciones el respeto y cumplimiento de los derechos (civiles,
políticos, económicos, sociales y otros), un conjunto de instituciones que
los garanticen y una cultura ciudadana que los aplique. Es decir:
democracia, ciudadanía y derechos son una trilogía necesaria para la vida
en democracia.

Del empoderamiento a la ciudadanía

En todas las sociedades del mundo, la evolución del concepto de


ciudadanía ha ido a la par de las transformaciones políticas. Nuestro país
no ha sido la excepción. A partir de 19524 (cuando se hacen universales
algunos derechos antes restringidos a minorías), el ejercicio ciudadano ha
ido evolucionando, adaptándose a los momentos políticos. En un proceso
dinámico, los derechos ciudadanos han sido restringidos en dictadura y
alentados en democracia, pero sin lograr un avance trascendental en el
objetivo de asegurar la igualdad de todos ante la ley ni consolidar una
institucionalidad que los refuerce y/o garantice.

La reforma constitucional de 1994 representó, en este marco, un


paso importante, pues como resultado de las movilizaciones indígenas
reclamando “dignidad, tierra y territorio” (1990), se reconoció el carácter
multiétnico y pluricultural de la nación; disminuyó la edad de
“ciudadanización” de 21 a 18 años; se modificó el sistema electoral
exclusivamente de diputados, introduciendo a los uninominales; se
crearon tres instituciones democráticas claves para el ejercicio ciudadano:
4 El perfil de ciudadano del boliviano tiene a la Revolución de 1952 como punto de partida.
No es casual, pues no fue sino a partir de este momento que se amplió el ejercicio de
muchos derechos democráticos como el voto universal a un conjunto amplio de la
población que hasta entonces había permanecido ignorado: todos los hombres y mujeres
mayores de 21 años sin importar su condición social o grado de instrucción, lo que por
primera vez en la historia republicana, daba lugar a la participación de todas las mujeres
e indígenas en la vida institucional del país.

108
el Consejo Nacional de la Judicatura, el Tribunal Constitucional y el
Defensor del Pueblo; se añadió el Art. 171 que señala “la defensa y
protección de los derechos sociales, económicos y culturales de los pueblos
indígenas” y se amplió el periodo municipal de dos a cinco años.

Ese mismo año se inicia el proceso de municipalización en el país,


a partir de la implementación de la Ley 1551 de Participación Popular, con
la cual se logró dar un salto cualitativo en la participación efectiva en la
vida política y en la relación con el Estado para un conjunto de poblaciones
–municipios- y ciudadanos.

Este último hecho marca un punto de inflexión en la construcción


de ciudadanía en Bolivia. Si se analiza la ciudadanía más allá de la
condición de ciudadano que cuenta de manera “natural” con una serie de
derechos y obligaciones, conferidos constitucionalmente, gran parte de los
bolivianos –a pesar de haber nacido a la vida democrática a partir del
derecho al voto en 1952- no contaban para la administración y las
decisiones del país. Paridos con la condición de ciudadanos como con “la
marraqueta bajo el brazo” -que metafóricamente acompaña la llegada de
todos los niños al mundo-, las y los bolivianos no conocían el ejercicio de
ciudadanía en la toma de decisiones, en la participación de la vida pública,
la práctica de los derechos en su amplitud y complejidad, y la
obligatoriedad de un conjunto de deberes que los haga corresponsables
con sus propios destinos.

Por ello, si 1952 fue un momento fundacional para el ejercicio de los


derechos ciudadanos en Bolivia –aunque pronto fueron eclipsados por las
dictaduras y la inestabilidad política-, 42 años después, otro proceso, el de
municipalización encarna un avance significativo en la construcción de
ciudadanía en el país: genera una suerte de escuela de ciudadanización.

Con la democracia local, no sólo el derecho a elegir –a votar-


convierte a candidatos anónimos en representantes de carne y hueso
(logrando una relación nunca antes vista entre autoridades y ciudadanos,
más allá de la sede de gobierno), sino que el propio ciudadano empieza a
advertir y luego a ejercer un nuevo conjunto de derechos que se sintetizan
en su participación en la planificación de la gestión y a partir de ello, la
priorización de sus necesidades y anhelos en acciones y obras.

Con luces y sombras, la municipalización incluyó y “empoderó” a


cientos de miles de hombres y mujeres de todo el territorio nacional para

109
su inclusión real a la vida democrática; hombres y mujeres que tuvieron
que aprender el manejo de recursos, la respuesta a conflictos, la solución
a demandas largamente postergadas, etc. De la entelequia que significó
históricamente ser “ciudadano” en Bolivia, con la democracia local se dio
el paso a la construcción de procesos concretos y ascendentes de
transformación de una cultura política discriminatoria y autoritaria a una
mejor convivencia en democracia.

El nuevo milenio se inaugura en Bolivia, junto a la crisis del Estado


democrático liberal que, esencialmente hizo aguas por la crisis de
representatividad de sus actores políticos y de las decisiones que éstos
adoptaban. Dicho de otro modo, ese conjunto emergente de nuevos
actores, empoderados como ciudadanos desde lo político algunos años
antes con la Participación Popular, se expresa de forma creciente en el
conjunto de movimientos y organizaciones surgidas de la sociedad que
empujaron más temprano que tarde el cambio del modelo, del Estado y
de la historia.

No obstante, y a pesar de ello, a partir de la instauración del “proceso


de cambio” (2005), surgen otros rasgos y, en definitiva, otros retos para el
pleno ejercicio ciudadano. De un “florecimiento” positivo de la
participación ciudadana en diferentes procesos –como el que culminó con
la instalación de la Asamblea Constituyente y la aprobación de la Nueva
Constitución Política del Estado- a la “burocratización” de estos
mecanismos y espacios de participación.

En otras palabras, esa tradición movilizadora y participativa del


ciudadano que se gestó incluso en épocas dictatoriales y se consolidó en la
planificación participativa –recuperando las estructuras tradicionales del
ayllu y el sindicato agrario en el mundo occidental, y de las capitanías o
comunidades en tierras bajas, para traducirse en Organizaciones
Territoriales de Base y/o juntas vecinales-, vivió su momento de gloria antes
y durante la instauración del “proceso de cambio”, pero luego de las grandes
movilizaciones que impulsaron las reformas de este periodo, fue evidente
que quedaron rezagadas: la gente, especialmente la que no es parte de estos
movimientos sociales formales, empezó a sentirse marginada.

Después del clímax de la inclusión y del ejercicio de la democracia


participativa, se empezaron a sentir las brechas entre los que detentan el
poder fáctico de la calle y los que sólo transitan por ella.

110
Institucionalidad en permanente fragilidad

A este momento de crisis de la participación ciudadana y por tanto


de la evolución ciudadana en nuestro país, se añade un momento también
crítico en el proceso de institucionalidad democrática.

Volviendo al génesis del concepto de ciudadanía, la fortaleza de la


institucionalidad democrática5 es imprescindible para su edificación. En
la práctica, ello implica un Estado con capacidad para mantener a las
instituciones democráticas esenciales en el plano de la plena vigencia y la
independencia, al mismo tiempo que respeta el cumplimiento de las leyes
y normas y exige responsabilidad de los ciudadanos con las mismas.

En su texto “Diálogo en torno a la República”, el politólogo italiano


Norberto Bobbio6 defiende el marco legal que acompaña a un sistema
democrático, que en su opinión permite neutralizar la discrecionalidad de
los caudillismos carismáticos, los autoritarismos, o cualquier forma que se
presente como novedosa pero que coarte libertades. La función principal
de la democracia es asegurar la libertad de los individuos frente a los
eventuales excesos del Estado, sostiene. Definida así, la democracia se
distinguiría de la dictadura, por la existencia de un conjunto de
instituciones y procedimientos que garantizarían la libertad de los
individuos.

El problema de esta concepción es que puede llevarnos a imaginar


que una vez establecida la democracia, la sociedad resolverá por sí sola todos
sus problemas. Pero ciudadanía no es solamente la relación con el Estado,
es también la relación entre pares: no es sólo participar, es participación con
institucionalidad; y no es cualquier institucionalidad, es una institucio-
nalidad sustentada en valores democráticos, por el bien común, a partir de
la práctica individual. Al respecto, el mismo Bobbio ha expresado a lo largo
de su obra su preocupación por el poder invisible del Estado, que gobierna
más allá de la voluntad popular; la opacidad de la información que circula
referida a las compras y contrataciones del Estado; las decisiones que se
toman; las prebendas, presiones y mecanismos clientelares; la fuerza de las

5 Se refiere al conjunto de instituciones políticas que organizan al Estado y a la sociedad,


además de las reglas y normas que definen un determinado orden social.

6 Llamado “el socialista liberal”, Norberto Bobbioha analizado las ventajas y desventajas
del liberalismo y el socialismo, tratando de mostrar que quienes defienden ambas
ideologías basan sus actividades en el respeto al orden constitucional y en el rechazo a los
métodos antidemocráticos, incluyendo, como es obvio, el análisis y la crítica a la corrupción
que ha caracterizado la vida política italiana de los últimos años, y el terrorismo al que se
opuso con energía durante las décadas de los años 1960 y 1970.

111
corporaciones y los lobbistas, y afirma que este conjunto de expresiones, al
igual que una participación corporativa y funcional de la ciudadanía en los
asuntos públicos, pueden debilitar un gobierno democrático hasta tornarlo
poco representativo del interés general.

Es decir, por un lado, tenemos un conjunto de instituciones que no


ofrecen tradición de invulnerabilidad y solidez ante el ciudadano porque
en la historia democrática del país han sido permanentemente erosionadas
y no han llegado aún a mostrarse independientes de los poderes
gubernamentales; tenemos también un conjunto cada vez más sólido y
atractivo de normas y leyes que no se cumplen ni se exigen a plenitud y,
finalmente, tenemos una participación ciudadana poco representativa del
conjunto global de la sociedad… En otras palabras, el estado de derecho
no tiene la fuerza y el peso que precisa para sostener el andamiaje de la
construcción colectiva de la ciudadanía.

De otro lado, la relación entre el ciudadano y el Estado es asimismo


frágil: se exige mucho del Estado, pero no se valora en la misma proporción
la corresponsabilidad con éste –el mentado “bien común”, o lo público-; el
ciudadano establece una relación “funcional” con el Estado, esperando
recibir el beneficio de su rol asistencial, sin comprometer su aporte a tal
logro –cumplimiento de obligaciones, corresponsabilidad con la gestión
y/o participación ciudadana con solidaridad-.

Este esquema describe el tránsito vivido en los últimos años por los
ciudadanos bolivianos: ante una crisis de institucionalidad permanente,
las virtudes de la participación social se redujeron a los vicios de la
participación corporativa.

Los derechos indígenas

En un marco de debilidad institucional y de una participación


ciudadana de dudosa calidad, la construcción/evolución ciudadana agregó
nuevos ingredientes a su proceso: el deseo de superar la desigualdad que
impide la vigencia de una cultura y una ciudadanía democrática. La
respuesta fue la apuesta por la legitimación y el cumplimiento de los
derechos de los pueblos indígenas.

Desde 1994, cuando se incorpora el concepto de multiculturalidad


y diversidad en la Constitución Política del Estado, el país ha ido en un

112
franco avance en una de sus más grandes deudas históricas: el
reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas. Aunque el
debate sobre estos derechos no ha estado exento de posiciones e intereses
políticos, el Estado boliviano ha sido firme en su meta de garantizar que
todos los bolivianos y bolivianas –especialmente las mayorías indígenas-
accedan a todos los derechos y servicios que los habilitan como
ciudadanos.

A partir de 2006 y con la aprobación de la nueva Constitución


Política del Estado (2008), Bolivia ha priorizado la incorporación de las
mayorías indígenas no sólo en la conducción del país, sino en el goce de
derechos y beneficios democráticos de los que también habían estado
marginadas, en el marco del respeto a sus usos, costumbres, tradiciones y
cosmovisiones.

Sin embargo, rápidamente se empezó a evidenciar una distancia


entre la base discursiva y la práctica o, dicho de manera, en la supeditación
del fin a los medios. Al objetivo –que todos y cada uno de los bolivianos
goce de la plenitud de sus derechos sociales, económicos y culturales-, se
sobrepuso el camino de la profundización de los particularismos que, si
bien reforzó un sentido de pertenencia identitaria de los pueblos
indígenas, alejó el sentido de pertenencia democrática, de la visión de lo
común por encima de lo particular, que es otra condición para la
consolidación de la cultura ciudadana.

El reconocimiento de nuestra diversidad étnica y cultural es un paso


escencial en el largo camino de transformaciones en procura de una real
igualdad de oportunidades para todos; sin embargo, el intento de llegar a
una ciudadanía democrática efectiva debe superar el conflicto de las
múltiples identidades étnicas.

Una ciudadanía democrática demanda un estado de derecho sólido.


Y el estado de derecho trasciende la particularidades de las identidades
para acoger al conjunto de los actores sociales, independientemente de sus
diferencias, buscando hacer de la coincidencia su mayor fortaleza.

Una forma de concretar este Estado en el estado de derecho, es


reorientando el énfasis de su accionar; no únicamente hacia la atención
de derechos de unos grupos sobre otros, sino a la reducción de las
desigualdades. Es evidente que, en el caso boliviano, se han dado grandes
pasos a través de la distribución de recursos a diferentes segmentos de la

113
población, pero además de ello, se necesitan políticas sociales que mejoren
la educación, la salud, el empleo, etc., y logren que la ciudadanía no precise
de salvaguardas-las identidades diferenciadas de cada grupo o segmento-
para paliar las desigualdades.

Ciudadanía activa: cuando los conceptos se aplican

Hasta acá, podemos concluir que, junto a los procesos históricos –


sociales y políticos-, la construcción de ciudadanía en Bolivia ha
encontrado fortalezas en sus mecanismos de participación y en la
exigibilidad/inclusión de los derechos de los pueblos indígenas del país,
pero ha tenido puntos de tensión –e incluso involución- en la forma cómo
se ha deteriorado la participación ciudadana (corporativismo) y en el
énfasis (también particularista) que se ha dado a los derechos indígenas
como un espacio de fragmentación del tejido social y no de creación de
una conciencia/práctica de bien común.

La democracia boliviana ha avanzado –especialmente en los últimos


años- en la incorporación de normas que buscan no sólo garantizar el respeto
de los derechos de las personas, sino en transformar las prácticas sociales en
pos de una sociedad más equitativa; no obstante, el desafío pendiente está
en cómo los mismos ciudadanos hacen carne estos logros y procuran que el
resultado de los procesos políticos no sea solamente producto de su
participación en elecciones –democracia representativa- sino de una
participación ciudadana corresponsable. ¿Cuáles son las transformaciones
que necesitamos en la cultura de participación ciudadana que tenemos?

Los bolivianos no tenemos una cultura ciudadana consolidada:


nuestro rezago educativo se expresa también en educación ciudadana, en
tolerancia y respeto por el otro; en respeto por lo público y en
solidaridad/compromiso con el bien común. Por otra parte, nuestra cultura
política es débil, propensa a tolerar el autoritarismo, la demagogia, el
prebendalismo y la ausencia de fiscalización (rendición de cuentas); poco
tolerante con el disenso y vulnerable a los vicios de la corrupción. Estos
rasgos, además de impedir logros de gestión pública, nos alejan de la
evolución de nuestra ciudadanía hacia ese ideal de pleno ejercicio de
derechos e igualdad de oportunidades.

De ahí que para pasar del postulado a la realidad, es importante


profundizar el análisis de la ciudadanía activa; es decir ese espacio donde

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el ciudadano, empoderado por el conjunto de derechos y obligaciones
frente al Estado, asume un rol corresponsable en el contexto social que le
permitan superar las desigualdades que persisten y avanzar hacia una
igualdad de oportunidades.

No obstante, no es posible hablar de una ciudadanía activa sino no


se aborda las deficiencias de nuestra cultura ciudadana. Los bolivianos, en
general, oscilamos entre el exitismo y el auto menosprecio (o la
autocompasión); un relativismo ético que nos lleva a no incomodarnos ni
ruborizarnos ante manifestaciones de incoherencia (discursos de
autoridades, propaganda abiertamente demagógica, prácticas culturales y
personales autoritarias y poco compasivas con el bienestar común), ni
cuestionarnos la distancia entre lo que ansiamos como sociedad y lo que
hacemos para lograrlo.

En otras palabras, por un lado, las condiciones de pobreza y de


exclusión aún impiden que hablemos de un real ejercicio de ciudadanía
en este país, pero en vez de encarar estas cuentas pendientes como un
desafío, nos ensalzamos en una sobre estimación del partipacionismo, de
la supremacía de los derechos colectivos y otras conquistas que no guardan
relación unas con otras y que, especialmente, obnubilan el verdadero
debate sobre lo que es preciso hacer para construir una ciudadanía
democrática.

Ciudadanía integradora: la nueva utopía

En este escenario, surge la idea de ciudadanía como “vínculo de


integración social”, es decir, la construcción de un espacio político que
brinde a la democracia un sentido concreto. La CEPAL (2000) hablar de
reformular la idea de “lo público” en tanto espacio de intereses colectivos
que excede lo meramente estatal, facilitando una mayor participación de
los distintos sectores sociales en las instituciones políticas democráticas y
en el desarrollo de mecanismos propios de la sociedad civil que faciliten
una cultura de convivencia y desarrollo colectivo.

El gran desafío, dice la CEPAL, consiste en armonizar la democracia


política con el crecimiento económico y la equidad social. Asimismo,
propone una perspectiva integral que reoriente los patrones de desarrollo
en torno al eje central de la equidad, como estrategia para la integración
social. Se trata de colocar en primer plano la vigencia de los derechos

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humanos, especialmente los derechos económicos, sociales y culturales,
los que junto a los derechos civiles y políticos, dan el marco ético al proceso
de desarrollo.

Pero no es todo, Martín Hopenhayn plantea que la revolución


tecnológica tiene efectos sobre el concepto de ciudadanía en la medida en
que su ejercicio se expande a prácticas cotidianas políticas y culturales
mediante el uso del espacio mediático, produciendo mayor dispersión de
actos y mayor diferenciación de las demandas.

Estos patrones de integración responden a un escenario global,


donde el mercado da sentido de pertenencia y conforma una comunidad
social a partir de la lógica del consumo. Ya no es el Estado – nación el que
estructura una identidad vinculada territorialmente a referentes jurídico-
políticos; es el mercado el que lo hace, por medio de la industria cultural,
la comunicación tecnológica y el consumo segmentado de bienes
materiales y simbólicos atravesado por tradiciones nacionales y flujos
transnacionales.”Junto con la descomposición de la política y el
descreimiento en sus instituciones, otros modos de participación ganan
fuerza. Hombres y mujeres perciben que muchas de las preguntas propias
de los ciudadanos: a dónde pertenezco y qué derechos me da, cómo puedo
informarme, quién representa mis intereses… se contestan más en el
consumo privado de bienes y de los medios masivos que en las reglas
abstractas de la democracia o en la participación colectiva en espacios
públicos”, sostiene. La ciudadanía se vincula así a la afirmación de la
diferencia y la promoción de la diversidad, en tanto autoafirmación
cultural que trasciende su ámbito de pertenencia territorial.

Pensar en términos de ciudadanía, ahora, significa entonces


replantear los mecanismos tradicionales, exigiendo los derechos del
conjunto de todos los ciudadanos. Por lo tanto, la construcción de
ciudadanía se asocia a la responsabilidad estatal de consolidar las
instituciones democráticas y gestar, desde la sociedad, nuevas prácticas
acordes a los ideales democráticos. Sin embargo, la concreción de estos
principios se ve obstaculizada por la gran proporción de población que
queda fuera del sistema productivo, y por ende, del sistema social: a
medida que aumenta el grado de exclusión disminuye la capacidad de
hacer valer los derechos ciudadanos.

En síntesis, la construcción de ciudadanía exigiría un proceso de


integración social y económica tanto en el plano nacional como

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transnacional, partiendo del reconocimiento de la heterogeneidad. Se trata
de recobrar la igualdad en términos de inclusión de los excluidos sin que
esto lleve a la homogeneización cultural.

¿Cómo se unen los procesos con los desafíos?, ¿dónde colocamos el


énfasis en nuestras acciones como Estado y como ciudadanos? Sin duda
no hay una única respuesta, pero también sabemos que cualquier
propuesta debe partir de las coincidencias y puntos comunes antes que de
las diferencias para alcanzar una práctica ciudadana que no sólo apuntale
un desarrollo equitativo y sostenible, sino permita una convivencia digna
entre bolivianos.

El Estado no sólo tiene la obligación de buscar el bienestar común


sino de integrar. Los requisitos en este orden, son fortalecer la
institucionalidad y cualificar la participación, especialmente en un
momento como el que atravesamos, en el cual se tiende a una creciente
urbanización del país que exige otro tipo de códigos sociales que no parte
únicamente del respeto a usos y costumbres, sino, sobre todo de contratos
de convivencia entre muchos, entre diversos.

Dicho de otro manera, ya no se puede apostar por la fragmentación


sino por la integración; por un ejercicio ciudadano cohesionador al amparo
de un Estado integrador, que garantice condiciones y valores democráticos
para propiciar un escenario de oportunidades equitativas en las que el
ciudadano no sólo es beneficiario sino edificador. Cultura democrática,
cultura ciudadana y una nueva cultura política son, ahora, la punta de lanza
de esta nueva fase de construcción ciudadana. Una trilogía y una condición
necesarias para que este periodo de transformaciones estructurales que
atraviesa el país aterrice en la consolidación de un ejercicio ciudadano más
pleno y adecuado a los desafíos de estos tiempos. Para que, sin reparos,
podamos llamarnos ciudadanos…

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