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Un niño muy joven con unas alas diminutas

Llevaba tres meses nevando y toda la familia estaba reunida junto a la cama del viejo abuelito Dimitri. En
realidad la familia no era tan grande: Sasha y Natasha llevaban mucho tiempo intentando tener hijos pero
aún no lo habían conseguido. Aunque no eran muy mayores tampoco eran jóvenes y por eso el abuelo
siempre decía que se les iba a pasar el arroz. Los padres de Sasha habían muerto en un accidente de tren
cuando él era todavía un niño y se había criado con sus abuelos. Luego se casó y aunque no fue muy
lejos, se fue a vivir con su esposa. La familia de ella estaba a miles de quilómetros, sólo los habían visitado
una vez desde la boda. Después de la muerte de la abuelita Masha, Dimitri se mudó a vivir con ellos.
Ahora él estaba enfermo, muy enfermo. La esperanza de ver llegar una primavera más lo había mantenido
aferrado a la vida, pero el invierno era muy duro y la enfermedad no le daba cuartel. Cada mañana pedía a
su nieto que le ayudase a asomarse a la ventana esperando ver algún indicio del final del invierno aunque
la nieve caía suave pero continuamente. Ahora, sus muy debilitadas fuerzas ya no le permitían acercarse
al alféizar, pero para Sasha era ya una costumbre y como cada mañana, se asomó. Al principio pensó que
estaba soñando. ¡No era posible! La primavera aún estaba lejos y mucho más el verano, pero le pareció
que el macizo de rosales había florecido. Tenía que salir, tenía que verlo de cerca. Cuando se dirigía hacia
la puerta el viejo, haciendo un esfuerzo, agarró su mano. Hijito, acercate, dijo con su voz casi apagada.
Sasha se acercó y éste le susurró: Tienes que buscar el arco.
¡Era lo que les faltaba!, el pobre viejo está perdiendo la cabeza. Mientras se ponía alguna ropa para salir
pensaba: ¿Un arco? ¿a que se referiría? Durante los años que vivió con ellos nunca había visto que su
abuelo tuviese un arco, ni siquiera un violín. Y por lo que sabía tampoco lo había tenido después. ¿Para
qué iba a querer un arco su abuelo? Siempre había sido contable y siempre había vivido en la ciudad.
Además no le gustaba nada el campo y muchísimo menos el bosque. La música si que le gustaba, pero
viendo la habilidad y el poco oído que demostraba cuando intentaba acompañar los cantos con palmas era
poco probable que se refiriese a ningún instrumento musical.
Al abrir la puerta una ráfaga de aire le congeló la punta de la nariz. ¿Qué estás haciendo, Sasha? ¿No te
das cuenta de que es una locura? A ver si vas a estar perdiendo la cabeza, como el viejo. Es evidente que
el invierno sigue aquí. Quizá lo que viste no haya sido más que una bolsa de plástico rojo que ha volado de
algún sitio con este vendaval. Se habrá posado cerca del macizo de rosas y aquí estás, como un estúpido,
pensando que puede haber flores en mitad del invierno. ¿No eres muy mayor para seguir creyendo en
milagros? Iba a dar la vuelta cuando volvió a ver el destello rojo. Si se trataba de una bolsa, por qué no
volaba de nuevo con el aire que hacía. Y ¿por qué cuanto más se acercaba más convencido estaba de que
eran rosas? No le quedó más remedio que reconocerlo cuando al fin se acercó y las tocó. Eran rosas rojas,
sin duda. Arrancó una para llevársela a Dimitri. Quizá eso le animase un poco, porque salvo por lo del arco,
hacía semanas que ni ganas de hablar tenía. Pensó en coger otra para su mujer. Últimamente las cosas no
iban muy bien entre ellos. Desde que su abuelo vivía en casa, el cansancio de cuidarlo día y noche y la
falta de intimidad había ido enfriando su relación. Su esposa había pasado por una época de apatía y
ahora se había vuelto un poco irritable. Mientras se decidía, escuchó un ruido en el suelo: era como un
gorjeo. Si no estuviese frente a un macizo de rosas floridas en pleno invierno hubiese pensado que lo que
vio en el suelo era una alucinación. Acurrucado en la nieve, al pie de las rosas, había un bebé. Parecía
estar bien, incluso diría que parecía contento. Lo recogió del suelo y abriendo su abrigo lo protegió del frío
pegándolo a su cuerpo. De nuevo se sorprendió al notar que el bebé desprendía calorcito. ¡No os vais a
creer lo que acabo de encontrar! dijo mientras subía corriendo las escaleras, sin acordarse de quitar el
calzado o la ropa de abrigo. Al llegar a la habitación se encontró a Natasha llorando: Dimitri acababa de
morir.
Cuando su mujer vio el bulto en su abrigo le dijo:
- ¿Qué haces? ¿estás loco? Vuelve a dejar ese bicho en la calle. ¿Cuántas veces te he dicho que no
quiero que traigas animales a casa, Sasha?
- Pero, Natasha… dijo él.
- Ni pero ni nada, Sasha, ahora mismo lo devuelves a la calle, si además debe estar medio muerto con el
frío que hace.
- Pero… pero… es un bebé. - dijo y abriendo el abrigo se lo mostró.
Era casi un recién nacido, sonrosado y feliz. Un bebé aparentemente sano y normal, salvo por el hecho de
que en los omóplatos tenía unas pequeñas alitas, como de gorrión.
Antes de ponerse con los preparativos del entierro debían decidir qué hacer con el bebé. Sasha quería
quedárselo, al fin y al cabo él lo había encontrado. Pero a Natasha todo le parecía una locura. Al final
acabaron discutiendo y se fueron a dormir enfurruñados sin decidir qué harían. Lo único que quedó bien
claro es que al día siguiente él se encargaría de todo lo relacionado con el entierro y ella se quedaría en
casa cuidando al bebé.
A todo el mundo le extrañó no ver a su mujer en el cementerio por eso Sasha decidió que lo mejor era
inventarse alguna excusa. A la única persona que le contó la verdad fue a la tía Katia. Ella en realidad ni
siquiera era de la familia, pero había sido amiga del abuelo desde la infancia y los visitaba con regularidad,
incluso en invierno. Por eso se la llevó a casa para que viese a la criatura. Cuando le contaron a Natasha
lo que había pasado ésta se puso furiosa.
- Por Dios tía Katia, ¿cómo pude casarme con un hombre tan imbécil? ¿Cómo se te pudo ocurrir semejante
majadería? La gente no es tonta Sasha, no van a creer que el niño es nuestro. Es cierto que llevo meses
sin salir de casa pero alguien tenía que haber notado que estaba embarazada. ¿Y cómo vamos a explicar
lo de las alas? ¿Habías pensado en eso?
- ¡Cállate un momento y escucha! - dijo Katia. - ¿Quieres que el bebé acabe en un laboratorio, donde le
hagan cientos de pruebas? Fíjate en sus ojitos, si son iguales a los del abuelo. Apareció en el mismo
momento en que él murió y creo que es la reencarnación de su alma. Mira estas alas, Natasha, ¿sabías
que cuando éramos niños a él le llamaban gorrión?. Después de cuidarlo todo este tiempo ¿vas a dejar
que unos extraños se lo lleven?. Si hasta tiene una pilila pequeñita, como la de Dimitri. Se dio cuenta de
que este último pensamiento no tenía que haberlo expresado en voz alta y se sonrojó. Luego le dió un
ataque de risa que casi le hace perder la dentadura postiza.
Todos rieron, hasta el niño. El corazón de Natasha se ablandó y acabó reconociendo que Katia y Sasha
tenían razón. La criaturita los había elegido a ellos y no podían dejar que le pasase nada malo. Así que
desde ese momento, Dimitri, pues ese fue el nombre que le pusieron, fue el hijo de Sasha y Natasha. Con
el paso de los días al cuidado del bebé la apatía y el enfado de los ojos de Natasha fueron
transformándose entre felicidad y amor: y no sólo cuando miraba a su bebé, también al mirar a su marido.
Cuando al fin llegó la primavera, todo era amor en aquella casa. Bueno, no todo: habían empezado a
preocuparse porque Dimitri, a pesar de haber duplicado su tamaño, seguía pesando lo mismo que cuando
lo encontraron. Sasha pensaba que era normal, al fin y al cabo todo el mundo sabía que las almas no
pesan: había importantes estudios científicos que lo demostraban; pero su mujer pensaba que a pesar de
los riesgos, era mejor llevarlo al médico.
Tuvieron que esperar casi toda la mañana para ser atendidos, pero al final, salvo por las alas y la ausencia
de peso, todo parecía estar perfectamente. Como se temían, el médico les informó de que no podrían
saber más sin someterlo a un montón de pruebas. Indignada, Natasha dijo que no permitiría que tratasen a
su hijo como una atracción de feria: si Dios le había dado unas alas sus razones tendría y ellos no debían
cuestionarlo.
Cuando llegaron a casa se asustaron. El jardín estaba lleno de gente. Los rumores habían corrido más que
ellos. Todo el mundo quería ver al angelito, y en ese caso no era en sentido figurado. Trataron de
expulsarlos de allí, y durante una hora creyeron que lo habían conseguido, pero entonces volvieron a
llegar, y en mayor número. Llamaron a la policía, que tardó más de hora y media en llegar. Dispersaron a
los que se encontraban en el interior de la parcela pero no podían impedirles transitar por la vía pública, así
que pasearon calle arriba y calle abajo hasta que se fue la policía y luego volvieron a ocupar el jardín.
Sasha entendió que no los iban a dejar tranquilos hasta que consiguieran ver al bebé, así que convenció a
su mujer para poner la cuna en la galería durante una hora. Poco a poco fueron pasando; la hora se
convirtió en dos y todavía quedaba gente esperando pero era tarde, el bebé estaba cansado y además
tenía hambre. Hubo numerosas protestas y no consiguieron calmar a la multitud hasta que prometieron
que al día siguiente volverían a sacar al niño a la galería.

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