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CUENTOS REALISTAS, DE TERROR Y FANTÁSTICOS

 El extraño (María Guadalupe Gaitá n Cortés)


 ¡Diles que no me maten! (Juan Rulfo)
 ¿Dónde estás? ( Liana Castello)
 La tristeza (Rosario Barros Peñ a)
 Pájaros en la boca ( Samanta Schweblin)
 El guante de encaje (María Teresa Andruetto)
 El hombre sin cabeza (Ricardo Mariñ o)
 La mano (Guy de Maupassant)
 La pata de mono (W.W. Jacobs)
 Muerte de un hermano (Haroldo Conti)
 La escopeta (Julio Ardiles Gray)
 Beatriz, una palabra enorme (Mario Benedetti)
 Manos (Elsa Bornemann)
 Como una buena madre (Ana María Shua)

El extraño
María Guadalupe Gaitán Cortés

Acuérdate, Rosita, de aquella conversació n que tuvimos hace quince añ os. ¡Qué te vas a acordar, si
tenías só lo tres añ itos de edad! Pero yo te hablaba a ti como persona mayor, como si de todo me
entendieras, porque no tenía a nadie má s para decirle mi pena, esa pena enorme que me destruyó el
amor. Digo mal, Rosita, hija mía, destruyó el amor que le tenía al hombre que fue tu padre, porque mi
amor no se destruyó , só lo se desvió para volcarse todito en ustedes mis tres niñ as, mis muchachitas.
Ahora somos tres, te dije aquel día, con esta pequeñ a hermanita que Dios te ha dado. Pero, ¿de veras
fue Dios? Yo pienso que fue la debilidad que tuve al abrirle mi cuerpo a tu padre, cuando ya no tenía
ningú n derecho: y así nació Teresita.
¿Cuá ndo se fue tu padre por primera vez al norte? Todavía estaba recién casada, mis ilusiones como
flores mañ aneras asomaban a la vida, con el amor brotando como yerba fresca, verde y prometedora.
Un mal día se fue a trabajar al norte, dijo que a conseguir má s dinero para las dos, para ti, Rosita, que
ya empezabas a hacerte notar en mis entrañ as. Las mujeres del pueblo me decían: “No dejes que se
vaya, amá rralo con tu amor ahora que es tiempo; por allá la ambició n y la distancia los devoran y no
vuelven má s”. Pero ya el gusanito verde del dó lar había picado su corazó n. Eso es lo que te dije hace
quince añ os, y mira có mo ha pasado el tiempo.
Tal vez desde entonces para mí todos los hombres son bichos raros, a los que se me ocurre aplastar
lentamente, para hacerlos sufrir y cobrarme lo que uno de ellos a nombre de todos me hizo.

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Ahora, Teresita, que la Mela y tú son unas señ oritas, la gente del pueblo sale con que ustedes son
unas ingratas, que no tendrá n cabida en el cielo, que son malas hijas. ¡Si para mí son las mejores hijas
del mundo! ¡Y ustedes no tienen padre, se murió hace mucho tiempo, se mató él só lito!
Cuando tú viniste al mundo estaba yo sola. Mi madre ya había muerto. Una vecina por caridad vino a
acompañ arme, doñ a Chole, la atolera, que se detuvo aquí un día completo ayudá ndome a que
nacieras. Después me mandaba todas las mañ anas mi atolito para que tú lo bebieras luego convertido
en leche. Esa fue toda nuestra compañ ía. Ya para entonces se habían terminado todos los ahorros, y
empecé a vender lo poco que teníamos: las ollas, la licuadora, aquella colcha de percal hecha con
pedacitos de amor y con hilos de suspiros, aquélla que todas me envidiaban y yo la guardaba para
estrenarla cuando él viniera. Vendí todo, hasta las sillas. Só lo quedó en un rincó n la cama, que
encontró él cuando regresó al añ o, sin dinero porque todo lo había gastado en regresar para
conocerte. Con qué amor lo recibimos las dos. Tú dibujaste al verlo tu primera sonrisa y no cesabas
de platicarle con gorgoritos de pajarito mañ anero; pero ni eso lo amarró : se fue de nuevo, y otra vez
el olvido. Ni una carta, ni un centavo.
Pronto me di cuenta de que venía la Mela y que no teníamos ni para comer. Fue entonces cuando me
decidí y trabajé como sirvienta un añ o, lavando ropa con mis manos, de las que primero brotó
sangre, y luego se me hicieron rudas como las de un campesino y ya se acostumbraron. A lo que no se
acostumbraron nunca fue a no mecerte cuando te dejaba sola con la buena doñ a Chole, que siempre
me decía: -Vaya con Dios; la criatura sabe que es huerfanita, y se queda siempre muy quietecita
viéndome hacer el atole.
Así que cuando vino tu padre otra vez, ahora sin dinero, pero con muchas presunciones, encontró su
escudo, y me dijo: “Ah, ya tienes tu má quina y otra chiquilla, que a lo mejor ni es mía. Qué casualidad,
y hasta pá lujitos tienes, ¡éh!”.
El venía con ropa nueva, con un reloj que hablaba la hora en un idioma que nadie entendía, con una
grabadora que cargaba para todas partes, como para que todos se dieran cuenta de que ganaba muy
bien. Mientras tú , la Mela y yo comiendo a veces las sobras de la casa a donde iba a lavar la ropa.
Y así fue cuando tenías tres añ os nació Teresita, frá gil y debilucha porque ya mis pulmones
empezaban a resentir tanta lavadera. Desde entonces me duele mucho la espalda, y luego esa tos que
nunca se me quita.
Tu padre regresó al añ o, siempre al añ o, cuando en el norte hace frío, la nieve cubre todo y no hay
trabajo en el campo. Estaba con nosotras en ratitos, porque se iba a la cantina a gastar lo que nos
había traído, pero que no nos lo daba porque quién sabe de quién fueran tus hermanitas y él no iba a
mantener hijos ajenos, eso me decía. Y aunque era muy fá cil sacar las cuentas de los nacimientos de
ellas, que fueron siempre a los nueve meses de sus visitas, eso decía él, como pretexto para
emborracharse ese añ o que trajo tantito dinero.
En el pueblo nadie hablaba mal de mí. Al contrario, decían que ya parecía una santa de todo lo que le
aguantaba a tu padre y de lo mucho que me dedicaba a ustedes; pero santa y todo, ya ese añ o había
tomado precauciones para no salir embarazada, e hice muy bien a pesar de lo que decía el señ or cura,
de que debíamos tener los hijos que Dios nos mandara, y la mera verdad no tuve ningú n
remordimiento. Por eso a los dos añ os que él regresó no encontró niñ o nuevo, y se fue a gastar su
dinero en las cantinas, pretextando que yo no quería darle má s que “viejas”, y que cuando tocaba
hombrecito no había sabido atraparlo, y que por la decepció n tardaría mucho, mucho en regresar.
No me extrañ ó eso ni todas sus habladas, porque ya su amor era un rescoldo, y porque me habían
informado de que por allá se había buscado una gringa a la que le daba por ley de aquel país casi todo

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su dinero, y con la cual no tenía hijos porque ella no quería tenerlos; que se había juntado con ella
para tener derechos, y así ganaba mucho má s dinero del que nunca nos tocó ni una tandita.
Pasaron añ os. Nos manteníamos ya muy bien con mis costuras, pues en el pueblo me mandaban
hacer todos los vestidos; tú estabas mayorcita y me ayudabas a pegar botones y a hacer bastillas.
Hasta que un añ o vino tu padre con su gringa. Ya no llegó a nuestra casa. Esa vez que vino con la otra
llegó en un carro grande, casi nuevo, gastando má s que nunca y con mejores ropas. A todos le trajo
regalos, menos a nosotras. A mí apenas si me saludó , y como a escondidas de la mujer gringa. Un día
que yo no estaba él vino a verlas a ustedes, -¿Te acuerdas Rosita? ¿Y qué les dijo? Que esa señ ora era
su prima. Esa vez no se emborrachó , y cuando se fue ni siquiera se despidió . Se fue para no volver ya
nunca.
Porque sí, Rosita, tú y tus hermanas y yo tenemos razó n, digan lo que digan en el pueblo. El hombre
que tocó hace dos días en esta puerta, no es tu padre. Dijiste bien, hija mía: en esta casa no hay padre.
Son ustedes de tierra, como los huevos de algunas gallinas, ya sí como a ellas nadie les reclama por
no tener gallo, nadie tiene por qué reclamarnos que después de una vida de estar solas, sin hombre;
ese extrañ o, enfermo, pobre, hambriento que tocó a nuestra puerta, y que les dijo a ustedes mis hijas,
que era su padre, y que venía a quedarse para siempre con nosotras, y al que tú , Rosita, y también tus
hermanitas, le contestaron que en esta casa no tenemos esposo ni padre, y le cerraron la puerta; ese
hombre no tenía por qué pedir clemencia, pues perfectamente sabía que la puerta de nuestro
corazó n hace mucho está cerrada para cualquier extrañ o que quiera entrar por ella, y ese hombre es
un extrañ o.

¡Diles que no me maten!


Juan Rulfo

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo
hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañ as y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por
caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá .
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabará n por saber quién soy y
les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamañ o.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lá stima de mí. Nomá s eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.

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Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral.
Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocú pate de ir allá y ver qué cosas haces por mí.
Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañ ana y él seguía todavía allí, amarrado a
un horcó n, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para
apaciguarse, pero el sueñ o se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada.
Só lo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan
grandes de vivir como só lo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería
aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo
que matar a don Lupe. No nada má s por nomá s, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque
tuvo sus razones. É l se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueñ o de la Puerta de Piedra, por má s señ as su compadre. Al que él, Juvencio
Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueñ o de la Puerta de Piedra y que, siendo también su
compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio có mo se le
morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía
negá ndole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola
de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a
don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el
agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí,
siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomá s se vivía oliendo
el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don
Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal má s que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó :
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes.
Ahí se lo haiga si me los mata.
“Y me mató un novillo.
“Esto pasó hace treinta y cinco añ os, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo
del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la
salida de la cá rcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomá s por no perseguirme,
aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito
que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya
ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y segú n eso debería estar olvidada. Pero, segú n eso, no lo
está .
“Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo,
solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también

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dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de
ellos, no había que tener miedo.
“Pero los demá s se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir
robá ndome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
“-Por ahí andan unos fureñ os, Juvencio.
“Y yo echaba pal monte, entreverá ndome entre los madroñ os y pasá ndome los días comiendo
verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso
duró toda la vida . No fue un añ o ni dos. Fue toda la vida.”
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la
gente; creyendo que al menos sus ú ltimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto -pensó -
conseguiré con estar viejo. Me dejará n en paz”.
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de
repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse
pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su
cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que
andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la
nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intenció n de salir a
buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dó nde, con tal de no bajar al
pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demá s, sin meter las manos. Ya lo ú nico que
le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo
mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá , de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los
siguiera. É l anduvo solo, ú nicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía
correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el
miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezó n en el estó mago que le llegaba de pronto
siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca
con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies
pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazó n le pegaba con todas sus fuerzas en las
costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algú n lugar podría aú n quedar alguna esperanza. Tal vez ellos
se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin
estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía má s, llena de ese olor como de
orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los añ os, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a
pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta añ os de vivir sobre de ella, de
encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo
rato desmenuzá ndola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el ú ltimo, sabiendo casi
que sería el ú ltimo.

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Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo
soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho dañ o a nadie, muchachos”, iba a decirles,
pero se quedaba callado. “Má s adelantito se los diré”, pensaba. Y só lo los veía. Podía hasta imaginar
que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado
ladeá ndose y agachá ndose de vez en cuando para ver por dó nde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñ ida en que todo parece
chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles
que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido,
caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al
cabo la milpa no se lograría de ningú n modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las
aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero,
para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantá ndose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara;
só lo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar,
no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho dañ o a nadie -eso dijo. Pero nada cambió . Ninguno de los bultos pareció darse
cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada má s que decir, que tendría que buscar la esperanza en algú n otro
lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos
cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. É l, con el sombrero en la mano, por respeto,
esperando ver salir a alguien. Pero só lo salió la voz:
-¿Cuá l hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregú ntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú ! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregú ntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió .
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá , al otro lado de la pared
de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo
difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con
nosotros, eso pasó .
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“Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavá ndole después una pica de buey en el
estó mago. Me contaron que duró má s de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un
arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber
que el que hizo aquello está aú n vivo, alimentando su alma podrida con la ilusió n de la vida eterna.
No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar
donde yo sé que está , me da á nimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No
debía haber nacido nunca”.
Desde acá , desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó :
-¡Llévenselo y amá rrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo.
¡No me mates…!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos
modos. Me he pasado cosa de cuarenta añ os escondido como un apestado, siempre con el pá lpito de
que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señ or
me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amá rrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcó n. Había venido su hijo
Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el
camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresió n. Y luego le hizo
pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo
para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañ ará n -iba diciéndole-. Te mirará n a la cara y creerá n que no eres tú . Se
les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto
tiro de gracia como te dieron.

¿Dónde estás?
Liana Castello
A veces miro a mi madre y me pregunto quién es y, sobre todo, dó nde está . La vejez le jugó una mala
pasada. Se llevó una parte de su memoria, mezcló su pasado y su presente, haciendo incierto su
futuro.
Demencia senil, dicen los médicos; un gran dolor, digo yo.

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Hay enfermedades que dañ an el cuerpo, y otras que lastiman la mente y, en parte, el alma.
Mi madre está internada, y todos los días voy a visitarla.
Antes de entrar, no puedo evitar preguntarme a quién voy a encontrar, y no siempre parece ser mi
madre.
Muchas veces no sabe quién soy, ni có mo me llamo. Otras, cree que yo soy su madre, otras, su
hermana. Va y viene en el tiempo, entre recuerdos, fantasías y realidades.
Trato, casi siempre infructuosamente, de traerla conmigo, de recordarle no solo quien soy yo, sino
también quién es ella.
Es muy doloroso ver a alguien, a quien tanto amamos, perdido, vagando por mundos a los que no
podemos acceder y que, presumo, no son nada agradables.
Hay momentos en los que me agrede, y, si bien me duele el alma, sé que no es ella quien lo está
haciendo.
Suelo pensar que hubiese sido preferible que su cuerpo enfermase y no su mente. En un cuerpo
enfermo, aun en los má s castigados, uno puede seguir siendo uno mismo, nuestra esencia puede
mantenerse intacta. El cuerpo de mi madre goza de buena salud, pero ella tampoco es consciente de
ello.
No puedo hacer má s que acompañ arla, no es poco, pero no alcanza para que regrese de verdad a mi
lado.
Me siento sola, como si ella ya no fuese parte de este mundo. No soy una niñ a, lejos estoy de serlo,
pero me he dado cuenta de que no hay edad para necesitar a una madre y yo quisiera que ella
estuviese conmigo.
La extrañ o, pero sé que la extrañ aré aú n má s cuando se haya ido definitivamente y que mi
desamparo será aun mayor.
Entonces, cada vez que esa sensació n de desamparo me alcanza, tomo su mano y la aferro a la mía.
Algunas veces, solo algunas, ella me mira, me reconoce y sonríe.
Solo en esas ocasiones no me pregunto dó nde está , simplemente, porque, en ese preciso momento,
está conmigo, con todo lo que eso significa.

La tristeza
Rosario Barros Peña
El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo
estoy mal. Se la he puesto en la mesilla, debajo del tazó n lleno de leche que le dejé por la mañ ana. He
metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he comido la
mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del tazó n de leche. Mi madre sigue igual,
con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada.
Huele a sudor la habitació n, pero cuando abrí la persiana ella me gritó . Dice que si no se ve el sol es
como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé que los días corren porque la lavadora está
llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe nada má s, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está
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encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al principio es divertida. Se
puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque
hay má s tristeza sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no
puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y
cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la
mesa del comedor.

Pájaros en la boca
Samanta Schweblin

Apagué el televisor y miré por la ventana. El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las
balizas puestas. Pensé si había alguna posibilidad real de no atender, pero el timbre volvió a sonar:
ella sabía que yo estaba en la casa. Fui hasta la puerta y abrí.
–Silvia –dije.
–Hola –dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada–. Tenemos que hablar.
Señ aló el silló n y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace
cuatro añ os atrá s, sigo siendo un imbécil.
–No va a gustarte. Es… es fuerte –miró su reloj–. Es sobre Sara.
–Siempre es sobre Sara –dije.
–Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay tiempo. Te venís a casa
ahora mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.
–¿Qué pasa?
–Ademá s, le dije a Sara que ibas a ir, así que te espera.
Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuá l sería el pró ximo paso, hasta que ella frunció el
ceñ o, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras ella.

Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia colgando
de los balcones del primer piso. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba en el
silló n. Aunque ya había terminado las clases por ese añ o, llevaba puesto el jumper de la secundaria,
que le quedaba como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba erguida, con las rodillas juntas y
las manos sobre las rodillas, concentrada en algú n punto de la ventana o del jardín, como si estuviera
haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de que, aunque siempre había sido
má s bien pá lida y flaca, se le veía rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían má s fuertes,
como si hubiera estado haciendo ejercicio unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve
rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:
–Hola, papá .

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Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender que algo estaba mal
en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí habérmela
llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana,
había una jaula. Era una jaula para pá jaros –de unos setenta, ochenta centímetros –; colgaba del
techo, vacía.
–¿Qué es eso?
–Una jaula –dijo Sara, y sonrió .
Silvia me hizo una señ a para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para
verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el silló n, mirando hacia la calle, como si nunca
hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.
–Mirá , vas a tener que tomarte esto con calma.
–Dejame de joder, ¿qué pasa?
–La tengo sin comer desde ayer.
–¿Me está s cargando?
–Para que lo veas con tus propios ojos.
–Ahá … ¿está s loca?
Dijo que volviéramos al living y me señ aló el silló n. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y la
vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.
–¿Qué le pasa a tu madre?
Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Su pelo negro y lacio estaba atado en
una cola de caballo, con un flequillo que le llegaba casi hasta los ojos. Silvia volvió con una caja de
zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la
abrió , sacó de la caja un gorrió n muy pequeñ o, del tamañ o de una pelota de golf, lo metió dentro de la
jaula y la cerró . Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez cajas
similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se levantó , su cola de caballo brilló a
un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula dando un brinco, paso de por medio, como hacen las
chicas que tienen cinco añ os menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie,
abrió la jaula y sacó el pá jaro. No pude ver qué hizo. El pá jaro chilló y ella forcejeó un momento,
quizá porque el pá jaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió
hacia nosotros el pá jaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentó n y las dos manos manchadas
de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió , y sus dientes rojos me obligaron
a levantarme de un salto. Corrí hasta el bañ o, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me
seguiría y se pondría a echar culpas y directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me
lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso de arriba.
Abrieron y cerraron algunas veces la puerta de entrada. Sara preguntó si podía llevar con ella la foto
de la repisa. Cuando Silvia contestó que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta cuidando de no hacer
ruido, y me asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia cargaba la jaula
en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intenció n de salir de la casa gritá ndoles unas
cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se
dieron un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento del acompañ ante.
Esperé a que volviera y cerrara la puerta.

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–¿Qué mierda…?
–Te la llevá s –fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.
–¡Dios Santo, Silvia, tu hija come pá jaros!
–No puedo má s.
–¡Come pá jaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos?
Silvia se quedó mirá ndome, desconcertada.
–Supongo que los traga también. No sé si los pá jaros… –dijo y se quedó mirá ndome, desconcertada.
–No puedo llevá rmela.
–Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.
–¡Pero come pá jaros!
Fue hasta el bañ o y se encerró . Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó alegremente
desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos torpes hacia
la puerta, rezando porque ese tiempo alcanzara para volver a ser un ser humano comú n y corriente,
un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado, frente a la
gó ndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las má s adecuadas.
Pensé en cosas como que si se sabe de personas que comen personas entonces comer pá jaros vivos
no estaba tan mal. También que desde un punto de vista naturista es má s sano que la droga, y desde
el social, má s fá cil de ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche
seguí repitiendo come pá jaros, come pá jaros, come pá jaros, y así.
Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija –
que habían guardado en el baú l–, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había traído del garaje.
No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando
entramos le señ alé el cuarto de arriba. Después de que se instaló la hice bajar y sentarse frente a mí,
en la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba
infusiones.
–Comés pá jaros, Sara –dije.
–Sí, papá .
Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:
–Vos también.
–Comés pá jaros vivos, Sara.
–Sí, papá .
Me acordé de Sara a los cinco añ os, sentada a la mesa con nosotros, llegando apenas a su plato,
devorando faná ticamente una calabaza, y pensé que, de alguna forma solucionaríamos el problema.
Pero cuando la Sara que tenía frente a mí volvió a sonreír, y me pregunté qué se sentiría tragar algo
caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas en la boca, y me tapé con la mano, como hacía
Silvia, y la dejé sola frente a los dos cafés, intactos.

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Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el día en el living, erguida en el silló n con las rodillas juntas y
las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me aguantaba las horas consultando en
internet infinitas combinaciones de las palabras «pá jaro», «crudo», «cura», «adopció n», sabiendo que
ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de
las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca
y me daban ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave, herméticamente encerrada, como
esos insectos que se cazan de chico y se guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba.
¿Podía hacerlo? Una vez vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los
sostenía así un rato, con la cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente al
pú blico sonriendo y llevando los ojos hacia arriba, como si eso le diera un gran placer. Ahora pensaba
en esa mujer casi todas las noches, dando vueltas en la cama sin poder dormir, considerando la
posibilidad de internar a Sara en un centro psiquiá trico. Quizá podría visitarla una o dos veces por
semana. Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto
aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá s era una buena opció n para
todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso,
su madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme.
Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta de entrada,
del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le señ alé el cuarto
de arriba. Cuando bajó le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pá lida y las manos le
temblaban tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Cada
uno sabía lo que pensaba el otro. Yo podía decir «esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella
podía decir algo absurdo como «esto pasa porque nunca le prestaste atenció n». Pero la verdad es que
ya está bamos muy cansados.
–Yo me encargo de esto –dijo Silvia antes de salir, señ alando las cajas de zapatos. No dije nada, pero
se lo agradecí profundamente.

En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras y lá cteos. Yo me


limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba al supermercado dos o tres veces por semana.
A veces, aunque no tuviera nada que comprar, pasaba por él antes de volver a casa. Tomaba un
chango y recorría las gó ndolas pensando en qué es lo que podía estar olvidá ndome. A la noche
mirá bamos juntos la televisió n. Sara erguida, sentada en su esquina del silló n, yo en la otra punta,
espiá ndola cada tanto para ver si seguía la programació n o ya estaba otra vez con los ojos clavados
en el jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de Sara
frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara y entonces decía:
–Permiso, papá .
Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el volumen del
televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después las
canillas del bañ o, y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y
serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en pijama.
Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algú n principio de
agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era inú til.
Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se le veía cada vez má s hermosa, como si se
pasara el día ejercitando bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el piso
junto a la puerta, detrá s de la lata de café, entre los cubiertos, todavía hú meda en la pileta del bañ o.
Las recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y las tiraba por el inodoro. A veces me
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quedaba mirando có mo se iban con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba,
como un espejo otra vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al
supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara, en
qué es lo que habría en el jardín.

Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía
visitarnos. Me preguntó si me arreglaría sin ella y entonces entendí que no poder visitarnos
significaba que no podría traer má s cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo bien, si la
había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía
que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí. Miramos televisió n. Cuando traje mi
comida Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, y só lo
entonces volvió al programa que está bamos mirando.
Al día siguiente, antes de volver a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi chango,
lo de siempre. Paseé entre las gó ndolas como si hiciera un reconocimiento del sú per por primera vez.
Me detuve en la secció n de mascotas, donde había comida para perros, gatos, conejos, pá jaros y
peces. Levanté algunos alimentos para ver de qué eran. Leí con qué estaban hechos, las calorías que
aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la secció n
de jardinería, donde só lo había plantas con o sin flor, macetas y tierra, así que volví otra vez a la
secció n mascotas y me quedé ahí pensando en qué haría a continuació n. La gente llenaba sus changos
y se movía esquivá ndome. Anunciaron en los altoparlantes la promoció n de lá cteos por el día de la
madre y pasaron un tema meló dico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañ aba a su
primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a la secció n de enlatados.
Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo caminar
nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto, no había
subido desde que ella había llegado, quizá el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de
mugre y plumas.
La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las jaulas de
pá jaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrió n que había visto
en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco má s grandes. Estuve ahí un rato, hasta que
un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en algú n pá jaro. Dije que no, que de
ninguna manera, que só lo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia la calle,
después entendió que realmente no compraría nada, y regresó al mostrador.
En casa Sara esperaba en el silló n, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.
–Hola, Sara.
–Hola, papá .
Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se le veía tan bien como en los días anteriores.
Preparé mi comida, me senté en el silló n y encendí el televisor. Después de un rato Sara dijo:
–Papi...
Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen del televisor, dudando de que realmente me
hubiera hablado, pero ahí estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, mirá ndome.
–¿Qué? –dije.
–¿Me querés?
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Hice un gesto con la mano, acompañ ado de un asentimiento. Todo en su conjunto significaba que sí,
que por supuesto. ¿Era mi hija, no? Y aú n así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi ex
mujer habría considerado «lo correcto», dije:
-Sí, mi amor. Claro.
Y entonces Sara sonrió , una vez má s, y miró el jardín durante el resto del programa.
Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitació n, yo dando vueltas en mi
cama hasta que me quedé dormido. Al día siguiente llamé a Silvia. Era sá bado, pero no atendía el
teléfono. Llamé má s tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje, pero no contestó . Sara
estuvo toda la mañ ana sentada en el silló n, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco
desarreglado y ya no se sentaba tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:
-Sí, papá .
-¿Por qué no salís un poco al jardín?
-No, papá .
Pensando en la conversació n de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me quería,
pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja,
cuidando que Sara no me escuchara, dije en el contestador:
–Es urgente, por favor.
Esperamos sentados cada uno en su silló n, con el televisor encendido. Unas horas má s tarde Sara
dijo:
–Permiso, papá .
Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor para escuchar mejor: Sara no hizo ningú n ruido. Decidí
que llamaría a Silvia una vez má s pero levanté el tubo, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la
veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pá jaro chico, el má s chico que tuviera. El
vendedor abrió un catá logo de fotografías y dijo que los precios y la alimentació n variaban de una
especie a la otra.
- ¿Le gustan los exó ticos o prefiere algo má s hogareñ o?
Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor
se quedó en silencio, mirá ndome. Señ alé un pá jaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un lado a
otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de cartó n
verde, con pequeñ os orificios calados alrededor, una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un folleto
del criadero con la foto del pá jaro en el frente.
Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa, subí y entré al
cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró , pero ninguno de los dos dijo
nada. Se le veía tan pá lida que parecía enferma. El cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del
bañ o entornada. Había unas treinta cajas de zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas de modo
que no ocuparan tanto espacio, y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca
de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había llevado de la casa de
su madre. El pá jaro se movió y sus patas se escucharon sobre el cartó n, pero Sara permaneció
inmó vil. Dejé la caja sobre el escritorio y, sin decir nada, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me
di cuenta de que no me sentía bien. Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto
del criadero, que todavía llevaba en la mano. En el reverso había informació n acerca del cuidado del

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pá jaro y sus ciclos de procreació n. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los
períodos cá lidos y las cosas que podían hacerse para que los añ os de cautiverio fueran lo má s
amenos posible. Escuché un chillido breve, y después la canilla de la pileta del bañ o. Cuando el agua
empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las
escaleras.

El guante de encaje
María Teresa Andruetto

Cierta vez, un paisano de La Aguada viajaba con su hijo en carro por el camino viejo que une al
poblado que llaman Capilla de Garzó n con Pampayasta. Cuando iban pasando por el campo de los
Zá rate, en el cruce mismo con el camino nuevo, una mujer muy joven vestida de fiesta, los detuvo.
Aunque era muy entrada la noche, la habían visto de lejos porque la luz de la luna era intensa y el
color del vestido, blanco brillante. – Mi novio se ha enojado conmigo y me ha dejado sola en el medio
del campo –dijo cuando el carro se detuvo- ¿Podrá usted llevarme hasta la entrada de Pampayasta?
Yo vivo ahí.
-Como no, señ orita – contestó el paisano, y él y su hijo le hicieron un lugar en el carro. Viajaron en
silencio un buen rato, hasta que empezaron a hablar de cosas sin importancia, má s por ser amables
que por verdadera necesidad de decir algo. En esas conversaciones ella confesó que le gustaba
demasiado el baile y que se llamaba Encarnació n.
Era una noche de crudo invierno y la joven estaba desabrigada. Cuando el paisano la vio temblar,
dijo: - Convide, hijo, a Encarnació n con un bollo de anís y un trago de ese vino de canela que
llevamos, que es bueno para los enfriamientos. Y el muchacho le ofreció pan y vino. Ella pegó un
bocado grande al bollo y tomó desesperada unos tragos. Algo de vino cayó sobre el vestido y dejó allí,
en el pecho, una mancha rosada como un pétalo- - ¡Qué Lá stima! – habló ella- ¡Era tan blanco!
Pero siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiera dicho que iban
a pasar añ os antes de que volvieran a ofrecerle algo.
Cuando llegaron a la entrada de Pampayasta, muy cerca de donde esta el boliche de Severo Andrada,
les dijo que habían llegado. El paisano detuvo el carro y ella bajó y fue corriendo a meterse en la casa
de la esquina, frente al cruce. Padre e hijo siguieron viaje. Habían hecho una cuantas leguas cuando el
hijo vio brillar algo en el piso del carro. Se agachó y descubrió un guante blanco de encaje
fosforescente. Entonces se lo mostró a su padre y decidieron volver a la casa donde habían dejado a
Encarnació n, para devolvérselo.
Hicieron de regreso las leguas que habían andado, hasta la zona del boliche de Severo Andrada, y se
detuvieron en la esquina, frente al cruce. Bajaron los dos, pero fue el padre quien golpeó las manos. -¡
Avemaríapurísima!- llamó como lo hacen los paisanos. Le contestaron los perros. Y después, la voz de
un hombre recién arrancado del sueñ o: -¿Qué se le ofrece?
-¿Aquí vive una señ orita llamada Encarnació n? -preguntó el paisano. El dueñ o abrió la puerta. Estaba
pá lido. Y se quedó mirando a los dos forasteros sin decir palabra.
-Venimos a devolverle un guante. Se lo ha olvidado hace un momento en nuestro carro. El hombre
siguió mirá ndolos en silencio.

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-No lo tome a mal-insistió el paisano-.Tuvo un problema y nos pidió que la acercá ramos. -El hombre
seguía en silencio.
El hijo estuvo con la mano extendida, acalambrada de tanto ofrecer el guante al dueñ o de casa, hasta
que éste habló : - Es mi hija, pero está muerta...ayer se cumplieron veinte añ os...
-Dijo que venía de bailar...recordó el paisano.
-Hace veinte añ os...contó el padre- para el día de Santa Rosa, murió bailando en las fiestas patronales.
Del corazó n, sabe?
Los dos hombres que habían llegado en el carro, así como estaban, pegaron media vuelta
murmurando una disculpa. Pero el padre de la joven reclamó : - El guante...por favor. Es para
llevá rselo a la tumba. Todos los añ os, para la fiesta de Santa Rosa, se olvida algo en alguna parte y
hay que ir a ponérselo.
El muchacho entregó el guante encaje. Después alcanzó en silencio a su padre que ya estaba sentado
en el carro azuzando a los caballos.

El hombre sin cabeza


Ricardo Mariño

El hombre, el escritor, solía trabajar hasta muy avanzada la noche. Inmerso en el clima inquietante de
sus propias fantasías escribía cuentos de terror. La vieja casona de aspecto fantasmal en la que vivía
le inspiraba historias en las que inocentes personas, distraídas en sus quehaceres, de pronto
conocían el horror de enfrentar lo sobrenatural.
Los cuentos de terror suelen tener dos protagonistas: uno que es víctima y testigo, y otro que
encarna el mal. El "malo" puede ser un muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de
apoderarse de la mente de un pobre mortal, alguna criatura de otro mundo que trata de ocupar un
cuerpo que no es el suyo, un hechicero con poderes diabó licos...
Un escritor sentado en su silló n, frente a una computadora, a medianoche, en un enorme caseró n que
só lo él habita, se parece bastante a las indefensas personas que de pronto se ven envueltas en esas
situaciones de horror. Absorto en su trabajo, de espaldas a la gran sala de techos altos, con muebles
sombríos y una lú gubre iluminació n, bien podría resultar él también una de esas víctimas que no
advierten a su atacante sino hasta un segundo antes de la fatalidad.
El cuento que aquella noche intentaba crear Luis Lotman, que así se llamaba el escritor, trataba sobre
un muerto que, al cumplirse cien añ os de su fallecimiento, regresaba a la antigua casa donde había
vivido o, mejor dicho, donde lo habían asesinado.
El muerto regresaba con un cometido: vengarse de quien lo había matado. ¿Có mo podía vengarse de
quien también estaba muerto? El muerto del cuento se iba a vengar de un descendiente de su
asesino.
Para dotar al cuento de detalles realistas, al escritor se le ocurrió describir su propia casa. Tomó un
cuaderno, apagó las luces y recorrió el caseró n llevando unas velas encendidas. Quería experimentar
las impresiones del personaje-víctima, ver con sus ojos, percibir e inquietarse como él. Los detalles
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precisos dan a los cuentos cierto efecto de verosimilitud: una historia increíble puede parecer verdad
debido a la ló gica atinada de los eslabones con que se va armando y a los vívidos detalles que crean el
escenario en que ocurre.
La casa del escritor era un antiquísimo caseró n heredado de un tío —hermano de su padre— muerto
de un modo macabro hacía muchos añ os. Los parientes má s viejos no se ponían de acuerdo en có mo
había ocurrido el crimen, pero coincidían en un detalle: el cuerpo había sido encontrado en el só tano,
sin la cabeza.
De chico, el escritor había escuchado esa historia decenas de veces. Muchas noches de su infancia las
había pasado despierto, aterrorizado, atento a los insignificantes ruidos de la casa. Sin duda, esa
remota impresió n influyó en el oficio que Lotman terminó adoptando de adulto.
Proyectada por la luz de las velas, la sombra de Lotman reflejada en las altas paredes parecía un
monstruo informe que se moviera al lento compá s de una danza fantasmal. Cuando Lotman se
acercaba a las velas, su sombra se agrandaba ocupando la pared y el techo; cuando se alejaba unos
centímetros, su silueta se proyectaba en la pared... sin la cabeza.
Ese detalle lo sobrecogió . ¿Có mo podía aparecer su sombra sin la cabeza?
Tardó un instante en darse cuenta de que só lo se trataba de un efecto de la proyecció n de la sombra:
su cuerpo aparecía en la pared y la cabeza en el techo, pero la primera impresió n era la de un cuerpo
sin cabeza.
Anotó en su cuaderno ese incidente, que le pareció interesante: el protagonista camina
alumbrá ndose con velas y, como algo premonitorio, observa que en su sombra falta la cabeza. El
personaje no se asusta, es só lo un hecho curioso. No se asusta porque él desconoce que en minutos
su destino tendrá relació n con un hombre sin cabeza. Y no se asusta —pensó Lotman—, porque así
se asustará má s al lector.
Terminó de anotar esa idea, cerró el cuaderno y decidió bajar al só tano.
Los apolillados encastres de la escalera emitían aullidos a cada pie que él apoyaba. En un añ o de vivir
allí só lo una vez se había asomado al só tano, y no había permanecido en él má s de dos minutos
debido al sofocante olor a humedad, las telas de arañ a, la cantidad de objetos uniformados por una
capa de polvo y la desagradable sensació n de encierro que le provocaba el conjunto. Cien veces se
había dicho: "Tengo que bajar al só tano a poner orden". Pero jamá s lo hacía.
Se detuvo en el medio del só tano y alzó el candelabro para distinguir mejor. Enseguida percibió el
olor a humedad y decidió regresar a la escalera. Al girar, pateó involuntariamente el pie de un
maniquí y, en su afá n de tomarlo antes de que cayera, derribó una pila de cajones que le cerraron el
paso hacia la escalera.
Ahogado, con una mueca de desesperació n, intentó caminar por encima de las cosas, pero terminó
trastabillando. Cayó sobre el silló n desfondado y con él se volteó el candelabro y las velas se
apagaron.
Mientras trataba de orientarse, Lotman experimentó , como a menudo les ocurría a los protagonistas
de sus cuentos, la má s pura desesperació n. Estaba a oscuras, nerviosísimo, y no encontraba la salida.
Sacudió las manos con violencia tratando de apartar telas de arañ a, pero éstas quedaban adheridas a
sus dedos y a su cara. Terminó gritando, pero el eco de su propio grito tuvo el efecto de asustarlo má s
aú n.

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Quién sabe cuá nto tiempo le llevó dar con la escalera y con la puerta. Cuando al fin llegó a la salida,
chorreando transpiració n, temblando de miedo, atinó a cerrar con llave la puerta que conducía al
só tano. Pero su nerviosismo no le permitía acertar en la cerradura.
Corrió entonces hasta cada uno de los interruptores y encendió a manotazos todas las luces. Basta de
"clima inquietante" para inspirarse en los cuentos, se dijo. Estaba visto que en la vida real él toleraba
muchísimo menos que alguno de sus personajes capaces de explorar catacumbas en un cementerio.
Cuando por fin llegó al acogedor estudio donde escribía, se echó a llorar como un chico.
Una gran taza de café hizo el milagro de reconfortarlo. Se sentó ante la computadora y escribió el
cuento de un tiró n.
Un muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa noche de tormenta. Había "despertado"
de su muerte gracias a una profecía que le permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada en los
ú ltimos instantes de su agonía: asesinar, cortá ndole la cabeza, a la descendencia, al hijo de quien
había sido su asesino: su propio hermano.
Cuando el escritor puso el punto final a su cuento sintió el alivio típico de esos casos. Se dejó resbalar
unos centímetros en el silló n, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Ya había escrito el
cuento que se había propuesto hacer. Dedicaría el día siguiente a pasear y a encontrarse con algú n
amigo a tomar un café.
Sin embargo, de pronto tuvo un extrañ o presentimiento...
Era una estupidez, una fantasía casi infantil, la tontería má s absurda que pudiera pensarse... Estaba
seguro de que había alguien detrá s de él.
Cobardía o desesperació n, no se animaba a abrir los ojos y volverse para mirar. Todavía con los ojos
cerrados, llegó a pensar que en realidad no necesitaba darse vuelta: delante tenía una ventana cuyo
vidrio, con esa noche cerrada, funcionaba como un espejo perfecto. Pensó con terror que, si había
alguien detrá s de él, lo vería no bien abriera los ojos.
Demoró una eternidad en abrirlos. Cuando lo hizo, en cierta forma vio lo que esperaba, aunque hubo
un instante durante el cual se dijo que no podía ser cierto. Pero era indiscutible: "eso" que estaba
reflejado en el vidrio de la ventana, lo que estaba detrá s de él, era un hombre sin cabeza. Y lo que
tenía en la mano era un largo y filoso cuchillo...

La mano
Guy de Maupassant

Estaban en círculo en torno al señ or Bermutier, juez de instrucció n, que daba su opinió n sobre el
misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París.
Nadie entendía nada del asunto.
El señ or Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las
distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusió n.

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Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la
boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban,
crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su
alma; las torturaba como el hambre.
Una de ellas, má s pá lida que las demá s, dijo durante un silencio:
-Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.
El magistrado se dio la vuelta hacia ella:
-Sí, señ ora, es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de
emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy há bilmente concebido, muy
há bilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarlo de las
circunstancias impenetrables que lo rodean. Pero yo, antañ o, tuve que encargarme de un suceso en
que verdaderamente parecía que había algo fantá stico. Por lo demá s, tuvimos que abandonarlo, por
falta de medios para esclarecerlo.
Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una:
-¡Oh! Cuéntenoslo.
El señ or Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de instrucció n. Prosiguió :
-Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un instante, suponer que había algo sobrehumano
en esta aventura. No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho má s adecuado si en vez de
emplear la palabra sobrenatural para expresar lo que no conocemos, utilizá ramos simplemente la
palabra inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron sobre todo las
circunstancias circundantes, las circunstancias preparatorias las que me turbaron. En fin, éstos son
los hechos:
«Entonces era juez de instrucció n en Ajaccio, una pequeñ a ciudad blanca que se extiende al borde de
un maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas montañ as.
«Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de vendettas. Los hay soberbios, dramá ticos
al extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza má s bellos con que se
pueda soñ ar, los odios seculares, apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias
abominables, los asesinatos convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos
añ os no oía hablar má s que del precio de la sangre, del terrible prejuicio corso que obliga a vengar
cualquier injuria en la propia carne de la persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus
allegados. Había visto degollar a ancianos, a niñ os, a primos; tenía la cabeza llena de aquellas
historias.
«Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de alquilar para varios añ os un pequeñ o
chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado francés, a quien había contratado al pasar
por Marsella.
«Pronto todo el mundo se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en su casa y que no
salía sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad, y cada mañ ana se
entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y la carabina.
«Se crearon leyendas en torno a él. Se pretendió que era un alto personaje que huía de su patria por
motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras haber cometido un espantoso crimen. Incluso
se citaban circunstancias particularmente horribles.

19
«Quise, en mi calidad de juez de instrucció n, tener algunas informaciones sobre aquel hombre; pero
me fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell.
«Me contenté, pues, con vigilarlo de cerca; pero, en realidad, no me señ alaban nada sospechoso
respecto a él.
«Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí
mismo al extranjero, y me puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio.
«Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó finalmente en forma de una perdiz a la
que disparé y maté delante de las narices del inglés. Mi perro me la trajo; pero, cogiendo en seguida
la caza, fui a excusarme por mi inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pá jaro
muerto.
«Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una especie de Hércules
plá cido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada britá nica, y me dio las gracias vivamente por mi
delicadeza en un francés con un acento de má s allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos
charlado unas cinco o seis veces.
«Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, lo vi en el jardín, fumando su pipa a horcajadas
sobre una silla. Lo saludé y me invitó a entrar para tomar una cerveza. No fue necesario que me lo
repitiera.
«Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló con elogios de Francia, de Có rcega, y
declaró que le gustaba mucho este país, y esta costa.
«Entonces, con grandes precauciones y como si fuera resultado de un interés muy vivo, le hice unas
preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me contó que había viajado mucho
por Á frica, las Indias y América. Añ adió riéndose:
«-Tuve mochas avanturas, ¡oh! yes.
«Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles má s curiosos sobre la caza del hipopó tamo, del
tigre, del elefante e incluso la del gorila. Dije:
«-Todos esos animales son temibles.
«Sonrió :
«-¡Oh, no! El má s malo es el hombre.
«Se echó a reír abiertamente, con una risa franca de inglés gordo y contento:
«-He cazado mocho al hombre también.
«Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa para enseñ arme escopetas con diferentes
sistemas.
«Su saló n estaba tapizado de negro, de seda negra bordada con oro. Grandes flores amarillas corrían
sobre la tela oscura, brillaban como el fuego. Dijo:
«-Eso ser un tela japonesa.
«Pero, en el centro del panel má s amplio, una cosa extrañ a atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de
terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano, una mano de hombre. No una
mano de esqueleto, blanca y limpia, sino una mano negra reseca, con uñ as amarillas, los mú sculos al

20
descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roñ a, sobre los huesos cortados de un
golpe, como de un hachazo, hacia la mitad del antebrazo.
«Alrededor de la muñ eca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro
desaseado, la sujetaba a la pared con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a un
elefante. Pregunté:
«-¿Qué es esto?
«El inglés contestó tranquilamente:
«-Era mejor enemigo de mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable y arrancado la piel
con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días. ¡Aoh, muy buena para mí, ésta.
«Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos,
desmesuradamente largos, estaban atados por enormes tendones que sujetaban tiras de piel a
trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa manera; recordaba inevitablemente alguna
venganza de salvaje. Dije:
«-Ese hombre debía de ser muy fuerte.
«El inglés dijo con dulzura:
«-Aoh yes; pero fui má s fuerte que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.
«Creí que bromeaba. Dije:
«-Ahora esta cadena es completamente inú til, la mano no se va a escapar.
«Sir John Rowell prosiguió con tono grave:
«-Ella siempre quería irse. Ese cadena era necesario.
«Con una ojeada rá pida, escudriñ é su rostro, preguntá ndome: “¿Estará loco o será un bromista
pesado?”
«Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y benévolo. Cambié de tema de conversació n y
admiré las escopetas.
«Noté sin embargo que había tres revó lveres cargados encima de unos muebles, como si aquel
hombre viviera con el temor constante de un ataque.
«Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarlo. La gente se había acostumbrado a su
presencia; ya no interesaba a nadie.
«Transcurrió un añ o entero; una mañ ana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó
anunciá ndome que Sir John Rowell había sido asesinado durante la noche.
«Media hora má s tarde entraba en casa del inglés con el comisario jefe y el capitá n de la gendarmería.
El criado, enloquecido y desesperado, lloraba delante de la puerta. Primero sospeché de ese hombre,
pero era inocente.
«Nunca pudimos encontrar al culpable.
«Cuando entré en el saló n de Sir John, al primer vistazo distinguí el cadá ver extendido boca arriba, en
el centro del cuarto.
«El chaleco estaba desgarrado, colgaba una manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar
una lucha terrible.
21
«¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso, parecía expresar un
espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes apretados; y su cuello, perforado con cinco
agujeros que parecían haber sido hechos con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.
«Un médico se unió a nosotros. Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne y
dijo estas extrañ as palabras:
«-Parece que lo ha estrangulado un esqueleto.
«Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada hacia la pared, en el lugar donde otrora
había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La cadena, quebrada, colgaba.
«Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca crispada uno de los dedos de la
desaparecida mano, cortada o má s bien serrada por los dientes justo en la segunda falange.
«Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido forzada,
ninguna ventana, ningú n mueble. Los dos perros de guardia no se habían despertado.
«É sta es, en pocas palabras, la declaració n del criado:
«Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había recibido muchas cartas, que había quemado
a medida que iban llegando.
«A menudo, preso de una ira que parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor
aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe có mo, en la misma
hora del crimen.
«Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al alcance de la mano.
A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien.
«Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho ningú n ruido, y hasta que no fue a abrir las
ventanas el criado no había encontrado a sir John asesinado. No sospechaba de nadie.
«Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a los funcionarios de la fuerza pú blica, y se
llevó a cabo en toda la isla una investigació n minuciosa. No se descubrió nada.
«Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve una pesadilla horrorosa. Me pareció que
veía la mano, la horrible mano, correr como un escorpió n o como una arañ a a lo largo de mis cortinas
y de mis paredes. Tres veces me desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver el
odioso despojo galopando alrededor de mi habitació n y moviendo los dedos como si fueran patas.
«Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John
Rowell; lo habían enterrado allí, ya que no habían podido descubrir a su familia. Faltaba el índice.
«É sta es, señ oras, mi historia. No sé nada má s.»
Las mujeres, enloquecidas, estaban pá lidas, temblaban. Una de ellas exclamó :
-¡Pero esto no es un desenlace, ni una explicació n! No vamos a poder dormir si no nos dice lo que
segú n usted ocurrió .
El magistrado sonrió con severidad:
-¡Oh! Señ oras, sin duda alguna, voy a estropear sus terribles sueñ os. Pienso simplemente que el
propietario legítimo de la mano no había muerto, que vino a buscarla con la que le quedaba. Pero no
he podido saber có mo lo hizo. Este caso es una especie de vendetta.
Una de las mujeres murmuró :
22
-No, no debe de ser así.
Y el juez de instrucció n, sin dejar de sonreír, concluyó :
-Ya les había dicho que mi explicació n no les gustaría.

La pata de mono
W.W. Jacobs

I
La noche era fría y hú meda, pero en la pequeñ a sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados
y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el
juego y ponía al rey en tan desesperados e inú tiles peligros que provocaba el comentario de la vieja
señ ora que tejía plá cidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señ or White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo
advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señ or White con imprevista y repentina violencia-. De
todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay
só lo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganará s la pró xima vez.
El señ or White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras
murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portó n y unos pasos que se acercaban. Su padre se
levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señ or White, presentá ndolo. El sargento les dio la mano, aceptó la
silla que le ofrecieron y observó con satisfacció n que el dueñ o de casa traía whisky y unos vasos y
ponía una pequeñ a pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero
que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extrañ os.
-Hace veintiú n añ os -dijo el señ or White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas
un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señ ora White amablemente.

23
-Me gustaría ir a la India -dijo el señ or White-. Só lo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente,
volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señ or White-. ¿Qué fue, Morris,
lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señ ora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los
labios: volvió a dejarla. El dueñ o de casa la llenó .
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento
mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señ ora retrocedió , con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señ or White quitá ndosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes má gicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería
demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele
impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció .
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señ ora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie má s pidió ? -insistió la señ ora.
-Sí, un hombre. No sé cuá les fueron las dos primeras cosas que pidió ; la tercera fue la muerte. Por eso
entré en posesió n de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismá n -dijo, finalmente, el señ or White-. ¿Para
qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado
bastantes desgracias. Ademá s, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de
hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos má s -dijo el señ or White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.

24
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió .
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que
pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisició n. Preguntó :
-¿Có mo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer
las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señ ora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece
que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señ or White sacó del bolsillo el talismá n; los tres se rieron al ver la expresió n de alarma del
sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señ or White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la
comida el talismá n fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del
sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el
forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el ú ltimo tren-, no conseguiremos gran
cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señ ora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señ or White, ruborizá ndose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo
obligué. Insistió en que tirara el talismá n.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes
que pedir un imperio, así no estará s dominado por tu mujer.
El señ or White sacó del bolsillo el talismá n y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el
hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismá n; Herbert puso una cara
solemne, hizo un guiñ o a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señ or White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señ or White dio un grito. Su mujer y su hijo
corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una
víbora.

25
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismá n y poniéndolo sobre la mesa-.
Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginació n, querido -dijo la mujer, mirá ndolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era má s fuerte
que nunca. El señ or White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio
inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrará s el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al
darles las buenas noches-. Una aparició n horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando
estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señ or White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La ú ltima era
tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió , molesto, y buscó en la mesa su vaso de
agua para echá rselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció , limpió
la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañ ana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus
temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata
de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señ ora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas
tonterías! ¿Có mo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras,
¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Segú n Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantá ndose de la
mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió , lo acompañ ó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del
comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que só lo traía la cuenta
del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señ or White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginació n -dijo la señ ora suavemente.
-Afirmo que se movió . Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó . Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y
no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y
reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portó n; por fin se
decidió a llamar.

26
Apresuradamente, la señ ora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadó n de la silla.
Hizo pasar al desconocido. É ste parecía incó modo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía
disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señ ora esperó
cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señ ora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias,
señ or.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento… -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó , enloquecida, la madre.
El hombre asintió .
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señ ora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la
confirmació n de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiració n, miró a su
marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo
silencio.
-Lo agarraron las má quinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las má quinas -repitió el señ or White, aturdido.
Se sentó , mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en
sus tiempos de enamorados.
-Era el ú nico que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañ ía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse
la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan só lo un empleado y que obedezco las ó rdenes que me
dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señ ora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el
accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideració n a los servicios prestados por su hijo, le remiten
una suma determinada.
El señ or White soltó la mano de su mujer y, levantá ndose, miró con terror al visitante. Sus labios
secos pronunciaron la palabra: ¿cuá nto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.

27
Sin oír el grito de su mujer, el señ or White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se
desplomó , desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto
y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa
que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignació n, esa
desesperada resignació n de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no
tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señ or White, despertá ndose bruscamente en la noche, estiró la mano y se
encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para
escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene má s frío -dijo la señ ora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señ or White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados
de sueñ o. Un despavorido grito de su mujer lo despertó .
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señ or White se incorporó alarmado.
-¿Dó nde? ¿Dó nde está ? ¿Qué sucede?
Ella se acercó :
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Só lo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó .
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Só lo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro má s. Bú scala pronto y pide que nuestro hijo vuelva
a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, está s loca.
-Bú scala pronto y pide -le balbuceó -; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que está s diciendo.

28
-Nuestro primer deseo se cumplió . ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Bú scala y desea -gritó con exaltació n la mujer.
El marido se volvió y la miró :
-Hace diez días que está muerto y ademá s, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya
entonces era demasiado horrible para que lo vieras…
-¡Trá emelo! -gritó la mujer arrastrá ndolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niñ o que he criado?
El señ or White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismá n estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo
hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientació n. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y
de pronto se encontró en el zaguá n, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y
blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó .
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismá n cayó al suelo. El señ or White siguió mirá ndolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer
en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de
allí, hasta que el frío del alba lo traspasó . A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela
se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismá n, el hombre volvió a la cama; un minuto
después, la mujer, apá tica y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escaló n. La oscuridad era opresiva; el señ or
White juntó coraje, encendió un fó sforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fó sforo se apagó . El señ or White se detuvo para encender otro;
simultá neamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fó sforos cayeron. Permaneció inmó vil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto
y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un rató n -dijo el hombre-. Un rató n. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó . Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señ ora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó .
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
29
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el
cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó -. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes má s. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó , mientras
bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer,
anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señ or White oyó que su mujer acercaba una silla;
oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente,
balbuceó el tercer y ú ltimo deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aú n en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la
puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio
valor para correr hacia ella y luego hasta el portó n. El camino estaba desierto y tranquilo.

Muerte de un hermano
Haroldo Conti
A mi madre

El viejo ni siquiera sintió el golpe. Solamente un blando adormecimiento que le subía desde los pies.
Algunas voces crecieron hacia el medio de la calle y después recularon suavemente.
El hombre se aproximó desde la niebla que lo rodeaba y se inclinó sobre él.
-Juan…
El hombre sonrió .
-¡Juan!
-¿Qué tal, hermano?
-¿De dó nde sales, Juan?
Le apuntó con un dedo sin dejar de sonreír.
-¿No te dije que algú n día iba a volver?
-Sí… eso dijiste… ¡claro que sí!
30
La niebla se agitó detrá s de la figura. Varas de sombras avanzaban hacia él pero cuando trató de
reconocerlas se comprimieron y juntaron en una franja circular.
-Juan, hermanito…
Movió la cabeza para uno y otro lado.
-Ha pasado tanto tiempo… No tienes idea.
-Lo sé.
-¡Oh, no!… el tiempo para ti es otra cosa. Me refiero al mío, muchacho… Te esperé, claro que te
esperé… Yo le decía a esta gente -trató de señ alar-, esta gente…
Entrecerró los ojos y lo miró con fijeza. Era él, no había duda. El mismo rostro duro y franco.
-Yo también llegué a dudar, ¿sabes? -reconoció entonces por lo bajo.
Y la voz se le quebró en la garganta.
-Bueno, se comprende.
-Supongo que sí…
-Pero en el fondo sabías que iba a volver, ¿no es así, hermanito?
Le apuntó otra vez con el dedo y una vieja llama brotó dentro de él.
-¡Claro! ¡Claro que sí!
Trató de incorporarse y abrazar a aquel hermano que había vuelto por fin, pero le fallaron las
piernas. La verdad que ni siquiera las sentía. Entonces se abandonó sobre el pavimento
aguantá ndose apenas con las manos, nada má s que para no perder de vista ese rostro querido.
-¿Y có mo te ha ido por ahí, muchacho? -preguntó con una voz complacida.
Trataba de parecer natural. En realidad se sentía mejor que nunca en mucho tiempo y el viejo cuerpo
no pesaba ahora absolutamente nada.
-Bien, bien…
-¡Este Juan!… ¿Eso es todo?
-Nunca hablé demasiado.
-No, es verdad… Apenas un poco má s que el viejo… dos o tres palabras má s.
Y sonrió recordando al viejo y al Juan de aquel tiempo, casi igual a este Juan. O tal vez igual del todo.
-Pero cantabas muy bien, eso sí. ¿Todavía conservas esa linda voz?
-Creo que sí.
-¿Y cantas también?
-Todavía. El que anda solo como yo, siempre canta alguna cosa.
-Aquí hay mucha gente sola, si te refieres a eso, pero no canta casi nunca…
Hizo una pausa porque sentía un gran cansancio.
-A veces me acordaba de ti y cantaba. A decir verdad, ú ltimamente era la ú nica forma de acordarme.
31
Inclinó la cabeza hacia el pavimento y añ adió por lo bajo:
-Nadie ve con buenos ojos que un viejo cante porque sí… Yo les decía… trataba de explicarles. Pero tú
sabes có mo es esta gente. Va y viene todo el día… Creo que el cabo me entendió una vez. Por lo
menos sonrió y me dijo: “Siga, viejo. Cante de nuevo esa cosa.”
Volvió a levantar la cabeza.
-Juan, hermanito, yo también he caminado mucho.
Y una gruesa lá grima rodó por su mejilla.
Juan extendió una mano en silencio y lo palmeó suavemente a pesar de que era una mano ancha y
poderosa.
-Creí que ya no vendrías. Esa era la verdad. Perdó name, pero lo llegué a creer.
-¿Qué importa eso ahora? El hecho es que he venido y te voy a llevar.
-¡Es lo que yo decía! ¡Repítelo, Juan, quiero que lo oigan todos!
-Eso es…
-Vendrá Juan, decía yo, vendrá mi gran hermano y nos iremos un día… ¿Qué pasa? ¡Juan! ¡Juan!
-Aquí estoy, muchacho. No te preocupes.
-Creí que te habías ido.
-No te preocupes.
Volvió a ponerle la mano sobre el hombro.
Ese era Juan. No había que explicarle nada. Lo comprendía y lo abarcaba todo. De una vez. Y su gran
mano sobre el hombro despedía una corriente, algo que lo traspasaba a uno. Era como un á rbol con
la firme raíz y los sonidos de la tierra por un lado y los pá jaros y los cielos por el otro.
Añ os atrá s, la mano también sobre el hombro, le había dicho casi lo mismo. “No te preocupes. Volveré
por ti un día.” Estaban sobre el camino de tierra, en el límite del campo, una mañ ana de otoñ o. Juan
no había querido que lo acompañ ase nadie má s que él. Atravesaron el campo en silencio y no se
volvió una sola vez. Después salieron al camino, ya de mañ ana, y cuando apareció el coche le puso la
mano sobre el hombro y le dijo aquellas palabras. Después desapareció en un recodo.
É l se preguntó má s de una vez de dó nde le había nacido la idea. Era un hombre de la tierra, como el
viejo. Tal vez la proximidad del camino, aquella franja pardusca que salía y entraba en el horizonte y
sobre la que de vez en cuando veían deslizarse algú n carro soñ oliento o la figura má s pequeñ a y má s
lenta de algú n vagabundo que los saludaba con la mano en alto y después desaparecía en el recodo y
tenía todo el camino para él, de una punta a otra, y ademá s lo que no se veía del camino, es decir, el
resto del mundo.
De cualquier forma, había en él, en ese rostro duro y confiado, algo que no había en los otros, una
marca o señ al que se iluminaba por dentro cuando miraba el camino o cuando simplemente hablaba
de él. De manera que un día cualquiera Juan se marchó .
Algo después el camino se llevó a su madre en un carruaje de tristeza. Y después vinieron los añ os
difíciles. La tierra se hizo dura y esquiva y el viejo un ser taciturno. Partió en la misma carroza que su
madre el invierno del 37.

32
Hasta que una mañ ana de agosto salió al camino él también y esperó el coche y se marchó por fin. La
casa desapareció detrá s del recodo, para siempre. La mayor parte de su vida venía después, pero
eran añ os desprovistos de recuerdos, apenas un poco má s miserable uno que otro. Diez añ os de
pobreza, miseria. Pobreza, miseria y vejez de ciudad.
En realidad quizá fue un poco feliz cuando aceptó toda esa miseria. La gente no puede entender esto.
Pero al cabo del tiempo él era feliz, o casi feliz, a su manera. Toda su preocupació n consistía en estar
a las seis de la tarde en la puerta del asilo y cuidar que ningú n vago le birlara la cama junto a la
ventana. A esa hora y desde ese lugar los enormes y blancos edificios parecían boyar en la luz amable
de la tarde. Después se oscurecían lentamente. Después las luces erraban en la noche a confusas
alturas y en cierto modo la ciudad desaparecía y pensaba en la casa lejana, el campo joven y
abundoso.
Entonces volvía a ver el camino y recordaba las palabras de Juan. No siempre lograba recordar al
Juan entero porque tenía que ayudarse con canciones y vislumbres má s propios del día. Pero de
todas maneras su hermano había crecido dentro de él y era una cosa mucho má s viva que él, a pesar
de la ausencia.
Había una hora y un lugar, precisamente cuando los viejos y los vagos se reunían frente al asilo y
esperaban a que se abriesen las puertas. Entonces, vaya a saber por qué, Juan reaparecía entero o
casi entero en medio de toda aquella miseria. Y eso, por lo menos, le daba impulso para alcanzar la
cama al lado de la ventana.
Solo que ú ltimamente la imagen había empalidecido y algunos días no aparecía siquiera. Y si
conseguía la cama no era por el Juan sino porque ya nadie quería disputá rsela.
Para decir la verdad, hacía un tiempo que había perdido interés en el asunto. Ni má s ni menos. Los
añ os habían terminado por doblegarlo. Estaba seco por dentro y se dejaba llevar y traer como un
casco viejo.
Miró a Juan y trató de sonreír.
-Las cosas lo llevan y lo traen a uno como un casco viejo. Es eso…
-¿De qué está s hablando?
-Me pregunto có mo sucedió todo esto.
-¿Qué importancia tiene, muchacho?
-Ninguna, por supuesto. Quise decir simplemente que las cosas sucedieron sin que yo me propusiera
nada.
Hablaba con una voz mansa y dolorida.
-Bueno, es lo que pasa por lo general.
-No a ti, no a ti, muchacho… Tú saltaste sobre la vida y la domaste como a un potro. ¿Eh, Juan?
-No fue así. Bueno, yo sé có mo fue realmente. Lo que pasa es que nunca me pregunto esas cosas… La
tomaba como venía.
-Eso es, muchacho. Eso es. ¡Cerrabas el puñ o y te la metías en el bolsillo! Juan, ¿está s ahí?
La figura parecía oscilar y alejarse.
-Aquí estoy.

33
-¿Quisieras darme la mano?
-Claro que sí.
Ahora casi no veía su rostro. Pero sintió la mano á spera y dura.
No tenía idea de la hora pero de cualquier manera le resultaba extrañ o aquel silencio en esa calle de
la ciudad.
-¿Qué se habrá hecho de la gente? -se preguntó sin verdadera curiosidad mientras trataba de
sostener la cabeza que parecía querer escapá rsele-. Debe ser muy tarde.
La figura osciló hacia adelante y entonces con el ú ltimo hilo de voz preguntó todavía:
-¿Vamos, Juan?
Sintió la voz muy cerca de él.
-Cuando quieras, muchacho.
-Vamos ya…

La escopeta
Julio Ardiles Gray

Avanzó entre los naranjos. El sol caía con tanta fuerza que le obligaba a entrecerrar los ojos. La
paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se perdió por entre el follaje bien alto. Con la
escopeta levantada, Matías se acercó hasta el tronco del á rbol. Pero por má s que examinó hoja por
hoja, no pudo dar con la paloma. Extrañ ado, se rascó la nuca.
De pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a fijarse. Arrebujado entre unas ramas, había un
pá jaro. No era su paloma; era un pá jaro de un color entre azulado y ceniciento. Con cuidado, Matías
apoyó el arma en el hombro y levantó el gatillo.
“Ya que no es la paloma -se dijo- no me voy a volver a la casa con las manos vacías”.
Pero en ese instante, el pá jaro saltó a una horqueta, sacudió las alas e hinchando la gola se puso a
cantar.
Matías, que ya había llegado al primer descanso, abandonó el gatillo y escuchó .
“Qué extrañ o -se dijo-. Jamá s he escuchado cantar a un pá jaro como este”.
El trino, en el redondel de la siesta, subía como un á rbol dorado y rumoroso. A Matías le pareció que
má s que el canto del pá jaro, lo que se desgranaba eran las escamas amodorradas de la siesta misma.
Y le comenzó a entrar un sopor dulce, unas ganas de abandonarse a los recuerdos de los tiempos
felices y de no hacer nada má s que escuchar el canto del pá jaro que seguía subiendo, esta vez como
un perfume agridulce y verde.

34
Para escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado y arrastrando los pies se acercó al á rbol para
apoyarse en el tronco. El pá jaro había desaparecido, pero su canto continuaba en el aire. Y no pudo
sustraerse a la tentació n de mirar al cielo y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes ociosas que
desflecaban gigantescas flores de cardo, dos grandes pá jaros negros volaban en lá nguidos círculos
inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si la dulzura que sentía venía del canto de aquel
pá jaro o de las nubes que se desvanecían como borrachas a lo lejos.
El canto, entonces, se acabó de improviso. Los pá jaros y las nubes desaparecieron y él volvió en sí.
“Me estoy volviendo muy abriboca” -se dijo mientras sacudía la cabeza.
Buscó la escopeta pero no la encontró donde creía haberla dejado. Caminó má s allá , volvió má s acá ,
pero el arma había desaparecido.
-¡Esto me pasa por tonto! -gritó en voz alta.
Y todo lo que hizo después fue en vano. Al cabo de una hora, ya cansado, se dijo:
“Me iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los dos la vamos a encontrar má s ligero. No puedo
perder así un arma tan hermosa”.
Y se lanzó cortando el campo hasta alcanzar el callejó n.
Al entrar al pueblo fue cuando comenzó a sentir algo raro. Estaba como desorientado: echaba de
menos algunos edificios y otros le parecía que nunca en su vida los había visto. A medida que
avanzaba, la sensació n iba en aumento. Y al llegar a su casa, el miedo le sopló en la cara un
presentimiento vago, pero terrible.
Penetró en el zaguá n. En el patio, cuatro chicos jugaban y cantaban. Al verlo se desbandaron
gritando:
-¡El Viejo…! ¡El Viejo…!
Una mujer salió de una habitació n sacudiéndose las hilachas de la falda. Matías balbuceó con un hilo
de voz:
-¿Quién es usted…? Yo busco a Leandro…
La mujer lo miró largamente y frunció el entrecejo.
-¿Qué dice, buen hombre? -dijo.
-Busco a Leandro -tartamudeó Matías-. A mi hijo Leandro… Esta es mi casa.
-¿Su casa? -dijo la mujer.
-¡Sí. Mi casa! -gritó Matías-. La casa de Matías Ferná ndez.
La mujer hizo un gesto de extrañ eza.
-Era…-dijo sonriendo con tristeza-. Nosotros la compramos hace veinte añ os cuando desapareció don
Matías y todos sus hijos se fueron de este pueblo.
-¡Qué! -gritó Matías, levantando las manos como para defenderse.
-Sí… -asintió la mujer temerosa.
Entonces, Matías se fijó en sus manos y se dio cuenta que estaban arrugadas, muy arrugadas y
trémulas como las de un hombre muy viejo. Y huyó despavorido dando un grito.
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Beatriz, una palabra enorme
Mario Benedetti

Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo, cuando terminan las clases, se dice que una está en
libertad. Mientras dura la libertad, una pasa, una juega, una no tiene por qué estudiar. Se dice que un
país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiera hace lo que se le antoja. Pero
hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas. Por ejemplo matar. Eso sí, se pueden matar
mosquitos y cucarachas, y también vacas para hacer churrascos. Por ejemplo está prohibido robar,
aunque no es grave que una se quede con algú n vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga
alguna compra. Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en este caso hay que
hacer una cartita, mejor dicho la tiene que hacer Graciela, justificando por qué. Así dice la maestra:
justificando.
Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si una no está presa, se dice que está en libertad.
Pero mi papá está preso y sin embargo está en Libertad, porque así se llama la cá rcel donde está hace
ya muchos añ os. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo. Un día le conté a mi amiga Angélica que
la cá rcel en que está mi papá se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho qué sarcasmo y a mi
amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando su padrino le regaló un perrito le puso de
nombre Sarcasmo. Mi papá es un preso pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la
escuela. Graciela dice que mi papá está en Libertad, o sea preso, por sus ideas. Parece que mi papá
era famoso por sus ideas. Yo también a veces tengo ideas, pero todavía no soy famosa. Por eso no
estoy en Libertad, o sea que no estoy presa.
Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de mis muñ ecas, la Toti y la Mó nica, fueran también presas
políticas. Porque a mí me gusta dormirme abrazada por los menos a la Toti. A la Mó nica no tanto,
porque es muy gruñ ona. Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela.
Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me
pega o me rezonga, yo le digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así. Es claro que tengo que
estar muy alunada para llamarla Ella. Si por ejemplo viene mi abuelo y me pregunta dó nde está tu
madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo el mundo sabe que estoy alunada, porque si no
estoy alunada digo solamente Graciela está en la cocina. Mi abuelo siempre dice que yo salí la má s
alunada de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta demasiado que yo
la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre lindo. Solo cuando la quiero muchísimo,
cuando la adoro y la beso y la estrujo y ella me dice ay chiquilina no me estrujes así, entonces sí la
llamo mamá o mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y eso no
sería así ni sería tan bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier pavada.

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O sea que la libertad es una palabra enorme. Graciela dice que ser un preso político como mi papá no
es ninguna vergü enza. Que es casi un orgullo. ¿Por qué casi? Es orgullo o es vergü enza. ¿Le gustaría
que yo dijera que es casi vergü enza? Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de mi papá , porque tuvo
muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron preso por ellas. Yo creo que ahora mi papá
seguirá teniendo ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando salga
de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad. ¿Ven có mo es enorme?

Manos

Elsa Bornemann

Montones de veces —y a mi pedido— mi inolvidable tío Tomá s me contó esta historia "de miedo"
cuando yo era chica y lo acompañ aba a pescar ciertas noches de verano.
Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En Pergamino o
Junín o Santa Lucía... No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió tal
acontecimiento y —lamentablemente— hace añ os que él ya no está para aclararme las dudas. Lo que
sí recuerdo es que —de entre todos los que el tío solía narrarme mientras sostenía la cañ a sobre el
río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas— este relato era uno de mis preferidos.
—¡Te pone los pelos de punta y —sin embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta
sobrina? —me decía el tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá , ¿eh? Te lo cuento otra
vez a cambio de tu promesa...
Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el secreto, que mi madre no iba a enterarse de que
él había vuelto a narrá rmelo, que iba a aguantarme sin llamarla si no podía dormir má s tarde cuando
—de regreso a casa— me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto.
Siempre cumplí con mis promesas. Por eso, esta historia de manos —como tantas otras que
sospecho eran inventadas por el tío o recordadas desde su propia infancia— me fue contada una y
otra vez.
Y una y otra vez la conté yo misma —añ os después— a mis propios "sobrinhijos" así como —ahora
— me dispongo a contá rtela: como si —también— fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo y
me pidieras:
—¡Dale, tía; dale, mami, un cuento "de miedo"!
Y bien. Aquí va:

Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas.


No só lo concurrían a la misma escuela sino que —también— se encontraban fuera de los horarios
de las clases. Unas veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para estar juntas.
De otoñ o a primavera, las tres solían pasar algunos fines de semana en la casa de campo que la
familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad.
¡Có mo se divertían entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al
anochecer...
Aquel sá bado de pleno invierno —por ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y la alegría de
las tres nenas se prolongaba —aú n— durante la cena en el comedor de la casa de campo porque la
abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñ ar unos pasos de zapateo
americano, al compá s de viejos discos que había traído especialmente para esa ocasió n.

37
Adorable la abuela de Martina. No aparentaba la edad que tenía. Siempre diná mica, coqueta, de
buen humor, conversadora. Había sido una excelente bailarina de *"tap".
Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas.
—¿Por qué no lo dejan para mañ ana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Ademá s, la
abuela no paró un minuto en todo el día. Debe de estar agotada.
La mamá de Martina trató —en vano— de convencerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y
no só lo a las niñ as, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la
anunciada sesió n de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, los perros y la gata se
ubicaban en la sala de estar a manera de pú blico— la abuela y las tres nenas se preparaban para la
funció n casera de zapateo americano.

Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los
á rboles.
Arriba —bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones.
La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que
Martina, Camila y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos de "tap" y la abuela se quedara
exhausta y muy acalorada.
Pronto, todos se retiraron a sus cuartos.
Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que habían usado para la
funció n.
Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad
que pasaban en esa casa.
Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque
trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en
noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo).
En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por
só lidas mesas de luz.
En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la
derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana.
En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía que así se sentía protegida por sus
amigas.
Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó —de repente— la voz del padre. Terminaba
de vestirse —nuevamente y de prisa— a la par que les decía:
—La abuela se descompuso. Nada grave —creemos—, pero vamos a llevarla hasta el hospital del
pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no
vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.
¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no, al menos, preocupadas
como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de
que oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó
el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que —finalmente— había decidido desmelenarse
sobre la noche.
Truenos y rayos que conmovían el corazó n.
Relá mpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas.
El viento, volcá ndose como pocas veces antes.
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente.
Las otras dos también lo tenían pero permanecían calladas, tragá ndose la inquietud.
Martina trató de calmar a su amiguita (y de calmarse, por qué negarlo) encendiendo su velador.
Camila hizo lo mismo.
La cama de Oriana fue —entonces— la má s iluminada de las tres ya que —al estar en el medio de
las otras— recibía la luz directa de dos veladores.
—No pasa nada. La tormenta empeora la situació n, eso es todo —decía Martina, dá ndose á nimo ella
también con sus propios argumentos.

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—Enseguida van a volver con la abuela. Seguro —opinaba Camila.
Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de las amigas má s corajudas—
transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos los relojes.
Cuando el de la sala —grande y de péndulo— marcó las doce con sus ahuecados talanes, las
jovencitas ya habían logrado tranquilizarse bastante, a pesar de que la tormenta amenazaba con
tornarse inacabable.
Las luces se apagaron de golpe.
—¡No me hagan bromas pesadas! —chilló Oriana—¡Enciendan los veladores otra vez, malditas! —y
asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para encontrar las perillas.
Só lo encontró las manos de sus amigas, haciendo lo propio.
—¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila.
—¡Se habrá cortado la luz! —supuso Martina.
Y así era nomá s. Demasiada electricidad haciendo travesuras en el cielo y nada allí —en la casa—
donde tanto se la necesitaba en esos momentos...
Oriana se echó a llorar, desconsolada.
—¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fó sforos y velas!
¡O una linterna!
—"¡Hay que!" "¡Hay que!" ¡Qué viva la señ orita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se enojó Camila—. Yo,
¡ni loca!
—¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soy la Superniñ a, pero no. Yo también
tengo miedo, ¡qué tanto! Ademá s, mi mamá nos recomendó que no nos levantá ramos, ¿recuerdan?
Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada.
—Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor, bajen a buscar velas... Sean
buenitas... Buaaah...
Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía má s chiquita y se
comportaba como tal. Se compadeció y actuó —entonces— cual si fuera una hermana mayor.
—Bueno, bueno; no llores má s, Ori. Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa
para no tener má s miedo, ¿sí?
—¿Q..ué..? —balbuceó Oriana.
—¿Qué cosa? —Camila también se mostró interesada, ló gico (aunque seguía sin quejarse, el temor
la hacía temblar).
Martina continuó con su explicació n:
—Nos tapamos bien —cada una en su cama— y estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera,
hasta darnos las manos.
Enseguida, lo hicieron.
Obviamente, Oriana fue la que se sintió má s amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y
abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos.
—¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila.
—Desde tu cama se recibe compañ ía de los dos lados...
—En cambio, nosotras... —completó Martina— só lo con una mano...
Y así —de manos fuertemente entrelazadas— las tres niñ as lograron vencer buena parte de sus
miedos.
Al rato, todas dormían.
Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.

—Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien —les contó la madre al amanecer del día siguiente, en
cuanto retornaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver có mo
estaban las chicas—. Fue só lo un susto. Como —a su regreso— las niñ as dormían plá cidamente, la
abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué
alegría!
—Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la abuela las besó y les prometió servirles el
desayuno en la cama, para mimarlas un poco, después de la noche de nervios que habían pasado.

39
—No tan valientes, señ ora... Al menos, yo no... —susurró Oriana, algo avergonzada por su
comportamiento de la víspera—. Fue su nieta la que consiguió que nos calmá ramos...
Tras esta confesió n de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían hecho para no asustarse
demasiado.
Entonces, las tres amiguitas les contaron:
—Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora...
—Estirarnos los brazos así, como ahora...
—Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora...
¡Qué impresió n les causó lo que comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se
libraron ni los padres ni la abuela.
Resulta que por má s que se esforzaron —estirando los brazos a má s no poder— sus manos
infantiles no llegaban a rozarse siquiera.
¡Y había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio para que las chicas
pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos!
Sin embargo, las tres habían —realmente— sentido que sus manos les eran estrechadas por otras,
no bien llevaron a la acció n la propuesta de Martina.
—¿Las manos de quién??? —exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de disimular sus
propios sentimientos de horror.
—¿De quiénes??? —corrigió Oriana, con una mueca de espanto.
¡Ella había sido tomada de ambas manos!

Manos.
Cuatro manos má s aparte de las seis de las niñ as, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al
encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí.
Manos humanas.
Manos espectrales.
(Acaso —a veces, de tanto en tanto— los fantasmas también tengan miedo... y nos necesiten...)

Como una buena madre


Ana María Shua

A mi tío Ludio, a cambio de Caperucita.

Tom gritó . Mamá estaba en la cocina, amasando. Tom tenía cuatro añ os, era sano y bastante grande
para su edad. Podía gritar muy fuerte durante mucho tiempo. Mamá siempre leía libros acerca del
cuidado y la educació n de los niñ os. En esos libros, y también en las novelas, las madres (las buenas
madres, las que realmente quieren a sus hijos) eran capaces de adivinar las causas del llanto de un
chico con só lo prestar atenció n a sus características.
Pero Tom gritaba y lloraba muy fuerte cuando estaba lastimado, cuando tenía sueñ o, cuando no
encontraba la manga del saco, cuando su hermana Soledad lo golpeaba y cuando se le caía una torre
de cubos. Todos los gritos parecían similares en volumen, en pasió n, en intensidad. Só lo cuando se
trataba de atacar al bebé Tom se volvía asombrosamente silencioso, esperando el momento justo
para saltar callado, felino, sobre su presa. El silencio era, entonces, má s peligroso que los gritos: ese
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silencio en el que mamá había encontrado una vez a Tom acostado sobre el bebé, presionando con su
vientre la cara (la boca y la nariz) del bebé casi azul. Tom gritó , gritó , gritó . Mamá sacó las manos de
la masa de la tarta, se enjuagó con cuidado, con urgencia, bajo el chorro de la canilla, y secá ndose
todavía con el repasador corrió por el pasillo hasta la pieza de los chicos. Tom estaba tirado en el
suelo, gritando. Soledad le pateaba rítmicamente la cabeza. Por suerte Soledad tenía puestas las
pantuflas con forma de conejo, peludas y suaves, y no los zapatos de ir a la escuela.
Mamá tomó a Soledad de los brazos y la zamarreó con fuerza, tratando de demostrarle, con cal ma y
con firmeza, que le estaba dando el justo castigo por su comportamiento. Tratando de no
demostrarle que tenía ganas de vengarse, de hacerle dañ o. Tratando de portarse como una buena
madre, una madre que realmente quiere a sus hijos.
Después levantó a Tom y quiso acunarlo para que dejara de gritar, pero era demasiado pesado. Se
sentó con él en el borde de la cama acariciá ndole el pelo. Tom seguía gritando. Era un hermoso
milagro que no hubiera despertado al bebé. Cuando mamá sacó un caramelo del bolsillo del delantal,
Tom dejó de gritar, lo peló y se lo comió .
—Quiero má s caramelos —dijo Tom.
—Yo también quiero caramelos —dijo Soledad—. Si le diste a Tom me tenés que dar a mí.
—No hay má s caramelos. Vos Sole, má s bien que no te merecés ningú n premio. Y a vos parece que no
te dolía tanto que con un caramelo te callaste —como una buena madre, equitativa, dueñ a y divisora
de la Justicia. Pero una buena madre no consuela a sus hijos con caramelos, una madre que
realmente quiere a sus hijos protege sus dientes y sus mentes.
—Queremos má s caramelos —dijo Soledad.
Y ahora Tom estaba de su lado. Entre los dos trataron de atrapar a mamá , que quería volver a la
cocina. Tom le abrazó las piernas mientras Soledad le metía la mano en el bolsillo del delantal. Mamá
sacó la mano de Soledad del bolsillo con cierta brusquedad. Calma. Firmeza Autoridad. Amor
—¡No! Los bolsillos de mamá no se tocan.
—Tenés má s, tenés má s, sos una mentirosa, ¡nos engañ aste! —gritaba Soledad.
—Mamá mala, mamá mentirosa, ¡mamá culo! —gritaba Tom.
—Empezaron los dibujitos animados —dijo mamá . Autoridad. Firmeza Culo.
Tom y Soledad la soltaron y corrieron hacia el televisor. Soledad lo encendió . Levantaron el volumen
hasta un nivel intolerable y se Sentaron a medio metro de la pantalla. Una buena madre, una madre
que realmente quiere a sus hijos, no lo hubiera permitido. Mamá pensó que se iban a quedar ciegos y
sordos y que se lo tenían merecido. Cerró la puerta de la cocina para defender sus tímpanos y volvió
a la masa de tarta. Masa para pascualina La Salteñ a es má s fresca porque se vende má s. Una buena
madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, ¿compraría masa para pascualina La Salteñ a?
Acomodó la masa en la tartera, incorporó el relleno, que ya tenía preparado, cerró la tarta con un
torpe repulgue y la puso en el horno. A través de la masa infernal de sonido que despedía el televisor,
se filtraba ahora el llanto del bebé. Como una respuesta automá tica de su cuerpo, empezó a manar
leche de su pecho izquierdo empapá ndole el corpiñ o y la parte delantera de la blusa. Sonó el timbre
— ¡Un momento! —gritó mamá hacia la puerta.
Fue al cuarto de los chicos y volvió con el bebé en brazos. Abrió la puerta. Era el pedido de la
verdulería. El repartidor era un hombre mayor, orgulloso de estar todavía en condiciones de hacer

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un trabajo como ése, demasiado pesado para su edad. Mamá lo había visto alguna vez, en un corte de
luz, subiendo las escaleras con el canasto al hombro, jadeante y jactancioso.
—Los chicos está n demasiado cerca del televisor —dijo el hombre, pasando a la cocina.
—Tiene razó n —dijo mamá . Ahora había un testigo, alguien má s se había dado cuenta, sabía qué
clase de madre era ella.
El olor a leche enloquecía al bebé, que lloraba y picoteaba la blusa mojada como un pollito buscando
granos. El viejo empezó a sacar la fruta y la verdura de la canasta apilá ndola sobre la mesada de la
cocina. Hacía el trabajo lentamente, como para demostrar que no le correspondía terminarlo sin
ayuda. Mamá sacó algunas naranjas, una por una, con la mano libre. El verdulero amarreteaba las
bolsitas. Una buena madre no encarga él pedido: una madre que realmente quiere a sus hijos va
personalmente a la verdulería y elige una por una las frutas y verduras con que los alimentará .
Cuando una mujer es lo bastante perezosa como para encargar los alimentos en lugar de ir a
buscarlos personalmente, el verdulero trata de engañ arla dedos maneras: en el peso de los productos
y en su calidad; Mama observó detenidamente cada pieza que salía de la canasta buscando algú n
motivo que justificara su protesta para poder demostrarle al viejo que ella, aunque se hiciera mandar
el pedido, no era dé las que se conforman con cualquier cosa.
—Las papas —dijo por fin—. ¿No son demasiado grandes?
—Cuanto má s grandes mejor —dijo el hombre—I lo malo son las papas chicas. Mire ésta —tomó una
de las papas má s grandes y la acercó a la cara de mamá —. Es ideal para hacer al horno. Usted la pela
y le hace cortes así, ¿ve? como tajadas pero no hasta abajo del todo. En cada corte, un pedacito de
manteca. Después en el horno la papa se abre y queda como un acordeó n doradito, riquísima,
há game caso.
Mamá le dijo que sí, que le iba a hacer caso. Le pagó , y el hombre se fue, pero antes volvió a mirar con
reprobació n a los chicos, que seguían pegados al televisor.
Mamá se preparó un vaso grande lleno de leche y se sentó en la cocina para amamantar al bebé.
Cuando se le prendía al pecho ella sentía una sed repentina y violenta que le secaba la boca. Sentía
también que una parte de ella misma se iba a través de los pezones. Mientras el bebé chupaba de un
lado, del otro pecho partía un chorro finito pero con mucha presió n. Una buena madre no alimenta a
sus hijos con mamadera. Mamá tomaba la leche a sorbos chicos, como si ella también mamara.
Cuando el bebé estuvo satisfecho, se lo puso sobre el hombro para hacerlo eructar. Ahora había que
cambiarlo. También ordenar la cocina. Organizarse. Primero cambiar al bebé.
Le sacó los pañ ales sucios. Miró con placer la caca de color amarillo brillante, semilíquida, de olor
casi agradable, la típica diarrea posprandial, decían sus libros, de un bebé alimentado a pecho. El
chiquitito se sonrió con su boca desdentada y agitó las piernas, feliz de sentirlas en libertad. Lo
limpió con un algodó n mojado. ¿Era suficiente? Otras madres lavaban a sus bebés en una palangana o
debajo del chorro de la canilla. Tenía la cola paspada. A los bebés de otras madres no se les paspaba
la cola. Una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, ¿usaría, como ella, pañ ales
descartables? Usaría pañ ales de tela, los lavaría con sus propias manos, con amor, con jabó n de
tocador.
—¡Soledad! ¡Me alcanzá s del bañ o la cremita para la cola del bebé! —pidió mamá .
Soledad apareció con inesperada, inhabitual rapidez. Traía el frasco de dermatol y las manos
mojadas.

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—¿Qué estabas haciendo en el bañ o? —Nada mamá , lavá ndome las manos. Tom gritó . Mamá dejó al
bebé, limpio y seco pero todavía sin pañ ales, en la cuna corralito. Los gritos eran muy fuertes y
venían del bañ o. Soledad se plantó delante de la puerta.
—No entres ahí mamita, de verdad, por favor, no entres, perdoname.
Los alaridos de Tom eran má s fuertes que el mismísimo sonido del televisor, inú tilmente encendido
en el living. Deslizá ndose por debajo de la puerta del bañ o, un flujo lento y constante de agua
jabonosa inundaba la alfombra del pasillo haciendo crecer una mancha de color oscuro. Mamá
empujó a Soledad y abrió la puerta. Tom tenía la cara pintada de varios colores y en el pelo un pegote
de pasta dentífrica. Sus cosméticos estaban tirados en el suelo, empapados, en medio del charco de
agua que provocaba el desborde del bidet. Soledad había salido corriendo, seguramente para
esconderse en el ropero.
Mamá sacó el tapó n del bidet y forcejeó con las canillas.
—No pude cerrarlas —lloriqueó Tom.
Para mamá tampoco era fá cil. Habían sido abiertas hasta su punto má ximo y giraban en falso.
Después de varios intentos lo consiguió . Sonó el teléfono. Mamá se obligó a quedarse en el bañ o hasta
ver el bidet vacío y asegurarse de que no salía má s agua. Después fue a atender.
Al levantar el tubo escuchó el característico sonido que precedía las comunicaciones de larga
distancia.
—Es llamado de afuera, chicos, ¡es papito! —gritó , feliz. Soledad salió de la pieza arrastrando, la cuna
donde el bebé lloraba.
—¡Mamá ! —gritó —. Tom lo quiere matar al bebé pero no sin querer. ¡Lo quiere matar a pro¬pó sito!
—¡Mentira! —gritó Tom, que venía detrá s— Sos un culo cagado con olor a culo cagado. ¡Soledad,
caca caca caca con olor!
—¡Lo odio! —gritó Soledad—. Quiero que no exista má s, mamá por qué tengo que soportarlo. ¡Hijo
de culo! ¡Hijo de mierda! ¡Ano con pelos!
—Cá llense —pidió mamá —. ¡No oigo nada!¡Hagan lo que quieran pero cá llense! Soledad apagá la
tele, es papito de afuera y no oigo nada.
—Mamá dijo hagan lo que quieran —le dijo Soledad a Tom, que sonrió y dejó de gritar. Empujando la
cuna se fueron a la cocina.
Mamá volvió a prestar atenció n a la voz lejana, con ecos, que venía desde el tubo del teléfono.
Entregaba una atenció n absoluta, concentrada. Al principio sonreía. Después dejó de sonreír.
Después habló mucho má s alto de lo necesario para ser oída. Después hizo gestos que eran inú tiles,
porque su interlocutor no los podía ver. Después cortó y sintió que tenía ganas de llorar y que quería
estar sola. Después escuchó un ruido largo, complejo y violento. Tom gritó . Mamá corrió a la cocina.
Parado sobre la mesada, entre lechugas y berenjenas, Tom gritaba asustado. Soledad trataba de no
llorar, milagrosamente entera en medio de una pila de escombros: restos de platos y vasos rotos.
Tom se había trepado a la mesada para alcanzar los frascos de mermelada del estante y, apoyá ndose
con todas sus fuerzas, lo había hecho caer. El bebé estaba bien. Habían volcado deliberadamente la
azucarera sobre la cuna para mantenerlo entretenido. Lamía el azú car con placer y agitaba los brazos
y las piernas emitiendo sonidos de alegría. En la batita y en el pelo también tenía azú car. Mamá miró

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los restos de un plato azul, de loza, con el dibujo de un perrito en relieve, un plato que había
pertenecido a su propia madre. Nadie que no tuviera ese platito azul en un estante
de la alacena podría llegar a ser una buena madre. Tuvo má s ganas de llorar.
Tom y Soledad habían estado jugando al picnic en el suelo de la cocina, sobre el mejor mantel blanco,
el de las cenas con invitados. Habían sacado pan, queso, mostaza, ketchup y Coca de la heladera y
habían usado algunas de las frutas y verduras que estaban todavía sobre la mesada. En el mantel
había dos tomates y una manzana mordisqueados, unas papas sucias y manchas de mostaza.
Mamá quería estar sola y quería llorar. Pensar en lo que le estaba pasando. También quería pegarles
muy fuerte a Tom y a Soledad. Pero antes tenía que sacar al bebé de ahí para que el azú car no le
provocara gases, tenía que asegurarse de que los tres estaban bien y barrer los restos peligrosos de
la cocina. Alzó a Tom, que estaba descalzo, y lo llevó a su pieza.
—Andate de acá , Soledad, salí que voy a barrer —dijo con voz controlada, contenida.
—Vos dijiste hagan lo que quieran.
—Soledad no te estoy retando ahora, solamente te dije que salgas.
—El estante lo tiró Tom —dijo Soledad.
—¡Porque vos me mandaste a buscar la mermelada! —gritó Tom, que había vuelto a acercar-se,
todavía descalzo, a la puerta de la cocina—. ¡Sos una acusadora y una basura con ano y porquería
cagada!
—¡Basta! —gritó mamá . Y ella misma se asustó al notar la carga de furia en su grito—. Basta basta
basta, no aguanto má s gritos, hiciste un desastre y encima gritá s gritá s gritá s.
Atrapó a Tom de un brazo y le dio un chirlo en la cola sabiendo que estaba siendo injusta, que
Soledad había sido tan culpable como él o má s. El bebé lloraba ahora y también Tom. Soledad le dio
un empujó n a mamá con bastante fuerza como para hacerla caer de rodillas, con las manos hacia
adelante. Sintió un dolor afilado en la palma de la mano derecha.
—¡No le vas a pegar a mi hermanito!
—¡Mamá es un dedo en la nariz! —gritó Tom.
Mamá había caído sobre un vidrio roto. Se miró la mano lastimada. El tajo era profundo y sangraba.
—Mamá , ¿por qué la sangre es colorada? —preguntó Tom.
—Mirá lo que le hiciste a mamá , Soledad —dijo mamá , mostrá ndole la herida.
Pero después vio la carita asustada, los ojos grandes de Soledad y pensó que había sido cruel. Una
buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, no los carga de innecesaria culpa.
—No es nada, linda, no te asustes, ya sé que fue sin querer, ahora me pongo agua oxigenada y una
curita y ya está -agradecía casi el dolor físico que le permitís evitar las sonrisas, hasta llorar un poco.
Levantó la mano por encima del corazó n para parar la sangre.
—Mamá , ¿por qué la sangre es colorada? —preguntó Tom.
—Porque sí —dijo mamá distraída, apretá ndose la mano con un repasador. Tenía que barrer y sacar
al bebé. ¿Qué primero? Organizarse.
—Soledad, haceme un favor, levantá un minutito al bebé mientras yo me voy a poner una venda.
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—Pero yo también quiero ver có mo te curá s.
—Sí, levantalo al bebé y vení con él al bañ o y ves todo.
—Mamá , ¿por qué la sangre es colorada?, porque sí no me digas —dijo Tom.
—No quiero levantar al bebé porque está sin pañ ales —dijo Soledad—.Me va a cagar y mear toda.
—¡Soledad cagada y meada! —gritó gloriosamente Tom.
Mamá terminó de atarse torpemente el repasador con ayuda de los dientes. Necesitaba estar un
momento, nada má s que un momento, sola. Y en silencio. Pensar en la voz lejana, con ecos. Y llorar.
Levantó al bebé y mientras lo sostenía con el brazo izquierdo usó la mano herida para inclinar la
cunita y tratar de sacudir el grueso del azú car. Acostó al bebé y empezó a barrer los restos de vidrios
y loza. La tarea hizo que se aflojara el repasador mal anudado y la mano herida volvió a sangrar.
Dolía mucho. Juntó lo que pudo con la pala. Levantó al bebé y lo llevó a la pieza para ponerle un pañ al
limpio. En el camino, el bebé regurgitó una bocanada de leche semidigerida
sobre su ropa.
—Mamá , ¿por qué la sangre es colorada?, porque sí no me digas —-preguntó Tom.
—Porque está compuesta por gló bulos rojos —dijo mamá mientras le ponía el pañ al al bebé y le
limpiaba la boca con un trapito. Tom se quedó desconcertado por unos segundos, pero Soledad
estaba atenta.
—¿Por qué son rojos los gló bulos de la sangre? —preguntó .
—Porque el libro del porqué tiene muchas hojas —contestó mamá .
Puso una sá bana limpia sobre la cuna y unos cuantos chiches de goma. Todo lo que tocaba se
ensuciaba con manchitas de sangre. El bebé se largó a llorar en cuanto lo puso boca abajo. Pero esta
vez mamá estaba decidida a curarse la mano. También quería estar sola. Soledad la siguió al bañ o
para ver có mo se vendaba.
—¿Ves lo que hace mamita? Así también tenés que hacer vos cuando te lastimá s. Primero lavarse
bien a fondo con agua y jabó n.
El bañ o seguía encharcado de agua jabonosa. Levantó los cosméticos mojados. Tendría que secarlo
enseguida antes de que alguien se resbalara. En el botiquín encontró agua oxigenada, vendas, tela
adhesiva. Iba a necesitar ayuda. Vertió el agua oxigenada sobre la herida, que tenía los bordes
separados. Probablemente necesitara unas puntadas pero se sentía incapaz de llegar con los tres
chicos hasta el hospital. Apretó una compresa de gasa con mucha fuerza contra la herida, para parar
la hemorragia. Después se puso otra gasa limpia y, con ayuda de Soledad, la tela adhesiva. Entonces
percibió el silencio. El bebé había dejado de llorar.
—Soledad, andá a ver qué pasa con Tom y el bebé.
A Soledad le gustaba proteger al bebé casi tanto como pegarle a Tom. Apenas había salido cuando se
escuchó su desesperado aullido de socorro.
—Lo está matando, mamá mamá mamá , lo va a destrozar, mamá , mamá , ¡vení ahora! Lo está
revoleando, ¡LO MATA, MAMÁ !
Mamá quiso correr a la velocidad que exigían los gritos enloquecidos de Soledad, se resbaló y se cayó
torciéndose un tobillo de mala manera. Se levantó y siguió como pudo hasta la pieza donde el bebé
dormía tranquilamente en su cuna mientras Tom revoleaba por el aire un perrito de pañ o relleno de
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mijo. El perrito ya estaba en parte roto y el mijo salía por el agujero, impulsado por la fuerza
centrífuga, chocando contra las paredes, cayendo al suelo, sobre las camas, en la cuna. Soledad
gritaba histéricamente. Mamá la hizo callar de una bofetada, le sacó a Tom el perrito de pañ o y se
sentó sobre una de las camitas porque el tobillo lastimado ya no la sostenía. Vio sangre en la cara de
Soledad y sintió un golpe en el corazó n. Después se dio cuenta de que le había pegado con la mano
herida, que volvía a sangrar. Vio el dibujo de globos y payasos que ella misma había elegido para la
colcha y otra vez tuvo ganas de llorar.
—Traeme el costurero que voy a curar a tu perrito: lo voy a coser —le dijo a Soledad. El tobillo
empezaba a hincharse.
—Traéme esto, traéme aquello, qué te crees que soy —dijo Soledad—. ¿Te creés que soy la
Ceni¬cienta de esta casa?
—Entonces no te coso nada el perrito y no me importa nada si se le sale todo el relleno —llo¬riqueó
mamá . ¿Có mo una buena madre? ¿Lloriqueando?
—Quiero panqueques rellenos —dijo Tom—. Mamá le pegó a Soledad. Mamá es un ano con
pelotudeces.
Mamá rengueó hasta su dormitorio. En el cajó n de la có moda encontró un pañ uelo del tamañ o
adecuado para hacerse un vendaje en el tobillo. Un esguince, nada grave, si mañ ana empeoraba iría al
médico. El pie ya no le cabía en el zapato Trató de hacer el vendaje bien apretado (la mano herida no
le facilitaba el trabajo) y se puso encima un zoquete de los que su marido odiaba y que ella usaba
solamente para dormir. Sintió en el aire un olor a quemado y se acordó de la torta pascualina.
Caminando despacio (el tobillo latía dolorosa mente) fue a la cocina. Se agachó para abrir la puerta
del horno y vaya a saber por qué alcanzó a darse vuelta justo a tiempo para ver a Tom y Soledad ya
definitivamente aliados (pero qué bueno que los hermanos sean unidos, que se ayuden entre ellos),
sus cuatro manitas empujá ndola desde su inestable posició n, en cuclillas, contra el horno caliente.
Pudo moverse hacia un costado antes de caer, quemá ndose solamente el antebrazo izquierdo, que
rozó la puerta abierta. Puteó de dolor y también de miedo. Sin decir nada, mirá ndolos fijamente,
jadeando, puso la zona quemada debajo del chorro de agua fría. Eso la alivió enseguida.
—Mamá dijo una mala palabra —dijo Tom.
—De veras no sabíamos que el horno estaba caliente de verdad, mamita perdoname, queríamos
jugar a Hansel y Gretel, de veras que no sabíamos.
—La bruja mala se quemó en el horno y se hizo de chocolate rico y se la comieron —dijo Tom—.
Mamá dice malas palabras.
—De veras que no sabíamos —repitió Soledad, con cierta monotonía.
Mamita pensó que no le creía y también que estaba loca por no creerle. Sus hijos. Los quería. La
querían. El amor má s grande que se puede sentir en este mundo. El ú nico amor para siempre, todo el
tiempo.
El Amor Verdadero. Necesitaba estar un momento sola, pensar en la llamada, en la voz lejana, con
ecos. Llorar. Ponerse Cicatul en la quemadura, que ardía ferozmente. Fue al bañ o. Una mujer
organizada ya lo habría secado. El bañ o se-guía mojado. Una buena madre. Tom la siguió .
—Tom, mi vida, mamita tiene que estar un momentito sola en el bañ o.
—¿Para qué?

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—¡Para hacer CACA! A mamita le gusta estar sola cuando hace caca, ¿sabés?
—A mí no. A mí me gusta má s que me hagan compañ ía cuando hago caca.
—Pero a mí me gusta estar sola.
—A mí también —intervino Soledad—. Porque yo ya soy grande. Tom es un bebé.
—Yo no soy ningú n bebé —aulló Tom.
—Quiero ver có mo mamá se saca la bombacha. Quiero verte los pelitos de abajo —dijo Soledad.
—Yo también quiero ver la concha peluda de mamita —dijo Tom.
—Cuando yo sea grande voy a tener una concha peluda —dijo Soledad.
—¡Pero nunca de nunca vas a tener un pito! —dijo Tom.
—¡Y vos nunca de nunca vas a tener mis añ os! ¡Por má s que cumplas y cumplas añ os nunca vas a
tener mis añ os! —dijo Soledad.
—Quiero que se vayan —dijo mamá en voz muy baja, temblorosa, amenazadora.
—Y yo quiero verte las tetas —dijo Tom—. Al bebé lo dejá s chupar y a mí no.
—Sí, sí, eso queremos, tetas tatas titas totas tetas tetas —canturreó Soledad.
Con todo su peso Soledad se abalanzó sobre mamita para desabrocharle la blusa, mientras Tom le
metía las manitos por abajo. El ataque fue repentino, mamá no lo esperaba y su nuca golpeó fuerte
contra los azulejos blancos y celestes, con motivos geométricos. El golpe la atontó y al mismo tiempo
la hizo perder el control. Agarró a cada uno de un brazo, apretando con bastante fuerza como para
dejarles marcadas las huellas de sus dedos. Casi no sentía dolor en la mano herida. Caminar, en
cambio, era un puro esfuerzo de voluntad. Los arrastró fuera del bañ o, por el pasillo.
Cuando calculó que estaba lo bastante lejos los soltó de golpe, empujá ndolos para asegurarse de que
se cayeran. Corrió hacia el bañ o apoyá ndose en las paredes, sintiendo que Tom y Soledad se
levantaban, escuchando sus pasitos livianos y veloces otra vez hacia ella, alcanzó sin embargo a
meterse en el bañ o y cerrar la puerta sobre un pie de Soledad, que no gritó . Empujó la puerta hasta
que Soledad, jadeando de dolor pero todavía en silencio, tuvo que sacar el pie. Pudo cerrar la puerta
y dar vuelta la llave.
Mamá se sentó en el inodoro, apoyó la cabeza en un toalló n y se puso a llorar. Lloró y lloró ,
aliviá ndose, sintiendo que un sollozo provocaba al otro, lo buscaba. Lloró como quien vomita hasta
escuchar, de pronto, a través de su propio llanto, otro llanto nítido, distinto, qué se acompasaba
extrañ amente con el suyo. El bebé. Su bebé. Se acercó a la puerta, apoyó el oído. Se oían risitas
ahogadas. Estaban allí. Ahora la tenían en sus manos, sin defensas. Un rehén. Rescatarlo.
Muy lentamente, tratando de no hacer ruido, dio vuelta la llave en la cerradura y abrió la puerta de
golpe. Tom, que estaba del otro lado apoyá ndose con todo su peso, cayó sobre los mosaicos
golpeá ndose la cabeza. Mamá rengueó hasta la pieza de los chicos. Soledad, sentada, sostenía al bebé
sobre su falda. La golpeó en la cara con la mano abierta, arrancá ndole al bebé de los brazos. Soledad
tropezó contra una sillita baja y eso le dio tiempo a mamá a adelantarse. Pronto estuvo otra vez en el
bañ o con el bebé. Tom seguía en el suelo, gritando y pateando. Lo empujó afuera con el pie y volvió a
cerrar con llave. Su bebé. Chiquito. Indefenso. Suyo. Mamá lo abrazó , lo olió . La leche empezó a fluir
otra vez, mansamente, de sus pechos. Se tocó la nuca. Apenas un chichó n. Puso su cara contra la del
bebé, tan suave, cubierta por un vello rubio casi invisible. Despedía calor, amor. Mamá lo acunó

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mientras cantaba una dulcísima melodía sin palabras El bebé era todavía suyo, todo suyo, una parte
de ella. Movía incontroladamente los bracitos como si quisiera acariciarla, jugar con su nariz. Tenía
las uñ itas largas. Demasiado largas, podía lastimarse la carita: buena madre, una madre que
realmente quiere a sus hijos, les corta las uñ as má s seguido. Algunos movimientos parecían
completamente azarosos, otros eran casi deliberados, como si se propusieran algú n fin. El índice de
la mano derecha del bebé entró en el ojo de mamá provocá ndole una profunda lesió n en la có rnea. El
bebé sonrió con su sonrisa desdentada.

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