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Gracias a las palabras percibimos las diferencias, los contrastes y nos acercamos
al mundo. Con ellas creamos y exploramos universos reales e imaginarios. Son
puente y camino para conocer y reconocer al ser próximo, descubrir sus matices,
su humanidad y, cómo no, son también el vehículo para llegar hasta nosotros
mismos. Paradójicamente también las palabras nos ayudan a tomar distancia, a
ganar perspectiva, a desahogarnos. Nos permiten acercarnos y alejarnos,
gestionar distancias, entregarnos o partir.
A menudo, una voz amable y sincera es mucho más terapéutica que cualquier
medicamento. Un gesto y una voz adecuada pueden cambiarnos el humor en un
instante. La palabra nos lleva a la risa, a la alegría, a la ternura y al humor desde
lo más inesperado. Con la palabra podemos hacer nuestra alquimia interior:
aliviar dolores, lidiar con nuestras dudas, rabias y culpas, concluir duelos, sanar
heridas, convencer miedos, soltar yugos, terminar quizás con esclavitudes
interiores y exteriores: liberar y liberarnos.
Hay palabras huecas y palabras llenas de sentido. Una misma voz puede,
dependiendo de quién la exprese, conmover, generar indiferencia o provocar la
repulsión. En tal caso, más importante que lo dicho es el cómo y quién lo
expresa. Porque también las palabras pueden ser manipuladas como títeres y
alejarnos de lo real. Desde el eufemismo hasta el oxímoron pervertido por arte de
magia y en rueda de prensa. Construcciones tan vomitivas como “guerra
preventiva”, “fuego amigo” o “efecto colateral” forman hoy parte del titular
informativo y acaban diluyéndose en el alquitrán de las infamias asumidas como
“lo normal”. Expresadas desde la estupidez, la mentira o la auto-exculpación
irresponsable más radical, las palabras pervierten lo real. Pero no son ellas, son la
boca biliosa de quien las expresa lo que las deprava. Cuando las palabras son
disfrazadas de mentira pueden colarse en nuestra conciencia por la puerta de
atrás, minar el sentido común y sembrar las semillas de la locura, del odio y de la
muerte.
Curiosamente, a quien más teme el dictador es al poeta. Por ello, el ser humano
que pone voz a lo esencial, desde la desnudez, acostumbra a ser el primero en
morir fusilado en el paredón o con un tiro por la espalda. Nada peor para el lerdo,
el cínico, el narcisista, el perverso o el ególatra que aquel niño del cuento que
proclama sin miedo y con la lucidez y libertad que nace de la inocencia: “¡El Rey
está desnudo!”. Pero ni las balas al alma ni el fuego a los libros pueden con la
conciencia que se despierta gracias a la palabra que ha sido ya nombrada. Porque
“la palabra es el arma más poderosa”, tal y como dijo el filósofo Raimundo
Lulio, ya que tiene el enorme poder de denunciar, revelar, desnudar, informar,
conmover y convencer.
Álex Rovira