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Prólogo

Confrontarse con la muerte voluntaria nos coloca en un umbral de lo humano para el


que nadie está preparado. Hay algo genuinamente incomprensible en el gesto suicida,
algo que resulta incompatible con la vida tanto para quien lo realiza como para quien
lo contempla. Y por esa razón, el quebranto que provoca la muerte por suicidio es de
tal envergadura que el proceso de duelo se prolonga años y la marca resulta indeleble.
Eso no quiere decir que no pueda existir una elaboración y que incluso,
paradójicamente, la experiencia de la muerte por suicidio de alguien querido pueda
resultar reparadora o preventiva para otros. Para que se dé esta posibilidad, es
imprescindible que exista una elaboración por parte de la persona que ha sufrido la
pérdida, y esa elaboración solo puede producirse a través de una herramienta: la
palabra.

Las terapias orales permiten un abordaje profundo de lo vivido y lo sentido, también


las conversaciones empáticas con quienes nos saben cuidar. La palabra hablada es el
recurso más poderoso para intentar sanar nuestras heridas. Pero también la palabra
escrita puede formar parte del duelo, tanto para el autor como para el lector. La
escritura y la lectura establecen un vínculo de creación compartida y el abordaje por
escrito del duelo por suicidio se convierte en un símbolo de esa paradoja que supone
que de un sufrimiento insoportable pueda brotar un sentimiento reparador para otro.
Si el haber vivido un suicidio es un factor de riesgo de suicidio, la única manera de
elaborarlo, el único antídoto, es esa palabra, ya sea hablada o escrita. Así que no
puede haber una actividad más necesaria y más recomendable tras vivir una
experiencia directa de este calado.

Cuando se conoce a otro superviviente de suicidio, o su testimonio, se establece un


vínculo inmediato, por compartir una experiencia que otros no pueden imaginar, un
respeto mutuo por haber vivido algo tan duro. Las marcas del superviviente no son
reconocibles a primera vista y resulta difícil llegar a esa conexión porque pertenece a
un ámbito muy íntimo. Quizás conocemos y compartimos espacios con otros
supervivientes que no sabemos que lo son. En el trabajo, entre nuestros vecinos, entre
los conocidos menos íntimos. Así que cuando, a través de una lectura, en un acto
público o en una asociación de prevención se producen esos encuentros, nos
reconocemos como semejantes. Sabemos que algo nos ha cambiado por dentro a
ambos y sentimos que estamos más acompañados, porque él o ella también ha bajado
a las profundidades más oscuras, como tú, contigo, y que ya no estás tan solo. Como
Orfeo, buscando recuperar el amor arrebatado de forma abrupta, con este libro, Darío
baja a los infiernos para rescatar con sus palabras de vida tanto lo que duele como lo
que se puede reparar y recordar sin dolor.

El gesto generoso de revelación que hace Darío con este texto nos permite acceder a
una intimidad que normalmente nos está vedada. Y no es solo por pudor, porque
pertenezca a lo más privado de la vida, algo respetable y comprensible. Sino porque
muchas veces está oculta, secuestrada de lo público, por simple y llana vergüenza.
Porque no queremos que se nos asocie con el estigma que cae a plomo cuando se
pronuncia la palabra suicidio. Porque queremos salvaguardarnos de las heridas que
nos pueden provocar las palabras inadecuadas o los silencios insensibles. Pero con ese
ocultamiento voluntario, nos perdemos también la conexión con otros que han podido
vivir lo mismo, la elaboración del duelo propio y ajeno y la posibilidad de
acompañamiento por aquellos que sí sabrían hacerlo.

Con su testimonio, Darío nos abre la puerta de las experiencias más intensas de su
historia familiar, que tienen que ver con el sufrimiento y con la pérdida, pero también
con el amor. Transitamos con él por todas las fases de un duelo anunciado, anticipado
desde que era un niño, que le acompañó desde que tiene memoria, incluso antes de
que llegara a verificarse fatalmente como tal. Ahora, como el hombre joven que sigue
siendo, pero ya padre de un hijo, ha sabido qué hacer con ese duelo. Y ha hecho un
ejercicio de reconstrucción haciendo buena la frase de Sartre: “Somos lo que hacemos
con lo que hicieron de nosotros”. Darío ha sabido elaborar su pérdida para convertirla
en palabras que puedan servir a otros. Y lo hace también en su ocupación diaria, con
su compromiso con la relación de ayuda, que lejos de colocarle en la posición de
víctima, convierte su experiencia en algo útil para otros y, en consecuencia, para sí
mismo.

Las palabras desnudas y valientes de este libro nos atraviesan a todos, hayamos vivido
o no de cerca el suicidio. Con una franqueza desarmante, Darío va desgranando los
episodios de su relación con su madre y nos ofrece, a corazón abierto, el relato de su
vida y de su muerte. Hay en sus palabras una cierta ingenuidad que las despoja de
cualquier pretensión impostada. Solo quiere transmitir y compartir lo vivido por si a
otro puede servirle de ayuda o por si puede contribuir a la prevención de un mal
mayor. Nada menos.

Reconociendo nuestros límites, se debe aceptar que, en los momentos más


importantes de la vida, el lenguaje nos resulta insuficiente, porque no consigue
abarcar el vacío ante la pérdida, ni resolver la incomprensión humana ante la idea de la
muerte, con su infinita irreversibilidad. Pero es la palabra lo que nos hace humanos,
nuestra frontera para conocer y comprender el mundo y nuestro único recurso para
vincularnos a él y los demás. Y solo a través del poder de la palabra podemos hacer
algo con lo que hicieron con nosotros.

Juan Carlos Pérez Jiménez


Madrid, 20 de diciembre de 2022

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