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ALAMBRES
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ALICATES
PARA
ENDEREZAR
LOS ALAMBRES
DEBAJO DEL
PELLEJO
YADIR GÓMEZ
Alicates para enderezar los alambres debajo del pellejo

© Yadir Gómez, 2018


Diseño de portada, maquetación y diagramación: Libre e Independiente Editorial
Portada basada en la obra de © David Oliveira.

Código de registro: 1810308855405


Fecha de registro: 30-oct-2018 3:41 UTC
Licencia: Creative Commons
Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0
Autor: Yadir Omar Gómez Alvarado
«-Si quieres enderezarte todos los alambres que tienes debajo
del pellejo, tienes primero que tener un alicate para hacerlo. Si no
tienes un alicate y quieres hacerlo, pierdes el tiempo. Así andaba
yo cuando era grumete en el «María Victoria» y salía a pescar en el
Golfo. Y luego, cuando pasé a marinero y me hicieron el primer
tatuaje en un brazo, igual. No tenía alicate y los alambres se me
hacían una maraña endemoniada cada vez que quería explicarme
algo».
«Tobías» cuento de Félix Pïta Rodríguez
(La habana, Cuba, 1909-1990)
A Mar, por saltar de la realidad a la ficción y viceversa.
¿Quién era Eddie?

De él sabía lo elemental: era transformista, tenía plata y se levan-


taba a los pirañas del barrio. Horas antes de conocerlo personal-
mente, el Orejón y yo disfrutábamos de los toques marihuaneros
diurnos. Un grueso cacho de perfume escandaloso, auspiciado por
la tía Tota de Breña, y que era «curado» con saliva, nos alegraba la
mañana.
Después de alinearnos la ropa, echarnos el colirio para disimular
los ojos rojos y comer unos halls, quisimos entrar al colegio con la
mayor conchudez del mundo. Por supuesto, el auxiliar Jorge nos
frenó en seco en pleno umbral del portón y sin más, nos largó a
casa; obviamente ni los halls ni las gotas pudieron encubrir las car-
cajadas alucinógenas que se desataban al verle la cara.
Empezamos a vagar por las calles conscientes de que ninguno
podía regresar —ni cagando— a sus casas. De hacerlo, lo más se-
guro era que nuestros viejos descubrirían el tremendo trip en el que
estábamos montados o se les ocurriría averiguar personalmente
porqué nos habían devuelto tan temprano del colegio, lo que hu-
biera favorecido al auxiliar, que aprovecharía la ocasión para acu-
sarnos de «fumoncitos de pacotilla», como le gustaba llamarnos en

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frente de todos durante la formación, a través del altoparlante. De


una u otra forma, íbamos a terminar del mismo modo: Azotados
a correazos, con la piel ardiente al rojo vivo, los ruegos en cuello
de «ya no lo vuelvo a hacer, lo prometo», y para colmo, castigados,
mínimo hasta que se terminara el año y de paso, el verano que es-
taba próximo a iniciarse.
En el transcurso de la caminata, encontramos un parque en el
que nos sentamos a huevear. Tratamos de entretenernos como pu-
dimos, pero nos aburrimos rápido. Entonces decidimos rebuscar
en nuestros bolsillos a ver si encontrábamos otra cosa que no fue-
ran encendedores o envolturas de sublime (el papel rizla por aque-
llos años); principalmente buscábamos dinero. De encontrarlo, lo
invertiríamos todo en alquilar videojuegos o en unas partidas de
billar en el «Montecarlo» y los infaltables bocadillos. No hallamos
nada. No cargábamos ni un mísero centavo. En medio de esa in-
certidumbre, y de la ansiedad de no saber qué hacer para matar el
tiempo el resto de la tarde, al Orejón se le prendió el foco:
—¿Oe, y si vamos dónde Eddie?
Su propuesta me provocó una tembladera involuntaria. Al darse
cuenta de mi reacción, el Orejón se apuró en aclararme: «No te
loquees broder, Eddie es buen causa. Ya sé que es cabrito, pero es
recontra respetuoso, además es de mi barrio y es mi pataza». Con-
fiaba en la palabra del Orejón, porque tanto él como yo, nos ha-
bíamos cubiertos las espaldas desde la primaria, aunque, con toda
franqueza, era yo el que se llevaba la peor parte, siempre pagaba

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pato por sus idioteces como el día que nos levantaron en peso, solo
porque al baboso se le ocurrió quitarle el chupetín de la boca a «La
china», la flaca del Nilo, un berraco del otro colegio.
Al rato, el Orejón me despegó de la banca con un jalón de mo-
chila y nos fuimos rumbo a su barrio, donde también vivía Eddie.
Desde una esquina del parque «Egipto» (lo llamaban así por su
forma triangular), debíamos pasar al otro ángulo recto sin que la
gente de la cuadra, incluyendo los guachimanes, nos vieran. Eddie
vivía a dos cuadras de la casa del Orejón, obligatoriamente tenía-
mos que pasar por ahí para llegar. Si algún familiar del Orejón (en
su casa de tres pisos vivían muchos primos y tíos) o vecino de
la cuadra aguaitaba a nuestro paso, nos cagaba todo el plan. Por
suerte (al parecer por la hora: una de la tarde), pasamos con total
libertad sin llamar la atención.
Hasta que el Orejón tocó el timbre no sentí los nervios. Era la
primera vez que iba a conocer a un transformista en persona. Mi
madre desde niño ya me había hablado de ellos, de esa «gente mala
y envidiosa». Su retórica moralista, era un pegoteo de citas bíblicas
aprendidas de memoria, aderezadas con noticias amarillistas de fi-
nales de los noventas: El caso de las inyecciones contaminadas con
VIH en las butacas de los cines o los sidosos que te escupían en la
cara si no le colaborabas con unas monedas. El segundo timbrazo
sonó abriendo paso a un problema mayor: ¿Darle la mano o un
beso? No me dio tiempo de reflexionar porque Eddie ya estaba
plantado delante de mí en short de blue jean, zapatillas blancas de

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basquetbolista con capsulas de aire en la suela, polo blanco desde


el que se dibujaban sus tetillas, chaquira blanca en el cuello, sonrisa
guasona de brillo artificial en los labios, ojos delineados de negro,
pestañas notoriamente risadas y abundante cabello castaño que le
tapaba con coquetería femenina las orejas puntiagudas. Seguro no
le costó mucho adivinar mi incertidumbre porque en seguida me
tendió amistosamente la mano de uñas a la francesa, saludó al Ore-
jón del mismo modo y nos invitó a pasar.
En el camino a la habitación de Eddie, en el segundo piso de la
gran casa, el Orejón le explicó que necesitábamos asilo hasta las
seis de la tarde, hora en la que terminaban las clases. Eddie asintió
sin siquiera tomarse unos segundos para analizar el caso, nos seña-
ló el rumbo a su guarida (ruta que mi amigo conocía de sobra) y se
fue en otra dirección.
—Se va a ver a su hermano —Me dijo el Orejón, apenas Eddie
desapareció al extremo de la casa. —No sabía que tenía hermano
—Repliqué. —Sí, tiene nuestra edad (quince). Nació con síndrome
de Down. El chico tiene su propia habitación; la más grande de la
jato. Lo vemos seguido por el barrio porque Eddie siempre lo lleva
a pasear o a terapia de lenguaje. Es bastante tranquilo. Le gusta mu-
cho la televisión, al punto que puede pasarse horas frente a la pan-
talla sin pestañar siquiera, al estilo de la Naranja Mecánica, claro,
sin esos aparatos horrorosos que le ponen al pobre protagonista.
Sentí curiosidad de que en esa enorme casa solo habitaran Ed-
die y Carlitos, así que le pregunté al Orejón, sobre el asunto. A la

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par que mi amigo encendía el televisor y el PlayStation, me contó


que la mamá enviaba remesas todos los fines de mes, desde alguna
convulsionada ciudad de Japón, donde trabajaba en «quién sabe
qué cosa» (las habladurías decían que era una experta masajista y
«algo más»). Los llamaba por teléfono cada dos o tres días, y un par
de veces, Eddie había tenido la suerte de viajar con su hermano, a
Asia. Del papá no se sabía mucho, excepto que era militar en retiro,
había formado otra familia y que aborrecía por igual a Eddie y a
Carlitos. Eddie evitaba hablar de su viejo hasta en las peores bo-
rracheras (esas en las que uno saca todas sus mierdas sin medirse),
prefería llorar por su «mamita», que por ese «¡hijo de puta al que ni
si quiera se le puede llamar progenitor!».
En el cuarto, el Orejón alzó vuelo y se tiró un clavado en la cama
de Eddie tan duro que pensé que la iba a partir. Yo preferí sentar-
me cautelosamente en una silla muy próxima a la cómoda que ser-
vía de mueble para el televisor, desde donde vi una serie de lápices
labiales, coloretes, polvos y otras chucherías cosméticas de marcas
importadas (por casualidades de la vida: de las mismas marcas que
usaba mi vieja) dispuestas en orden pulcro como si se tratara de un
escaparate de la tienda más ficha del Jockey Plaza. Al rato, Eddie
tocó suavemente la puerta, anunciando su llegada en compañía de
su hermano. El Orejón se aproximó a Carlitos y el chico se ale-
gró mucho al ver la visita. Me acerqué también a saludar. Carlitos
me miró un poco perdido, sosteniéndome la mano, como tratando
de ver si ya me conocía de antes. El reconocimiento duro poco,
porque nos despedimos al momento: Eddie y Carlitos tenían pla-

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nes para esa tarde. Mientras bajaba por las escaleras, Eddie, nos
advertía a gritos, con voz aflautada —matizada con gallos trasno-
chados—, que no quería nada de «travesuras», «ni mucho menos
“niñas” dentro de la casa»; lo último lo recalcó en tono pícaro y
con una risita exagerada de chica con una faringitis aguda que no
ha sido tratada por el otorrino.
Jugamos dos partidos de FIFA y paramos porque nos moríamos
de hambre. El Orejón bajó a la cocina. Me dejó solo en la intimi-
dad de un cuarto desconocido, enigmático hasta en lo más mínimo
para mí. Claro que lo que me llamó más la atención fue su clóset
negro que carecía de la puerta del ala derecha. Desde ese vacío
pude ver los conjuntos multicolor que colgaban en los percheros:
Vestidos espolvoreados de lentejuelas, pelucas de todo tipo (laceas,
afros, onduladas, exóticas), blusas de colores chillones y pantalo-
nes de cinturas estrechas, se apretujaban en ese espacio de culto a
la piel y sus mutaciones. Para mi mala suerte, mientras husmeaba
en el clóset de Eddie, apareció el Orejón, que no desaprovecho la
oportunidad para joder.
—No me digas que te quieres probar uno —Dijo, socarrona-
mente cagándose tanto de risa que no se percató, que regaba la
Coca Cola en el piso. —¡Anda huevón! – Respondí amargo ¡Por-
que sepan que a un macho no se le juega de esa manera, carajo!
Tragamos el pan francés con queso y jamón del país. Estaba fres-
co y calentito porque al Orejón se le ocurrió darle unos segundos
en el microondas (dos prendidas de foco al día, definitivamente

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ese día tenía algo especial). Con la panza llena mi amigo se recostó
nuevamente en la cama con los brazos entrelazados en la nuca.
Después, como si recordara algo de último momento, giró un poco
hacia el lado derecho, estiró la mano hasta la mesa de noche, abrió
el primer cajón y sacó un grueso fajo de billetes amarrados con
ligas.
—Siempre los guarda ahí —dijo mostrándome la plata—. Ya le
he dicho que lo oculte en otro lado, sino un día lo van a cagar esos
pirañas de mierda con los que se mete. La tentación estaba a la
vista, pero ni el Orejón ni yo éramos choros (palomillas sí, choros,
nunca). Así que dejó el dinero en su sitio y cerró nuevamente el
cajón.
Luego se levantó y le echó un vistazo a los zapatos y tacones
dispuestos en la parte inferior del clóset. Se abrió paso entre ellos,
y desde el fondo empezó a sacar cajas lujosas y bien cuidadas que
aún olían a nuevo, e iba mostrándome el contenido. Eddie tenía in-
finidad de calzado y el Orejón me contó que era tal la cantidad, que
su amigo tuvo que disponer de otro cuarto dedicado especialmente
para esto. ¿De dónde tenía tanta plata?
—¿No sabes que es Drag queen? —Me preguntó el Orejón,
creyendo que estaba enterado de la fama de Eddie—. Baila en el
Downtown y en otra discoteca que está en el Centro de Lima; gana
buen billete por actuación.
Yo ignoraba todo sobre esos lugares. Lo único que conocía de
esas discotecas era que todos los homosexuales o «torcidos» –

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como decía mi vieja–, se juntaban ahí, y que claro, esos «antros»


eran la perdición, como repetía una vez más mi vieja.
En las fotos de la repisa junto al clóset, Eddie estaba de la mano
con su mamá y Carlitos; salían contentos. El rostro de Eddie era el
más iluminado de los tres, como expresándole al mundo que esa
trinidad era suficiente para alimentar su dicha; definitivamente era
un mensaje explícito para el desnaturalizado padre.
El día lo pasamos así: Comiendo, jugando y fumando unos ca-
chos en el patio hasta las seis. Al final de la tarde, nos fuimos sin
agradecerle la hospitalidad porque Eddie, nunca regresó. El Ore-
jón me explicó que lo más seguro era que él y Carlitos, estuvieran
haciendo compras, viendo una película o paseando por el malecón
de Miraflores. También podrían estar visitando a su abuelo paterno
en el asilo. El anciano era el único –y frágil– nexo, que unía a Eddie
con el fantasma de su padre, no había más, la familia del militar
ignoraba su existencia y la de Carlitos, y así sería siempre, hasta el
final. Eddie procuraba pasar tiempo con su abuelo, pagaba la cuen-
ta del refugio todos los meses, estaba atento a cualquier problema
de salud que se le presentase y además compartía su tiempo con
otros ancianos del hospicio, a los que sus familias descorazonadas,
nunca irían a visitar, ni siquiera en caso de tener que llevarlos al
cementerio por ley humana.
Ese día regresé a casa cambiado. Le di un beso en la mejilla a mi
vieja y le acaricié dulcemente la nuca en señal de lastima por sus
creencias. En la cena me preguntó por las clases y tuve que inven-

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tarle una historia que solapara la fuga.


Le hablé de una chica nueva llamada «Edith», que tenía un her-
mano con síndrome de Down. Ambos vivían con sus padres. La
mamá era dueña de un restaurante en la calle Capón, el padre era
un coronel en actividad condecorado por sus hazañas y el abuelo
era un importantísimo hombre de negocios, que se daba el tiempo
de recoger a su nieta del colegio. No sé qué más le dije, lo cierto es
que inventé una historia tan torpe que yo mismo me avergüenzo
de contarla.
Vi a Eddie un par de veces después de esa visita. Cada vez que
nos cruzábamos por la calle, le extendía la mano desde dónde estu-
viera y en cualquier situación en la que se encontrara. No importa-
ba si unos albañiles en plena construcción lo jodían de «Maricón»
o «Mamacita» o le silbaban, o le mandaban escandalosos besos vo-
lados, yo le gritaba «¡Habla, Eddie!» y él me respondía siempre con
una amplia y coqueta sonrisa, natural.
Llegó un día que nos botaron del colegio porque la directora
había decidido, sorpresivamente, fumigar las aulas. Los padres no
estaban enterados del asunto, así que todos los vagos nos pusimos
a caminar hacia el sur, en busca del lejano mar.
A cinco cuadras del colegio, dejando que mi flojera aborté la mi-
sión, se me ocurrió que podríamos ir a la casa de Eddie: comer,
fumar y jugar PlayStation todo el día, no parecía mala idea. Así que
aparté al Orejón del rebaño y le planteé mi propuesta. Me miró
extrañado de que a pesar de ser tan vago como él, no estuviera tan

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enterado de los acontecimientos de la calle, entonces fue cuando


dijo:
—¿Qué, no sabías?... Lo mataron....
La noticia me desconcertó, mucho más cuando el Orejón co-
menzó a narrarme lo que se voceaba sobre el caso en la calle.
Uno de los pirañas con los que se encamaba Eddie, llegó borra-
cho un sábado por la noche, y empezó a armar tremendo escán-
dalo, en plena cuadra, que Eddie tuvo que correr a abrirle la puer-
ta antes de que los vecinos llamaran a la policía. Adentro seguro
«pasó lo que tenía que pasar» y al día siguiente, por la mañana, una
vecina oyó unos gritos mezclados con sollozos que se acompaña-
ban de un martilleo incesante contra la pared. La vecina corrió a la
casa de Eddie cuando pudo identificar la voz de Carlitos. Tocó des-
esperadamente el timbre, pero no le abrieron. Un vecino que tam-
bién había oído todo el alboroto, se apresuró a telefonear a casa de
Eddie, pero tampoco obtuvo respuesta. Al rato llegó un cerrajero
que violentó la puerta a punta de comba. Una vez adentro, hallaron
a Carlitos tirado inconsciente con la cabeza partida y bañado en
sangre por tanto golpe que se había dado contra el muro (entró en
crisis al ver a su hermano muerto). Todos los vecinos (que ya eran
entre ocho o nueve), se dispersaron por todo la casa en busca de
Eddie. Por fin, uno de ellos lo encontró en su habitación. Estaba
desnudo, totalmente pálido, con una almohada en el rostro. Su bra-
zo derecho colgaba en dirección a la mesa de noche, donde faltaba
el cajón en el que Eddie guardaba su dinero, y su índice, rígido,

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señalaba directamente al DNI de:


Mario Gerardo Quiroga Ramírez.
Fecha de nacimiento: 05–02–1979.
Sexo: Masculino.
Estado Civil: Soltero.
Departamento/Provincia/Distrito: Cualquiera parte del mundo.
Él... era Eddie.

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Más feliz

Se lo repetía constantemente. Lo repetía para creérselo. Sí, era


feliz, su vida era maravillosa. Quién se lo iba a negar, la sonrisa
que cargaba de oreja a oreja parecía una mala praxis de cirugía
plástica: demasiada exagerada. Ahora era feliz. No, corrección: era
mucho más feliz que antes. Sí, antes también fue feliz, pero digamos
que nunca había alcanzado el cien por ciento de la felicidad como
ahora. Ahora era distinto, estaba segura de que nada podría abolir
su dicha.
El último año todo había sido excelente. Llegó al altar con un fa-
moso fotógrafo limeño que radicaba en España. La fiesta fue todo
un acontecimiento en Lima, hasta algunas fotos aparecieron en la
revista Somos. Obtuvo la jefatura del área contable a la que siempre
había aspirado. Pudo terminar de pagar al banco las cuotas de su
camioneta Toyota todoterrero con la que soñaba recorrer todo el
Perú. Estaba en forma gracias al gimnasio y la dieta; ninguna enfer-
medad a la vista. Acabó de amueblar el departamento que recien-
temente había adquirido con su esposo, a unas cuadras del Lima
Golf Club de San Isidro. Y por fin se había mudado allá, después
de haber vivido todos estos años con sus padres sin posibilidad de
independizarse hasta su matrimonio. Todo le llegó de golpe a sus
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treinta cinco años y ya no necesitaba repetirse que era feliz, porque


era real.
Al principio del matrimonio, al marido no le molestaba que le
hiciera visitas espaciadas a sus suegros; eso fue cuando eran dos o
tres veces por mes. Con el tiempo las visitas fueron en aumento, y
llegaron a convertirse en motivo de rencillas; el hombre empezaba
a reclamarle que no pasaban suficiente tiempo juntos en sus cortas
estadías en Lima (viajaba seguido a la sucursal de su estudio foto-
gráfico en Madrid). Ella solo atinaba a escudarse en la vejez de sus
padres, alegando que necesitaban ciertas atenciones, que ella no les iba
a negar. Entonces él le propuso costear esas atenciones, contratando
a una muchacha que se ocupe de esa función. Ella se negó rotunda-
mente a abrirle la puerta de su casa (la que ya no era suya) a alguna
desconocida, además no le hacía ningún daño a nadie visitándolos
de vez en cuando, aunque ese de vez en cuando significara una franca
obsesión por pasar el mayor tiempo posible en un lugar al que ya
no pertenecía; era como si nunca se hubiera ido.
Lo cierto es que a su madre –que se la pasaba el día entero metida
en casa, a comparación de su papá que estaba siempre en la calle
disfrutando de su sueldo de rector universitario jubilado– también
le empezó a incomodar verla tan seguido por casa. Además el yer-
no aportó (con unas llamadas a larga distancia explicándole la si-
tuación) a que ese fastidio se colmara, impulsándola a actuar y por
fin –de una vez por todas– darle remedio al asunto.
Una noche su madre la esperaba en casa para tomar lonche con

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café pasado, queque de vainilla y otras viandas. Se sentaron a con-


versar en el comedor, se sentaron frente a frente. Ella trato de
evitar el tema de las visitas como pudo (no ignoraba las llamadas
que el marido le había hecho a la suegra). Empezó hablándole a
su madre sobre la posibilidad de hacer unos viajes al extranjero
por negocios. Después le comentó acerca de las nuevas amigas
del gimnasio, que no paraban de parlotear como cotorras, e in-
cluso se explayó mostrando una impresionante colección de fotos
en el celular sobre decorados modernos que podrían servir para
remodelar la casa (ésa que ya no era suya). Finalmente su madre
encontró un breve silencio entre tantos abrumadores relatos (que
no dudaba: eran pura distracción) y empezó a desatar el nudo que
tenía enrollado en el pecho. Debía entender que no eran necesarias
tantas visitas desde ahora, que su marido era prioridad y que al fin
y al cabo, sabía que las visitas no se debían a que ella creyera que
sus padres eran unos viejos achacosos que no podían valerse por
sí mismos (estaban en todas sus facultades mentales y físicas), sino
por algo absurdo, algo que podría poner en riesgo su relación, algo
que ya no tenía razón de ser. Por último le dijo que ésta iba a ser
su última visita en un periodo muy largo; de eso estaba más que
segura... De inmediato supo por el tono de voz de su madre, que
no le estaba haciendo ninguna petición o ruego. Por el contrario,
le acababa de leer la sentencia de un juicio en el que no se le había
permitido participar, y en el que el veredicto final: era inapelable.
Dejó su taza en la mesa derramando algo de café sobre el mantel
blanco y se dirigió a paso violento por el pasadizo hasta llegar a la

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ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

que fue su habitación durante treinta y tantos años.


En el cuarto no quedaba nada, excepto el antiguo ropero de ma-
dera empotrado en la pared que lucía impoluto como jamás ella
lo había logrado dejar. Vació todos los cajones lo más rápido que
pudo, sin hallar lo que buscaba: la caja de bombones. Enajenada,
recorrió todo la sala de vuelta en busca de su madre. La encontró
de espaldas secando los platos en el fregadero de la cocina. Se de-
tuvo bajo el umbral de la puerta y empezó a dar de alaridos con una
rabia envenenada de lágrimas:
–¿Por qué? ¿Por qué lo botaste? ¿Por qué lo hiciste? ¡No tenías
derecho!
Cuando su madre volteó, la vio de rodillas con el rostro desenca-
jado por la ira y el dolor, y no pudo hacer más que tirarse al suelo
con ella y susurrarle al oído mientras la consolaba:
–Fue por tu bien, perdóname...
En esa pequeña caja de chocolates que aún conservaba algo de su
olor original, guardaba una pequeñísima bota azul de lana, era solo
el par derecho, el izquierdo quizás aún lo tuviese ese hombre –al
otro lado de la ciudad, o quién sabe si del mundo– con el que había
sido feliz, solamente feliz.
Una semana después estaría volando rumbo a Madrid (solo con
una maleta de mano), al encuentro de su esposo, y en búsqueda del
olvido necesario para continuar esa vida que se había estancado
durante muchos años dentro de una caja de bombones.

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Conversaciones pendientes

Varada a lo largo del sofá, con el cuerpo tan flojo como los pen-
samientos, la muchacha aprieta los botones como posesa. El tecleo
desenfrenado va in crescendo, combinándose con las risas y una
tos seca que llega desde algún rincón de la sala. Ha oscurecido, y
la única lumbre encendida es la pantalla del celular. Otro sonido se
suma al de los clics, la risa y la tos seca, es un pin pin que le avisa a
la muchacha que la batería está a punto de acabarse (queda menos
del uno por ciento). La luz de la pantalla se opaca. La muchacha
escribe el último mensaje antes de buscar un enchufe para cargar el
teléfono: «Cholito, espérame un rato, mi batería está muriendo... Te
hablo apenas tenga un poco de carga. Tienes que terminar de con-
tarme el chisme.» Envía el texto segundos antes de que el celular se
apague por completo. Se levanta, enciende la luz de la sala y pone a
cargar el aparato en el tomacorriente cercano a la ventana. Se ajusta
el pantalón que se le cae revelando la raja del culo. Recuerda que
está ahí para acompañar a la abuela. La anciana está arropada de
pies a cabeza, con gruesas frazadas y chompas de lana en una no-
che sofocante de verano. Se acerca a ella y nota que duerme. Ya no
escucha su tos seca que parece querer llevarse el alma de la anciana
en cada convulsión.

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ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

Son más de las siete. Su madre baja del segundo piso a la cocina
para preparar el lonche. Le pide ayuda, pero la muchacha se nie-
ga largo rato mientras trata tercamente de prender el celular, que
no tiene la carga suficiente para complacerla. La madre amenaza
con castigarla y quitarle el aparato si no la ayuda. Obligada, pica
la cebolla entre refregadas de nariz, echa limón al atún y prepara
seis panes para la mesa; guarda otros dos, para cuando llegue su
padre del trabajo. La madre le pregunta por la anciana. “Está seca,
mamá”, responde y coloca la mesa con el mismo desganó con el
que rellenó los panes. Finalmente se sientan a tomar lonche y la
madre le consulta si no sería mejor despertar a la abuela. “Déjala,
está durmiendo tranquilita, mamá”. Comen despacio viendo los
chismes del día en la televisión y comentando sobre la farándula:
Un futbolista, radicado en Europa, ha terminado su romance con
una reconocida bailarina local; una gaucha, que trabajaba en un
programa de competencia, la expulsaron del país por decir que
todos los peruanos éramos unos «indios marginales. Horrorosos...»; un
declarado proxeneta de vedettes, asolapado como panelista de un
programa farandulero, le sabe de todo a fulana y mengana, etc.
Una hora después levantan los platos excepto el termo con agua
caliente y los dos panes de la abuela. A la madre se le ocurre que
es raro no oír el acceso de tos que aqueja a la anciana hasta en los
sueños más profundos.
—Oye niña, la abuela no ha tosido ¿no? Seguro ya se le pasaron
esos malditos bronquios que no la dejan, ni nos dejan, dormir. Me-
nos mal, hija...—Parece que sí, mamá, porque desde que se quedó
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dormidita no le he oído nada. —Sí hija, seguro ya se le pasó. Igual


mañana le toca su chequeo de rutina, pero hay que llevarla en ayu-
nas, mejor la despierto para que coma algo porque sino se levanta
de madrugada con un hambre voraz ¡la pobre! Y tú papá es un
flojo de primera que no se digna a atenderla como es su obligación.
¡Zángano! Después va a lloriquear por su «mamita». (De pronto la
mujer recuerda el asunto de la empleada doméstica). Antes voy a
llamar a Lourdes para que venga más temprano porque vamos a sa-
lir como a las cinco, ya sabes cómo es el Seguro, hay que salir antes
que cante el gallo para alcanzar cita. Si no le hablo ahora, mañana
nos va a esperar sentada en la puerta hasta que regresemos quién
sabe a qué hora. Voy a subir a llamarla, dejé mi celular en el cuarto.
Por favor, terminas de lavar esos platos y despiertas a la abuela,
pero ¡con cariño, eh! No seas tosca que ya te conozco. No te olvi-
des…—Ya... mamá… –Responde la niña con un fastidio genera-
cional de los chicos que nunca tuvieron que inventarse juegos para
distraerse en la oscuridad de un apagón causado por terroristas.
Llega a la sala. Pasa al lado de la abuela como si se tratara de otro
mueble más. Coge el celular que ya tiene unas líneas de carga y lo
enciende. Suena la música característica de la empresa de telefonía
dando la bienvenida. Abre el chat y encuentra una treintena de
mensajes acumulados. Ojea todas las conversaciones sin respon-
der, solo abre la del amigo que no terminó de contarle el chisme.
Antes de que pueda leer algunas líneas, la madre la interrumpe
gritando desde arriba:
—¿Hija, ya despertaste a la abuela? —¡No, ahorita voy mamá!
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ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

Un rati-ti-to... –Estira las palabras automáticamente tratando de


enfocarse en los mensajes.
La madre la conoce muy bien, sabe a qué se debe esa distracción.
—¡Ya muévete mamita! ¡Deja un rato ese aparato, por Dios, o
lo regalo!—¡Ay mamá, qué espesa eres! –Blanquea los ojos la mu-
chacha, pero sabe que no le queda de otra: «¡no vaya a ser que le dé la
locura y me bote el celular! ».
La abuela está pálida, con los ojos bien cerrados y la cabeza des-
colgada hacia adelante, como de costumbre. Cuando se despierte,
le va a doler el cuello horrores... – se conduele la nieta acercándose
a la silla de ruedas para despertarla.
—Abuelita, despierta... –Trata de levantarla con cariño–. Abue-
lita…– Insiste la nieta moviéndole los hombros suavemente, pero
la mujer no responde. El cuerpo de la anciana está laxo, más que
de costumbre. La muchacha sigue intentando un rato más, empu-
jándole nuevamente los hombros de un lado para otro. Acaricia el
rostro descolgado de la anciana (el mismo que por herencia algún
día tendrá), pero no, no halla reacción, la anciana sigue sumida en
un denso letargo. El pánico abraza a la muchacha que presiente que
algo anda mal. Sujeta las manos pálidas de la abuela y se sorpren-
de de lo heladas que están. El frío le recorre veloz el cuerpo con
una agresividad que le desata los nervios. Y sin saber qué hacer,
empieza a dar de alaridos: ¡Mamá! ¡Mamá! ¡La abuela no despierta!
Sus ojos se tornan vidriosos y le rechinan los dientes. Sacude con
frenesí el desfallecido cuerpo de su abuela entre grito y grito. ¡Creo

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YADIR GÓMEZ

que no respira, mamá! ¡Corre! ¡Corre, por favor!– Corea la nieta


raspándose la garganta con cada palabra y sollozando por la abuela
que recibió la muerte entre el bullicio de un espacio donde ya se le
daba por muerta aunque aún respiraba, aunque las conversaciones
se le agolpaban en la boca sin poder nacer. Ahí murió la anciana,
olvidada, por sus seres queridos, tan mueble como una repisa o una
mesa. Tan inanimada desde que la colocaron en aquella sala donde
ahora el celular de la nieta no deja de vibrar debido a la acumula-
ción de conversaciones pendientes, claro, mucho más importantes
que las historias que la abuela le pudo haber contado, y que ya
jamás, le podrá contar.

29
Un mentiroso más

El editor le tiró los papeles directo a la cara; se los arrojó sin asco.
Sus ciento treinta y ocho páginas, tipeadas a doble cara en largas
noches de insomnio, que componían su primera obra, escrita tar-
díamente entrado a los cuarenta, le cubrían el cuerpo. Después de
esa afrenta, Romero pensó que tenía dos alternativas: Lastimar a su
agresor o huir de ese lugar. No hubo ensayo de respuesta. Solo se
quedó sentado en ese importantísimo escritorio, donde se atendía
a lo mejor de las letras nacionales, observando perplejo al tal Bai-
lón que seguía con el rechoncho rostro inflamado de la cólera y la
boca de perro rabioso, salivando. Todo confirmaba que era el lugar
correcto según el papel donde Romero había anotado la dirección
de la editorial MR, y el tipo que tenía al frente, era el tal Bailón, el
editor que estuvo buscando desde el día anterior. Lo que no cono-
cía Romero del tipo, era su crueldad. Esa sincera crueldad con la
que le confesaba que todos: amigos, colegas, familiares, e incluso,
su propia esposa, le habían mentido: no estaba preparado para ser
escritor.
Romero había llegado el viernes al edificio de la editorial MR ubi-
cada en el centro financiero de San Isidro, un día antes de este pe-
noso incidente. La secretaria, una veinteañera de facciones orienta-
31
ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

les (cabello largo y lacio, ojos rasgados, nariz fina, boca diminuta,
cráneo de circunferencia perfecta y tez intensamente blanca de es-
píritu santo. Mujer de metro cincuenta y contextura delgada hasta
la apariencia de fragilidad), lo invitó a pasar con desgano a la vez
que atendía una llamada telefónica, sujetando entre el cuello y la
mejilla derecha su celular, mientras acomodaba unos papeles en
el escritorio. Romero se sentó a un lado de la recepción, a pocos
metros de la secretaria, que ni por consideración a las canas que
peinaba el cuarentón de Romero, ni el irrevocable ajado de su fren-
te ceñuda, le ofreció un saludo; esperar una taza de café o si quiera
un vaso de agua, era pedirle peras al olmo.
Mucha gente entraba y salía de la oficina con su natural apresura-
miento, pero Romero, era otro objeto decorativo mal dispuesto en
aquella sala. Todo el que lo viera sentado solo en esa hilera de sillas,
inmutable, sosteniendo el sobre manila manchado por la humedad
de sus manos, sonreía socarronamente o negaba con la cabeza, de
una u otra manera, siempre con un matiz de lastima en el gesto. Lo
único que Romero entendía por ley, era que debía esperar lo nece-
sario hasta que lo atendieran; un amigo se lo había advertido: «Así
tengas que amanecerte en la puerta del edificio con frío, hambre o
lluvia, espera nomás. Espera...».
La secretaria cortó de inmediato la llamada al fijarse la hora en el
reloj de pared que coronaba la cabeza trinchuda de Romero: Una
de la tarde, hora del almuerzo. A Romero, le sonaba bochornosa-
mente la panza (sus tripas eran como un gran parque jurásico en la
histeria de la extinción). Ni siquiera al ver la hora, la secretaria se
32
YADIR GÓMEZ

apiado de él ofreciéndole al menos la dirección de un restaurante


cercano, solo se dedicó a acomodar rápidamente, y sin ningún cui-
dado especial, todas sus cosas en el cajón del escritorio y se largó
sin previo aviso, pasando al lado de Romero, como quien pasa al
costado de un anuncio sin importancia pegado en un poste gris,
meado y mohoso de la ciudad.
Romero tuvo que domar el hambre con lo peor que pudo hallar
entre sus bolsillos: un chicle, que ni él mismo supo cómo llegó ahí.
No se contuvo al frenético deseo de tragarlo, se lo pasó pedazo a
pedazo paladeando el sintético colorante. Luego de un rato, sintió
las piernas entumecidas. Decidió pararse para estirarlas. Fue dis-
traídamente en dirección a la ventana y se asomó para disfrutar la
vista. Desde ese quinto piso, la gente simulaba ser hormigas labra-
doras trabajando diligentemente para llevar a casa una porción del
dulce caramelo que se derretía sobre el sucio pavimento de Lima.
Al girar, vio dispuesto, dentro del módulo de recepción, un volu-
minoso catálogo editorial que estaba colocado pretenciosamente
sobre un pequeño altillo de plástico con el logotipo de la editorial
MR. Lo tomó sin importarle que alguien viera su atrevimiento (le
resultaba difícil guardar las apariencias –pensando en su «futuro»
como escritor– con la panza vacía). Ojeó cada una de las páginas
de fino papel couché. Todos los autores que aparecían a su vista
eran definitivamente reconocidos literatos peruanos. Las biogra-
fías detallando sus carreras, estudios y premios que ostentaban,
avalaban su posición en la narrativa nacional. Lamentablemente
Romero no conocía más que a dos de esos escritores, y ni siquiera

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ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

había podido terminar de leer el libro de uno de ellos: las seiscien-


tas páginas los asustaban (una de las razones por las que Romero
empezó a escribir cuentos cortos, en vez de novelas).
La secretaria regresó cuarenta minutos pasada la hora del almuer-
zo, e hizo lo mismo que cuando se fue: ignorar a Romero. Se sentó
frente a la computadora fingiendo cumplir una tarea que deman-
daba toda su atención. Empezó a teclear largo rato mientras Ro-
mero, la miraba indeciso, dejando que la indignación empozada en
la revolución de sus entrañas, que se devoraban entre sí, subiera.
Entonces se acercó a la recepción, pero ni así la secretaria se per-
cató de su presencia.
–Buenas tardes, señorita. Disculpe la molestia –dijo en tono
seco–. Quiero saber si alguien me puede atender ahora, mañana o
nunca. –Si Romero acentuó las últimas palabras, no fue en pose-
sión de su ironía, que bien justificada estaba, ni en son de gastarle
una broma a la secretaria (el hambre estropea el ánimo), lo hizo
más bien llevado por la necesidad de obtener una respuesta inme-
diata que le devolviera su visibilidad como hombre.
La secretaria levantó la cara lentamente del monitor sin dejar de
pasear los diez dedos –cual largas patas de arañas– por el teclado, y
lo miró como si se tratara de una aparición. Entonces a Romero se
le pasó por la cabeza, una rápida hipótesis sobre aquella mujer: «O
debe ser la típica chica tonta que el jefe contrata porque se la quiere
tirar; o simplemente soy más invisible que Dios». Se decidió por la
primera alternativa para no tentar la excomulgación.

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YADIR GÓMEZ

–¿A quién busca? – Respondió la secretaria volviendo el rostro a


la pantalla sin tomarle la debida importancia a Romero que pensó:
«¡Encima se hace la tonta!».
–Busco al señor Bailón, el editor general, al hombre que puso
su nombre en esa placa dorada. –Romero señalaba la oficina de
Bailón, que se encontraba a espaldas de la recepción, al final de un
pasillo.
–Pues, disculpe, pero el señor no va a regresar por hoy. Tiene un
compromiso familiar. Dudo que regrese, a menos que haya alguna
urgencia y no, no la veo por ninguna parte. Ni modo, venga maña-
na temprano, quizás tenga mejor suerte.
A Romero le crispó el tono cínico de la secretaria. Partirle la
cabeza, era sencillo: Solo hacía falta levantar el monitor y darle de
lleno en el cráneo con todas sus fuerzas hasta que los guardias lo
detuvieran a punta de golpes.
Romero se quedó callado, largamente callado, absorto en su mala
suerte y dejando que se desangren sus pocas esperanzas de publi-
car su libro alguna vez. Ya solo quería largarse de ahí e ir a comer
lo que sea, al menos una galleta de soda, que era para lo único que
le alcanzaba con el excedente del pasaje.
Cuando iba descendiendo por las escaleras, entre el descanso del
quinto y el cuarto piso, la oficina de la editorial se volvió a abrir.
Era la secretaria que lo llamaba con medio cuerpo escondido de-
trás de la puerta: «Oiga señor, venga un momento.» (Debería agre-

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ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

garle a estas comillas el «por favor», pero nadie me paga para ser
amable en mis textos). Romero la miró indeciso. Por un lado, tenía
la curiosidad de lo que tramaba la desconsiderada secretaria, y por
el otro, sentía los estragos causados por las alimañas del hambre
que se comían sus débiles órganos y que estaban ya de camino al
corazón.
Al fin decidió que no le costaba nada hacer un último esfuerzo y
subir a ver qué demonios necesitaba la mujer. Cuando la tuvo cara
a cara en el umbral de la puerta automática, le preguntó, con el mal
humor de una boca apestosa debido al hambre: «¿Qué quiere?»
–Eso que tiene ahí debería dejármelo –la secretaria señalaba el
sobre manila que Romero apretaba en el sobaco izquierdo–. Yo
se lo entrego al señor Bailón. No se emocione –agregó en tono
confesional–, no significa nada, no sé siquiera si lo va a revisar. A
veces solo lee el título de la obra y ya está tirando los papeles a la
basura... –Ahora que lo pensaba, Romero creyó que el Sr. Bailón
tenía esa horrorosa costumbre de tirar las cosas: los manuscritos y
a sus secretarias.
Sin más opción, Romero tuvo que darle el sobre manchado con
sus huellas dactilares. Había ido precisamente para eso: postular su
obra a una publicación, y al menos era un avance el que la secre-
taria tenga sus textos entre la ruma de papeles que se acumulaban
en la recepción. Quizás al día siguiente, después de su reunión fa-
miliar, Bailón amanecería de excelente humor y se dispondría a
revisar todo lo que no pudo leer en el año («Hacer realidad los

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YADIR GÓMEZ

sueños, cuesta pequeñas derrotas cotidianas» pensó Romero, en un


arranque de solemnidad).
En casa lo recibió Nadia, su esposa. Ni bien estaba introduciendo
la llave en la chapa le abrió la puerta intempestivamente y empezó
a aturdirlo con preguntas: «¿Y? ¿Cómo te fue? ¿Vas a imprimir tus
cuentos? ¿Firmaste contrato? ¡Cuéntame, por favor!». A Romero
le resultaba difícil domar la emoción animal de su mujer. Nadia
siempre había sido así: risueña, alegre, juguetona, hiperactiva; gra-
cias a Dios, desde que se casaron nada cambio en absoluto sobre
su carácter: era una de las cosas que amaba Romero de ella desde
que la conoció en la universidad. A veces debido a esas emociones
irreprimibles, Nadia se volvía tosca. Entre las risas exageradas que
Romero le arrancaba inventándole historias cómicas, le palmeaba
el omoplato, el brazo o la pierna (lo primero que estuviera al alcan-
ce de su reacción). Lo golpeaba con tal fuerza que Nadia se veía
en la obligación condescendiente de frotarle alguna pomada para
el dolor por las noches.
–Primero, si no te importa –respondió Romero–, quiero TRA-
GAR –lo dijo separando las sílabas, poniéndolas en mayúsculas y
acentuándolas en Bold–. No he comido nada en todo el santo día.
Dime que haz cocinado tus tallarines rojos con atún, por favor...
Muero de hambre...–Lamentablemente había arrastrado su mala
suerte a casa: le esperaba un triste plato de puré de papas, sin pre-
sa, que para colmo de males, estaba completamente frío y el arroz
duro, sin terminar de cocer. Nadia le explicó que justamente por la
mañana se había acabado el gas y que la vecina no estaba en casa
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ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

para pedirle prestado el microondas (el suyo seguía en reparación


desde hace tres meses. No lo habían podido recoger por falta de
dinero). Sin más opción, Romero tuvo que tragar, ya sin apetencia
como echando un poco de cemento al boquete creado en su estó-
mago.
Nadia seguía atosigándolo con preguntas sobre cómo le había
ido en MR y Romero le contestaba con la boca llena, dejando caer
de vez en cuando, trozos de arroz o puré de la boca. Nadia le recri-
minó que era de mal gusto comer de esa manera, a lo que Romero
no tardó en responder: «Es de peor gusto interrumpir a un pobre
hombre hambriento mientras come».
Después de lavar los servicios, y aún sin saciar su hambre, pero
ya con algo en el estómago, Romero se sentó junto a su mujer y
empezó a relatarle lo sucedido en la editorial. En la parte de la na-
rración donde la secretaria lo deja esperando para irse a almorzar,
Nadia explotó:
–¿Cómo has permitido que te falten el respeto de esa forma?
¿Qué se ha creído esa tipa?– Romero no respondió, no quería se-
guir azuzando la rabia de su mujer, solo necesitaba un poco de paz
para regresar al frente de las trincheras de la guerra de su incierto
futuro como escritor.
Después de beber el agua que le sirvió Romero, Nadia preguntó,
algo más tranquila: «Bueno ¿En qué quedó el asunto?».
–Nada –respondió de forma despreocupada, levantando los

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YADIR GÓMEZ

hombros y mirando a cualquier lugar, menos a los ojos de su es-


posa–: le dejé a la secretaria el sobre con mi manuscrito y me fui.
¿Qué iba a hacer? Nadia desató nuevamente toda su rabia en direc-
ción a Romero, pero a esas alturas, el cuerpo del hombre, bloquea-
ba todos sus sentidos: solo quería dormir.
Al día siguiente, Nadia aún echada en la cama, le recordó que era
sábado. Romero no sabía si la editorial abría; quizás la secretaria le
había mentido para deshacerse de él y ese «venga mañana» no valía
en absoluto. Igual no tenía mucho que hacer, estaba desempleado
ya casi medio año y esa semana no había conseguido cachuelos (es-
taban viviendo de los escasos ahorros de su liquidación que había
recibido cuando lo despidieron de la tienda de ropa donde trabaja-
ba como vendedor, después que la empresa contrato a extranjeros
latinoamericanos como mano de obra barata). Así que tropezando
con sus ansias, Romero se arriesgó a ir nuevamente a la editorial, en
busca del tal Bailón y su respuesta definitiva. Total, no podía perder
más de lo que ya había perdido.
Parado frente al portón del edificio donde se ubicaba la editorial,
dudó si entrar o no. Romero estaba seguro de sus textos, había su-
dado sangre para conseguir algo que realmente valiera la pena pu-
blicar. Rehacer todos sus cuentos de principio a fin, uno por uno –
incontables veces–, no fue fácil. Ajustar y borrar párrafos, cambiar
a última hora: adjetivos, estilo o el tipo de narrador que empleaba
en determinado relato; replantear escenas completas o eliminar-
las; o castigarse hasta el hartazgo con la idea de que su escritura
solo era «pura basura estética, hueca e inservible, falta de contenido
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ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

sustancial», le habían generado severos cuadros de depresión que


pronto derivaban en agudos dolores de cabeza, ataques de ansie-
dad y fiebres delirantes que lo inutilizaban –por lo menos– un se-
mana en cama haciendo reposo en absoluta oscuridad, día y noche.
Aquellos días, Nadia se preocupaba por no descuidarlo ni un solo
instante. Temía, y con justa razón, que de todas esas frustraciones
que su esposo acumulaba, naciera las peligrosas tendencias suici-
das. Y aunque Romero, se encargó de repetirle incansablemente,
de todas las formas posibles, que nunca había pensado en esas
tenebrosas vías para darle solución a sus asuntos, Nadia se negaba
a dejarlo solo en ese difícil trance.
En la editorial encontró a la secretaria muy distinta al día ante-
rior: Trabajaba; realmente lo hacía. Tenía buen semblante, tararea-
ba «Decisiones» de Rubén Blades (que sonaba en la radio) y sobre
todo (y esto es lo que le resultó más extrañó a Romero), lo recibió
con una amplia sonrisa sincera de perfecto tajo de sandía. Romero
pensó que el comportamiento de la secretaria era signo de que su
suerte iba a cambiar.
–Buenos días –Le dijo–. Soy el escritor que le dejó su manuscrito
ayer. ¿Se encontrará el Sr. Bailón?
–Ah... Sí: te recuerdo –otra buena señal, pensó Romero–. Sí, el
señor está adentro efectivamente, pero ahora no te puede atender,
está leyendo unos manuscritos –Romero sintió una corriente eléc-
trica recorriéndole el cuerpo cuando oyó «manuscritos»–. Espéralo
un rato, siéntate junto a los demás... por favor («¿Por favor? » Sí, Ro-

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YADIR GÓMEZ

mero, quizás algo había cambiado de un día para otro, quizás). Solo
en ese momento Romero se percató que esta vez no estaba solo en
aquella sala. Esperando como él, había cuatro individuos de dife-
rentes edades, que Romero, no tardó en identificar como escritores.
El más joven, bien ataviado al terno y peinado con gel, debía tener
entre veinte o veinticinco años, no más, y miraba concentradísimo
su celular de última generación mientras soltaba risitas de rato en
rato. Otros dos: uno de largas greñas, con pinta de eterno univer-
sitario y el otro, con aspecto de intelectual precoz, que estarían en
sus treinta, ocupaban los asientos del centro. Compartían sus expe-
riencias sobre los talleres a los que habían asistido y que eran dicta-
dos por laureados autores que publicaban en más de una editorial
grande como Alfaguara o Planeta, y que eran fundadores de revis-
tas literarias y otros medios relacionados al rubro. El último de la
fila que se encontraba leyendo «Conversación en la Catedral» con
pose de Vallejo (pierna cruzada, codo sobre la rodilla, mano soste-
niendo la quijada y semblante taciturno) y los ojos adormitados, se
exaltaba cada vez que sentía que el libro se le escurría de la mano
debido al sueño. Todos, al igual que Romero, iban por una respues-
ta que les esclarezca el futuro. Una respuesta, que como viaje de
Ayahuasca, les muestre visiones alentadoras sobre el lugar que ocu-
parían en las letras peruanas, y por qué no: del mundo.
Romero no se sentó, fue hacia la ventana y se quedó mirando el
centro financiero de San Isidro, mientras que sus nuevos colegas,
le lanzaban miradas de soslayo tratando de adivinar al ojo, qué cla-
se de estilo manejaba ese hombre de rostro chupado y ojeroso, y

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ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

cuánta competencia representaba para ellos.


Desde esa altura, Romero vio la ciudad activa. La gente haciendo
deporte con sus radios portátiles sujetos al brazo o saliendo a com-
prar el desayuno en piyama y sandalias, siempre despreocupados.
Los niños corriendo con desenfreno por el parque, mientras sus
padres les gritaban que no se alejen. Los taxistas leyendo el «TRO-
ME» o llenando el crucigrama, esperando la primera carrera del
día. Los cambistas contabilizando una y otra vez, los dólares y so-
les, ofreciendo «el mejor cambio» de la ciudad. El panadero con su
triciclo blanco, lleno de pan caliente, mil hojas, empanadas y otras
viandas, bromeando de esquina a esquina con el guachimán del
banco que ocultaba sus manos bajo el chaleco marrón a la altura
del pecho. Los empresarios activando las alarmas de sus autos des-
de sus llaveros, a la vez que preguntaban a los acomodadores del
estacionamiento sobre sus pronósticos para el partido de la tarde.
El limpialunas encerando un Toyota Yaris, escuchando –con todas
las puertas abiertas–: «La muerte» de El Gran Combo y repitiendo
el coro con voz aguardentosa: «Huye que te coge la muerte». A esas
horas de la mañana (nueve y media), se entiende bien porqué espe-
ramos los sábados con tanta desesperación: Tenemos la esperanza
de vivir un poco, solo un poco más, y abrigamos con la misma fe,
la esperanza de que la madrugada se estire todo lo posible para no
ver llegar el domingo y por consecuencia, el maldito lunes.
Después de un rato, la secretaria se paró y fue a la oficina del tal
Bailón con una gran cantidad de manuscritos que abrazaba como
si fueran un bebé al que le estaba dando de amamantar. Era ridí-
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YADIR GÓMEZ

culo que Romero intentara adivinar cuál de esos sobres cremas


tamaño oficio, era el suyo. Sentirse especial entre tal derroche de
papel bond, tinta negra y horas de vida, era imposible.
Las ansias de Romero se incrementaron al ver que la secretaria
no tardó en salir de la oficina del editor. Regresaba por el corto pa-
sillo con una sonrisa de medio lado y los ojos vivamente abiertos;
algún tipo de emoción morbosa la embargaba. Se detuvo frente a
ellos, que dejaron de abstraerse en sus asuntos para atenderla. En-
tonces empezó a explicar que el tal Bailón iba a darles solo un par
de minutos por persona porque era un hombre «muy ocupado» (lo
resaltó de tal manera que quedó claro que la brecha que separaba
a los aspirantes de sus sueños, se había agrandado). Ella iba a lla-
mar, según una lista que traía en la mano, el orden en el que debían
entrar a su tiempo. Acto seguido, Romero oyó resonar su apellido
en aquella boca diminuta pintada de tenue rosa que parecía nunca
abrirse en su totalidad. La conmoción hizo que Romero se quedé
estático, sintiendo cómo su corazón resbalaba por su pecho –cual
tobogán– hasta caer sumergido en la caldera hirviente de los ácidos
estomacales.
Antes de que Romero entrara a la oficina del editor, la secretaria
lo detuvo para darle un consejo: «Tómalo con calma». La frase
lejos de darle tranquilidad, alteró más a Romero que no dejaba de
pensar: «¿Ya habrá leído mi manuscrito?», «¿Habrá decidido algo
sobre mí?», «¡Ah... qué infierno se vive en unos cuantos segundos!».
Con estas cavilaciones a rastras, Romero entró a la oficina; lo

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ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

hizo despacio como si se tratara de un campo minado. El tal Bailón


estaba sentado en su escritorio de vidrio (lleno de manuscritos y
libros), dándole una rápida revisión a unos papeles, cogiendo las
puntas de las hojas con cierto asco. Ni siquiera hizo el intento de
levantarse para recibirlo, solo dijo: «Siéntese» y Romero, obedeció.
–¿Estos papeles son suyos, cierto? – el tal Bailón giró el manus-
crito para que Romero pudiera leer el título de la obra: «Cuentos
Alquilados por Jesús Romero». Efectivamente eran sus textos; el
autor asintió. Entonces el tal Bailón, tiró con despreocupación la
fotocopia de sus cuentos sobre el escritorio. Se tomó unos segun-
dos para examinar a Romero de pies a cabeza en absoluto silen-
cio. Mientras los nervios del escritor se destrozaban y empezaba a
sudar como un puerco, aunque el obeso fuera el tipo que tenía al
frente.
–Me gustaría explicarle... –Quiso irrumpir Romero entre ese den-
so silencio que proliferaba en esa lujosa oficina impoluta y perfu-
mada en el corazón de San Isidro. Y antes de que pudiera hacer el
intento de explicarle el asunto de su obra como se lo propuso, el
tal Bailón lo detuvo llevándose el dedo índice a la boca como en
los westerns cuando los vaqueros soplan el humo del cañón de la
pistola luego del disparo.
Una vez ese humo se disipó, el editor sacó la artillería pesada:
–Es obvio que es un principiante, que recién hace unos... –hizo
la finta de pensar unos segundos– dos o tres meses, se dijo: «Oh,
tengo tanto que decir, debo escribirlo» y se puso a hacerlo ¿ver-

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YADIR GÓMEZ

dad? –Romero se mantuvo en silencio, mientras el tipo volvía a


ojear con el ceño fruncido sus textos–. Es más que obvio: lo que
dice, lo que escribe, no son más que ideas infantiles copiadas de la
televisión, de las novelas mexicanas más vulgares o de los peores
enlatados de Hollywood. Me atrevería a decir que ni siquiera ha
leído un buen libro en su vida: un clásico. Apostaría a que no sabe
quién es Proust, Joyce, Dante, Poe, Chéjov, Kafka... Lo veo en sus
ojos, no lo sabe en absoluto; no necesito su respuesta para darme
cuenta que es así. –El tipo tenía razón. Romero no los había leído
en su vida, ni siquiera cuando lo obligaron en el colegio, porque en
ese momento pagaba para que otros le vendieran los resúmenes de
las obras y así salvar el curso de literatura. El tal Bailón prosiguió:
Solo está aquí, con sus «textitos», creyéndose «el gran escritor», «la
nueva promesa de la literatura peruana», esperando a que le lluevan
los premios y el reconocimiento... que alguien lo «descubra»... Pues,
lamento informarle que ese tipo no seré yo, se lo aseguro...
Fue entonces cuando el editor tomó el manuscrito del escritorio
y le arrojó los papeles a la cara sin asco...
Cada una de las hojas que se estrellaban contra su pobre cuerpo
escuálido, le laceraba el alma con sus propias palabras, las que tanto
le había costado escribir, y que ahora, convertidas en el enemigo,
no eran más que buitres desquiciados haciendo de la fe de Romero,
su pútrida carroña... El escritor quedó estupefacto con la desilu-
sión empozándosele en el vientre, abriendo un hueco profundo en
su estómago semejante al agujero que había dejado el hambre, el
día anterior.
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ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

–¡Esto no sirve para nada! ¿Quién le ha metido? –Preguntó el


tal Bailón con un hilillo asqueroso de saliva marrón –debido al
tabaco– colgándole de la comisura de los labios, y antes de que
Romero pudiera responder, continuó: Silencio. Yo sé bien la res-
puesta. ¿Está preparado para oírla? Bueno, no me importa si lo
está o no; ese no es mi problema. Usted ha venido por una res-
puesta y yo se la voy a dar, así no le guste –colocó las dos manos
entrelazadas sobre el escritorio–. Debe saber que la gente que le ha
mentido, es la misma gente que dice amarlo –el tal Bailón dibujó
una sonrisa torcida, malvada–. Tal como lo oye, señor. Esa gente
que lo ama o que dice «amarlo», es decir: sus familiares, amigos y
colegas, todos ellos... absolutamente todos, sin excepción... le han
mentido vilmente y usted, tontamente, se la creyó. Le repito: to-
dos son unos mentirosos, unos reverendos mentirosos. Pero no se
preocupe, estimado –dijo el editor levantando las manos en ade-
mán «amistoso» como tratando de contener a Romero que seguía
absorto con todo lo que escuchaba–, le voy a hacer un gran favor;
deme un segundo. –Entonces el tal Bailón empezó a rebuscar algo
en el cajón, hasta que al fin extrajo unas tijeras largas de mango
azul–. Voy a cortar estas hojas –lo anunció cogiendo algunas hojas
que aún quedaban regadas sobre el escritorio–. Olvídese de ellas
–Iba diciendo mientras tiraba los fragmentos de la obra al tacho
de la basura sin importa que gran parte del picadillo ensuciara el
reluciente piso de su oficina–. ¡Vea, ya no existen! Ahora le voy a
decir lo que debe hacer: Rehaga todo... todo... de principio a fin,
hasta su propio nombre, rehágalo. Y no vuelva hasta que esté com-

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YADIR GÓMEZ

pletamente seguro que su familia, amigos o quien quiera que le


haya mentido tan descaradamente, no pueda comprender absolu-
tamente nada de lo que usted escribe, hasta que no entiendan ni
un ápice de su obra. Y sobre todo recuerde este consejo –lo dijo el
editor, señalando a Romero con la punta de las tijeras–: No se fíe
de ninguno de ellos: le mienten, le mienten por compasión, pero
la mentira es mentira al fin, y no importa de qué labios provenga,
si de Dios o el diablo, sigue siendo lo mismo: una mentira. Y listo:
adiós. Sentenció el tal Bailón, una eminencia en el mundo editorial,
sentado tranquilamente en su cómoda silla giratoria, despidiendo
al infeliz de Romero de la oficina con la misma importancia que se
disipa una flatulencia en el aire con la mano.
Así de un momento a otro, Romero se encontró con la secretaria
que le regalaba miradas compasivas como queriendo acariciarle la
cabeza a ese pobre huérfano de ilusiones, sabiendo que hay mu-
chos corazones que se parten en ese quinto piso (quizás el de ella
también), ese piso en el que se ubica la prestigiosa editorial MR que
recientemente comenzó a expandirse por toda Sudamérica.
Mientras Romero andaba con paso cansino rumbo a su casa –sin
ganas de llegar– y con la misma hambre de todos los días haciendo
estragos en su solitario estómago, le sobrevinieron flashbacks de su
esposa y el resto de sus seres queridos. Ahí estaba Nadia, confesán-
dole entre besos, abrazos y palmas (después de leer sus primeros
cuentos), lo buen escritor que era, a la vez que le pronosticaba el
futuro: pronto iba a ganar premios, se iba codear con la crema y
nata de la literatura nacional y su nombre siempre aparecería en los
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ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

titulares de los periódicos más emblemáticos del país. Lo decía de


tal manera (con ese tono tan sincero y dulce; con los ojos brillan-
tes y al borde de las lágrimas debido a la emoción), que el pobre
escritor... valgan verdades: prospecto de escritor, le creyó absolu-
tamente todo. Cómo era posible que su esposa le mintiera de tal
modo. Romero, no lo entendía, pero estaba seguro que no era solo
ella la que le había mentido, ciertamente como dijo el tal Bailón,
también estaban los amigos y los familiares, a quienes visitaba con
regularidad para saber sus opiniones y críticas. Todos concordaban
en que Romero tenía «pasta de escritor» y que pronto, ocuparía «un
lugar en las letras peruanas», pero quién le podía certificar al tonto
iluso de Romero, si alguna vez se dieron la molestia siquiera de leer
el primer párrafo de algún cuento o por último, al menos la dedi-
catoria. Nadie aportaba mayores observaciones sobre su trabajo, y
Romero nunca profundizó sobre el tema, se quedó con los halagos
y con todo lo bueno que finalmente el tal Bailón, «el lobo feroz»
de esta historia, se encargó de derrumbar de un soplido.
Romero sintió un profundo miedo invadiendo su alma, al des-
cubrir que él también era como ellos: un mentiroso más, porque
al fin de cuentas: cuántas veces les había seguido la corriente solo
para hacerlos felices; cuántas veces les dijo lo que querían escuchar
solo para salir del paso; cuántas veces había sido tan convincente
en sus mentiras que le creyeron. Romero les había hecho un favor
en aquellas ocasiones y ahora ellos le devolvían el favor con creces,
matando todas sus esperanzas de ser escritor.
Entrada la madrugada fría en su estrecha sala, Romero encenderá
48
YADIR GÓMEZ

su ordenador, mientras su mujer seguirá durmiendo en la habita-


ción contigua. Abrirá el editor de texto solo para quedarse mirando
la página en blanco hasta quedar dormido, sin prever que quizás al
día siguiente, luego de despertar con dolor de cabeza y sin un solo
reglón escrito, las tendencias suicidas podrían empezar a nacer...

49
¿Para qué inventamos esta vida?

Esta noche me he refugiado en la biblioteca para escribir. No,


no es verdad. Esta noche me he refugiado aquí para huir de ella...
Todo está oscuro. Son más de las dos de la madrugada. He mi-
rado las páginas en blanco durante horas sin colocar ni una sola
impresión: estoy vacío. Ya no puedo dilatar más el asunto, los par-
pados me pesan y no soportaría otra mala noche en este pedregoso
sofá. A pesar de las circunstancias, la cama, como los muebles,
las fotos y el resto de objetos, que componen esto... esto que aún
llamamos «vida», siguen siendo nuestros, nuestros hasta resolver su
tenencia.
A estas alturas no me atrevo a conjeturar los motivos de la discu-
sión de esta noche; ya no importa el sentido que tomemos, siempre
vamos en círculos. Lo único que sé, es que no dije absolutamente
nada, y eso la hiere, la enfurece, le recuerda que la alianza que lleva
en el dedo no es más que un grillete mohoso que algún día va a
mutilar sin importarle la gangrena.
Debo ir a dormir, pero no tengo ánimos para confrontarla. Aun
así, voy, o mis piernas me llevan hacia la habitación contra mi vo-
luntad. Ahora pienso que escogimos este pasadizo kilométrico a

51
ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

propósito, sabiendo que a medio camino uno puedo volverse sobre


sus pasos y perderse. La puerta está abierta de par en par: es un de-
safío al que hoy no rehúyo. Ahí está ella, sentada frente al televisor,
coloreándose la cara de imágenes indiferentes. Entro. Vuelo. No
soy más que una pelusa volátil, una pelusa alérgica que espera no
provocarle comezón. Me persigue con la vista sin girar la cabeza.
Sabe que estoy, aunque lo niegue. Me desnudo ignorando los fan-
tasmas. Me pongo la piyama, deshojo las sábanas y entro al gélido
lecho (sin esperanza de calentarse pronto). Hay un rascacielos de
libros sin terminar de leer sobre la mesa de noche, cojo uno. Lo
ojeo mientras ella urde una operación delicada: tenderse a mi lado
sin rozarme. Se ha desprendido de la capa mortuoria, y los zapatos
de cedro los entierra debajo de nuestra tumba. Logra entrar extir-
pándose el peso: suave pluma que cae sobre tierra fresca. Descansa
inerte con la mirada fija en el techo y los ojos ausentes. Hay algo
entre nosotros, un gran bloque de silencio pétreo, un indomable
mutismo vivo, posiblemente más vivo que nosotros mismos que
solo reconoceremos la muerte a través de la putrefacción de nues-
tra carne y el sobrevuelo de las moscas.
Pasa el rato como pasan las hojas y no he descifrado nada de
lo que he leído; la tinta se chorrea imprimiendo infinitud de Rors-
chachs. Al verme cerrar el libro, se inclina hacia mí calculando sus
movimientos, tiene miedo de caer en el abismos que nos divide. En
el fondo desea que la rechace, que dramatice un poco, que monte
en cólera y arme una escena, eso le diría mucho más que un simple
«te amo», seco y frío. No, no le doy el gusto, es suficiente por hoy,

52
YADIR GÓMEZ

la he lastimado bastante ya, es suficiente de ese amor retorcido, de


ese amor que las generaciones han llamado simplemente «¡amor!»
Llega a mi mejilla y me besa muy próximo a la nariz, tanto que
puedo oler su aliento condimentado por la cena. También le doy
un beso. Lo deposito entre los áridos surcos de su frente, y le hablo
a los ojos sin alfabeto: Ya está, lo sé, no digas nada: me perdonas,
te perdono; es otro día más en nuestras vidas y mañana no volverá
a pasar... Y mentimos...
Vamos a dormir.
Horas después despierto agitado por un intenso sueño. Trato de
abrir los ojos; no puedo, están pegajosos y húmedos, solo veo bru-
mas negras. Un desborde de lágrimas se empoza en las cuencas de
mis orejas. Los espasmos de mi cuerpo le han dado aviso de mi
conmoción. Trata de ayudarme. Toma mi cara entre sus manos,
quiere que la mire, que la reconozca, que sepa que ella es quien
me salvará de este mal sueño (Y mentimos...). Quisiera que sea así,
lo juro (Y mentimos...). Suavemente me desprendo de sus manos enre-
dando mis dedos entre los suyos. La llevo despacio hasta su rincón
de la cama y por segunda vez, me desprendo. Se queda quieta, en-
tiende que prefiero la soledad a su compañía. Vuelvo a mi sitio, le
doy la espalda y busco refugio entre la nada, y una vez más –como
tantas otras– me desprendo.
Si este sueño hubiera sido una simple pesadilla, habría sido más
fácil despertar. Incluso si fueran del tipo de pesadilla en las que
uno está en caída libre sin nunca tocar fondo, o en la que siempre

53
ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

regresamos exactamente al mismo punto de partida. Daría igual:


abriría los ojos, reconocería el ambiente que me rodea, dejaría que
el pulso se regularice y volvería a acostarme. Al fin y al cabo de una
pesadilla se despierta, siempre se despierta. Del sueño que tuve:
no: nunca: jamás se termina de despertar: Te arrastra...
Mis lágrimas han cesado, y la vergüenza regresa al anonimato. ella
me tiende un vaso de agua que bebo mirándola a través del grueso
cristal. Su imagen se deforma, nunca lo suficiente para creer que
es alguien más. Recuerdo que me ha visto llorar únicamente por
dos motivos: La muerte de mis padres y el alumbramiento de un
hijo muerto; de lo último jamás he vuelto a hablar y estoy a punto
de tachar la línea anterior. La razón de hoy le es desconocida por
completo, o al menos eso me hace creer. Para el resto de causas
que conmoverían a cualquier ser humano, según cree ella, soy un
gran trozo de carne de metro setenta de largo, y ochenta kilos, sin
nervios: carne en franca descomposición, alimento de gusanos. Un
hombre cascara, sin pulpa ni pepa. Un gris sin gama nocturna. Una
hilacha de hombre que no tiene costura. Un par de ojos sin lagri-
mal. Solo un indolente; solo un ente.
–Toma más agua, amor –«Amor»... lo dice titubeando, como si
le diera de comer a un esquizofrénico sin medicación que podría
tomar por enemigo hasta a su propia madre–. Espero que esto
no sea una consecuencia de nuestra discusión... Son los nervios...
Ando siempre un poco irritada... Serán los años, no lo sé. Solo sé
que no quiero seguir de la misma manera... no quiero vivir así, bajo
la presión de la tortura constante... Es lo único que sé... Discúlpa-
54
YADIR GÓMEZ

me, por favor… No quise herirte... –Pero lo hiciste: lo hicimos... y no


va a cambiar.
Me quedo callado después de beber el agua. Me mira con la de-
testable incertidumbre de sus pobres ojos grises. La miro y no pue-
do evitar ver para abajo, el vértigo me desestabiliza: el abismo que
nos separa parece más hondo que el día anterior. Temo que si al-
guno de los dos cayera no habría forma de rescatar al otro sin caer
arrastrado también, víctima de nuestras propias flaquezas. A veces
creo que allá abajo, en ese lugar oscuro y profundo, subyace la sali-
da a este laberinto; quisiera que alguno se atreviera a comprobarlo,
pero somos demasiado cobardes para aceptar el riesgo.
ella espera impaciente. Necesita que le cuente sobre el sueño,
sobre la razón de mis lágrimas, sobre eso que puede quebrar a un
extraterrestre sin sentimientos como yo. Antes de tener siquiera
la posibilidad de inventar una historia decente para contarle, ella
reclama su derecho a inventarla por mí. Así es este insensato juego:
mueves la pieza en la casilla equivocada, y el otro la retrocede al
principio innumerables veces hasta que lo dejemos satisfecho con
nuestra jugada, que realmente ya no es nuestra.
–Sé por qué lloras... –Me dice, creyendo que los veintitantos años
de matrimonio, le dan derecho a conocerme. Lleva su mano al cen-
tro de mi pecho buscando alguna palpitación que le indique que
este cuerpo sigue vivo (dudo que pueda encontrar alguna señal) y
continúa: Sé que es duro superar la muerte de tus padres... –Su voz
resopla con una ternura infinita. Qué lástima que esa ternura nunca

55
ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

pudo cambiar el mundo para mí: no obra milagros–. Han pasado


seis años, pero aún todo está fresco. No hace falta que lo digas...
A pesar de todo sé leer el dolor en tus ojos. Veo el abismo de un
hombre quebrado. Lo sé, amor... Sé que es imposible que seas el
mismo despierto que soñando. Dormido olvidas sujetar la máscara
(el subconsciente es un niño cruel que nos toma el pelo). Hay que
aprender a convivir con el dolor porque nunca llegamos a despren-
dernos totalmente de él.
Silencio, solo hay silencio. No sé qué decir; casi nunca sé qué
decir. Soy una especie de mudo y además, subnormal. Un hombre
sin sonido.
Dejo el vaso sobre la mesa de noche y me levanto de la cama
despacio. ella me mira silenciosa. Espera algo de mí que aún – des-
pués de su consuelo– no puedo darle. Quiero recordar el sueño
que tuve. Quiero recordarlo todo o nada; juntar el mayor número
de fragmentos posibles y recorrer segundo a segundo las imágenes.
Quiero detenerme en algunos de esos cuadros y morir en ellos. Es-
toy esforzándome para hacerlo, por recordar todo, pero no resulta:
ella sigue mirándome y en sus ojos hay un exceso de equipaje con
el que me cuesta despegar.
Voy al baño, necesito una ducha.
Miles de gotas resbalan por mi cuerpo (¿Cuántas serán lágrimas?
¿Podré contarlas?). El agua está fría y mi piel: un cuero trajinado
por los siglos. No hay cambios: el interior sigue seco. Las losas del
baño dibujan rosas de colores, o algo me dice que son colores, aun-

56
YADIR GÓMEZ

que de un momento a otro, me he vuelto daltónico. Las paredes se


estrechan capturándome. Pelos obstruyen el desagüe de la ducha y
el agua se espesa y va subiendo, y sigue subiendo más rápido, rum-
bo a mi cuello. Soy el peor escapista del mundo: olvidé la llave para
abrir mi propia trampa, la olvidé afuera. Me ahogo y mi cadáver
se hundirá sin jamás ser encontrado. Las abultadas ampollas en mi
paladar se revientan, trago su ácido, lo trago degustando el veneno,
gargareándolo. La manija de la regadera es un abismal minutero sin
sentido, una ruleta sin fortuna. Al final la ducha me escupe, no ha
podido digerirme como le hubiera gustado: estoy demasiado po-
drido. Salgo de sus entrañas teñido de azul averno. Busco el espejo,
pero no me mira, me da la espalda como tantas veces se la di yo a
ella. Las hojas de afeitar se oxidan en mi presencia y la pasta dental
sufre una severa halitosis. La bata es un pellejo leproso que por
más que me abrace, no hace más que exponer mi pálida desnudez.
Ahora debo salir, sin saber quién está saliendo conmigo.
Hubo parálisis de tiempo en este lugar. ella sigue ahí fosilizada
por siempre, bajo los efectos de sus soporíferos sueños, vagando
entre un oscuro desierto de espejismo de lo que podría ser y no es.
No irá a ningún lado, el ancla del barco se atascó en un arrecife
olvidado en el fondo del mar y no le queda suficiente aire para
sumergirse a liberarlo. Voy hacia mi pequeño pedazo de parcela y
me cobija un pobre manto arenoso. ella se acerca siempre timo-
rata a mi enfermedad, temiendo al contagio; no ha entendido que
ambos estamos convaleciendo esta cuarentena. Se recuesta sobre
mi pecho y el tacto de la piel causa hipotermia. Su peso muerto

57
ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

me ahoga, me dificulta la respiración, pero no me atrevo aumentar


las millas que nos distancian; suficiente desprecio por hoy. Sigue
hablando de mis padres, ahondando en una interminable lista de
virtudes. No todo es cierto, sabemos que exagera, pero no nece-
sito refutarle nada. Solo la dejo hablar hasta que por fin, calla: la
dichosa lista no era tan larga después de todo. Levanta la cabeza
desde mi pecho; busca mis ojos. Me encuentro con los suyos en
una especie de tregua que ninguno sabe cuánto durará. Por un mo-
mento leo en su mirada una triste súplica, un ruego de sinceridad.
Lamento no poder dárselo; lo lamento, sinceramente. La miro sin
decir nada, tan subnormal y mudo. Se cansa de mirarme, se cansa
rápido, los años la han desgatado, quiere regresar al punto anterior
antes de mirarme, antes de que todo pasara, incluso «nosotros». La
detengo en el camino tomándola del mentón. Le extraña mi tacto
áspero. Mirándola directamente a los ojos, las palabras se agolpan
en mi boca, las paladeo, son tan frágiles que no aguantan la ins-
pección y vuelven a caer por el túnel por el que quisieron escapar.
Pestañea parsimoniosamente. Cada vez que cierra los ojos, demora
en abrirlos de nuevo. Soy un sol que la ciega. Un sol negro, total-
mente calcinado. Una gran bola de humo que la sofoca. El silencio
se prolonga en la habitación reviste todas las cosas hasta las más
insignificantes. Se desparrama por todo el lugar, sale por las ven-
tanas, paredes y tuberías. Afuera incluso los grillos se han perdido,
quizás también la ciudad y el mundo, pero nosotros seguimos aquí,
medio muertos.
Al fin llegamos al punto sin retorno donde la sinceridad, hiere...

58
YADIR GÓMEZ

–¡No me amas! –lo asegura con la resignación en el pecho–. ¡Lo


sé! ¡Nunca me lo dices! Nunca dices «Te amo». Es posible que lo
digas ahora mismo y fuera lo mismo que dijeras: carro, perro, llave;
cualquier cosa. Una palabra sin representación gráfica. Una palabra
carente de sentido. Tan solo eso: una palabra. El poco afecto que
puedo esperar de ti, es un beso de despedida, y otro de llegada. Un
roce casual de manos al pasarte el plato de comida; ni siquiera la
empleada se merece ese miserable juego. En la cama es peor. Esta-
mos al lado del otro sin hacernos caso. En una fosa común, una se
sentiría mejor acompañada. Empiezo a creer que dormimos en ca-
mas distintas aunque nos cubramos con las mismas sábanas. Hasta
las raras veces que hacemos el amor, estamos tan lejanos que no es
más que una masturbación impersonal. Cuando sales de mi cuerpo,
me siento peor que prostituta a la que ni siquiera le puedes decir
«gracias» por educación. Soy tu última opción en la sobriedad, y
en las borracheras, la resignación. Será porque he subido de peso
o porque prefiero no maquillarme, excepto para esas reuniones
donde me dejas encargada con algunos amigos tuyos, como una
cualquiera, mientras tú te vas al otro extremo del lugar, lejos de mí.
¿Por qué nunca hallaste un apodo cariñoso para decirme? ¿Acaso
no encontraste algo especial en mí? Me dices «amor» como se lo
dijiste a otras. A pesar de eso, sé que tienes miedo de llamarme así
y confundirme con alguien más; acabarías de joder todo lo que ya
se jodió... Y... –Y se contuvo, arrastrando un largo eco que llenaba
los espacios de este cementerio improvisado en un edificio lúgubre
de esta ciudad gris.

59
ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

No puedo aportar nada más que silencio, y el silencio le dice lo


que yo nunca puedo decir.
–¡Siempre es lo mismo! –Grita, y no reconozco su voz–. No tie-
nes nada que decir. Al menos miénteme, por favor. Sé algo caba-
lleroso. Solo te quedas callado –(...)–. ¿No puedes? ¿No puedes
mentirme siquiera? ¡Vaya escritor! ¿Cómo es posible que vendas
libros de esa manera, así, sin una pizca de inventiva? ¡Mierda, sí
que la publicidad tiene sus efectos: nos hace comprar cualquier
porquería! –No me hiere. Lo sabe. Ella también come y caga de
mis mierdas–. Ahora mismo deberías estar en tu biblioteca, ence-
rrado «contigo mismo», como dice tu alter ego en la ficción. Pero
de qué ficción estamos hablando, si solo hablas de tu vida. No, no
de esta vida retorcida donde «nosotros» significa únicamente «tú», y
donde «yo» solo soy «yo». No. Hablas de la vida donde «nosotros»,
era la suma de dos personas que me excluye. Entonces ¿Para qué
compramos esta casa y estas cosas? ¿Para qué estamos aquí? ¿Para
qué inventamos esta vida? ¿Para qué? –Me mira un rato. Aprieta
los puños con tal fuerza que pienso que va a cortarse con los filos
de las uñas–. Déjame responderme a mí misma. ¡Soy tan patética!
Ahora lo sé. Ahora sé que inventamos esta vida para ti. Para que tú,
y únicamente tú, puedas vivirla. Esta es tu historia...
Y el sueño regresa en el peor momento...
Caigo en la arena. Una polvareda de polillas se levanta al contacto de mi
cuerpo. Revolotean con furia. Se autodestruyen y me esconden bajo el polvo de
sus cadáveres. Me pongo de pie con dificultad. Trato de limpiar la arena que

60
YADIR GÓMEZ

sale de mi boca, pero es imposible. Resignado, empiezo a andar. La tierra es


inestable, se bambolea como olas que llegan desde diversas corrientes. Oigo
una risa, una risita que resuena en todo el mundo. Es dulce, inocente, es como
deben reír las hadas o los querubines. No quiero dejar de oírla, me reconforta.
Si pudiera llevarme ese sonido a la muerte, entonces en la eternidad sabría que
alguna vez supe lo que era la felicidad. Estoy en una playa de fina arena o de
polvo de estrellas: es tibia y nunca raspa al tocarla. Quisiera bañarme con esa
arena y bajo ella darme por muerto y descansar en paz. Al fondo, hay un bello
horizonte. El sol es anaranjado del mejor naranja dulce de los veranos de la in-
fancia. Atrás hay unas nubes de algodón. Están pintadas de celeste y por ratos
son totalmente blancas, tanto que desaparecen. Las olas fabricadas de papel
platino van de un lado al otro perfectamente sincronizadas por un mecanismo
divino. Oigo nuevamente la risa y ahora veo a quién le pertenece. Ahí está, de
espaldas. Es una pequeña de coleta graciosa, una coleta de niña independiente,
de niña adulta. Su traje de baño rosa es de costura natural, de flores exóticas
que la naturaleza aún no ha parido. Se ríe, se mantiene riendo cada vez que se
mueve. Se ríe ignorante de que el mundo sea lo que es (Quizás no lo sepa aún).
Lleva un pequeño balde de plástico. Se agacha en la orilla del mar. Mete su
pequeño cubo y con la mano empuja el agua hacia dentro. Se lleva todo el mar
aunque las olas sigan en constante movimiento. Ha llenado el cubo. Es feliz.
Voltea. Corre mientras el cubo de plástico va derramando el océano a su paso.
Su pequeño rostro no es más que un mosaico prohibido que no estoy autorizado
a ver. Ha llegado hasta un pequeño castillo de arena, es tan envidiablemente
sólido que me cuesta creer que alguna vez en la historia se halla construido uno
similar. Esparce el mar sobre él y los andamios van incrementando su vigor.
Es feliz, su castillo crece, es un castillo feliz. Alguien felicita a la niña. Es

61
ALICATES PARA ENDEREZAR LOS ALAMBRES DEBAJO DEL PELLEJO

una mujer, sentada bajo una sombrilla multicolor. No deja de sonreírle. Lleva
lentes polarizados, aun así puedo reconocer sus ojos ámbar. Es Ella. Aplaude
los logros de la niña que corre en busca de sus brazos. Me acerco a paso lento,
quiero disfrutar de esa imagen, quiero retenerla por siempre. Están abrazadas
y ríen, ríen mucho, a mares. Ella cierra los ojos al abrazar a la niña y la niña
se refugia en su pecho. Es hermoso, esto debe ser la muerte, esto debe ser lo que
sigue de la vida, solo un recuerdo hermoso, inventado, un sueño. No aguanto
las ganas. No quiero ser solo un espectador, necesito ser parte de esa unión, de
esa vida, de esa risa. Doy un paso, y las dos se alejan como un espejismo. Otro
paso, y van más lejos aún. Es una maldición, no puedo infectar algo tan puro.
Hay una sombra, una gran sombra que las cubre a ambas. Se acerca, está
frente a ellas. Ambas se paran y van a su encuentro. El cuerpo del hombre
brilla, es una fulguración que me ciega. Todos se abrazan y ríen, ríen mucho
como si fueran felices. Como si Ella fuera feliz. Es el perfecto cuadro familiar,
en el que nunca estaré, porque aquí estoy en un sueño del que nunca despierto...
Calla.
Calla/mos (incisión insalvable).
Hasta la rabia ha perdido vigor entre la resignación de nuestros
espíritus desgastados. La madrugada se pierde. Un hilillo de saliva
blanca cuelga entre sus labios trémulos y viscosos como una tela-
raña olvidada, sin restos de la presa ni rastro del depredador. La
oscuridad de la noche no se compara a la oscuridad que proviene
de la concavidad de su boca abierta ya sin nada que llamar alma. Ha
vaciado el recipiente de su ser, ahora está tan vacía como yo, inma-
terial, gaseosa. Tiene una revolución en la sangre, una revolución

62
YADIR GÓMEZ

sofocada por mi tiránico silencio. No puede derrocar a un enemigo


sin antes tener uno. Los puños sublevados aflojan la resistencia,
ceden: independientes, no valen gran cosa. Ahora sus manos san-
grantes se han zafado de los clavos de la cruz del tormento, buscan
a tientas las mías. Las alcanza suavemente tanteando el pulso de
esos animales muertos. Se sujeta fuerte, lista para saltar al abismo
que nos separa. La miro fijo a los ojos. (¡Digan algo ojos! ¡Di algo
mirada! ¡Díganlo, maldita sea!). Acaricia mi rostro con una ternura
de madre, con un abandono absoluto a su labor, a su amor des-
prendido, a la compasión de nuestra fatalidad. Viene hasta mi boca
con los ojos en tinieblas. Ya no huele a nada más que a perdón.
Apretamos los labios largo rato, disecados. Ausentes de vida. Sus
trémulos labios. Mis pantanosos labios. Perdóname, le ha dicho la
licencia de mi mirada, y ella me perdona hasta mañana, hasta que
volvamos a encontrarnos como siempre en esta vieja casa de la
muerte diaria, donde la luz es fúnebre y la oscuridad más intensa,
de la que ninguno podrá escapar porque jamás entendimos para
qué inventamos esta vida.

63
Alicates para enderezar
los alambres debajo del pellejo

¿Quién era Eddie? 9


Más feliz 21
Conversaciones pendientes 25
Un mentiroso más 31
¿Para qué inventamos esta vida? 51
La i ncurs i
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trans formi sta;laex ager acióndel af elicidadquedevel aun
dr ama per sonal; eldes ent endimi ento abs ol
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