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LOS
ALAMBRES
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YADI
ALICATES
PARA
ENDEREZAR
LOS ALAMBRES
DEBAJO DEL
PELLEJO
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Alicates para enderezar los alambres debajo del pellejo
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pato por sus idioteces como el día que nos levantaron en peso, solo
porque al baboso se le ocurrió quitarle el chupetín de la boca a «La
china», la flaca del Nilo, un berraco del otro colegio.
Al rato, el Orejón me despegó de la banca con un jalón de mo-
chila y nos fuimos rumbo a su barrio, donde también vivía Eddie.
Desde una esquina del parque «Egipto» (lo llamaban así por su
forma triangular), debíamos pasar al otro ángulo recto sin que la
gente de la cuadra, incluyendo los guachimanes, nos vieran. Eddie
vivía a dos cuadras de la casa del Orejón, obligatoriamente tenía-
mos que pasar por ahí para llegar. Si algún familiar del Orejón (en
su casa de tres pisos vivían muchos primos y tíos) o vecino de
la cuadra aguaitaba a nuestro paso, nos cagaba todo el plan. Por
suerte (al parecer por la hora: una de la tarde), pasamos con total
libertad sin llamar la atención.
Hasta que el Orejón tocó el timbre no sentí los nervios. Era la
primera vez que iba a conocer a un transformista en persona. Mi
madre desde niño ya me había hablado de ellos, de esa «gente mala
y envidiosa». Su retórica moralista, era un pegoteo de citas bíblicas
aprendidas de memoria, aderezadas con noticias amarillistas de fi-
nales de los noventas: El caso de las inyecciones contaminadas con
VIH en las butacas de los cines o los sidosos que te escupían en la
cara si no le colaborabas con unas monedas. El segundo timbrazo
sonó abriendo paso a un problema mayor: ¿Darle la mano o un
beso? No me dio tiempo de reflexionar porque Eddie ya estaba
plantado delante de mí en short de blue jean, zapatillas blancas de
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nes para esa tarde. Mientras bajaba por las escaleras, Eddie, nos
advertía a gritos, con voz aflautada —matizada con gallos trasno-
chados—, que no quería nada de «travesuras», «ni mucho menos
“niñas” dentro de la casa»; lo último lo recalcó en tono pícaro y
con una risita exagerada de chica con una faringitis aguda que no
ha sido tratada por el otorrino.
Jugamos dos partidos de FIFA y paramos porque nos moríamos
de hambre. El Orejón bajó a la cocina. Me dejó solo en la intimi-
dad de un cuarto desconocido, enigmático hasta en lo más mínimo
para mí. Claro que lo que me llamó más la atención fue su clóset
negro que carecía de la puerta del ala derecha. Desde ese vacío
pude ver los conjuntos multicolor que colgaban en los percheros:
Vestidos espolvoreados de lentejuelas, pelucas de todo tipo (laceas,
afros, onduladas, exóticas), blusas de colores chillones y pantalo-
nes de cinturas estrechas, se apretujaban en ese espacio de culto a
la piel y sus mutaciones. Para mi mala suerte, mientras husmeaba
en el clóset de Eddie, apareció el Orejón, que no desaprovecho la
oportunidad para joder.
—No me digas que te quieres probar uno —Dijo, socarrona-
mente cagándose tanto de risa que no se percató, que regaba la
Coca Cola en el piso. —¡Anda huevón! – Respondí amargo ¡Por-
que sepan que a un macho no se le juega de esa manera, carajo!
Tragamos el pan francés con queso y jamón del país. Estaba fres-
co y calentito porque al Orejón se le ocurrió darle unos segundos
en el microondas (dos prendidas de foco al día, definitivamente
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ese día tenía algo especial). Con la panza llena mi amigo se recostó
nuevamente en la cama con los brazos entrelazados en la nuca.
Después, como si recordara algo de último momento, giró un poco
hacia el lado derecho, estiró la mano hasta la mesa de noche, abrió
el primer cajón y sacó un grueso fajo de billetes amarrados con
ligas.
—Siempre los guarda ahí —dijo mostrándome la plata—. Ya le
he dicho que lo oculte en otro lado, sino un día lo van a cagar esos
pirañas de mierda con los que se mete. La tentación estaba a la
vista, pero ni el Orejón ni yo éramos choros (palomillas sí, choros,
nunca). Así que dejó el dinero en su sitio y cerró nuevamente el
cajón.
Luego se levantó y le echó un vistazo a los zapatos y tacones
dispuestos en la parte inferior del clóset. Se abrió paso entre ellos,
y desde el fondo empezó a sacar cajas lujosas y bien cuidadas que
aún olían a nuevo, e iba mostrándome el contenido. Eddie tenía in-
finidad de calzado y el Orejón me contó que era tal la cantidad, que
su amigo tuvo que disponer de otro cuarto dedicado especialmente
para esto. ¿De dónde tenía tanta plata?
—¿No sabes que es Drag queen? —Me preguntó el Orejón,
creyendo que estaba enterado de la fama de Eddie—. Baila en el
Downtown y en otra discoteca que está en el Centro de Lima; gana
buen billete por actuación.
Yo ignoraba todo sobre esos lugares. Lo único que conocía de
esas discotecas era que todos los homosexuales o «torcidos» –
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Más feliz
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Conversaciones pendientes
Varada a lo largo del sofá, con el cuerpo tan flojo como los pen-
samientos, la muchacha aprieta los botones como posesa. El tecleo
desenfrenado va in crescendo, combinándose con las risas y una
tos seca que llega desde algún rincón de la sala. Ha oscurecido, y
la única lumbre encendida es la pantalla del celular. Otro sonido se
suma al de los clics, la risa y la tos seca, es un pin pin que le avisa a
la muchacha que la batería está a punto de acabarse (queda menos
del uno por ciento). La luz de la pantalla se opaca. La muchacha
escribe el último mensaje antes de buscar un enchufe para cargar el
teléfono: «Cholito, espérame un rato, mi batería está muriendo... Te
hablo apenas tenga un poco de carga. Tienes que terminar de con-
tarme el chisme.» Envía el texto segundos antes de que el celular se
apague por completo. Se levanta, enciende la luz de la sala y pone a
cargar el aparato en el tomacorriente cercano a la ventana. Se ajusta
el pantalón que se le cae revelando la raja del culo. Recuerda que
está ahí para acompañar a la abuela. La anciana está arropada de
pies a cabeza, con gruesas frazadas y chompas de lana en una no-
che sofocante de verano. Se acerca a ella y nota que duerme. Ya no
escucha su tos seca que parece querer llevarse el alma de la anciana
en cada convulsión.
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Son más de las siete. Su madre baja del segundo piso a la cocina
para preparar el lonche. Le pide ayuda, pero la muchacha se nie-
ga largo rato mientras trata tercamente de prender el celular, que
no tiene la carga suficiente para complacerla. La madre amenaza
con castigarla y quitarle el aparato si no la ayuda. Obligada, pica
la cebolla entre refregadas de nariz, echa limón al atún y prepara
seis panes para la mesa; guarda otros dos, para cuando llegue su
padre del trabajo. La madre le pregunta por la anciana. “Está seca,
mamá”, responde y coloca la mesa con el mismo desganó con el
que rellenó los panes. Finalmente se sientan a tomar lonche y la
madre le consulta si no sería mejor despertar a la abuela. “Déjala,
está durmiendo tranquilita, mamá”. Comen despacio viendo los
chismes del día en la televisión y comentando sobre la farándula:
Un futbolista, radicado en Europa, ha terminado su romance con
una reconocida bailarina local; una gaucha, que trabajaba en un
programa de competencia, la expulsaron del país por decir que
todos los peruanos éramos unos «indios marginales. Horrorosos...»; un
declarado proxeneta de vedettes, asolapado como panelista de un
programa farandulero, le sabe de todo a fulana y mengana, etc.
Una hora después levantan los platos excepto el termo con agua
caliente y los dos panes de la abuela. A la madre se le ocurre que
es raro no oír el acceso de tos que aqueja a la anciana hasta en los
sueños más profundos.
—Oye niña, la abuela no ha tosido ¿no? Seguro ya se le pasaron
esos malditos bronquios que no la dejan, ni nos dejan, dormir. Me-
nos mal, hija...—Parece que sí, mamá, porque desde que se quedó
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Un mentiroso más
El editor le tiró los papeles directo a la cara; se los arrojó sin asco.
Sus ciento treinta y ocho páginas, tipeadas a doble cara en largas
noches de insomnio, que componían su primera obra, escrita tar-
díamente entrado a los cuarenta, le cubrían el cuerpo. Después de
esa afrenta, Romero pensó que tenía dos alternativas: Lastimar a su
agresor o huir de ese lugar. No hubo ensayo de respuesta. Solo se
quedó sentado en ese importantísimo escritorio, donde se atendía
a lo mejor de las letras nacionales, observando perplejo al tal Bai-
lón que seguía con el rechoncho rostro inflamado de la cólera y la
boca de perro rabioso, salivando. Todo confirmaba que era el lugar
correcto según el papel donde Romero había anotado la dirección
de la editorial MR, y el tipo que tenía al frente, era el tal Bailón, el
editor que estuvo buscando desde el día anterior. Lo que no cono-
cía Romero del tipo, era su crueldad. Esa sincera crueldad con la
que le confesaba que todos: amigos, colegas, familiares, e incluso,
su propia esposa, le habían mentido: no estaba preparado para ser
escritor.
Romero había llegado el viernes al edificio de la editorial MR ubi-
cada en el centro financiero de San Isidro, un día antes de este pe-
noso incidente. La secretaria, una veinteañera de facciones orienta-
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les (cabello largo y lacio, ojos rasgados, nariz fina, boca diminuta,
cráneo de circunferencia perfecta y tez intensamente blanca de es-
píritu santo. Mujer de metro cincuenta y contextura delgada hasta
la apariencia de fragilidad), lo invitó a pasar con desgano a la vez
que atendía una llamada telefónica, sujetando entre el cuello y la
mejilla derecha su celular, mientras acomodaba unos papeles en
el escritorio. Romero se sentó a un lado de la recepción, a pocos
metros de la secretaria, que ni por consideración a las canas que
peinaba el cuarentón de Romero, ni el irrevocable ajado de su fren-
te ceñuda, le ofreció un saludo; esperar una taza de café o si quiera
un vaso de agua, era pedirle peras al olmo.
Mucha gente entraba y salía de la oficina con su natural apresura-
miento, pero Romero, era otro objeto decorativo mal dispuesto en
aquella sala. Todo el que lo viera sentado solo en esa hilera de sillas,
inmutable, sosteniendo el sobre manila manchado por la humedad
de sus manos, sonreía socarronamente o negaba con la cabeza, de
una u otra manera, siempre con un matiz de lastima en el gesto. Lo
único que Romero entendía por ley, era que debía esperar lo nece-
sario hasta que lo atendieran; un amigo se lo había advertido: «Así
tengas que amanecerte en la puerta del edificio con frío, hambre o
lluvia, espera nomás. Espera...».
La secretaria cortó de inmediato la llamada al fijarse la hora en el
reloj de pared que coronaba la cabeza trinchuda de Romero: Una
de la tarde, hora del almuerzo. A Romero, le sonaba bochornosa-
mente la panza (sus tripas eran como un gran parque jurásico en la
histeria de la extinción). Ni siquiera al ver la hora, la secretaria se
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garle a estas comillas el «por favor», pero nadie me paga para ser
amable en mis textos). Romero la miró indeciso. Por un lado, tenía
la curiosidad de lo que tramaba la desconsiderada secretaria, y por
el otro, sentía los estragos causados por las alimañas del hambre
que se comían sus débiles órganos y que estaban ya de camino al
corazón.
Al fin decidió que no le costaba nada hacer un último esfuerzo y
subir a ver qué demonios necesitaba la mujer. Cuando la tuvo cara
a cara en el umbral de la puerta automática, le preguntó, con el mal
humor de una boca apestosa debido al hambre: «¿Qué quiere?»
–Eso que tiene ahí debería dejármelo –la secretaria señalaba el
sobre manila que Romero apretaba en el sobaco izquierdo–. Yo
se lo entrego al señor Bailón. No se emocione –agregó en tono
confesional–, no significa nada, no sé siquiera si lo va a revisar. A
veces solo lee el título de la obra y ya está tirando los papeles a la
basura... –Ahora que lo pensaba, Romero creyó que el Sr. Bailón
tenía esa horrorosa costumbre de tirar las cosas: los manuscritos y
a sus secretarias.
Sin más opción, Romero tuvo que darle el sobre manchado con
sus huellas dactilares. Había ido precisamente para eso: postular su
obra a una publicación, y al menos era un avance el que la secre-
taria tenga sus textos entre la ruma de papeles que se acumulaban
en la recepción. Quizás al día siguiente, después de su reunión fa-
miliar, Bailón amanecería de excelente humor y se dispondría a
revisar todo lo que no pudo leer en el año («Hacer realidad los
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mero, quizás algo había cambiado de un día para otro, quizás). Solo
en ese momento Romero se percató que esta vez no estaba solo en
aquella sala. Esperando como él, había cuatro individuos de dife-
rentes edades, que Romero, no tardó en identificar como escritores.
El más joven, bien ataviado al terno y peinado con gel, debía tener
entre veinte o veinticinco años, no más, y miraba concentradísimo
su celular de última generación mientras soltaba risitas de rato en
rato. Otros dos: uno de largas greñas, con pinta de eterno univer-
sitario y el otro, con aspecto de intelectual precoz, que estarían en
sus treinta, ocupaban los asientos del centro. Compartían sus expe-
riencias sobre los talleres a los que habían asistido y que eran dicta-
dos por laureados autores que publicaban en más de una editorial
grande como Alfaguara o Planeta, y que eran fundadores de revis-
tas literarias y otros medios relacionados al rubro. El último de la
fila que se encontraba leyendo «Conversación en la Catedral» con
pose de Vallejo (pierna cruzada, codo sobre la rodilla, mano soste-
niendo la quijada y semblante taciturno) y los ojos adormitados, se
exaltaba cada vez que sentía que el libro se le escurría de la mano
debido al sueño. Todos, al igual que Romero, iban por una respues-
ta que les esclarezca el futuro. Una respuesta, que como viaje de
Ayahuasca, les muestre visiones alentadoras sobre el lugar que ocu-
parían en las letras peruanas, y por qué no: del mundo.
Romero no se sentó, fue hacia la ventana y se quedó mirando el
centro financiero de San Isidro, mientras que sus nuevos colegas,
le lanzaban miradas de soslayo tratando de adivinar al ojo, qué cla-
se de estilo manejaba ese hombre de rostro chupado y ojeroso, y
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¿Para qué inventamos esta vida?
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una mujer, sentada bajo una sombrilla multicolor. No deja de sonreírle. Lleva
lentes polarizados, aun así puedo reconocer sus ojos ámbar. Es Ella. Aplaude
los logros de la niña que corre en busca de sus brazos. Me acerco a paso lento,
quiero disfrutar de esa imagen, quiero retenerla por siempre. Están abrazadas
y ríen, ríen mucho, a mares. Ella cierra los ojos al abrazar a la niña y la niña
se refugia en su pecho. Es hermoso, esto debe ser la muerte, esto debe ser lo que
sigue de la vida, solo un recuerdo hermoso, inventado, un sueño. No aguanto
las ganas. No quiero ser solo un espectador, necesito ser parte de esa unión, de
esa vida, de esa risa. Doy un paso, y las dos se alejan como un espejismo. Otro
paso, y van más lejos aún. Es una maldición, no puedo infectar algo tan puro.
Hay una sombra, una gran sombra que las cubre a ambas. Se acerca, está
frente a ellas. Ambas se paran y van a su encuentro. El cuerpo del hombre
brilla, es una fulguración que me ciega. Todos se abrazan y ríen, ríen mucho
como si fueran felices. Como si Ella fuera feliz. Es el perfecto cuadro familiar,
en el que nunca estaré, porque aquí estoy en un sueño del que nunca despierto...
Calla.
Calla/mos (incisión insalvable).
Hasta la rabia ha perdido vigor entre la resignación de nuestros
espíritus desgastados. La madrugada se pierde. Un hilillo de saliva
blanca cuelga entre sus labios trémulos y viscosos como una tela-
raña olvidada, sin restos de la presa ni rastro del depredador. La
oscuridad de la noche no se compara a la oscuridad que proviene
de la concavidad de su boca abierta ya sin nada que llamar alma. Ha
vaciado el recipiente de su ser, ahora está tan vacía como yo, inma-
terial, gaseosa. Tiene una revolución en la sangre, una revolución
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