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Provincia del Chaco.

Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología.


Subsecretaría de Educación.
Dirección de Educación Superior.
Instituto de Educación Superior “Miguel Neme”- Las Breñas.

Oralidad y escritura (por Claudia Mazza)i.

La condición básica que diferencia la oralidad de la escritura es la situación de


comunicación. O sea: en la comunicación oral ambos interlocutores, destinador y
destinatario, están presentes y comparten un espacio y un tiempo. En cambio, en la
comunicación escrita uno de los interlocutores está ausente. Esto obliga al destinador a
reponer elementos contextuales para que la comunicación sea eficaz. Se puede decir,
por lo tanto, que el rasgo distintivo de la comunicación es la descontextualización.
La escritura no es una versión gráfica de la oralidad. El hecho de que la
situación de comunicación sea diferente hizo necesaria la invención de otro código
lingüístico, con reglas, convenciones y condiciones para la interpretación diferentes de
las del código oral.
En la comunicación escrita no son posibles frases como éstas: “Dame esa
carpeta que está ahí” o “Alcánzame el coso ese”, ni es factible que el destinatario
interrumpa la conversación con un gesto, una mirada o una palabra para pedir una
aclaración. El lenguaje escrito tiene que recurrir a mayores explicaciones contextuales,
a reformulaciones que anticipen ambigüedades en la interpretación y (como se dispone
de tiempo para releer y corregir lo escrito) puede formular oraciones y seleccionar el
vocabulario con precisión.
Así como el escritor dispone de tiempo para releer y corregir, el lector puede
releer. Estas posibilidades se cancelan en la oralidad, en la que la cuestión del tiempo
define muchos rasgos. El texto oral se comunica al destinatario al mismo tiempo que se
lo está produciendo, lo cual genera otro tipo de complejidad en la sintaxis oral. No se
puede comparar la sintaxis de la escritura con la de la oralidad como compleja y simple
respectivamente (Halliday, 1985). La complejidad de la sintaxis escrita se caracteriza,
por ejemplo, por la prolongación de la unidad oración por medio de proposiciones
incluidas de todo tipo que pueden a su vez incluir otras. La complejidad de la sintaxis
oral se relaciona con la simultaneidad de la producción y la recepción: el emisor hace
las correcciones de los enunciados que no lo satisfacen al mismo tiempo que los dice y
entonces en un mismo texto oral el receptor encuentra, y en sucesión, ensayos de
enunciados, enunciados comenzados pero interrumpidos y abandonados a favor de
otros; repeticiones para compensar la imposibilidad del interlocutor de “volver atrás en

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la página”; repeticiones, muletillas y silencios del emisor que los produce con el fin de
darse más tiempo para organizar la producción de su mensaje, etcétera.
Esta caracterización de la oralidad y de la escritura debe ser relativizada en
función de los diversos ámbitos de la actividad humana y de las nuevas tecnologías.
Respecto de lo primero, es necesario considerar que discursos como el político y el
académico despliegan una oralidad que no es tan espontánea como la de la
conversación cotidiana en la familia o entre amigos íntimos. La de aquellos ámbitos,
como el teatro (podría decirse), tienen un “guión” que se planifica, se ensaya antes de la
“puesta en escena” que en verdad constituyen un discurso de campaña frente a los
ciudadanos o una clase frente a los alumnos.
Además, las nuevas tecnologías de la palabra permiten un control de la
producción oral que se acerca al del código escrito, con el cual comparte rasgos
composicionales y estilísticos. Así sucede en las emisiones de radio y televisión.
También, como resultado de las innovaciones tecnológicas, surgen nuevos
géneros discursivos, como los asociables al chat, que genera una escritura que se
produce a la vez que se “entrega” el enunciado a un destinatario quien, si bien no está
“cara a cara” con el emisor, comparte su tiempo de producción con el de recepción. Esta
escritura en internet tiene una sintaxis próxima a la de la oralidad.
Sin embargo, esta caracterización de la oralidad y de la escritura en general es
válida porque la escritura supone básicamente una descontextualización que, se puede
sostener, implica una mayor abstracción mental. La invención de la escritura y su uso
generalizado han significado un avance importante para el pensamiento occidental.

Lectura y escritura, una actividad diferida (por Claudia Mazza).

Condiciones de la lectura y la escritura. La gran particularidad de la lectura y la


escritura con respecto a la interacción oral es su estatuto de comunicación diferida
debido a la ausencia de uno de los dos interlocutores. El autor y el lector están—al
menos en la gran mayoría de los casos—alejados el uno del otro en el espacio y en el
tiempo. Mientras que un enunciado oral evita la mayor parte de las ambigüedades por
intercambios incesantes en la situación espacio-temporal común a los interlocutores, el
texto escrito se presenta al lector fuera de su contexto de origen. Autor y lector no

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tienen un marco común de referencia, no comparten estrictamente una situación. El


lector va reconstruyendo el contexto necesario para la comprensión de la obra
fundándose en la estructura del texto, es decir, en el juego de sus relaciones internas.
Es así como mientras un diálogo, por ejemplo, se apoya sin cesar en la situación
que sirve de marco al intercambio, el texto escrito es aprehendido por el lector como
un objeto autónomo y cerrado sobre sí mismo. El mensaje escrito, recortado de su
contexto, es recibido como un sistema cerrado cuyos diferentes componentes toman
sentido en sus relaciones mutuas. Al no poder relacionar los elementos aislados a un
contexto conocido y compartido, el lector busca cuál es su función en el texto. Para el
lector es como si el texto creara su propio sistema de referencia.

El estatuto del texto leído. Precisamente el carácter diferido de la comunicación


escrita es lo que hace la riqueza de los textos. Recibido fuera de su contexto originario,
el texto se abre a una pluralidad de interpretaciones: cada nuevo lector trae con él su
experiencia, su cultura y los valores de su época.
En la obra escrita, el sentido escapa a la precariedad del discurso oral (siempre
fugaz) y lo hace cumpliendo diversas funciones:
a) Función mnémica: la escritura se constituye en una memoria externa de la mente del
ser humano. Fija la información, sustrayéndola así de la desaparición.
b) Función comunicativa: permite la comunicación a distancia y a través del tiempo, con
una apertura sobre el mundo que lo saca de los límites de la comunicación de
diálogo.
c) Función epistémica: por la mayor abstracción mental que supone, facilita la
representación y elaboración del conocimiento.
Las potencialidades del mensaje escrito son considerables. Al distender el
vínculo que, en la oralidad, une al locutor con su discurso, la escritura permite a los
lectores ver en el texto otra cosa que el proyecto del autor. La diversidad de
interpretaciones que ofrece la obra de Shakespeare se debe en gran parte a nuestra
ignorancia casi completa de la personalidad del dramaturgo. Al no estar más el autor
para desaprobar tal o cual lectura, el campo de las significaciones puede desarrollarse
casi hasta el infinito. Esa diversidad se multiplica en ese caso porque se trata de una
obra literaria, pero no es ajena a otros discursos. La lectura de cualquier texto escrito

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(académico, político, publicitario, religioso, incluso uno científico) puede producir


diversas interpretaciones, que suelen generar otros textos escritos en los que diferentes
lectores-escritores polemizan y tratan de imponer unos a otros “la mejor
interpretación”, lo que el autor “en verdad tuvo intención de decir”. Pero, en realidad,
ninguna interpretación puede desligarse de todo lo que ella “aporta” al sentido del
texto, que no es inmanente a él.
Al liberarse de la situación, siempre particular, que limita el intercambio oral, el
texto amplía el horizonte del lector abriéndole un universo nuevo. Al leer a Cicerón
(orador del siglo I antes de Cristo), el lector no va a descubrir la antigua República
romana sino lo que, varios siglos después, queda accesible de ella: un conjunto de
trazos que habiendo atravesado el tiempo, pueden todavía hoy ser valorados
simbólicamente.
Finalmente, al sustituir a la audiencia necesariamente limitada de una
comunicación oral por un número de lectores virtualmente infinito, el texto adquiere
una dimensión universal. Es así como la Biblia tiene lectores que pertenecen a todas las
épocas, todos los continentes y todas las clases sociales.
La “descontextualización” del mensaje escrito es, según se ha visto, la condición
plural del texto.

El proceso de lectura, una actividad con facetas diversas (por Claudia


Mazza).

Un proceso es un conjunto de fenómenos activos y organizados en el tiempo. La


lectura entendida como proceso, es una actividad compleja y plural, que se desarrolla
en varias direcciones. Combina varios subprocesos:
Un proceso neurofisiológico. La lectura es antes que nada un acto concreto,
observable que convoca facultades bien definidas del ser humano. La lectura no es
posible, en efecto, sin el aparato visual y las diferentes funciones del cerebro. Leer es,
antes que cualquier análisis de contenido, una operación de percepción, de
identificación y de memorización de signos. Diferentes estudios han intentado describir
con minuciosidad tal actividad. Estos estudios demostraron que el ojo no capta un
signo después del otro sino “paquetes de signos”. Es frecuente saltar ciertas palabras o

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confundir los signos entre sí. El movimiento de la mirada no es lineal y uniforme


(como ocurre en la escritura); está hecho, al contrario, de saltos bruscos y discontinuos
entre los cuales las pausas más o menos largas (entre un tercio y un cuarto de segundo)
permiten la percepción. Durante esas pausas, el ojo registraría precisamente seis o siete
signos, anticipando al mismo tiempo la continuación gracias a una visión “periférica”
más fluida.
La decodificación del lector depende de la composición del texto: si tiene
palabras breves, ambiguas, simples o polisémicas. Rara vez se lee letra por letra, sólo
cuando las palabras presentan dificultades, de lo contrario la percepción discontinua se
vincula constantemente con la elaboración mental de hipótesis sobre el significado de
las palabras (proceso cognitivo) y de su confirmación.
Desde la perspectiva de su aspecto físico, la lectura se presenta como una
actividad de anticipación, de estructuración y de interpretación.

Un proceso cognitivo. Al mismo tiempo que percibe y decodifica los signos, el lector
intenta comprender el significado. La conversión de las palabras y grupos de palabras
en elementos de significación supone un importante esfuerzo de abstracción.
Esta comprensión puede ser mínima y abarcar únicamente la acción en curso. El
lector de una novela policial, por ejemplo, enteramente ocupado en llegar al desenlace,
se concentrará entonces en el encadenamiento de los hechos: la actividad cognitiva le
sirve para progresar rápidamente en la intriga. Cuando los textos son más complejos,
el lector puede, a la inversa, progresar más lentamente en función de la interpretación.
Deteniéndose en tal o cual pasaje, tratar de captar todas las implicaciones. Roland
Barthes describe con precisión estas dos prácticas de lectura:
Una va directamente a las articulaciones de la anécdota, considera la extensión del texto, ignora
los juegos verbales (si leo a Julio Verne, leo rápido: pierdo discurso, y sin embargo mi lectura no
está fascinada por ninguna pérdida verdadera— en el sentido que esta palabra puede tener en
espeleología); la otra lectura no deja pasar nada, pesa, se pega al texto, lee con aplicación y
arrebato, capta en cada punto del texto el asíndeton que corta los lenguajes— y no la anécdota:
no es la extensión(lógica) lo que cautiva, del deshojar de las verdades sino el hojeado de la
significación. (R. Barthes, 1992)

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Entre “progresión” e “interpretación” existen, por supuesto, regímenes


intermedios: las dos variables pueden combinarse en proporciones muy diversas. En
todos los casos, la lectura solicita una competencia. El texto supone un saber mínimo
que el lector debe poseer si quiere proseguir con su lectura.

Un proceso afectivo. El atractivo de la lectura está relacionado en gran parte con las
emociones que suscita. La recepción del texto puede convocar las capacidades
reflexivas del lector y/o su afectividad. En efecto, las emociones están en la base del
principio de identificación, motor esencial de la lectura de ficción: porque provocan
admiración, piedad, risa o simpatía nos interesa el destino de los personajes novelescos.
El rol de las emociones en un acto de lectura es fácil de discernir: identificarse
con un personaje, interesarse por lo que le sucede, es decir, por el relato que lo pone en
escena. Intentar eliminar la identificación— y por consiguiente el factor emocional—
de la experiencia estética parece destinado al fracaso. Más que un modo de lectura
particular, el compromiso afectivo es, según parece, un componente esencial de la
lectura en general.
Los textos explicativos o argumentativos que son los de más frecuente lectura
en la universidad convocan fundamentalmente las capacidades reflexivas del lector. Sin
embargo, el factor afectivo no está ausente: las ideas desarrolladas, el despliegue que
hace el autor de éstas, las estrategias argumentativas, los recursos estéticos, provocan
reacciones emocionales.

Un proceso argumentativo. El texto, resultado de una voluntad creadora, conjunto


organizado de elementos, es siempre analizable como una toma de posición del autor
(ubicado en una cultura, poseído por ella) sobre el mundo y los seres vivos.
Desde la pragmática, se dirá que hay una perspectiva ilocutoria (la voluntad de
actuar sobre el destinatario, de modificar su comportamiento) inherente a todos los
textos. El enunciador apunta a acercar al interpretante potencial (caso de la
comunicación escrita) o actual (caso de la comunicación oral) a una cierta conclusión o
a disuadirlo de ella. La intención de convencer está presente, de una u otra manera, en
todo texto.

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Un proceso simbólico. El sentido que se construye en la lectura (al reaccionar ante la


historia, los argumentos propuestos, la discusión entre puntos de vista) va a integrarse
inmediatamente en el contexto cultural donde evoluciona cada lector. Además de
interactuar con los conocimientos del mundo y de los textos de cada lector, toda
lectura interactúa con la cultura y los esquemas dominantes de un medio y de una
época. Sea para refutarlos o confirmarlos, al pesar sobre los modelos del imaginario
colectivo la lectura afirma su dimensión simbólica. El sentido en contexto de cada
lectura es valorado en relación con otros objetos del mundo con los cuales el lector
tiene contacto. El sentido se fija en el nivel del imaginario de cada uno, pero se integra,
dado el carácter necesariamente colectivo de su formación, con otros imaginarios
existentes, que comparte con los otros miembros de su área de actividad, de su grupo o
de su sociedad. La lectura se afirma así como componente de una cultura.

¿Toda lectura es legítima?


Dado el carácter específico de la comunicación escrita, cabe preguntarse si cada
lector tiene derecho a interpretar el texto como le parezca. No se puede reducir una
obra a una sola interpretación pero hay, sin embargo, criterios de validación. El texto
permite diversas lecturas pero no autoriza cualquier lectura.
Desde una perspectiva semiótica de la lectura, la recepción esta en gran parte
programada por el texto. Entonces, el lector no puede leer cualquier cosa. Retomando
una expresión de Humberto Eco (1999 [1984]), el lector tiene ciertos “deberes” frente
al texto: debe relevar lo más precisamente posible la coherencia interna propuesta por
el propio texto.
No todas las lecturas son legítimas. Hay una diferencia esencial, como lo hace
notar Eco, entre “violentar” un texto e “interpretarlo” (aceptar el tipo de lectura que un
texto programa). En esa diferencia hay que considerar que nunca se lee en aislamiento,
en libertad absoluta. Cada esfera de la actividad humana impone “gramáticas” de
recepción (como de producción) de los textos a su comunidad de lectores. La Biblia
puede leerse en diferentes ámbitos: una iglesia, una sinagoga, una escuela laica, una
academia literaria, un instituto de investigación. Pero cada uno de esos ámbitos impone
reglas de lectura con las que determina si una lectura es legítima (para sus miembros).
Si a un escritor o a un cineasta o a un dramaturgo la comunidad artística le admite (y

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hasta tal vez le premie) que interprete en La Biblia que Caín es una víctima inocente de
la injusticia y la arbitrariedad de un Dios egocéntrico; si un antropólogo o cualquier
otro científico se niega a leer con fe— como se lo exigen las autoridades académicas—
para someter a pruebas racionales lo que se declara en ese antiguo texto, una
comunidad religiosa podría llegar (y lo ha hecho) a sancionar esas “violencias” ejercidas
contra la Biblia con otras (desde una excomunión hasta una bomba en un teatro).

iTextos extraídos del Manual de lectura y escritura universitarias. Prácticas de taller. Coord. Sylvia
Nogueira. Bs As. Biblos, 2010.

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