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Sólo el psicoanálisis proyecta alguna luz sobre estas tinieblas.


La actitud del niño con respecto a los animales presenta numerosas analogías con la del primitivo. El
niño no muestra aún vestigio ninguno de aquel orgullo que mueve al adulto civilizado a trazar una precisa
línea de demarcación entre su individuo y los demás representantes del reino animal. Por el contrario,
considera a los animales como iguales suyos, y la confesión franca y sincera de sus necesidades le hace
sentirse incluso más próximo al animal que al hombre adulto, al cual encuentra indudablemente enigmático.

En este perfecto acuerdo entre el niño y el animal, surge a veces una singular perturbación. El niño
comienza de repente a sentir miedo de ciertos animales y a evitar el contacto e incluso la vista de todos los
representantes de una especie dada. Se nos presenta entonces el cuadro clínico de la zoofobia, una de las
afecciones psiconeuróticas más frecuentes de esta edad y quizá la forma más temprana de este género de
enfermedades. La fobia recae, por lo regular, sobre animales hacia los que el niño había testimoniado hasta
entonces un vivo interés, y no presenta relación ninguna con un determinado animal particular. La elección
del animal objeto de la fobia aparece harto limitada en nuestras grandes ciudades, y, por tanto, encontramos
con gran frecuencia como tales objetos los caballos, los perros y los gatos; más raras veces, los pájaros, y, en
cambio, muy repetidamente, animales de pequeñas dimensiones, tales como los escarabajos y las mariposas.
Asimismo pueden constituirse en objeto de una fobia animales que el niño no conoce sino por sus libros de
estampas o por los cuentos que ha oído relatar.

La determinación de la forma en que se han llevado a cabo estas inusitadas elecciones del animal
objeto de la fobia sólo raras veces se consigue. Al doctor K. Abraham (1914) debemos la comunicación de un
caso en el que el niño explicó por sí mismo su miedo a las avispas diciendo que le hacían pensar en el tigre,
animal muy temible, según le habían contado.
Las zoofobias de los niños no han sido aún objeto de un detenido examen analítico, no obstante
merecerlo en alto grado. Ello depende, quizá, de las dificultades inherentes a la realización de análisis con
sujetos de tan poca edad. No podemos, por tanto, afirmar haber llegado al conocimiento del sentido general de
estas enfermedades, sentido que, por otra parte, no creemos puede ser unitario. Sin embargo, algunas de estas
fobias, relativas a animales de crecido tamaño, se han mostrado accesibles al análisis y han revelado su
enigma al investigador. En todas ellas se nos ha revelado, sin excepción, que cuando el infantil sujeto
pertenece al sexo masculino, se refiere su angustia a su propio padre, aunque haya sido desplazada sobre el
animal objeto de la fobia.

Todo psicoanalítico ha tenido ocasión de observar casos de este género y recogido en ellos iguales
impresiones, a pesar de lo cual son muy poco numerosas las publicaciones detalladas sobre este tema,
circunstancia puramente accidental, y de la que sería erróneo concluir que nuestra afirmación no se apoya sino
en observaciones aisladas. El doctor Wulff, de Odesa (*), es uno de los autores que con mayor inteligencia se
han ocupado de las neurosis infantiles. En una de sus comunicaciones, en la que desarrolla el historial clínico
de un niño de nueve años, encontramos la descripción de una fobia de los perros, padecida por el infantil
sujeto cuando apenas acababa de cumplir los cuatro. Cuando veía un perro por la calle, se echaba a llorar y
gritaba: «¡No me cojas, perrito!; seré bueno.» Por ser bueno entendía «no volver a tocar el violín», esto es, no
masturbarse.

En el curso de su estudio hace Wulff el siguiente resumen de este caso: «Su fobia de los perros no es,
en el fondo, sino el miedo que su padre le inspira, desplazado sobre dichos animales, pues la singular
exclamación «¡Perrito, seré bueno!» (esto es, «no me masturbaré»), se dirige propiamente a su padre, que es
quien le ha prohibido la masturbación. Más adelante consigna este autor en una nota una indicación que no se
halla completamente de acuerdo con nuestras observaciones, y testimonia, además, de la frecuencia de estos
casos: «Estas fobias (fobias de los caballos, de los perros, de las gallinas y de otros animales domésticos) son
tan frecuentes en el niño como el pavor nocturnus, y el análisis nos revela siempre su origen en el
desplazamiento sobre un animal del miedo que el padre o la madre inspiran al infantil sujeto. Lo que no puedo
afirmar es si la fobia de los ratones y las ratas, tan difundida, presenta o no el mismo mecanismo.»
En el primer volumen de la revista titulada Jahrbuch für psychoanalytische und psychopatologische
Forschungen tengo publicado un «Análisis de una fobia de un niño de cinco años», cuyo historial clínico me
fue amablemente comunicado por el padre del sujeto. Se trataba de un miedo tal a los caballos, que el niño se
negaba a salir a la calle y temía incluso que llegasen hasta su habitación para morderle. Esta temida agresión
debía constituir el castigo de su deseo de que el caballo cayese (muriese). Cuando se logró apaciguar el temor
que al niño inspiraba su padre, pudo observarse que luchaba contra el deseo de la ausencia (la partida, la
muerte) del mismo, pues veía en él un rival que le disputaba los favores de la madre, hacia la que se
orientaban vagamente sus primeros impulsos sexuales. Se hallaba, pues, en aquella típica disposición del
sujeto infantil masculino que ha sido designada por nosotros con el nombre de «complejo de Edipo», y en la
que vemos el complejo central de la neurosis. El análisis de este niño, al que llamaremos Juanito, nos reveló
una nueva circunstancia, muy interesante desde el punto de vista del totemismo, pues vimos que había
desplazado sobre el animal una parte de los sentimientos que su padre le inspiraba.

El análisis nos descubre todos los trayectos asociativos, tanto los de contenido importante como los
accidentales, a lo largo de los cuales se efectúa tal desplazamiento, y nos permite adivinar los motivos de este
último. El odio nacido de la rivalidad con el padre no ha podido desarrollarse libremente en la vida psíquica
del niño, por oponerse a él el cariño y la admiración preexistentes en la misma. El niño se encuentra, pues, en
una disposición afectiva equívoca -ambivalente- con respecto a su padre, y mitiga el conflicto resultante de tal
actitud desplazando sus sentimientos hostiles y temerosos sobre un subrogado de la persona paterna. Pero este
desplazamiento no consigue resolver la situación, estableciendo una definida separación entre los
sentimientos cariñosos y los hostiles. Por el contrario, persisten el conflicto y la ambivalencia, pero referidos
ahora al objeto del desplazamiento. Así, comprobamos que no es sólo miedo lo que los caballos inspiran a
Juanito, sino también respeto e interés. Una vez apaciguados sus temores, se identificó con el temido animal y
jugaba a correr y saltar como un caballo, mordiendo a su padre. En otro período de mejoría de la fobia
identificó sin temor alguno a sus padres con otros distintos animales de crecido tamaño.

No podemos menos de reconocer en estas zoofobias infantiles ciertos rasgos del totemismo, aunque
bajo un aspecto negativo. Sin embargo, debemos a S. Ferenczi la interesantísima observación de un caso
singular, que puede ser considerado como una manifestación de totemismo positivo en un niño. En el pequeño
Arpad, cuya historia nos relata Ferenczi, las tendencias totémicas no surgen en relación directa con el
complejo de Edipo, sino basadas en la premisa narcisista del mismo, o sea en el miedo a la castración. Pero
leyendo atentamente el historial clínico de Juanito, antes mencionado, hallamos también en él numerosos
testimonios de que el padre era admirado como poseedor de órganos genitales de gran volumen, y temido al
mismo tiempo como una amenaza para los órganos genitales del niño. Tanto en el complejo de Edipo como
en el complejo de la castración desempeña el padre el mismo papel, o sea el de un temido adversario de los
intereses sexuales infantiles, que amenaza al niño con el castigo de castrarle o el sustitutivo de arrancarle los
ojos.

Teniendo el pequeño Arpad dos años y medio, se puso un día a orinar en el gallinero de su residencia
veraniega, y hubo una gallina que le picó o intentó picarle en el pene. Cuando al año siguiente volvió al
mismo lugar, se imaginó ser él mismo una gallina, mostró un vivísimo interés, casi exclusivo, por el gallinero
y todo lo que en él sucedía, y cambió su lenguaje humano por el piar y el cacarear del corral. En la época a la
que la observación se refiere tenía ya cinco años y había vuelto a hallar su idioma, pero no hablaba sino de las
gallinas y otros volátiles. No conocía ningún otro juguete y no cantaba sino canciones en las que se trataba de
estos animales. Su actitud con respecto a su animal totem era claramente ambivalente, componiéndose de un
odio y un amor desmesurados. Su juego preferido era el de presenciar o simular el sacrificio de una gallina o
un pollo. «Constituía para él una fiesta asistir al sacrificio de estas aves, y era capaz de bailar durante horas
enteras en derredor del cadáver, presa de una gran excitación.» Después besaba y acariciaba al animal muerto
o limpiaba y cubría de besos las imágenes de gallinas que él mismo había maltratado antes.

El pequeño Arpad se cuidó por sí mismo de no dejar la menor duda sobre el sentido de su singular
actitud. En ocasiones sabía traducir sus deseos del lenguaje totémico al vulgar: «Mi padre es el gallo -dijo un
día-. Ahora soy pequeño y soy un pollito; pero cuando sea mayor seré una gallina, y cuando sea «más mayor»
aún seré un gallo.» Otra vez se negó de repente a comer «madre asada» (por analogía con la gallina asada).
Por último, solía amenazar clara y frecuentemente a los demás con la castración, transfiriendo así las
amenazas de este género que a él mismo se le hacían a consecuencia de sus prácticas onanistas.
La causa del interés que le inspiraba todo lo que en el corral sucedía no presenta para Ferenczi la
menor duda: «Las relaciones sexuales entre el gallo y la gallina, la puesta de los huevos y la salida del pollito»
satisfacían su curiosidad sexual, orientada realmente hacia la vida familiar humana. Concibiendo de este
modo los objetos de sus deseos, conforme a lo que había visto en el gallinero, dijo un día a una vecina: «Me
casaré contigo, con tu hermana, con mis tres primas y con la cocinera… O no; mejor con mi madre que con la
cocinera.»

Más adelante completaremos el examen de esta observación. Por ahora nos limitaremos a hacer
resaltar dos interesantes coincidencias de nuestro caso con el totemismo; la completa identificación con el
animal totémico y la actitud ambivalente con respecto a él. Basándonos en estas observaciones nos creemos
autorizados para sustituir en la fórmula del totemismo -por lo que al hombre se refiere- el animal totémico por
el padre. Pero, una vez efectuada tal sustitución, nos damos cuenta de que no hemos realizado nada nuevo ni
dado, en verdad, un paso muy atrevido, pues los mismos primitivos proclaman esta relación, y en todos
aquellos pueblos en los que hallamos aún vigente el sistema totémico es considerado el totem como un
antepasado. Todo lo que hemos hecho no es sino tomar en su sentido literal una manifestación de estos
pueblos que ha desconcertado siempre a los etnólogos, los cuales la han eludido, relegándola a un último
término. El psicoanálisis nos invita, por el contrario, a recogerla y enlazar a ella una tentativa de explicación
del totemismo.

El primer resultado de nuestra sustitución es ya de por sí muy interesante. Si el animal totémico es el


padre, resultará, en efecto, que los dos mandamientos capitales del totemismo, esto es, las dos prescripciones
tabú que constituyen su nódulo, o sea la prohibición de matar al totem y la de realizar el coito con una mujer
perteneciente al mismo totem, coincidirán en contenido con los dos crímenes de Edipo, que mató a su padre y
casó con su madre, y con los dos deseos primitivos del niño, cuyo renacimiento o insuficiente represión
forman quizá el nódulo de todas las neurosis. Si esta semejanza no es simplemente un producto del azar,
habrá de permitirnos proyectar cierta luz sobre los orígenes del totemismo en remotísimas épocas, esto es, nos
permitirá hacer verosímil la hipótesis de que el sistema totémico constituye un resultado del complejo de
Edipo, como la zoofobia de Juanito o la perversión del pequeño Arpad. Para establecer esta verosimilitud
vamos a estudiar a continuación una particularidad aún no mencionada del sistema totémico, o como
pudiéramos decir, de la religión totémica.

«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica)

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