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El invierno estaba más frío que de costumbre en esa ocasión.

Mateo, un joven leñador, estaba


explorando el bosque esa tarde. La nieve lo cubría hasta las rodillas y había un silencio
impresionante. Mientras caminaba por uno de los prados, escuchó un ruido gracioso, que se
asemejaba a un estornudo. Volteó a ver a un lado y vio a un venado amarillo, saltando
enérgicamente y resoplando mientras trataba de zafarse de una montaña de nieve en la que había
quedado atrapado. Mateo, enternecido, lo tomó y lo llevó a su casa con mucho cuidado y
compasión.

Su encendido color amarillo lo alarmó, haciéndole creer que quizás estaba enfermo. Así que, ya en
su casa, una hermosa cabaña de madera y teja, lo colocó junto a la hoguera para que se calentara.
Ambos durmieron una pequeña siesta estimulada por el silencio de la noche. ¡Cuál sería la sorpresa
de Mateo cuando, al despertar, encontrara al pequeño venado recostado sobre un sillón, igual de
amarillo como estaba la tarde anterior! Mateo vio, sin embargo, que el pequeño animal estaba
perfectamente radiante y vivo e incluso jugaba a mover los troncos de un lado a otro. El joven lo vio
de nuevo, sonrió y desde ese día decidió llamarlo Estrella.

El tiempo pasó y la criatura creció sorprendentemente, más allá de lo normal. La gente de la aldea e
incluso Mateo estaban impresionados por su tamaño. La alimentación que le proporcionaba era
exactamente la misma que le proveía al ganado. No había razón para que hubiera alcanzado un
tamaño tan monumental. Creció tanto que su cabeza superaba la altura de los techos de las
cabañas, por lo que podía ver a su amo desde la distancia, cuando regresaba del bosque. Cuando
Estrella tenía picazón, por ejemplo, buscaba algún peñasco para rascarse, porque cuando lo había
hecho contra un árbol lo único que había logrado era que este se viniera al suelo en un santiamén.
No podía rascarse con ningún otro objeto: si lo hacía con las casitas, podía destruirlas. Por otro lado,
si lo hacía contra el suelo solía ensuciarse y era aún más difícil limpiarse. Asimismo, para saciar su
apetito, debían darle cerca de treinta fardos de heno para que los masticara, con alambre de amarre
y todo. Se necesitaba de seis hombres con picas para conseguir sacar todo el alambre de los dientes
de Estrella después de su merienda matinal. Horas después, para la hora de almuerzo, se comía una
tonelada de grano e incluso de vez en cuando solía regresar a molestar en la cocina, pidiendo trigo
para la cena.

Estrella era de gran ayuda en la aldea. Podía tirar de cualquier cosa que tuviera un extremo, por lo
que Mateo a menudo lo usaba para trabajar los senderos. Hasta la fecha, Estrella había preparado
todo el camino desde el bosque hasta la aldea. La enorme criatura también colaboraba para tirar de
los vagones que eran utilizados para cargar los troncos. Eso sí, odiaba trabajar en el verano. Mateo
tenía que pintar los troncos de blanco para que se asemejaran a la nieve y para que de esta forma
pudieran continuar laborando durante el verano.

Una de tantas jornadas, mientras transportaba una carga de troncos en el camino y soñaba con
inviernos fríos, en los que los troncos solían resbalar fácilmente sobre el hielo, Estrella logró
contemplar el paisaje del otro lado del más grande de los peñascos de la aldea. Sus ojos brillaron
cuando alcanzó a ver una dulce cierva de color azul, que pastaba alegremente en el prado. Se
retorció fuera de su arnés y salió corriendo hasta dicho lugar para presentarse ante ella. Era una
especie de amor a primera vista. Mateo tuvo que abandonar su tarea y terminar comprando a
Cometa, que así se llamaba la cierva, al granjero de la aldea vecina, antes de que Estrella causara un
desastre.

Quizás había algo en la hierba del lugar o simplemente era parte de la vida, pero Cometa creció
tanto como Estrella en su nuevo hogar. Tenía largas pestañas azules que les hacían cosquillas a los
leñadores mientras ellos estaban subidos a los árboles y ayudaba a arar los campos durante el
tiempo de cultivo. Comía menos que Estrella: unos diez fardos de heno para el desayuno, cinco de
trigo para el almuerzo y en la cena solo bebía mucha agua. Era muy querida por toda la aldea.

La única diferencia entre Cometa y Estrella eran las estaciones. Estrella amaba el hielo y la nieve,
pero Cometa prefería los días cálidos de verano. Un invierno, Cometa se adelgazó y palideció tanto
que Mateo tuvo que fabricarle un par de gafas verdes para que ella viera por ellas y pensara que era
otro verano más. Fue un éxito. ¿Quién sabría que eso le cambiaría la vida a ambas criaturas y al
pueblo entero? Después de eso, Cometa creció feliz y lozana de nuevo y colaboró aún más con el
cultivo. Mientras los leñadores cortaban los troncos, ella los iba lamiendo para que pudieran
resbalar de modo mucho más fácil a la hora de trasladarlos. Este importante cambio hizo que a
Estrella le terminara gustando tanto el verano como a Cometa y que el trabajo de la aldea rindiera
como nunca antes. Todos eran más felices ahora y agradecían la llegada de estos dos brillantes
animales. Desde entonces los pobladores no volvieron a ver hacia el cielo en las noches, pues ellos
tenían sus propios astros allí, más cerca que nadie más.

Autor - Esteban Arredondo

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