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Klein lo prueba mostrando cómo los mismos avances científicos, por ejemplo el
desarrollo de la embriología, pueden servirles tanto a los que defienden como a
los que condenan la legalización del aborto. O cómo un mismo derecho, el
derecho a poseer y usar el propio cuerpo, puede amparar tanto a la mujer que
aborta como al feto que se supone no quiere ser abortado.
Los penalizadores también buscan disminuir la contradicción que existe entre la
prohibición del aborto y el valor en el que nos basamos sus adversarios, esto es,
la libertad. Para esto ellos también deben pasar por alto el binomio “embarazo” y
concentrarse en el feto, al que dan el estatuto de individuo separado de la madre.
De este modo a la mujer preñada no le queda otra que darlo a luz, si no desea
convertirse en una criminal: no es libre de ninguna otra cosa.
Esta argumentación ignora que el feto no es todavía, y que sólo puede llegar a
ser con la aquiescencia de la madre; por eso en ningún código penal y ni siquiera
en la Biblia se castiga el aborto como un homicidio, como nos recuerda Klein. A lo
que añado yo que aunque los antiabortistas nieguen la libertad de las mujeres en
la gestación, ésta se patentiza en el hecho innegable de los abortos legales que
se producen en diversas partes del mundo, y en la inevitable consecuencia de la
prohibición, que no es la suspensión de la práctica, sino su realización
clandestina.
En resumen, el gran argumento del libro es que el problema del aborto forma dos
“campos éticos” que se guían por valores diferentes e irreductibles entre sí. Es
decir, que no pueden convencerse mutuamente por medio de argumentos
racionales o científicos. El aborto no es solo una cuestión de salubridad, jurídica
o ideológica, sino un dilema moral.
Para la mayor parte de los filósofos la esfera de los valores, o esfera ética, es
autónoma del resto de la realidad. Esta autonomía es la que nos permite actuar
con responsabilidad de nuestros actos. Sin ella seríamos simples instrumentos o
meros efectos de fuerzas externas. Por tanto, ninguna decisión moral se deriva
de un hecho, sino siempre de un valor.
Efectos secundarios
Los efectos secundarios normales después de un aborto incluyen:
calambres abdominales
sangrado vaginal leve
náuseas y vómitos
dolor en los senos
fatiga
Si bien los abortos médicos y quirúrgicos generalmente se consideran seguros, a
veces pueden provocar complicaciones. Una de las complicaciones más
comunes es la infección. Esto puede ser causado por un aborto incompleto o la
exposición vaginal a bacterias, como tener relaciones sexuales demasiado
pronto. Puede reducir el riesgo de infección si espera tener relaciones sexuales y
usa compresas en lugar de tampones.
Los síntomas de las infecciones incluyen flujo vaginal con olor fuerte, fiebre y
dolor pélvico intenso. Las infecciones no tratadas pueden provocar una
enfermedad inflamatoria pélvica, así que llame a su médico para recibir
tratamiento tan pronto como note síntomas.
En Bolivia se está produciendo un avance importante en materia de Derechos de
las Mujeres, como el que se ha llevado a cabo hace unos meses en países como
Chile. Hace unos días, la Cámara de Diputados aprobó, tras meses de
discusiones, el nuevo Código Penal que pretende ampliar, en el ya más que
famoso y mencionado artículo 153, las causas que permiten abortar a las mujeres
bolivianas.
El artículo 153 no despenaliza el aborto, que es lo que numerosas
organizaciones y activistas que forman parte de la Campaña 28-Septiembre y el
Pacto Nacional por la Despenalización del Aborto quieren en Bolivia, pero amplía
las causas en que una mujer podrá acceder a un aborto legal y seguro. Esto es
clave en un país con una de las tasas más elevadas de mortalidad materna
de toda América Latina y Caribe, donde el aborto constituye la tercera causa, y
donde se estima que cada día aproximadamente 200 mujeres se practican un
aborto en lugares clandestinos (recordemos que Bolivia tiene 11 millones de
habitantes actualmente). Abortos que se realizan en condiciones de
clandestinidad e inseguridad, en habitaciones mal ventiladas, sucias, y en
muchos casos practicados por personas que carecen de la profesionalidad
necesaria. Abortos que se llevan por delante vidas de mujeres y dejan a otras
muchas en situaciones de discapacidad. El artículo 153 amplía las condiciones
en que ya está permitido el aborto, que son violación, incesto, estupro, y riesgo
para la salud de la madre; e incorpora la causal de malformaciones fetales
incompatibles con la vida, reproducción asistida no consentida por la
mujer, y en los casos que la embarazada sea niña o adolescente. En un país
donde según el Fondo de Población de Naciones Unidas se registraron 10
embarazos en adolescentes cada hora, muchos proyectos de vida quedan
truncados por maternidades no deseadas, muchas veces fruto de violencia
sexual.
Además, el 153 permite el aborto en el plazo de 8 semanas (plazo aún muy
limitado, pues muchas mujeres no son conscientes de estar embarazadas en
este período, ya que no todos los ciclos menstruales se ajustan como un reloj a
los 28 días) en los casos en que la mujer sea estudiante o tenga a su cargo
personas adultas mayores, con discapacidad o menores. Son unas causales que
han generado amplia polémica en la sociedad boliviana, en parte por prejuicios,
sobre todo de tipo religioso y por la falta de una educación sexual integral
adecuada, pero que vienen a evitar muertes de mujeres, especialmente aquellas
que menos recursos tienen, que viven en zonas rurales lejos de una clínica y que
en muchos casos tienen rostro indígena.
Uno de los puntos fuertes de discusión ha sido la postura de los colectivos
médicos, defendida por el Colegio Médico de Bolivia, en torno al tema de la
objeción de conciencia. El artículo 153 remarca que la objeción de conciencia es
individual y no institucional, por lo que los servicios de salud públicos que velan
por el bien público deben asegurar que si uno de sus médicos se niega a
realizar un aborto, habrá otro dispuesto a realizarlo. Además existe un
problema grave con las prerrogativas que los médicos se adjudican a la hora de
juzgar a las mujeres. Sólo en el mes de agosto de este año, unas diez mujeres
fueron encarceladas supuestamente por haberse sometido a un aborto,
denunciadas por personal médico. Aunque no suelen cumplir la pena (que
actualmente es de uno a tres años) la penalización ya existente lanza a las
mujeres a someterse a abortos en la clandestinidad, al margen de los daños
psicológicos que les causa.
Esta discusión sacude hoy en día a la sociedad boliviana y copa los medios. Pero
los abortos siguen realizándose, se los practican las mujeres aymaras, quechuas
y guaraníes (a veces mediante infusiones de hierbas) y las mujeres no indígenas
de las ciudades; se los practican las ateas y las católicas. Recientemente,
Católicas por el Derecho a Decidir ha realizado una Encuesta de Opinión entre
población católica en Bolivia, con el apoyo de Alianza por la Solidaridad, en la
que se preguntaba sobre qué debería hacer una mujer católica que decidió
abortar. Poco más del 19% decía que no tenía necesidad de confesarlo y el 53%
decía que sólo debía confesarse con Dios. Sin embargo la Iglesia Católica en
Bolivia pregona discursos sobre la obligación de encarcelar a las mujeres
que aborten y sobre la culpa social y divina que caerá sobre ellas.
Las feministas y activistas de derechos que trabajan en estos temas defienden
que el derecho al aborto es el que más fuertes reacciones provoca en cualquier
sociedad. Es la una de las luchas primeras que hay que enfrentar: la lucha por
los cuerpos, y suele ser la última a la que prestan atención los estados a la hora
de elaborar políticas públicas.
El pasado 28 de septiembre, casualmente o no, Día Mundial por la
despenalización del aborto, a pocas horas del cierre del día, organizaciones de
mujeres y activistas se fueron a dormir sabiendo que el Congreso de los
Diputados había aprobado el artículo 153 por mayoría. Ahora queda su
aprobación en el Senado, donde se ha empezado a discutir el Código Penal en
detalle hace 2 días. Un paso más de los muchos que quedan por dar para
asegurar que los servicios médicos y de justicia aplicarán la ley y que no re
victimizarán ni denunciarán a la policía a las mujeres que se hagan un aborto
legal. Un paso que esperamos no quede truncado por sentencias conservadoras
como la reciente del Tribunal Constitucional Plurinacional sobre la Ley 807 de
Identidad de Género, que ha despojado de sus derechos más fundamentales a la
comunidad trans del país. Un paso de los muchos más que quedarán para
conseguir la despenalización total. Parece que se va en buen camino,
pero desde el activismo y la sociedad civil organizada estaremos vigilantes.
Libro de Laura Klein: “Entre el Crimen y el Derecho”
¿Filosofar el aborto?
Fernando Molina*
En el debate público que el aborto suscita, tanto una parte como la otra
tratan de minimizar el daño que su preeminencia haría al valor en el que la
otra parte cree.
He leído el libro de Laura Klein ¿Crimen o derecho? El problema del aborto con
gran interés y también con mucho placer, dos estados psicológicos frente a una
obra que, simétricamente, está escrita con una doble intención: 1) la intención
heurística y polémica, por la que nos incita a interpretar y reinterpretar el
problema del aborto como un problema ético, esto es, como una lucha de
valores, y 2) la intención artística, que resulta en un planteamiento y en una prosa
de un tipo que nos recuerdan otra identidad doble: la de la autora como poeta y
filósofa a la vez.
También debo confesar que si en muchos momentos leí este libro con adhesión,
a veces también me sentí irritado por la manía de Klein de poner mis ideas a
prueba, obligándome a pensar algunas cosas de nuevo… (Y no necesito decir
que éste es un elogio de mayor calado que los que hice anteriormente).
No estamos ante lo que Laura Klein llamaría un libro de “propaganda moral”, uno
de esos que se limitan a confirmar aquello en lo que ya creemos. El tema de
Klein no es el aborto como objeto de política pública, sino como objeto de debate
ético, debate que implica la lucha entre valores encontrados que buscan
predominar: por una parte la libertad, y por la otra, la vida.
No siempre es evidente que la cuestión del aborto tenga esta condición de
“dilema moral”, aunque las mujeres que abortan casi siempre lo vivan como tal.
En el debate público que el aborto suscita, tanto una parte como la otra tratan de
minimizar el daño que su preeminencia haría al valor en el que la otra parte cree.
Los legalizadores (y no los “abortistas” como los llama Klein, pienso que
equivocadamente) tratamos de minimizar nuestra afectación al valor “vida” con
diferentes estrategias discursivas, algunas más pertinentes que otras. Un par de
ellas son tan extremas que llegan a eliminar –teóricamente– el conflicto moral.
Para estas teorías el aborto sería equiparable a la extirpación de un quiste, pues
no reconocen que el feto tenga la cualidad, aunque sea en potencia, de persona.
Por tanto, el aborto no tendría que ser motivo de dubitación ni pena, y si lo es de
miedo, sólo de miedo en sentido físico, nunca metafísico: para estos
legalizadores el aborto ni siquiera llega a tocar los bordes de lo sagrado.
¿Por qué entonces las mujeres de carne y hueso sienten dubitación, pena y
miedo al abortar? Estas teorías consideran que se les impone estos sentimientos
desde fuera, por impregnación de prejuicios religiosos, sexistas, etcétera.
Para viabilizar su abordaje, entonces, lo primero que Klein debe hacer es refutar
esta forma de interpretación, si se quiere “amoral”, del aborto. Así que toma
posición contra el feminismo que ella llama “liberal”, el cual no reconoce el
embarazo, que Klein define como la conjunción indisoluble de madre e hijo,
aunque este hijo sólo sea en potencia. En lugar de eso, el feminismo liberal
únicamente ve un individuo, la mujer, que defiende su individualidad frente a una
transformación de su cuerpo que debería estar en sus manos permitir o detener.
Para esta corriente el aborto no sólo no está vinculado con el crimen, sino
tampoco con la muerte. Frente ello, Klein afirma que el “aborto no es sanguinario,
pero sí sangriento”.
Esta argumentación ignora que el feto no es todavía, y que sólo puede llegar a
ser con la aquiescencia de la madre; por eso en ningún código penal y ni siquiera
en la Biblia se castiga el aborto como un homicidio, como nos recuerda Klein. A lo
que añado yo que aunque los antiabortistas nieguen la libertad de las mujeres en
la gestación, ésta se patentiza en el hecho innegable de los abortos legales que
se producen en diversas partes del mundo, y en la inevitable consecuencia de la
prohibición, que no es la suspensión de la práctica, sino su realización
clandestina.
En resumen, el gran argumento del libro es que el problema del aborto forma dos
“campos éticos” que se guían por valores diferentes e irreductibles entre sí. Es
decir, que no pueden convencerse mutuamente por medio de argumentos
racionales o científicos. El aborto no es solo una cuestión de salubridad, jurídica
o ideológica, sino un dilema moral.
Para la mayor parte de los filósofos la esfera de los valores, o esfera ética, es
autónoma del resto de la realidad. Esta autonomía es la que nos permite actuar
con responsabilidad de nuestros actos. Sin ella seríamos simples instrumentos o
meros efectos de fuerzas externas. Por tanto, ninguna decisión moral se deriva
de un hecho, sino siempre de un valor. Lo que significa que ningún hecho va a
convencer a alguien en contra de su propio valor. “No hay que perder el tiempo
tratando de persuadir al enemigo”, nos recomienda Laura Klein.
Para ello voy a apelar, y espero que esto no le resulte chocante a nuestra autora,
a algunos teóricos liberales como Weber y Berlin que también arranca su
reflexión del carácter contradictorio y a menudo irreductiblemente contradictorio
de los valores humanos, y por esto en algunas ocasiones aparecen citados en el
libro que comentamos. No hay que confundir a estos grandes liberales con los
mecanicistas del mercado que con toda razón Klein refuta como hemos visto.
Si defender distintos valores lleva a los seres humanos a enfrentarse entre sí, la
última palabra la tiene… la fuerza. Para evitar este destino hemos creado las
sociedades pluralistas, en las que bajo el manto de la tolerancia unos valores
velan porque otros no predominen, y viceversa. En estas sociedades el
antagonismo de los ideales puede matizarse e incluso dar paso a un acuerdo
(aunque éste sea frágil y sujeto a constante revisión). Las sociedades pluralistas
no son totalizadoras y menos totalitarias, sino casuísticas: tratan de focalizarse
en los casos, en los problemas concretos, y resolverlos movilizando tanto a la
ciencia como a las distintas opciones éticas. Las reglas de las sociedades
pluralistas resultan siempre de un compromiso entre valor y ciencia, y entre
principio y consecuencia (las categorías en las que Weber fundó sus dos clases
de ética).
Quisiéramos que el derecho a la vida fuera absoluto (que fuese “sagrado”, como
dicen los antiabortistas), pero en la práctica hay muchos casos en que la vida de
uno o de unos depende de la muerte de otro u otros, y por esto autorizamos a
nuestras policías o a los propios ciudadanos a matar a los criminales en caso de
necesidad (para no hablar de la variante, más difícil de tratar, de los países que
aplican la pena de muerte).
Los casos se erigen contra las premisas. La ética de la responsabilidad relativiza
la ética del compromiso. Por esta razón la mayoría de las mujeres que en teoría
defienden el “derecho sagrado a la vida del feto en cualquier circunstancia”, en la
práctica querrían un aborto, y en lo posible legal, si continuar su embarazo las
pondría en riesgo de morir. Sólo un puñado de mártires se inmolaría por su
principio. (Justamente esta flexibilidad moral de la mayoría es la que permite que
haya sociedades pluralistas).
Hemos dicho que hay que atenerse a los casos concretos. Este en particular, el
del aborto que se practica únicamente porque está riesgo la vida de la madre,
que por lo demás desearía dar a luz a un hijo o hija, no sólo conmueve las
creencias de la mayoría de los conservadores, como ya hemos visto, sino
también las de los progresistas, porque la mujer afectada recurre al médico
sabiendo que al hacerlo va a matar al ser que desearía conocer, criar y amar. “El
aborto no es sanguinario, pero sí sangriento”.
Debajo del “topos Urano” en el que habitan los absolutos, nos dice Klein, está el
terrenal espacio en el que la humanidad ha aprendido a convivir provista de un
gran solucionador de problemas: el sentido común. Para mí está claro que los
vectores son los valores y el sentido común la resultante.
El sentido común impele a evitar los riesgos que corren las mujeres abortando en
consultorios clandestinos.
El sentido común exige que las mujeres que han sido víctimas de una violación
no den a luz un niño que un criminal les ha impuesto.
El sentido común indica que no es lo mismo los preservativos que la pastilla del
día después, ni ésta que abortar, y que no da lo mismo antes o después de los
tres meses de gestación.
El sentido común clama que la salvadoreña “Beatriz” tenía que abortar un feto
inviable que en su crecimiento inviable iba a matarla.
Aunque el aborto sea una tragedia, es forzoso admitir que ha dado a las
mujeres un poder y una libertad que no tenían antes. Las causas de la
reclusión de la mujer en el hogar pueden haber sido múltiples, pero parece
innegable que las limitaciones físicas del embarazo, de la lactancia y del
cuidado de los hijos recién nacidos han situado durante mucho tiempo a la
mujer en inferioridad de condiciones respecto al varón, en lo referente a otras
actividades económicas o políticas.
Además, no puede existir ningún reparo en afirmar que el delito de aborto era
el delito machista por excelencia, ya que el niño lo “fabricaban” el hombre y la
mujer juntos, pero en la práctica parecía que sólo la mujer corría el riesgo de ir
a la cárcel por acabar con la vida del feto. Así, los primeros intentos de
despenalizar el aborto se defendieron en parte como la reparación de una
injusticia, como la necesaria retirada de un delito no “igualitario”.
Aborto y feminismo
Además, la lucha feminista por el aborto está teniendo, entre las mujeres,
muchas de sus bajas, pues numerosos estudios de salud pública demuestran
que abortar es causa de frecuentes trastornos psíquicos en la mujer que
aborta8. Asimismo, es cada vez mayor el desastre del aborto selectivo debido
al sexo femenino del feto: abortos que se practican cuando los padres
comprueban que el feto es una niña 9 y, en muchos rincones del mundo, tener
una niña es una gran desgracia. Algunas feministas protestan contra esta
práctica pero, ¿con qué argumentos lo podrán hacer, si ellas mismas predican
que un feto no es un ser humano y, aunque lo sea, la madre es la que debe
tener la última palabra? El feminismo se vuelve contra las mujeres.
Se puede pensar que, ante el aborto, nadie tiene miedo de ser eliminado,
porque todos los que se planteen tal cuestión ya han pasado la etapa en la que
eran embrión y feto. Por tanto, habría que concluir que los partidarios del
aborto pueden perfectamente ser también partidarios de extender los derechos
humanos a todas las minorías, exceptuando a los seres humanos antes de
nacer.
Por otro lado, salvo en el terrible y extremadamente raro caso de embarazo por
violación, la mujer ya ha tenido de hecho la posibilidad de no concebir un nuevo
ser humano a través de los métodos anticonceptivos naturales o artificiales,
incluso sin contar con la aquiescencia del futuro padre, por lo que hay muchas
maneras menos agresivas de impedir que una mujer sea madre, si no quiere
serlo.
Por último, el embarazo producido por una violación es tan infrecuente que
apenas tiene relevancia estadística y se legisla sobre él con el único propósito
de atraer simpatías sobre el aborto. En España, en 1996, de los abortos en los
que se utilizó el supuesto de violación como justificación, sólo hubo 1 por cada
5.000. En 2007, hubo sólo un aborto por violación por cada 11.214 abortos11.
Es muy difícil que una mujer quede embarazada tras una violación, porque, en
muchos casos, el violador padece diversas disfunciones que le impiden
completar el acto sexual. Además, la mujer víctima puede también estar
sometida a una situación de infertilidad temporal debido a la situación de stress
provocada por la violación. Además, la cruda realidad es que cuando se mata
al hijo por lo que ha hecho el padre, se está castigando a la persona
equivocada.
Alegar que “no se puede obligar a nadie a ser madre” es como esgrimir que “no
se puede obligar a nadie a morirse de hambre” como argumento para
despenalizar el hurto. Es perfectamente legítimo luchar por la despenalización
del hurto para convertirlo, por ejemplo, en un ilícito administrativo, sólo
castigable con multas municipales, pero los argumentos para ello han de ser
necesariamente otros, aunque no tengan la carga emotiva tan fuerte del
argumento planteado. De otro modo, alguien podría querer usar argumentos
del tipo de “nadie me puede obligar a morir de cáncer de pulmón”, para que se
prohibiera el tabaco; o “nadie me puede obligar a padecer la especulación
financiera” para intentar que se ilegalice la banca. Si no quieres morir de cáncer
de pulmón, sólo tienes que dejar de fumar, si no quieres que te engañen los
bancos, mete tu dinero en un calcetín y si no quieres tener hijos, no los tengas
y punto.
Hay que afirmar con rotundidad que el embrión y el feto están vivos y son por
ello individuos vivos, porque se mueven y crecen con independencia de su
entorno, aunque influidos por dicho entorno, de la misma manera que el ser
humano, recién nacido o adulto, depende en gran medida de otros seres
humanos y del entorno natural, y este entorno le influye constantemente.
Sería por tanto una locura equiparar el embrión y el feto a los virus, seres que
no están realmente vivos salvo cuando entran en otro ser vivo y lo parasitan.
Por tanto, la mujer no es dueña del cuerpo del feto, es más bien el feto el que
se protege del cuerpo de la mujer porque segrega sustancias 14 que evitan que
la mujer le expulse a través de la menstruación.
El ser humano muda de células varias veces a lo largo de su vida. Esto quiere
decir que nuestras células actuales, todo nuestro ser meramente “físico”, el que
tenemos en estos momentos, no es el mismo que el que teníamos al nacer y
sin embargo somos la misma persona. Por tanto, si la vida humana es
permanente evolución, somos humanos en todos y cada uno de los estadios de
esa evolución. Somos un ser que se va haciendo y que nunca termina de
hacerse por completo, por tanto se nos ha de considerar como seres humanos
en cada momento de nuestra transformación hacia una perfección que nunca
llegará.
La evolución a la que he hecho referencia comienza en la concepción, alcanza
su cénit en la madurez y su definitivo declive en la muerte. Un ser humano no
es menos ser humano cuando todavía no tiene desarrollado totalmente su
sistema nervioso o el reproductor –cosa que no sucede hasta pasados los
primeros años de vida-, que cuando está en su plenitud intelectual o cuando, a
raíz de un accidente, de una enfermedad o de la edad, pierde alguna de las
características de lo que, en principio, es ser un hombre. Y como ya he dicho,
puesto que se es persona humana en todos los estadios de dicha evolución,
hay que concluir que el embrión y el feto también son personas, pues el
embrión y el feto no son más que seres vivos, de la especie humana, en un
momento específico de la mencionada evolución.
Cada vez sabemos más sobre la vida del ser humano dentro del seno materno.
Es asombroso comprobar la existencia de órganos y sistemas en
funcionamiento cuando el cuerpo del feto todavía es minúsculo. Esta realidad
ya está calando en la cultura popular y cada vez es más frecuente escuchar, en
la televisión y en el cine, referencias al “hijo” que está “dentro de la madre”, que
da patadas y con el que la madre se comunica. La cirugía intrauterina se ha
desarrollado bastante, revelando que nos importa y mucho, el ser que está
dentro de la mujer. En este sentido, se puede recordar cómo dio la vuelta al
mundo la fotografía de un feto de 21 semanas agarrando la mano del cirujano
que le estaba operando dentro del útero de su propia madre16.
Podemos oír los gritos de dolor de una persona y en la medida en que dichos
gritos nos dan pena, o nos molestan, reaccionamos ante ellos, pero si la
destrucción del ser humano es silenciosa, o si la vida de ese ser humano está
privada de pensamientos, deseos y placer, juzgamos que dicha vida no tiene
valor y su destrucción no importa tanto.
Este modo de pensar puede estar detrás de los que ponen el grito en el cielo
porque nos preocupemos del destino de embriones o fetos pues, piensan, a
nadie le importan en realidad o, en todo caso, existe un consenso generalizado
de que a nadie deberían importarles y, por tanto, no son titulares del derecho a
la vida.
En el debate sobre el aborto en Estados Unidos hay partidarios del aborto que
reprochan a algunos políticos el que sean pro-vida y, a la vez, partidarios de la
pena de muerte para delitos de sangre. La pena de muerte se ha de combatir
por las mismas razones por las que se combate el aborto: el derecho a la vida y
la dignidad humana; pero una agresión como lo es el aborto es tanto más grave
cuanto más indefenso e inocente es el agredido, en este caso, el feto. Es más,
hasta el más cruel asesino o terrorista, cuando es condenado a muerte en
Estados Unidos, cuenta con activistas y abogados que le defienden,
promueven apelaciones y buscan indultos, porque para ellos la pena capital es
siempre un castigo demasiado severo, sin importar el crimen. Por esto, se
puede decir, sin que la comparación resulte exagerada, que a los millones de
fetos que mueren cada año se les trata mucho peor que a cualquier
desgraciado que espera su hora en el corredor de la muerte.
Conclusión
El valor objetivo del ser humano parece inexistente para muchos y lo único que
se tiene en cuenta son los sentimientos que cada situación provoque en el
sujeto que la contempla. Lo verdaderamente relevante es la cantidad de placer
que una vida puede producir o sustraer a sí mismo y a los demás. De la misma
manera que no se ve nada malo en destruir una vida que apenas puede
disfrutar de lo que parece que disfruta todo humano ya nacido, la vida de una
persona que sufre muchísimo, o que está incapacitada para relacionarse con
los demás, se tiene por una vida que no merece la pena vivirse y, de nuevo, la
solución es la muerte. Se repite hasta la saciedad que a ninguna mujer le gusta
abortar y que tomar esa decisión es muy duro, lo que puede bastar para
compadecer a la mujer o no culparla por lo que ha hecho, pero no es suficiente
para justificar la muerte de un ser humano y mucho menos para justificar que el
Estado financie y apoye dicha muerte.
Creo que las últimas décadas pueden ser calificadas, justamente, como décadas
de expansión sin precedentes de los derechos: derechos de la mujer, derechos de
los animales, derechos de los homosexuales, derechos del medioambiente…
Ahora tenemos la oportunidad de dar a los que nunca han tenido ningún derecho
el derecho más fundamental: el derecho a la vida.