La Iglesia-gran-institución-piramidal ha alimentado históricamente una
actitud de desconfianza y muy negativa hacia la sexualidad. La Iglesia es rehén de una visión errónea, proveniente de la tradición platónica y agustiniana. San Agustín veía la actividad sexual como el camino por el cual entra el pecado original. Cuanto menos sexo procreativo, menos masa condenada. La mujer, por ser engendradora, introduce en el mundo el mal originario. Por ello se le negaba la plena humanidad. De aquí el alto valor atribuido al celibato, porque, no habiendo relación sexual-genital con una mujer, no nacerán hijos e hijas Así no se transmite el pecado original.
El ser humano no tiene sexo, sino que todo él es sexuado, en cuerpo y
alma. Es tan esencial que por él pasa la continuidad de la vida. Pero se trata de una realidad misteriosa y extremadamente compleja.
El hombre sólo madura bajo la mirada de la mujer y la mujer bajo la
mirada del hombre. Hombre y mujer son completos, pero recíprocos, y se enriquecen mutuamente en la diferencia. El sexo genético-celular muestra que la diferencia entre hombre y mujer en términos de cromosomas se reduce solamente a un cromosoma. La mujer posee dos cromosomas XX y el hombre un cromosoma X y otro Y. De donde se deduce que el sexo-base es el femenino (XX), siendo el masculino (XY) una diferenciación de él. No hay pues un sexo absoluto, sino sólo uno dominante. En cada ser humano, hombre y mujer, existe “un segundo sexo”. En el hombre hay feminidad. En la mujer hay masculinidad.
La Iglesia romano-católica es, socialmente, una institución total,
autoritaria, patriarcal, machista y jerarquizada. Y allí donde predomina el poder ahí no hay amor ni ternura: C.G. Jung.