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TODOS

SOMOS VULNERABLES
Entre el empoderamiento y la renuncia al ejercicio del poder

ANTONIO GIMÉNEZ MERINO*

El mito del acreedor corresponde a la cultura de los derechos y del deseo ilimitado. El mito de los
derechos es el de los conquistadores, el de quienes creen tener sólo crédito y ningún deber hacia los
demás (Barcellona 1999: 173-174)

La gramática de los derechos es realmente pobre y no nos permite decirlo todo sobre nosotros o
sobre el mundo (Rodotà 2014: 16)

1. Introducción

Para presentar mi hipótesis, partiré de una noticia cualquiera de nuestros días:


En España, como en otros lugares del mundo, miles de trabajadores han estado en
contacto prolongado con el amianto, una sustancia altamente cancerígena presente
en muchas fabricaciones industriales. Ha costado mucho tiempo y esfuerzo que
este hecho haya sido reconocido como causa de enfermedades profesionales.
Ahora, Mutualia, una aseguradora afectada por las indemnizaciones que derivan de
esta relación, está interponiendo recursos contra todos los trabajadores que han
denunciado su exposición al amianto. Caso de que prosperen, la reparación de las
consecuencias sobre la salud de estos trabajadores correría a cargo —como es
práctica habitual— de la Seguridad Social, socializándose lo que para las empresas
y aseguradoras es contemplado tan sólo como un coste de producción.
La asociación de víctimas del amianto ha acusado a Mutualia de “no reparar en el
sufrimiento que generan sus demandas judiciales en las víctimas del amianto”. Y
añade lo siguiente: “Si ya tienen bastante desgracia con la enfermedad, ahora se
ven obligadas a pasearse por los juzgados, con la angustia que supone cada
demanda judicial” (publico.es: 30.05.2015).

Desde el punto de vista del agredido, el mal causado por una negligencia nunca es
mensurable.

En lo que sigue me propongo argumentar que el sufrimiento —y no la expectativa
de libertad, como sostiene la mitología liberal— es la característica que mejor
permite representarnos como seres iguales; que, a pesar de ello, el sufrimiento no
puede ser categorizado ni tener una respuesta efectiva a través de los “derechos”; y
que sólo mediante la creación de un imaginario común que coloque la
vulnerabilidad como aspecto común de las personas es posible avanzar en una
lógica que nos permita reducir las enormes cantidades de sufrimiento que produce
el modelo de globalización neoliberal. Para ello, se adoptará la perspectiva de la
reciprocidad y de la renuncia a hacer todo lo que se puede hacer, que
jurídicamente tiene su expresión en el lenguaje de los deberes. Esta manera de

* Profesor Titular de Universidad. Coordinador de la Clínica Jurídica “Género y derecho
antidiscriminatorio”. Grupo de investigación: GRC Filosofía del derecho, moral i política,
Universidad de Barcelona. antoniogimenez@ub.edu
abordar el tema alcanza aspectos antropológicos, filosófico-jurídicos y filosófico-
políticos.

2. La naturaleza colectiva del padecimiento

Distintamente al presupuesto del individualismo posesivo que da origen al


derecho moderno, una de las características comunes a los seres humanos (y a
muchos homínidos y otras especies) es nuestra capacidad de empatizar con el
dolor de los demás. Como seres morales, sentimos malestar y somos capaces de
ponernos en el punto de vista de quien sufre cuando, por ejemplo, contemplamos
un film (Morin 2011: 262). Pero este sentimiento suele desaparecer en cuando
salimos del cine: ahí nos volvemos a poner una coraza auto-protectora frente a la
enorme violencia de las relaciones sociales, que ya no parece conocer ningún
límite. La protección última frente a la vulnerabilidad común no parece pues, al
menos intuitivamente, que pueda delegarse del todo en instancias situadas fuera
de la solidaridad intra-específica.

El problema se aprecia mejor observando el comportamiento social frente al dolor


en las llamadas “comunidades primitivas”: grupos sin una fuerte conflictividad por
presentar una fuerte cohesión interna y, por tanto, capaces de autorregularse
mediante normas de moralidad positiva. En muchas de esas culturas, aún hoy, se
permite que quien ha de afrontar un proceso pueda designar a alguien de su
confianza para que le acompañe, al existir una conciencia colectiva acerca del
padecimiento que experimenta un individuo solo ante un entramado institucional-
legal que funciona mediante reglas propias del campo. Como han puesto de
manifiesto los estudios de antropología comparada (Terradas 2008), la cuestión de
quién sea responsable del sufrimiento de alguien tiene, en este tipo de sociedades,
una comprensión social, relacional.
Este mecanismo contrasta fuertemente con nuestra traducción del problema en
términos individuales, específicamente a través de los conceptos jurídicos de
responsabilidad civil y penal por culpa o dolo. Con la consecuencia de que,
mientras que en nuestro entorno cultural la existencia de personas vulneradas,
que padecen un mal, no basta en sí mismo para generar responsabilidad, en ese
otro tipo de sociedades ésta se activa mecánicamente.
Fruto de ello, el objetivo de la justicia en las comunidades primitivas (incluso
cuando interviene la venganza en los casos en que persiste la hostilidad
intergrupal) es la reconciliación entre grupos y clanes necesaria para la
cooperación intercomunitaria, lo que precisa (y éste sería el objetivo de los
procesos) la asunción de culpabilidad del reo y su posterior arrepentimiento: lo
que importa aquí es el remordimiento, no el castigo.

Esta reflexión comparativa nos permite apreciar una diferencia fundamental entre
la idea de “víctima” y la de “parte ofendida”. En la primera de estas dos
construcciones sociales, la persona queda sola ante el proceso, se ve desprovista
del poder social del que forma parte y experimenta la vergüenza, e incluso la
culpabilidad (pienso por ejemplo en las mujeres que afrontan procesos penales
por violencia machista). La idea de “parte ofendida”, en cambio, implica que ésta
nunca quede sola en el proceso, no perdiendo el respaldo de su comunidad de
pertenencia, de modo que la ofensa queda dispersada solidariamente en ésta.
De lo anterior se colige que no es posible pretender que el derecho pueda sustituir
a la comunidad como sistema de amparo a la persona que padece un daño, sino a
condición de ocultar sistemáticamente la vulnerabilidad intrínseca a todo ser
humano. Para M. Nussbaum (2008: 381), dicha ocultación tiene que ver con
nuestro miedo a la incapacidad para producir y a la muerte, siendo su negación un
mecanismo psicológico de alejamiento del peligro. Lo que apunta al individualismo
y al hedonismo como pilares axiológicos de nuestras sociedades, de los que el
derecho es un fiel reflejo.

Nussbaum es muy consciente de la naturaleza colectiva del padecimiento. Sin


embargo, la perspectiva que se pretende desarrollar aquí no encaja en su
imaginario liberal. Para esta autora, “pensar en un discapacitado es pensar en
nosotros”, ya que todos atravesamos en la vida muchos periodos de dependencia,
pero la solución que ofrece no deja de ser paternalista (el dictado de leyes que
creen un “ambiente facilitador” en el que los ciudadanos podamos desarrollar
nuestras vidas libres de la vergüenza de la pobreza, la discriminación o de la
discapacidad: Nussbaum, 2006: 324). Detrás de esto continúa subyaciendo el
presupuesto de una sociedad de individuos autónomos y la idea de la política como
la aspiración a remover las causas que impiden el pleno despliegue de dicha
autonomía. De lo que aquí se parte, en cambio, es del presupuesto de la
heteronomía de la moral, de su dependencia estrecha de las influencias a que nos
vemos sometidos en nuestra vida cotidiana. De modo que pueda concebirse, por
ejemplo, que el rechazo de una persona que vive en la calle a la ayuda social puede
obedecer a un deseo consciente de substraerse a cualquier regla socialmente
instituida.

3. Los límites de la aproximación jurídica al sufrimiento

Como entre nosotros ha subrayado Sánchez Ferlosio (2000:124), el genuino


respeto hacia una persona consiste no tanto en el reconocimiento de su
singularidad cualitativa (que expresa el principio liberal de la tolerancia hacia el
diferente) como en su reconocimiento “como una unidad indiferenciada y absoluta
de necesidad y satisfacción, de hambre y de saciedad, de placer o de dolor, de
enfermedad y de muerte”, rasgos que nos hacen a todos iguales. Contrariamente, el
derecho moderno contempla a la persona como un individuo despojado de todos
esos rasgos.
En cuanto técnica de regulación social, el discurso jurídico obedece a un
pensamiento clasificatorio (Bourdieu 2001: V): la empatía que podemos sentir en
un cine con desdicha del vagabundo Charlot, nuestra capacidad de apreciar su
complejidad psicológica, resulta completamente neutralizada por el derecho, que
nos lo presenta bajo el atributo de sus acciones “fuera de la ley”, y, por tanto, como
alguien alejado del bien. A partir de la abstracción de una ciudadanía con derechos
iguales, el derecho define situaciones estándar y contempla también (en la medida
en que las luchas sociales consiguen penetrar el campo estatal) situaciones
merecedoras de una protección especial (la debilidad objetiva del trabajador frente
al empresario, del discapacitado frente a quien no lo está, de las mujeres y de las
minorías frente al poder del varón, etc.). Con lo que consigue reproducir la ficción
de un derecho igual para todos dentro de un mundo social cuya realidad es,
esencialmente, desigual.
El caso de la violencia machista permite reconocer muy bien este problema. Las normativas
que se han consolidado al respecto no sólo recogen una reivindicación social antigua de las
mujeres y una empatía difusa en torno al sufrimiento causado por este tipo de violencia, de
lo que resultan socialmente legítimas, sino que además han comportado en sí mismas un
efecto cultural expansivo en torno al problema del patriarcado que va mucho más allá de las
medidas de protección de las víctimas que contempla. Sin embargo, todo esto no ha tenido
una traducción consistente en la ampliación que se necesita de la significación social de lo
masculino: el derecho penal especial dibuja un estereotipo de varón (“el violento”) que
constituiría la excepción a la regla, y ha suscitado el rechazo de muchos varones hacia las
luchas de las mujeres, al interpretar como una amenaza las nuevas medidas
antidiscriminatorias. El movimiento por la despenalización del aborto en Italia ya señaló el
problema en los años 60 del siglo pasado: el derecho al aborto, más allá de ser básico para el
reconocimiento de la autonomía femenina, tenía la contraparte de individualizar un
problema cultural no erradicable sin una política preventiva consistente en los campos
educativo, sanitario y laboral (Pitch 2003: 2).

Volviendo al argumento anterior, al individualizar la culpa por un daño causado,


cuantificándolo, el derecho expresa el límite concerniente a su papel reparador del
vulnerado. A diferencia de la culpa moral, la culpa jurídica no puede ofrecer mas
que una justicia reparativa del sufrimiento individual, siempre incompleta dada la
naturaleza incuantificable del dolor. De modo que toda indemnización por daño
sólo tiene en cuenta el valor instrumental de la persona: se indemniza la ceguera
derivada de un accidente por la disminución que supone en la capacidad del ciego
para desplazarse, pero no por la pérdida del placer estético.

La culpa es un mecanismo que exonera a quien lo pone en funcionamiento del


deber de erradicar las causas que lo producen. (¿Es posible resarcir jurídicamente
por una violación sin tocar las fuentes de reproducción cotidiana del impulso
masculino a poseer?). El derecho resuelve ficticiamente el problema aplicando la
punición o el perdón a la infracción de lo prohibido, y no mediante la búsqueda del
remordimiento y el arrepentimiento (la culpa moral), que es lo único que
testimonia la irreparabilidad del mal producido y que es capaz de resarcirlo en la
víctima. Lo que ofende al derecho no es la culpa (que ya la tiene tipificada de
antemano), sino la impunidad.
Ni siquiera el derecho que atiende a situaciones objetivas de vulnerabilidad sirve
para reponer a los vulnerados —como pretende la teoría liberal— en una situación
igualitaria respecto al “hombre medio”. Puede paliar las consecuencias del
machismo, de los accidentes de tráfico o de la especulación inmobiliaria, pero
dejando intactos los mecanismos de reproducción del poder patriarcal, de un bien
que ni el derecho ni el conjunto social quiere echar a perder (la circulación
motorizada), o de la ganancia privada, respectivamente. Llevando este argumento
al límite, Rodotà aprecia hipocresía en el recurso “humanitario” al derecho, pues
éste entra en juego sólo en situaciones extremas, revelando su abandono
precedente. Esto permite entender por qué en situaciones tan devastadoras como
la del paso del huracán Caterina por N. Orleans la población ha rechazado la
“compasión coercitiva” del estado, negándose a ser evacuada (Rodotà 2009: 53).
De hecho, la consciencia sobre la irreparabilidad de la vulnerabilidad producida
por las políticas neoliberales ha llevado finalmente a los estados a diseñar lo que
Faría (2011: VI) ha denominado “estrategias de focalización”, renunciando a la
universalización de los derechos. Se trataría de mantener niveles mínimos de
cohesión social concentrando los (cada vez más limitados) gastos sociales en los
sectores en situación-límite. De modo que la desigualdad ha dejado de ser
considerada en términos morales y ha pasado a serlo en términos pragmáticos:
por las disfuncionalidades que implica en materia de orden público.
Los derechos, pues, sólo son capaces de contemplar al ser humano desde el punto
de vista de su autonomía plena para reclamarlos (“removiendo”, en todo caso, las
causas que lo impiden en grupos determinados de personas). Pero cuando las
instituciones políticas de una sociedad se resquebrajan, como sucede ahora, dicha
autonomía o “individualidad” de los sujetos dotados de derechos se difumina y
cobran relevancia las personas: éstas, a diferencia de los individuos, tienen
vínculos de parentesco y de amistad en los que se resguardan para ayudarse
mutuamente. Lo que nos acerca a una lógica extraña al universo de los derechos: la
de las obligaciones recíprocas.

4. El derecho a tener derechos y el derecho a reivindicar derechos

De acuerdo con el planteamiento de Hannah Arendt en Los orígenes del


totalitarismo (1951), la ciudadanía puede concebirse como el “derecho a tener
derechos”. La experiencia de las masas de apátridas sin derechos en el periodo de
entreguerras europeo la llevó a esta conclusión. Como ha señalado Agamben, el
decreto nazi por el que los derechos constitucionales quedaban suspendidos
indefinidamente y la experiencia de los campos de concentración consolidan esta
idea (Agamben 2004: 86).
Esta concepción de un derecho fundamental a tener derechos es un mecanismo
básico de reconocimiento del otro como alguien que merece igual consideración.
Pero significa también que las personas no tienen efectivamente derechos en
cuanto tales, sino bajo la protección de un Estado que las reconozca ciudadanas.
(Ferrajoli 1999: 37).
El problema, pues, reside en el respeto de ese derecho humano por parte de los
estados, que choca una y otra vez con la realidad de la excepcionalidad política, las
zonas de excepción o el doble estado. Gran Bretaña, por ejemplo, aprobó el año
pasado una ley autorizando al poder ejecutivo a sustraer el status de ciudadanía a
sus propios nacionales, y actualmente ha planteado una reforma que convierte el
trabajo de indocumentados en delito, impidiéndoles de este modo, en la práctica, a
que aspiren a adquirir dicho status.
La situación es hoy peor que la que describiera H. Arendt: el último recuento de
personas desplazadas forzadamente en el mundo —que no contabiliza los
desplazados sirios en 2015— asciende a 59,5 millones (ACNUR 2014), los
refugiados ven constantemente reducidos sus derechos elementales, y los
ciudadanos corrientes asisten a la pulverización de sus derechos sociales y de
libertad sin que para ello hayan sido necesarias grandes reformas constitucionales.
La generación de vulnerabilidad mediante mecanismos la exclusión funciona hoy,
básicamente, a través de dos mecanismos:
El más importante —aunque menos percibido— es el funcionamiento del sistema
económico. La globalización neoliberal está empobreciendo activamente a grandes
masas de población (como consecuencia de la existencia de un gran ejército laboral
de reserva y de las políticas de ajuste) y necesita además de diversos tipos de
“vertederos” donde arrojar a las personas sobrantes: las prisiones y los barrios
habitados por gente de raza negra, por inmigrantes o, simplemente, por personas
pobres (Wacquant 1999; 2010).
En esta lógica económica se inserta también el fenómeno del “shopping de los
derechos” o “turismo de derechos”, al que recurre aquel que puede para satisfacer
los derechos que le niega su país de origen: entrarían en esta categoría situaciones
tan distintas como la emigración laboral y el asilo político; el turismo abortivo,
procreativo, de la eutanasia, o educativo; o incluso las rave parties. Como ha
señalado S. Rodotà, esto supone el regreso de la “ciudadanía censitaria”, con un
efecto de funcionalidad de los derechos nacionales para la consolidación de la
desigualdad generada por la globalización (Rodotà 2009: 41; 56-58).

El otro gran mecanismo productor de vulnerabilidad tiene que ver con las medidas
restrictivas de los derechos de libertad adoptadas por la administración
norteamericana tras el 11s, y su efecto-contagio en otros países. Esto ha puesto en
marcha una catarata de reformas limitadoras de los derechos sobre cuya
intangibilidad había pivotado la filosofía liberal.
Parto, pues, de que el actual contexto mundial se caracteriza por la privación
creciente del derecho a tener derechos, por procesos de exclusión económica,
social y política de los ciudadanos y por un cambio estructural del campo político,
consecuencia de la globalización. A partir de ahí, J. A. Estévez plantea una cuestión
conceptual importante a la hora de abordar el tema de este libro: la pertinencia de
considerar la ciudadanía como activismo, en lugar de como estatus formal. De
modo que los actos de protesta y reivindicación que proliferan frente a los actuales
procesos de exclusión puedan ser vistos como actos de ciudadanía capaces de
crear el espacio político donde éste no existe, o de recrearlo donde se ha
descompuesto (Estévez 2015).
Las observaciones del antropólogo Michel Agier, especializado en el estudio de los
campos de refugiados africanos (Agier 2008; 2013), permiten fijar la atención en el
momento del surgimiento de la política en esos espacios, entendidos como “no
lugares”: cuando los refugiados pasan a hacer reivindicaciones abandonan su
estatuto de víctimas pasivas para realizar activamente exigencias de derechos. Se
trataría del “momento cero” de la política, que forma parte de la misma lógica —
sigue recordando Estévez— por la que el Tribunal Supremo de Brasil caracterizó la
ciudadanía como el “derecho a reivindicar derechos” a propósito de las
ocupaciones de tierras del MST [V. STJ. 6ª Turma. rel. desig. Min. Cernicchiaro, Luiz
Vicente. HC 5.574/SP. DJU 18.08.1997. RT 747. Voto (vencedor) do relator p. 611-
612, donde se dice: “Reivindicar, por reivindicar, insista-se, é direito”].

En conclusión, el derecho a tener derechos puede funcionar como metáfora


política, pero no materialmente si alguien no asume el deber de hacerlos efectivos.
Y la tendencia actual es la inversa: recorte generalizado de derechos, desinversión
pública en bienes esenciales y carencia de instancias que eduquen para la
ciudadanía (con la consiguiente disminución de la capacidad de atención hacia el
otro). En tales condiciones, la idea de la ciudadanía como práctica política nos
permite distanciarnos del lenguaje universal de los derechos y aproximarnos, en
cambio, a las condiciones concretas para que pueda darse un mundo más igual.
Esto no significa desautorizar a los autores que tratan de salvar los potenciales del derecho
en la garantía de las condiciones vitales básicas de las personas, como Ferrajoli o Rodotà.
Pero sí tomar distancia de la teoría de la justicia implícita en este punto de vista, que sigue
viendo en la idea del constitucionalismo (de un constitucionalismo principialista que sirva
para salvaguardar al menos unos mínimos compartidos para la coexistencia) la única salida al
cul-de-sac de la depauperación globalizada. Así, la idea de Rodotà (2014) de hacer pivotar
esto en torno al “derecho a la existencia” como valor ínsito al constitucionalismo tiene el
problema de nadar a contracorriente del proceso de desmantelamiento (acelerado con la
crisis mundial de 2008) de los mecanismos redistributivos de los estados, cada vez más
impotentes (incluso cuando hay voluntad para ello) para garantizar los ahora llamados
“bienes sociales primarios”.

5. Una lógica distinta: los deberes

En resumen: Si en vez de tomar unas expectativas comunes (y su correlato en la ley


igual para todos) como lo que nos hace más iguales partiéramos en este punto de la
vulnerabilidad (comúnmente experimentada en la infancia, en periodos de
convalecencia, de crisis familiares o económicas, de guerras, o en la vejez) sería
posible acercarnos más fecundamente al conocimiento y a la manera de abordar
las tramas de relación en que la vida de las personas se desarrolla. La
vulnerabilidad de todos significa que existe una interdependencia fundamental
entre las personas, y esta dimensión relacional de la vida marca el límite sustancial
de la aproximación a la misma a través de los derechos.
Adoptar este punto de vista nos lleva, pues, a situarnos en un campo discursivo
distinto y de más amplio espectro que el de los derechos: el punto de vista de los
deberes.
Tomemos como referencia la institución conceptual del “trabajo doméstico” o del
“trabajo de cuidado”: Su reconocimiento jurídico ha servido para dignificarlo,
convirtiéndolo en un problema público. Pero su despliegue material sigue siendo
inefectivo por la ausencia de exigencia alguna a los varones para que asumamos
activamente los deberes de cuidado correspondientes. Además, la juridificación de
esta institución impide ver los aspectos afectivos y morales que en relación a los
cuidados son en gran medida desarrollados bajo una lógica de reciprocidad y
solidaridad. Prevalece un compromiso del Estado condicionado a los recursos que
efectivamente disponga para hacerlo efectivo, como es característico en la lógica
de los derechos contemplados desde su coste económico.
Por ello, el punto de vista que aquí se defiende es que el contenido de un derecho
no es el bien que se pretende proteger o proporcionar a través suyo, sino el deber
activo de otros de satisfacerlo (Estévez 2013). Distintamente, sí pueden haber
deberes sin los correspondientes derechos (como con la protección de los
animales y de las generaciones futuras de los que se han ocupado P. Singer y H.
Jonas, respectivamente).
Podemos rastrear esta idea a través de tres autores de tradiciones y épocas
distintas:
Para J. Butler —quien a raíz del 11-S inició una reflexión muy fecunda a partir del
sentimiento de vulnerabilidad experimentado por la sociedad norteamericana— la
identidad es una construcción continua de tipo relacional directamente vinculada a
la vulnerabilidad. Por tanto, nuestra definición como personas sería irreconducible
al lenguaje de los derechos. Éstos empoderarían sólo positivamente, dotándonos
de capacidad legal para luchar dentro del campo jurídico:
[…] each of us is constituted politically in part by virtue of the social vulnerability of our
bodies attached to others: […] we are constituted by our relations, but also dispossessed by
them as well. […] perhaps we make a mistake if we take the definitions of who we are,
legally, to be adequate descriptions of what we are about. Although this language may well
establish our legitimacy within a legal framework ensconced in liberal versions of human
ontology, it does not do justice to passion and grief and rage, all of which tear us from
ourselves, bind us to others, transport us, undo us, implicate us in lives that are not are own,
irreversibly, if not fatally. (Butler 2006: 19-25).

Butler trata de este modo de integrar la mirada del otro en un esfuerzo


permanente destinado a comprender mejor nuestras carencias y debilidades, que
es algo bastante más realista y enriquecedor que partir de la idea de autonomía:
[…] relationality is not only a descriptive or historical fact of our formation, but also an
ongoing normative dimension of our social and political lives, one in which we are compelled
to take stock of our interdependence (Butler 2006: 27)

Encaja muy bien en este marco de pensamiento el trabajo realizado por muchas
mujeres frente al desamparo de las poblaciones civiles atacadas militarmente (en
Colombia, El Salvador, Guatemala, en los Balcanes, en Israel, en Rwanda,…), en el
sentido de mantener la vida, organizarse en grupo, protestar colectivamente y
formar redes de solidaridad (Magallón 2006). Su rechazo a la violencia parte de
una consciencia plena de la vulnerabilidad humana, el camino que practican hacia
la autonomía se produce no a través del derecho sino en conexión directa con la
muerte. Se inserta dentro movimiento internacional por la paz, ejemplo de
coherencia entre fines y medios y de eficacia de la acción simbólica no-violenta.
Por su lado, en el contexto de entreguerras mundiales, ante el horror de la
multitud de personas en tránsito por Europa y la conversión de muchos jóvenes en
“carne de cañón” de los estados que los enviaban al frente, S. Weil nos dejó la
siguiente reflexión:
Expresiones como “tengo derecho a…”, “usted no tiene derecho a…” encierran una guerra
latente […]. La noción de derecho está vinculada a la de reparto, intercambio, cantidad. Tiene
algo de comercial. Evoca por sí misma el proceso, el alegato. El derecho sólo se sostiene
mediante un tono de reivindicación; y cuando se adopta ese tono, es que la fuerza no está
lejos, detrás de él, para confirmarlo, o sin eso sería ridículo. (Weil 2000: 26-28)

Para esta autora profundamente humanista, el merecedor de tutela no es aquel que


apela a los propios derechos, sino aquel otro que, desde lo más profundo del alma
—pero probablemente sin voz— nos interpela preguntándonos: “¿por qué se me
hace este daño?”. Weil nos sitúa de este modo ante el lenguaje de la obligación: el
cumplimiento de un deber conlleva pensar en los otros y, por tanto, tiende a
activar un vínculo, mientras que la reivindicación de un derecho se inscribe más
bien dentro de un pensamiento alejado de las necesidades de los demás.
Llevando esto al extremo, los condenados por violencia sexual también apelarían a
nuestra responsabilidad. Ellos también se hacen la misma pregunta y su
tratamiento como monstruos, social y jurídicamente, no ayuda a resolver las
causas que han provocado su acción (una honda insatisfacción y vulnerabilidad
por su dificultad de reconocimiento por los demás).
Una actitud como la reclamada por Weil es lo opuesto al individualismo moral. Pier
Paolo Pasolini lo comprendió en los años cuarenta, cuando los campesinos de su
Friuli natal cedían voluntariamente parte de su alimentación básica a los
prisioneros nazis en espera de deportación. Una ayuda desinteresada, propia de la
tradición popular, que habla de un sentimiento interiorizado de obligación
incondicionada respecto a las necesidades básicas de los demás (no basado en
deber jurídico alguno pero mucho más efectivo que la obligación jurídica de
socorrer al accidentado, cuya materialización depende en última instancia de un
aparato de fuerza con voluntad de sancionar).
A ojos de Pasolini, que vivió horrorizado el rapidísimo proceso de secularización
de los valores populares en la Italia del desarrollismo, las personas podían ser
clasificadas según su mayor o menor conciencia de los derechos. Una reflexión
antropológica muy parecida a la de Weil que se inserta en la tradición de
pensamiento que estoy tratando de describir:
A) Las personas más adorables son las que no saben que tienen derechos
B) También son adorables las personas que, pese a saber que tienen derechos, no los ejercen
o incluso renuncian a ellos
C) Son también bastante simpáticas las personas que luchan por los derechos de los demás
(sobre todo de quienes no saben que los tienen)
D) En nuestra sociedad existen explotados y explotadores. Pues bien: tanto peor para los
explotadores
E) Hay intelectuales, los intelectuales comprometidos, que consideran deber propio y ajeno
hacer saber que tienen derechos a las personas adorables que no lo saben; incitar a no
renunciar a las personas adorables que saben que tienen derechos pero renuncian a ello;
empujar a todos a sentir el impulso histórico de luchar por los derechos de los demás; y, en
fin, considerar indiscutible y fuera de toda duda el hecho de que, entre explotados y
explotadores, los infelices son los explotados. (Pasolini 1997: 144-145)

En la consciencia de Pasolini figuraban dos tradiciones opuestas e insertas en


tiempos históricos distintos: la de las luchas antifascistas capitalizadas en Italia por
el PCI de Gramsci y Togliatti; y la tradición campesina. Inserta en el tiempo del
progreso, Pasolini supo anticipar la descomposición de la primera por la
penetración del consumismo en Italia y su efecto uniformizador de las creencias: la
libertad por la que se luchaba estaba dejando de lado su naturaleza comunitaria
para pasar a englobarse en una dimensión personal. Y la tradición campesina que
encarnaba el tiempo metahistórico, simplemente, estaba desapareciendo. De ahí su
simpatía hacia quienes conservaban un código cultural propio y diferenciado del
moderno (como los napolitanos, o el lumpen romano), hacia quienes renunciaban a
los nuevos itinerarios vitales individuales (expresados en la gramática de los
derechos) y a quienes seguían percibiéndolos como un instrumento de
transformación social. Y de ahí también su antipatía hacia quienes ejercen sus
derechos sin tener consciencia de su repercusión en los demás (el “hombre
medio”), y sobre todo hacia los intelectuales que él llamaba de Palacio: aquellos
que muestran que hay que aspirar a unas expectativas idénticas a la de quienes
pueden gozar plenamente de sus derechos.
Pasolini fue objeto de una persecución judicial ininterrumpida (1960-1975),
experimentando la soledad kafkiana del hombre frente al Proceso —a la que me
referí más arriba—. Fue un modo de robarle su dignidad perpetrado por la
magistratura —al dar curso a denuncias infundadas, para luego dictar sentencias
de absolución— en connivencia con el “hombre medio”, al que PPP resultaba
molesto. Un enorme sistema de control social que fue de la agresión fascista —
contra la que el Estado nunca movió un dedo—, a la prohibición de emitir sus
películas en la televisión, a su asesinato —sobre el que el Estado tampoco quiso
investigar—.
Bajo de la clasificación de las personas que hace Pasolini según el grado de
simpatía que le suscitan hay una reflexión histórica importante. Actualmente, es
posible distinguir, por lo menos, dos grupos de personas en situación de extrema
vulnerabilidad: Aquellas que carecen de todo, incluso de esperanza (el refugiado, el
africano que trata de alcanzar Europa), para quienes la relación con el derecho es
inexistente, siquiera en el plano simbólico; y aquellas que, aun careciendo de lo
esencial, tienen consciencia de tener derechos. Lo cual apunta a un problema
cultural de fondo, y es que antes del tiempo del consumo los hombres y las mujeres
que vivían en los márgenes no sentían ningún complejo de inferioridad por el
hecho de no pertenecer a la clase que ha dado en llamarse “privilegiada”. Tenían
un sentimiento de injusticia respecto a la pobreza, pero no envidia del rico, del
pudiente, a quien consideraban como un ser incapaz de comulgar con su filosofía.
Hoy, en cambio, las gentes humildes —sobre todo los jóvenes— sufren ese
complejo de inferioridad. Lo que busca la población que cree tener sus derechos
asegurados no es hacerse valer por lo que es, sino mimetizarse con los modelos
sociales que expresan itinerarios de triunfo individual.
El derecho igual para todos está pensado, pues, para un “hombre medio”
(“common man”): pero, ¿quién es éste?. Nussbaum ha observado certeramente que
en virtud de este criterio el derecho ha definido como “repugnantes” los
comportamientos que inspirarían revulsión “a la persona media” (Dictamen de
1973 de Warren Burguer, presidente de la Corte Suprema, sobre la ley de la
obscenidad). Una conclusión similar a la que ha llegado Rodotà en su recorrido por las
formas débiles y fuertes con las que el derecho atribuye la cualidad de “indigno” a
determinados estratos de personas (Rodotà 2014: 191-194). El derecho puede, por
tanto, ocuparse paternalistamente de los grupos vulnerables, pero no reconocer la
legitimidad de las personas o los actos que expresan una real alteridad. Por eso a
Pasolini no le gustaban las personas que reivindican los mismos derechos para
todos.
La crítica que aquí se sostiene es aplicable a las tesis sobre los “basic Rights” (Shue 19962)
como nueva categoría capaz de obligar en términos de responsabilidad a la población rica,
atendiendo a la extensión mundial de la pobreza, en la medida en que no transfiere
empoderamiento alguno en los sujetos protegidos, convirtiendo a estos en ciudadanos de
segunda clase (o, en el peor de los casos, en los llamados “worst off”).
Esta reflexión abre las puertas a la posibilidad de buscar adjetivamente criterios de
justicia, poniendo la atención en el cumplimiento del propio deber hacia el otro. Ni
la justicia distributiva ni la conmutativa dan cuenta de una manera alternativa de
pensar nuestras relaciones más basada en la renuncia que en la reivindicación, en
la disminución de las propias pretensiones que en su afirmación, en reducir el
propio poder para hacer existir al otro que en proclamar derechos indisponibles
para la mayoría. Es aquí donde hallamos el substrato antropológico de un hombre
que busca la coexistencia con los demás a través de la asunción de la
responsabilidad, y no mediante derechos subjetivos delimitadores de su radio
individual de acción.
De otro modo: ¿Cómo afrontar los problemas de especie que pone ante nosotros la
crisis ecológica? ¿Qué otra forma hay de detener decisiones que repercutirán
negativamente en generaciones futuras y que éstas ya no podrán deshacer? ¿Cómo
es posible devolver la dignidad a las personas despojadas de derechos?
La literatura que se está ocupando con creciente insistencia de estos aspectos pone
de un modo u otro de relieve la necesidad de limitar la lógica individualista de los
derechos mediante la imposición de una obligación jurídica incondicional: sea bajo
el principio de “responsabilidad”, desde la óptica de la “autolimitación”, o desde un
“constitucionalismo cívico” que trascienda tanto el principio de soberanía interna
de los estados como la lógica propietaria:
Uno de los principales efectos de la calificación de un bien como “común” puede consistir en
el hecho de que su accesibilidad no esté necesariamente subordinada a la disponibilidad de
recursos financieros, porque no entra en el ámbito del cálculo económico. Esto se inserta en
el marco de las responsabilidades y de las tareas específicas, cada vez más relevantes, de los
reguladores públicos que deben delimitar qué bienes pueden ser accesibles mediante los
ordinarios mecanismos del mercado y cuáles, por el contrario, deben sustraerse a esta lógica.
[…]. Mediante la conexión entre derechos fundamentales y bienes comunes se puede salir de
otra dicotomía abstracta y hoy culturalmente estéril, la que hay entre derechos y deberes; en
su lugar encontramos ahora la relación entre plenitud de la vida individual y
responsabilidades sociales compartidas. La solidaridad halla su función de principio
constitutivo de la convivencia (Rodotá 2014: 131).

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