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El elefante que perdió los anillos de boda

Cuentan que, un día, un joven y guapo elefante se adentró en la selva con


toda su familia para comer. Después de saciar su apetito, se dirigieron a un
río cercano para beber y bañarse.

En el camino, se encontraron con otro grupo de elefantes que se dirigía al


mismo lugar. Las dos familias se saludaron con sus trompas y decidieron
hacer juntas el camino.

Al poco, llegaron a la orilla del río y los más jóvenes empezaron a jugar y a
chapotear y, riéndose, se ducharon unos a otros con sus trompas.

Entre juego y juego, el joven elefante quedó prendado de una linda elefanta
y ella también se enamoró de él. A partir de entonces, se citaban a diario
para dar largos paseos y hablar.
Pasó el tiempo; el elefante y la elefanta comprendieron que estaban hechos
el uno para el otro, así que decidieron formalizar su relación. Se
comprometieron y planearon su boda. Al conocer la noticia, las familias de
los dos elefantes se alegraron muchísimo y, sin pérdida de tiempo,
empezaron los preparativos para celebrar una fastuosa fiesta.

Todos querían participar; unos se encargaron de decorar el trocito de selva


que serviría para oficiar la ceremonia; otros prepararon el banquete; otros
se encargaron de dibujar y enviar las invitaciones y otros más de
confeccionar preciosos adornos, que colgaron de las ramas de los árboles.

Dos elefantes modistas se encargaron de coser los vestidos de la pareja y


una tía lejana del novio, orfebre de profesión, fabricó un par de magníficos
anillos de oro como recuerdo del enlace. Todo iba saliendo a pedir de boca.
¡En el aire se respiraba ajetreo y felicidad!

El día antes del enlace, el elefante


fue a recoger los anillos. Quedó muy
satisfecho con el trabajo que la
artista había realizado. Le gustó,
especialmente, el delicado grabado
del interior, con el nombre de los
novios, la fecha de la boda y dos corazones enlazados.

Sin perder ni un segundo, se colocó los dos anillos en la trompa y


emprendió, feliz, el camino de regreso.

De camino a casa, no dejaba de admirar las alianzas. Levantaba la trompa,


las observaba, lanzaba un profundo suspiro y sonreía de oreja a oreja al
pensar en lo contenta que se pondría la elefanta con aquel precioso regalo.

Como iba distraído, pensando en su novia y en la boda que se celebraría al


día siguiente, no miraba dónde ponía los pies y, al llegar cerca del río,
tropezó con una rama que sobresalía del suelo y se cayó, cuan largo era,
dentro del agua.

Por suerte, no se hizo daño. Se levantó enseguida y se sacudió el agua que


lo había empapado por completo. «¡Menos mal que no me ha pasado
nada!», pensó. Pero, en ese mismo instante, se dio cuenta, con espanto, de
que había perdido los anillos de boda. ¡Las sortijas ya no estaban en su
trompa! ¡Se habían caído al río!

Al elefante le temblaron las patas y sintió que se le hacía un nudo en la


garganta. El corazón le latía desbocado y las lágrimas empezaron a asomar
a sus ojos. Nervioso, empezó a dar vueltas sobre sí mismo, agitando las
orejas con furia y mirando por todos lados en busca de las joyas perdidas.
¡No las veía por ningún lado!

Cada vez más alterado, levantó las patas delanteras y las dejó caer, con
furia, una y otra vez sobre el lecho del río. Luego escarbó en la arena de la
orilla, buscando desesperado los anillos. Pero cuanto más removía el lodo,
más se enturbiaba el agua y más difícil era distinguir algo en ella. Solo
podía pensar en el gran disgusto que se llevaría su prometida cuando le
contara que había extraviado los anillos.

Muy cerca de donde estaba,


el viejo búho, que todo lo
veía y todo lo sabía,
observaba atento al elefante.
Finalmente, ya no pudo
callarse y le gritó:

—¡Alto! ¡Alto! ¡Detente de


una vez! ¡Para!
Pero el elefante estaba tan alterado, que no lo oyó y siguió dando vueltas
buscando las joyas.

El búho se acercó a él y le gritó directamente en la oreja:

—¡Estate quieto! ¡Para ya!

El elefante se dio cuenta de que alguien le hablaba y se detuvo. Entonces


vio al búho, y como sabía que era un animal muy listo y que siempre daba
buenos consejos, escuchó lo que tenía que decirle:

—Así no vas a solucionar tu problema. Antes que nada, cálmate un poco.

El elefante no contestó, estaba muy triste. Las orejas caídas, los ojos
llorosos y todo su cuerpo tembloroso y cubierto de barro.

—Ahora escúchame: los nervios no te dejan pensar con claridad. Lo único


que estás logrando con tu actitud es remover cada vez más la tierra; la tierra
enturbia el agua; y en el agua turbia no podrás encontrar nada. Quédate
quieto un momento y observa.

El elefante así lo hizo y vio cómo, poco a poco, la tierra se depositaba en el


fondo del río y el agua quedaba en calma y cristalina.

De pronto, vio algo brillante en el fondo. ¡Eran sus anillos de boda! El


elefante estiró su trompa y los recogió con delicadeza.

Agradeció al búho su ayuda una y mil veces y, después de lavarse bien, se


encaminó hacia su casa muy contento.

Al día siguiente, el elefante y la elefanta celebraron su boda, se


intercambiaron sus anillos y celebraron una gran fiesta. Desde ese día,
vivieron juntos y muy felices el resto de su vida.
Y aunque tuvo una vida muy muy larga, el elefante nunca olvidó aquella
aventura. De ella, aprendió que, ante cualquier problema, lo primero que
debía hacer era no perder la calma, sino que debía reflexionar con sosiego.

Recuérdalo tú también: ante una adversidad no desesperes jamás, porque la


paciencia y la serenidad son las mejores aliadas para solucionar cualquier
contratiempo. Detente, escucha, observa, analiza y seguro que encontrarás
alguna solución.

FIN

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