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CAPITULO 7

LA MAGIA DE JUGAR

Julia Bonfill

El concepto de jugar es el hilo conductor del cual podemos tomamos para no perdemos en la compleja
problemática de la constitución subjetiva. No hay nada significativo en la estructuración del niño que no pase por
allí, de modo que es el mejor hilo para no perderse.

Ricardo Rodulfo

JUEGO DE ÑIÑOS (1560). Oleo del artista holandés Pieter Brueghel. Se dice que hay alrededor de 220 niños
practicando más de 70juegos, entre los que se pueden encontrar: juegos con muñecas; máscaras; cabalgar a caballo; tocar
tambores; rodar aros; la gallinita ciega; lucha libre, con palos y de jinetes; trompos; yoyó; piedritas con huesos pequeños;
pistolas de agua; cabalgar en caballito de palo; remover barro y construir con arena; hacer piruetas; hacer girar gorras en
la punta de un bastón; correr por las murallas; escondidas; zancos; vueltas cameras; golpear ollas; equilibrios en baranda y
en barril; trepar árboles; hacer ecos en toneles huecos; nadar; ondear una cinta; trencitos; etc. etc. etc.

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Si pudiésemos situar el primer lugar del sujeto, lo haríamos en lo que se ha dado en llamar mito
fsmiliar. Es el lugar que preexiste al bebé desde antes de su nacimiento, lo que llamamos prehistoria

E
anal. Este antecedente está hecho de deseos y tiene la forma que asume la falta para esos padres,
será el material del “baño significante” que lo acunará desde sus inicios. Los padres como seres
antes y sexualizados, transmiten a su niño -las más de las veces en forma inconsciente- preferencias,
expectativas, inclinaciones y carencias, normas y dichos, que constituyen esa otra herencia que opera
; mo pre-texto inaugural. El niño vendrá a un lugar narcisista en tanto que completa ilusoriamente a los
-adres, a partir de ser sujetos deseantes. Tiene como antecedente necesario ese mito, pero deberá advenir
en él como “aprendiz de historiador”, al decir de Piera Aulagnier (1992), apropiándose de sus marcas, y
escribiendo su propia historia a partir del texto del fundamento.

El niño habita la fantasía de sus padres, aunque todavía no se conozcan, aunque ellos estén
_-ansitando su propia infancia. Una paciente adulta comenta que en la cama de su madre recientemente
fallecida, yace un objeto, recuerdo de la infancia materna: una muñeca. Lo asombroso para mí es que esa
-uñeca lleva el nombre de la paciente, o más bien, la paciente lleva el nombre de la muñeca. Aquella
-ujer, jugó, anticipó a su hija en ese objeto: primer lugar para esta hija, en la infancia de su madre.

Freud (1914), en Introducción del narcisismo, acuña la inolvidable expresión “su majestad
el bebé”, afirmando que al niño se le adjudican todas las virtudes y es llamado a realizar los deseos
-cumplidos de ambos padres. “En el hijo renace y se reproduce el narcisismo parental”, afirma. Se
produce así una anticipación que hará posible que, “si las cosas funcionan bien”, advenga un sujeto.

Detengámonos por un momento en estos tiempos fundamentales: nacemos sin la maduración


adecuada, lo que nos hace extremadamente dependientes del semejante. En sus inicios, el niño
es absolutamente inmaduro en el plano neuromotriz. Las acciones motrices iniciales no tienen
ntencionalidad en el recién nacido. Esteban Levin (2003), los denomina “movimientos anónimos” . El
Otro los interpreta como si se tratara de gestos deliberadamente dirigidos. La madre se inventa un saber
-obre su hijo, que arma preguntándole acerca de lo que le pasa, siente y piensa. Decodifica en la acción
motriz una respuesta. *

Es fundamental suponer una subjetividad naciente para que efectivamente, en un segundo


momento, pueda constituirse un gesto, es decir, un movimiento dado a ver a otro. Se genera así un
"diálogo loco”, en tanto es una ficción, donde el Otro materno se ubica en la posición del recién nacido
e interroga desde allí su posición de madre, siendo ella misma la que responde a su propia demanda,
oasando por el bebé. Supuestos diálogos se entretejen entre madre e hijo, donde uno pregunta y el otro
supuesto responde, armando una subjetividad allí donde todavía falta. Pero en la distribución de las
; artas, a algunos niños no les toca el ancho de espada, y en vez de existir en los sueños de sus padres,
están en sus pesadillas.

Rodrigo1, de 5 años, vive pegado a sus padres. Tanto porque no puede restarse de la mirada de
ellos, como por ser objeto de su hostilidad y violencia. Rodrigo está pegado a sus padres y es pegado
por ellos. Sin una prehistoria que lo anticipe, la madre no registra su embarazo. Sí: no sabe que está
embarazada. Su ciclo menstrual no se interrumpe. Por una intensa cefalea es atendida en un hospital
público, donde se descubre un embarazo de alto riesgo para la madre y el feto. La madre presenta un
cuadro de alta presión, que es diagnosticada como preeclampsia severa. Se decide practicar una cesárea
de urgencia. Resultado: entra al hospital con un intenso dolor de cabeza y sale con Rodrigo, quien
no ha dejado de ser un dolor de cabeza en sus 5 años de vida. La madre se refiere a él como inquieto,
agresivo, molesto, terrible. En la entrevista de admisión dice de su hijo: “Toca, molesta, pega, rompe.

1 Paciente de la Lie. Fabiana Galeazzi, Psicopedagoga, a quien supervisé a lo largo del tratatamiento en el SAOP. Facultad
de Ciencias Sociales, UNLZ.
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Es inaguantable, no sé cómo lo vas a tener. No se le entiende cuando habla. En los cumpleaños hay qm ]
atarlo a una silla para que se quede quieto. En el jardín, no le entienden lo que dice. Cuando los demat
chicos dibujan, él rompe los lápices, se enoja y pega ”.

El embarazo no controlado, el cuadro de preeclamsia, la prematurez (se calcula que nació con -
meses de gestación), el bajo peso al nacer: 1.700 gramos. Una infección intestinal a los 11 meses, que k»
lleva a un cuadro de deshidratación y lo pone en riesgo de vida nuevamente. Tanto padecimiento deja sa
marca indeleble en el organismo de Rodrigo. El diagnóstico neurológico reza: “encefalopatía crónica
no evolutiva causante de un retraso madurativo global con perfil de conducta hiperkinética’’.

Rodrigo posee una afección cerebral, que si bien no evoluciona, es permanente y le causa un retrasa
madurativo general: caminó a los 2 años, controló esfínteres a los 4. Comenzó a hablar tardíamente. •
al momento de la consulta presenta serias dificultades para la comunicación. Ignorado en sus orígenes y
significado luego como “terrible”, este niño inasible es recibido por su terapeuta con un “hola, Rodriyx
Te estaba esperando. Este va a ser un lugar para nosotros dos ”. Esta frase inaugural, oferta un lugi:
para ser soporte de un niño insoportable. Son los inicios de la transferencia.

Algo empezó antes del primer encuentro. La terapeuta lo pensó, es decir, alojó a ese niño de
contextura física muy pequeña, con el cabello mal cortado y al ras, como a los tijeretazos, la piel ajack
por el frío, los labios paspados y la nariz sucia, cuya madre lo empujaba para meterlo en el consultorio

En los primeros tiempos del tratamiento, tijera en mano, Rodrigo recortaba cuanto pape
encontraba en el consultorio. Sin importarle mucho qué había en esas hojas que cortaba, le ordenaba k
su terapeuta “ayúdame, cortó”. Hoy podríamos pensar ¿ayúdame a cortar, a recortarme, a despegarme,
a perderme?

Al tiempo empezó a hacer un trazo en la hoja que luego recortaba. En una ocasión, tijera en mane.
hace el gesto de cortarle la cara a la terapeuta. “Te mato ”, le dice. No era un juego, un como si, un “da.e
que jugamos a que te mato”. La terapeuta apuesta al armado de una escena lúdica, sancionando corr :
juego algo de otro orden, y lo hace, prestando su propio cuerpo. Se tira al piso, profiriendo gemidos ce
dolor. “Bueno, dale, che. Te curé”, dice Rodrigo. La terapeuta exclama: “hiciste magia, me reviviste'

A partir de esta intervención, se instala por primera vez un juego que se repite durante muclu s
encuentros. El niño se convierte en un mago. ¿Qué posibilitó este movimiento? A raíz de que la terapeuta
le dice a Rodrigo que hizo magia, el niño puede “tomar la varita”, produciéndose un viraje en el proces:
terapéutico. La intervención se realizó con el cuerpo y la palabra: hubieron movimientos, gestos, sonido;-,
tonos. El cuerpo como subjetividad participa en la creación del juego: la terapeuta transforma en realidac
ficcional el “te mato” con las consecuencias que acarrearía dicho acto. No intervino anticipando o
calculando el resultado, sino que es el efecto que causa el que nos anuncia que fue eficaz.

Se inaugura el tiempo en el que Rodrigo asume un juego de personajes. Representará el pape;


de un mago. Le da instrucciones precisas a la terapeuta. Un público imaginario debe recibirlo con
aplausos. La psicopedagoga, transformada en presentadora, lo anuncia con ademanes grandilocuentes.
“Señoras y señores, nos ponemos de pie, con ustedes el mago Rodrigo Describe minuciosamente
su ropa, nombrando los colores, que el niño aún no discrimina. Los espectadores deben hacer silencio
respetuosamente. El mago hace desaparecer muñecos, plastilinas, animales... también a la psicopedagoga
(a la que le indica se oculte bajo el escritorio). Este desaparecer y volver a aparecer lo llena de asombro.
En el momento cúlmine de la representación, la terapeuta debe anunciar al público: “El mago me dijo
que va a desaparecer ante sus ojos”. Rodrigo le ordena: “cerró los ojos”. La terapeuta, con los ojos
cerrados, asombradísima exclama “es cierto, mago Rodrigó, no está, no lo veo, ¡desapareció!”. El
La descarga motora sin inhibición, característica de la hiperactividad, cede su lugar a la
representación, que se ordena en una escena que tiene límites. Pero este límite no lo expulsa, por el
contrario, lo aloja. Este juego, claramente del lado del fort - da, le permite atravesar el momento de
encuentro con un vacío. Pero para poder faltarle al otro, tiene que haber sido alojado, deseado, y en
este punto, en nuestro pequeño paciente, algo de la falla se había producido. La transferencia permite
eue jugando, se relance aquella operación en el punto de su detenimiento, produciéndose una torsión
eue permite una nueva inscripción. Albergar a Rodrigo tuvo dificultades para sus padres, pero no quedó
oor fuera de la trama simbólica. No nos encontramos con un niño con la mirada perdida o la sonrisa
estereotipada, sin poder nombrarse “yo". No chupa o golpea los juguetes, como forma de conocerlos.
Desde los inicios reconoce a la terapeuta como otro y le dirige una demanda: “Ayúdame, cortó”.

Este juego se repite innumerables veces, ya que Rodrigo, como novel mago, tendrá que repetir
muchas veces la función, para que le quede grabada la obra. No se trata de un “abracadabra” instantáneo,
dno que al desplegar el juego en las repeticiones y diferencias, quedará como resto la presencia de la
falta y del deseo. El juego es una operación clínica en sí misma y en su mismo devenir se constituye
como estructurante.

En este tiempo, cuando su tarea de mago se lo permitía, Rodrigo se sirve de los lápices para
rroducir: los trazos empiezan a cerrarse sobre la hoja, que comienza a ser un espacio habitable para él.

Rodulfo (2002) establece una secuencia de espacios, en donde habita el ser humano: el cuerpo de
i madre (lugar del mito), el espejo (constitución del narcisismo) y la hoja (o superficie donde deje una
marca). También es el recorrido de Rodrigo. De a poco se delinean ojos y extremidades. Bastante más
urde, representará una figura humana completa. Si bien el mago se proveyó de un cuerpo, lo cierto es que
: real de la organicidad impone un límite evidente. La imagen corporal está en construcción. En la medida
_ue tiene un cuerpo (que lo ha construido), podrá dibujarlo. Un niño sin imagen corporal constituida, no
:odrá jugar, ya que para estructurar un espacio de ficción donde poner en escena sus representaciones,
;1 niño debe sostenerse en una imagen a partir de la cual pueda desdoblarse y desconocerse para jugar a
que no es.

Rodrigo tiene indudables alteraciones en las praxias digitales. Dificultades evidentes también
rara él. Expresa su frustración violentamente cuando algo no le sale. De las hojas de las revistas que
antes recortaba, empieza a diferenciar letras de dibujos. Tiempo después le empieza a interesar lo que
algún título podía decir. Llega el día en que le pide a su terapeuta que le lea. En el mar de letras reconoce
a R de Rodrigo. Después de muchos meses, jugará a la maestra con la terapeuta, reproduciendo escenas
donde él reta despiadadamente a la mala alumna que no sabe “ni siquiera escribir su nombre”. En un
encuentro, enojadísimo con su alumna, le ordena: “Escribí tu nombre, ¿ves?, se hace a sí”. Y escribe en
el pizarrón. “Acá dice RODRIGO”. No era fácil interpretar cada grafismo: una letra ERE, “patas para
erriba” iniciaba la secuencia. La descarga motora estaba más controlada, pero la dificultad motriz se
mostraba, implacable.

Finalizando el encuentro, la terapeuta hace entrar a la madre. Una de sus estrategias a lo largo del
jatamiento fue realizar intervenciones sobre el trabajo de Rodrigo en las sesiones, para promover otra
mirada en ella. El niño le señala: “¿ Ves, mamá, acá dice Rodrigo ". La madre mira a la terapeuta, quien
lee en esa mirada algo así como “Yo acá no leo nada... Eso que está ahí no son letras... ¿Qué ves vos? ”.
Ya no es la mirada descalificatoria de los inicios. Pero no alcanza para ver ahí, lo que su hijo sólo logrará
lacer si alguien lo sostiene en el intento y la dificultad. La psicopedagoga afirma: “Sí, mire, escribió
Rodrigo. Hay que ponerse un poco de costado..., ¡y se ve la R !”. La madre cambia su gesto, como si
oercibiera algo que antes no había podido ver. Sonríe y felicita a su hijo.

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Este cambio en ella no fue efecto de un pase mágico del pequeño mago. Las modificaciones que
se produjeron fueron a partir de poner a trabajar el malestar que le causaba no terminar de reconocer
en Rodrigo a su hijo. La herida narcisista por este niño no dejaba de sangrar. Fue apareciendo en las
entrevistas con la terapeuta: tras el rechazo: “no se aguanta’’, el enojo: “¿por qué a mí? ”, y finalmente
la culpa: “fu e p o r m í”. No podía proyectar en él un futuro, no llegaría nunca más lejos que ella. Encima,
todos le recordaban la imperfección de su producto: todas las quejas a ella, a causa de su hijo. Su
respuesta: las palizas, la hostilidad permanente. Ella tampoco podía tolerar la frustración, y reaccionaba
como Rodrigo. A lo largo del tratamiento comienza a preguntarse por sus excesos.

En el trabajo con la psicopedagoga encontró algo que la igualaba con su hijo: este no tolerar
la frustración, enojarse y pegar. También encontró una terapeuta que no se quejaba de Rodrigo, que
le hablaba a ella y al niño. La señora sabía que en el SAOP, su hijo era un niño como los otros. Había
alguien que significaba de otra forma lo que Rodrigo hacía: “hoy jugamos..., hoy recortó..., leimos
un cuento..., dibujó..., está empezando a escribir... ”. En los primeros tiempos del tratamiento le decía
con firmeza: “no lo empuje”, “no hay que pegarle”, “no le grite”. El lugar de saber parecía operar
como límite. Más adelante, las palabras pudieron circular un poco más, armando una red desde donde
significarlo de otra forma. “¿Se acuerda qué chiquitito era cuando nació? ”, “a Rodrigo le cuesta hacer
algunas cosas y le da bronca, porque se da cuenta y no le gusta, pero va pudiendo hacer". Expresiones
como estas intentaban dar cuenta, desde otro lugar, de las dificultades del niño. Que había un por qué en
lo que le pasaba. Así, el niño incomprensible de los inicios se fue tomando “familiar”.

A veces, los profesionales que trabajamos con niños cometemos el error de juzgar a los padres.
Ellos son los “malos de la película”. Este prejuicio opera como obstáculo para el trabajo ccfri ellos, y por
ende, empobrece el tratamiento del niño, cuando no se traduce en resistencia parental con interrupción el
tratamiento. Con relación a esto, recuerdo hace varios años, trabajando en el Servicio de Psicopatología,
Área Niños, del Hospital Luisa C. de Gandulfo, que solicitaron una interconsulta desde el Servicio de
Pediatría. Nos encontramos con un médico indignado con una madre. Sospechaban -con justa razón- que
había golpeado a su bebé, que estaba internado con lesiones. Este joven pediatra no podía hablarle a la
señora, tal era el rechazo que sentía frente a la situación. Reconocía su límite y que con eso algo tenía que
hacer, por lo cual solicitan la interconsulta. Al hacernos cargo de entrevistar la joven madre, se despliega
una historia de mucho sufrimiento y desamparo, donde ella misma había sido objeto de violencia. A
partir de esto, un camino se abre: el pediatra puede dejar de ver en ella el origen de todos los males.
Entiende que esa mujer es eslabón de una cadena en la que también es víctima, que vive en un estado de
vulnerabilidad tremenda. Que es importante escucharla y trabajar con ella, que hay chances de que pueda
alojar a ese niño en otro lugar...

La maduración neuromotriz no es el destino

Esta convicción orienta el tratamiento de Rodrigo. Cargará en su vida con el peso del “Retraso
madurativo global”, pero apostamos a que ese diagnóstico no sea un apellido que lo ordene en la cadena
de los retrasados. El tiene un nombre, se lo ha apropiado, y con él, será uno en la cadena familiar, no
un bicho raro. Así, sí quiere aprender, y en ese punto, la psicopedagoga interviene acompañando y
promoviendo ese proceso. No nos hemos detenido en ese aspecto, ya que nos interesaba la transmisión de
un modo de intervención que creemos invalorable, aunque no lo suficientemente conocido (o reconocido)
en la clínica psicopedagógica: el juego.
No se trata de ignorar los límites que lo real de lo orgánico impone para el despliegue de la vida
de un sujeto, pero convengamos que si sólo esperamos imposibilidad y fracasos, si tenemos demasiado
presente los límites del síndrome, es probable que eso sea lo que cosechemos. Y lo peor, es que tal vez no
nos enteremos nunca y pensemos que todo lo que no puede nuestro paciente, tiene por causa su cerebro
o sus genes.

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Muchos de los niños que consultan en nuestro Servicio se encuentran afectados por diversos
problemas del desarrollo. Hemos aprendido de nuestrosj>acientes que por más comprometido que esté
el organismo, nunca está desprovisto de su dimensión subjetiva. Lo cierto es que muchas veces, al querer
delimitar “hasta dónde'’ lo orgánico, y “desde dónde” lo subjetivo, tenemos la sensación de querer trazar
una línea en el agua. Sobre la combinación entre aspectos constitucionales y el ejercicio de la función
materna, Jerusalinsky (1995) afirma: “Especialmente en los primeros tiempos del niño, se entrelazan
ambos factores de manera tal que termina siendo arbitrario el otorgamiento a uno u otro factor el lugar
de causalidad en el origen de la patología”.

Por otra parte, la ceguera histórica de los profesionales “psi” a las cuestiones orgánicas, ha
producido deslizamientos prematuros a hipótesis diagnósticas donde no es tomado en consideración
que hay una materialidad concreta que es el soporte o “papel”, donde la mano del Otro escribe los
significantes fundantes. Como plantea E. Coriat (1996): ula investigación científica de las últimas
décadas, ha comprobado fehacientemente hasta qué punto lo de la prematuración no es tan sólo un mito
del psicoanálisis... Nacemos con un cerebro (...) según el programa indicado por el código genético.
Ese cerebro (...) no está concluido. A partir del momento que llegamos al mundo, las terminaciones le
son efectuadas... a mano, me refiero a la mano del otro que se ocupa de ejercer la función materna.
Sobre la página en blanco, apta para ser escrita, se van escribiendo las primeras huellas mnémicas, las
primeras letras. El cerebro del bebé es increíblemente plástico; esas marcas de las primeras huellas son,
de hecho, el armado mismo de una serie de conexiones neuronales que no vienen dadas desde antes sino
que se van conformando de acuerdo al acontecer postnatar.

La maduración neuromotriz no es el destino. No es el destino del sujeto, agregamos. Esa es


nuestra apuesta. Y el mago Rodrigo dio pruebas de ello.

Bibliografía

Auglanier, P. (1992) EJ aprendiz de historiador y el maestro brujo Amorrortu Editores. Buenos Aires
Coriat, E. (1996) El psicoanálisis en la clínica de bebés y niños pequeños. Ediciones de la Campana.
Buenos Aires.
Freud, S. (1914) Introducción del narcisismo. O.C. Tomo XIV. Amorrortu Editores, Buenos Aires 1996
Jerusalinsky, A. (1995) Psicoanálisis en problemas del desarrollo infantil. Nueva Visión. Buenos Aires.
Levin, E. (2003) Discapacidad. Clínica y educación. Nueva Visión
Rodulfo, R (2002) Dibujos fuera de papel. Ed. Paidós. Buenos Aires

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CAPITULO 8

TITERES, DISFRACES, TABLEROS, PANTALLAS.


EL SENTIDO DEL JUGAR EN LA CLÍNICA PSICOPEDAGÓGICA

Oscar Amaya

El juego no es una actividad como cualquier otra. Es tan mágica como un ritual, ata y desasta energías, oculta y
revela identidades, teje una trama misteriosa donde entes y fragmentos de entes, hilachas de universos contiguos
y distantes, el pasado y el futuro, cosas muertas y otras aún no nacidas se entrelazan armónicamente en un bello
y terrible dibujo. Jugar es abrir la puerta prohibida, pasar al otro lado del espejo. Adentro, el sentido común,
el buen sentido, la vida “real” no funcionan. La identidad se quiebra, aparece en fragmentos reiterados de uno
mismo. La subjetividad (acostumbrada a estar sujeta, sumergida y subyugada) se expande y se multiplica como
conejos saliendo uno tras otro de una galera infinita.

Graciela Schcines

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Encarar un análisis del juego implica ponderar la utilización de medios simbólicos como una de
las características centrales de la expresión infantil. Es sabido que juego, dibujo, lenguaje y otras formas
de representación estructuran el psiquismo del niño y su vida de relación. La literatura psicológica y
pedagógica que se ha ocupado del tema es frondosa y ha contribuido en la formación de la psicopedagogía
a la hora de comprender la naturaleza de esta escena infantil. Sin embargo, la literatura especializada
recortó al juego preponderantemente en sus aspectos afectivos y cognitivos, relegando a un segundo
plano las dimensiones sociales, antropológicas y políticas. Un recorrido incompleto puede hacer perder
de vista que juegos y juguetes están atravesados por significaciones culturales y diversas concepciones
de infancia, que no son ajenas a determinantes económicos y políticos, y por ello se hacen presentes
en la consulta clínica, siendo habitualmente reproducidas en estos espacios, ya que atraviesan -a veces
inadvertidamente- al paciente y al psicopedagogo.

El propósito del presente capítulo consiste entonces en indagar la naturaleza del juego y del
jugar en algunas de sus diferentes y complementarias dimensiones: cognitiva, social y política, a fines
de ampliar la mirada clínica para constituir una comprensión más profunda de este fenómeno. Para
ello realizaremos en primer término una caracterización de lo lúdico en la escena cultural revisando
críticamente las concepciones de infancia hegcmónicas, luego presentaremos los desarrollos del juego
elaborados desde las perspectivas constructivistas genéticas heredadas desde la primera mitad del siglo
XX, para finalizar con un análisis crítico del “atrapamiento” del jugar a través de juegos y juguetes
realizado desde la industria del entretenimiento, en su resignificación de la infancia en términos de
público consumidor. En estos tres tiempos se intentará presentar claves de comprensión del escenario
clínico cuando es habitado por el juego, y se sostendrá que cuando los pacientes despliegan escenas
lúdicas, a través de ellas advienen tanto la historicidad cultural, las ideologías dominantes como la
infancia de los adultos.

Hamaca

Una tabla de madera lisa que acariciaba tibiamente los muslos. Una cuerda que colgaba atravesando
los dos agujeros laterales y se ataba a la rama de la higuera o a una de las vigas de la pérgola. Las
manos aferradas alrededor de las sogas dolían y había que tenerlas abiertas y soplarles encima. Más
fiierte, para ver cómo se acercaba el cielo. Más alto, lejos de la tierra. Hacia adelante: cielo. Hacia
atrás: tierra.
Dice la leyenda que la desesperada Erigone, hija de Icaro, rey de Laconia, se ahorcó, y los pastores,
que habían asesinado a su padre, para espiar, inventaron un juego que la habría recordado para
siempre: el juego de la soga colgada de los árboles.
El vaivén de la hamaca es el siniestro pendular e los ahorcados, ritmo de péndulo, ir y venir del
tiempo. Y la muerte aérea de Erigone evoca el infeliz vuelo de Icaro, que derritió sus alas al acercarse
al sol. A lo mejor la hamaca es la nostalgia de la cuna, pero también el deseo de evadirse, conquistar la
autonomía. Un niño lanzado al espacio, solo, en contra de las leyes de la gravedad. Un niño valiente y
fuerte en su trono celeste saliendo a descubrir otros mundos. La fatigosa aceleración en la subida, que
se vuelve velocidad. La deriva de la desaceleración. Y el salto a la carrera, aterrizando en el polvo, las
piernas inciertas, todavía en vuelo. Con momentánea sorpresa los pies
saborean el suelo, duro después de las nubes.

Sandra Petignani
Catálogo de juguetes

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I. Destiempos: el tiempo de la cultura, el tiempo de la infancia

Hay gente que puede creer lo que


quiere. Son felices criaturas.

G.Ch. Lichtemberg

En mi casa he reunido juguetes pequeños y grandes sin los cuales no podría vivir. El niño que no juega no
es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él, y le hará mucha falta.
He edificado mi casa también como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche.

Pablo Neruda

La clínica de niños interpela al psicopedagogo -entre otras cosas- a evocar su propia infancia, si
es que éste pretende imbuirse del sentido del jugar en cada uno de sus pacientes. Esta evocación, guiada
por propósitos clínicos, implica reflexionar sobre una escena constitutiva del mundo infantil que en cada
adulto, en forma agazapada en muchos casos, aún pervive. “Todo adulto situado frente a un niño no hace
nada más que enfrentarse, de hecho, con su propia infancia reprimida" (Lajonquiere, 2000) Para que
esto suceda debe hacerse el ejercicio de rescatar la experiencia propia de la infancia, desplegando “la
diferencia que media entre el niño que fue alguna vez para otros y ese otro niño real frente al cual debe
sostener una palabra”, frente a lo que pareciera ser lo único válido como forma de vida en la sociedad:
la experiencia adulta.
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Prácticas sociales como la producción y transformación de los bienes materiales o las


confrontaciones políticas, hacen aparecer al juego como algo poco relevante, desvinculado de
la vida cultural “al transformarlo en una suerte de actividad transitoria, aunque necesaria, en cierta
etapa del desarrollo evolutivo de los individuos” (Milstein y Mendes, 1999). Estas creencias adultas,
“infantilizadoras” del juego, desvalorizan esta práctica social al considerarla exclusiva de los niños y
por lo tanto poco relevante, en una lógica que construye el binomio niñez-insignificancia.

Sin embargo, el filósofo Agamben afirma que muchas investigaciones plantean que “el origen
de la mayoría de los juegos que conocemos se halla en antiguas ceremonias sagradas, en danzas, luchas
rituales y prácticas adivinatorias” (Agamben, 2001). Esto se ejemplifica en varios juegos: “en el de la
pelota podemos discernir las huellas de la representación ritual de un mito en el cual los dioses luchaban
por la posesión del sol; la ronda era un antiguo rito matrimonial; los juegos de azar derivan de prácticas
oraculares; el trompo y el damero eran instrumentos adivinatorios”. Esto habilita a este autor a que
presente una bella hipótesis: “el país de los juguetes es un país donde los habitantes se dedican a celebrar
ritos y a manipular objetos y palabras sagradas, cuyo sentido y cuyo fin sin embargo han olvidado”.

En contraposición a la forma dominante de pensar al juego -y por ende a la infancia- creemos


que el niño posee la potencia de establecer vínculos subversivos -en el sentido de revolver, alterar un
orden- con los objetos: los transmuta en juguetes, al mismo tiempo que se enuncia en jugador, “jugando
se adquiere una conciencia distinta de sí mismo, como no terminada ni unívoca”, afirma Scheines
(1998). Los autores que analizaremos-además de otros no abordados aquí- caracterizan los procesos de
adopción de identidades producidas por los niños en el juego, como pasibles de ser homologadas a las
del dramaturgo, escenógrafo, poeta y, por supuesto, a la del actor, produciendo nuevos sentidos, nuevos
imaginarios que alteran las normativas del “mundo real”. Si para los adultos los objetos constituyen
algo “carente de vida propia, cuya existencia depende íntegramente del lugar que se le haya conferido”
(Forster, 1991), para los niños significa establecer una relación de correspondencia vital: el mundo de
las cosas y los símbolos no “emerge de las páginas al ser contempladas por el niño, sino que éste entra
en ellas (...) vencen el engaño del plano y, por entretejidos de color (...) sale al escenario donde vive el
cuento de hadas" (Benjamín, 1989).
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La adopción de identidades diferentes en la niñez no constituye una metáfora, sino una dinámica:
“es el lugar de la movilidad permanente. Su cuerpo muíante juega a descolocarse, a ser el otro en sí
mismo, ser niño es tener todavía la posibilidad de elegir Libertad virtual que pone en el límite y arriesga
la noción misma de identidad: el niño puede devenir otra cosa de lo que se pretende que sea (...) el
cuerpo es transitorio y día a día descubre nuevas regiones (...) como sujeto de estas mutaciones, los
niños desbordan su propia identidad y juegan a escapar así del control adulto” (Alvarado, 1996).

En este sentido, los niños anticipan lo que no ven, predicen lo que seguirá, corroboran lo que es,
e imaginan todo nuevamente. El filósofo vienés Benjamín, atento lector de Frcud, plantea la existencia
de una “gran ley” que "rige sobre el conjunto del mundo de los juegos: la ley de la repetición (...) para el
niño, esto es el alma del juego, nada lo hace más feliz que el ‘otra vez’(...) toda vivencia profunda busca
insaciablemente, hasta el final, repetición y retorno, busca el restablecimiento de la situación primitiva
en la cual se originó” (Ben jamín, 1989).

Esto no significa que la infancia, la imaginación y los juegos -así como el jugar- constituyan
conceptos abstractos que den cuenta de una misma realidad, cualquiera sea el niño, sus condiciones de
existencia o cualquiera el lugar del planeta en donde juegue. Sin embargo, tanto la literatura especializada
como el sentido común, han forjado una suerte de “naturalización” de esta escena que es pensada en forma
dominante de la siguiente forma: “la niñez, por definición, juega. Y el juego, también por definición, es
propio de la niñez. La naturalidad del vínculo (...) queda así establecida en términos casi biológicos”
(Milstein y Mendes, 1999). En realidad, el jugar reviste un conjunto de transformaciones históricas
propias de todo fenómeno social, y por ello no puede ser reducido sólo a una manifestación instintiva,
descarga energética, fenómeno espontáneo, vía regia de acceso a la cultura, espacio de intervención para
crear intereses o encauzar necesidades, o lugar de deseo del niño por ser adulto (“la atracción del Mayor,
el motor esencial de la infancia” según el pedagogo M. Debesse).

Los intentos del adulto por apropiarse, encauzar e incluso dirigir el juego, sostenido por la
creatividad, la fantasía y la ficcionalización (y quizás debido precisamente a estos componentes) provienen
de voluntades paternas, pedagógicas y especializadas en la infancia. La pretensión es racionalizarlo,
pedagogizarlo (1), y diagnosticarlo a fin de “corregir el juego de los niños para volver sus acciones
compatibles con los mandatos de la socialización normativa, disciplinadora y homogeneizadora (...)
comofinalidad preponderante de todo el proceso educativo" (2) y junto a esta finalidad, las de preparación
para la vida adulta, los procesos de reeducación del jugar o la de “curación” frente a perturbaciones,
tendientes todas ellas a lograr el apropiado funcionamiento de los niños en la familia, la escuela y la
sociedad toda.

Desde la psicología evolutiva, por ejemplo, algunos enfoques sostienen un instrumentalización


del juego, al plantear que “los niños y las niñas son felices jugando y eso, por sí solo, ya sería suficiente
para pensar en incluir el juego en el proyecto educativo” y por ello proponen una “tutorización” del
juego que signifique una “tolerancia vigilante a la iniciativa de los jugadores, la disponibilidad para la
intervención, el consejo y el comentario (...) interviniendo cuando la situación lo requiere (...) añadiendo,
sugiriendo, redefiniendo” (3).

Los ejemplos de infantilización y pedagogización en la historia de la cultura abundan. Platón


afirma: “los juegos son necesarios a los niños (...) les son naturales (...) los niños se reunirán en sitios
consagrados a los dioses. Su nodriza estará con ellos, para cuidar de que todo se mantenga en orden y
moderar sus pequeñas vivacidades” (4). Aristóteles por su parte plantea que “es preciso saber emplear
el juego como un remedio saludable (...) a fin de prepararles para trabajos que más tarde les esperan, y
así, ser en general ensayos de los ejercicios a que habrán de dedicarse en edad más avanzada” (5). San
Agustín caracteriza al juego como “algo ligado a lo banal de la vida y lamentándose de sus travesuras de

127
niño para poder jugar y que tantos azotes le costaran” (6). El filósofo Kant, en su “Tratado de Pedagogía”
afirma: “es de lo más perjudicial habituar al niño a que mire todas las cosas como un juego (...) es preciso
que tenga también sus momentos de trabajo. Si no comprende inmediatamente para qué le sirve esta
coacción, más tarde advertirá su gran utilidad”. En “Manifiesto sobre la educación” llega aún más lejos:
“...en razón de sus inclinaciones animales no dispone aún de la libertad y debe ser, por tanto, constreñido
por una disciplina. El niño sólo se convierte en hombre mediante la educación; entendámonos: se
convierte en la persona humana que aún no es” (7).

Si se dirige la mirada hacia la América del siglo XIX, las cosas no varían: Sanniento es claro
en su concepción: “ustedes conocen por experiencia el efecto del corral sobre los animales indómitos.
Basta el reunirlos para que se amansen al contacto del hombre. Un niño no es más que un animal que se
educa y dociliza” (...) “el niño ante la razón es un ser incompleto, y el púber lo es más aún, ya porque su
juicio no está todavía suficientemente desenvuelto, ya porque sus pasiones tomen en aquella época un
desusado y peligroso desenvolvimiento”. Otros pedagogos, políticos y filántropos latinoamericanos de
esa época producen planteos cercanos al sarmientino.

El siglo XX siguió mostrando concepciones semejantes: para el psicólogo alemán Groos el juego
constituye un ejercicio preparatorio para el desarrollo de funciones adultas. Los pedagogos de la “escuela
nueva” (8) O. Decroly y E. Claparede plantean: “ ¿no es preferible explotar esta fuerza cuya eficacia
es indudable en todos los niños, a saber, la necesidad del juego y favorecer así la conciencia de un fin
cada vez más remoto, aumentando gradualmente las dificultades?” (9). Para el segundo “el juego es el
trabajo, es el bien, es el deber, es el ideal de la vida". Por otra parte, en Cosettini (1962) encontramos
explícitamente cuál es el objetivo que todo pedagogo debiera seguir: “intentar trasladar la atmósfera del
juego libre a una expresión más formal (...) parto del juego, le doy coherencia, lo transformo en actividad
estética, no fuerzo su ritmo, los impulso a pasar de un ciclo a otro en un proceso natural (...) y le doy
elementos para su crecimiento”, o también “en el juego se educa espontáneamente, consiguiendo a su
tiempo, y sin proponérselo, instrucción, civilidad, disciplina” (10).

Ya en el campo de la clínica de niños, el ejemplo paradigmático lo constituye la técnica denominada


“hora de juego diagnóstica”, que tradicionalmente ha consistido en “ofrecerle al niño la posibilidad de
jugar en un contexto particular, con un encuadre dado que incluye espacio, tiempo, explicitación de
roles y finalidad”. Esta técnica constriñe el jugar a una limitación témporo-espacial predeterminada, con
material específico a ser utilizado y objetivos ya delimitados. El profesional interviene en “la puesta de
límites en caso de que el paciente tienda a romper el encuadre”. La tensión que se produce por el intento
de uso de la escena lúdica para ser transformada en un fenómeno instrumental es inevitable: se planifica
una fuerte intervención rcgulatoria al tiempo que se pretende “crear la condiciones óptimas para que el
niño pueda desarrollar su juego con la mayor espontaneidad posible” (Siquier de Ocampo y otros, 1983).
En todo caso, más que un intento -generalmente fallido- de dirigir o corregir el juego, el clínico debería
“auspiciarlo en su advenimiento” (Baraldi, 1999) o bien establecer otra lógica, que no es la del discurrir
del juego: proponer al paciente actividades lúdicas propiciadas por el psicopedagogo como estrategia
clínica guiada por hipótesis de trabajo.

En este sentido, la denominada “oferta de formas fijas” (Levy, 2001) (juegos estructurados, por
ejemplo) constituye una “operación clínica instituyente simbólica y procedimental cognitiva, facilitadora
de procesos constructivos y generadora de un movimiento diferente en el proceso de aprendizaje”. Este
tipo de intervenciones clínicas permite precisar estrategias y procedimientos que el paciente puede (o
se ve impedido de) desplegar, a partir de determinadas actividades lúdicas que permitan que esto se
enuncie a fin de, por ejemplo, “ayudar al niño a cqpstruir los saberes que la escuela le propone” (Filidoro.
2002). Las ofertas de material clínico, entonces, propicia la movilización de procedimientos cognitivos

128
como tanteos, fluctuaciones, contradicciones, correcciones, formas de iniciativa, ritmos de elaboración,
discordancias en las producciones, entre otros (Schmidt-Kitsikis, 1981), que al ser planteadas en términos
de intervenciones clínicas, se alejan de la pretensión de instaurar el “libre” juego y el “espontáneo”
jugar.

Todas las formas de apropiación adultas del juego mencionadas, hablan de una concepción del
niño como “adulto en formación” que frente al jugar, operan pedagogizando juegos y juguetes: el jugar,
al ser pensado como natural en el niño, resulta ideal para llevar a cabo un “aprendizaje placentero”,
vehiculizando su potencia creadora en “productiva”. En otras palabras: “La pedagogía, que consolidó su
prestigio durante el siglo XIX, mantiene hasta nuestros días el monopolio de los discursos institucionales
sobre la niñez y legitima con su aparente neutralidad la ética de la productividad o el máximo rendimiento”
(11). También las disciplinas psi corren el riesgo de legitimar un deber ser del niño respecto del juego
y su despliegue metafórico al pretender “descubrir juguetes que tengan la potestad de hacer madurar
adecuadamente o de forma rápida, límpida, libre y correcta las potencialidades infantiles” (Lajonquiere,
2000).

Si tal como plantea críticamente el historiador Huizinga (1944), la cultura moderna ha producido
una clara división entre trabajo y juego creando pares antinómicos como sabiduría-necedad, seriedad-
banalidad, orden-desorden y aún racionalidad-instinto, caracterizando al polo del juego como una
actividad poco seria, irracional, carente de productividad, que implica pérdida de tiempo, etc., entonces
es esperable que produzca una intervención y un reemplazo del juego por actividades productivas. En
contrario a esta concepción hegemónica, este autor sostiene la idea de que la cultura humana nace del
juego -como juego- y en él se desarrolla, hasta que la modernidad produce la operación recién descrita.

Lo mismo puede pensarse para la infancia: para la concepción cultural dominante, es ésta una forma
cultural de vida que deberá necesariamente mular hacia fines razonables y redituables. Claro que así las
cosas, el como si, la ficcionalización propia del jugar, se transforma -como producto de la intervención
adulta- “en como si fuera ju eg o ” (12), desnaturalizándolo en su significación profunda, perdiendo su
carácter imaginativo, desinteresado, autónomo y espontaneísta en pos de una planificación con propósitos
externos a el. La definición de juego planteada por Huizinga se aleja claramente de todo intento por
capturarlo: “el juego es una actividad libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporarios y
espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque libremente aceptadas, acción
que tiene su fin en sí misma y que va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría, y de la
conciencia de ‘ser de otro modo’ que en la vida corriente” (13).

Caleidoscopio

El tubo es de cartón decorado y tenerlo en la mano da una sensación de calor. Al más mínimo
movimiento, dentro del tubo tiene lugar un ligero zapateo de patas en fuga, un rodar de pepitas. Es
trabajoso y cansador mirar adentro. Porque tener un ojo cerrado y el otro abierto, y al mismo tiempo
hacer girar el cilindro con los dedos, no es algo fácil para un niño. Las figuras no tienen una variedad
infinita; de tanto en tanto, desordenadamente, los pedacitos de vidrio de colores componen dibujos ya
vistos, y el observador sonríe para sí, satisfecho por haberlo reconocido. El juego consiste en formar
una determinada figura, tratando d insuflarle a los fragmentos un movimiento en vez de otro; o bien
uno se abandona a la casualidad, limitándose a registrar cuando determinada cosmovisión vuelve a
aparecer; o bien espía en los ángulos del tubo para entender dónde comienza la realidad de los espejos
y dónde termina la ilusión.

Sandra Petrignani
Catálogo de juguetes

129
II. El jugar o la paradoja de la búsqueda de un comienzo

La madurez significa recuperar la seriedad que uno tuvo en su infancia mientras jugaba.

Federico Nietzsche

El que no anduvo su pasado, no lo cavó, no lo comió, no sabe el misterio que va a


venir, nunca puso su vida para ese misterio.

Los rollos del Mar Muerto

Frente a la concepción dominante presentada en el punto anterior, nos interesa ahora analizar
la voz de algunos autores que desde el campo de la psicología del desarrollo caracterizaron al juego
en otros términos, y que resultan relevantes para su reflexión al interior de la clínica psicopedagógica.
Ya hemos visto como Huizinga opone su homo ludens a la mirada hegemónica cultural, ya que para
este autor el juego “realiza, en un mundo imperfecto y en una vida confusa, una perfección temporal
limitada”.

Es por esta búsqueda de otras miradas que nos acercaremos a dos desarrollos producidos desde
las perspectivas constructivistas genéticas: las del epistemólogo Jean Piaget y el psicólogo Lev Vigotsky,
por considerar relevantes y distintivas las reflexiones que han realizado acerca del juego y del jugar, en
una búsqueda por cifrar su sentido, o como lo plantea el escritor Baudelaire, la búsqueda del “alma” del
juguete “aquello que los niños procuran aferrar en vano cuando dan vuelta sus juguetes, los sacuden,
los tiran al piso, los abren y finalmente los despedazan” y el encuentro con el jugador en su escena
protagónica.

Si bien ambos autores sostienen-con matices- la idea de un sujeto inmerso en un desenvolvimiento


histórico de carácter lineal, continuo y teleológico que desemboca en el “sujeto integral” (lo que implica
que la infancia sea pensada como un “estadio de tránsito”), le otorgan al juego un estatuto relevante que
amerita su cuidadosa consideración.

El juego en la perspectiva de la escuela de Ginebra: Jean Piaget

Los niños, en sus propias sociedades, y en particular en sus juegos, son capaces de imponerse reglas que
respetan a menudo con más conciencia y convicción que algunas consignas dictadas por los adultos
Jean Piaget

La obra de este autor, frecuentemente trivializada en los intentos por “iluminar” las problemáticas
pedagógicas y psicopedagógicas, no fue concebida desde interrogantes áulicos o clínicos (ni psicológicos
ni psicopedagógicos), sino que constituye uno de los intentos claves del siglo XX por responder
interrogantes tradicionalmente filosóficos acerca de la naturaleza del conocimiento. Esta prolífica obra
debe caracterizarse claramente como una epistemología: una búsqueda por clarificar las posibilidades,
los alcances y horizontes del conocimiento humano, constituyendo ya no nuevas respuestas a clásicas
preguntas, sino redefiniendo esta búsqueda a partir de la formulación de nuevos interrogantes en relación
a los procesos de formación por los cuales se producen la pluralidad de conocimientos, tanto en la
ciencia como en el sujeto. Para ello “hay que mostrar cómo los conocimientos son posibles en nuestro
mundo, para seres constituidos como lo estamos. Hay que hacer una investigación fáctica de cómo se
constituyen el sujeto y el objeto durante los intercambios cognoscitivos en el mundo” (Castorina y otros,
1988).

130
Una de las contribuciones que realiza el programa de investigación piagetiano -y que reviste
interés para clínica psicopedagógica- es el establecimiento de una analogía que produjo estupor en el
campo filosófico y científico: a partir del establecimiento de cómo los niños conocen y se formulan
interrogantes acerca del mundo, es posible formular hipótesis de carácter epistemológico acerca de los
mecanismos por los cuales se constituyen las teorías científicas. “Los niños al actuar sobre el mundo
se formulan hipótesis, buscan regularidades, tratan de describir situaciones con las que se enfrentan,
se formulan ideas acerca del comportamiento de las cosas (...) establecen algún tipo de orden en este
mundo, como los científicos se proponen explicar al mundo, incorporarlo a algún sistema intelectual
del que ellos disponen. Y este sistema intelectual lo sostienen aún en contra de situaciones que en un
principio deberían desmentir sus hipótesis” (1) que más temprano o más tarde irán siendo reclaboradas
a partir del surgimiento de conflictos cognitivos entre estos sistemas de pensamiento y el mundo, o entre
las inconsistencias en estos mismos sistemas.

En otras palabras, existe una continuidad en el mecanismo funcional de construcción de los


conocimientos entre los procesos infantiles y los científicos, entre las formas de producir, defender y
reconstruir las concepciones acerca de las cosas. El pensamiento entonces, se puede caracterizar como
un sistema de transformaciones. El establecimiento de la analogía entre el niño y el científico llevó a
Piaget a investigar profusamente el pensamiento infantil, a partir de numerosas obras desde el inicio
mismo de sus investigaciones epistemológicas (2). “Para estudiar la formación del espíritu humano
se hubiera necesitado poder reconstituir las etapas del mono al hombre, las etapas del hombre fósil.
(...) en el hombre contemporáneo hay un enorme número de estructuras ya formadas cuya historia no
conocemos (...) no se aprehende el modo de construcción sino que llega a los resultantes ¡Los resultantes
no bastan! Lo admirable en el niño, es justamente encontrar siempre un individuo que parte de cero, y
ver que ocurre” (Bringuier, 1977).

Esta dilucidación del pensamiento del niño empujada por interrogantes epistemológicos fue
difundida en los ámbitos pedagógico y psicológico, y muchas veces parcialmente interpretada, lo que
llevó a caracterizar erróneamente a este autor como un “psicólogo del niño”, “psicólogo evolutivo o de
los estadios” e incluso “pedagogo”.

Nos interesa explorar, de manera más específica, los estudios realizados por este autor (Piaget,
1977) sobre uno de los fenómenos del recorrido que efectúa la mente infantil en la distinción entre
pensamiento y mundo externo, un proceso de descubrimiento paulatino y creciente: el juego infantil, con
sus componentes de imitación, fabulación, creatividad y creencia, entre otros.

El objetivo de este autor fue encontrar una explicación al juego desde una perspectiva
estructuralista, situándolo en el conjunto del pensamiento del niño, desde la ausencia de imitación, hasta
la representación cognoscitiva (3).
Es curioso, a la hora de relacionar aspectos de su obra con aspectos de su vida, que Piaget, al
preguntársele si los sujetos somos de manera permanente sistemas abiertos (4) haya respondido: “es el
ideal que personalmente trato de alcanzar. Seguir siendo niño hasta el fin. ¡La infancia es la fase creadora
por excelencia!” y que rastreando sus primeros años de vida, encontremos que su infancia haya estado
signada por una madre autoritaria con “un temperamento bastante neurótico” (Piaget, 1979), lo que
implicó una fuerte torsión de sus condiciones de existencia: “una de las consecuencias directas de esta
situación fue que muy pronto empecé a dejar el juego para dedicarme al trabajo serio; evidentemente,
esto lo hice tanto para imitar a mi padre como para refugiarme en un mundo a la vez íntimo y no ficticio”
(5).
Según Piaget, el juego constituye el polo extremo de la asimilación de lo real al yo. Bruner
(1984) explica que “en el juego transformamos el mundo exterior de acuerdo con nuestros deseos,
mientras que en aprendizaje nos transformamos nosotros para conformarnos mejor a la estructura de ese

131
mundo extemo”. Para Piaget, el estudio de los juegos infantiles debe centrarse en el análisis de éstos en
tanto estructuras, tal como lo testimonia cada juego en su grado de complejidad mental, desde el juego
sensorio-motor elemental hasta el juego social superior, es decir, desde los juegos de ejercicio a los
juegos simbólicos y finalmente, los juegos reglados. Este autor sostiene la hipótesis de la existencia de
un desarrollo que desde el egocentrismo (6) desembocará en una creciente socialización y acomodación a
las normas sociales, es decir, el pasaje hacia una autonomía personal, de carácter reciproca y cooperativa,
apropiada a los intercambios entre individuos autónomos.

Esto está en consonancia con una carta que el autor, a la edad de 21 años, le escribiera al escritor
Romain Rolland: allí le manifestaba que “cada persona lleva en sí a gran número de individuos que
siguen viviendo sus propias vidas y que influyen, dirigen, e incluso coaccionan al alma en sus momentos
más intensos” (Vidal, 1998). Para Piaget, la personalidad del sujeto era por entonces “una especie de
‘sociedad’ interior constituida por personas autónomas que moran en las áreas más profundas y sólo
emergen parcialmente a la conciencia” (7).

En La Formación del símbolo en el niño, la obra que dedica el mayor esfuerzo a comprender la
naturaleza del juego infantil (Piaget, 1975), intenta trazar los problemas de la génesis de la representación,
a fin de comprender su funcionamiento específico. Para ello se propone establecer un puente entre la
actividad sensorio-motora precedente a la representación y las formas operatorias del pensamiento.

Es por esta razón que analiza el problema de la función simbólica en tanto mecanismo común a
los diferentes sistemas de representaciones, a la vez que mecanismo individual, cuya existencia previa
es necesaria a fin de hacer posible, ulteriormente, las interacciones del pensamiento entre los individuos
y por consecuencia, la constitución o la adquisición de las significaciones colectivas.

En esta obra, afirma que el estudio de la función simbólica debe referirse a todas las formas de
representación, desde la imitación y el símbolo lúdico u onírico, el esquema verbal, hasta la estructura
pre-conceptual elemental.
Lo que intenta demostrar es que la adquisición del lenguaje está subordinada al ejercicio de una función
simbólica, que se apoya tanto en el desarrollo de la imitación y del juego, como en el de los mecanismos
verbales. Los dominios cognitivos en los cuales estudia los comienzos de la representación en el niño,
son aquellos en los que los procesos individuales de la vida mental ejercen una supremacía sobre los
factores colectivos.

Desde el punto de vista de las significaciones, Piaget considera al juego como conducto de la
acción práctica a la acción representativa, en la medida en que evoluciona de su forma inicial de
ejercicio sensorio-motor a su forma secundaria de juego simbólico o juego de la imaginación.

Dos son las tesis que desarrolla en esta obra: la primera es la de que, sobre el terreno del
juego y de la imitación, se puede seguir de una manera continua el paso desde la asimilación y la
acomodación sensorio-motora a la asimilación y la acomodación mentales que caracterizan los
comienzos de la representación. Puntualiza que la representación comienza cuando simultáneamente,
existen diferenciaciones y coordinaciones entre significantes y significados. Esta primera tesis, entonces,
sostiene una continuidad funcional entre el estadio sensorio-motor y el representativo, que a su vez
orienta la constitución de estructuras sucesivas.

La segunda tesis es la de la existencia de interacción entre las diversas formas de representación.


La hay cuando se imita un modelo ausente, en el juego simbólico, en la imaginación y hasta en el sueño.
Aquí se afirma que el sistema de preconceptos y de relaciones lógicas supone la representación, tanto
bajo sus formas operatorias como previamente intuitivas.

132
Es importante subrayar que Piaget se ocupa de señalar la naturaleza no sólo cognitiva sino
social de estas adquisiciones, intentando demostrar que la razón es solidaria con la cooperación y la
reciprocidad. De esto se desprende que la vida social juega un papel esencial en la elaboración del
concepto y de los esquemas representativos ligados a la expresión verbal. La socialización reviste un papel
crucial en el pasaje del egocentrismo a la objetividad. El contacto social puede producir interacciones
adaptativas (es decir cooperación intelectual) si se suscitan intercambios de pensamiento que promuevan
confrontaciones, cambios de puntos de vista y sus respectivas descentraciones y coordinaciones. Esto
implica, para el sujeto, poder organizar sus juicios de manera tal que se vuelvan inteligibles para el otro,
en el sentido de “cualquier otro”.

Es claro entonces, que para el quehacer psicopedagógico no es el espacio lúdico “puro” el que
es interpretado en términos de indicadores clínicos para poder inferir grados de desarrollo cognoscitivo
en el niño -tal como se afirma en el punto I- sino que a partir de ciertas actividades lúdicas se podrán
determinar posibles desfases, disarmonías (o bien adecuaciones) en el conjunto de sus expresiones
simbólicas. Es decir, el grado de desarrollo de su pensamiento puede presentar “rasgos de estabilidad,
inestabilidad, rigidez y limitado campo de aplicación de los esquemas (8)”, (González, 2000) pero a la
luz de caracterizar al niño en tanto sujeto clínico, tratando de comprender procesos, procedimientos,
generalizaciones y otras dinámicas cognitivas.

Piaget afirma que durante las fases iniciales del desarrollo de la inteligencia motora, los
comportamientos son susceptibles de convertirse en juego cuando se repiten por asimilación pura, es
decir, por simple juego funcional, por el solo placer de dominar actividades motrices y de extraer de allí
un sentimiento de virtuosidad o potencia. La imitación y el juego se coordinarán en el nivel representativo
y constituirán un conjunto del que se podrán extraer las adaptaciones diferidas, por oposición a la
inteligencia en acto, característica del período sensorio-motor.

En la inteligencia representativa en cambio, existe representación cuando el significante se


ha diferenciado del significado, constituyendo éste una situación por fuera del campo perceptible y
simplemente evocada por medio de objetos y gestos presentes (entre otros indicadores) crucial conquista
cognitiva, denominada/wmc/ó/7 semiótica.

La representación de los objetos ausentes, la ficción y el “como si” son posibles merced al
símbolo lúdico, producto de la diferenciación mencionada. En el símbolo se encuentra la unión entre
una asimilación deformante, principio del juego mismo, y una especie de imitación representativa (9).
En el símbolo lúdico la imitación no se relaciona con el objeto presente, sino con el ausente -que se
trata de evocar- y así la acomodación imitativa sigue subordinada a la asimilación. En otras palabras, la
imitación prolonga la acomodación, el juego prolonga a la asimilación y la inteligencia las reúne a todas,
en un estado de equilibración.

Luego de haber analizado la génesis del juego en el curso de los dos primeros años del niño, Piaget
aborda el desarrollo ulterior, principalmente el nivel del pensamiento verbal intuitivo (aproximadamente
entre los 2 y 7 años), la inteligencia operatoria concreta (alrededor de los 7 a 11 años) y la inteligencia
operatoria formal (aproximadamente desde los 11 años en adelante). Propone entonces una clasificación
de tipos de estructuras características de los juegos infantiles: juegos de ejercicio, juegos simbólicos y
juegos de reglas, periodizando la constitución de estos tres tipos en estadios sucesivos, subrayando la
continuidad existente entre ellos: “mientras el juego de ejercicio comienza desde los primeros meses de
existencia y el juego simbólico a partir de los primeros meses del segundo año, el juego de reglas no se
constituye sino entre los 4 a 7 años y sobre todo de los 7 a los 11 años” (9).

Nos centraremos en la constitución del juego simbólico (10) y su posterior transformación (más
no su desaparición) enjuego reglado, por tratarse de los juegos que despliegan la mayoría de los pacientes

133
con los que el psicopedagogo trabaja. A los primeros los clasifica según la estructura de los símbolos,
concebidos como instrumentos de la asimilación lúdica. “De los 4 a los 7 años los juegos simbólicos
comienzan a desaparecer, no porque disminuyan en número ni en intensidad, sino porque al aproximarse
cada vez más a lo real, el símbolo llega a perder su carácter de deformación para convertirse en una
simple representación imitativa de la realidad” (11). El niño comienza a preocuparse “por la veracidad
de la imitación exacta de lo real”, por ejemplo en los juegos de construcción: casas, canchas de fútbol,
dibujos de personas, etc.

Con respecto a los segundos, plantea que los juegos reglados son las actividades lúdicas características
“del ser socializado”, es decir, las relaciones sociales que el niño comienza a establecer, en donde prima
la conciencia de la obligación de la regla como garantía del juego recíproco. “Los juegos de reglas son
juegos de combinaciones sensorio-motoras (carreras, lanzamiento de bolitas o bolas, etc.) o intelectuales
(cartas, damas, etc.) con competencia de los individuos (sin lo cual la regla sería inútil) y regulados por
un código” (12).

Si bien el impacto de la utilización de juegos reglados ha sido analizado en la clínica psicopedagógica


(González, A.; Radrizzani, A., 1992) observándose “cómo ciertos juegos reglados favorecen la
construcción y/o generalización de las operaciones concretas tanto lógicas como infralógicas”, es
importante insistir en el hecho de que el trabajo clínico debería centrarse en los aspectos funcionales
(procesos, acontecimientos) del desarrollo más que en los estructurales (estados), a fin de indagar
mecanismos dinámicos peculiares responsables de los procesos dialécticos de estructuración del
pensamiento: conflictos, contradicciones, transformaciones, intercambios, significaciones, integraciones,
reelaboraciones, regresiones, fluctuaciones, discordancias, etc. que refieren a un sujeto clínico en
particular, y no a un “sujeto ideal”. (Schmidt-Kitsikis, ob.cit.)

El promover o implementar actividades lúdicas regladas permite, en todo caso, observar el


surgimiento de procesos de descentración característicos de la inteligencia operatoria, pero en términos
de precisar si es posible el advenimiento de un otro, si existe una inteligencia que tiende a equilibrarse,
siendo más móvil y flexible, a fin de interactuar, por ejemplo, en contextos de escolarización.

Piaget insiste en el hecho de que el juego simbólico no concluirá en su forma final de


imaginación creadora, sino a condición de integrarse al pensamiento entero: nacido de la asimilación,
que es uno de los aspectos de la inteligencia inicial, el simbolismo dirige primero esta asimilación en
un sentido egocéntrico, en donde “el juego entre varios es comparable al ‘monólogo colectivo’” (13),
después con el doble progreso de una interiorización del símbolo, en la dirección de la construcción
representativa y de un ensanchamiento del pensamiento en la dirección conceptual. La asimilación
simbólica se reintegra en el pensamiento bajo la forma de imaginación creadora.

Desde esta perspectiva entonces, el juego es un camino en el desarrollo del niño que parte
desde una proyección de su mundo interior hasta la interiorización del mundo externo, pero atendiendo
para su comprensión aquello que Piaget planteara en una conferencia sobre creatividad: “lo que
diferencia a un físico creativo de otro que no lo es, es que el creativo, a pesar de sus conocimientos,
logra seguir siendo en parte un niño, con la curiosidad y la invención que caracteriza a la mayoría de
los niños frente a la sociedad adulta”.

El juego en la perspectiva del historicismo-cultural: Lev Vigotski

N o hay método que sea válido si actúa en contra de los intereses del niño

Lev Vigotsky

134
La figura de Lev Vigotski se recorta con una fuerza cada vez más inusitada en el campo del
pensamiento, desde mediados del siglo pasado. Si bien es conocido como psicólogo evolutivo y
educativo, su obra -aún hoy de carácter abierto- y su vida transitaron senderos múltiples y sorprendentes.
Al igual que Piaget, sus escritos e investigaciones se han visto desvirtuados por las prácticas de la
divulgación y parcialmente conocidos, con el agravante de haber sido traducidos, en muchos casos, en
forma defectuosa, incompleta e incluso aviesa.

Vigotski se destacó como educador y clínico de niños discapacitados y fue un neuropsicólogo


que investigó el funcionamiento normal y anormal del cerebro y la mente. Junto a sus colegas Luria
y Leontiev se abocó a la psicología cultural, transcultural y comparativa. Fue un destacado teórico
de la psicología del pensamiento y el lenguaje, desarrolló una epistemología de la psicología crítica
del dualismo cartesiano, el materialismo mecanicista y el reduccionismo reflexológico. También se
especializó en semiótica, ejerció como crítico literario y artístico, estudió los problemas de la psicología
de los sentimientos del actor de teatro y de la psicología de la creación, y se podría seguir enumerando
tareas, oficios e investigaciones, con el sorprendente corolario de que Vigotski vivió solamente 37 años
y 6 meses.

Un especialista en la obra de este multifacético autor, narra que ‘"fue un niño feliz. Le gustaba
coleccionar sellos postales, jugar al ajedrez, remar y nadar en el río con sus amigos y andar a caballo”
(Blanck, 2000). Como tempranamente mostró su talento (finalizó el colegio secundario poseyendo
conocimientos enciclopédicos y dominando nueve lenguas), fue altamente valorado por tutores, maestros
y profesores.

Pero su condición de judío en un contexto hostil (Bielorrusia y luego Moscú) lo obligó a vivir
su infancia en un gueto, sometido a pogroms (ataques en masa) por parte de las tropas del Zar que
"martillaban clavos en las cabezas de los ancianos, arrancaban ojos, torturaban a los niños, violaban a
la mujeres y robaban todo lo que podían durante los tres días que duraba el pogrom” (14). El imperio
zarista primero, y la dictadura estalinista después, cerró un círculo sombrío en su vida: desde 1930 hasta
su muerte (en 1934) sufriría ataques, clausuras y censuras a sus emprendimientos y escritos por “no ser
marxista” o “no citar al camarada Stalin”. Desde 1936 y durante 20 años, en la Unión Soviética su obra
estuvo prohibida. Peor suerte aún corrió en Occidente: sólo cuando hubo finalizado la “Guerra Fría” su
obra completa pudo circular sin censuras, ya que era considerada “comunista”.

Seguramente en sus escritos acerca de la niñez aparece en forma agazapada el niño Vigotski,
aquel que presenció y sufrió más de lo que un niño podía ver y comprender. La obra de este autor,
escritos que aún hoy sigue siendo objeto de descubrimiento, estudio y admiración, constituye una mirada
que sitúa al juego como un contenido o vehículo central del desarrollo cognitivo y social, a la par que
el aprendizaje escolar: “el juego no es el rasgo predominante de la infancia, sino un factor básico en el
desarrollo” (Vigotski, 1988). Para este autor, el juego significa una actividad seria e importante con un
sentido en sí misma, que si bien puede alimentársela con recursos enseñados, lo enseñado se constituye
en recurso para el juego del niño, y no al revés: “aunque la relación juego-desarrollo pueda compararse
a la relación instrucción-desarrollo, el juego proporciona un marco mucho más amplio para los cambios
en cuanto a necesidades y conciencia” (15).

En otras palabras, desde esta perspectiva se caracteriza al juego como potenciador del desarrollo
cognitivo y también como un medio para la apropiación de contenidos culturales. El jugar promueve en
el niño una creciente toma de conciencia y control voluntario del propio comportamiento, en la medida
en que en tanto actividad sujeta a reglas, que gradualmente alcanzan una mayor explicitación, regulan su
propia acción.

135
Desde esta perspectiva, la relación entre juego y desarrollo es muy estrecha: Vigotski encuentra
que el niño, a través de la escena lúdica, clasifica, ordena y categoriza la realidad; establece relaciones
de semejanzas, diferencias y relaciones causales; despliega la creación de símbolos y lleva a cabo
apropiación de signos: “en el juego el pensamiento está separado de los objetos y la acción surge a partir
de las ideas más que de las cosas: un trozo de madera se convierte en muñeca y un palo en caballo. La
acción, de acuerdo con las reglas, está determinada por las ideas, no por los objetos en sí mismos. Ello
supone un cambio tan radical de la relación del niño con la situación real, concreta e inmediata, que es
difícil subestimar su total significación” (16).

Este autor plantea entonces, que el juego constituye una actividad generadora de zonas de
desarrollo próximo: “durante el mismo, el niño está siempre por encima de su edad promedio, por encima
de su conducta diaria (...) el juego contiene todas las tendencias evolutivas de forma condensada” (17).

El hecho de que el juego sea motor del desarrollo significa que, en tanto espacio histórico-cultural,
forma parte de un proceso interpersonal que se transforma en un proceso intrapersonal: “toda función
aparece dos veces: primero entre personas y después en el interior del propio niño” (18), es decir, se
trata de una transformación (no un pasaje) de lo Ínter a lo intrapsicológico. Si el aprendizaje humano es
definido como social y procesual, el juego permite al niño acceder a la vida cultural e intelectual de los
entornos a los que pertenece. La tesis vigotskiana es clara: el psiquismo superior posee un origen social
y no natural. Según plantea, somos concientes de nosotros mismos porque somos concientes de los otros,
un individuo es conciente de sí mismo únicamente cuando reconoce en sí mismo a otro, y cuando además
reconoce que es otro no sólo para los demás, sino para sí mismo.
9

Para Vigotski, el juego debe considerarse como una actividad peculiar y no como un concepto
mixto que reúne a toda forma de actividad infantil; constituye una relación peculiar con la realidad, y se
caracteriza por crear situaciones ficticias, transfiriendo las propiedades de un objeto a otro. Constituye
por ello la forma más espontánea del pensamiento del niño, que le permite imaginar la realización
inmediata de deseos. “El juego completa las necesidades del niño (...) todo avance está relacionado
con un profundo cambio respecto a los estímulos, inclinaciones e incentivos (...) parece emerger en el
momento en que el niño comienza a experimentar tendencias irrealizables” (19). Por esta razón es que lo
caracteriza como un espacio ilusorio e imaginario, en el cual el niño se libera de las coacciones sociales.
La característica de ser imaginario no constituye uno de sus atributos, sino que es “una característica
dcfinitoria del juego en general” (20).

Esto no implica que este espacio sea de corte arbitrario y desprovisto de reglas: este autor enfatiza
que no existen juegos desprovistos de ellas, sino que desde las primeras escenas lúdicas hasta los juegos
sociales, las reglas estructuran su desarrollo, desprendiéndose “de la misma situación imaginaria”, de la
misma manera que “todo tipo de juego con reglas contiene una situación imaginaria” (21).

Es pertinente aclarar, si bien no será abordado aquí, que el concepto de regla no reviste el mismo
significado para este autor que para Piaget. En éste debe ser entendido en tanto norma social, en la
culminación del desarrollo del juego.

En el enfoque vigotskyano también se habla de una evolución en el juego infantil, que desembocará
hasta instalarse como medio educativo, al hacerse colectivo, e intervenir en la formación de funciones
psicológicas superiores (22). “El juego progresa de poseer situaciones imaginarias explícitas y reglas
mas o menos implícitas (como jugar al supermercado) a juegos en donde la situación imaginaria pasa
a un segundo plano o permanece implícita, pero las reglas se anticipan, se explicitan y en cierto modo
definen el propio juego” (Baquero, 1996).

136
El juego entonces, opera como vía de acceso a los conceptos y posee por lo tanto una naturaleza
transicional: “cuando un objeto (por ejemplo, un palo) se convierte en el punto de partida para la
separación del significado de la palabra caballo del caballo real (...) para poder imaginar un caballo, tiene
que definir su acción mediante el uso de ‘el-caballo-en-el-palo’ como punto de partida (...) el niño hace
que un objeto influya semánticamente al otro” (23). Por este motivo es que caracteriza al juego como
un estadio entre lo situacional y el pensamiento, que se desprende de situaciones reales, propiciando la
construcción de símbolos como formas elaboradas de interacción comunicativa.

Las implicancias de esta perspectiva en la clínica psicopedagógica son relevantes. Participar del
placer que experimenta el niño al jugar, desplegando acciones simbólicas, dramatizando escenas vividas
con pares y adultos a fin de comprenderlas o revivirlas, (sea por lo gratificante o no que evocan) permite
comprender el grado de significatividad que el niño puede alcanzar en esta escena, la posibilidad o
dificultad en “descifrar y comunicar su sentir y su saber sobre sí y sobre las cosas”, de “dialogar con sus
propios contenidos internos” (González, 2000). La persistencia de dificultades en la expresión lúdica en
el niño “hace necesaria la intervención de otro que actúe como mediador entre su fantasía y la realidad”
a fin de promover la creación de “significantes apropiados a los significados que desea comunicar como
resignificar significados que inicialmente fueron confusos, contradictorios o desajustados”. (González,
ob.cit.)

Al pensarse el juego en términos de zona de desarrollo próximo, el adulto -o cualquier aprendiz-


puede participar del juego generando aprendizaje, y traccionando de esta forma al desarrollo. Ya ha sido
dicho que dentro del dispositivo clínico, el juego no se presenta necesariamente en forma espontánea.
Sin embargo, el psicopedagogo puede propiciar la mediación (signos, símbolos, instrumentos) existente
entre el nivel real de desarrollo del niño y el nivel de desarrollo potencial. La clínica psicopedagógica
podría entonces instituir un espacio que produzca, en el mejor de los casos, efectos de subjetividad.

Dos perspectivas fundantes

* La felicidad, sobre todo la felicidad durante la niñez, parece alcanzarse a través de la adecuación de los
signos: se es feliz cuando se dispone adecuadamente de los signos y esos signos efectivamente significan
lo que deben significar.

D. Diederichsen

Hemos recorrido dos miradas convergentes en relación al juego que siguen impactando en
el campo de la clínica psicopedagógica, puesto que instituyen una fuerte novedad respecto de otras
miradas psi, que si bien son posteriores cronológicamente, se enmarcan en una tradición anterior. Toda
intervención clínica, a partir de las investigaciones realizadas por Piaget y Vigotski, no puede desconocer
el estatuto relevante del niño en tanto niño: no un futuro adulto, hoy ignorante; no un adulto en pequeño,
hoy incompleto; no un inquieto cachorro al que hay que humanizar, ni tampoco un ser que piensa como
los adultos, sólo que desprovisto de conocimiento y experiencia.

Estos autores se han esforzado por hacer comprender que el jugar en la infancia enseña el
despliegue y la potencialidad de la invención de mundos, la creatividad, la exploración, la capacidad de
cambiar “fines para que encajen con medios que se acaban de descubrir o modificar estos medios para que
se adapten a nuevos fines” (24), la búsqueda de placer y la posibilidad de elaborar e intentar comprender
desde el mundo lúdico, la materialidad y el sentido de la vida. Escenas de profunda significación que
narran formas de vivir y fantasear, que no se agotarán en su significado a través de la inserción en
consultorios de juguetes educativos o instrumentales y tecnometrías clínicas.

137
Yo-yo
Hacia 1930, un juguete resucitó. Tomó el nombre frívolo de yo-yo y se ubicó entre los clásicos. Con
él habían jugado lo niños de la antigua Grecia. Durante la Revolución Francesa se divertían con él
también los adultos. Pero entonces se llamaba émigretíe (inmigrante). Tal vez por su falta de quietud,
por la nostalgia del Sur cuando se llega al Norte y viceversa. El juego de Coblenza o Koblenz o del
emigrante. D os discos de madera soldados en el centro y divididos por una profunda ranura. Alrededor
de la pieza cilindrica que los une se enrolla un cordel hecho de multicolores hilos trenzados. La mano
lanza el disco manteniendo un extremo del cordel entre los dedos. Llegado al final de su carrera hacia
abajo, pero sostenido por el lazo, el disco, espontáneamente, vuelve atrás, tiende a subir otra vez a lo
largo del cordel. Si la mano lo secunda con el ritmo apropiado, sigue andando arriba y abajo,
lento o veloz, según la voluntad del jugador. N o se aprende a jugar al yo-yo: se es bueno enseguida o
nunca. Después es posible perfeccionarse en ulteriores acrobacias. D e este modo quien juega, juega, y
los demás se quedan mirando.

Sandra Petrignani
Catálogo de juguetes

111. Una política de colonización de la infancia

No crean que el destino sea otra cosa que la plenitud de la infancia

Rainer M.Rilke

Nunca es demasiado pronto para crear unos hábitos de consumo tales como la fidelidad a\ina marca o la
frecuentación de un punto de venta

J. Brée

Al caracterizar los juegos, el jugar y los juguetes, planteamos que un análisis de éstos sería
incompleto si no se consideraba la dimensión política, que en el capitalismo post-industrial de principios
de siglo XXI, se encuentra ya indisolublemente subordinado a las prácticas económicas y financieras.
No es posible desconocer entonces que juegos y juguetes circulan como mercancías, que los niños son
caracterizados como consumidores, en un contexto de uniformización y disciplinamiento de sus tiempos
tanto privados como públicos.

Esto constituye una verdadera operación de racionalización discursiva que funda una nueva
concepción de infancia, que destituye a la anterior, propia de la modernidad con su sesgo moralizante y
humanista, sostenido por las instituciones familiar y escolar.
Este poder disciplinario que reglamenta tiempos, espacios, cuerpos e imaginarios, se ejerce a
través de las instituciones sociales de la cultura, legitimado a su vez por las prácticas disciplinarias como
la medicina, psiquiatría, derecho, psicología y pedagogía (1).

Para la posición mercantil, juegos y juguetes que no se instituyen en objetos de consumo son
improductivos y de función inacabada: se trata de borrar el grado de indeterminación necesaria en todo
juguete, que implica que posea un valor polisémico. La industria cultural (2) para el consumo infantil
formatea prácticas y discursos a través del merchandising del juguete.

Al respecto, es clara la mirada que el semiólogo Barthes (1980) dirige hacia este fenómeno:
“los juguetes habituales son esencialmente un microcosmos adulto; todos constituyen reproducciones
reducidas de objetos humanos, como si el niño, a los ojos del público, sólo fuese un hombre más
pequeño, un homúnculo al que se debe proveer de objetes de su tamaño”. Todos ellos provenientes “de
la vida moderna adulta: ejército, medicina (maletines y equipos en miniatura, salas de operación para
138
muñecas), escuela, peinado artístico, aviación, transportes (trenes, autos, motos, lanchas, estaciones de
servicio), ciencia (equipos de química), (...) ante este universo de objetos fieles y complicados, el niño
se constituye, apenas, en propietario, en usuark), jamás en creador; no inventa el mundo, lo utiliza”.

Si juegos y juguetes no se adecúan a las necesidades del mercado -y a las de los adultos- serán
entonces marginales con respecto a su valor utilitario. No se concibe el manipuleo inútil, gozoso y
desinteresado que implica a relación jugador-juguete, y por ello se la reemplaza por la de poseedor-
posesión, donde el juguete es entonces símbolo de poder y riqueza para el niño que lo ostenta. Este
estado de cosas genera un “proceso de enajenación de la infancia (...) que expulsa a los niños y niñas de
las calles y plazas, de los juegos y las canciones espontáneamente reinventados, de la interacción directa
entre ellos” (Alonso, M. y otros, 1995).

Marginado, excluido o más precisamente expulsado (3), es la categoría complementaria a


consumidor. ¿Qué significa niño cliente-consumidor? El que accede a las variantes que el mercado
ofrece en calidad de mercancías a través de canales de cable especializados y sus productos: muñecos,
revistas, videos, indumentaria; a juegos electrónicos públicos y de bolsillo; a sitios específicos en páginas
web: a locales de fast-foods, a plazas de juegos en supermercados y shoppings; a espacios infantiles en
librerías y museos, entre otros. ¿Qué significa niño expulsado? Millones de ellos, que n las ciudades del
mundo son empujados a un estado de pobreza, viviendo y trabajando en calles, trenes y subterráneos, y
en el mejor de los casos, con una escolaridad deficiente. Es sabido que los gustos y consumos culturales
de los niños poseen significaciones contrastantes según la clase social a la que pertenecen, es decir,
a condiciones de existencia específicas, pero en el caso del niño expulsado, cabe la pregunta de qué
significa la infancia allí donde no hay lugar para un niño, sino lugar para el desamparo. ¿Cómo se ha
llegado a este estado de cosas?

Desde la segunda mitad del siglo XX y con el perfeccionamiento del industrialismo, se fue
configurando la denominada “segunda industrialización”, que se ha dirigido no a la producción y
consumo de bienes materiales, sino simbólicos: la tecnología dirigida al dominio interior del sujeto,
a través de mercancías culturales, producidas y distribuidas sobre el modelo de la industria técnica y
económica,'que utilizan a los medios masivos de comunicación y la publicidad (agente discursivo del
mercado) a fin de dinamizar este proceso, alcanzando a la masa de público.

La producción en masa tiene su propia lógica: la del consumo incesante de las mercancías
culturales. Si bien a principios del siglo XX la cultura estaba estratificada fuertemente a través de las
clases sociales, las edades, los niveles de educación que delimitaban zonas de cultura respectivas,
estas barreras han sido parcialmente borroneadas, a partir de las profundas transformaciones sociales y
tecnológicas producidas desde la década de los ’50. Esto trajo como consecuencia el establecimiento de
nuevos tipos de públicos-consumidores: el femenino, el juvenil y el infantil.

El público infantil comienza a consumir productos culturales específicamente diseñados,


produciéndose así un doble efecto inédito: en primer lugar, la aceleración de la infancia, de manera que
los niños sean aptos para iniciarse en su historia de consumidores de productos culturales específicos,
y en su conjunto luego, en la adolescencia y la adultez; y en segundo lugar, la adopción por parte de los
adultos de conductas de consumo propias de niños y jóvenes.

El quiebre (por efecto de la globalización, como se explica más abajo) del escenario cultural
instaurado por el proyecto moderno, modificó fuertemente la identidad de la relación individuo-sociedad:
si bien la sociedad de consumo ejerce una violencia sobre la subjetividad, atendiendo a lo analizado en
el punto anterior, en relación a los desarrollos del constructivismo respecto del desarrollo del sujeto, no
se puede afirmar que “anula todo posible despliegue del pensamiento autónomo” (4). Si bien el análisis

139
crítico que un niño puede realizar acerca de la incitación al consumo pueda ser precario -por tratarse de
un “cliente desprevenido”- este fenómeno de imposición no es absoluto, es decir, no se manifiesta como
imposible el librarse de la atención hegemónica y de la instauración de mecanismos automáticos en el
psiquismo al consumir los productos de consumo. La lógica de la relación no es manipulatoria, sino que
el efecto puede pensarse como relativo, a partir de las prácticas de recepción que los niños despliegan.

Esto no significa concebir al sujeto como autónomo frente al poder de los medios como
fonnadores de subjetividad, sino plantear que los niños peculiarizan formas de expresión discursiva a
través de instrumentos de mediación (juegos, canciones, narrativas) con sus mecanismos enunciativos
correspondientes, expresiones que no remiten a meras reproducciones, sino a una compleja trama de
reconstrucciones y transformaciones al interior de sus juegos y juguetes, compuesta tanto por aspectos
reproductivos como originales. Este proceso es claramente descrito por Vigotski: “los elementos que
entran en la composición de los productos de la imaginación son tomados de la realidad por el hombre,
dentro del cual, en su pensamiento, sufrieron una compleja reelaboración convirtiéndose en producto
de su imaginación. Por último, materializándose, volvieron a la realidad, pero trayendo ya consigo una
fuerza activa, nueva, capaz de modificar esa misma realidad, cerrándose de este modo el círculo de la
actividad creadora de la imaginación humana” (5).

Frente al desmesurado desarrollo de las nuevas tecnologías comunicacionales, que imprimen


un sesgo impensado a la producción masiva de productos culturales a nivel planetario, la Industrie
Cultural se ido ha transformado en un fenómeno que la desborda: la conformación de corporaciones
multinacionales abocadas al creciente e incesante negocio del entretenimiento y la información.
9

En las dos últimas décadas del siglo pasado, los consorcios multinacionales -que diluyen las
particularidades continentales, nacionales y regionales que presentan los públicos consumidores- se
reagruparon a partir de fusiones empresariales, en un grupo cada vez más reducido de corporaciones qu;
controla, posee y distribuye la mayor parte de productos que la audiencia mundial consume, sobretodo a
través de los principales medios masivos de comunicación.

Este proceso, denominado globalización, también es responsable del forjamiento de es:;


nuevo estatuto de la infancia, en donde su socialización “es concebida como un proceso complei >
multidireccional en el que intervienen simultáneamente diversos agentes sociales con los que los nif.
interactúan (...) muchas de las organizaciones que actualmente llevan adelante la pedagogía cultural - ?
son organismos educativos sino entidades comerciales que no apuntan al bien social sino a la ganar- a
corporativa” (Minzi, 2003).

Juegos y juguetes, capturados por la lógica del mercado, pasan a un nuevo hábitat materia j
simbólico de la infancia: se produce entonces una “reconfiguración de las relaciones de poder niño-
adulto, donde la imagen de la infancia que distribuyen los medios de comunicación muestra niños
“astutos, rápidos, independientes y superan, en mucho, las capacidades de los adultos” (6). Pense- s
en la recepción de los nuevos tipos de narrativas de los dibujos animados de los canales de tele\ i
infantiles, o las destrezas desarrolladas en el manejo de video-games.

Se puede inferir, para finalizar, que el escenario actual ha modificado sustancialmente “la m
de construir el saber, el modo de aprender, la forma de conocer” (7), lo que constituye un desafi:
proporciones a la hora de encarar el trabajo clínico con niños, ya que es imperativo comprender la !:. '
de estas nuevas cogniciones y los lazos que ellos establecen con los diversos contextos simbolice 5
los atraviesan: los medios masivos y los mercados del juguete y el esparcimiento.

140
Pequeñas reflexiones finales: hacia una clínica de ¡a invención

Leer lo que no sabemos leer, lo que se hurta a nuestros esquemas previos de comprensión, lo que no está
dicho en nuestra propia lengua.

Martin Heidegger

A lo largo del presente capítulo se ha analizado críticamente la concepción dominante acerca


del juego y de la infancia, y cómo ésta puede habitar inadvertidamente los espacios clínicos si se
instrumentaliza sin más una actividad como el jugar, que demanda una comprensión profunda por
parte del clínico que no quede sepultada por un afán de capturar significaciones que hablen de estados
cognitivos y sus disturbios. Las dimensiones sociales, antropológicas y culturales del juego también son
constitutivas, en el espacio clínico, de los procesos de desarrollo.

En un segundo tiempo, se presentaron las perspectivas constructivistas y la relevancia que éstas


le otorgan al jugar como una escena de tramas complejas que promueve la expansión de los instrumentos
psicológicos del niño; modelos teóricos que tienen fuertes implicancias en la clínica psicopedagógica:
no es posible actuar, intervenir o incluso irrumpir en el juego en nombre del niño o de una supuesta
adaptación al medio, cuando de lo que se trata es de comprender la profundidad de un acontecimiento -el
jugar- en la singularidad subjetiva del paciente.
Por último, se abordó la lógica posmoderna de asedio a la infancia a través de la producción
planetaria de mercancías lúdicas, destinadas a homogeneizar las prácticas e imaginarios infantiles.

En el juego se materializa una existencia, la del niño, que sigue siendo inquietante para la vida
adulta que, asustada, intenta colonizarlo, quizás sospechando que aunque someta al niño a castigos y
penitencias, a éste le bastará con cerrar los ojos para hacer saltar al mundo impuesto en pedazos.
La clínica psicopedagógica podría contraponer al asedio de la subjetividad infantil, una potencia crítica
en defensa de unjnodo de existencia cada vez más frágil, escuchando aquello que se escabulle en el jugar
hacia otros mundos, tan difíciles de atrapar en informes, ateneos y simposios: instaurar una clínica de la
invención. Abandonar la intención de evaluar o psicometrizar al juego quizás permita al clínico recordar
sus propios juegos, y algo más lejano aún, en su allá y entonces: su jugar.

Es preciso seguir construyendo “un saber sobre la infancia que aún nos trabaja interiormente”
(Frigerio, 1999) para asumir que el juego es algo que acontece, no es un niño que juega para el clínico
que lo observa, no se trata de establecer una lectura o interpretación más allá del juego sino en su
territorio: una escena que no puede ser prevista o planificada, sino inesperada. En palabras del filósofo
Deleuze: “es a fuerza de deslizarse que se pasará del otro lado, ya que el otro lado no es sino el sentido
inverso. Y si no hay nada que ver detrás del telón, es que todo lo visible, o más bien, toda la ciencia
posible, está a lo largo del telón, que basta con seguir lo bastante lejos y lo bastante estrechamente
como para invertir lo derecho”.

El juego es una obra abierta de multiplicidad de sentidos, una geografía inquieta, “es la acción
de un desvío, la oportunidad o la excusa para realizar un salto, una rotación hacia otra conexión de cada
uno (...) para eso el otro en necesario” (Percia, 1991). El juego requiere del jugar, y es con el niño que
consulta con quien debe hacerse -desde la propia infancia del clínico- que ese espacio advenga.

141
Osito
Será la forma redondeada de la cabeza. No sé a qué edad se comienza a apreciarla. Tal vez desde la
cuna. Pero sobre todo los ojos de los osos son fascinantes. Tristes y redondeos, sugieren fidelidad,
flexibilidad. Dicen que la redonda es la forma más apreciada por los niños; de hecho, este juguete
hace compañía bajo las sábanas, calienta y protege, pero a la vez pide, con la trágica expresión de
su mirada, calor y protección. El oso es torpe y pasivo. N o tiene dedos, sólo largos hilos bordados
señalando hipotéticos cortes allí donde es un tierno boceto de mano, una circular sugerencia de pie,
de color rosado. Al menos era así en la infancia de los años cincuenta. Son, entre los juguetes, los
más afectuosos. Nunca invasores, ni posesivos. Los ojos tienden a ocultarse detrás del pelo. Hay que
descubrirlos, grandes y oscuros, abriendo surcos en el pelaje y, apenas la mano se aleja,
desaparecen de nuevo, indicando una cauta, respetuosa timidez. Los osos de peluche son tan íntimos
que los niños conservan su olor. Entre tantos ositos que pueblan su cuarto s fácil descubrir el
preferido. Basta olerlo. El olor de un osito habituado a dormir en la misma cama que su pequeño amo
embriaga, es el olor de ese niño y al mismo tiempo el olor universal de la infancia. Sustancialmente se
trata de un perfume dulce y agreste, de largos sueños húmedos y profundos. Ningún animal de carne
y hueso, ni ningún adulto humano, podría tener jamás un olor similar. Sólo fugazmente. Después de
haber tenido entre los brazos el cuerpo impetuoso de un niño recién despierto o que, en el medio de
la noche, ha levantado las sábanas y, con frío, ha corrido en la oscuridad de la casa, llevando su oso
flameando de una pata para meterse en la cama de sus padres.

Sandra Petrignani
Catálogo de juguetes

Referencias del punto I

(1) la pedagogización puede ser entendida como un proceso a través del cual los niños son constituidos
en forma progresiva en objetos pedagógicos, sobre los que se ejercen acciones sistemáticas de
inculcación de raciocinio y cultura, orientadas al desarrollo intelectual y social, enmarcadas en un
principio dentro del sistema escolar y luego en otros contextos a los que pertenecen los niños.
(2) Milstein, D.; Mendes, H. (1999)
(3) Ortega, R.; Lozano, T. Espacios de juego y desarrollo de la autonomía y la identidad en la
educación infantil. Revista “Aula”, 1996
(4) Platón. Diálogos. Ed. Porrúa, México, 1991.
(5) Aristóteles. Política. Ed. Espasa Calpe, Buenos Aires, 1941.
(6) Arrupe, 2000, ob.cit.
(7) Para ver en detalle estas concepciones en la antigüedad y el renacimiento, consultar Marrou ,1976 y
Gueventter, s/f.
(8) La escuela nueva fue una corriente de renovación pedagógica que durante las primeras décadas
del siglo XX sostuvo el protagonismo del niño en el proceso educativo y la necesidad de modificar
sustancialmente la metodología y didáctica vigentes. En un intento de diálogo con otras disciplinas
abocadas al estudio del niño, algunos autores consideran que la teoría psicogenética de Piaget
constituye una fundamentación científica de esta escuela.
(9) Decroly, O. El juego educativo. Ed. Morata, Barcelona, 1998.
(10) Vidari, citado en Arrupe, 2000.
(11) Alvarado, 1996.
(12) Milstein, D.; Mendes, H., ob.cit.
(13) Huizinga, 1944, ob.cit.

Bibliografía consultada del punto I

Agamben, G. Infancia e historia. Adriana Hidalgo ed¿L, Buenos Aires, 2001.


Arrupe, O. Lenguaje, juego y aprendizaje escolarizado. Ed. Dunken, Buenos Aires, 2000.

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