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CAPÍTULO I

NIÑEZ Y JUVENTUD EN EL SIGLO XIX:


HUACHOS Y CABALLERITOS

a) Conceptos, sujetos y perspectivas

Los niños y los jóvenes no figuran, normalmente, en las páginas de la Historia. Pero
son lectores, escuchas y memorizadores de la misma. No son actores centrales. Tampoco son
monumentos.
La Historia está poblada (monopolizada) por adultos de segunda o tercera edad.
Tal vez, por lo anterior, es que la mayoría de las “definiciones” de niñez y juventud no
las asumen como sujeto histórico. Así, por ejemplo, si los tiempos son de “estabilidad institu-
cional”, las definiciones las asumen, solícitamente, como objetos de Pedagogía. Y si los tiempos
son de crisis e inestabilidad institucional, entonces se tratan como objetos de sospecha policial,
judicial y militar. En ambos casos, entran en la Historia, en la Ciencia Social y en la Política no
por sí mismas, sino llevadas de la mano, o bien por conceptos tipo “nana”, o por reprimendas
represivas, correctivas y rehabilitadoras. Y si alguna vez han logrado desprenderse de nanas y
reprimendas para entrar en los acontecimientos pisando fuerte, entonces ya no se les asume
como niños ni jóvenes, sino como adultos sin edad, descarriados, o heroicos. No hay duda que el
“poder” de los viejos interfiere en la definición histórica de niños y jóvenes1 .
En períodos de paz y estabilidad política, los jóvenes son confinados en una histórica-
mente inocua “categoría de edad”, reclusión transitoria donde se permite sólo una gama de
acción controlada y recortada. Se supone, a la espera del oportuno “estreno en sociedad”2 .
Si el confinamiento va bien, los adultos adoptan actitudes paternales, didácticas y,
aun, de socarrona admiración. Pues, de algún modo, en la juventud disciplinada se ven a sí
mismos. Como lo expresara, en otro tiempo, Vicente Grez:
“Se va la juventud. Se van con ella/ La dicha y el amor!/ Cada día que pasa es un
recuerdo;/ Cada día que pasa es un dolor”3 .
1
“En la división lógica entre jóvenes y viejos está la cuestión del poder…”. P. Bourdieu: “La juventud no es
más que una palabra”, en Sociología y Cultura (México, 1990. Grijalbo), p. 164.
2
“Sobre este punto, ver S. N. Eisenstadt: “Pautas arquetípicas de la juventud”, en S. Erickson et al.: La
juventud en el mundo moderno. (Buenos Aires, 1976), p. 70.
3
Vicente Grez: Ráfagas (Santiago, Imprenta Nacional, 1882), p. 7.

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Cuando, al revés, los días son de crisis y de agitación social y los jóvenes se escapan
de su confinamiento histórico, los adultos sienten que todo está mal. Que los tiempos han
cambiado. Que los ideales se han roto. Que todo tiempo pasado fue mejor. Como si, en el
imaginario adulto, un joven, o es sano, protegido y obediente, o no es joven. Y si no es, el
adulto siente que nada hay bajo sus pies. Así, de la declamada paráfrasis “juventud, divino
tesoro” se pasa a la imprecación de “juventud descarriada”. Y a fines del siglo XIX ya se
oían voces como las que siguen.
Sobre la juventud oligarca:
“No intento trazar el retrato de los jóvenes de hoy: los veo de lejos y las noticias que de
cuando en cuando me llegan de ellos, en medio de lágrimas de desoladas madres, esposas
o hermanas, son de ordinario muy dolorosas… Los jóvenes de mi tiempo sabían respetar-
se y respetar el nombre recibido sin mancha de sus padres. Después de reunir en honrado
trabajo lo necesario para el sustento de un nuevo hogar, pasaban a ser los padres de una
familia respetable. Por suerte, no tenían el club, en donde hoy el esposo va a vivir entre
sus amigos, cuando el tapete verde no lo atrae… Y no quiero mencionar otros lugares, en
donde el esposo va a veces a manchar su nombre y a dejar su fortuna”4 .
Y sobre la juventud peonal y marginal:
“Sé que tienen que verse por ahí y por allá escenas de miseria, suciedad, vicio y embria-
guez, pero los arrabales de esta ciudad (Valparaíso) ofenden la vista a un punto que
jamás había experimentado antes… Hay peones laboriosos que trabajan varios días
hasta ganar unos pocos pesos, para luego convertirse en laboriosos borrachos hasta que
el dinero se acaba… Hay moscas por todas partes, casi tantas como niños… hombres
mudos sobre el camino o tambaleándose por la calle”5 .
Cuando la juventud oligarca hizo algo de historia por su cuenta, “perdió el respe-
to”. Y cuando la juventud peonal vivía la historia que le dejaron, “ofendió la vista”.
Más que percibir la situación real de los jóvenes, los conceptos adultos sobre los
jóvenes reflejan el estado de la conciencia histórica de los adultos respecto a cómo va la
marcha de “su” mundo; si va sin sobresaltos, a satisfacción, o con pérdida de control (o
poder).
Cuando los jóvenes son victimizados por la marcha inadecuada del mundo goberna-
do por los adultos, éstos, normalmente, no asumen la conducta “histórica” de esas víctimas
como una reacción ante los errores perpetrados por el gobierno adulto de ese mundo, sino
como una amenaza que emana de la naturaleza propia de la nueva generación de jóvenes.
Por eso es que, como réplica a esas imprevistas conductas “históricas”, los adultos organizan

4
Crescente Errázuriz: Algo de lo que he visto (Santiago, 1934. Nascimento), pp. 22-23.
5
W. H. Russel: A Visit to Chile and the Nitrate Fields of Tarapaca (London, 1890), pp. 78-79.

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una nerviosa, “responsable” y “legítima” defensa de la sociedad, el orden y la tradición. Así
se traspasa la responsabilidad de la crisis adulta a la “irresponsabilidad reactiva” de los
jóvenes6 . Descargada la responsabilidad, se construyen políticas para la juventud a partir
de la patología social denotada por la conducta pública de los jóvenes contemporáneos7 .
En tiempos de estabilidad, los adultos asumen toda la “potestad” y toda la “responsabili-
dad” de la historia. En tiempos de crisis, el grueso de la responsabilidad (no el poder) se
descarga sobre los que protestan o reaccionan tras ser victimizados por la crisis. Los hechos
muestran que víctimas y rebeldes son, mayoritariamente, niños y jóvenes.
Respecto a la juventud, es necesario realizar un acto de justicia epistemológica y
realismo histórico, que deje de lado la perspectiva adultocéntrica y mire la historia desde
la perspectiva de los niños y los jóvenes. Si eso se realiza, la juventud aparece en el escena-
rio histórico con un sorprendente perfil propio, pletórico de historicidad.
En primer lugar, se hace evidente que no hay sólo “una” juventud (la del divino
tesoro) sino varias. Que la “masa juvenil” no es socialmente homogénea, sino diversa. Que
el nicho cerrado de la edad y los patios de la pedagogía están acribillados por la heteroge-
neidad socio-económica y la desigualdad cultural. De modo que, cuando menos –para no
hilar demasiado fino– cabe distinguir una jeunesse dorée (“caballeritos”) y una jeunesse
de la galére (“cabros de la calle”, “huachos”, “pelusas”, etc.). Por eso, las “locuras de juven-
tud” o los “recuerdos de juventud” tienen resonancias históricas muy distintas según se
vivan como “caballerito”, o como “huacho”.
En segundo lugar, se descubre que no es lo mismo ser joven-hombre que ser joven-
mujer. Pues la vieja patria potestad (basada en los instrumentos que protegen la propiedad
patricial: la espada, la cruz y la ley) ha dividido el cuerpo social en dos hemisferios “genérica-
mente” diferenciados, con un régimen institucional específico para cada sexo. Como si el “poder”
tuviera dos brazos distintos para domesticar dos “naturalezas”. De este modo, las reacciones
juveniles no sólo se han bifurcado en “institucionales” y “subversivas”, sino también en expre-
siones culturales “masculinas” y “femeninas”. Se comprende que, en el fragor de las coyunturas
históricas, todas las diferencias se llenan de fuego, pulverizando las definiciones abstractas de
juventud y dejando al desnudo la inquieta, explosiva y cambiante historicidad juvenil8.

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“Cuando afloran temas tales como el de la violencia, que descubren la radicalización de la protesta en una
parte de la juventud, las explicaciones que se dan hacen hincapié en la necesidad de liberarse de las
tensiones y frustraciones sicológicas inherentes a la migración de la adolescencia hacia la edad adulta.
Las palabras neurosis e inadaptación acuden inmediatamente a la pluma o a la boca”. Armand y Michéle
Mattelart: Juventud chilena: rebeldía y conformismo (Santiago, 1970, Editorial Universitaria), p. 12.
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A fines del siglo XX, particularmente durante la década de 1980, fue corriente calificar a la juventud
popular como una juventud “anómica” y sico-socialmente “dañada”. Por ejemplo, en E.Valenzuela: La
juventud rebelde (Santiago, 1984, SUR, passim).
8
Verde Irene Agurto et al.: Juventud chilena: razones y subversiones (Santiago, 1985, ECO). También de K.
Duarte: “Juventud popular: el rollo entre ser lo que queremos y ser lo que nos imponen” (Santiago, 1994. LOM).

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En tercer lugar, se observa que la juventud chilena, pese a la ahistoricidad de las
definiciones que la enmarcan y rodean, ha irrumpido frecuentemente en la historia por sí
misma, desencadenando “reventones históricos” que han agitado –y no poco– el mundo
adulto. Las incursiones históricas de la juventud han sido más frecuentes y significativas
de lo que suele creerse. Y la razón radica en el hecho de que la crisis endémica que ha
corroído la sociedad chilena pasa, matemáticamente, por las sensibilidades de niños y jó-
venes. Y la no resolución de esa crisis tiende a acumular, en ese sensitivo epicentro,
frustraciones, recuerdos, rabia y, finalmente, asociatividad y rebeldía9 .
En cuarto lugar, la simultaneidad histórica que se ha dado entre las “coyunturas de
crisis” y las “oleadas de agitación juvenil” ha producido la aparición de generaciones re-
beldes que han luchado por realizar cambios en la Sociedad, el Estado o el Mercado; con
éxito, o sin él. Pueden distinguirse, por ejemplo, la “generación de 1848”, “la de 1920”, “la
de 1968”, o “la de 1980”, todas las cuales entraron en la historia adulta agitando atrevidas
propuestas de cambio. Por eso, cada una de ellas ha terminado adquiriendo un perfil histó-
rico mítico, casi legendario, identificable por el año o la década en que se produjo su
“incursión”. Pero todas ellas, junto a esa aureola mítica, han añadido largos, “chatos, grises
y oscuros” períodos de envejecimiento (todas terminaron siendo adultas, conformistas y
patriarcales). Se las conoce más por lo primero (por sus “locuras de juventud”) que por lo
segundo (por las traiciones de su “sensato” envejecimiento). Lo que demuestra que el lla-
mado conflicto “entre” las generaciones no parece ser otra cosa que el conflicto interno de
una misma generación. O las contracaras de la conciencia histórica de los adultos10 .
Hay un quinto hecho relevante. Y es que la historia adulta aparece cercada por el
movimiento histórico que realizan, por dentro la “juventud dorada” y por fuera la “juven-
tud marginal” (sin contar la presión en pinzas que ejecutan, de un lado, la masculinidad
juvenil, y de otro, la feminidad juvenil). Pues la juventud dorada ha tendido a promover,
desde la comodidad de los salones hogareños y las “salas” de sus clubes y partidos políti-
cos, la globalización de la economía y la modernización de la sociedad, según modelos
externos. La juventud marginal, en cambio, ha tendido a implementar diversas acciones
directas en espacios públicos y privados, como protesta por la incomodidad de sus hogares
y el fardo de su aporte laboral al progreso de todos, según modelo propio.
Por eso, y pese a su estratificación antagónica, ambas juventudes han producido un
movimiento dialécticamente integrado, en contrapunto, que ha desgastado por dentro y
por fuera el carro histórico del patriciado. Así, a la presión globalizadora y modernizadora
de la juventud dorada, ha seguido, como imparable efecto dominó, la presión callejera de

9
Ver de J. Weinstein: Los jóvenes pobladores en las protestas nacionales. Una visión sociopolítica (Santiago,
1989. CIDE), passim.
10
Ver de G. Salazar: “De la generación del ’38: juventud y envejecimiento históricos”, en J. Benítex et al.
(Eds.): La novela social en Chile (Santiago, 2000. U. ARCIS-LOM).

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la juventud popular, sumando un “reventón encadenado” de tan difícil manejo institucio-
nal, que obliga a los adultos a recurrir a la “violencia armada de la Patria”. La no pactada
“dialéctica conjunta” de las juventudes puede, por eso, ser un corrosivo histórico insospe-
chado, capaz de doblegar culturalmente, en el mediano plazo, al poder de fuego y al poder
institucional coligados de la Patria Potestad.
Esa dialéctica integrada no se manifiesta sólo durante las crisis aguda y en forma
de “reventón histórico”, sino también en períodos de estabilidad aparente y en forma de
tensiones locales. En los partidos políticos parlamentarios, por ejemplo, ha sido constante
la tensión cultural entre la bancada de los patriarcas fundadores y la juventud ligada a la
Universidad. En la feligresía católica, por su lado, el tradicionalismo formal de la jerarquía
eclesiástica ha entrado a menudo en colisión con la sensibilidad social y el criollismo de la
juventud parroquial. Y endémicas han sido las escaramuzas callejeras entre la policía pro-
tectora del patrimonio y la tranquilidad de los adultos, y los grupos juveniles que despliegan
en el espacio público su carnaval, su comparsa tribal o su rabia contenida. Mientras en las
universidades no ha sido menos longeva la tensión entre el clasicisimo académico de los
viejos maestros y el impulso renovador de los estudiantes. Por último, está el antagonismo
frontal –que se surge en los momentos agudos de la crisis– entre los jóvenes (y adultos)
que, al borde de la desesperación histórica, abandonan su perfil cívico para volverse golpis-
tas, cesaristas o militaristas, y los jóvenes (y adultos) que, ante eso, reaccionan volviéndose
revolucionarios.
La historicidad juvenil, por lo visto, no se detiene. Pero su “trabajo” no es puramen-
te erosivo. Tanto por edad como por su posición inicialmente pasiva ante el impacto de las
crisis adultas, los jóvenes se buscan unos a otros. Se asocian. Forman parejas, yuntas, gru-
pos, redes. Se ayudan para construir entre ellos las identidades que el sistema no entrega,
o entrega a medias. A menudo, se encuentran con el deber único de construir a pulso la
identidad histórica que necesitan ellos, o que necesita la sociedad. En este sentido, son
capaces de generar tejido social y cultural nuevo. Más aun: pueden dar la vida por eso. De
ahí que sus “locuras” y estallidos generacionales terminan nutriendo la memoria pública
con hechos heroicos, símbolos nuevos, mártires juveniles y manifestaciones artísticas car-
gadas de identidad y desafío. ¿Quién dudará del carácter pionero y heroico de lo hecho o lo
intentado por las generaciones de 1848, 1920 o 1968?
Las páginas que siguen constituyen un intento por asumir la historia de Chile des-
de la acallada perspectiva de la “sensibilidad juvenil”.

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